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Tal como había imaginado, la casa desprendía ese olor entre animal, vegetal y mineral propio de una persona vieja. A sudor, alcachofas y alcanfor.
– ¿De qué vivían las polillas antes de que el hombre llevara ropa de lana?
– De las ovejas, supongo -respondió el médico.
– Sólo Dios lo sabe. Este lugar es un auténtico basurero, ¿no es así?
Estaban dando la vuelta a los cajones en las dos habitaciones del piso de abajo. Bolígrafos y lápices rotos, frascos de tinta secos, pegamento, vasitos de cristal llenos de agujas, cerillas usadas, clavos, tuercas y tornillos, carretes de hilo; un gran surtido de llaves, un par de calcetines viejos llenos de agujeros, monedas de tres peniques fuera de circulación, trozos de cuerda, un reloj de pulsera roto, algunos trozos de mármol y hasta guisantes secos; un enchufe de cinco amperios, tapones de botellas de leche, la tapa de una lata de pintura manchada con el azul de la puerta principal, paquetes de cigarrillos, colgadores de clavos y una antigua brocha de afeitar.
– Son un buen caldo de cultivo para el ántrax -dijo Crocker, y se embolsó una docena de frascos de medicinas que estaban en lo alto de una cómoda-. Me quedaré con esto, no hay forma de que las tiren, por mucho que uno se lo diga. Nunca entenderé por qué son tan ahorrativos cuando pueden conseguirlas gratis en cualquier momento.
En el exterior resonaron las pisadas de Burden, Loring y Gates. Wexford se arrodilló y abrió el cajón inferior. Bajo una gran cantidad de bolitas de naftalina, más calcetines que olían a queso rancio y un paquete medio vacío de semillas para pájaros, encontró un retrato oval del revés. Lo giró y vio que se trataba de una joven de pelo moreno corto, mandíbula robusta, labio superior realmente pronunciado y nariz bastante grande.
– Supongo que es ella -le dijo al doctor.
– No podría asegurarlo, no la vi hasta que murió, y no se parecía mucho a ésta. No obstante, es el vivo retrato del viejo.
– Se parecen, sí. Lo que ocurre es que ha pasado tanto tiempo… -dijo Wexford, pensativo y con un punto de tristeza al recordar la gruesa capa de maquillaje que llevaba cuando la encontraron. Y sin embargo, no le había visto una expresión triste: aquella cara parecía, por decirlo de alguna manera, satisfecha consigo misma-. Echemos un vistazo arriba -propuso.
No había un solo baño en toda la casa, el único lavabo estaba fuera, en el jardín. Las escaleras no estaban enmoquetadas, sino cubiertas con una capa de linóleo. Burden salió del dormitorio delantero, el que ocupaba James Comfrey.
– ¡Vaya un pozo de ciencia! No hay un solo libro en toda la casa; tampoco cartas ni postales.
– Nos falta ver qué hay en la habitación de los invitados -recordó Crocker.
Era pequeña y fría, las paredes estaban empapeladas con un estampado rosa y malva descolorido, las baldosas se habían vuelto marrón oscuro y también había unas livianas cortinas ya blanqueadas, pero que aún mostraban restos del mismo tono rosa. Sobre la colcha de algodón blanca que cubría la cama había una falda recién planchada confeccionada con material sintético, una blusa de nylon azul y un par de tirantes todavía dentro de su bolsa. Aparte de un armario empotrado y una pequeña cómoda con cajones, no había más muebles. Encima de la cómoda había una pequeña maleta. Wexford miró en su interior y encontró un par de pijamas de seda de color crema, de mejor calidad que la ropa de día de Rhoda Comfrey, y un par de sandalias de las que sólo tienen una suela de goma y una correa del mismo material. Eso era todo. El armario estaba tan vacío como los cajones de la cómoda.
Habían registrado el resto de la casa en vano.
Wexford se dirigió a Crocker y a Burden con tono irritado.
– Esto es increíble -dijo-. No le da su dirección ni a su tía, ni al hospital en que está su padre, ni al médico de éste. Ni siquiera a los vecinos. No está en esta casa y el médico no la tiene en el hospital. Sin duda su padre debía retenerla en su memoria, pero en eso no podemos confiar por el momento. ¿A qué diablos jugaba esa mujer?
– A hacerse la muerta -respondió el médico.
Wexford resopló.
