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Brunetti se llevó los libros de Tassini. Él y Vianello salieron del pequeño dormitorio y atravesaron la fábrica. Como uno de los libros era en rústica y el otro de pequeño formato, le cupieron en el bolsillo de la chaqueta. Acababa de guardarlos cuando De Cal entró como catapultado por la puerta principal y fue directamente hacia ellos.
– Gasto dos mil euros a la semana en gas para los hornos, por Dios -dijo, como si hubiera llegado al fin de una larga explicación que ellos no habían querido escuchar-. Dos mil euros. Si pierdo un día de producción, ¿quién me paga el gas? Estos hornos no pueden encenderse y apagarse como un aparato de radio, ¿comprenden? -dijo señalando con un movimiento frenético los tres hornos, que ahora estaban abiertos.
»Y también he de pagar a los trabajadores. Ahora mismo me están costando dinero. Sus hombres se han marchado y ustedes están ahí sin hacer nada. Lo mismo que los trabajadores, sólo que a ellos tengo que pagarles.
Vianello y Brunetti se acercaron a él. De Cal prosiguió:
– Los he visto marchar -dijo señalando al canal-. He visto que volvían a la ciudad. Yo quiero abrir la fábrica y quiero que mis hombres vuelvan al trabajo y no tener que pagarles por estar charlando sin hacer nada, mientras se desperdicia el gas.
Brunetti no pudo por menos que decir:
– Aquí ha muerto un hombre esta mañana.
De Cal se contuvo de escupir, con evidente esfuerzo.
– Ha muerto esta mañana. Como si hubiera muerto ayer, o hubiera muerto hace dos días. ¿Qué importa eso? Ya no está. -Mientras hablaba, iba perdiendo el control-. Mantener los hornos encendidos me cuesta dinero -gritó, recalcando la última palabra-. Y a mis trabajadores los pago tanto si están aquí dentro, trabajando, como si están ahí fuera, diciendo lo buen chaval que era Tassini, a pesar de todo. -Se acercó y levantó la mirada primero hacia la cara de Brunetti y después hacia la de Vianello, como buscando la razón por la que no podían entender algo tan simple-: Estoy perdiendo dinero.
Brunetti y Vianello no se miraron. Al fin Brunetti dijo:
– Ya pueden entrar a trabajar, signor De Cal.
Sin molestarse en darle las gracias, el hombre dio media vuelta y salió. Le oyeron llamar a los hombres y decir a uno de ellos que fuera a avisar a los demás. Ya era hora de volver al trabajo. El negocio es el negocio. La vida sigue.
Brunetti descubrió de pronto lo que debía hacer, y le sorprendió haber conseguido no pensar en ello hasta este momento. La esposa de Tassini, la familia de Tassini: alguien tenía que ir a decirles que las cosas ya nunca volverían a ser como antes. Alguien tenía que ir a decirles que la vida que habían conocido hasta entonces había terminado. Sintió el impulso de llamar a la questura para pedir que enviaran a una agente. No conocía a la viuda, con la suegra había hablado una única vez y su conversación con Tassini no había durado ni un cuarto de hora. A pesar de todo, debía ir él.
Se volvió hacia Vianello, le dijo adónde iba y le pidió que se quedara para hablar con los trabajadores y, a poder ser, con De Cal. ¿Tenía enemigos Tassini? ¿Quién más podía haber venido a la fábrica por la noche? ¿Era Tassini tan torpe como decía Grassi?
Brunetti se despidió de Vianello diciendo que ya hablarían en la questura, salió a la riva y se dirigió hacia la lancha de la policía. Foa estaba en la cabina. Había abierto una de las puertas de madera del armario de control y estaba enrollando cinta aislante en un cable. Al oír los pasos de Brunetti en la cubierta, el piloto levantó la mirada, saludó con la cabeza, introdujo el cable en su lugar y cerró el armario. A continuación, puso en marcha el motor.
– Vamos a la parada de Arsenale -dijo Brunetti.
