177761.fb2
Kincaid se paseaba por la recepción, mal iluminada, esperando escuchar, con cierto sentimiento de culpa, los pasos ligeros de Anne Percy. Había dejado a Patrick Rennie ocupado con su copa en el bar vacío, y tenía más dudas que nunca sobre si aquel hombre era sincero o un gran mentiroso.
Si Cassie corroboraba la historia de Patrick, ¿sería una coartada suficiente? Hannah le había dicho que había llamado a su puerta antes de bajar las escaleras. Pero había sido apenas un toque, le dijo, porque luego cambió de opinión y decidió seguir sola. ¿Sería el ruido que oyó mientras hablaba con Gemma por teléfono? ¿O estaba en el balcón y no había oído nada?
Cálculo de tiempo. Pura cuestión de cálculo de tiempo, murmuró. Si Hannah había pasado sólo unos minutos en las escaleras, ¿podría demostrar Patrick que había ido directo de casa de Cassie al vestíbulo? Y en ese caso, ¿qué pasaba con Cassie y Graham? ¿Encerrados y libres de culpa con su coartada de amantes? ¿O era una cobertura para un intento de asesinato? Suponiendo, claro, que Hannah no llevara inconsciente al menos media hora…, en cuyo caso pudo ser cualquiera de los tres. Pero ¿por qué iba a querer alguno de ellos, o cualquier otro matar a Hannah?
¿Y dónde estaba el resto de huéspedes, a todo eso?
Kincaid descargó el puño en la otra mano abierta, con una mueca de frustración. Si hubiera estado atado y con los ojos vendados, sabría lo mismo que ahora. Él, que tantas veces se había quejado de lo aburrido del papeleo, habría dado cualquier cosa por un montón de declaraciones detalladas tomadas por su sargento. El inspector jefe Nash había pasado de ponerle obstáculos a evitarlo taimadamente, pero las dos tácticas habían tenido los mismos resultados: Kincaid no tenía hechos.
Un movimiento en la habitación en sombras, tal vez una corriente de aire, hizo que Kincaid se volviera hacia la puerta del salón. La luz cambió, y tuvo una breve visión de Sebastian Wade tal como lo vio allí por primera vez: apoyado en el umbral de la puerta con desenfado, las manos en los bolsillos, una sonrisa maliciosa en los labios.
¿Cómo diablos encajaba todo aquello? Unos rápidos pasos por las escaleras lo llevaron al vestíbulo. Anne Percy se topó con su mirada inquisitiva mientras bajaba los últimos peldaños.
– Está bastante mejor. Un poco abatida, claro. Una torcedura de muñeca, probablemente, y un chichón de buen tamaño en la cabeza. Ya le he dicho que tiene buenos huesos. -Una sonrisa divertida cruzó sus labios-. Ni rastro de osteoporosis. -Suspiró y se estiró, luego se puso más seria-. Le echará un ojo, ¿verdad, Duncan? Estoy pensando… -Frunció las cejas e hizo una pausa- que quien la empujó no se quedó a acabar el trabajo.
– Es posible que me oyera salir de la suite. Además, no es muy diferente de lo que les pasó a Sebastian o a Penny. Ha aprovechado la ocasión, con poco que perder. Agacharse sobre Hannah en medio de las escaleras habría sido más arriesgado.
– Qué horror -dijo Anne, con un escalofrío.
– Lo sé. Le he dicho que se encierre y no salga sin decírmelo. Dice que no quiere un canguro -añadió exasperado-. Ha sido dócil y obediente hasta que ha empezado a recuperarse.
– La he dejado con el inspector jefe Nash. No me parece precisamente una experiencia relajante.
– No, pero más vale que acabe cuanto antes para que la deje en paz. -Kincaid observó a Anne con un placer manifiesto. Bajo un impermeable amarillo brillante, llevaba unas mallas de color fucsia y una camiseta de rayas a juego, y no podía parecerse menos a la figura tradicional de un médico.
– ¿Dónde está la gracia? -preguntó Anne, sonriendo abiertamente.
– Estaba pensando en el malhumorado médico de cabecera de mi pueblo que nos visitaba cuando yo era pequeño.
Ella bajó la vista para mirarse y luego le sonrió.
