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20

Los diccionarios que Clements le trajo, tambaleándose bajo su peso, eran el Shorter Oxford, en un extenso y viejo volumen, y el Webster’s International en dos tomos.

– Hay una enorme cantidad de palabras en estos dos, señor. Me pregunto si alguien les habrá echado una ojeada desde aquel desagradable caso de magia negra que tuvimos hace un par de años, en que no podía recordar cómo se deletreaba la palabra «medioevo».

Había sido una pura asociación la que había llevado a Rhoda Comfrey a decirle al doctor Lomond que vivía en el número seis de Princevale Road, y ese mismo proceso el que había hecho pronunciar a Sylvia aquella extraña palabra, que volvía a ocupar la mente de Wexford. Ahora retumbaba dentro de él con más fuerza que nunca, mientras consultaba los añadidos y correcciones del Shorter Oxford.

– ¿Medioevo? -preguntó-. ¿Quiere decir que no estaba seguro de que se escribiera con triptongo? -La cara de confusión del sargento hizo que hablara precipitadamente-. ¿No estaba seguro de las vocales?

– Exactamente, señor. -La necesidad de arreglar el mundo que Clements sentía se extendía también a los críticos del léxico-. No sé por qué no podemos simplificar las palabras, librarnos de esas letras innecesarias. Sólo sirven para confundir a los escolares, como me confundieron a mí. Recuerdo que cuando tenía doce años…

Pero Wexford ya no lo escuchaba. Clements continuó hablando, era de la clase de personas que nunca interrumpirían a nadie mientras estuviera hablando, pero cuando se trataba de asaltar los oídos de una persona que estaba leyendo no se lo pensaba dos veces.

– …y me hacían quedar en el colegio hasta tarde por confundir «ello» con «ellos», ya sabe a qué me refiero, y mi padre decía…

«Diptongos y triptongos», pensó Wexford. Esa «e» inicial de «eonismo» no era más que transposición de la partícula griega «ae», o tal vez derivaba del latín, que tenía muchas «ae», ¿no era así? Cada vez más las combinaciones de vocales tendían a eliminarse; se había pasado de «medioevo» al práctico «medievo». Así que esa palabra, la que Sylvia empleó, eonismo [4], posiblemente apareciera en el diccionario por la letra «E», no por la «A». Abrió el pesado fajo de páginas por la «E». «Eoliano: cierto dialecto de la lengua griega…» «Eolo: dios de los vientos…»

Tal vez la palabra que había pronunciado Sylvia nunca hubiera ido con diptongo, tal vez procediera del latín o del griego, sino que fuera un nombre propio o un lugar. Y de bien poco le iba a servir si no aparecía en los diccionarios. Se le ocurrieron ideas peregrinas, como llamar un taxi, cruzar el río hasta el Teatro Nacional y encontrar a su hija antes de que comenzara la función, podría estar allá en tres cuartos de hora… Pero todavía le quedaba otro diccionario.

– Confunden a los pobres escolares con tanta letra -se quejaba el sargento-. Hay una palabra que nunca supe escribir, «Psicología». ¿A qué diablos viene esa «p»?

El Webster’s International. No necesitaba que fuera internacional, sólo lo suficientemente comprensible. La «E»…«Eoceno»… «Eoliano»… y por fin, allí estaba.

– ¿Encontró lo que buscaba, señor?

Wexford se echó hacia atrás con un gran suspiro y dejó que el pesado volumen se cerrara de golpe.

– Lo he encontrado, sargento, he encontrado lo que llevaba tres semanas buscando.

Malina Patel los hizo pasar al apartamento no sin cierta cautela. ¿Se había vestido con esos pantalones de harén y esa brillante blusa bordada para deslumbrar a Loring? El moreno cabello estaba recogido en complicados rizos y sostenido con agujas doradas.

– Polly se siente fatal -dijo confidencialmente-. No puedo hacer nada. Cuando le dije que ustedes venían creí que iba a desmayarse, pegó un grito terrible. Y no supe qué hacer.

«Tal vez -pensó Wexford- podía haberse comportado como una auténtica amiga tratando de consolarla, en vez de pasarse el rato arreglándose como si estuviera en un salón de belleza.»Ya no era momento de hipocresías, de comportarse como si uno, aun en situaciones graves, permaneciera inmutable como pilar de virtud y arquetipo de belleza.

Utilizando aquellos bonitos ojos (¿sería capaz de llorar deliberadamente?), ella dijo con dulzura:

– Supongo que no es conmigo con quien quieren hablar, ¿verdad? Polly está esperándolos. Le dije que todo iría bien si se limitaba a decir la verdad, y que ustedes no la asustarían. No lo harán, ¿verdad?

La magia estaba comenzando a hacer efecto en Loring, que parecía debilitarse por momentos. Pero a Wexford ya no le afectaba en absoluto.

– Creo que es a usted a quien vamos a asustar, señorita Patel -dijo. Ella lo miró aleteando las pestañas-. Y si cree que no quiero hablar con usted está muy equivocada. Entremos aquí.

