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Durante años, siglos incluso, antes de que se convirtiera en hotel, el Olive and Dove había sido una posada donde el viajero no encontraría una habitación o una cama, pero en donde podía estar seguro de que conseguiría un reservado. Muchos de estos saloncitos, cubículos de techo bajo forrados con madera de roble, permanecían como entonces, y daban a pasillos que partían del bar y del salón restaurante. Su único defecto consistía en que en la actualidad ya no eran privados, sino que estaban a disposición del primero que llegara. En el más pequeño, en el que había sólo una mesa, dos sillas y un banco de madera, estaba sentado Burden, a las ocho en punto de la tarde del domingo, dispuesto a asistir a la cita que su propio jefe había concertado. Además, él no llevaba chaqueta, hacía demasiado calor.

Entonces, a las ocho y diez, cuando sólo quedaban unos centímetros de bitter en el vaso de Burden, Wexford entró con una jarra de cerveza en cada mano.

– Tiene usted suerte de que lo haya encontrado, escondido así -le dijo-. Este lugar es más apropiado para una cita de enamorados.

– Pensé que preferiría algo de intimidad.

– Quizá tenga razón.

Burden levantó su jarra y exclamó:

– ¡Salud! Así que por fin va a hablar. Quiero que me diga dónde está West, por qué se alojó en ese hotel, quién es, y por qué me mandó el viernes por la tarde a inspeccionar hospitales mentales. Y esto sólo para empezar, también quiero saber por qué le contó a esa chica dos historias absolutamente falsas y dónde estuvo ayer.

– No eran totalmente falsas -replicó Wexford cortésmente-. Había parte de verdad. Sabía que ella había matado a Rhoda Comfrey, porque nadie más pudo hacerlo. Pero también sabía que de haberle dicho toda la verdad habría sido incapaz de responderme, y no sólo no habría obtenido su confesión, sino que muy probablemente habría incurrido en incoherencias, y quizá habría acabado por derrumbarse. Lo que era verdad es que estaba enamorada de Grenville West, que quería casarse con él, que oyó una conversación telefónica y que la tarde del 8 de agosto mató a puñaladas a Rhoda Comfrey. El resto, es decir, el motivo, lo que la llevó al asesinato y los caracteres de los protagonistas, eran en gran medida falsos. Pero ante sus ojos era una versión aceptable, y nunca habría imaginado que me la había inventado. Lo triste para ella es que la verdad tendrá que saberse y, de hecho, ya la he revelado en el informe que escribí para Griswold.

»Ayer me pasé el día en la nueva biblioteca pública de Myringham, en la sala de consultas, leyendo una biografía del Caballero de Éon escrita por Havelock Ellis, y también fragmentos de las vidas de Isabel Eberhardt, James Miranda Barry y Marta Jane Burke. ¿Le dicen algo estos nombres?

– No hay necesidad de fingir -respondió Burden-. No, no me dicen nada.

Wexford no se sentía muy alegre, pero aun en las presentes circunstancias no podía evitar molestar a Burden, que ya parecía irritado y ofendido.

– ¡Oh!, y también Edward Edwards -dijo-. ¿Sabe quién era Edward Edwards? «El padre de las bibliotecas públicas», leí bajo su estatua. Según parece, su intervención fue decisiva para que en 1850 el parlamento dictara un decreto por el cual…

– ¡Por el amor de Dios! -estalló Burden-. ¿No se puede centrar en West? ¿Qué tiene que ver ese Edwards con West?

– No mucho. Está en la entrada en las bibliotecas, mientras que los libros de West están en su interior.

– ¿Dónde está West entonces? ¿O va usted a decirme que aparecerá mañana, cuando lea en los periódicos que una de sus novias ha asesinado a la otra?

– No aparecerá.

– ¿Por qué no? -preguntó Burden lentamente-, ¿Acaso intenta decirme que en el asesinato de Rhoda Comfrey estaban involucradas dos personas? ¿West y la chica?

