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Dora había estado cosiendo, pero después de un rato lo había dejado y cuando él llegó la encontró leyendo una novela. Se levantó inmediatamente y le trajo un plato de sopa, pollo con ensalada y algo de fruta. Rara vez hablaban de su trabajo en casa, a menos que las cosas se pusieran difíciles. El hogar era como un refugio para él -¡Oh!, ¿qué saben ellos de los muelles si no han navegado los mares?- y se había enamorado de la mujer capaz de proporcionárselo. ¿Pero le importaba a ella? ¿Se veía a sí misma como la persona que lo esperaba para servirle mientras él hacía su vida? Nunca había pensado mucho en ello. Esto hizo que renaciera en él la ansiedad que había permanecido aletargada durante las tres últimas horas, desplazada por urgencias mayores.
– ¿Has sabido algo más de Sylvia? -preguntó.
– Neil vino a buscar el osito de peluche. Ben no quería irse a dormir sin él. -Dora le tocó el brazo, y luego descansó la mano en su muñeca-. No te preocupes por ella, ya es mayor. Tiene que enfrentarse a sus propios problemas.
– Tu hijo es hijo tuyo mientras no se case -replicó su marido-, pero tu hija seguirá siendo tu hija el resto de tu vida.
– Otra vez el teléfono -dijo ella, bostezando-. Podría medir mi vida por llamadas telefónicas.
– No me esperes levantada -dijo Wexford.
Ya era tarde, las once menos diez, y el cielo estaba absolutamente tachonado de estrellas. La luz de la luna era lo suficientemente brillante para proyectar las sombras de los árboles, verjas y buzones en toda la longitud de Forest Road. Junto al muro de piedra había una farola y en el número dos, Carlyle Villas, las luces seguían encendidas, mientras los vecinos de las otras casas ya las habían apagado. El policía pulsó el timbre de la puerta de hierro y cristal.
– ¿Señora Crown?
Esperó una respuesta negativa, porque la mujer que tenía delante era más joven de lo que él había imaginado. Tendría tan sólo unos años más que él. Pero le dijo que sí, que era ella, y le preguntó qué quería. Desprendía un fuerte olor a ginebra y transmitía ese aire de suficiencia -desprovisto de cualquier miedo o preocupación- que sólo el alcohol proporciona. Pero esto parecía habitual en ella. Una vez que él se hubo presentado, ella lo dejó pasar. Entonces, una vez dentro de aquella extraña y desordenada habitación, él le dio la noticia, midiendo sus palabras con amabilidad y consideración, pero dándose cuenta de que tantos miramientos resultaban absolutamente innecesarios.
– Bien, es curioso -dijo ella-. ¡Qué cosas pasan! Y de todo el mundo, tuvo que pasarle precisamente a Rhoda. Eso me ha impresionado, necesito beber algo, ¿quiere un trago?
Wexford negó con la cabeza. Ella se sirvió de una botella que había en un aparador de roble pulido cuya superficie estaba marcada de gotas, manchas y círculos brillantes.
– No le haré una escena de dolor, no éramos íntimas. ¿Dónde dijo que ocurrió? ¿En el sendero? No me verá nunca por allí, se lo aseguro.
Ella era como la habitación en la que estaban: pequeña, vestida con colores chillones y no demasiado limpia. Las fundas de nylon de las sillas mostraban un amarillo más desvaído que el del vestido que llevaba y, a diferencia de éste, estaban repletas de quemaduras de cigarrillos. Y a su vez, todo aparecía salpicado con las mismas manchas de licor o comida. El cabello de la señora Crown era del mismo color y textura que las hierbas secas que había por doquier -en jarrones verdes y amarillos-, era fino y pálido, pero todavía tenía un tono dorado desafiante. Encendió un cigarrillo y lo dejó colgando de sus labios, cuya pintura hacía juego con la de las uñas; igual que su sobrina.
– Todavía no he podido informar a su hermano -dijo Wexford-. Supongo que sigue sin saberlo.
– Mi cuñado, si no le importa -corrigió la señora Crown-. Ese viejo diablo no es mi hermano.
– ¡Ah, sí! -exclamó Wexford-. Señora Crown, se está haciendo tarde y no quiero entretenerla mucho, pero me gustaría oír todo lo que tenga que decirme acerca de los movimientos de la señorita Comfrey en el día de ayer.
Ella lo miró fijamente, echando humo por la nariz.
