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Wexford abrió el pasaporte por la primera página.
El nombre del titular era John Grenville West, ciudadano del Reino Unido y sus colonias. La segunda página certificaba que la profesión de West era la de novelista, siendo su lugar de nacimiento Myringham, Sussex, y la fecha del mismo el 9 de septiembre de 1940. Su país de residencia era el Reino Unido, su talla, 1,79 centímetros y el color de los ojos, gris. En el espacio destinado a la firma del titular aparecía «Grenville West».
La fotografía que había junto a esta descripción era la clásica de pasaporte y presentaba una persona de cierta apariencia lunática, con un mechón de pelo moreno que caía desagradablemente sobre las gafas de montura negra. Cuando fue tomada, West llevaba bigote.
La página cuatro le dijo a Wexford que el pasaporte había sido expedido cinco años antes en Londres, y en las siguientes muchos sellos certificaban entradas y salidas de Francia, Bélgica, Holanda, Alemania, Italia, Turquía y los Estados Unidos. También habían estampado el visado de este último país. En esos cinco años, West había abandonado su país al menos en doce ocasiones.
– También pensaba irse esta vez -dijo Baker- ¿Por qué no lo hizo? ¿Dónde está ahora?
Wexford no respondió. En vez de ello ordenó a Loring:
– Quiero que vaya lo más rápido que pueda al registro civil y que busque a ese West. Mire en el volumen del año 1940, en la sección correspondiente a septiembre, todos los que se llamen West. ¿Ha entendido? Habrá muchos, pero no es probable que más de un John Grenville West haya nacido el día 9 de ese mes. Quiero el nombre de su padre, y también el de su madre.
Loring obedeció. Baker estaba echando un vistazo al resto del contenido del sobre.
– Un talonario de cheques -dijo-, una tarjeta Eurocard y otra de American Express, cheques de viajero firmados por West y mil francos, aproximadamente. Es de suponer que tendría la intención de regresar a recoger todo este equipaje.
– Desde luego. Bajo estas ropas hay una cámara, una Pentax.
De pronto, Wexford deseó que Burden estuviera con él. Había llegado a uno de esos momentos en un caso en que, para aclarar su mente y olvidar su frustración, necesitaba la presencia de su colega junto a él. Para una discusión cruda pero sin acritud, para un libre intercambio de insultos sin que nadie se ofendiera al aparecer expresiones tales como «histérico» o «puritano». Baker era un pésimo sustituto. A Wexford le intrigaba saber cómo reaccionaría ante algún comentario subido de tono, o cuando lo tildara de «dolor de muelas». Midiendo sus palabras y bajando el tono natural de su voz, le refirió a Baker la teoría de Burden.
– Esto no está relacionado con nuestra investigación -dijo Baker, y Wexford recordó el año en que conoció al inspector, cuando él había empleado esas mismas palabras-. Deje en paz el móvil, no se preocupe de si West era el primo segundo de esa Comfrey o el cuñado de su abuela. -Se rió de su propio ingenio enseñando sus enormes dientes-. Es irrelevante, y si me deja decirlo así, Reg -como todos los que se ofenden fácilmente, a Baker no le importaba ofender a los demás; lo hacía sin darse cuenta-, los árboles no le dejan ver el bosque. Debió usted ser novelista ya que los hechos concretos no le dicen nada en absoluto.
Wexford encajó el insulto, porque es insultante que le digan a uno que habría sido mejor en cualquier profesión diferente a la que ha ejercido durante cuarenta años… sin decir ni una palabra. Se rió de las metáforas de Baker, las encontraba pastoriles. ¿Era pastoril la palabra adecuada? Había otra que tenía que consultar con el diccionario, la tenía en la punta de la lengua. Necesitaba un buen diccionario, no el insignificante Conciso Oxford, del cual Sheila se había apropiado hacía tiempo…
– Los hechos tal como son, Reg -estaba diciendo Baker-. Y el hecho es que West desapareció el mismo día en que mataron a Rhoda. A eso lo llamo yo prueba de culpabilidad. Su intención era volver al Trieste y partir rumbo a Francia, pero ocurrió algo que lo previno de hacerlo.
– ¿Como qué?
