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Mientras él hablaba, en Polly Flinders estaba teniendo lugar un cambio gradual; todavía sufría, pero el miedo ya no la atormentaba. Había adquirido una especie de tranquilidad resignada hasta que, al oír la última frase del policía, retornó la aprensión. No dijo nada, sólo movió la cabeza hacia adelante y la agitó como si deseara contenerla, pero dudando al mismo tiempo si lo que él quería era un sí o un no.
– Él tenía elección, desde luego -prosiguió Wexford-. Pudo haberse casado y dejar que ella cumpliera sus amenazas. Sus lectores sólo habrían mostrado simpatía hacia un hombre que había buscado asilo en este país, aunque para hacerlo se hubiera servido de medios poco honestos. No tenía la menor posibilidad de ser deportado. Y en lo que se refiere a su homosexualidad, ¿a quién iba a importarle, aparte de a dos o tres puritanos? Además, la noticia de su boda habría echado por tierra semejantes calumnias. ¿Y dónde y cómo habría publicado tales cosas Rhoda Comfrey? ¿En alguna oscura revista que los lectores de su protegido nunca compraban? ¿En las páginas del cotilleo, donde para evitar el libelo habría tenido que escribir con confusos circunloquios? Incluso en el caso de que él no creyera que cualquier publicidad, buena o mala, es buena, le quedaba una alternativa: podía haber cedido a sus presiones, porque el matrimonio no era para él un asunto sentimental sino un mero expediente.
La chica no pareció afectada por estas palabras. Escuchaba tranquilamente, con las manos cruzadas sobre el regazo. Era como si estuviera escuchando lo que deseaba, pero sin haberlo esperado. Su palidez, sin embargo, era más acentuada de lo normal en ella. Tanto, que a Wexford le recordó aquel cuento de hadas en que una muchacha era tan rubia y tenía la piel tan transparente, que cuando bebía vino se podía ver cómo bajaba por su garganta. Pero Polly Flinders no era un hada de leyenda -ni tan siquiera de una canción de cuna-, y sus labios, cerrados y secos, parecían sedientos de vino y amor.
– Fue por esta razón -dijo Wexford- que la chica cuya boda estaba en juego se alarmó. Ella lo amaba y quería casarse con él, pero se daba cuenta de que esa mujer tenía más influencia sobre él que ella misma.
»El 5 de agosto fue el cumpleaños de Rhoda Comfrey. Grenville West le demostró lo resentido que estaba con ella regalándole una cartera. ¿Para indicar, seguramente, que aceptaba su autoridad sobre él? Esa noche estuvieron los tres en el piso de Grenville West, y Rhoda Comfrey quiso hacer una llamada. Cuando un invitado hace tal cosa, el anfitrión, si es educado, lo deja solo para que pueda hablar con total intimidad. Usted y el señor West abandonaron la habitación, ¿verdad, señorita Flinders? Pero quizá la puerta quedó abierta.
»Sólo estaba telefoneando a su tía, para decirle que iría a visitar a su padre al hospital de Stowerton el lunes, pero para impresionarlos a usted y al señor West hizo ver que hablaba con un hombre. A usted esto no le interesaba, pero tenía interés en saber dónde pensaba ir el lunes. Tal vez a un lugar donde poder encontrarla sola, como nunca podría hacer en Londres.
Hizo una pausa y decidió omitir el hotel Trieste y la desaparición de West, adivinando que ella agradecería que no mencionase al escritor.
– En la tarde del lunes 8 de agosto -continuó Wexford-, usted fue a Stowerton, después de averiguar las horas de visita. Vio a la señorita Comfrey subir al autobús con otra mujer, y sin dejar que ella la viera, usted también subió. Bajó en la misma parada y la siguió por aquel camino… ¿con qué intención? No para matarla. Creo que sólo quería quedarse a solas con ella para preguntarle por qué estaba obrando así, y para disuadirla de interferir entre usted y el señor West.
»Pero sólo consiguió que se riera de usted. Dijo algo ofensivo y cruel, usted no pudo soportarlo más y le clavó esa navaja. ¿Estoy en lo cierto, señorita Flinders?
Loring estaba rígido en su silla, abrazándose a sí mismo y tal vez esperando más gritos. Polly Flinders se limitó a afirmar. Parecía tranquila y pensativa, como si le hubieran pedido una confirmación verbal de alguna acción suya, no reprensible, que había cometido años antes. Entonces suspiró.
– Sí, es verdad, la maté. La apuñalé y limpié la navaja en la hierba. Luego tomé otro autobús y el tren para volver a casa. Arrojé la navaja al Kenbourne Lock cuando regresaba, lo hice exactamente como usted ha dicho. -Después de dudar un instante, añadió con firmeza-: Y por los motivos que usted ha dicho.