– ¿Qué tiene eso que ver con el maníaco que la apuñaló? La mató por el dinero, ¿no es así? Rhoda era así, siempre llevaba grandes cantidades encima. -Entonces añadió, en un tono horripilante, algo extraído de una vieja canción-: Seguro que no lo hicieron por sexo.
Wexford decidió ignorarlo.
– ¿La vio ayer? -preguntó con tono autoritario.
– Me telefoneó el viernes para decirme que venía. Creyó que me extrañaría ver luces en la puerta de al lado, ya que nunca suele haber nadie allí. Sólo Dios sabe por qué me lo dijo, yo me quedé sorprendida. «Hola, Lilian, ¿sabes quién soy?», desde luego que lo supe, habría reconocido esa voz y ese exagerado acento en cualquier parte. No lo aprendió de sus padres. Pero usted no ha venido aquí para que le cuente todo esto. Llegó en taxi, hacia la una. Iba muy bien vestida, pero tenía el aspecto de una pecadora. La deprimía el tener que venir aquí, nunca ocultó que odiaba el lugar, y su voz era muy diferente que cuando me hablaba por teléfono, tan presuntuosa, ya sabe usted a lo que me refiero. ¿Seguro que no quiere tomar algo? Creo que yo me serviré unas gotitas más.
Se sirvió bastante más que unas gotitas de ginebra; acto seguido se sentó en un brazo del sofá, comenzó a mecer las piernas. Las pantorrillas estaban deformadas por las varices, pero todavía conservaba el empeine y el pie acostumbrados al baile de quien ha tenido una juventud desenfrenada.
– Nunca venía aquí antes de las seis y cuarto. «¿Quieres venir conmigo, Lilian?», me dijo, sabiendo que no lo haría. Le expliqué que tenía que verme con un caballero, lo cual era la pura verdad, pero eso no pareció gustarle, siempre ha sido una celosa. «¿Cuándo volverás?» -me preguntó-, «Me gustaría verte para decirte cómo se encuentra.» «De acuerdo» respondí yo, haciendo lo posible por mostrarme agradable, aunque la verdad es que después de que mi pobre hermana se marchara no le dediqué demasiada atención. «Llegaré hacia las diez», le dije, pero ella ya no regresó y las luces no se encendieron. Pensé que había vuelto directamente a Londres, no sospeché nada malo.
Wexford afirmó con la cabeza.
– Lo más probable es que tenga que volver a verla, señora Crown. ¿Le importaría darme la dirección de la señorita Comfrey en Londres?
– No la tengo.
– ¿Quiere decir que no la conoce?
– Así es. Mire, yo vivo en la puerta contigua a la de ese viejo diablo, cierto, pero sólo por conveniencia. Vine aquí por mi hermana y cuando ella se fue yo me quedé. Pero eso no significa que estuviéramos muy unidos; la verdad es que no nos hablábamos. Y en lo que se refiere a Rhoda… bien, yo nunca hablo mal de los muertos. Era la hija de mi hermana, pero nunca congeniamos. Se fue de casa hará unos veinte años, y desde entonces no la vi más de una docena de veces. No me llamó para darme su dirección o su número de teléfono, y estoy segura de que nunca se los habría pedido. Mire, si la tuviera se la daría, ¿por qué no?, no tendría motivos para no hacerlo.
– ¿Sabe por lo menos a qué se dedicaba?
– Estaba metida en negocios -respondió Lilian Crown-. Tenía el suyo propio. -Su cara adoptó una expresión amarga-, A Rhoda le encantaba el dinero, siempre fue así, y a él le dedicó todo su tiempo. Pero ni un solo centavo fue a parar a mí o a él… Es un viejo diablo, pero era su padre, ¿no?
Y eso que había dicho que no hablaba mal de los muertos…
Wexford regresó a casa haciéndose un retrato mental de Rhoda Comfrey. Una mujer de mediana edad, con dinero, éxito y empresa propia; una mujer que había renegado de su ciudad natal porque le traía recuerdos dolorosos; a quien le gustaba la intimidad y que guardó, durante todo el tiempo que pudo, la dirección en que vivía; inteligente, cínica y dura, indiferente a la opinión de quienes la rodeaban y que dedicaba mínimos cuidados a su padre. Pero aun así era muy pronto para esta clase de especulaciones. Por la mañana conseguirían una autorización legal para registrar la casa del señor Comfrey, y podrían averiguar la dirección de la fallecida y en qué trabajaba. De esta forma, la vida de Rhoda Comfrey quedaría desvelada. Wexford tenía el presentimiento, una de esas intuiciones que tanto desagradaban al policía jefe, de que el móvil del asesinato estaba en la vida que llevaba en Londres.
