177718.fb2 Una Vida Durmiente - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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6

Tan pronto como Wexford entró en su casa, su mujer salió de la cocina, lo hizo entrar y cerró la puerta tras ella.

– Sylvia está aquí.

No es raro que una hija casada visite a su madre un domingo por la tarde, y Wexford así se lo hizo notar.

– ¿Qué quieres decir? ¿Qué hay de extraño en eso?

– Ha dejado a Neil. Se fue después de comer y vino aquí.

– ¿Quieres decir que ha dejado a Neil? ¿Tal como suena? ¿Se ha escapado de su casa para venir con su madre? No puedo creerlo.

– Es verdad, cariño. En setiembre él le prometió que se la llevaría a París una semana, ya habían arreglado que su hermana se quedaría con los niños, pero ahora dice que no puede ser, que tiene que viajar a Suecia por negocios. Comenzaron a discutir y Sylvia le dijo que no podía soportar más estar todo el día con los niños, y que tenían que buscar una au pair que le dejara tiempo libre para poder estudiar algo. Según ella, aunque en esto creo que exagera, él respondió que no iba a pagar a nadie por un trabajo que debía hacer su esposa, y que estudiar algo no le serviría de nada porque actualmente hay mucho paro. Fuera lo que fuere, esto la llevó a hacer un análisis profundo de su matrimonio, del papel que los hombres hacían desempeñar a las mujeres y en cómo estaba echando a perder su vida. Ya puedes imaginártelo. Así que esta mañana le dijo a Neil que si sólo la consideraba una criada y un ama de casa prefería hacer este trabajo en casa de sus padres… y aquí la tenemos.

– ¿Dónde está ahora?

– En la sala. Robin y Ben están en el jardín. No sé hasta qué punto se dan cuenta de la situación. Por favor, querido, no seas duro con ella.

– ¿Cuándo he sido duro con alguno de mis hijos? La verdad es que nunca lo fui lo suficiente, siempre he dejado que hicieran todo lo que les venía en gana. Debí haberme puesto duro entonces y no permitir que se casara cuando no tenía más que dieciocho años de edad.

Ella estaba de pie, dándole la espalda. Se volvió y lo saludó:

– Hola papá.

– Esto no me gusta nada, Sylvia.

Wexford quería mucho a sus dos hijas, pero Sheila, la más joven, era su favorita. Ella tenía una carrera, había optado por la vida dura y la había soportado sin perder su suavidad y dulzura. Y se parecía a él, aun cuando él fuera feo y a ella todos la vieran guapa. A diferencia de Sheila, Sylvia habría heredado las marcadas facciones de su suegra, y tenía el clásico porte majestuoso británico. Había llevado una vida cómoda en la ciudad que la había visto nacer. Pero mientras que Sheila habría corrido hacia él para abrazarlo y llamarlo «papi», Sylvia se había quedado mirándolo fijamente con una especie de calma trágica, con su marmóreo brazo extendido sobre el mantel.

– Supongo que no me queréis aquí, papá -dijo-. Pero no tenía otro sitio adonde ir. No os molestaré mucho tiempo, encontraré un trabajo y un lugar en que podamos vivir los niños y yo.

– No me hables de esta forma, Sylvia, por favor. Esta es tu casa. ¿Qué te he hecho para que me digas esto?

Ella no se movió. En sus ojos aparecieron dos grandes lágrimas que resbalaron lentamente por las mejillas. Su padre se acercó y la abrazó, preguntándose cuándo había sido la última vez que la había cogido entre sus brazos. Hacía años, mucho antes de que se casara. Al final ella reaccionó y lo apretó con tanta fuerza que casi le cortó la respiración. Dejó que sollozara sobre su hombro, cogiéndola con energía y susurrando las mismas palabras que había utilizado veinte años antes, cuando ella se cayó y se hizo un corte en la pierna.

El lunes por la mañana le aguardaban más resultados negativos. A medida que pasaba el tiempo las llamadas que recibían eran cada vez más descabelladas. Ningún periódico del país tenía noticias de que Rhoda Comfrey trabajara como periodista independiente o de que estuviera empleada en alguno de ellos. Ninguna agencia de prensa ni revista la conocía, y tampoco figuraba en los archivos de la Unión Nacional de Periodistas.