Empezó a bajar a la cabina, pero, cuando la lancha salió al canal y sintió en la cara el aire de la mañana, decidió quedarse en cubierta. Trataba de mantener la mente en blanco, pero tenía la sensación de que, primero, la brisa y, luego, cuando la lancha aceleró, el viento que le sacudía la ropa se llevaban todo lo que aún pudiera estar adherido a ella.
– ¿Tenemos prisa, comisario? -preguntó Foa cuando se acercaban a Fondamenta Nuove.
Brunetti deseaba que la travesía durase lo más posible; quería no tener que dar aquella noticia. Pero respondió:
– Sí.
– Entonces preguntaré si podemos cruzar por el Arsenale -dijo Foa, sacando su telefonino.
Buscó un número programado y habló apenas un momento. Guardó el aparato en el bolsillo, hizo un viraje cerrado hacia la izquierda, luego describió un arco hacia la derecha, pasó bajo el puente peatonal y cruzó el Arsenale en línea recta.
¿Cuántos años habían transcurrido desde que el número 5 hacía ese recorrido cada diez minutos?, se preguntó Brunetti. En otras circunstancias, hubiera disfrutado con la vista de los astilleros que habían alimentado la grandeza de Venecia, pero en este momento no podía pensar más que en el viento purificador.
Foa entró en uno de los puntos de atraque de los taxis, al lado de la parada de Arsenale, y detuvo la lancha el tiempo suficiente para que Brunetti saltara al muelle. El comisario agitó la mano en señal de agradecimiento, pero no dijo al piloto lo que debía hacer a continuación: Foa podía regresar a la questura o irse a pescar. A él le daba igual.
Subió por Via Garibaldi, resistiendo a cada bar que pasaba la tentación de entrar a tomar un café o un simple vaso de agua. Tocó el timbre del piso de Tassini, vio que eran casi las once y volvió a llamar.
– ¿Quién…? -oyó que preguntaba lo que le pareció una voz de mujer, que fue ahogada por el crepitar de parásitos del contacto defectuoso-. ¿Giorgio? -dijo la misma voz, terminando la pregunta en una nota aguda de esperanza.
Él volvió a llamar y la puerta se abrió.
Mientras subía la escalera, oyó unos pasos rápidos sobre su cabeza y, al poner el pie en el último tramo, vio en lo alto a una mujer. Era más esbelta que su madre, pero también tenía los ojos verdes. El cabello le llegaba hasta más abajo de los hombros, con abundantes canas que la hacían aparentar más edad de la que tenía. Llevaba una falda marrón, zapatos planos y se ceñía al cuerpo una chaqueta de punto beige, tanto para abrigarse como para protegerse.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó al verlo en la escalera-. ¿Qué ha sido? -Le falló la voz, como si bastara verlo (u olerlo, pensó Brunetti, durante un momento de horror) para perder la esperanza.
Él siguió subiendo la escalera, mientras trataba de borrar de su cara la compasión.
– Signora Tassini… -empezó a decir.
– ¿Qué le ha pasado a mi marido? -preguntó ella.
La voz volvió a rompérsele en la última palabra.
Detrás de la mujer sonó otra voz que, en un primer momento, Brunetti no reconoció:
– ¿Pasa algo malo? -preguntó, y luego ya le resultó familiar al decir-: Sonia, sube. -Al cabo de un momento, el tono se hizo más perentorio-: Sonia, Emma está llorando.
La mujer, dividida entre la amenaza que percibía en la presencia de Brunetti y el peligro más inmediato que anunciaba su madre, retrocedió rápidamente escalera arriba, pero, antes de llegar a la puerta y desaparecer en el apartamento, volvió dos veces la cabeza para mirar al visitante.
La madre lo esperaba en el rellano.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó al verlo.
– Un accidente, en la fábrica. -Le pareció conveniente decirlo así, aunque lo dudaba; antes hubiera creído en el hada madrina.
Por la forma en que lo taladraron los ojos verdes, él comprendió que había subestimado la inteligencia que albergaban.
– Ha muerto, ¿verdad?
Brunetti asintió. Detrás de la mujer se oía la voz de la hija, acompañada de otros sonidos, arrullando a su propia hija.
– ¿Cómo ha sido? -preguntó la mujer en voz más baja.