– Salgo a la calle -dijo tras una pausa-. Dejen este lugar como lo encontraron. Eso significa que tendrán que desordenar todo lo que acaban de poner en orden. -Sonrió a Crocker con afectación. Le gustaba que por una vez fuera él el que mandase sobre el médico-. Y hagan que la señora Crown vaya a identificar el cadáver, Mike. Espero que disfrute de su compañía.
Nicky Parker abrió la puerta de Bella Vista, y su madre la cerró tras él. El niño necesitaba que le prestasen atención y Wexford pasó a su lado con el aire de seguridad e indiferencia típico de los médicos. Bueno, ¿por qué no? ¿No eran ellos los miembros más respetados de una sociedad? Otro crío lloraba en alguna parte de la casa, Stella Parker parecía muy agobiada.
– ¿Sería posible -empezó a decir Wexford amablemente- tener una conversación con su… con su abuela política?
Ella le contestó que desde luego, y lo condujo a una habitación de la parte trasera de la casa. Sentada en un sillón y pelando los guisantes que llenaban un colador que tenía sobre su regazo, Wexford encontró a una de las personas más viejas que había visto en su vida.
– Nana, éste es el inspector jefe.
– ¿Cómo está, señora…?
– El apellido de Nana es Parker, como el nuestro.
Sin duda la anciana estaba haciendo preparativos para la hora de la comida. En el suelo, junto al sillón, había un cazo de patatas en agua, y al lado de éste otro con las mondas, también en agua. Cuatro manzanas aguardaban su turno, y en otro plato la pasta ya estaba hecha y amasada. Esta era una de las formas en que ella, a su avanzada edad, contribuía a las tareas domésticas. Wexford recordó que Parker había dicho que su abuela era una verdadera maravilla, y ahora comprendía el porqué.
Por un momento no le prestó atención, tal vez haciendo valer los privilegios de la edad. Stella Parker los dejó y cerró la puerta tras de sí. La vieja mujer abrió la última de las vainas y se dirigió al policía como si se conocieran de toda la vida:
– Cuando era niña solían decir que si una encontraba nueve guisantes en una vaina y la ponía en la puerta de la casa, el primer hombre que entrara sería el amor de toda su vida.
Dejó caer los nueve guisantes en el colador y se secó los verdes dedos en el delantal.
– ¿Lo hizo alguna vez? -preguntó Wexford.
– ¿Qué ha dicho? Hable más alto.
– ¿Lo hizo alguna vez?
– Yo no. No lo necesitaba. Estaba prometida con el señor Parker desde que teníamos quince años. Siéntese, joven, es demasiado alto para estar mucho rato de pie.
Wexford se sentía divertido y absurdamente halagado.
– Señora Parker… -empezó a gritar, pero ella lo interrumpió con lo que parecía su tema favorito.
– ¿Cuántos años diría que tengo?
En la vida de toda mujer sólo hay dos épocas en que les gusta que las tomen por mayores de lo que en realidad son: antes de los dieciséis y después de los noventa. En ambos casos la confusión implica un halago. Pero quería ser prudente y no supo qué decir.
Ella no esperó la respuesta.
– Noventa y dos -dijo-. Y todavía pelo guisantes, me hago la cama y arreglo mi cuarto. Y cuidé de Brian y Nicky cuando Stell tuvo a Katrina. Claro que entonces sólo tenía ochenta y nueve. He traído once hijos al mundo, y los he criado a todos; seis de ellos ya se han ido. -Sus ojos azules estaban rodeados de arrugas, pero todavía eran los de una niña-, -No es bueno ver morir a los hijos de una.
Su cara tenía el blanco de los huesos, y su piel estaba apergaminada.
– El padre de Brian era el pequeño de la familia; en noviembre hará dos años que murió. Sólo tenía cincuenta años. Pero Brian y Stell siempre han sido encantadores conmigo. Son una maravilla, los dos. -Su mente, que navegaba por el pasado y por los orígenes de su familia, volvió a la realidad, a ese desconocido que acababa de venir-. ¿Pero qué quería usted? Stell dijo que era policía. -Se echó hacia atrás, puso el colador en el suelo y cruzó las manos-. Rhoda Comfrey, ¿no es así?
– ¿Se lo dijo su nieto?
– Por supuesto, antes que a usted. -Se sentía orgullosa de merecer la confianza de los jóvenes. Sonrió, aunque brevemente-. Fue malévolamente asesinada -dijo pomposamente.
– Sí, señora Parker. Usted la conocía bien, ¿no?
– Como a mis propios hijos. Solía visitarme cada vez que venía a la ciudad. Estaba mejor conmigo que con su padre.
Por fin, pensó el policía.
