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Capítulo 1

A finales de la estación seca del año de mil y seiscientos y seis, un día nublado y oscuro de principios del mes de octubre en el que el cielo parecía retener por la fuerza un agua abundante que deseaba derramarse como un diluvio, alguien golpeó la puerta de mi casa a la hora de la siesta con unos aldabonazos insolentes y fuera de toda medida. Nadie usaba esas formas groseras en Margarita, mi pueblo, la villa principal de la isla del mismo nombre en la que me había instalado apenas medio año atrás, luego de recuperar legalmente la herencia de mi tío Hernando y la de mis difuntos esposo y suegro. Para el resto del Caribe yo era Martín Nevares, mas, en Margarita, todos me conocían como la joven viuda Catalina Solís, dueña de una próspera latonería y de dos casas reformadas, la mía y otra que tenía en arriendo y que me procuraba muy buenas rentas. Mi vida era felicísima, regalada y alegre y dos mozos de buen porte y talle me hacían la corte desde el mismo día en que llegué al pueblo para reclamar mis herencias. Mi fama de mujer honesta, recogida y acaudalada obraba el resto.

Como decía, nadie hubiera osado presentarse a la hora de la siesta en una casa de bien metiendo en alboroto y rumor a todos los vecinos con aquellos golpes de alguacil. En toda la isla, por más del zumbido de los mosquitos, no se oía sino ladridos de perros y, de cuando en cuando, el rebuzno de un jumento, el graznido de un ave o el gruñido de un puerco. A tal punto, yo estaba dormitando en el patio bajo la sombra de mi hermosa palmera y de mis cocoteros mientras mi criada Brígida me abanicaba con una grande hoja de palma. Había tanta humedad en el aire que costaba respirar y era cosa de fuerza mayor permanecer sosegado hasta la caída del sol para precaverse de un mal váguido de cabeza que a muchos había llevado a la tumba.

Así pues, al oír los desaforados aldabonazos, abrí los ojos con presteza y vi, entre las ramas, las celosías del piso alto de mi casa.

– Ama… -Era la voz de mi criado Manuel desde la puerta del patio.

– ¿Sí?

– Ama, un hombre que dice llamarse Rodrigo de Soria insiste en hablar con vuestra merced. Viene armado hasta los dientes y…

– ¡Rodrigo! -exclamé, dando un brinco y echando a correr hacia la puerta del zaguán recogiéndome con las manos las vueltas de la saya (a veces, echaba de menos los calzones de Martín).

¡Por el Cielo, qué grande alegría! Seis meses llevaba sin saber nada de mi familia, salvo por algunas nuevas que mercaderes desapercibidos contaban en la plaza: que el viejo Esteban Nevares, de Santa Marta, había reñido con mengano, que María Chacón había subido los precios de la mancebía, que los palenques del Magdalena seguían prosperando… No obstante, pese a mi grandísimo júbilo, tuve que recobrar el seso a la fuerza y detuve mi carrera cuando atravesaba el comedor. ¿Mi compadre Rodrigo en la isla Margarita y, por más, preguntando por mí, Catalina Solís, de quien él nada sabía ni conocía? Para Rodrigo, marinero de la Chacona, yo era Martín Nevares, hijo natural de su maestre, el hidalgo Esteban Nevares, que me prohijó tras rescatarme de una isla desierta y, que yo supiera, nadie le había dicho nunca que, en verdad, yo era una mujer y, por más, viuda de un latonero margariteño a quien, de pequeño, la coz de una muía había dejado con media cabeza y ningún entendimiento. ¿Rodrigo pidiendo ver a Catalina Solís…? Algo estaba aconteciendo en Santa Marta y no debía de ser bueno, me dije inquieta.

Mi compadre, impetuoso como era, no había podido permanecer a la espera en la puerta de la calle y así, con grande estruendo de pisadas sobre el suelo terrizo de la casapuerta le vi aparecer, con el chambergo en la mano, en el comedor y, como era de esperar, demudarse y quedar tan quieto como una estatua al verme con mis ropas de mujer y hasta con la toca de viuda sobre mi discreto peinado. A mí la emoción me apremiaba el pulso, mas él parecía haber muerto y estar luchando por resucitar, si bien sólo boqueaba como un pez.

– ¿Martín? -farfulló al fin con grande esfuerzo. Reconocer a su joven compadre de lances y correrías por el Caribe en aquella atildada viuda de veinte y cuatro años era un revés mayor del que su dura mollera podía soportar. Olvidando mis últimas inquietudes, su turbación y las normas que la honestidad me imponía, yo, que sentía el mayor de los contentos por volver a verle, reí y avancé presurosa hacia él para abrazarle. Se espantó. Retrocedió con cara de estar viendo al diablo y le vi echar mano a la espada.

– ¡Rodrigo, hermano! -exclamé, conteniéndome-. ¿Qué es eso de tentar tu espada en esta casa de paz y, por más, la de tu hermano Martín, en la que siempre serás bienvenido?

No se me escapaba que Rodrigo creía estar siendo víctima de alguna hechicería o encantamiento y que, a no dudar, se daba a Satanás por perder el juicio de aquella forma y en aquel momento.

– Pero, ¿qué desatino es éste? -bramó-. ¿Quién sois vos, señora mía, que tanto os parecéis a mi hermano Martín?

– Soy Martín, Rodrigo -repuse, impaciente y poco comprensiva con su natural desconcierto-. Ni señora mía ni nada. Soy tu compadre.

Rodrigo me miraba y me volvía a mirar y, en el entretanto, resoplaba como un caballo. Soltó el chambergo sobre la mesa y se llevó las manos a la cabeza para desenmarañarse los grises cabellos. Sus ojos estaban extraviados.

– Si eres, en verdad, mi hermano Martín -masculló con desprecio-, Martín Nevares, el hijo de Esteban Nevares, maestre de la Chacona, ¿qué haces vestido de dueña en tan manifiesta y vil locura?

– ¿Acaso quien te envió no te confió la historia?

Su rostro, de piel curtida como el cuero por los muchos años en la mar, estaba hosco y oscuro. A no dudar, continuaba sumido en lo que él creía un mal sueño, mas, al poco, le vi finalmente suspirar y mirar en derredor con perplejidad y asombro, como si los muebles de mi casa y las paredes y los techos le fueran devolviendo de a poco su cabal juicio. Yo no entendía, o no quería entender, a qué venía tanta martingala pues muchas veces había recelado, durante mis cinco años de marear en la Chacona, que Rodrigo conocía mi secreto. A lo que se veía, me había equivocado de largo, pues él había tenido para sí que realmente yo era un mozo mestizo de diez y seis o diez y siete años de edad.

