177718.fb2 Una Vida Durmiente - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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Wexford se hizo a un lado, dejando que el médico se arrodillara junto a él.

– Ni rastro del arma, ¿no es así? -preguntó dirigiéndose a Loring.

– No, señor, pero todavía no hemos realizado una búsqueda a fondo.

– Bien, pues háganlo. Usted, Gates y Marwood. Es algún tipo de cuchillo. -Las posibilidades de que estuviera por los alrededores, pensó con pesimismo, eran muy pocas-, Y si no lo encuentran, vayan a Forest Road y revisen casa por casa. Entérense de todo lo posible acerca de ella y de sus movimientos, pero dejen a Parker y Carlyle Villas para mí y el señor Burden. -Se volvió hacia el doctor Crocker- ¿Cuánto hace que murió, Len?

– Por el amor de Dios, no esperes que sea muy preciso en esto. Los músculos están ya muy rígidos, pero hace mucho calor, de modo que eso debe de haber acelerado el proceso. Yo diría que por lo menos dieciocho horas. Tal vez más.

– De acuerdo. -Wexford se volvió hacia Burden-. Aquí no hay nada más que nos pueda interesar, Mike. Creo que lo que procede es ir a Carlyle Villas y hablar con Parker.

Michael Burden tenía un rango demasiado elevado para acompañar al inspector jefe en este tipo de diligencias. Lo hacía porque era su forma de trabajar, la manera en que allí se hacían las cosas. Siempre habían actuado así, y seguirían haciéndolo en el futuro, a pesar de las murmuraciones desaprobatorias del policía jefe.

Dos hombres altos. Los separaban casi veinte años, y en un tiempo habían sido tan distintos que la yuxtaposición de tal disparidad había llegado a resultar cómica. Pero Wexford había perdido su obesidad y ahora estaba muy delgado, mientras que Burden siempre lo había sido. De los dos, este último era el que conservaba un mejor aspecto, con rasgos que le habrían hecho atractivo de no haber sido erosionados por la cruda experiencia. Wexford era feo, pero su rostro resultaba extrañamente atractivo, incluso para las mujeres, porque de su expresión se desprendían una inteligencia viva y una disposición vigorosa a pesar de ser un hombre ya maduro, toda la esencia de la juventud.

Anduvieron por la senda el uno al lado del otro hasta llegar al camino y entraron en Forest Road sin cruzar una sola palabra, simplemente porque todavía no tenían nada que comentar. La mujer estaba muerta, pero en cierto sentido la muerte por asesinato no es un final, sino un principio. A los fallecidos de muerte natural se los entierra junto a sus vidas. Ahora, la vida de aquella mujer quedaría expuesta al público. Hecho tras hecho, por muy oscuros que éstos fueran, como en la biografía de un personaje célebre.

Desde el camino giraron a la derecha y se detuvieron ante las dos casas de estilo campestre, frente a las cuales Wexford había aparcado el coche. Las casas compartían el aguilón, y en su vértice había una placa de yeso con su nombre y la fecha de construcción: «Carlyle Villas, 1902.» Wexford golpeó la puerta de la entrada de color azul, con pocas esperanzas de obtener respuesta. Nadie acudió a abrir, y lo mismo ocurrió cuando hizo sonar el timbre de la puerta de al lado, hecha de hierro forjado y vidrios alargados.

Con un sentimiento de frustración cruzaron la calle. Forest Road era un callejón sin salida que terminaba en un muro de piedra, tras el cual se extendían prados y arboledas. Aparte de Carlyle Villas había aproximadamente una docena de casas, un grupo de pequeños chalés en el extremo cercano al muro, dos o tres bungalows más nuevos, y una pequeña caseta de guardas construida con piedra gris, que antaño había estado junto a las verjas de una gran mansión, desaparecida hacía ya tiempo. Uno de los bungalows, construido en la época en que la influencia de Hollywood había llegado incluso a ese rincón de Sussex, lucía vidrios esmerilados en sus ventanas y un techo de tejas verdes: Bella Vista.

