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– Veo que no está teniendo mucha suerte -dijo Baker mientras tomaban el té-. Le diré lo que voy a hacer. Haré que alguien mire en el registro electoral de Kenbourne. Si él la conocía, la mujer debía de vivir a un tiro de piedra.
– No aparecerá como Rhoda Comfrey. Pero es muy amable por su parte, Michael.
Stevens lo estaba esperando, pero al poco de andar por la calle principal de Kenbourne Wexford reparó en una gran biblioteca pública en la acera de enfrente. Pensó que tal vez cerrarían a las seis, y sólo faltaba un cuarto de hora. Le dijo a Stevens que lo dejara allá y aparcara como mejor pudiera en medio de la jungla de autobuses, contenedores y dobles líneas amarillas. Entonces se apeó y cruzó la calle corriendo, cosa que un policía no debía hacer jamás.
En la entrada había una estatua que representaba a un caballero de mediados del siglo xix vestido con levita. Una placa a sus pies rezaba: «Edward Edwards.» Y nada más, como si el nombre tuviese que resultar tan familiar como Victoria R. o William Ewart Gladstone. A Wexford no le resultó familiar, y no quería perder el tiempo preguntándose acerca de ello.
Entró en la biblioteca y se dirigió a la sección de ficción. Allí, embutidas entre Rebecca y Morris, halló tres de las novelas de Grenville West: Asesinada con amabilidad, El cortesano veneciano y Brisa en Alicante, cada una de las cuales mostraba una «H» en el lomo para indicar que eran novelas históricas. El primer título fue el que más le agradó a Wexford. Lo tomó de la estantería y leyó la solapa de la portada:
«Una vez más el señor West nos sorprende con su virtuosismo al retomar la trama y los personajes de un drama isabelino y envolvernos en su fina prosa. En esta ocasión es la señora Nan Frankford, del libro de Thomas Heywood Una mujer asesinada con amabilidad, la que sube al escenario. Encantadora y fiel esposa en un principio, es seducida después por un íntimo amigo de su marido. Lo que le da gran originalidad y atractivo al libro es el posterior arrepentimiento de ella y la comprensión demostrada por Frankford. El señor West se ciñe fielmente al argumento de Heywood, pero nos describe lo que éste no tenía necesidad de contar en su tiempo: cómo era aquella sociedad, en un vivo retrato de la vida diaria de finales del siglo xvi, con todas sus pasiones, crueldades, convenciones y costumbres. Ante nosotros se presenta un mundo diferente, pronto nos apercibimos de que estamos siendo guiados a través de sus salones, sus laberínticos jardines y sus ambientes pastoriles y virginales de la mano de un auténtico maestro.»
Si Asesinada con amabilidad había surgido de la obra de teatro de Heywood de título casi idéntico, El cortesano veneciano estaría muy probablemente basado en El demonio blanco, de Webster. ¿En qué obra anterior se basaría Brisa en Alicante? Wexford echó una rápida ojeada a la solapa de este último libro y vio que el original era El niño cambiado, de Middleton y Rowley.
«Una idea inteligente», pensó, para aquellos a quienes les gustase este tipo de cosas. El autor no parecía muy interesado en el aspecto intelectual, sino más bien en la sangre, la violencia y la pasión, lo cual, mirado desde el punto de vista de las ventas, era lo mejor que podía hacer. Había muchas obras de teatro isabelinas y jacobinas, tal vez cientos, así que las posibilidades de que West siguiera trabajando sobre ellas parecían ilimitadas. Asesinada con amabilidad había sido escrita tres años antes. Wexford miró la solapa trasera. Allí estaba Grenville West, vistiendo una chaqueta de tweed y con una pipa en la boca. Llevaba gafas y lucía un grueso flequillo de cabello moreno. El rostro no resultaba particularmente atractivo, pero el efecto de luz conseguido por el fotógrafo era magistral.
Bajo la fotografía figuraba su biografía:
«Grenville West nació en Londres. Se licenció en Historia. Su variada carrera le llevó desde ser profesor de periodismo a mensajero, barman y comerciante de antigüedades, hasta llegar a convertirse en un exitoso escritor de temas históricos. En los doce años transcurridos desde la aparición de su primer libro, La elegancia de Amalfi, ha publicado nueve novelas, algunas de las cuales han sido traducidas al francés, el alemán y el italiano. Sus novelas se publican también regularmente en los Estados Unidos en edición de bolsillo.