Para ayudarle a avivar la memoria, con un gesto decidido me arranqué la toca de la cabeza y solté mis cabellos, que siempre mantenía del largo que usaba Martín por si en algún lance inesperado tenía que mudarme en él con presteza.

– ¡Basta ya, Rodrigo! -ordené poniendo la voz grave que tan cabalmente conocía; y, en efecto, al oírla me miró con docilidad y su ceño se alivió-. ¡Sígueme al patio y explícame qué haces aquí, en mi casa de Margarita!

Mi compadre, el viejo y querido garitero experto en naipes y fullerías, buen mareante, hombre noble y de corazón grande, obedeció mi orden con la diligencia con la que me obedecía en el jabeque mercante de mi padre.

– Brígida -le pedí a la criada cuando entré en el patio-, dile a Manuel que vaya al pozo a por agua fresca y, luego, trae una buena jarra de aloja [1] y dos vasos.

– No tenemos tiempo para bebidas -gruñó el atormentado Rodrigo, sin tomar asiento en la silla que Brígida había dispuesto para él-. Debemos partir ahora mismo.

– ¿Partir? -Ya me lo había barruntado yo.

Rodrigo acechó como un halcón a la criada, que entraba en la casa por la puerta de las cocinas, y sólo cuando dejó de verse su figura empezó a darme razones:

– Si es que eres valederamente Martín -empezó a decir-, has de saber que tu padre fue apresado por los soldados del gobernador de Cartagena el día lunes que se contaban once del pasado mes de septiembre.

El mazazo fue aterrador. No pude ni abrir la boca para soltar una exclamación. ¿Mi padre preso?

– ¿Qué estás diciendo? -balbucí, al borde del desmayo-. Recuerda que don Jerónimo de Zuazo y mi padre hicieron grande amistad cuando burlamos a los Curvos y ayudamos a pacificar los palenques.

– Pues ya ves cuánto dura la amistad de los poderosos -exclamó Rodrigo, tomando asiento por fin-. Los alguaciles de don Jerónimo se personaron en la casa de Santa Marta y prendieron a tu padre por crímenes de lesa majestad contra la Corona Real de España.

– ¿Crímenes de lesa majestad? -No había oído en toda mi vida barbaridad mayor ni más absurda.

– Los cargos son dos y muy graves: uno, por contrabando, y otro, que es el mismo, por mercadear armas con extranjeros enemigos, los flamencos de Punta Araya. Ya conoces que estamos en guerra con Flandes.

– ¡Alguien se ha ido de la lengua, Rodrigo! -vociferé furiosa-. Nuestros tratos con Moucheron [2] eran sabidos por todos pero a nadie se le daba nada de ellos. ¿A qué viene ahora prender a mi padre?

– Una nueva Cédula Real ordena castigar con dureza el comercio con flamencos en todo el imperio y aún más el comercio ilícito. El rey quiere ahogar la economía de las provincias rebeldes por ver si se rinden -suspiró-. ¡Más nos hubiera valido tratar con ingleses o franceses! El gobernador de Cartagena necesita cabezas para cumplir las órdenes del rey, de cuenta que tu padre prendido está y cabe esperar lo peor.

Fruncí las cejas, ignorante de lo que quería decir con esas palabras, y él me lo aclaró:

– El trato ilícito con el enemigo en tiempos de guerra acarrea, sin solución, la pena de muerte.

– ¿Qué? -grité, horrorizada. Mi angustia no podía ser mayor. Comencé a llorar en silencio, sintiendo con pujanza en mi interior aquel miedo que, de pequeña, había sentido en Toledo años ha, cuando la Inquisición se había llevado a mi verdadero padre a los calabozos para dejarlo morir allí de fiebres tercianas en mil y quinientos y noventa y seis. Ahora, diez años después y al otro lado del mundo, mi segundo padre también había sido hecho preso y yo, por lo que me pasó en Toledo, estaba cierta de no volver a verle con vida, como al otro, pues, incluso si evitábamos el ajusticiamiento -y había que evitarlo como fuera-, mi padre era ya un hombre viejo, muy viejo, que sufría de graves privaciones de juicio desde que tuvo que convertirse en contrabandista para pagar sus deudas a aquel villano ruin, a aquel bellaco descomulgado llamado Melchor de Osuna, de aborrecible recuerdo. Era menester rescatar a mi padre, viajar a todo trapo hasta Cartagena para conseguir su libertad. Ni por orgullo ni por salud resistiría mucho tiempo en prisión, viéndose con cadenas en los pies y esposas en las manos.

– Pues aún no lo conoces todo -añadió mi compadre, pasándose una mano por la frente en la que exhibía la marca húmeda y bermeja del chambergo.

– ¿Puede haber más? -sollocé.

Rodrigo me lanzó una larga y dolorida mirada.

– Sosiégate, señora, y procura sosegar tu alteración pues no es menos pesaroso lo que aún debo contarte que lo que te he dicho hasta ahora. Ese mismo día lunes que se contaban once del mes de septiembre, el día que apresaron al maestre, el pueblo de Santa Marta fue atacado durante la noche por la urca flamenca Hoorndel corsario Jakob Lundch, del que habrás oído hablar.

Asentí y cerré los ojos con fuerza. Jakob Lundch llevaba más de dos años atacando nuestras costas y la sola mención de su nombre hacía que los niños lloraran de espanto. Sólo dos meses atrás el Hoornhabía pasado cerca de Margarita mas, por fortuna, no se detuvo y siguió rumbo a Trinidad. En Mampatare, un villorrio portuario de la isla, se celebraron procesiones de agradecimiento y hubo fiestas en las poblaciones.