Wexford se levantó. Todo se estaba desarrollando de manera muy sencilla y civilizada. Sabía lo que Loring estaba pensando. Había mediado provocación, no premeditación, y la chica lo sabía. Sabía que saldría libre después de tres o cuatro años de cárcel, por eso confesó en ese momento, poniendo fin a la ansiedad que había estado a punto de volverla loca. Quería pasar por ello de una vez y quedar en paz, sin que Grenville West se viese involucrado.
– Pauline Flinders -dijo Wexford-, se le imputa el asesinato de Rhoda Agnes Comfrey, el 8 de agosto. Puede permanecer en silencio, pero cualquier cosa que diga podrá ser utilizada en su contra.
– No quiero decir nada. ¿Debo acompañarlo?
– Parece un camelo -comentó Burden cuando Wexford le telefoneó.
– ¿Quiere más melodrama? ¿Más histeria?
– No es eso exactamente. ¡Oh!, no lo sé, pero hay demasiadas cosas raras en este caso…, y al final resulta que esa chica lo hizo sola. Mató a esa mujer sólo porque se entrometió entre ella y West. -Wexford no dijo nada-. ¿Debemos suponer que fue ella la asesina? ¿Realmente no estará tratando de proteger a West?
– Ella fue quien la mató, no lo dude. En su declaración ha relatado los hechos con total precisión; la geografía de Forest Road, las ropas que llevaba la víctima cuando la mató e incluso el hecho de que el tren de Londres, el de las 9.24 de Kingsmarkham a Victoria, llevaba esa noche diez minutos de retraso. Mañana, Rittifer dragará el Kenbourne Lock y encontraremos la navaja.
– ¿Y West? ¿No tuvo nada que ver?
– Sí, todo. Sin él no habría habido ningún problema. Él fue la causa de todo. Estoy cansado, Mike, y todavía tengo que hacer otra llamada. Mañana le contaré el resto, después de la audiencia especial.
Tras esto llamó a Michael Baker. Respondió al teléfono una mujer de voz suave y ligero acento norteño.
– Es para ti, querido -le oyó decir.
– Ya voy, cariño -dijo Baker. Su voz se hizo más gruesa y fuerte a través del auricular cuando supo quién era, como si en esa actitud estuviese implícita la pregunta: «¿Sabe qué hora es?» Pero cuando Wexford le hubo relatado los hechos concretos adoptó un aire engreído, dándole a entender que él ya lo había predicho hacía tiempo.
– Sabía que estaba perdiendo el tiempo con todos esos hombres, fechas y partidas de nacimiento, Reg. Ya se lo dije. -Wexford nunca había oído a nadie pronunciar esas palabras en serio, y de no haberse sentido tan cansado se habría reído-. Bueno, bien está lo que bien acaba, ¿no?
– Sí, claro. Buenas noches, Michael.
Baker colgó sin más, quizá porque Wexford se había olvidado de agradecerle eternamente la ayuda prestada por la policía de Kenbourne. O tal vez sí había dicho algo, como «ya voy, corazón», palabras que difícilmente habrían ido dirigidas a él.
Dora estaba en la cama, sentada y leyendo el libro de María Antonieta. Se sentó a su lado y se quitó los zapatos.
– Así que todo ha terminado, ¿no?
– Hoy me he comportado muy mal -dijo Wexford entre dientes-. He cogido a esa chica, le he contado una sarta de mentiras y he aceptado las suyas. Únicamente para conseguir su confesión. Es un trabajo horrible. Y debe de estar pensando que ha conseguido lo que quería.
– Querido -dijo Dora suavemente-, ¿sabes que no tengo la menor idea de qué estás hablando?
– Perdona, sólo pensaba en voz alta. Tal vez estar casado consista en hacer esto mientras la pareja escucha.
– Es una de las cosas más bonitas que me has dicho nunca.
Wexford entró en el cuarto de baño y contempló su fea cara en el espejo: las bolsas bajo sus ojos cansados, las arrugas y la barba blanca que le confería un aspecto de viejo.
– Soy un canalla -le dijo a la cara en el espejo-, el mayor canalla del mundo.
En la audiencia del sábado por la mañana, Pauline Flinders fue acusada del asesinato de Rhoda Comfrey, citada a juicio y puesta bajo custodia.
Cuando acabó, Wexford evitó al policía jefe -¿era sábado, no?, su día libre-, dio esquinazo a Burden y disimuló cuando vio al doctor Crocker. Subió al coche y se dirigió a Myringham. Lo que tenía que hacer, que le ocuparía casi todo el día, sólo se podía hacer allí.
Pasó por el puente del Kingsbrook y se dirigió al centro a través del casco viejo. Aparcó en la planta más alta del edificio del aparcamiento -Myringham era absolutamente intransitable porque los sábados acudía gente de todas partes a comprar-, y bajó con el ascensor para entrar en el edificio al otro lado de la calle.
Esta vez en mármol, y con un libro en las manos, Edward Edwards lo miró vagamente. Wexford se detuvo para leer las palabras grabadas en la peana y entró; las puertas de cristal le permitieron el paso automáticamente.