– ¿Podría decirme entonces cuál era su dirección en Londres?
– Más alto, por favor.
– ¡Su dirección en Londres!
– No lo sé. ¿Para qué querría saberlo? Hace diez años que no escribo una carta, y sólo he estado dos veces en Londres.
Había perdido el tiempo yendo allí y eso era algo que el inspector jefe no podía permitirse.
– Sin embargo, puedo decírselo todo sobre ella – siguió la señora Parker-. Todo lo que quiera saber. Y también de su familia. Nadie le podrá contar tanto como yo, ha dado usted con la persona apropiada.
– Señora Parker, no creo que…
¿Le interesaba? ¿Era realmente importante? Lo que quería averiguar era la dirección de la víctima, no su biografía, especialmente si ésta era contada entre divagaciones y digresiones. ¿Pero cómo cortar sin ofender a una mujer de noventa y dos años, cuya sordera hacía imposible cualquier interrupción? Tendría que seguir escuchando, esperaba que no por mucho rato. Sin embargo, ella no había hecho más que empezar.
– Ellos venían cuando Rhoda era sólo una chiquilla. Solía jugar con los dos pequeños. Agnes Comfrey estaba muy débil, casi no podía tenerse en pie, y el señor Comfrey era un auténtico ogro. No estoy diciendo que las maltratase, a ella o a Rhoda, pero siempre les mandaba como si llevara una barra de hierro. ¿Ha visto ya a la señora Crown? -preguntó súbitamente.
– Sí -respondió Wexford-. Pero…
«¡Oh, no! -pensó-, que no se meta con la tía, que no siga por ese camino.» Ella no lo había oído.
– Ya se la encontrará, es el escándalo de todo el vecindario. Solía venir a visitar a su hermana cuando su primer marido aún vivía. Antes de la guerra, eso es, y ya en aquel entonces era pájaro de noche, aunque no se dio a la bebida hasta que a él lo mataron en Dunkerque. Tres meses más tarde tuvo un hijo; concedámosle el beneficio de la duda y aceptemos que era de él, pero nació mongólico el pobrecillo. Lo llamaron John. Los dos vinieron a vivir aquí, con los Comfrey. Agnes solía venir a mí en un estado de gran preocupación por lo que Lilian hacía, e intentaba mantenerlo en secreto, y James Comfrey siempre la amenazaba con echarla.
»Bien, el resultado de todo esto es que en el momento oportuno ella conoció a ese tal Crown, y después de casarse se instalaron en la casa de al lado debido a que había permanecido vacía toda la guerra. ¿Y sabe lo que hizo entonces?
Wexford sacudió la cabeza y miró fijamente la pirámide de guisantes, que estaba empezando a tener un cierto poder hipnótico sobre él.
– Se lo contaré: ingresó al pequeño John en una especie de asilo. ¿Ha oído alguna vez de una madre que se haya comportado de esa forma? Él era muy cariñoso, como suelen serlo los mongólicos, y adoraba a Rhoda, pero ella se lo quitó de encima sin la menor vergüenza.
– ¿Cuántos años tenía ella entonces? -preguntó Wexford por decir algo. Esto fue un error, porque en realidad no le interesaba y tuvo que volver a gritar dos veces antes de que ella le entendiera.
– Tenía doce años cuando él nació, y dieciséis cuando Lilian se lo llevó. Estudiaba en la escuela del condado, y el señor Comfrey quería sacarla de allí cuando cumpliera los catorce años, tal como solía hacerse en aquellos días. La propia directora, creo que se llamaba Fowler, fue personalmente a su casa para pedirle que dejara que Rhoda continuara los estudios, ya que era muy inteligente. Bien, él la dejó seguir un tiempo, pero no pensaba permitir que continuara sus estudios. Dejó de asistir a clase a los dieciséis años porque él quería que trabajara, el muy tacaño.
Wexford tenía calor, y las palabras estaban empezando a resbalarle, sólo tenía un oído abierto. El clásico cuento del padre de clase media que aprecia más el dinero contante y sonante que el futuro de sus hijos.
– …Encontró trabajo en un taller, quería mejorar, y se encerraba en aquella habitación y aprendía francés sin nadie que la ayudara… también asistió a clases de mecanografía…
¿Cómo diablos iba a hacerse con esa dirección? ¿Siguiendo el rastro a partir de sus ropas, de esos viejos zapatos? Ni idea. Pero aquella voz aguda seguía cacareando.