– En verdad, nadie sabe cómo acaeció -siguió contándome Rodrigo-. La nao flamenca debió de esconderse tras la pequeña isla del Morro hasta el anochecer y entonces entró en la bahía aprovechando la oscuridad, de cuenta que, antes de que los vecinos pudieran coger sus arcabuces, mosquetes y ballestas, los piratas los estaban apaleando y matando. Con el pueblo sojuzgado, se aplicaron en estuprar a las mujeres y en robar cuanto hallaban, hasta los cálices de las iglesias. Poco antes del alba, prendieron fuego a la villa y a las naves que había en el puerto, entre ellas la Chacona, y, luego, levaron anclas y zarparon. -Rodrigo se pasó las encallecidas manos por los carrillos-. Mas, como las desgracias nunca vienen solas, debes conocer que madre, que no había tenido tiempo de consolarse del apresamiento del maestre, se encontró de súbito procurando salvar las vidas de las mancebas a las que los flamencos, tras hacer abuso de ellas, habían atado a las pesadas camas para que no pudieran huir del fuego. La casa entera, la tienda y la mancebía desaparecieron. Las llamas las consumieron aquella noche con todas las mujeres dentro.

La sangre abandonó mi cuerpo y el alma se me escapó como un pájaro que huye.

– ¿Qué… pasó con madre?

– Madre se salvó -dijo, y carraspeó-, mas por poco. No sé si seguirá viva. Cuando zarpé de Santa Marta para venir a buscarte, agonizaba en el palenque de Sando, el hijo del rey Benkos, que se hizo cargo de ella en cuanto llegó al pueblo atraído por los resplandores del incendio. La encontró malherida y abandonada en el suelo. De seguro que los vecinos que lograron huir la dieron por muerta, pues de otro modo se la hubieran llevado consigo. Quemada, lo que se dice quemada, no lo está mucho, tan sólo las piernas y los brazos, mas tiene el pecho abrasado por dentro y respira mal. Allí la dejé, al cuidado de Juanillo, el grumete, que por hallarse en el palenque aquellos días pudo conservar la vida. Yo me libré porque ha tres meses que me puse en relaciones con Melchora de los Reyes, una viuda de Río de la Hacha con quien pronto contraeré nupcias, y estaba disfrutando de su compañía. Conocí lo que te refiero dos días después de que aconteciera, cuando regresé a una Santa Marta quemada y desolada, y te juro, Martín, que me volví loco. Con estas mismas manos -y las tendió frente a mí, con las palmas hacia arriba- di sepultura a muchos vecinos que se descomponían al sol como animales abandonados. A nuestros compadres Mateo Quesada y Lucas Urbina, los enterré en el suelo sagrado de la iglesia; a Guacoa, a Jayuheibo y al joven Nicolasito, en la selva, y los tres juntos para que no estuvieran solos; a Negro Tomé, a Miguel y al pobre Antón los envolví en buenos lienzos de algodón antes de echarlos al fondo del carnero que abrí en la plaza. Trabajé como una muía, pues no había nadie para ayudarme en muchas leguas a la redonda.

Le oía y volvía a llorar, mas ahora sin sollozo alguno. Me sentía muerta por dentro.

– ¿Por qué no los enterraron los cimarrones del palenque? -pregunté rabiosa, secándome los ojos con una fina holanda. Rodrigo, al ver mi femenil gesto, volvió a contemplarme como si no me conociera.

– ¿Acaso ya lo has olvidado? Son africanos y conservan sus extrañas supersticiones. Sando ordenó a sus hombres que buscaran vivos y, luego, que abandonaran Santa Marta a viña de caballo por miedo a los espíritus.

A lo menos, me dije, madre había sobrevivido. Podría haber sido uno más de aquellos cuerpos abandonados al sol.

– Después de permanecer un tiempo en el palenque -continuó refiriéndome Rodrigo-, me dirigí a Santa Marta para esperar una nao que mareara hacia aquí. Muy pocas eran las que se acercaban lo bastante a la costa para divisarme y divisar lo acaecido, así que tardé algunos días en encontrar un maestre que aceptara traerme a trueco de trabajo. Fue muy duro esperar de aquella suerte, con la sola compañía de mi caballo en aquel pueblo sin almas, teniendo por amarga visión los restos quemados de la Chacona. De allá vine para cumplir la diligencia de traerte las tristes nuevas por deseo de madre y, también por su deseo, llevarte de regreso junto a ella. Como no puede hablar mucho, me rogó que viniera sin demora a Margarita y preguntara por la viuda Catalina Solís, una dueña que me daría razón de Martín. No dijo más y te juro, compadre, que tuve para mí que te habías amancebado con la tal Catalina. Jamás imaginé que fueras tú mismo.

No tenía fuerzas para sonreír. ¿Quién hubiera podido? Mas, a tal punto, mi terrible dolor me miró directamente a los ojos y me escupió con desprecio en el alma. ¿Cómo osaba deshacerme en lágrimas en tanto mi padre languidecía en una prisión de Cartagena, madre agonizaba en el palenque y los hombres de la Chacona y las mozas de la mancebía se pudrían bajo tierra? Me despejé la cara con el pañuelo y miré desafiante a Rodrigo.

– Por los huesos de mi padre y por el siglo de mi madre [3] -mi voz volvía a ser la voz grave de Martín-, que voy a remediar estos desastres o dejo de llamarme como me llamo y de ser hija de quien soy.

Rodrigo abrió la boca como para preguntarme de quién era hija o hijo exactamente mas se contuvo. No le hice caso. Tiempo tendría en el tornaviaje, si así lo deseaba, de demandarme lo que le viniere en gana. Lo importante ahora era partir con presteza.

– Espérame aquí -le dije-. Debo ejecutar las últimas prevenciones y cambiar por otros mis vestidos de dueña.

La lluvia que llevaba retenida todo el día en el cielo, empezó a caer de rebato con grande fuerza y brío, como ocurre siempre en el Caribe, pero a mí nada se me daba de tales sucesos. Sólo podía pensar en mi padre, en su avanzada edad, en sus achaques y pérdidas de seso, en su debilidad de anciano… Si no llegaba pronto a su lado, moriría de pena y de vergüenza, atormentado por el deshonor, martirizado por una humillación que un hidalgo español como él no podía tolerar. Había que llegar presto al palenque de Sando para recoger a madre y llevarla al hospital del Espíritu Santo en Cartagena y, una vez allí, rescatar a mi padre por las buenas o por las malas. Estaba dispuesta a gastar en sobornos toda mi fortuna (que era mucha gracias al tesoro pirata que encontré en la isla desierta) o a matar al gobernador Jerónimo de Zuazo con mis propias manos si no firmaba la redención y libertad de mi padre.

– ¡Brígida! -grité. La criada apareció al instante en la puerta de las cocinas portando una bandeja de latón sobre la que llevaba la jarra de aloja y los vasos.