– Como haber sido visto por alguien donde no debía, o algo parecido. Mire el pasaporte; West no nació en Londres, sino en un poblado, de modo que cualquiera podría reconocerlo… -Baker hablaba como si el gran condado de Sussex sólo fuera un pequeño punto en la geografía de Inglaterra. Su última frase parecía sacada de El viento en los sauces, como si West hubiera sido el tipo del relato, sujeto a la vigilancia de ojos brillantes que escudriñaran desde los agujeros de los árboles-… como primos segundos o abuelos. Alguno de ellos debió de verlo y por eso se escondió.
– ¿Bajo la protección, naturalmente, de otro de ellos?
– Podría ser -respondió Baker con seriedad-. Pero dejemos de especular y vayamos a comer algo. Ni usted ni yo podemos hacer más. Dejaremos el asunto en manos de Scotland Yard. ¿Qué le parece si vamos a tomar un bocado al Hospital Arms?
– ¿Le importaría si en vez de allí fuéramos a Vivian’s Vineyard, Michael?
Baker accedió, no sin fruncir ligeramente el entrecejo. Era la expresión del hombre que tolera el último trago o cigarrillo a un amigo. De camino a Elm Green, Wexford se propuso discutir el asunto consigo mismo. Parecía evidente que West había reservado una habitación en el Trieste para proveerse de una coartada, pero ésta era muy débil, ya que había firmado en el registro con su propio nombre. A esto, Baker habría respondido que lo criminales son tontos. Wexford sabía que esto no era siempre cierto, en especial cuando el sospechoso es autor de libros alabados por la crítica debido a su exactitud histórica, su visión amplia y su fidelidad a los modelos. No había querido matarla, no había sido un crimen premeditado. En apariencia, la reserva en el Trieste parecía un intento de crear una coartada, pero no era así. West había ido al hotel por otro motivo, y también a Kingsmarkham. ¿Cómo habían ido a parar las llaves de su coche a Rhoda Comfrey? ¿Y quién era él? ¿Quién era él? Para Baker todo esto era irrelevante, pero ahora Wexford sabía que la solución estaba en la verdadera identidad de West y en sus lazos familiares.
Era cierto que los árboles no le dejaban ver el bosque, pero eso no quería decir que tan sólo viera árboles. Para él, los árboles sólo formarían un bosque cuando él los tuviera delante de sí individualmente y pudiera juntarlos después. Caminaba por un bosque susurrante, rodeado de voces que provenían de todas partes, indicándole y preguntándole: «¿Todavía no lo ves? ¿No eres capaz de entender lo que él, ella y yo estamos intentando decirte?»
Wexford se agitó. No estaba en un bosque susurrante, sino cruzando Elm Green, donde los árboles habían sido cortados tiempo atrás. Baker lo miraba como si hubiera leído en una revista médica que quedarse fijo en la nada, como Wexford ahora, era un síntoma inequívoco de epilepsia.
– ¿Está bien, Reg?
– Perfectamente -respondió Wexford, bostezando. Acto seguido penetraron en la marrón oscuridad del Vivian’s Vineyard. La chica pálida estaba sentada en el taburete tras la barra, meciendo sus largas piernas y charlando con tres jóvenes en mono azul, aunque en ese lugar parecían marrones. Semejaba una fotografía en sepia.
Baker ya había pedido la comida cuando Victor Vivian apareció por la parte trasera con una botella de vino en cada mano.
– Hola, hola, hola. -Se acercó a la mesa y se sentó en la silla que quedaba libre. Llevaba una camisa estampada con un mapa de los viñedos de Francia, con la zona de Borgoña sobre su corazón-. ¿Qué ha pasado con el viejo Gren? No supe nada, ¿sabe usted?, hasta que Rita me lo contó. Quiero decir, me dijo que ese tipo del hotel lo estaba buscando, ¿sabe?
Baker no le había hecho el menor caso, pero Wexford respondió:
– El señor West no marchó a Francia. Todavía está en el país. ¿Tiene usted idea de dónde puede encontrarse?
Vivian silbó como si fuera el capitán de un equipo de fútbol.
– ¡Sí! Corríjanme si me equivoco, pero creo que ya sé a qué se refieren. Quiero decir, es algo serio, ¿verdad? No soy tonto, no nací ayer.