– Bueno, los tiempos cambian, ¿no? Afortunadamente. -Desvió la vista al reloj-. Pero hay cosas que no. Llego tarde a dar la cena a las niñas. Tengo que irme corriendo.
Él se sintió avergonzado, como culpable por hacerle olvidar sus obligaciones, pero dijo con toda la serenidad que pudo.
– Sí, la acompaño.
El impermeable crujía mientras caminaba, y una vez sus brazos se rozaron. Cuando llegaron al coche, ella abrió la portezuela y metió el maletín, luego se volvió hacia él. Kincaid estaba lo bastante cerca para notar su olor a lavanda -una fragancia limpia, reconfortante- y buscó algo que decir que la detuviera un instante más.
– Gracias. Me imagino que le ha resultado todo muy brutal.
Anne sonrió.
– Estoy familiarizada con la muerte. Lo que difiere son las circunstancias. En fin, el médico forense de la policía vuelve de las vacaciones mañana, así que no me van a llamar más.
– Lo siento -dijo Kincaid tras el silencio que se hizo entre ellos.
– Yo también lo siento -respondió Anne Percy entrando en el coche, y mientras veía alejarse el coche Kincaid no estaba muy seguro de lo que habían querido decir.
La tarde avanzaba mientras Gemma conducía hacia el norte por la carretera de Banbury. Casas grande, confortables, a los dos lados de la calle con interiores cálidos y acogedores como sólo lo son las habitaciones iluminadas al atardecer. Los jardines estaban llenos de árboles, y la luz fugitiva lamía los colores otoñales de sus hojas.
Era la primera vez que iba a Oxford, nunca había tenido un caso allí, y no era un lugar que su familia hubiera escogido para ir de vacaciones. Sus padres habían ido toda su vida al mismo pueblo de Cornualles durante dos semanas al año. Un lugar agradable, seguro, sin ninguna posibilidad de aventura.
Para su sorpresa, Gemma quedó encantada con la ciudad. Tras establecer una cita con Miles Sterrett a través de su ama de llaves, le quedaron varias horas libres y las había pasado explorando el centro. Desde Cornmarket, por toda la High Street hasta Magdalen College y el río, la fascinaron los verdes céspedes de los colegios.
Caminó despacio, con el cuello del jersey azul marino levantado para protegerse del viento, y cuando llegó al puente sobre el Cherwell se acodó en el parapeto y se puso a mirar a los remeros que rozaban las aguas como libélulas.
Los estudios universitarios habían estado tan lejos de su alcance que nunca había llegado a envidiar a otros el privilegio, pero ahora sintió un fugaz anhelo de una oportunidad perdida. Kincaid le dijo una vez, mientras tomaban una cerveza al salir del trabajo, que le habían ofrecido la posibilidad de ganar una beca de la policía para la universidad, pero que no la aprovechó.
Una cierta rebeldía, supongo, había dicho, arqueando una ceja, burlonamente. Justo lo que esperaban mis padres. Ahora parece una tontería haberlo dejado escapar.
Gemma pensó, mientras reducía la velocidad para girar por la bocacalle que se había saltado esa tarde, que Oxford le habría convenido a Kincaid.
La Clínica Julia Sterrett era claramente lo que aparentaba: una gran casa particular, situada en retroceso en una calle secundaria cerca de Banbury Road. La única señal de su verdadera función era una placa discreta colocada entre los ladrillos al lado de la puerta. Gemma llamó al timbre y aguardó, y al cabo de un momento oyó unos pasos y el ruido de los cerrojos al descorrerse.
– Qué puntual -dijo el ama de llaves al abrir la puerta. A Gemma aquella mujer corpulenta y bajita le pareció mucho mejor que la secretaria que la había recibido en la mesa de recepción de la clínica aquella tarde.
– Hola, señora Milton. ¿Me está esperando?
– La acompaño enseguida.
La señora Milton la guió por unas escaleras en curva, resoplando y sonrojada por el esfuerzo, mientras Gemma la seguía, sintiéndose un poco culpable. Al mirar atrás, Gemma vio la recepción a la derecha de la puerta de entrada. Por la tarde se había enterado de que la clínica propiamente dicha ocupaba la planta baja y el primer piso, mientras Miles Sterrett tenía el último piso para su uso personal.