– Voy a partir y no sé cuánto tiempo estaré fuera. Te dejo al cuidado de todo. Dile a Iñigo que mantenga abierta la latonería.

Brígida asintió con la cabeza.

– Y ahora, Manuel y tú llegaos hasta el molino y comprad un celemín [4] de harina de maíz, que no tenemos.

– ¿Ahora, señora? -se espantó, pues era el momento de más calor del día y el molino estaba al otro lado de la villa.

– Ahora, Brígida. Para cuando volváis yo ya no estaré en la casa. Guardadla bien hasta mi regreso.

En cuanto mi criada salió, subí raudamente las escaleras hasta mi cámara y abrí el grande baúl de la ropa blanca donde tenía escondidas, al fondo y entre finas telas, las prendas de mi otro yo, Martín Nevares. Allí las había guardado seis meses atrás, cuando llegué a Margarita para ocuparme de mis recién heredadas propiedades. Por entonces, y aún ahora, deseaba mucho más ser Catalina que Martín, ser yo misma tras tantos años fingiendo ser mi pobre hermano muerto (argucia ideada por mi padre cuando me rescató de la isla para salvarme del terrible matrimonio por poderes que me había unido con aquel baboso descabezado de Domingo Rodríguez), mas lo que no podía imaginar el día que abandoné Santa Marta era que, entretanto yo disfrutaba de mi nueva condición de viuda libre y acomodada, mi familia iba a sufrir las horribles desgracias que la mala fortuna reserva para las gentes buenas y decentes.

Me quité el corpiño, las enaguas y la saya y me puse una camisa limpia de varón, el jubón, los calzones y las botas. De otro baúl que había bajo la cama recuperé mi hermoso chambergo rojo, un tanto ajado por falta de aire, y mis armas, mi bella espada ropera forjada por mi verdadero padre allá en Toledo y la daga para la mano izquierda. Todo lo ajusté al cinto y sólo entonces me contemplé en el espejo para comprobar el resultado.

– Bien hallado, Martín Nevares -le dije a mi reflejo, el reflejo de un agraciado mozo mestizo, alto de talla, fuerte de brazos, de pelo negro y lacio, anchas cejas negras y ojos brillantes.

Conforme y satisfecha con lo que veía, me asomé a la ventana y llamé a Rodrigo.

– ¡Sube, compadre! -exclamé y él, al levantar la mirada y ver de nuevo a Martín, mudó el gesto huraño de su semblante por otro sonriente-. He menester una mula de carga.

– ¡Aquí la tienes, hermano! -gritó, feliz, dando un salto en su silla y echando a correr hacia el fresco interior de la casa. En menos que canta un gallo lo tenía a mi lado.

– Cierra la puerta -le dije, en tanto me agachaba sobre una de las tablas del suelo y, con la punta de la daga, la separaba y levantaba. Luego, quité tres o cuatro más.

– ¿Qué demonios haces? -preguntó.

Descansando apaciblemente sobre las gruesas vigas de madera que formaban el techo de la planta inferior, se vislumbraban en las tinieblas un par de grandes y pesados cofres de hierro.

– ¿Recuerdas el tesoro pirata de mi isla?

– ¡Pardiez! ¿Cómo lo iba a olvidar?

– Pues aquí tienes un tercio. Soy un hombre considerablemente acaudalado, hermano -le aclaré, ya metida en mi disfraz-, mucho más de lo que puedas suponer. Con lo que hay en estos cofres podría comprarme toda Margarita. Mucho fue lo que hallamos en la isla, sin duda, mas mi padre y yo lo acrecentamos con grande beneficio al convertirlo en doblones de oro. [5]

– Si esto sólo es un tercio, ¿dónde están las otras dos partes?

– A buen recaudo. Una en Santa Marta y la otra en el palenque de Sando.

– En Santa Marta no queda nada -objetó.

– Tranquilo, hermano, que no había ningún tesoro al alcance de Jakob Lundch. Sólo mi padre y yo sabemos dónde lo escondimos y, según me has referido, mi padre ya no estaba en la villa cuando arribó ese flamenco malnacido. Con esto -y empecé a sacar a la viva fuerza, entre estertores de agonía, el primero de los cofres- habrá suficiente para comprar favores.

– ¡Aparta! -gruñó Rodrigo, propinándome un empellón-. ¿Cómo vas tú a poder con este peso?

Tras una efímera turbación, premié sus delicadezas asestándole tal taconazo en la canilla de la pierna que se le cortó el aliento.

– ¡Maldito rufián, bellaco fullero! -vociferé soltando patadas a diestra y siniestra aunque sin conseguir darle porque se apartaba-. ¿Acaso piensas, villano rastrero, que sola yo no puedo porque soy mujer? ¡Olvídate de Catalina! ¡Me llamo Martín y soy tan capaz como tú de sacar ese cofre! ¿Acaso no me veías bogar en el batel con más brío que muchos compadres?

– ¡Por mi vida! -dejó escapar, espantado-. ¿Pues no habías menester una mula de carga? ¡Lleva tú el grande tesoro y que se te rompa la espalda!

Y tal cual aconteció, en efecto. A duras penas logré llegar hasta el puerto con mis cofres en una carretilla, ocultos dentro de un arcón que cubrí con nuestros fardos y cestos para el viaje. Rodrigo, guardando las manos en la espalda, caminó a mi lado sin ofrecerme ayuda. A no dudar, se la habría agradecido, y mucho, pero se recoge lo que se siembra. De todos modos, él desconocía que yo, al igual que cortaba mi pelo de dueña del largo al uso entre los mozos de Tierra Firme, también trabajaba algunos días en mi latonería como uno más de los peones, con la intención de no perder la fuerza que había ganado en mis brazos y piernas cuando mareaba en la Chacona. Lo que sí era posible que ya no conservara, admití con pesar para mis adentros, era la buena maña que me daba en el arte de la espada, pues en aquellos seis meses no había podido ejercitarme con nadie. Confiaba en que Rodrigo, durante el viaje, se aviniera a practicar un poco conmigo.

– Te veo muy tranquilo, hermano -comentó mi compadre cuando nos detuvimos, por fin, frente a la rada-. A mí me costó tres días encontrar una nao mercante que navegara hacia aquí. ¿Qué harás con tu tesoro en este puerto hasta que aparezca un barco que lleve rumbo a Santa Marta y que, por más, quiera llevarnos de pasaje?

Solté las varas de la carretilla y la dejé descansar sobre la arena.