»Monos en el infierno fue llevada a la televisión con gran suceso, y se ha hecho una serie radiofónica de La mujer de Arden.
»El señor West es un francófilo que pasa la mayor parte de sus vacaciones en Francia, posee un coche francés y disfruta con la comida francesa. Tiene treinta y cinco años, vive en Londres y es soltero.»
Después de leer esto, Wexford pensó que el hombre tenía poco en común con Rhoda Comfrey, pero la verdad es que no sabía demasiado de ésta. Tal vez ella también había sido amante de todo lo francés. La señora Parker había dicho que cuando era joven se había dedicado a aprender francés sola. Y también estaba claro que le gustaba escribir y que había intentado hacer carrera en el periodismo. Era posible que West la hubiese conocido en una de esas sociedades literarias llenas de aficionados que aspiran a ver sus trabajos publicados, y que ella lo hubiera invitado a dar una conferencia allí. Pero ¿por qué motivo mantener oculta esa relación? Al decir que no había nada desagradable en el secreto que acompañaba a West, Vivian consiguió dar la impresión de que sí lo había.
La biblioteca estaba a punto de cerrar. Wexford salió y le hizo una mueca a Edward Edwards, quien a su vez le dirigió una mirada arrogante. Stevens lo estaba esperando, y juntos caminaron hacía el coche, el cual con toda seguridad debía de estar aparcado a no menos de cinco manzanas de allí.
Había tomado nota mental de los editores de West: Carlyon Brent, de Londres, Nueva York y Sidney. ¿Le dirían algo si los llamaba? Tenía el presentimiento de que serían muy discretos.
– De todas formas, no veo qué espera conseguir -dijo Burden por la mañana-. No creo que ese escritor les cuente a sus editores a quién le hace regalos de cumpleaños, ¿no?
– Estoy pensando en esa chica… Polly, o como se llame -dijo Wexford-. Si trabaja de mecanógrafa en el piso de él, que es lo que parece, es probable que también atienda el teléfono. De hecho será como una secretaria. Por lo tanto es lógico que alguno de sus editores haya hablado con ella. O, de cualquier modo, es posible que West les haya dicho su nombre.
Sus oficinas estaban en Russell Square. Marcó el número y le pasaron a alguien que era, como le dijeron, el editor del señor West.
– Al habla Oliver Hampton.
Era una voz seca, producto tal vez de un colegio público. Escuchó mientras Wexford se explicaba algo torpemente. Tal torpeza no era causada por las interrupciones de Hampton -no interrumpió en ningún momento- sino por una percepción que iba más allá del oído, que venía a través de setenta y cinco kilómetros de cable, y que le decía que el hombre al otro lado de la línea parecía sorprendido, incrédulo ante lo que le decían e incluso enfadado.
– La verdad es que me es imposible darle cualquier información de esa naturaleza sobre uno de mis autores -dijo Hampton finalmente. La información «de esa naturaleza» había sido simplemente una dirección a la cual dirigirse para contactar con West, o en su defecto, la de su mecanógrafa-. Francamente, no sé quién es usted. Sólo sé quién dice que es.
– En ese caso, señor Hampton, le daré un teléfono para que pueda hablar con el jefe de la policía y compruebe la veracidad de mi llamada.
– Lo siento, pero estoy extremadamente ocupado. De hecho, no tengo ni idea de dónde se encuentra el señor West en este momento, lo único que sé es que está en el sur de Francia. Lo que puedo hacer es darle el número de su agente, si eso le sirve de algo.
Wexford dijo que probablemente y anotó el número. Señora Brenda Nunn, de Field and Bray, agentes literarios. Tal vez fuera la mujer casada y de mediana edad a quien Vivian se refería. La señora Nunn se mostró más locuaz y menos suspicaz, y se convenció de la buena fe de Wexford llamándolo a la comisaría de Kingsmarkham.