La señora Milton llamó a una puerta del pasillo, hizo un gesto a Gemma de que entrara y cerró la puerta tras ella. Gemma se quedó sola en el umbral, un poco como Daniel arrojado a los leones. Por la ferocidad con que lo protegía la recepcionista, había esperado encontrarse con un hombre mayor, tal vez encamado, tal vez en silla de ruedas, con una manta sobre las rodillas, confinado en una habitación de tipo hospitalario.
Pero se encontró en un estudio masculino con paredes llenas de libros, sillas de cuero, una vistosa alfombra oriental bajo sus pies y un fuego encendido en el hogar. Miles Sterrett estaba sentado ante un suntuoso escritorio, inclinado sobre unos papeles. Levantó la cabeza y sonrió, luego se levantó y cruzó la habitación para recibirla.
– Sargento James…
– Señor Sterrett, gracias por recibirme.
Gemma tuvo que levantar la vista al darle la mano, pues Miles Sterrett era alto y esbelto, de rostro delgado y cabello fino que parecía más rubio que gris a la luz de la chimenea. Llevaba un jersey amarillo pálido e inmaculados pantalones oscuros con raya. Sólo las ojeras oscuras y una cierta vacilación en sus movimientos dejaban adivinar una enfermedad.
– Pase, siéntese, la señora Milton nos ha traído café.
Le indicó una de las dos sillas junto al fuego y ocupó la otra. En una mesita baja entre ellos había una bandeja con tazas y un termo. Cuando fue a coger una taza para ella, Gemma percibió el leve temblor de su mano.
– ¿Lo sirvo yo?
Miles se apoyó en el respaldo, poniendo las manos delatoras sobre las rodillas.
– Gracias -dijo aceptando la taza, y cuando Gemma se sirvió la suya, tomó la palabra-. Ahora dígame, sargento, qué es lo que ocurre. La señora Milton me ha asegurado que Hannah está bien…
Su afirmación acababa con un ligero tono de pregunta, y Gemma advirtió que las buenas maneras de Miles Sterrett ocultaban una auténtica preocupación.
– La señorita Alcock está perfectamente, señor Sterrett. Pero ha habido dos muertes sospechosas en Followdale House esta semana, y por supuesto estamos muy preocupados por la seguridad de todos.
– No querrá decir que Hannah…
– No, no, en concreto no, pero cuanto antes resolvamos nuestra investigación, más tranquilos estaremos. -Gemma dio un sorbo al café; era fuerte y aromático, tenía poco que ver con el café instantáneo o con las submarcas del supermercado-. ¿Sabe usted si la señorita Alcock tenía alguna relación con Sebastian Wade o con Penny MacKenzie?
Él movió la cabeza.
– No recuerdo que mencionara a ninguno.
– ¿Había tenido alguna relación previa con la multipropiedad? ¿Le dio alguna explicación de por qué había escogido ese lugar en particular?
Miles cogió la taza, y Gemma observó que sólo la aguantaba entre las manos el tiempo suficiente para beber, luego la devolvía a la mesa.
– En realidad no me dijo nada de ello. Me pareció muy raro, porque Hannah y yo somos amigos desde hace tantos años que no quiero contarlos. -Sonrió, borrando la severidad de su rostro delgado-. Hannah vino aquí hace casi quince años, recomendadísima, por supuesto, de un departamento universitario de investigación. Yo no soy científico, y el éxito de nuestro trabajo -hizo un gesto circular con la mano- se debe enteramente a la perseverancia y brillantez de Hannah. Sargento… -se interrumpió y miró a Gemma con la frente arrugada-. Usted es demasiado encantadora para que la llame «sargento». ¿Puedo llamarla «señorita»? ¿o «señora»?
Gemma, que por la calle recibía los silbidos de los gamberros sin parpadear, se sintió enrojecer ante aquel piropo tan cortés. Era un algo machista, reconoció, pero no consiguió ofenderse.
– Bueno, puede llamarme «señora» si lo desea.
– De acuerdo, señora James. Si cree usted que necesita alguna referencia sobre la personalidad de Hannah, no conozco nada en absoluto que sea cuestionable en su pasado o su presente. La considero una amiga y también como mi familia, y respondería por su comportamiento en cualquier caso. Desde luego, Hannah no es capaz de matar a nadie.