– ¿Puedes ver -pregunté alzando el brazo y señalando un pequeño navío de popa llana y calado corto que fondeaba en mitad de la ensenada- aquel patache de cuarenta toneles con el casco pintado de rojo?

Rodrigo cabeceó, asintiendo, al tiempo que fijaba la vista en la nao.

– Es el Santa Trinidad y pertenece a Catalina Solís -le anuncié-. Aquí tengo un breve mensaje de su puño y letra en el que ordena al maestre que se ponga a la absoluta disposición de su pariente Martín Nevares.

Rodrigo se quedó de una pieza.

– ¿Eres dueño de un patache de cuarenta toneles? -Parecía no poder aceptarlo.

– Esta pequeña nao -le aclaré- fue un capricho errado al que he dedicado más tiempo y dineros de los que merece. A principios de julio pasó por aquí la Armada de Tierra Firme con destino a Cartagena para recoger la plata del Pirú. El Santa Trinidad era uno de los avisos de la dicha Armada. Estaba en malas condiciones tras cruzar la mar Océana y, por más, la broma <strong>[6]</strong>le había comido buena parte del casco. Pensé que, si lo mandaba reparar, siempre podría hacerme a la mar y visitar a mi familia en Santa Marta cuando fuera mi gusto. No volverá a cruzar la mar Océana, mas, como aviso que fue, es rápido y sirve adecuadamente a mis propósitos.

No se pudo reunir a todos los marineros antes de la medianoche, así que zarpamos al amanecer y, por estar la mar algo picada y soplar prósperos vientos de popa, nos fue forzoso dejarnos ir costeando sin engolfar en ninguna ocasión, tomando mucha precaución de los grandes bancos de arena que tan abundantes son en el Caribe y tan peligrosos para las naos. Por fortuna, el viejo piloto indio de nuestro patache poco tenía que envidiar al tristemente desaparecido Jayuheibo en cuanto a las cosas de marear y no le eran menester cartas ni portulanos porque conocía muy bien las aguas.

Así pues, guindamos velas y arrumbamos hacia Santa Marta y, según andaba de alterada la mar, tardamos dos semanas en llegar a nuestro destino, tiempo durante el cual di cumplida cuenta a Rodrigo de mi historia, de la que se admiró mucho, y mostró grandísimo orgullo al conocer el valor y el ingenio con que mi padre me había preservado de las desgracias que me hubieran afligido de haber acabado en manos de mi tío y de mi descabezado marido.

– ¡Y que un hombre de tan grande corazón como el maestre esté preso y puesto de grilletes! -bramaba, revolviéndose en la cubierta como un toro en la plaza.

Mas yo sentía una grande confianza. Algo me decía que los caudales harían mucho por mi padre, que desde luego le salvarían la vida y que, en caso de no poder evitar un juicio, le procurarían los mejores licenciados para que su pena fuera insignificante. Con la mirada perdida en la mar, repasaba durante horas los asuntos que habría que poner en ejecución en cuanto atracáramos en Cartagena, uno de los cuales, y no el menos importante, sería comprar una casa en la que madre, cuando saliera del hospital, pudiera convalecer cómodamente de sus dolencias hasta que los asuntos de mi padre quedaran resueltos, pues ni ella ni yo consentiríamos en dejarle solo en manos de la mudable y oportunista justicia del rey. Por más, acaso consiguiera que don Jerónimo de Zuazo, en virtud de su amistad con mi padre, le diera cárcel decente, permitiéndole quedarse en esa casa que iba a comprar bajo la guardia y custodia de algunos soldados.

El día que se contaban veinte y uno del mes de octubre, pasadas ya tres horas de la mañana, las inmensas cumbres de la Sierra Nevada de Santa Marta aparecieron por el lado de babor del Santa Trinidad, que viró para entrar en la bahía dejando a un lado la islilla del Morro. Desde la nao el aspecto del pueblo era como un mal sueño: donde antes había casas ahora se extendía un manto de cenizas negras sobre el cual alguien había construido un par de frágiles bajareques y unos pocos bohíos. La residencia del gobernador seguía en pie aunque sin techos y con las blancas paredes manchadas de hollín. La ermita se había salvado, mas la iglesia era sólo un puñado de horcones quemados y el fuerte San Juan de las Matas, levantado cuatro años atrás, traía a la memoria un galeón cañoneado y hundido en aguas someras.

– Aquello es lo que resta de la Chacona -me dijo Rodrigo, señalando un trozo de tizón de la quilla y unas cuadernas calcinadas que sobresalían del agua. Veía tanto color negro por todas partes que el verde profundo de la selva, el blanco de las arenas y el turquesa brillante del mar dejaron de existir. Sufrí de ensueños terribles en los que veía a las gentes corriendo y gritando en mitad de la noche, las casas ardiendo con llamas que subían hasta los cielos y la sangre de mi familia y la de los vecinos haciendo charcos y grumos en la arena.

Ordené al maestre del Santa Trinidad que atracara y nos esperara mientras íbamos al palenque y volvíamos, y que acondicionara también su propia cámara para recibir a un herido grave. Luego, abandonamos el patache a bordo de un batel y bajamos a tierra. Uno de los pocos vecinos que había regresado y andaba por allí, Tomás Mallol, me reconoció al punto y empezó a dar voces:

– ¡Amigos! ¡Eh, amigos! -gritaba agitando en el aire su chambergo-. ¡Es Martín, Martín Nevares! ¡El hijo de Esteban ha vuelto!

Las cinco o seis personas que intentaban reconstruir a duras penas sus casas y sus vidas salieron como de la nada y se congregaron en torno a mí para estrujarme, llorar en mis brazos, darme los pésames y suplicar mi ayuda, pues si éste había perdido a sus hijos, el otro se había quedado sin esposa y sin ganado, y el otro sin sus padres y sin su taller. Se alegraron mucho al conocer que madre vivía. Todos habían regresado recientemente a Santa Marta, tras permanecer escondidos en la selva, con los indios, recuperándose de su miedo y de sus heridas.

De súbito, junto a uno de los nuevos bajareques, asido a un garrancho por las riendas, vi a Alfana, el corcel zaino de mi padre, olisqueando la porquería del suelo con los ollares.

– ¡Alfana!-le llamé. Enderezó la cerviz y sus orejas se volvieron hacia mí. Al reconocerme, soltó un breve relincho y tascó el bocado, tirando de las bridas con toda su fuerza.