– Bien -dijo- me temo que no podré serle de gran ayuda. No tengo la dirección del señor West en Francia y nunca oí hablar de Rhoda Comfrey hasta que la vi en los periódicos. Tampoco conozco el nombre de esa chica que trabaja para él, aunque he hablado con ella por teléfono. Es… bien, es Polly Flinders.
– ¿Cómo?
– Sí, en realidad se llama Pauline Flinders, pero Grenville… es decir el señor West, siempre la llama Polly. No tengo ni idea de dónde vive.
Después Wexford llamó a Baker. La búsqueda en el registro electoral no había arrojado luz sobre ningún Comfrey en toda la demarcación de Kenbourne Vale. Wexford le preguntó si le molestaría hacer lo mismo, pero esta vez con la señorita Pauline Flinders. Desde luego, Baker lo haría gustosamente. Enviaría a un hombre a Kenbourne Green para que preguntara por todas las tiendas, y también a los vecinos de Grenville West.
– Es todo tan poco preciso -dijo el doctor Crocker cuando se reunió con ellos en el Carrousel Café-. Incluso en el caso de que la señora Comfrey viviera bajo nombre supuesto, esa chica la habría reconocido por la descripción de los periódicos. La fotografía le habría dicho algo, se habría puesto en contacto con nosotros después de leer todas las peticiones de colaboración.
– ¿No parece como si no lo hubiera hecho porque tenía algo que ocultar?
– Lo que a mí me parece -intervino Burden- es que no la conocía.
Mientras esperaba noticias de Baker, Wexford intentó hacerse una idea convincente de todo el asunto. Rhoda Comfrey, que por alguna razón se había hecho llamar de otra forma en Londres, había sido una gran admiradora de Grenville West y se había hecho amiga suya. Tal vez ella le hiciera ciertos servicios relacionados con su trabajo. Podía, y a Wexford le atraía esta idea, tener un negocio de fotocopias, lo cual encajaría con lo que la señora Crown le había contado. ¿No podría ser que le hiciera a West copias de sus trabajos sin cobrarle nada y que él, en muestra de gratitud, le hubiera hecho un obsequio especial el día de su cumpleaños? Después de todo, y según la vieja señora Parker, ella había cumplido los cincuenta el 5 de agosto. Wexford recordó que en algunos países esa edad estaba considerada un hito importante en la vida de toda persona, un aniversario digno de celebración especial. Él había comprado la cartera el día 4, se la había regalado el 5 y se fue de vacaciones el 7; por su parte, ella había bajado a Kingsmarkham el día 8. Pero nada de esto le acercaba un ápice a la identidad del asesino, y pensó con pesimismo que todavía le quedaba un largo camino por recorrer.
En medio de estas reflexiones sonó el teléfono.
– La hemos encontrado -dijo la voz de Baker-, o al menos el lugar donde vive. Estaba en el registro. Vive en el oeste de Kenbourne, en All Souls Grove, número quince, primer piso. Patel, Malina N., y Flinders, Pauline J. Ninguna de las dos tiene teléfono, así que envié a Dinehart a investigar, y la mujer que vive en el piso de arriba le dijo que la Flinders estaría allí en media hora. ¿Quiere que vayamos a verla por usted? No nos costaría hacerlo.
– No, gracias, Michael. Ya voy yo.
La satisfacción por este descubrimiento no había hecho mella en la naturaleza agria de Baker. Era rápido a la hora de percibir un desprecio cuando nadie pretendía hacérselo, y siempre esperaba que su trabajo fuera efusivamente reconocido.
– Haga lo que quiera -dijo con brusquedad-. ¿Ya sabe cómo encontrar All Souls Grove? -Con esta pregunta venía a sugerir que ese patán de campo podía ser capaz de localizar un pajar o incluso una aguja dentro de él, pero nunca hallaría una calle aunque estuviera señalada en la guía de Londres-, Gire a la derecha después de pasar la estación de metro de Kenbourne Lane y llegará a Magdalen Hill; otra vez a la derecha hasta Balliol Street, y es la segunda a la izquierda, después de Oriel Mews.
Wexford prefirió olvidar que por su rango tenía derecho a coche y chófer, y se limitó a decir:
– Estoy muy agradecido, Michael, es usted muy bueno…
Pero dijo esto demasiado tarde.