El detective Loring había salido rumbo a Londres muy temprano para ir a la marroquinería de Jermyn Street. Ahora Wexford se arrepentía de no haber ido él mismo, pues aquella inactividad forzosa y los pensamientos de lo que había dejado en casa estaban empezando a irritarlo. Sentía ternura por Sylvia, pero era incapaz de comprenderla. A Robin y a Ben les habían dicho que su padre estaba de viaje de negocios y que mientras tanto ellos se quedarían con sus abuelos, pero aunque Ben parecía aceptar esto bien, era posible que Robin sospechara algo. Ya tenía edad para que le afectaran las discusiones de sus padres y entender mucho de lo que se habían dicho: sin las ataduras que él y Ben representaban, su madre habría podido llevar una vida libre e independiente. El pequeño iba por la casa con un rostro apesadumbrado. Esa maldita rata de agua podía haberles proporcionado alguna diversión, pero la bestia se mostraba tan evasiva como siempre.

Y Neil no había venido. Wexford había estado seguro de que su yerno aparecería, aunque sólo fuera para echarle más cosas en cara a su mujer. Pero no había venido ni telefoneado. Y Sylvia, que en un principio dijo que no quería que viniera, que no quería verlo más, empezó a lamentarse por su ausencia, y después culpó a sus padres por haber dejado que se casara sin poner ninguna traba. Wexford había pasado una mala noche porque Dora casi no durmió, y había oído a Sylvia deambular por la casa hasta altas horas.

Loring llegó lo antes que pudo, hacia las doce, y Wexford se había sorprendido a sí mismo deseando perversamente que se retrasara para poder descargar su descontento sobre él. Pero esa no era forma de actuar; le habló con amabilidad:

– ¿Consiguió algo?

– En cierto modo, señor. Reconocieron la cartera inmediatamente. Era la última de un lote que habían recibido. El cliente la compró el jueves, 4 de agosto.

– ¿Y a eso lo llama usted tener suerte en cierto modo? Yo lo calificaría de descubrimiento maravilloso.

Loring pareció contento, aunque dudaba de que se tratara de un elogio hacia él.

– No fue Rhoda Comfrey sino un hombre, señor – dijo precipitadamente-. Un tal Grenville West. Les ha comprado muchas cosas en el pasado.

– ¿Tiene su dirección?

– Número veintidós de Elm Green, Londres, 15 Oeste -respondió rápidamente Loring.

A pesar de no ser un experto en la metrópoli, Wexford conocía bien el barrio londinense de Kenbourne. Y ahora visualizó Elm Street, a algo más de medio kilómetro del gran cementerio. Aproximadamente medio acre de césped plagado de olmos, una valla blanca a ambos lados y, justo enfrente, una hilera de casas del más reciente estilo georgiano, muchas de las cuales habían convertido la planta baja en tienda. Un bonito lugar en medio del pobre Kenbourne en el que, como en el resto de los barrios de Londres, tenía lugar una desordenada amalgama de bellos rincones junto a otros menos atractivos.

Fue una suerte para él que este conocido que Rhoda Comfrey tenía en Londres, y que sin duda debía de ser un buen amigo suyo, viviera ahí. Wexford obtendría ayuda de su sobrino, el hijo de su fallecida hermana, que era el jefe del Departamento de Investigación Criminal de Kenbourne. Lamentablemente, el superintendente jefe Howard Fortune estaba de vacaciones en las Canarias, pero no era un problema insalvable. Ya conocía a algunos de los miembros del equipo de Howard. Eran viejos amigos.

Hacia las dos de la tarde, Stevens, su chófer, lo llevó a Londres. Wexford estaba más tranquilo, había recobrado su confianza, Sylvia y sus problemas yacían adormecidos en el trastero de su mente y se sentía excitado ante las nuevas perspectivas que se abrían frente a él.

Pocos después, Stevens lo dejó frente a la comisaría de Kenbourne.

– ¿Está el inspector Baker?

Era verdaderamente divertido. Si alguien le hubiera dicho años atrás que llegaría el día en que pediría ver a Baker, se habría reído desdeñosamente. Porque Baker no había sido nada agradable con él cuando, aún convaleciente de su trombosis, en compañía de Howard y Denise, había ayudado a resolver el asesinato del cementerio. Pero Wexford pensó que Howard habría rechazado la palabra «ayuda», para acabar admitiendo que su tío lo había hecho todo solo. Eso había marcado el comienzo del respeto y la amistad de Baker. Desde entonces no se le había ocurrido arremeter contra los policías rurales y su desconocimiento de los criminales de Londres.

