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Por una vez llegaba a casa temprano. Tal vez a partir de ahora, y durante todo el mes de agosto, el mes tonto, como él lo llamaba, podría acabar unas horas antes. Tanto los criminales como la gente honrada se toman las vacaciones en agosto. Al girar y entrar en su calle, Wexford recordó que sus nietos estarían allí. Bien. Todavía faltaban tres horas para que anocheciera, de modo que se llevaría a Robin y a Ben al río. Robin había mostrado deseos de ir desde que su madre le leyera El viento en los sauces, y uno de sus mayores anhelos consistía en ver nadar a una rata de agua.
El coche de Sylvia estaba aparcado frente a la casa. Extraño, pensó Wexford. Había entendido que Dora se encargaría de los chicos toda la tarde y que pasarían la noche con ellos. Cuando sobrepasó el coche de su hija y se metió por el caminito que conducía hasta la casa, ella salió corriendo, con Ben gritando en sus brazos y Robin, que ya tenía seis años, pisándole los talones con una extraña expresión en el rostro. Apenas vio a su abuelo, Robin se arrojó a sus brazos.
– ¡Nos prometiste que iríamos a ver la rata de agua!
– Por mí no hay problema. Mientras haya alguna, claro. Creí que os quedaríais a pasar la noche.
La cara de Sylvia estaba congestionada, por la irritación o tal vez sólo por cansancio; hacía mucho calor.
– Bueno, pues no. Gracias a mi querido esposo nadie irá a ninguna parte, aunque sea nuestro aniversario de boda… ¡Cállate, Ben! En vez de eso, va a traer a un cliente a cenar, y como es normal tengo que ser yo la que cocine y recoja a los niños.
– ¿Por qué no los dejas aquí? -preguntó Wexford.
– Sí, déjanos aquí -gritó Robin-. ¡Por favor, mamá!
– Oh, no, eso no vamos a discutirlo. ¿Por qué tienes que animarlos, papá? Está decidido, me los llevo a casa para que por una vez Neil tenga el placer de acostarlos.
Empujó a los niños al coche, arrancó y se fue. Las ventanillas estaban bajadas, y los chillidos de los dos pequeños rivalizaban con el estrépito del maltrecho motor; Robin había logrado excitar a su hermano. Wexford se encogió de hombros y entró en la casa. Evidentemente, un cierto alboroto había tenido lugar allí, pero conocía a su mujer lo suficiente para suponer que eso no la habría afectado en absoluto. Y efectivamente, allí estaba, plácidamente sentada frente al televisor contemplando el final de un programa infantil. Los niños habían sacado un montón de libros de las estanterías y sobre una pila de ellos había un osito de peluche sentado.
– ¿Qué le pasa a Sylvia?
– La liberación de la mujer -respondió Dora Wexford-. Si Neil quiere traer a un cliente a cenar debería ser él quien hiciera la comida. Lo lógico sería que llegase más temprano, limpiara la casa y pusiera la mesa. Ella se ha llevado a los niños pensando que será él quien los acueste, pero antes los ha excitado bien para asegurarse de que no le sea fácil hacerlo.
– ¡Por Dios! Siempre la tomé por una chica sensata.
– Ha estado obsesionada con eso desde hace algún tiempo, varios meses, de hecho. Ya sabes: «Los hombres sois las personas; nosotras estamos siempre aparte; vosotros sois los señores de la casa, nosotras los muebles.»
– ¿Por qué no me habías hablado de ello?
Dora apagó el televisor.
– Últimamente has estado muy ocupado. Al llegar a casa no habrías querido oír todas estas cosas sin sentido. Cada día intenté hacerlo, pero no encontraba la ocasión.
Wexford enarcó las cejas.
– ¿Sin sentido?
– Bien, no totalmente, desde luego. En este mundo los hombres aún lo pasáis mejor que las mujeres; todavía es vuestro mundo. Comprendo que a ella no le guste pasarse todo el día cuidando de los niños y malgastando su vida, como ella misma dice, mientras Neil tiene cada día más éxito en su carrera. -Dora sonrió-. Y dice que llegó a sacar más sobresalientes que él. Puedo comprender que le fastidie que los colegas de Neil hablen con él de arquitectura mientras sus mujeres sólo saben hacerlo del pulido de los muebles del dormitorio. ¡Oh! ¡Ya lo creo que la entiendo!