Nicky todavía estaba despierto, sentado junto a su madre en el salón, que parecía tan desordenado como el que Wexford había dejado una hora antes. Si Parker no hubiese dicho que esa mujer era su esposa, Wexford la habría tomado por una adolescente. Tenía la frente suave y las mejillas sonrosadas típicas de un niño, el cabello sedoso e inocentes los ojos. Debió casarse a los dieciséis años, aunque ahora no aparentaba muchos más.

– Este señor es médico -dijo Parker dirigiéndose a su hijo al tiempo que les guiñaba el ojo-. Ha venido a decirnos que esa pobre mujer ya está bien.

Nicky hundió la cabeza en el hombro de su madre.

– Así es -mintió Wexford-. Se pondrá bien.

– Será mejor que vayas a la habitación de Nanna, Nicky. Ella te dejará ver la televisión.

Cuando el niño finalmente se fue, todos se sintieron más relajados.

– Gracias -dijo Parker-. Espero que todo esto no tenga un efecto negativo sobre él.

– No se preocupe, es muy joven para leer los periódicos, pero tendrá que tener cuidado en lo concerniente a la televisión. Ahora, señor Parker, creo que usted dijo que el padre de la señorita… Comfrey, estaba en el hospital. ¿Sabe en cuál?

– En el de Stowerton. Tuvo un accidente… ¿Cuándo dirías que ocurrió, Stell?

– Debió de ser en mayo -respondió Stella Parker-. La señorita Comfrey bajó a verlo, cogió un taxi en la estación, y cuando él la vio salió de su casa precipitadamente, cayó en el camino y se rompió la cadera. Así es como fue. El taxista y ella lo llevaron al hospital en el mismo taxi, y desde entonces ha estado allá. Ella no venía con mucha frecuencia, ¿no es así, Brian?

– No más de una o dos veces al año -respondió Parker.

– Supe que vendría ayer, la señora Crown me lo dijo. La vi en la oficina de Correos y me contó que Rhoda había telefoneado para decir que vendría, porque su padre había tenido un ataque. Pero nunca la vi, nunca llegué a hablar con ella.

– ¿Quién es la señora Crown? -preguntó Burden.

– La tía de la señorita Comfrey. Vive en la casa que linda con la del señor Comfrey. Es a ella a quien tienen ustedes que ver.

– Sin duda, pero no hay nadie.

– Les diré algo -dijo Stella Parker, que parecía poseer el doble de inteligencia y entendimiento que su marido-. No quiero ser aventurada, pero suelo leer novelas de detectives, y si lo que quieren es conocer bien todo el ambiente de aquí, no podrían hacer nada mejor que hablar con la abuela de Brian. Ha vivido aquí toda la vida; de hecho, nació en una de aquellas casas.

– ¿Vive su abuela con ustedes?

– Nos ayudó a comprar este lugar con sus ahorros -explicó Parker- y se vino a vivir con nosotros. Está perfectamente, ¿no es así, Stell? Mi abuela es una auténtica maravilla.

Wexford sonrió y se puso en pie.

– Podría querer hablar con ella, pero no esta noche. Ya le notificaremos lo de la investigación, señor Parker. No será un gran interrogatorio. ¿Saben ustedes cuándo estará la señora Crown en su casa?

– Cuando cierre el pub -dijo Parker.

– Creo que nuestra siguiente visita es al hospital, Mike -dijo Wexford-. Por el margen aproximado de tiempo que Crocker nos dio, está empezando a parecerme que Rhoda Comfrey fue asesinada cuando volvía de ver a su padre. Tal vez cortó camino por ese sendero desde la parada del autobús.

– El horario de visitas en Stowerton es de siete a ocho por las tardes -dijo Burden-. A partir de este dato podríamos fijar el momento de la muerte con más precisión que si nos basamos en los resultados de la autopsia.