Su petición fue atendida, y dos minutos después estaba siendo conducido hacia el despacho del inspector por un pasillo cubierto con una moqueta verde botella que le daba un aspecto de cervecería. Baker se levantó y se dirigió hacia él con expresión encantada y los brazos extendidos.

– ¡Qué agradable sorpresa, Reg!

Ya habían pasado casi dos años desde que Wexford lo viera por última vez. En ese tiempo, pensó, habían tenido lugar importantes cambios, aparte de la actitud que ahora mostraba hacia él. Parecía unos cuantos años más joven, y feliz. Lo único que permanecía inmutable era aquella voz cascada, con el acento típico de los barrios bajos de Londres.

– Es bueno volver a verlo, Michael. -Baker tenía el mismo nombre de pila que Burden. ¡Qué nervioso lo había puesto esta circunstancia hacía tiempo!-. ¿Cómo está? Tiene buen aspecto. ¿Qué hay de nuevo? Bien, ya sabrá usted que el señor Fortune está en Tenerife. Por aquí las cosas están tranquilas por el momento, gracias a Dios. Su viejo amigo el sargento Clements se alegrará de verlo. Siéntese y haré que traigan algo de té.

Sobre el escritorio había un retrato de una bella mujer de cabello rubio. Baker vio que Wexford se fijaba en él.

– Mi esposa -dijo algo cohibido, pero también con orgullo-. No sé si el señor Fortune le comentó que me había casado… -dudó ligeramente-…otra vez.

Sí, era cierto, Howard se lo había dicho, pero él ya lo había olvidado. Ahora comprendía aquella expresión jovial y espontánea. Michael Baker había estado casado con una chica que quedó embarazada de otro hombre y que lo había dejado por éste. Cuando Wexford se enteró de esto por boca de Howard comenzó a tolerar la rudeza de Baker y sus pocos disimuladas ofensas.

– Felicidades. Me alegro por usted.

– Sí, bien… -Lo molesto de la situación hizo que Baker recobrara su vieja acritud-. Pero usted no ha venido para hablarme de mi felicidad conyugal. Usted está aquí por esa Rose… no Rhoda… Comfrey. ¿No es así?

En un rapto de esperanza, Wexford preguntó:

– ¿La conoce? ¿Sabe algo de…?

– ¿No cree que de ser así le habría dicho algo? No, pero leo los periódicos. Creo que este asesinato no le deja tiempo para otra cosa, ¿verdad?

«Sylvia, Sylvia», pensó Wexford.

– No, no mucho.

Por fin vino el té, y le contó a Baker lo de Grenville West y la cartera.

– Lo conozco; aunque conocer tal vez no sea la palabra apropiada. Él es lo que podríamos llamar nuestra contribución al arte. Suelen aparecer artículos sobre él en los periódicos locales. Vamos, Reg, siempre lo consideré un maldito intelectual, no me diga que nunca ha oído hablar de Grenville West.

– Bueno, pues no. ¿A qué se dedica?

– En realidad no es tan famoso. Escribe libros, novelas históricas. Nunca lo he visto; pero sí he leído alguna de sus obras, que por cierto estaba un poco por encima de mis posibilidades, y también puedo contarle algo de lo que he leído en los periódicos. Debe de tener unos cuarenta años, es moreno y fumador de pipa; su foto aparece en las solapas de sus libros. ¿Conoce esas casas que hay frente a los jardines? Vive en una de ellas, en un piso que tiene un bar debajo.

Después de rechazar amablemente toda la ayuda que Baker le ofreció, pedirle que transmitiera sus recuerdos al sargento Clements y prometerle que volvería, salió hacia la calle principal de Kenbourne. El mismo calor que hacía tan agradable el aire en el campo convertía ese barrio de Londres en un auténtico horno que quemaba residuos malolientes. Una niebla grisácea velaba el sol. Wexford se preguntó por qué la hierba le parecía diferente, como desprovista de algo, y más grande. Entonces los grandes troncos cortados captaron su atención: la enfermedad del olmo holandés había afectado tanto a Londres como al campo…