La comisaría de Kingsmarkham había sido construida hacía quince años, y los conservadores habitantes de la ciudad se habían escandalizado ante la apariencia de esa enorme caja blanca de tejado plano y anchas ventanas. Pero tras una década y media los árboles habían crecido de tal forma que la severidad de aquellas formas había quedado suavizada por las de los abedules y codesos. La oficina de Wexford estaba en el segundo piso: paredes amarillentas con mapas clavados, un decorativo calendario con vistas de Sussex, una alfombra nueva de color azul y una mesa de palisandro de su propiedad. La gran ventana le proporcionaba una amplia vista de High Street, de los desordenados tejados y de los prados verdes en la distancia. En esta mañana del miércoles 10 de agosto la ventana estaba totalmente abierta y el aire acondicionado permanecía apagado. Otro día encantador, exactamente como la noche anterior prometieran la claridad del cielo, las estrellas y la brillante luna.
Desde que había pasado fugazmente por el despacho para volver al hospital de Stoweton, alguien había depositado sobre su mesa las ropas de Rhoda Comfrey. Wexford arrojó junto a ellas las primeras ediciones de los periódicos vespertinos que acababa de recoger. Las solteronas de mediana edad no parecían ser noticia aunque hubieran sido salvajemente acuchilladas, y ningún periódico había dedicado a este asesinato más de un par de párrafos en las páginas interiores. Se sentó junto a la ventana para refrescarse, ya que la parte delantera del edificio todavía permanecía en la sombra.
James Albert Comfrey. Habían corrido las cortinas de cretona estampadas con flores que colgaban alrededor de su cama. Sus manos, nudosas y arrugadas, se movían como cangrejos a través de la sábana. De vez en cuando alguna enfermera venía y le volvía a cubrir con la manta roja, luego se iba como arrastrándose, con la dura perspectiva de otro día de trabajo. El señor Comfrey respiraba en estertor. En la cara, robusta pero ya algo debilitada, Wexford había visto los rasgos de su hija: la nariz grande, el largo labio superior y la barbilla prominente.
– Ya se lo he dicho -explicó la hermana Lynch-; cuando le di la noticia, no le afectó en absoluto. Tiene una comprensión muy escasa de la realidad.
– Señor Comfrey… -dijo Wexford, acercándose a la cama.
– Estoy segura de lo que le he dicho, ahórrese la saliva.
– Me gustaría echar una ojeada a ese armario.
– No puedo permitirlo -replicó la hermana Lynch.
– Tengo autorización para registrar su casa. -Wexford estaba empezando a perder la paciencia-. ¿Cree que no podría conseguir una para registrar un simple armario?
– ¿Ha pensado usted en mi situación en el caso de que él vuelva en sí?
– ¿Quiere decir que se quejará ante la dirección del hospital? -dijo él, y sin perder más tiempo abrió el cajón inferior del armario. Sólo contenía un par de zapatillas y una bata enrollada. Mientras la ira irlandesa arreciaba a sus espaldas con fuertes resoplidos, sacudió la bata y miró en los bolsillos. Nada. Volvió a enrollarla. ¿Estaba violando la intimidad del anciano? La bata era de felpa roja con el nombre «Hospital de Stowerton» cosido en el dobladillo con letras de algodón blanco. Tal vez James Comfrey ya no poseía nada en el mundo.
Pero no. En el cajón superior del armario había una caja de plástico, y en su interior un par de dentaduras postizas y unas gafas. Era imposible imaginar a ese hombre con un libro de direcciones; todo lo que había en el cajón era un pañuelo doblado.
De modo que a Wexford no le quedó más remedio que marcharse, frustrado y lleno de dudas. Pero estaba seguro de que esa casa le daría la ansiada dirección, y de no ser así, las noticias de los periódicos, por muy exiguas que fueran, citarían a los amigos y conocidos que la víctima tenía en Londres, jefes o empleados que ya debían de estar echándola de menos.