– Esa tía suya tan aficionada a los pubs podría ayudarnos en eso. Si el señor Comfrey está en condiciones quizá nos dé la dirección de su hija en Londres.

– También tendremos que darle la noticia -dijo Burden.

Los visitantes que salían guardaban cola en la parada del autobús, fuera del hospital de Stowerton. ¿Había hecho lo mismo Rhoda Comfrey la noche anterior? Eran las ocho y diez.

El portero les dijo que James Albert Comfrey estaba en la sala Lytton. Siguieron por un pasillo y subieron dos pisos. Las puertas de doble cristal que daban acceso a aquella sala estaban cerradas. Cuando Wexford las empujó, una joven enfermera de origen tailandés se interpuso en su camino y les susurró que en ese momento no podían entrar.

– Policía -dijo Burden-. Queremos ver a la monja encargada.

– Por favor, Mike -atajó Wexford, y antes de marcharse la chica le dirigió una amplia sonrisa-, ¿por qué tienes que ser tan odiosamente rudo?

La enfermera volvió con la hermana Lynch, una irlandesa de cabello oscuro que ya debía de rondar los treinta.

– ¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros?

Escuchó y chasqueó la lengua cuando Wexford le explicó los detalles del caso.

– Es terrible. Una mujer ya no puede andar sola por ahí. Y la señorita Comfrey vino la pasada noche sólo para ver a su padre.

– Tendremos que verlo, hermana.

– No, esta noche no, inspector jefe. Lo siento de verdad, pero no puedo permitirlo, no con todos los ancianos ya preparados para acostarse. Ni uno lograría pegar ojo, y dentro de diez minutos todos los asistentes se irán, yo entre ellos. Si quiere, yo misma se lo diré mañana, aunque dudo que él lo comprenda.

– ¿Está senil?

– Esa es una palabra, inspector jefe, cuyo significado nunca he entendido. Tiene ochenta y cinco años, y ha sufrido un grave ataque. Se pasa la mayor parte del tiempo durmiendo. Si eso es estar senil, sí, lo está. Desperdiciará usted su valioso tiempo viéndolo. Le daré la mala noticia lo mejor que pueda. ¿Algo más?

– Sí. La dirección de la señorita Comfrey, por favor.

– Desde luego -hijo una seña a una chica de piel oscura que había aparecido empujando un carrito con medicinas-, ¿Podría ir a los archivos y traerme la dirección de la señorita Comfrey, enfermera Mahmud?

– ¿Habló usted con la señorita Comfrey la pasada noche, hermana?

– Únicamente para saludarla y decirle que su padre seguía igual; también me despedí de ella. Hablaba con la señora Wells; se fueron juntas. El marido de la señora Wells está en la cama contigua a la del señor Comfrey. Aquí está la dirección que buscan. Gracias, enfermera. Carlyle Villas, número uno de Forest Road, Kingsmarkham. -La hermana Lynch estudió la ficha que le había entregado la enfermera-. Por lo que veo, no tiene teléfono.

– Me temo que esta es la dirección del señor Comfrey -corrigió Wexford-. Es la de su hija la que queremos.

– Pero es también la de su hija, la de los dos.

Wexford sacudió la cabeza.

– No. Ella vivía en Londres.

– Es la única que tenemos -replicó la hermana Lynch, dando un tono especial a su voz-. Por lo que sabemos, la señorita Comfrey vivía en Kingsmarkham con su padre.

– Entonces me temo que están confundidos. Suponga que hubiera tenido que ponerse en contacto con ella, por ejemplo en el caso de que su padre hubiera empeorado súbitamente, ¿cómo lo habría hecho?

– Notificándoselo por carta, o enviando un mensajero. -La hermana Lynch comenzaba a parecer irritada. Estaban cuestionando su eficacia-. Pero eso no habría sido necesario, pues la señorita Comfrey telefoneaba casi a diario. El jueves pasado, por ejemplo, el mismo día en que su padre tuvo el ataque, también llamó.

