177747.fb2 Unos Por Otros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

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17

No debería de oler tan mal. Sabía que me había meado, pero no tendría que oler tan mal, no tan rápido. Olía peor que el vagabundo más apestoso. Ese empalagoso olor dulce a amoníaco que te invade de la gente que hace meses que no se ha bañado ni cambiado de ropa. Intenté quitármelo de la cabeza, pero no podía. Estaba estirado en el suelo. Alguien me agarraba del pelo. Abrí los ojos y vi que tenía una botellita marrón de sales olorosas bajo la nariz. El general se puso en pie, cerró el tapón de la botella de sales y se la metió en el bolsillo de la chaqueta.

– Dadle un poco de coñac -ordenó.

Unos dedos grasientos me sujetaron la barbilla y empujaron un vaso entre los labios. Era el mejor coñac que había probado jamás. Dejé que me llenara la boca y traté de tragar sin mucho éxito. Luego volví a intentarlo y esta vez cayó por la garganta. Parecía que algo radioactivo me recorriera el cuerpo. Para entonces alguien me había quitado las esposas y vi que tenía la mano izquierda envuelta en un gran pañuelo ensangrentado. Era el mío.

– Ponedlo en pie -dijo el general.

Me levantaron una vez más. El dolor de ponerme en pie me mareaba, así que quise volver a sentarme. Alguien me puso el vaso de coñac en la mano derecha y me lo llevé a la boca. El cristal hizo ruido contra los dientes. La mano me temblaba como a un viejo, no era de extrañar. Me sentía como si tuviera cien años. Tragué el resto del coñac, que era bastante, y luego tiré el vaso al suelo. Sentía como si me balanceara en la cubierta de un barco.

El general se colocó enfrente de mí. Estaba a una distancia suficiente para verle los ojos azules arios. Eran fríos e insensibles, duros como zafiros. Esbozaba una sonrisita en la comisura de los labios, como si quisiera contarme algo divertido. Así era, pero todavía no pillaba la broma. Sujetaba algo pequeño y rosa enfrente de la nariz. Primero pensé que era una gamba poco hecha. Cruda y sangrienta en un extremo, sucia en el otro, muypoco apetecible. Luego me di cuenta de que no era nada comestible: era mi dedo meñique. Me sujetó la nariz y luego empujó la mitad superior del dedo meñique en el interior de una de las fosas nasales. La sonrisa se volvió más pronunciada.

– Esto es lo que pasa por meter los dedos en cosas que no le incumben -dijo, con esa voz suave y civilizada de aficionado a Mozart. El caballero nazi-. Y puedes considerarte afortunado de que no nos decidiéramos por tu nariz. Te la habríamos cortado. ¿Me he explicado bien, herr Gunther?

Lancé un débil gruñido. Ya no me quedaban impertinencias. Sentí que el dedo empezaba a deslizarse por la nariz. Pero lo atrapó justo a tiempo y me lo metió en el bolsillo superior, como un bolígrafo prestado.

– Un recuerdo -dijo. Se dio la vuelta y ordenó al hombre del bombín-: Lleve a herr Gunther a donde él quiera.

Me devolvieron a rastras al coche y me empujaron al asiento trasero. Cerré los ojos. Sólo quería dormir mil años, como Hitler y el resto.

Se cerraron las puertas del coche. Arrancó el motor. Uno de mis compañeros me despertó de un codazo.

– ¿Dónde quiere ir, Gunther? -preguntó.

– A la policía -dijo alguien. Para mi sorpresa, era yo-. Quiero denunciar una agresión.

Se oyeron unas risas en los asientos delanteros.

– Nosotros somos la policía -dijo una voz.

Tal vez era cierto, quizá no. Poco me importaba. Ya no. El coche empezó a moverse y aumentó enseguida la velocidad.

– ¿Entonces dónde lo llevamos? -dijo alguien pasados uno o dos minutos.

Miré por la ventana con los ojos entrecerrados. Parecía que nos dirigíamos hacia el norte. El río nos quedaba a la izquierda.

– ¿Qué tal una tienda de pianos? -susurré.

Lo encontraron muy divertido. Casi me río yo, si no me doliera intentar respirar.

– Este tío es muy duro -comentó el hombretón-. Me gusta.