– No. West está muerto. Nunca volvió al hotel Trieste porque estaba muerto.

– Necesito otro trago -decidió Burden. Cuando iba a salir se giró y dijo cáusticamente-: Supongo que también fue Polly Flinders quien lo mató, ¿no?

– Sí -afirmó Wexford-. Desde luego.

El lugar estaba empezando a llenarse y Burden tardó más de cinco minutos en volver con las cervezas.

– ¡Dios mío! -exclamó-. ¿Sabe quién está ahí fuera? Griswold. No me ha visto; bueno, al menos eso creo.

– Entonces será mejor que ésta sea la última cerveza, no quiero correr el riesgo de toparme con él.

Burden volvió a sentarse, con un ojo puesto en la entrada del reservado. Se inclinó sobre la mesa, apoyando los codos en ella.

– Es imposible. ¿Qué pasó con el cuerpo?

Wexford no le respondió directamente.

– ¿Le dice algo la palabra eonismo?

– No más que todos esos nombres que acaba de citar. Pero espere un momento…, un eón significa mucho tiempo, una era. Un eonismo será… déjeme ver,… será alguien que estudia los cambios a través de largos períodos de tiempo.

– No. Al principio yo también pensé eso. Pero no tiene nada que ver con los eonistas a los que yo me refiero. Fue Havelock Ellis quien acuñó la palabra, en un libro publicado en 1928 titulado Estudios de psicología sexual, eonismo y otros estudios. Tomó el nombre del Caballero de Éon, Charles Éon de Beaumont, que murió en este país a principios del siglo xvii… -Wexford hizo una pausa y continuó-: Haciéndose pasar por una mujer durante treinta y tres años. Rhoda Comfrey se hizo pasar por hombre durante veinte años. Cuando le he dicho que Pauline Flinders asesinó a Grenville West, lo que he querido decir es que lo mató en el cuerpo de Rhoda Comfrey. Rhoda Comfrey y Grenville West eran la misma persona.

– Es imposible -repitió Burden-. La gente lo habría sabido, o habría sospechado algo. -Al mirar fijamente a Wexford, no había advertido la gran sombra alargada que se proyectaba sobre la mesa y sobre su propia cara.

Wexford se giró.

– Buenas noches, señor -dijo, y sonrió agradablemente.

Ante la presencia del policía jefe, Burden se puso en pie de inmediato.

– Siéntese, Mike, siéntese -dijo Griswold mirando a Wexford, como si le hubiera gustado darle también a él permiso para sentarse-. ¿Puedo unirme a ustedes? ¿O ya está el inspector jefe dando rienda suelta a su hábito de contar una historia con el mínimo de celeridad y el máximo de suspense? Odiaría haber interrumpido antes de llegar al clímax.

– Alcanzamos el clímax justo cuando usted entró – dijo Burden con voz ahogada-. ¿Quiere que le pida alguna bebida?

– Gracias, ya estoy bebiendo -respondió, y sacó un vasito de jerez de detrás de sus pantalones, donde por alguna razón lo había escondido-. Y ahora a mí también me gustaría oír esa maravillosa disertación, aunque tengo una ventaja sobre usted, Mike, y es que ya he leído la versión condensada. He oído sus últimas palabras. ¿Podría repetirlas?

– He dicho que no habría podido salirse con la suya. Todos sus amigos y conocidos se habrían enterado.

– ¿Bien, Reg? -Griswold se sentó en el banquillo contiguo al de Burden-. Espero que mi presencia no le resulte incómoda. ¿Piensa continuar?