– Y todo en un solo día de trabajo -lo interrumpió Baker, y colgó bruscamente.
Wexford se había preguntado algunas veces por qué una mujer que no posee el menor atractivo a menudo elige la compañía de otra más bella para vivir o compartir el piso. Tal vez no haya tal elección, es posible que la presión proceda del otro lado, de la bella, que ve en el contraste sus atractivos, mientras que la menos guapa es tímida, humilde y está ya muy acostumbrada a su situación para resistirse a ella.
En este caso, el contraste era muy acentuado. La belleza le había abierto la puerta, la belleza vestida con un sari de color verde pavo con pequeños adornos dorados, y de una finura y delicadeza que no eran normales en las mujeres occidentales. Sus muñecas no debían tener más de ocho centímetros de ancho, y de ellas colgaban pulseras de oro y marfil. Aquella cara pequeña y exquisita, cuya tez era de un tono dorado, lo miraba desde una nube de sedoso cabello moreno.
– ¿Señorita Patel?
Afirmó con la cabeza, y volvió a hacerlo cuando él le enseñó su tarjeta.
– Me gustaría ver a la señorita Flinders, por favor.
El apartamento, en el primer piso, estaba amueblado de manera corriente. Las grandes habitaciones estaban divididas por delgados tabiques de madera, con viejos muebles de desecho y objetos femeninos por todas partes: vestidos y revistas, posters clavados en las paredes, collares de cuentas colgando del mango de una puerta y velas medio consumidas en varios platillos. La otra chica, la que él había ido a ver, se giró lentamente abandonando la mecanografía. A su lado había un cenicero rebosante de colillas. Wexford se sorprendió a sí mismo pensando:
«La pequeña Polly Flinders
se sentó entre las cenizas,
calentándose sus lindos pies…»
Y en verdad sus pies estaban descalzos, bajo una larga falda de algodón. Tenía unas bonitas piernas, largas y torneadas. Wexford pensó que no le habría parecido tan poca cosa de no haber visto antes a Malina Patel. No le habría parecido desagradable de no ser por esa espalda tan horriblemente encorvada debido a la postura que adoptaba para disimular su talla -aunque ésta fuera menor que la de su hija Sylvia-, y por los dos prominentes incisivos de la mandíbula superior. Esto último le pareció extraño en alguien de su edad, una niña criada en plena era de la ortodoncia.
Se acercó a él en actitud seria y cautelosa, y Malina Patel desapareció a sus espaldas sin haber dicho una sola palabra. Él fue directamente al grano.
– Sin duda ha leído usted los periódicos, señorita Flinders, y se habrá enterado del asesinato de la señorita Rhoda Comfrey. Esta es la fotografía que apareció en ellos. Trate de imaginársela con veinte años y utilizando otro nombre.
Wexford la observó mientras miraba la fotografía. Su cara no delataba nada, de hecho era absolutamente inexpresiva.
– ¿Cree que la ha visto alguna vez? ¿En, digamos…, la compañía del señor Grenville West?
De pronto su cara se ruborizó. Victor Vivian la había descrito como «una rubia», pero esta palabra evocaba demasiado, implicaba belleza y un femenino glamour, algo así como Marilyn Monroe. Pauline Flinders no era así. Su belleza consistía en una ausencia de color, los ojos eran de un gris pálido, y su cabello casi blanco. El rubor era vivido y desigual bajo la pálida piel; él supuso que había sido la mención de aquel nombre la que lo había causado. Sin embargo no se trataba de un conocimiento culpable, sino de amor.
– Nunca la había visto -dijo. Luego, preguntó-: ¿Por qué cree que Grenville la conocía?
Todavía no iba a responder a esto. Ella no dejaba de mirar hacia la puerta, como si temiera que la otra chica apareciese en cualquier momento. ¿Se habría burlado de ella debido a sus sentimientos hacia el novelista?
– Usted es la secretaria del señor West, ¿no es así?
– Inserté un anuncio en el periódico local ofreciéndome como mecanógrafa. Él me telefoneó; de esto hará unos dos años. Le pasé un manuscrito a máquina, le gustó y empecé a trabajar para él a media jornada.