Encendió un cigarrillo e, inclinándose hacia mí, me lo colocó en la boca.

– ¿Por eso me habéis cortado el dedo?

– Cierto -dijo-. Tienes suerte, me gustas, ¿eh?

– Con amigos como usted, Golem, ¿quién necesita enemigos?

– ¿Qué te ha llamado?

– Golem.

– Es una palabra de jaboneros -dijo el del bombín-. Pero no me preguntes qué significa.

– ¿Jaboneros? -Todavía susurraba, pero me oían bien-. ¿Qué es eso?

– Judío -dijo el grandullón. Y luego me dio en el costado, sentí mucho dolor-. ¿Es una palabra de jaboneros? ¿Como ha dicho?

– Sí -contesté. No quería provocarle más, con nueve dedos todavía en las pezuñas. Me gustaban mis dedos y, lo más importante, a mis novias también, en la época en que tenía novias. Así me contuve de decirle que el Golem era un monstruo grande, tonto y sólo ligeramente humano que era feo como el diablo. No estaba preparado para tal grado de sinceridad. Y yo tampoco, así que añadí-: Significa tío grande. Un tío muy duro.

– Sí, él es así -dijo el conductor-. Ellos no son muy grandes. Y seguro que no más duros.

– Creo que me estoy mareando -anuncié.

Al oírlo, el tipo grande me quitó el cigarrillo de la boca, abrió la ventana y lo tiró, luego me empujó hacia el frío aire nocturno que corría junto al coche.

– Necesitas aire fresco, eso es todo -dijo-. Estarás bien en un minuto.

– ¿Está bien? -El conductor lanzaba miradas nerviosas-. No quiero que vomite en este coche.

– Está bien -dijo el gigante. Abrió una petaca y vertió un poco más de coñac en mi boca-. ¿Verdad, tío duro?

– Ya no importa -dijo el del bombín-. Ya estamos.

El coche se detuvo.

– ¿Dónde estamos? -pregunté.

Me sacaron del coche y me arrastraron hacia una entrada bien iluminada donde me apoyaron contra un montón de ladrillos.

– Es el hospital estatal -dijo el hombretón-. En Bogenhausen. Descanse un rato. Alguien le encontrará enun minuto, espero. Arréglese. Se pondrá bien, Gunther.

– Muy amable -respondí, e intenté pensar un momento, lo suficiente para concentrarme en la matrícula del coche.

Pero veía doble y, por un instante, no vislumbré nada. Cuando abrí los ojos de nuevo, el coche no estaba y había un hombre con chaqueta blanca arrodillado enfrente.

– Le ha dado bien, ¿no, señor? -dijo.

– Yo no -respondí-. Otro. Y a quien han dado duro es a mí, doctor. Como si fuera el saco de arena preferido de Max Schmeling.

– ¿Está seguro? -preguntó-. Apesta a coñac.

– Me dieron un trago. Para hacerme sentir mejor después de cortarme el dedo.

Agité el puño sangriento en su cara a modo de declaración jurada.

– Mmm… -Sonaba como si todavía no estuviera convencido-. Nos llegan muchos borrachos que se autolesionan y vienen aquí -dijo-. Creen que estamos sólo para arreglar sus desastres.

– Mire, señor Schweitzer -susurré-. Me han hecho papilla. Si me dejara estirado en el suelo podría imprimir el periódico de mañana en mi cuerpo. Bueno, ¿me va a ayudar o no?

– Tal vez. ¿Me puede decir su nombre y domicilio? Sólo para no sentirme como un idiota cuando encuentre la botella en su bolsillo. ¿Cómo se llama el nuevo canciller?

Le dije mi nombre y dirección.

– Pero no tengo ni idea de cómo se llama nuestro nuevo canciller. Todavía estoy intentando olvidar el último.

– ¿Puede caminar?

– A lo mejor hasta una silla de ruedas, si me señala una.

Fue a buscar una al otro lado de la puerta doble y me ayudó a sentarme.

– Por si la enfermera de sala pregunta -dijo, mientras me empujaba hacia dentro-. El nuevo canciller alemán es Konrad Adenauer. Si le huele antes de que podamos cambiarle de ropa, tiene tendencia a preguntar. No le gustan los borrachos.

– A mí no me gustan los cancilleres.