– ¿También tú sientes lo mismo? -le preguntó Wexford mirándola fijamente.
– Eso no te importa -dijo Dora, riéndose-. Olvidémonos de nuestra aburrida hija. Has llegado tan temprano que podríamos comer e ir luego a algún sitio. ¿Te gustaría?
– Me encantaría. -Dudó un momento; luego dijo rápidamente-: Su matrimonio no corre peligro, ¿verdad? Siempre he creído que eran tan felices juntos…
– Ya se le pasará. Cualquier cosa que hagamos o digamos no hará sino empeorarlo todo, ¿no lo crees?
– Desde luego. Bien, ¿adónde vamos? ¿Al cine? ¿Por qué no al teatro al aire libre de Sewingbury?
Antes de que ella pudiera responder a su propuesta, el teléfono sonó.
– Será Sylvia -predijo-. Debe de haberse dado cuenta de que Ben se ha dejado su osito, ya lo verás. ¡Oh! ¿Y si nos pide que se lo dejemos al pasar por allí? Esta noche no podría resistir otra sesión de esposas maltratadas.
Wexford cogió el auricular; no era su hija. Dora lo supo antes de que él hablara, conocía su expresión. Todo lo que dijo fue «sí» y «seguro, lo haré», pero ella ya lo sabía. Colgó y dijo:
– No todos se van de vacaciones. Un cadáver en un descampado, a algo más de medio kilómetro de aquí.
– ¿Es alguien…?
– Ninguna «persona» -dijo secamente su marido-, Es de las otras. -Se ajustó la corbata que acababa de aflojar y se bajó las mangas-. Tengo que irme inmediatamente. ¿Qué harás tú? ¿Dar vueltas a los mandos de la tele para que después me pase dos horas tratando de sintonizarla? Debiste arrepentirte de haberte casado conmigo.
– No, pero estoy empezando a considerarlo.
Wexford rió, la besó y salió de la casa para volver por donde había venido.
Kingsmarkham es una villa mediana situada en el centro de Sussex, muy edificada por los lados de Stowerton y Sewingbury, aunque hacia el norte todavía se extiende una gran área de campo abierto. Allí High Street se convierte en Pomfret Road, y más allá los pinares de Cheriton Forest cubren las colinas.
Forest Road es la última calle que todavía pertenece a Kingsmarkham. Desemboca directamente en Pomfret Road, pero para llegar hasta allá a pie la mayoría de los pocos residentes cogen un atajo, que desde el final de High Street discurre a través de un campo. Wexford aparcó el coche en el punto de Forest Road donde esta senda se convertía en una pequeña callejuela, cerca de una valla que marcaba los límites de un par de casas llamadas Carlyle Villas. Se metió por allí y caminó bordeando un alto seto que marcaba el límite de unas parcelas. A unos cien metros delante de él pudo ver un grupo de hombres reunidos en torno a algo.
El inspector Michael Burden estaba entre ellos. También vio al doctor Crocker, el médico de la policía, y a un par de fotógrafos. Cuando Wexford se acercó, Burden fue hacia él y le dijo algo en voz baja. Wexford afirmó. Sin mirar el cadáver se aproximó al detective Loring, que estaba en un lugar apartado con un hombre joven, pálido y al parecer aturdido.
– ¿Señor Parker?
– Así es.
– Debo entender que fue usted quien encontró el cuerpo. ¿No es así?
Parker afirmó con la cabeza.
– Bien, en realidad lo encontró mi hijo.
No podía tener más de veinticinco años.
– ¿Un niño? -preguntó Wexford.
– Él no se da cuenta de nada, o al menos eso espero; sólo tiene seis años.
Se sentaron en un banco de madera que el ayuntamiento había instalado allí para los jubilados del lugar.
– Cuénteme lo que pasó.