– Aún no lo sabemos, signora -dijo Brunetti-. Eso lo dirá la autopsia, espero. -Hablaba como si aquello fuera un proceso normal.
– Maria Santissima -dijo ella, sacando el arrugado paquete de Nazionale blu. Brunetti sólo tuvo tiempo de leer las grandes letras que vaticinaban la muerte antes de que ella encendiera el cigarrillo y devolviera el paquete al bolsillo-. Pase. Yo entraré cuando acabe.
Sorteando a la mujer, Brunetti entró en el apartamento. La esposa de Tassini estaba sentada en el manchado sofá, acunando a la niña que lloriqueaba. La mujer sonrió y se inclinó para dar un beso a la pequeña. No se veía al niño, pero a Brunetti le pareció oír una vocecita que canturreaba en el fondo del apartamento.
Él se acercó a la ventana, apartó el visillo y se quedó mirando los ladrillos y las ventanas de la casa de enfrente sin pensar en nada.
La primera señal de que había entrado la otra mujer se la dio el sonido de su voz:
– Dígaselo ya, comisario.
Brunetti se volvió y la vio sentada en el sofá, al lado de su hija.
– Lo lamento, signora -comenzó a decir-, le traigo una mala noticia. La peor noticia. -La mujer levantó la cara, pero no dijo nada. Lo miraba fijamente, esperando la peor noticia, a pesar de que ya debía de saber cuál era-. Esta mañana -prosiguió él-, al entrar en la fábrica, uno de los trabajadores ha encontrado a su esposo, muerto.
Antes de que él pudiera leer su expresión, ella bajó la cara y miró a la niña que parecía haberse dormido. Luego levantó la mirada y preguntó:
– ¿Cómo ha sido?
– Aún no lo sabemos, signora. -Brunetti no sabía cómo consolar a esta mujer y deseaba que su madre hiciera o dijera algo, pero ninguna de las dos se movía.
La niña gorgoteó, y la mujer le puso la mano en el pecho. Como si hablara a la niña, dijo:
– Él lo sabía.
– ¿Qué sabía, signora?
– Que algo ocurriría. -Miró a Brunetti, después de hablar.
– ¿Qué decía, signora? -Ella no contestó, y él insistió-: ¿Que le ocurriría algo así?
Ella movió la cabeza negativamente.
– No, sólo que sabía cosas y que saberlas era peligroso.
La madre asintió. Se lo había oído decir.
– ¿Le dijo cuál creía él que era el peligro, signora? ¿O lo que él sabía? -Frente a su silencio, él añadió-: ¿O dijo cuál era la causa del peligro?
La madre miró a su hija, tratando de adivinar el alcance de lo que sabía, pero la esposa de Tassini dijo:
– No. Nada. Sólo que sabía cosas, y que saberlas era peligroso para él.
Brunetti pensó en la información de la que le había hablado Tassini durante su entrevista.
– Cuando hablé con él… -dijo, preguntándose si ella demostraría sorpresa. En vista de que no era así, prosiguió-: Su marido dijo que tenía una carpeta en la que guardaba la información que iba reuniendo. Dijo que tenía papeles importantes.
Ella ni parpadeó. Estaba enterada de la existencia de la carpeta.
– Quizá la carpeta pueda ayudarnos a comprender lo que ha ocurrido.
– Lo que ha ocurrido es que Giorgio ha muerto -explotó la madre-. No sé en qué pueden ayudar ahora los papeles.
Brunetti no trató de contradecirla.
– Podrían ayudarme a mí -dijo.
La signora Tassini se volvió hacia su madre y le puso en el regazo a la niña dormida. Se levantó y se dirigió al fondo del apartamento, como si sólo fuera a vigilar al niño.
Él la oyó hablar a su hijo en la otra habitación, con voz serena y tranquilizadora. A los pocos minutos, salió con una carpeta marrón en la mano, que le entregó diciendo:
– Me parece que esto es todo lo que voy hacer por usted. Ahora agradecería que se marche.
Brunetti se levantó, tomó la carpeta que ella le tendía y, sin dar las gracias a ninguna de las dos mujeres, salió del apartamento.