Las manos, cogidas, se movían convulsivamente al hablar, y Gemma advirtió que el temblor había aumentado.
– Señor Sterrett, no creo que los oficiales que investigan tomen realmente en cuenta semejante posibilidad, pero tenemos que hacer indagaciones. ¿Lo comprende? -Gemma cambió de tema para aliviar su evidente congoja-. ¿La clínica tiene el nombre de alguien de su familia?
– De mi esposa. Murió por la enfermedad de Creutzfeld-Jakob hace casi treinta años. En esa época se sabía muy poco de ella, y como yo había heredado dinero, pensé en darle un buen uso. -Volvió a sonreírle-. No se ponga tan triste, señora James. Ya no lloro a mi esposa. Pasó hace mucho tiempo. No tuvimos hijos… lo que pudo ser una ventaja, teniendo en cuenta los genes. Su única hermana era emocionalmente inestable y mi sobrino es una persona insignificante.-Añadió, reflexivo-. Pero no me gustaría que le ocurriera nada a Hannah. No sólo por mí. Esta clínica depende de ella, y lo que hacemos aquí tiene mucho valor.
Miles miró fijamente el fuego y terminó el café, luego dijo, haciendo un esfuerzo:
– Me extraña que Hannah no me haya llamado. Supongo que habrá pensado que me preocuparía. No se le habrá ocurrido que vendría a verme la policía, bajo los rasgos de una persona tan atractiva.
La sonrisa y el piropo le parecieron forzados esta vez, y Gemma pensó que ya llevaba demasiado rato allí abusando de la hospitalidad.
Apuró el café, mirando el termo con deseo, y se levantó.
– Me parece que le he cansado. Su recepcionista me comerá viva.
Miles soltó una carcajada.
– Es su forma de ponerse a la altura de la señora Milton. Rivalizan desde hace años. -Se levantó, insistiendo en acompañarla. Al llegar a las escaleras le volvió a tender la mano-. ¿No le importa que no baje? La señora Milton le abrirá la puerta.
– Gracias, señor Sterrett. Lamento mucho las molestias.
Era un formalismo, pero Gemma lo sentía de verdad.
Había reservado una habitación en un hotelito a las afueras de la ciudad, y después de registrarse y deshacer el equipaje, pasó la velada marcando el número de la suite vacía de Kincaid.
Hannah dormía ovillada en el sofá, donde Anne Percy la había dejado, con la cabeza medio enterrada bajo el cojín y con la manta que iba deslizándose desordenadamente al suelo.
En sueños recorría las calles suburbanas de su niñez, bajo cerezos en flor. Unas voces familiares que no supo reconocer la llamaban de los jardines, y aceleró el paso. Le parecía que su casa estaría al doblar cada esquina, estaba segura de que la encontraría si el insistente repiqueteo cesaba.
El sonido atravesó el borde del sueño, y la llevó a un estado de indolente duermevela. Su primer movimiento instintivo le costó un gruñido: tenía dolor de cabeza y los músculos anquilosados. Los paneles de la puerta acristalada le devolvieron su imagen. Había anochecido del todo, y no sabía si había dormido horas o minutos. La llamada persistía mientras avanzaba lentamente hacia la puerta, y antes de abrir oyó una voz implorante:
– Hannah, soy Patrick. Por favor, abre, necesito hablar contigo.
La sobrecogió un instante de vacilación, pero se sonrojó de vergüenza. No dudaría de él, no permitiría que el miedo decidiera su vida. La humillación la había llevado a rechazarlo en las escaleras, pero luego había pensado mucho sobre los prejuicios. Retiró el cerrojo con dedos inseguros.
Patrick la miró con atención antes de hablar.
– ¿Cómo te encuentras?
– Supongo que bien, dentro de lo que cabe. -Sin darse cuenta, Hannah se tocó la muñeca vendada-. La doctora Percy ha dicho que mañana me sentiré como si tuviera cien años, y ya he empezado.
Él entró tras ella en el salón y la tapó con la manta, solícito. Tras acercar una silla para sentarse enfrente, dijo con una franqueza desarmante.