– Claro, señor. -Wexford estuvo a punto de responder que su presencia no le era incómoda en absoluto, pero se lo pensó mejor y siguió con su relato-. Creo que la respuesta a esta pregunta es que ella se tomó mucho cuidado, como hemos visto, en que sus amigos no fueran personas muy sensibles o inteligentes. Pero incluso así, Malina Patel había notado algo extraño en Grenville West, y comentó que no le habría gustado que él la besara. Incluso Victor Vivian habló de «una voz extrañamente aguda» mientras que, casualmente, la señora Crown dijo que la voz de Rhoda era profunda. Creo probable que personas como Oliver Hampton y la señora Nunn sospecharan que Grenville West era bisexual, hermafrodita u homosexual. Pero, ¿me lo habrían dicho? Cuando hablé con ellos sospeché que West y Rhoda Comfrey sólo eran conocidos. Son gente discreta, y su relación con West era puramente profesional. Y en lo que se refiere a esos hombres con los que Rhoda se veía en los bares, no creo que fueran precisamente gente puritana o conservadora. La habrían aceptado como una rareza más de este mundo caprichoso.

»Antes de que usted entrara, señor, he mencionado tres nombres. Isabel Eberhardt, James Miranda Barry y Marta Jane Burke. Lo que tenían en común es que los tres eran eonistas, Isabel Eberhardt llevaba una vida nómada en el desierto del norte de África, donde tenía la costumbre de hacerse pasar por hombre de vez en cuando. James Barry estudió en una facultad de medicina en los días en que a las chicas no les era permitido, y sirvió toda su vida como médico de campaña en las colonias británicas. Sólo después de muerta se descubrió que era mujer, y que incluso había tenido un hijo. El último de los personajes que he citado fue más conocido como Calamity Jane, que vivió entre hombres como uno más de ellos, masticaba tabaco y era muy hábil en el uso de las armas. No se descubrió que era una mujer hasta una campaña militar contra los sioux en la que tomó parte.

»El Caballero de Éon era un hombre físicamente normal, que se hizo pasar por mujer durante treinta años sin que nadie se diera cuenta. Por espacio de quince años vivió con una mujer llamada María Cole, que nunca dudó del sexo de su compañera. La cuidó en el curso de la enfermedad que la llevó a la muerte y no se dio cuenta de que era un hombre hasta que falleció. Les citaré la reacción de Marie Cole ante su descubrimiento según las palabras del notario, un tal señor Commons, en 1810: «No se recobró de la conmoción en muchas horas.»

»Así que ya ven ustedes que lo que hizo Rhoda Comfrey tenía precedentes, y que las vidas de sus predecesores muestran que vestir ropas del otro sexo da resultado. Engaña a mucha gente, otros especulan o dudan, pero el verdadero sexo no se descubre hasta que él o ella sufren heridas, enferman o, como es el caso de Rhoda Comfrey, mueren.

El policía jefe sacudió la cabeza, más como quien se pregunta que como quien niega.

– ¿De dónde sacó esa idea, Reg?

– De mis hijas. Una me dijo que la mujer tendría que practicar el eonismo si quería conseguir los mismos derechos que el hombre; la otra, viste como un hombre en escena. ¡Oh!, y aquella carta de Grenville West a Charles West tenía todas las trazas de haber sido escrita por una mujer. Y también las uñas de Rhoda, pintadas pero cortas. Y el hecho de que Rhoda tuviera un cepillo de dientes en Kingsmarkham, pero en el equipaje de West no hubiera ninguno. Me temo, señor, que no eran más que presentimientos.

– Todo esto está muy bien -dijo Burden-. Pero ¿qué me dice de la edad? Rhoda Comfrey tenía cincuenta años, y West sólo treinta y ocho.