Cruzó la hierba por donde un grupo de niños, de los cuales sólo uno era blanco, jugaba a la pelota. Dos mujeres indias envueltas en vistosos saris y con largas trenzas caminaban lenta y graciosamente, como si llevaran tinajas sobre sus cabezas. El bar había sido diseñado para no estropear la amplia y elegante fachada, de la misma forma que el resto de las tiendas de la acera. El letrero que había sobre el dintel de la ventana anunciaba en desvaídas letras doradas: Vivian’s Vineyard. El típico arbolillo crecía a un lado de la acera, y muchas de las casas lucían geranios y petunias en sus ventanas. Fuertemente agarradas a la casa contigua al bar trepaban las enredaderas de una ipomea, con sus atrompetadas flores abiertas, y de un azul brillante. Ese lugar podía pertenecer perfectamente a Chelsea o Hampstead. E incluso si uno mantenía sus ojos fijos en las casas, si no miraba hacia el sur, donde estaba la compañía de gas, o hacia el este, en dirección al hospital de St. Biddulph, y si no olía el fuerte hedor mezcla de humo y gasolina, podía pensar fácilmente que se encontraba en el mismo Kingsmarkham. Llamó insistentemente a la puerta que había al lado de la ventana del bar, pero nadie acudió. Grenville West no estaba en casa. ¿Qué se podía hacer? Eran casi las cinco y según la nota que había en la puerta, el bar abriría en seguida. Se sentó en uno de los bancos de la calle en espera de ese momento.

Poco después, una chica de facciones negroides pero de piel clara salió para entrar otra vez después de dar la vuelta al letrero que ahora anunciaba «Abierto». Wexford la siguió y se encontró en una oscura cueva, cuya única iluminación procedía de unas lámparas al otro lado de la barra, y del interior de unas oscuras botellas de Chianti que habían colocado sobre cada mesa. Las cortinas de la ventana eran de color marrón y plateado y estaban totalmente corridas. La chica estaba sentada en un taburete hojeando una revista bajo la lámpara más potente.

Le pidió un vaso de vino blanco y preguntó si se encontraba el dueño o el encargado.

– ¿Se refiere a Vic?

– Supongo que sí, si él es el jefe.

– Iré a buscarlo.

Volvió acompañada de un hombre de unos cuarenta años.

– Victor Vivian. ¿Qué se le ofrece?

Wexford le mostró su tarjeta y procedió a explicarle el motivo de su presencia. Vivian parecía contento de la inesperada visita, y la chica miraba boquiabierta.

– Siéntese en uno de esos bancos -dijo Vivian no del todo desacertadamente, porque el lugar tenía la penumbra de una capilla dedicada a algún culto esotérico. Pero en este propietario no había nada que pareciera sacerdotal. Llevaba téjanos y algo que estaba a medio camino entre una camiseta deportiva y un jersey, en el que aparecían un grupo de campesinas en la vendimia-. Gren no está. Se fue de vacaciones a Francia, ¿sabe usted? Veamos, esto fue el domingo de la semana pasada.

– ¿Es usted el propietario de la casa?

– No sería propio decir que soy el propietario. Quiero decir que el dueño es Notbourne Properties. Yo sólo soy el subarrendatario.

Se presentaba como el clásico tipo que no deja de recurrir al «quiero decir» y al «¿sabe usted?» Wexford los conocía bien. Sin embargo, tales personas son de las que hablan por los codos y sin ninguna discreción.

– ¿Lo conoce bien?

– Gren y yo somos viejos amigos, ¿sabe usted? Ha vivido catorce años aquí y es un inquilino muy bueno, quiero decir que él mismo se hace todas las reparaciones. Además, siempre es bueno tener a alguien en casa cuando el bar está cerrado. Muchas tardes baja a tomar algo ¿sabe usted?, y también muy a menudo subo a beber a su piso y, quiero decir, nos quedamos toda la noche ¿sabe usted?, y entonces…

Wexford cortó esta inútil parrafada.

– En realidad no es en el señor West en quien estoy interesado. Estoy intentando encontrar la dirección de alguien que pudo ser amigo suyo. ¿Ha leído usted algo sobre el asesinato de Rhoda Comfrey?

Vivian silbó como un colegial.

– ¿La mujer que fue apuñalada? ¿Se refiere a que era amiga de Gren? Oh, lo dudo, quiero decir, lo dudo de veras. Quiero decir, ella tenía cincuenta años ¿no? Y Gren tiene cuarenta, quiero decir, tal vez menos, treinta y ocho o treinta y nueve. Más joven que yo, ¿sabe usted?