– Se escapó durante el asalto -me explicó el vecino Juan de Oñate-. Regresó ayer como si supiera que ibas a venir hoy. Tiene heridas en la cresta y en la grupa, pero ya se le están curando.

Pasé un brazo sobre las crines de Alfana y le acaricié la frente.

– ¿Dónde están los otros animales de la casa? -pregunté. Madre era muy aficionada a recoger todo tipo de bestezuelas para agregarlas a la familia.

– ¡A saber! -se lamentó Rodrigo.

– ¿Deseas acompañarme a buscar a madre al palenque de Sando? -le dije al corcel sujetando frente a mi boca una de sus puntiagudas orejas. Alfana piafó con fuerza y rapidez, como un potro joven.

Solté las bridas de la rama y, tirando de ellas, caminé en dirección a las gentes.

– Hacednos la merced, vecinos, de prestarnos otro caballo. Tenemos que ir a buscar a madre.

Abandonamos Santa Marta por el camino de los huertos y cruzamos a media tarde el río Manzanares. Pronto la oscuridad nos rodearía. Alfana no hizo ni un extraño pese a que, por correr a rienda suelta, la silla le rozaba la herida de la grupa (que yo le había limpiado y cubierto adecuadamente con hilas y ungüento de romero). El otro caballo, el que montaba Rodrigo, sí que se encabritó un tanto cuando prendimos las hachas de alquitrán, pues aún recordaba el fuego del asalto pirata. El alba nos pilló frente a las puertas del palenque. Los vigías nocturnos vieron nuestras luces y, entretanto nosotros desmontábamos, nos pidieron la gracia y, al saber quiénes éramos, empezaron a anunciar nuestra llegada a grandes voces. Antes de que la empalizada se nos acabara de franquear, vi al otro lado los rostros risueños de Juanillo, el grumete, y de Sando, el hijo del rey Benkos, que sonreía, sí, mas con esfuerzo, con fingimiento. Solté a Alfana y avancé peligrosamente hacia él.

– ¡Dame buenas nuevas, hermano -exclamé mientras le sujetaba por los hombros y le sacudía a una y otra parte-, o te juro que me vuelvo loco!

– ¡Eh, compadre! -se quejó-. ¡Suéltame! ¡La señora María está bien! ¿Qué miedo tienes? ¡Suéltame!

Hice como me pedía, mas sin creer en sus palabras. Juanillo, tan alto ya como Rodrigo, se puso a su costado para contemplar el suceso, divertido.

– ¿Madre no ha muerto…? Pues, ¿por qué pusiste esa triste sonrisa al verme?

Sando me asió por el brazo, tras hacer un cortés saludo a Rodrigo, y sonriendo, ahora sí valederamente, me arrastró hacia el interior del palenque.

– ¡Tengo muy mal despertar, hermano Martín! ¿Qué cara quieres que tenga si, por más, son los gritos del cuerpo de guarda los que me sacan de la cama?

– ¿Entonces madre está bien? -pregunté aliviada.

– Acompáñame.

Le di un abrazo a Juanillo, que me pasaba casi una cabeza, y ambos, con Rodrigo, emprendimos el camino en pos de Sando por las callejuelas abiertas entre los bohíos hasta llegar frente a uno más grande. Muchos antiguos esclavos negros huidos, conocidos como cimarrones o apalencados, se congregaban en la entrada movidos por la curiosidad.

– ¿Dais vuestro permiso, señora María? -gritó Sando.

– Pasa, pasa… -declaró una voz que, si bien ronca y jadeante, era, a no dudar, la de madre. Me sentí feliz.

– ¡Mirad quién ha venido, señora María! -exclamó él, levantando el lienzo que hacía de puerta. Rodrigo y yo, encogidos, entramos. Un par de oquedades abiertas en los troncos y ramas que formaban las paredes dejaban pasar al interior la débil luz de la mañana. Sobre un lecho modesto, cubierta por una fresca y limpia sábana de lino y apoyando la espalda en dos gruesas almohadas, estaba madre, con su misma cara ancha, su nariz afilada y su mirada de halcón. Llevaba el pelo recogido con una redecilla y parecía estar desnuda bajo la sábana. ¡Qué feliz me sentí de volver a verla y, sobre todo, de verla viva!

– ¡Martín, hijo! -exclamó al conocerme, tendiéndome unos brazos cubiertos de hilas que debían de dolerle mucho por el gesto que puso en la cara.

– Tengo para mí, madre -repuse acercándome y cogiéndole sólo las manos-, que mejor será no arrimarme demasiado por no hacerte daño.

– ¿Cómo se siente, madre? -la saludó Rodrigo, allegándose también. Ella le miró con gratitud y aprecio.

– Gracias por traer a Martín, Rodrigo -le dijo con una sonrisa burlona-. Ahora ya estás en conocimiento de todo, ¿verdad?, pues de otro modo no habrías podido encontrarle.

– Así es, madre -repuso Rodrigo-. La viuda de Margarita a la que vuestra merced me remitió, le mandó llamar al punto. Por cierto que es una dueña muy bella y de gracioso porte la tal Catalina Solís. Una auténtica beldad. Hubierais hecho un grande negocio con ella en la mancebía.

Clavé con toda mi alma el tacón de mi bota sobre uno de sus pies mas, el muy bellaco, continuó sonriendo como si no lo notara. Madre soltó una carcajada y, desasiéndome, subió pudorosamente el borde de su sábana. A pesar de sus muchos años (su edad debía de frisar los cincuenta), madre seguía siendo una mujer en verdad hermosa.

– Catalina Solís es una viuda honesta, Rodrigo -le explicó, socarrona-. Déjala allá en Margarita y que con su pan se coma su castidad. -El rostro se le entristeció al punto-. Ahora que Martín ha vuelto (siéntate en el borde de la cama, hijo), ya podemos rescatar a Esteban, a mi pobre Esteban -de su garganta salió un gemido que sonó como una tormenta; muy mal debía de tener el pecho si el aire le hacía esos ruidos por dentro-. ¡Me da tanta pesadumbre cavilar en lo solo y desatendido que está en esa lúgubre mazmorra de Cartagena! ¡Hay que sacarle de allí, Martín! ¡Haz lo que sea, hijo, pero tráelo de vuelta a Santa Marta!