Abrió una puerta al azar. Al otro lado había una cocina pequeña de la que emanaba un fuerte olor a especias y a podrido, como si alguien hubiera estado condimentando con curry carne y vegetales en mal estado. El fregadero estaba repleto de platos sucios. Malina Patel se quedó frente a la pila, pero era demasiado delgada para tapar todo aquel caos, y les dirigió una sonrisa sincera pero intranquila.

– Sus consejos son muy buenos -dijo Wexford-. ¿Suele hacerle caso la gente?

– Sólo quería ayudar -arguyó ella volviendo a su papel de chiquilla-. Era un buen consejo, ¿no?

– Pero usted no hizo caso del mío.

– No sé a qué se refiere.

– Que no mintiera a la policía. El ámbito de la verdad, señorita Patel, se expresa perfectamente en el juramento que se toma a los testigos en un juicio: «Juro decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.» Después que yo le advirtiera usted hizo, que yo sepa, lo primero y lo tercero. Pero se dejó una parte vital de la verdad.

– ¡Pero yo no soy su testigo! ¡Y no estoy en ningún juicio!

– Y cuando la señorita Flinders se enteró de que el coche del señor West había sido encontrado, usted le dijo que la policía acabaría descubriéndolo todo. ¿Le aconsejó que nos lo dijera? ¿Recuerda el consejo que le di? No. Le sugirió que acudiese a nosotros y que nos dijera que sentía remordimientos.

Ella cambió de postura, y el movimiento hizo que algunos platos cayeran por el borde de la pila.

– ¿Cuándo se enteró de los hechos, señorita Patel?

De su interior fluyó un torrente de autojustificación. Su voz perdió toda dulzura y adquirió un acento barriobajero. Hablaba estridentemente.

– ¿De qué? ¿De que Polly nunca había estado en un motel con un hombre casado? No lo supe hasta la noche pasada, se lo aseguro. Estaba muy mal, se había pasado el día llorando, y me dijo que no les podría dar a ustedes la dirección de ese hombre porque no existía. Me eché a reír, porque desde que la conozco no he sabido que Polly tuviera ningún novio, y le dije: «¿Te lo inventaste?» Y ella me respondió que sí. Y le volví a decir: «Apuesto a que Grenville ni tan siquiera te ha besado.» Y ella siguió llorando más y más y… -Las caras de los hombres revelaban que aquella chica ya había llegado demasiado lejos. Por un momento pareció recordar la personalidad que quería aparentar y se aferró a ella-. Supe que tarde o temprano lo descubrirían; la policía siempre lo hace. Le advertí que ustedes vendrían, ¿qué les diría entonces?

– Lo que he querido decir es -dijo Wexford-, ¿cuándo se enteró usted de dónde estuvo realmente la señorita Flinders aquella noche?

Ya sin aquella ansiedad -él no estaba verdaderamente enfadado, los hombres nunca podrían estarlo con ella-, Malina Patel sonrió, con la expresión sorprendida de quien acaba de tener una revelación.

– ¡Qué cosa más rara! Nunca había pensado en ello.

No, nunca había pensado en ello. Había pensado en sus atractivos, en sus arrebatadores encantos, en dejar clara su ascendencia y en poner a su amiga en ridículo, en su pretendida conciencia. Pero nunca en el propósito de todas estas preguntas. ¡Qué inapropiado había resultado el término acuñado por Freud, «conciencia de superego»!

– ¿No se le ocurrió pensar que una chica que nunca salía después de oscurecer debía de tener una buena razón para hacerlo sola la tarde y parte de la noche? ¿No pensó en ello? ¿Había olvidado que esa fue la tarde en que mataron a Rhoda Comfrey?

Ella sacudió la cabeza cándidamente.

– No, no pensé en ello. No tenía que ver conmigo o con Polly.

Wexford la miró fijamente, y ella le devolvió la mirada al tiempo que se pellizcaba nerviosamente los bordados dorados de su blusa, tan blanca que resaltaba el tono broncíneo de su piel. La seriedad con que él la miraba terminó por afectarla y la obligó a hacer uso de toda su capacidad de aguante. Aquella fachada, tonta y dulce, se rompió y profirió un grito quebrado.

– ¡Cristo! -exclamó Loring.

Ella empezó a gritar histéricamente, con la cabeza echada hacia atrás. «La heroína -pensó Wexford con desagrado- enloquece en su blanco satén.»

– ¡Oh! ¡Haga algo, déle una bofetada! -dijo, y salió al salón.

Aparte de los chillidos, toses y sollozos que venían de la cocina, el resto del apartamento estaba en silencio. A Wexford se le antojó que Pauline Flinders debía de ser presa de una gran emoción, o que estaría aturdida ante aquellos gritos. Avanzó con desagrado ante la tarea que tenía por delante.

Las otras puertas estaban cerradas. Dio unos golpecitos en la que daba a la sala de estar, donde había hablado con Polly la primera vez. Ella no respondió, sólo abrió la puerta y lo miró con desesperación. El mundo parecía estar desplomándose alrededor de ella: hombros caídos, la blusa suelta y la falda larga; todo hacía que quien la observase tendiera a mirar hacia abajo.