– Duncan Kincaid cree que yo he podido empujarte por las escaleras, aunque ha sido muy correcto y no lo ha dicho así. -Patrick sonrió-. Y me parece que el motivo no era su buena educación. Hannah -su sonrisa se desvaneció-, ¿crees que te he empujado yo?
Ella negó con la cabeza, y dijo con voz cansada:
– No, sinceramente. Se lo habría dicho a Duncan.
Lo miró a los ojos por primera vez desde que entró. Parecía como si Patrick hubiera envejecido diez años durante el curso del día. Unas arruguitas que no había advertido antes le rodeaban los ojos. Era como si le hubieran quitado una capa de barniz, pensó Hannah, y estuviera allí con el rostro desprovisto de su habitual lustre.
– Menos mal -dijo él, con un suspiro-. Pero es que estoy preocupado por ti. Cuando no se entiende el motivo de algo es muy difícil dejar de pensar en ello.
Hannah no respondió. Se sentía agotada para reiterar su ignorancia una vez más. Al cabo de un momento, Patrick prosiguió:
– Esta mañana me he portado como un bruto contigo. No sé por qué. Un montón de fantasías infantiles que se desmoronaban, supongo. -Ante la expresión de sorpresa de ella, trató de explicarse-. Bueno, lo de siempre, ya sabes… Primero era mi madre -se llevó la mano a la frente y sonrió-, muerta de parto, bendiciéndome con su último aliento. Luego la imaginaba cálida, dulce, reconfortante… que me iba a encontrar y me iba a acoger en el seno de otra familia. Fantasías de hijo único. Nunca -se inclinó hacia delante, sonriendo de nuevo- la imaginé como una mujer de éxito, inteligente, estimulante y atractiva. Ha sido un buen susto, te lo aseguro.
Hannah se pasó los dedos por el cabello, consciente de pronto de su aspecto.
– Lo siento -dijo, sin saber muy bien si se refería a haber desvelado su identidad o a no corresponder a la imagen materna que él se había forjado.
– ¿Lo sientes? Tenía que haber superado ese bagaje emocional hace mucho tiempo. Y ni siquiera te he preguntado por mi padre.
Patrick se llevó las manos a las rodillas, y Hannah percibió una repentina vulnerabilidad bajo su actitud desenfadada.
– Me negué a decirles a mis padres quién era, pero supongo que tú mereces saber algo -dijo, con reticencia-. Se llamaba Matthew Carnegie. De una buena familia -torció la boca con un rictus amargo-. Eso hubiera dicho mi padre. No sé qué fue de él, no quise volver a verlo. -Proyectó su mente a través de los barrotes levantados a lo largo de los años, tratando de recordar lo que le había atraído de él a los dieciséis años-. Era rubio, de ahí te viene tu coloración, y guapo, larguirucho, poco formado todavía. Me hacía reír. -El recuerdo la sorprendió-. Y era tierno.
Patrick la escuchaba reflexivamente.
– No decírselo a tus padres debió requerir mucho valor.
– ¿Valor? No, fue pura testarudez. Y que sabía que no toleraría la humillación de que él se enterara, de que su familia se enterara.
Patrick se inclinó hacia delante, con una mirada intensa.
– Hannah, ¿crees que podríamos volver a empezar? Quizás no como lo hemos imaginado ninguno de los dos, hemos sido muy poco realistas, pero sí como… amigos.
Hannah cerró los ojos, deteniendo una repentina ola de nostalgia.
– Nunca he esperado sustituir a tu madre. Ni serlo, en realidad. Sólo buscaba cierta sensación de pertenencia… de relación.
Patrick tendió la mano y le tocó el hombro con un poco de torpeza, como inseguro de qué gesto hacer.
– Más vale que te deje descansar. -Se levantó-. Hannah, ten cuidado. No soportaría perderte -en su voz había cierta ironía- ahora que te he encontrado.
Kincaid descubrió, como Patrick Rennie antes que él, que la puerta de Cassie sólo estaba entornada. Dio unos golpecitos suavemente. Al no oír respuesta, la empujó despacio.
La única luz del salón del chalet llegaba de un globo del distribuidor que había detrás, así que le costó un momento orientarse. La voz de Cassie llegó del sillón junto al fuego, malhumorada y concisa.
– Lárguese.