– Tenía una excelente razón para fijar su edad en doce años menos que la que tenía en realidad. Dentro de un momento hablaré de esto. Pero también deben recordar ustedes que ella era consciente de que había perdido su juventud; ésta era una manera de recuperar el tiempo perdido. Ahora piensen en lo que hace joven a una mujer o a un hombre. La grasa subcutánea de una mujer comienza a deteriorarse a los cincuenta años más o menos, pero los hombres casi no tienen. De modo que un hombre joven puede presentar facciones marcadas, con arrugas bajo los ojos, sin que eso le haga parecer mayor de lo que es. El aspecto juvenil de una mujer, por otra parte, depende en gran medida de la ausencia de arrugas. Esto quiere decir que aplicamos un modelo diferente de juventud para cada sexo. ¿Cuántos años tiene usted, Mike? ¿Cuarenta? Póngase una peluca y un poco de maquillaje y logrará la apariencia de una vieja bruja; pero córtele el cabello a una mujer de su edad, vístala con ropas de hombre y podrá pasar muy bien por un joven de treinta años. Mi hija Sheila tiene veinticuatro, pero cuando se pone el jubón y las medias para interpretar a Jessica en El mercader de Venecia parece que tenga dieciséis.

Curiosamente, fue el policía jefe el que le dio la razón.

– Es cierto. Piense en la amante de Crippen, Ethel Le Nevé. Era una mujer madura, pero cuando escapó cruzando el Atlántico vestida de hombre la tomaron por un joven. Y por ciento, Reg, debió usted añadir a su lista a María Marten, la víctima de Red Barn. Abandonó la casa de su padre disfrazada de campesino, aunque creo que en esa época el travestismo estaba prohibido.

– En cualquier caso -corroboró Wexford-, en la Francia del siglo xvii ejecutaban a los hombres por eso.

– Hmmm… ha hecho usted bien los deberes – bromeó Griswold-. Siga con su historia.

Wexford procedió:

– La naturaleza no se había portado bien con Rhoda en cuanto a mujer. Su cara era vulgar, su nariz grande. Tenía hombros anchos y escaso pecho. Era lo que la gente llamaría «hombruna», aunque en este caso nadie lo comentó. Cuando era joven llevaba vestidos muy femeninos para resultar más atractiva. Seguía el ejemplo de su tía porque a ella le daba resultado. Sin embargo, ella no tenía éxito, y debió de considerar su feminidad como una gran desventaja. El hecho de ser mujer la había privado de una educación y haría que acabara sus días como una esclava. Ser mujer era el origen de todas sus desgracias y, en su caso, ni siquiera le reportaba las ventajas propias de su sexo. Mi hija Sylvia se queja de que los hombres son amables con ella sólo por su atractivo físico, pero que no la respetan como persona. Como Rhoda no era atractiva, y por ser mujer, nunca recibió amabilidad ni respeto, estaba condenada a quedarse en casa y convertirse con el tiempo en una solterona amargada. Pero tuvo un golpe de suerte: ganó una gran cantidad de dinero en las quinielas. El hecho de si sus primeros años en Londres los vivió como hombre o como mujer no debe importarnos mucho. El caso es que comenzó a escribir. ¿Fue entonces cuando dejó de llevar esos incómodos vestidos y comenzó a usar pantalones, jerseys y chaquetas? ¿Quién sabe? Tal vez en alguna ocasión, vestida de esa forma, la confundieron con un hombre, y eso fue lo que le dio la idea. O lo que es más probable, decidió vestirse como hombre, porque, como dice Havelock Ellis, ese cambio de indumentaria satisfacía una profunda necesidad de su naturaleza.

»Debió de ser entonces cuando buscó un nombre masculino, tal vez cuando entregó su primer original a un editor. Era en ese momento o nunca. Si pensaba hacer carrera como escritora y presentarse ante el público no podía haber dudas en cuanto al sexo.

»Pasando por hombre tenía todas las de ganar: el respeto de sus compañeros, la certeza de que tal respeto era auténtico, la libertad de ir adonde quisiera, de hacer lo que se le antojara y de codearse con los hombres tratándolos como a iguales. Y tenía poquísimo que perder. Solamente la posibilidad de hacer amigos íntimos, pero no se atrevería a tanto… a excepción de personas tontas y poco observadoras como Vivian.