– Adenauer era el alcalde de Colonia -dijo el hombre de la chaqueta blanca-. Hasta que los británicos despidieron por incompetente.

– Entonces lo hará bien.

Arriba encontré a una enfermera que me ayudó a desnudarme. Era una chica atractiva, incluso en un hospital debía de haber cosas más agradables de ver que mi cuerpo blanco. Tenía tantas franjas azules que parecía la bandera de Baviera.

– Jesús -exclamó el médico cuando volvió para examinarme. Tras lo ocurrido, ahora me hacía una mejor idea de cómo se había sentido después de que los romanos acabaran con él-. ¿Qué le ha pasado?

– Se lo dije -respondí-. Me han dado una paliza.

– ¿Pero quién? ¿Y por qué?

– Dijeron que eran policías. Pero podría ser que sólo quisieran que les recordara con cariño. Siempre pensando lo peor de la gente. Es un defecto de mi carácter. Además de no ocuparme de mis asuntos ni controlar mi lengua viperina. Leyendo entre moratones, diría que eso es lo que intentaban decirme.

– Tiene bastante sentido del humor -comentó el médico-. Me da la sensación de que lo necesitará por la mañana. Estos moratones tienen mala pinta.

– Lo sé.

– Ahora mismo vamos a hacerle radiografías, para ver si tiene algo roto. Luego lo atiborraremos de calmantes y le echaremos otro vistazo a ese dedo.

– Ya que pregunta, está en el bolsillo de la chaqueta.

– Supongo que se refiere al muñón. -Le dejé que retirara el pañuelo y examinara los restos de mi dedo meñique-. Habrá que poner puntos. Y algún antiséptico. Dicho esto, es un trabajo limpio para una herida traumática. Las dos articulaciones superiores han desaparecido. ¿Cómo lo hicieron? Quiero decir, ¿cómo lo cortaron?

– Con un martillo y un cincel -respondí.

Tanto el médico como la enfermera se estremecieron por empatía. Yo tenía escalofríos. La enfermera me puso una manta sobre los hombros. Seguía temblando, también sudaba y tenía mucha sed. Cuando empecé a bostezar, el médico me dio un pellizco en el lóbulo de la oreja.

– No me diga -dije, con los dientes apretados-. Me encuentra adorable.

– Está en estado de shock -dijo, me levantó las piernas hacia la cama y me ayudó a estirarme. Ambos apilaron algunas mantas más encima-. Tiene suerte de estar aquí.

– Esta noche todo el mundo cree que soy afortunado -repliqué. Empezaba a sentirme pálido y gris como el papel. También nervioso, incluso ansioso. Como una trucha que intenta nadar sobre una mesita de café de cristal -. Dígame, doctor. ¿De verdad la gente puede pillar la gripe y morir en verano?

Respiré hondo y expulsé una bocanada de aire, casi como si hubiera corrido. En realidad me moría por un cigarrillo.

– ¿La gripe? ¿De qué habla? No tiene la gripe.

– Qué raro. Me siento como si la tuviera.

– Y no se va a morir.

– Cuarenta y cuatro millones murieron de gripe en 1918 -dije-. ¿Cómo puede estar tan seguro? La gente muere de gripe continuamente, doctor. Mi esposa, por ejemplo. No sé por qué, pero había algo que no me gustaba. Y no me refiero a ella, aunque no me gustaba. Últimamente no, al principio sí. Me gustaba mucho. Pero no desde el final de la guerra. Y seguro que no desde que llegamos a Múnich. Probablemente por eso merecía la paliza de esta noche. ¿Lo entiende? Lo merecía, doctor. No importa lo que hicieran, se veía venir.

– Tonterías.

El médico dijo algo más. Me hizo una pregunta, creo. No la entendí. No entendía nada. Volvió la niebla, llegó como el humo de una cocina de salchichas un día frío de invierno. Aire de Berlín. Inconfundible, como volver a casa. Pero sólo una mínima parte de mí sabía que nada de eso era cierto y que por segunda vez aquella noche me había desmayado. Que es un poco como estar muerto, pero mejor. Cualquier cosa es mejor que estar muerto. Quizá tuve más suerte de lo que pensaba. Mientras pudiera distinguir entre ambas cosas, todo iba más o menos bien.