Kincaid buscó a tientas el interruptor de la lámpara de mesa y parpadeó ante el estallido repentino de luz amarilla. Cassie estaba acurrucada en el sillón, pálida y despeinada, envuelta en una bata acolchada. Sólo sus piernas desnudas y extendidas ante sí mantenían su elegancia.
– Debería empezar por cerrar la puerta -dijo Kincaid, apartando sin ganas la vista de sus piernas para mirarle la cara.
– Ya no tiene mucho sentido, ¿no?
Kincaid se apoyó en el brazo del otro sillón, como la vez pasada.
– Parece que ha liado bien las cosas, ¿eh? -le dijo con frivolidad.
La rabia brilló en los ojos dorados de ella.
– ¿Yo?, por favor. -Apartó la cara y Kincaid pudo ver una marca roja en su mejilla-. Ese bruto me ha pegado.
– ¿Quién, Graham?
– ¡Graham, claro! Patrick ha actuado como un rey ofendido y se ha marchado corriendo, pero primero ha dejado nuestra situación bien clara para Graham. ¿Quién le ha dado los detalles sórdidos? -Cassie lo miró, acusadora.
– Patrick.
– Vaya. -Se le llenaron los ojos de lágrimas, que le resbalaron por la cara. No hizo ningún gesto para secarlas-. Todo se ha acabado.
– ¿Se ha acabado Downing Street?
– Es… -empezó Cassie, pero se rindió, demasiado abatida incluso para insultarlo.
– Antes o después, tenía que ocurrir -dijo Kincaid, más amable-. El juego era arriesgado.
Cassie se incorporó un poco en su asiento y se secó las mejillas con el dorso de las manos.
– No podía imaginar que Graham fuera tan duro de apartar. -Resopló por la nariz-. Empezó de manera informal, antes de que conociera a Patrick. Pero cuanto más intentaba enfriar las cosas con Graham, más insistente se ponía. Entonces empecé a tener miedo de cortar, miedo de lo que podría hacer.
– ¿La amenazaba?
Cassie se encogió de hombros.
– No muy claramente. Pero hacía pequeños comentarios… ¿Y si alguien le contaba al director que me acostaba con los propietarios? ¿Perdería el trabajo? Esas cosas. Yo eso no lo aguantaba. Al principio pude sortearlo. Luego Graham cambió la semana… no tenía que esperar a que acabara el curso porque Angela no estaba en el colegio, y él quería verme.
– Y tuvo la suerte -interrumpió Kincaid- de disponer de la semana de las vacaciones escolares…
– ¿La suerte? -Cassie pareció desconcertada-. Podía reservar la semana que quisiera y además podía cambiarla cuando prefiriera. Siempre hay gente que está dispuesta al intercambio. ¿Por qué tuvo que escoger esta semana? -dijo, y levantó los ojos, implorante. Era una pregunta de la que no esperaba respuesta.
A Kincaid se le ocurrió que estaba más guapa así, sin el aspecto sofisticado de estilo americano, con el cabello de color castaño desgreñado, su actitud altanera en suspenso. Imaginaba que también en la cama perdía esa dureza, y el contraste debía hacerla muy atractiva a Patrick y a Graham Frazer. Dejando de lado sus especulaciones, preguntó:
– ¿Qué es lo que ha pasado hoy?
Cassie tragó saliva y se recogió el cabello por detrás de la oreja.
– Que Graham se ha puesto furioso. Yo nunca lo había visto de ese modo. Pensaba que le había tomado el pelo…, que lo había usado, decía. -Levantó la vista hacia Kincaid-. Hoy yo no he participado con muchas ganas. Pero eso Patrick no podía saberlo.
– No. ¿Y luego, después de que Patrick se marchara?
Cassie se llevó un dedo a la mejilla.
– Tuve suerte de que se resolviera tan fácilmente. Ahora se ha acabado, por fin.
– ¿A qué hora de la tarde ha pasado todo esto?
– ¿Cómo voy a saberlo? -gritó Cassie-. Toda mi vida se tambalea y usted quiere que me fije en la hora.
– Puede ser muy importante saber qué estaban haciendo exactamente cada uno de ustedes cuando a alguien le ha dado por empujar a Hannah por las escaleras. ¿Nadie se lo ha preguntado?