– ¿Y dice usted que no tenía teléfono? Hermana, necesito esa dirección. Tendré que ver al señor Comfrey.

Los ojos de la hermanase posaron sobre el reloj. Entonces dijo muy bruscamente:

– ¿No se lo he dicho? ¡El pobre hombre no es más que un vegetal!

– Muy bien. A falta de la dirección de la señorita Comfrey tendrá que darme la de la señora Wells, por favor. -Wexford dio esto por supuesto y añadió-: Volveremos mañana.

– Hagan como les convenga. Ahora debo irme.

– No podría hacer nada mejor -murmuró Wexford mientras se marchaban. Miró a Burden, que tenía un aspecto presumido, como si su rudeza anterior hubiera quedado justificada y esperase que su superior se hubiera dado cuenta-. Hablaremos con la tía. Es extraño, sin embargo, que ella no dejara su dirección en el hospital, ¿no es así?

– ¡Oh! No lo sé. Poco honesto, pero no extraño. Esos viejos pueden llegar a convertirse en una auténtica carga. Y siempre se espera que sean las mujeres las que cuiden de ellos. Quiero decir, dentro de poco el viejo Comfrey será dado de alta y ya no podrá ser capaz de vivir solo. Una mujer soltera y una hija pueden ser de gran ayuda para los médicos y asistentes sociales con exceso de trabajo; se agarrarán a ellas. No espere lo mismo de un hijo, por ejemplo. Si ella les hubiese dado su verdadera dirección, los del hospital habrían considerado su casa como el lugar donde el viejo podría vivir su convalecencia y el resto de sus días.

– Es usted la última persona a quien habría imaginado hablando a favor de la liberación de la mujer – dijo Wexford-. No dejaremos de hacernos preguntas, pero ¿no cree que su teoría sólo aumenta las posibilidades de que se hubiera sentido más unida a su padre? Ellos piensan que todavía vive con él.

– Habrá una explicación. No es importante, ¿verdad?

– Se sale de la norma, y eso lo hace importante a mis ojos. Veamos ahora a la señora Wells, Mike, y volvamos luego a Forest Road a esperar a la tía.

La señora Wells tenía setenta años, hablaba lentamente y confundía las palabras. Había hablado con Rhoda Comfrey dos veces, en visitas previas al hospital, una en mayo y la otra en agosto. La noche anterior habían subido juntas al autobús a las ocho y cuarto. ¿De qué habían hablado? La señora Wells recordaba que durante la mayor parte del tiempo trataron de la operación de cadera de su esposo. La señorita Comfrey no había dicho mucho; parecía nerviosa e intranquila. La señora Wells pensó que estaba preocupada por su padre. No, ella no conocía su dirección de Londres, también creía que vivía en Forest Road, adonde ella le había dicho que volvía. La señora Wells se había apeado en Kingsbrook Bridge, pero Rhoda había seguido, tenía billete hasta la parada siguiente.

Volvieron a la comisaría. El arma aún no había sido encontrada y las preguntas puerta a puerta hechas por Loring, Marwood y Gates no habían dado resultados positivos. Nadie en las casas ni en los bungalows había visto ni oído nada anormal durante la noche anterior. Los habitantes de la caseta habían estado fuera por tener fiesta ese día, y nadie había trabajado en las parcelas. Todos los que fueron interrogados por los tres agentes conocían ligeramente a Rhoda Comfrey, pero sólo uno la había visto el día anterior, cuando ella salió de la casa de su padre hacia las seis y veinte para tomar el autobús de Stowerton. Nadie en Forest Road conocía su dirección de Londres.

– Quiero que vuelva allá -ordenó Wexford a Loring-, y que espere a la señora Crown. Me voy un rato a casa a comer algo. Cuando ella llegue, llámeme.