– Bien -lo interrumpió Burden-. Ya me he recuperado de la conmoción. Y a diferencia de Marie Cole, no he necesitado varias horas. Pero se me antoja que tenía algo más que perder.

Wexford miró con cierta molestia al policía jefe, y éste, sin esperar a que lo dijera su subordinado, vociferó:

– ¡Su sexualidad! ¿Qué me dice de ella?

– Al principio de este caso, Len Crocker me comentó que algunas personas sienten su sexo de manera muy leve. Y si me permiten que cite de nuevo a Havelock Ellis, los eonistas suelen tener una conducta casi asexual. Según él «en las personas que presentan esta anomalía psíquica, el deseo sexual es mínimo». Rhoda Comfrey, que nunca había tenido experiencias sexuales, debió de pensar que valía la pena renunciar a la posibilidad, en realidad, a la remotísima posibilidad, de tener algún día una relación sexual satisfactoria, por todo lo que tenía que ganar. Estoy seguro de que decidió sacrificarla y de que así se convirtió en una mujer rara a los ojos de los demás.

»Y se esforzó por aparecer tan masculina como le fuera posible. Vestía sencillamente, no utilizaba colonias ni perfumes, llevaba consigo una máquina de afeitar, eléctrica, aunque podemos suponer que nunca la utilizó. Para disimular la falta de una prominente nuez, características de los hombres, solía llevar jerseys y camisas de cuello cisne, y por no tener la «M» en la frente, siempre se dejaba un mechón de pelo colgando sobre ella.

– ¿Qué quiere decir con eso de la «M»? -preguntó Burden con curiosidad.

– Míreme en el espejo -respondió Wexford.

Los tres hombres se levantaron y se miraron en el decorado espejo que había en la pared.

– Observen -dijo Wexford, llevándose las manos a su escaso cabello, y los otros dos vieron cómo se lo echaba hacia atrás dejando al descubierto dos triángulos sobre las sienes-. Todos los hombres los tienen -explicó-, más o menos grandes. Las mujeres no, el nacimiento de su cabello tiene forma oval. Pero para Rhoda Comfrey éstos eran pequeños detalles fácilmente subsanables. Sólo en una ocasión, cuando tuvo que ir a visitar a su padre en Kingsmarkham, se vio obligada a volver a su verdadero papel de mujer. ¡Oh!, sí, y en otra ocasión. No me extraña que la gente dijera que ella era feliz en Londres y desgraciada en el campo. Para ella, tener que vestir de mujer equivalía a lo que para un hombre supone ir disfrazado de tal.

»Pero lo resolvió utilizando su antigua forma de ser, vistiendo con colorido, utilizando mucho maquillaje, pintándose las uñas, que tampoco debía dejar crecer mucho. Para estas visitas se puso ropa interior femenina y zapatos de tacón de aguja. Si lo piensan un poco, verán que ella podía comprarse un vestido de mujer a ojo, sin necesidad de probárselo; pero nunca un par de zapatos.

– Pero usted ha dicho -intervino Griswold-, que hubo otras ocasiones en las que volvió a ir de mujer.

– He dicho que hubo una, señor. Podría engañar a sus amigos y conocidos, puesto que ellos no la someterían a un examen físico. Había sido paciente del viejo doctor Castle, de Kingsmarkham, aunque me imagino que, como mujer fuerte y sana que era, raramente necesitaba de su atención médica. El año pasado, sin embargo, el doctor murió, y cuando ella sospechó que tenía apendicitis, tuvo que acudir a uno nuevo. Incluso el más superficial examen habría revelado que no era un hombre, así que de mala gana tuvo que volver a su sexo original para visitar al doctor Lomond, dándole un nombre verdadero y una dirección que se inventó mientras iba hacia allá. De ahí vino la confusión que sufrimos con la señora Farriner.

»De esto hace ya un año. Para entonces Rhoda había conocido a Polly Flinders, y ésta se había enamorado de ella.