– Lo haré, madre -repuse, acariciándole una mano para calmarla-, pero lo haremos juntos. Tú vendrás con Rodrigo y conmigo. He menester de ti para poner en ejecución muchas cosas importantes. Con todo, antes te llevaré al hospital del Espíritu Santo para que un médico te cure las quemaduras y te alivie el pecho.

– ¡Pero si estoy bien, hijo! -afirmó, abriendo mucho los ojos con incredulidad-. Lo único que me mortifica es no poder fumar. ¿Es que no ves, acaso, cómo me muevo y no oyes lo bien que hablo? ¡Rodrigo!

Mi compadre dio un paso al frente.

– Rodrigo -continuó ella-, cuéntale a Martín cómo estaba yo antes de que te fueras.

– Ya se lo conté en Margarita, madre. Por más, le dije que temía encontrarte muerta al llegar. Por eso es tan grande mi admiración al verte en tan buen estado y tan vigorosa.

– ¿Lo oyes, Martín? Y todo se lo debo a esa mujer de ahí, Damiana Angola -dijo señalando a una negra de mediana edad, de rostro amondongado y de baja estatura que se había retirado al fondo del bohío-. Damiana es una curandera de las buenas, de las de antes, de las que había en Sevilla cuando yo era joven y trabajaba en el Compás. [7]

La cimarrona, que portaba los crespos cabellos cogidos en una albanega de fustán, sonrió y, al hacerlo, la carimba de la esclavitud se le destacó en la mejilla diestra. Era una letra H muy grande y muy antigua, pues la piel había recuperado su tono oscuro y sólo brillaba un tanto con la luz de través, como las joyas.

– Llévate a Damiana, madre -propuso Sando desde la puerta-. Ella te quiere mucho y estará encantada de acompañarte.

Madre le miró con suma dureza y él se amedrentó.

– Todo lo perdí en el asalto pirata. ¿Cómo podría pagar los servicios de una curandera tan buena? Antes, yo era una mujer acomodada, muchacho, mas ahora no me queda nada.

– Aquí estoy yo para eso -dije, respondiéndole-. A partir de ahora me haré cargo de tus gastos y de tus necesidades.

– ¡No he menester caridad! -exclamó, incorporándose muy dignamente si bien sujetando con escrúpulos la sábana que la cubría-. ¡He menester el rescate de tu padre!

– Pues no discutas tanto y levántate de la cama -le espeté, poniéndome el chambergo y encaminándome al exterior del bohío-. Te espero afuera, madre. Y tú, Damiana, ¿deseas entrar a mi servicio o quedarte en el palenque? Me vendrá bien una buena criada a quien entregar el gobierno de la casa que voy a comprar en Cartagena y que, al tiempo, pueda cuidar de madre. Te ofrezco un salario de tres ducados [8] anuales. Y, por supuesto, vestido, calzado, comida y alojamiento.

Era una proposición excelente, más de lo que se pagaba a un criado libre, varón y blanco, mas como había visto que madre la apreciaba de verdad y, por otra parte, decía que su recuperación casi milagrosa era debida a sus expertos cuidados, me pareció que debía tratarla con un respeto especial.

– Con la cama y la comida tengo bastante, señor -adujo Damiana, secándose las manos con un trozo de paño.

– ¡Que no, que no, Damiana! -exclamó madre, agitando una mano enojada frente a la cimarrona-. ¡Si es gusto de mi hijo pagarte un buen salario, lo aceptas y no se hable más!

Como aquella discusión ya era cosa de mujeres y yo no quería que Rodrigo me viera interesada ni que Sando pensara que me ocupaba de estos asuntos, con paso firme salí del bohío y me reuní con mis dos compadres en la calle.

– Ahora mismo mandaré que preparen unas parihuelas -me dijo Sando.

– Y préstame dos hombres fuertes y un par de caballos. Luego, cuando regresen, te mandaré con ellos a Alfana, el corcel de mi padre, para que lo cuides en nuestra ausencia.

– Lo que necesites, hermano. ¿Cómo llegaréis a Cartagena?

– Tenemos un barco en la rada de Santa Marta -repuse.

– ¡Aquí donde le ves, posee un patache de cuarenta toneles! -le espetó Rodrigo lleno de admiración.

Sando se echó a reír.

– ¡Ya sé que nuestro Martín es un hombre rico! -exclamó-. ¡Qué grande ventura la de esa viuda de Margarita a quien, no lo pongo en duda, colmas de buenos regalos, hermano! Por cierto, ¿quieres llevarte algo de lo que tienes aquí?

Supe al punto que hablaba del tercio de mi tesoro que él custodiaba.

– Todo, compadre. Temo que, en Cartagena, me hará mucha falta.

Él asintió, comprensivo.

– Salva a tu padre, Martín. La justicia del rey de España no es buena. Es mala. No confíes en nadie.

– ¿Conoce el rey Benkos nuestra desgracia? -quise saber, hablando de reyes.

– ¡Estoy seguro de que aún la ignora! -se asustó Sando-. ¡Y espero que las nuevas tarden mucho tiempo en llegar a su palenque! Ya sabes lo que piensa de los españoles y lo poco que se le daría de pasar a cuchillo a unos cuantos. Formaría un ejército de cimarrones para asaltar la ciudad y liberar a tu padre. Todavía cree que es un grande rey africano.

Partimos una hora más tarde en dirección a la costa y no llegamos a Santa Marta hasta el día siguiente al anochecer, tras desenterrar los dos últimos cofres de mi tesoro que permanecían ocultos cerca del Manzanares. Resultó un arduo trabajo cruzar la selva llevando a madre con las parihuelas, aunque ella no se quejaba de nada y Damiana procuraba su bienestar con cariñoso esmero. En la villa, en cuanto los vecinos supieron de nuestra llegada, acudieron tristemente a saludarla y, entretanto los cimarrones llevaban nuestras cosas y las de madre hasta el patache, ella pasó un mal rato hablando de su desaparecida mancebía, de las mozas fallecidas, de la pérdida de la Chacona y sus hombres, y de la injusta detención de mi padre. En un descuido, sorprendí su mirada afligida posada sobre los restos de lo que antes fuera nuestra casa y me juré que la mandaría reconstruir tal y como estaba antes del ataque de Jakob Lundch para que mi padre y ella pudieran regresar a su hogar como si nada malo hubiera acaecido nunca.

Justo cuando acabábamos de zarpar en dirección a la nao, bogando aún a menos de veinte varas de la orilla, unos gritos nos detuvieron.