– Le había llevado a casa de mi hermana para darle un respiro a mi mujer mientras metía en cama a los otros dos. Vivimos en uno de los bungalows de Forest Road, en Bella Vista, el que tiene el tejado de color verde. Volvíamos por el camino. Nicky jugaba con su pelota y ésta fue a parar a las hierbas altas que hay bajo el seto. El niño fue a buscarla, entonces me dijo: «Papá, hay una mujer aquí debajo.» De alguna manera supe que algo iba mal, no me pregunte cómo. El caso es que fui, miré y… bien, sé que no debí hacerlo, pero le cubrí el pecho con su chaqueta. Nicky…, sabe usted, sólo tiene seis años. Había… bien, sangre, y estaba todo revuelto.
– Ya veo -dijo Wexford- ¿No tocó usted nada más?
Parker sacudió la cabeza.
– Le dije a Nicky que la mujer estaba enferma y que teníamos que ir a casa para llamar al médico. Le aseguré que se pondría bien. Creo que no se dio cuenta de lo que pasaba en realidad… espero que no. Lo llevé a casa y les llamé a ustedes. Créanme, de haber ido solo no la habría tocado.
– Fue una excepción, señor Parker. -Wexford le sonrió-. Yo en su lugar habría hecho lo mismo.
– ¿Tendré que…? Me refiero… habrá unos interrogatorios, ¿no? Quiero decir que tendré que ir, ya lo sé, pero…
– No, no, por Dios, no. Ahora váyase a su casa, ya lo veremos más tarde. Gracias por su colaboración.
Parker se levantó, echó una ojeada a los fotógrafos, al grupo alrededor del cuerpo y se dio la vuelta.
– No es de mi incumbencia pero… bien, quiero decir que sé quién es ella. Tal vez usted no…
– No, todavía no lo sabemos. ¿De quién se trata?
– Es la señorita Comfrey. En realidad ella no vivía aquí, sino su padre. -Parker señaló hacia abajo, en la dirección del camino-. Carlyle Villas, la que está pintada de azul. Ella debió de venir a visitar a su padre, que está en el hospital con una cadera rota.
– Gracias, señor Parker.
Wexford cruzó la arenosa senda y Burden se apartó un poco para permitirle ver el cadáver. Era una mujer de mediana edad, corpulenta y de aspecto demacrado. Iba muy maquillada, con los labios pintados de escarlata, los párpados de azul y una pálida capa de ocre en la frente y las mejillas. Los ojos grises estaban muy abiertos, como fijos en algo, y en ellos Wexford vio -aunque debió de ser su imaginación-, un brillo sardónico, una mirada que, aunque muerta, rezumaba desprecio.
Un ligero flequillo de pelo negro era todo el cabello que dejaba ver un pañuelo azul, firmemente atado a la cabeza. El cuerpo estaba embutido en un vestido estampado azul y rosa, confeccionado con algún material sintético, y la chaqueta que hacía juego con él, que debió ser desabrochada, había sido colocada encima. Uno de sus zapatos de tacón alto colgaba de unas zarzas; sobre la cadera yacía un gran bolso escarlata. Las manos no mostraban anillos ni reloj, llevaba un pesado collar de cuentas rojas alrededor del cuello, y las uñas, aunque cortas, lucían el mismo tono escarlata de los labios.
Wexford se arrodilló, se cubrió los dedos con un pañuelo y abrió el bolso. Dentro había un llavero con tres llaves, una caja de cerillas, un paquete de cigarrillos del cual faltaban cuatro, un lápiz de labios, unos polvos para la cara ya pasados de moda, una cartera, y en el fondo algunas monedas. No apareció ningún monedero, ni cartas, ni documentos de ninguna especie. La cartera, que era nueva y parecía cara, contenía cuarenta y dos libras. Era obvio que no había sido asesinada por dinero.
No había nada que pudiera darle alguna pista sobre su dirección, su ocupación o incluso sobre su identidad; ni tarjetas de crédito, ni talonario de cheques.
Cerró el bolso y apartó la chaqueta. El vestido mostraba restos de sangre coagulada. En medio de toda aquella masa enmarañada había dos grandes cortes claramente visibles, que evidenciaban que el arma homicida había sido un puñal.