Desde un punto de vista físico esto era evidente, aunque no cuando se consideraba la capacidad intelectual de Vivian. No era la primera vez que Wexford se preguntaba cómo una persona de la inteligencia y educación de West había soportado más de dos minutos su compañía, a menos que se hubiera visto obligado a ello. ¿Qué había visto el escritor en él? ¿Qué vio en Polly Flinders, desaliñada y desesperada, o en la insulsa y poco atractiva Rhoda Comfrey?
– ¿Creen que el viejo Gren ha escapado?
La chica les sirvió dos platos de ensalada, una canastilla con bollos y un par de vasos de vino.
– Usted me dijo que el señor West vino hace catorce años. ¿De dónde? -quiso saber Wexford.
– No se lo podría decir, ¿sabe? Quiero decir, de hecho hace sólo cinco años que estoy aquí; Gren ya estaba.
– ¿Nunca le habló de su pasado? ¿De su vida anterior?
Vivian sacudió la cabeza.
– No suelo meterme donde no me llaman, ¿sabe usted? Gren nunca me habló de su familia. Bueno, quiero decir, puede que me dijera algo como que perdió a sus padres. Sí, creo que fue eso lo que me dijo.
– ¿Nunca le dijo dónde había nacido?
Baker parecía impaciente. Si fuera posible tomar jamón con tomate exasperadamente, él lo estaba haciendo. Su silencio era totalmente desaprobador.
Vivian seguía divagando.
– La gente no suele hacer eso, ¿sabe usted? Quiero decir, creo que Rita nació en Jamaica, pero no lo sé, no estoy seguro, ¿entiende? Yo no me dedico a ir por ahí diciéndole a todo el mundo dónde nací. Es posible que Gren naciera en Francia, ¿sabe usted?, no me sorprendería en absoluto. -Se golpeó el pecho-. El viejo Gren me trajo esta camisa de sus últimas vacaciones, siempre pensaba en los demás. Quiero decir, no puedo creer que un tipo como él pueda haberse metido en problemas…
– ¿Lo vio cuando se fue de vacaciones este año? Quiero decir… -¡qué fácil era adquirir el hábito!- cuando se fue de aquí, el domingo 7.
– Desde luego, entró en el bar. Serían las seis y media, ¿sabe? «Me voy, Vic», me dijo. No quiso tomar nada porque tenía que conducir muchas horas. Quiero decir, su coche estaba aparcado fuera, en la calle. Salí y vi que se marchaba. «Volveré el 4 de septiembre», me dijo, y recordé que su cumpleaños era por aquellas fechas, el 8 o el 9, y me hice el propósito de recordarlo para comprarle una botella de champán.
– ¿Puede recordar cómo iba vestido?
– Gren no es precisamente elegante, ¿sabe? Quiero decir que le gusta llevar prendas de cuello alto, pero nunca camisas y mucho menos corbata, si puede evitarlo. Llevaba esa amarilla vieja, sí, eso era lo que llevaba, y un suéter y unos pantalones oscuros. No era la clase de ropa que me gustara, ¿sabe? Estaba seguro de que se iba a Francia, habría apostado por ello. Pero la verdad, eso no puedo saberlo. Cuando pienso que me dijo «estaré en París a medianoche, Vic» con ese tono de voz alto que tenía, y que nunca llegó allá, bueno, siento escalofríos por todo el cuerpo. Quiero decir que no sé qué pensar.
Baker no podía resistirlo más.
– La cuenta por favor -pidió bruscamente.
– Sí, claro, un momento. ¡Rita! Cuando aparezca, bueno… si hay algo que yo pueda hacer, algo en lo que pueda ayudar, no duden en consultarme. Esto me ha afectado mucho.
Estaba claro que Baker quería que los policías de Sussex volvieran a su madriguera lo antes posible. Incluso había consultado en el horario de trenes uno que saliera de la estación Victoria a una hora apropiada, y les había ofrecido un coche para llevarlos allí. Wexford ya era insensible a las indirectas -¡habría encajado tantas de haberse dado cuenta!-, y volvió resueltamente a la comisaría, donde Loring lo estaba esperando pacientemente.
– ¿Bien?
– Bueno, señor, lo he encontrado. -Loring consultó sus notas-. El nacimiento se registró en Myringham, en el condado de Sussex -dijo ingenuamente-, el 9 de septiembre de 1940. John Grenville West. El nombre de su padre era Ronald Grenville West, y el de su madre, Lilian West, nacida Crawford.