– No me refería a una relación sexual, señor Vivian. Puede que sólo fueran amigos.

Esta posibilidad no entraba dentro de la comprensión de Vivian, y la ignoró.

– Gren tiene novia. Ella lo adora, ¿sabe usted?, besa por donde pisa. -Guiñó ligeramente a Wexford-. El viejo Gren es un pájaro astuto, sabe mantenerla a una cierta distancia, supongo que por miedo a que se lo lleve al altar. Se llama Polly, o algo así, es rubia, y no tendrá más de veinticuatro o veinticinco años. Vino a trabajar como mecanógrafa y ha acabado pegándose a él como una lapa. ¿Quiere beber algo más? La casa invita, por supuesto.

– No, gracias. -Wexford sacó la fotografía y la cartera-. ¿Ha visto usted alguna vez a esta mujer? Me temo que había cambiado mucho y no se parecía demasiado a como aparece en la foto.

Vivian sacudió la cabeza y su barba se meció con ella. Tenía muchas maneras de mover la cabeza, todas ellas estereotipadas y similares a las que recurriría un actor exagerado para expresar asombro, sagacidad, reconocimiento o sospecha.

– Nunca la he visto por aquí o en compañía de Gren, ¿sabe usted? -dijo al fin, utilizando la expresión apropiada para mostrar una gran decepción-. Es curioso, sin embargo, que la cara me resulte tan familiar, quiero decir… hay algo, ¿sabe usted?, pero no sé qué es. Tal vez lo recuerde más tarde. -Tan pronto como renacían las esperanzas de Wexford, Vivian se encargaba de frustrarlas-. Esta foto no salió en los periódicos, ¿verdad? Quiero decir, ¿podría ser que hubiera visto antes a esa mujer?

– Podría ser.

Dos personas entraron en el bar, y con ellas un destello momentáneo del sol, antes de que la puerta se cerrara de nuevo. Vivian les hizo una seña y volvió a darse la vuelta. Entonces silbó suavemente.

– Esta no es la cartera del viejo Gren, ¿verdad?

Esto trajo a la memoria de Wexford las clases de latín en el colegio, el modo de formular las preguntas para que la respuesta a las mismas fuera negativa. Todas las preguntas que Vivian hacía parecían esperar el «no», tal vez para darle una excusa para emitir un silbido y poner cara de sorprendido cuando la respuesta era «sí».

– ¿Lo es o no?

– Espere un segundo. Esta es nueva, ¿no? Ya lo tengo, Gren tiene una como ésta, pero un poco desgastada por las puntas. Es igual, pero está algo más tronada. Quiero decir que no es nueva.

Y seguro que se la ha llevado con él a Francia, pensó Wexford. Sus progresos eran lentos, pero siguió intentándolo.

– Casi con toda seguridad esta mujer vivía bajo una identidad falsa, señor Vivian. No preste demasiada atención al nombre o a la cara. ¿Le habló alguna vez el señor West de una amiga mayor que él?

– Estaba su agente… ¿cómo lo llaman? El agente literario. No puedo recordar su nombre. Tenía un marido, estoy seguro, quiero decir que no sería ella, ¿verdad?

– Me temo que no. ¿Puede darme la dirección del señor West en Francia?

– Está viajando constantemente, ¿sabe? Está en el sur, es lo único que puedo decirle. Volviendo a esa mujer, estoy estrujándome el cerebro, pero no consigo recordar. Quiero decir, en este tipo de negocio la gente viene y te habla de muchas cosas, y mucho de lo que te dicen te entra por un oído y te sale por el otro. Al viejo Gren le gusta mucho caminar, adora la cerveza y suele darse un paseo por el Soho casi cada noche. Quiero decir que frecuenta los pubs, pero no hace nada indecente, ¿sabe usted? Tiene amigos con los que suele beber, y puede que me haya hablado de alguna mujer, pero no tengo ni la más remota idea de su nombre o de dónde vivía. Lo siento, me temo que no soy una gran ayuda. Pero usted ya sabe lo que quiero decir, uno no retiene estas cosas en la memoria porque cree que nadie le preguntará sobre ellas, ¿entiende?

Wexford se levantó para marcharse.

– Sé lo que quiere decir -dijo sin poder resistir la tentación.