Dirigió su atención a las ropas. Iba a ser un día dedicado a fisgar en las propiedades ajenas: ¡tantos armarios que registrar, tantas habitaciones que examinar! El vestido y la chaqueta de Rhoda Comfrey, así como los zapatos y la ropa interior, eran de lo más normal; prendas ni caras ni baratas, típicas de la mujer que había conservado el gusto por los colores brillantes y los adornos recargados. Los zapatos habían sido deformados por los pies, que se habían hinchado con el tiempo. Ni la ropa ni la combinación desprendían olor a perfume alguno. Examinó las marcas, pero lo único que éstas le dijeron fue que los zapatos procedían de unos grandes almacenes muy conocidos desde hacía un cuarto de siglo, y que las ropas podían haber sido adquiridas en cualquier tienda de Oxford Street o Knightsbridge. En ese momento alguien llamó a la puerta.
Apareció la cabeza del doctor Crocker.
– ¿Cuál es el problema? -preguntó el médico despreocupadamente.
Eran amigos de toda la vida, se conocían desde los días de colegio, cuando Leonard Crocker se sentaba en el primer banco y Reginald Wexford en el sexto. Y a veces le habían encomendado a Wexford el odioso trabajo de acompañar a casa, contigua a la suya, a ese pícaro de armas tomar. Con el paso de los años habían llegado a congeniar, pero la picardía permanecía. Esa mañana Wexford realmente no estaba de humor para soportarla.
– ¿Qué crees? -gruñó-. Adivínalo.
Crocker se acercó al escritorio y cogió uno de los zapatos.
– Ese viejo es paciente mío, ¿sabes?
– No, no lo sabía. Y ruego a Dios que no hayas venido para hacerte el interesante. Ya me lo has dicho otras veces: «Secreto de confesión», o «el médico es como el sacerdote», y todas esas tonterías.
Crocker hizo oídos sordos.
– El viejo Comfrey venía a mi consulta cada martes por la tarde. No tenía nada que no fuera típico de su edad, hasta que se rompió la cadera. ¡Esos viejos! Les gusta ir a verte sólo para charlar un rato. Bueno, creí que podías estar interesado.
– Desde luego que lo estoy, siempre que de verdad sea interesante.
– Bien, es su hija la que ha muerto, y a él le gustaba hablar de ella. Hablaba de cómo le había dejado solo tras la muerte de su madre y de lo poco que se preocupaba por él. También se quejaba porque no lo venía a ver más que una vez al año. Estaba realmente decepcionado. ¿Cómo la describía…?
– ¿Como un tormento antinatural?
El médico levantó las cejas.
– Eso ha estado bien, pero no es del estilo del viejo Comfrey. Lo había oído antes en alguna parte.
– Sin duda lo has oído -dijo Wexford-. Pero no nos inmiscuyamos en las rencillas del viejo y su inconsciente hija. Supongo que sabrás la dirección de ella.
– Londres.
– ¿De verdad? Si esto me lo hubiera dicho otra persona, la habría denunciado por obstrucción. ¿Quieres decir que tampoco tú conoces la dirección de Londres? ¡Por el amor de Dios, Len, ese viejo tiene ochenta y cinco años! Supón que te hubieran llamado y lo hubieses encontrado en las mismas puertas de la muerte. ¿Cómo habrías podido ponerte en contacto con su familiar más próximo?
– No estaba a las puertas de la muerte. Y además, Reg, los lechos de muerte ya no existen. La gente enferma, y si su dolencia persiste es ingresada en el hospital. Actualmente, la mayoría muere en el hospital. Durante ese largo y doloroso proceso habríamos conseguido la dirección.
– Sí, pero no lo hicisteis -le espetó Wexford-. El hospital no la tiene, ¿qué me dices de esto? Necesito esa dirección.
– La hallarás en la casa del viejo Comfrey -dijo Crocker tranquilamente.
– Así lo espero. Ahora iré para allá, a ver si la encuentro.
El médico saltó del extremo de la mesa. Con uno de esos impulsos propios de la juventud que a Wexford lo retrotraían a los días del colegio, preguntó con ansiedad:
– ¿Puedo ir yo también?
– Supongo. Pero no quiero verte jugueteando con todo y estorbando a mis agentes.
– Muchas gracias -dijo Crocker en tono burlón-. ¿Quiénes crees que son los miembros más respetados de una comunidad según las encuestas? Los médicos.
– Estaba seguro de que no eran los policías -dijo Wexford.