Hablaba con gracia, con una voz baja y monótona. Wexford siguió preguntando:
– Y seguro que también atendía el teléfono y recibía a sus amistades. ¿Recuerda a alguna de ellas que se pareciera a esa mujer?
– Oh, no. Ninguna. -Parecía sincera, más allá de toda duda, y añadió fatuamente, con la obsesión del que ama-: Grenville está en Francia, tengo una postal de él.
¿Por qué no la tenía sobre la mesa? Cuando sacó la postal de debajo de una pila de papeles que había junto a la máquina de escribir, Wexford pensó que también tenía la respuesta a eso: no quería ser objeto de burlas por ello. Era una fotografía de Annecy, y, aunque borroso, el nombre de la localidad podía leerse en el sello. «Recuerdos desde Francia, pequeña Polly Flinders, recuerdos del sol, de la comida, del aire y del bel aujourd’hui. Me dará mucha pereza cuando tenga que volver, pero no me quedará más remedio. Ya nos veremos. G.W.»
«Típico de un literato», pensó Wexford, pero no era la postal de un enamorado. ¿Por qué se la había enseñado con la mención de su nombre? ¿Por qué era todo lo que ella tenía de él?
Sacó la cartera y la puso al lado de la postal. Lo que pretendía era que ella gritase, se pusiera pálida y dijera: «¿De dónde la ha sacado?», para derribar ese muro de ignorancia tras el cual parecía parapetarse. Pero no hizo nada, a excepción de mirarla fijamente con la misma reserva.
– ¿Ha visto esto antes, señorita Flinders?
Ella la examinó por fuera y por dentro.
– Parece la cartera de Grenville -respondió-. La que perdió.
– ¿La perdió? -preguntó Wexford.
Ella pareció recobrar la confianza en sí misma y su voz se animó.
– Regresaba de la parte oeste de la ciudad en autobús, y al llegar dijo que debió de dejársela en el asiento. Creo que esto ocurrió el jueves o el viernes. ¿Dónde la encontró?
– En el bolso de la señorita Rhoda Comfrey – contestó Wexford con lentitud y gravedad.
De modo que ésa era la respuesta. No había ninguna conexión, ninguna relación entre el autor y su admiradora, ningún regalo de cumpleaños. La había encontrado en un autobús y se la había quedado.
– ¿Informó de la pérdida el señor West?
Cuando no decía nada, ella intentaba cubrir sus prominentes incisivos, como suelen hacer las personas que tienen este defecto, tapándolos con el labio inferior. Ahora volvieron a aparecer los dientes, que la hacían cecear un poco.
– Me lo encargó, sí, pero al final no lo hice. No es que me olvidara, es sólo que alguien me dijo que a la policía no le gusta que se la moleste continuamente con cosas perdidas o halladas. Un policía conocido de mi madre le dijo en una ocasión que eso trae mucho papeleo.
Él la creyó. Sabía mejor que nadie que los policías no son ángeles de uniforme que se pasan la vida sacrificándose en aras del bien público. Dejó que ella volviera a su máquina de escribir y se dirigió al oscuro salón de la casa. La gran puerta se abrió tras él y apareció Malina Patel, con su aspecto más brillante que un martín pescador. El acento de aquella mujer, tan correcto y bonito como el de su hija Sheila, le sorprendió casi tanto como lo que le dijo.
– La noche del 8 de agosto Polly estuvo aquí conmigo. Me ayudó a hacer un vestido, se encargó de cortarlo. -Su sonrisa era maliciosa y sus dientes perfectos-. Es usted detective, ¿verdad?
– Así es.
– ¡Qué profesión más curiosa! Nunca había visto ninguno, excepto en la televisión, claro. -Hablaba de él como de algún raro animal, como de un antílope africano-. ¿Les pagan mucho? ¿Los contratan diciéndoles: «Le daré cincuenta mil dólares por encontrar a mi hija, ella lo es todo para mí»? ¿Esa clase de cosas?
– Me temo que no, señorita Patel.
Podía haber jurado que se reía de la aburrida ingenuidad de su amiga. Su hermosa cara se tornó cándida, los ojos se abrieron enormemente.
– Cuando apareció en la puerta -dijo-, pensé que era usted el administrador. Una vez vino uno, cuando dejamos de pagar el alquiler.