– …No tenía nada con qué distraerse, nunca salió con ningún chico, Lilian siempre le decía: «¿Cuándo te conseguirás novio, Rhoda?» Quería ser secretaria… y solía vestirse con los mismos colores chillones que Lilian, llevaba tacones altos e iba muy pintarrajeada. De esta forma conseguía cambiar su aspecto por completo. Agnes contrajo un cáncer, no la vio un médico hasta que ya fue demasiado tarde; la operaron, pero no había nada que hacer. Murió y la pobre Rhoda se quedó con el viejo.
Bien, él no pensaba permitir que publicasen fotos de la muerta, nunca lo había hecho y nunca lo haría. ¡Si la señora Parker terminara de una vez! ¡Si no le quedaran todavía veinte años que contar!
– …Y se habría quedado, estoy convencida; era como una esclava para él, se habría quedado de no haber conseguido todo ese dinero… estaba atada a él de pies y manos…
– ¿Qué ha dicho?
– Soy yo la que está sorda, joven -protestó la señora Parker.
– Lo sé, lo siento. Pero, ¿qué ha dicho acerca de que heredó mucho dinero?
– Haga usted el favor de escuchar, no se distraiga cuando le hablo. Ella no heredó ningún dinero, sino que lo ganó en uno de esos juegos… ¿cómo se llama?
– ¿Quinielas?
– Eso mismo. El viejo James Comfrey creyó que a partir de entonces viviría a cuerpo de rey. «Pon fin han llegado las vacas gordas», le dijo a mi hijo mayor. Pero en eso se equivocaba totalmente; Rhoda se emancipó y no contó con él a la hora de comprarse la casa, el coche y todo lo demás…
– ¿Era una gran cantidad?
– ¿Cuál? ¿La que ganó? Miles y miles de libras. Nunca me lo dijo, y la verdad es que yo tampoco se lo pregunté. Vino a verme una tarde, entonces yo vivía más arriba, en esta misma calle, y me enseñó un gran paquete. Tenía treinta años, de esto ya hace veinte. Su cumpleaños coincidía con el mío, el 5 de agosto, pero nos separaban cuarenta y dos años. «Me voy a Londres, tía Vi», me dijo. «A hacer una fortuna.» Me dio la dirección de un hotel y me pidió que le mandara allá todos sus libros. Es como una broma pesada: James Comfrey quemó la mayor parte de ellos en su jardín. La recuerdo como si hubiera sido ayer mismo, con aquellos tacones altos que no la dejaban caminar con soltura y un vestido de flecos, con collares rodeando su cuello, y las uñas que parecía que hubiera metido los dedos en un pote de pintura, y…
– No la vio ayer, ¿verdad? -la interrumpió Wexford, gritando-. Anteayer, quiero decir.
– No, no sabía que estuviera aquí. Habría venido a verme, de no ser por ese malvado…
– ¿Qué hacía ella en Londres, señora Parker?
– Era reportera, trabajaba para un periódico. Eso era lo que le gustaba. Era la secretaria del editor del Gazette y también escribía artículos en él. Se lo he dicho antes, pero usted no me escuchaba.
– Pero la señora Crown me dijo que estaba metida en negocios -dijo Wexford, confundido.
– Todo lo que le puedo decir es que si le cree a ella ya lo puede creer todo. Rhoda quería ser periodista y todo le iba muy bien, tenía una bonita casa, me dijo alguna vez, y con el dinero que había ganado y su sueldo…
– ¿Qué periódico? ¿Sabe usted cuál era? ¿Dónde estaba esa casa suya? -volvió a gritar Wexford.
La señora Parker se incorporó con la dignidad de una duquesa.
– Espero que nunca sea usted sordo, joven -dijo con frialdad-. Pero si lo fuera tal vez podría comprenderme. La mitad de las cosas que le digo le resbalan, y no puede dejar de interrumpir para hacer preguntas. Pensarán que se está volviendo chalado. Rhoda solía decirme que había escrito esto y aquello, que había visitado tal o cual sitio, comprado cosas para su casa… hasta lo simpáticos que eran sus amigos. Me gustaba oírla hablar, me gustaba que fuera agradable con una anciana como yo, pero estoy segura de que la mitad de las cosas que decía no eran ciertas.
Derrotado, abatido, apaleado y aturdido, Wexford se levantó.
– Debo irme, señora Parker.
– No le pediré que se quede -dijo ella cáusticamente y sin señal de cansancio-. Me ha fatigado, bramándome todo el tiempo como un toro salvaje. -Le dio el colador y las patatas-. Haga algo útil y déle esto a Stell. Y dígale que me traiga un plato para poner la tarta.