– El poli ese vino… ese con cara de vaca. -La animosidad afiló su voz, y Kincaid recordó lo mal que lo pasó con ella el agente Trumble la mañana en que murió Sebastian.
Kincaid puso en marcha otra táctica.
– Trate de recordar lo que hizo antes de que llegara Graham.
Cassie se mordisqueó un dedo, meditabunda.
– Había estado trabajando. La casa estaba silenciosa como una tumba y empecé a sentirme un poco… incómoda. Entonces llegó Angela a fisgonear…
– ¿Qué quería? -preguntó Kincaid con curiosidad. No podía imaginarse que Angela visitara a Cassie voluntariamente.
– No he dicho que quisiera nada -replicó Cassie-, se puso a dar vueltas, tocando todas mis cosas. Esa chica me da dentera, y hoy iba con toda su parafernalia de vampiro. Cuando le pregunté qué quería, dijo «nada» y se fue. Era lo que yo quería, al fin y al cabo. Luego vine a prepararme un café. -Hizo una pausa, concentrándose-. Debían ser las tres pasadas, esperaba una llamada a las tres y como no la recibí, puse el contestador automático.
– ¿Y Graham? -Kincaid aguardó, con la atención aguzada. Gemma lo había llamado a eso de las tres y cuarto. Al acabar la conversación había bajado y encontrado a Hannah, y sólo se le ocurrió mirar el reloj cuando Patrick irrumpió por la puerta principal. Eran las cuatro menos veinte.
– No sé. Hice el café, fui al baño…
– ¿Y cuánto rato llevaba Graham cuando llegó Patrick?
– Lo bastante -dijo Cassie con aspereza- para discutir violentamente y arrancarme la ropa.
– ¿Y no sabrá por casualidad a qué hora salió Patrick de aquí? -preguntó Kincaid, esperanzado.
Cassie se incorporó en el asiento y le dirigió una mirada asesina.
– No sea imbécil.
Cuando Kincaid salió del chalet de Cassie, vio a Eddie Lyle escabulléndose por el aparcamiento hacia la casa. «Llego tarde, llego tarde a una cita muy importante» se dijo Kincaid por lo bajo, y sonrió.
– ¡Lyle!
Eddie Lyle se volvió y aguardó a que Kincaid lo alcanzara. Sus gafas lanzaban destellos bajo la luz del porche.
– ¿Alguien ha tomado su declaración esta tarde? -le preguntó Kincaid con desenfado, mientras entraban uno detrás del otro.
– Sí, claro -respondió Lyle, con tono irritado de víctima-. Acababa de volver de dar un paseo y he oído toda la conmoción a propósito de la pobre señorita Alcock, que se ha caído por las escaleras.
Sacudió la cabeza, y Kincaid no supo si deploraba el accidente de Hannah o las molestias que todo ello le causaba.
– ¿Había ido a dar un paseo? -Kincaid frotó la punta de la zapatilla contra la grava.
– Sí. Hacía un día precioso en la montaña -Lyle indicó Sutton Bank-. Janet estaba durmiendo la siesta, y quería dejarla un poco tranquila. No se encuentra muy bien últimamente -y añadió, confidencialmente-, desde que murió mi madre, pasa estos momentos de agotamiento. Y ahora, con todos estos acontecimientos tan terribles, está exhausta.
– Claro. -Kincaid asintió, comprensivo, seguro de que el sólo hecho de vivir con Edward debía ser agotador para cualquiera.
– Pero le he dicho a Janet que nos quedaremos hasta agotar nuestra semana, el sábado. -Lyle agitó el dedo en el aire, enfático-. No creo que al inspector jefe Nash le importara que nos fuéramos, pero no quiero tirar el dinero. Y a propósito de irse -echó un vistazo al reloj-, mi mujer tendrá la cena lista y no quiero que se me enfríe.
Hizo un gesto de despedida y subió trotando las escaleras.
Al oír la palabra «cena», el estómago de Kincaid rugió como si se hubieran activado alarmas internas. No recordaba cuándo había comido de verdad por última vez, y como no tenía ninguna esposa que le preparara la comida, pensó que tendría que ocuparse él. Sonrió, a oscuras. Eddie Lyle no sabía la suerte que tenía.