No había manuscritos sobre la mesa, ni papel en la máquina de escribir. Ni libros ni revistas. Había permanecido sentada -¿durante cuántas horas?-, esperando, incapaz de hacer nada.

– Siéntese, señorita Flinders -le dijo Wexford. Era horrible tener que torturarla de esa forma, pero no tenía otro remedio si quería obtener lo que quería-. No busque excusas para evitar decirme el nombre de la persona con quien pasó la noche del 8 de agosto. Sé que ese hombre no existe.

Al oír esto, ella se puso rígida y lo miró con terror. El policía sabía por qué, pero lo dejó estar por el momento. Aparte de la lástima por ella, su mente estaba trabajando rápidamente, examinando lo que todavía era nuevo para él, intentando decidir si debía decirle toda la verdad. Pero incluso a estas alturas, en que todavía desconocía gran parte de los hechos, sabía que no podía consolarla con aquella verdad.

Ella se encorvó en una silla; su pálido cabello le cubría la frente como una cortina.

– Le daba miedo salir sola por las noches -dijo-, y por una buena razón. Una vez fue atacada por un hombre en la oscuridad, ¿no es así? Y se asustó mucho.

El cabello tembló, y ella afirmó doblando su cuerpo hacia adelante.

– Usted deseaba que en este país fuera legal portar armas, para que la gente pudiera protegerse. También está prohibido llevar navajas, pero son más fáciles de conseguir. ¿Cuánto tiempo hace, señorita Flinders, que lleva usted una en el bolso?

– Casi un año -murmuró.

– Me imagino que era una de esas plegables, de resorte. ¿Dónde la tiene ahora?

– La tiré al canal, al Kenbourne Lock.

Nunca había deseado con tantas ganas dejar a alguien en paz. Abrió la puerta e hizo entrar a Loring. La chica se cubrió los dientes con los labios y enderezó los hombros; tenía la cara muy pálida.

– Pongámonos cómodos -dijo Wexford, y la hizo sentar junto a él en un sofá, mientras Loring lo hacía en la silla que había quedado libre-. Le voy a contar una historia. -Escogió las palabras cuidadosamente-. Le voy a contar mi versión de los hechos.

– Érase una mujer de treinta años llamada Rhoda Comfrey que vino de Kingsmarkham, Sussex, a Londres, donde vivió durante cierto tiempo gracias a un premio que ganó en las quinielas, premio que según mis cálculos debió de ser de unas diez mil libras.

»Cuando el dinero comenzó a agotarse lo completó con los ingresos procedentes de un chantaje, y se hizo llamar West, señora West, porque tanto el nombre de Comfrey como su soltería le desagradaban. Algún tiempo después conoció a un joven, un extranjero, que vivía ilegalmente en el país, pero que, como Joseph Conrad, quería quedarse a vivir aquí y escribir sus libros en inglés. Rhoda Comfrey le ofreció una identidad y una historia, una madre y un padre, una familia y una partida de nacimiento. Adoptaría el nombre de alguien que nunca necesitaría concertar un seguro o tener un pasaporte, porque estaba en una institución para retrasados mentales. Su primo, John Grenville West; y así lo hicieron.

»El secreto los unió en una larga y nada fácil amistad. Él le dedicó a ella su tercera novela, porque indudablemente sin ella ese libro nunca habría sido escrito; no habría estado aquí para escribirlo. ¿Era ruso? ¿De alguna raza eslava? Cualquiera que fuese su nacionalidad, estaba buscando asilo, y ella le dio la identidad de una persona real que estaba en otro asilo, aunque muy diferente.

»¿Y qué obtenía ella a cambio? Un hombre joven y bien parecido que fuera su acompañante y su compañero. Era homosexual, y ella lo sabía. Mucho mejor, ya que Rhoda Comfrey tampoco era una mujer de muchos encantos. No era satisfacción lo que buscaba, sino un hombre que le sirviese para dar una imagen al exterior.

»¡Cómo debió de sufrir ella cuando él contrató a una mecanógrafa, y cuando ésta se enamoró de él…!

Polly Flinders emitió un sonido de dolor, un suave «¡ah!» que quizá no pudo reprimir. Wexford hizo una pausa y continuó:

– Él no estaba enamorado de ella, pero se iba haciendo mayor, había llegado a la madurez. ¿Qué fruto puede tener un homosexual que ha llegado a los cuarenta años sin cambiar de estilo de vida? Decidió casarse, establecerse con alguien, al menos para cubrir las apariencias, para añadir otra línea a su biografía en las solapas de sus libros.

»Quizá no reparó en el efecto que esto tendría en la mujer que tanto lo había ayudado. No era ella, doce años mayor, con quién él quería casarse, sino con una chica que tenía la mitad de su edad. Para disuadirlo de sus intenciones, Rhoda Comfrey lo amenazó con desvelar su verdadera nacionalidad, su situación ilegal y su homosexualidad. Y él no tuvo más remedio que matarla.

Wexford miró a Polly Flinders, que lo miraba fijamente.

– Pero no es así como ocurrió en realidad, ¿verdad? -preguntó.


  1. <a l:href="#_ftnref4">[4]</a> En inglés, Aeonism. (N. del T.)