– ¡Madre, madre! -el que la llamaba era un chiquillo mestizo de unos seis o siete anos, descalzo y con los calzones raídos, que corría hacia el agua con dos grandes loros verdes en los brazos. Apenas podía con el peso de los pájaros y éstos garrían y aleteaban, asustados por la carrera.

– ¡Mis loros! -gritó ella, feliz.

En cuanto los animales la vieron, emprendieron el vuelo. Madre ocultó los brazos en la espalda para que los papagayos no le hicieran daño en las quemaduras y se posaran, tal como hicieron, en sus hombros. A lo menos, de toda nuestra extensa parentela animal, Alfana ylas aves se habían salvado. También a mí me dio alegría recuperarlas. Vendrían con nosotros y serían un motivo de contento para los malos días que aún tuviéramos que pasar.

El jabeque, sin recoger paño para aprovechar el buen viento, salvó con todas las velas tendidas las parcas treinta leguas que nos separaban de la hermosa ciudad de Cartagena y, así, en menos de dos jornadas nos hallábamos frente al puerto, prestos a dejar atrás la isla de Caxes. Eran tantas las naos que entraban y salían que resultaba costoso marear sin arañarse los cascos y fácilmente se distinguían los rostros de los hombres que faenaban sobre las cubiertas. Y, así, reparé en algunos viejos amigos de mi padre, mercaderes de trato como él, que partían para comerciar por toda Tierra Firme. Puesto que nuestro buen compadre Juan de Cuba no conocía mi nao Santa Trinidad, no advirtió nuestra presencia al pasar frontero de nosotros con su hermosa zabra, [9] la Sospechosa. Rodrigo y yo, alborotados, a voces le llamamos hasta rompernos los fuelles, mas antes de que nuestras derrotas nos separasen irremediablemente, Juan de Cuba dio por fin en vernos y en reconocernos. El semblante se le demudó y comenzó a dar órdenes para demorar su barco y, a nosotros, a pedirnos con gestos que fuéramos a su encuentro. Movía los brazos y gritaba «¡Santa Trinidad, detente!», causándonos una muy grande preocupación. El maestre de mi barco se me acercó.

– ¿Qué desea vuestra merced que haga?

– Suelta escotas -le dije.

– Estamos en la boca del puerto, señor -objetó.

– El mejor de los lugares para fondear un patache.

El Santa Trinidad, a su vez, estaba orzando para poner la proa al viento. Al poco, ya quietos y anclados, vimos a Juan de Cuba descender hasta un batel que habían echado a la mar.

Madre apareció entonces en cubierta, con sus loros en los hombros. El sol desveló en su semblante el mucho cansancio y la debilidad que la postraban.

– ¿Qué ocurre? -preguntó mirando hacia todos lados.

– Aquí, madre -la llamé-. Viene Juan de Cuba a saludarnos.

Se animó y sonrió, apurando el paso.

– Traerá nuevas de Estebanico -afirmó, contenta.

Los hombres de Juan de Cuba bogaban resueltamente y en un santiamén se plantaron al costado de nuestro barco. Echamos la escala de estribor y el de Cuba inició el ascenso. Pronto llegó hasta nosotros y Rodrigo y yo le ayudamos a ganar la cubierta. Se plantó en jarras y, buscando con los ojos, encontró a madre. Al punto, la abrazó y comenzó a derramar amargas lágrimas. Los loros, entonces, volaron y se posaron en los flechastes altos del palo mayor.

– María, María… -se lamentaba.

Ella, con el miedo en el rostro, lo alejó de sí.

– ¡Juan! ¿Qué pasa, Juan? -le preguntó en tanto el mercader continuaba vertiendo lágrimas-. ¿Ha muerto Esteban? ¡Habla, por Dios! ¿Esteban ha muerto?

– No, María, no ha muerto -masculló él, al fin, secándose los ojos y los carrillos con las manos-. Aunque mejor sería -dijo y suspiró hondamente-. Le han condenado a galeras.

– ¿Cómo dice vuestra merced? -proferí, muerta de angustia.

Con breves razones, nos dio cuenta de los sucesos: mi padre había recibido castigo público de trescientos azotes en la plaza mayor de la ciudad el sábado que se contaban diez y seis días del mes de septiembre, tras un apresurado juicio que le condenó únicamente a cinco años en galeras por vender armas de contrabando a enemigos del imperio. Su vejez le salvó de la pena de muerte. Embarcó, pues, cargado de grilletes, en la nave capitana de la Armada de Tierra Firme (la misma Armada que yo había visto pasar por Margarita en el mes de julio), y partió con ella rumbo a La Habana pocos días después. No había vuelto a saberse nada de él.

– Para decir verdad -terminó contando-, aunque todos sus compadres le hicimos llegar alimentos, ropas y medicinas a la cárcel del gobernador, no le debieron de aprovechar en nada pues, cuando embarcaba en el galeón, no sólo no nos reconoció sino que andaba como bebido, dando traspiés y vacilando, con la mirada huida y las ropas sucias.

Madre lloraba desconsoladamente entre los brazos del mercader, el cual, como un viejo pariente, la sujetaba por los hombros y le acariciaba la cara.

– Y tú, muchacho -me dijo el de Cuba entrecerrando los ojos-, mejor harías en alejarte de Cartagena y de cualquier otra ciudad de Tierra Firme. ¿Acaso no sabes que corres peligro? ¡Estás loco si sigues mareando por estas aguas!

– ¿Qué peligro corro yo, señor Juan? -me asusté.

– ¿Es que no conoces que hay una orden contra ti por los mismos delitos que tu padre? -Negué con la cabeza, fuera ya de toda cordura. Juan de Cuba suspiró-. Los alguaciles y los corchetes te andan buscando por las principales poblaciones de la costa, incluso en Nueva España me han dicho que se te va a reclamar en breve con bandos y pregones, y, si alguien te viera y te delatara, muchacho, estarías perdido. No vayas a Cartagena por ninguna razón, pues ninguna es más importante que tu propia vida.

– ¿El gobernador se ha vuelto loco? -preguntó Rodrigo a gritos, tentando su espada.

– Baja la voz, mentecato -le espetó el señor Juan-, que no se sabe quién puede estar escuchando.

Madre, desesperada, sacó la cabeza del pecho del mercader.

– El destino lo ha querido, Martín -sollozó, entre ahogos y toses. Me acerqué con premura para abrazarla-. Puesto que no puedes quedarte aquí sin arriesgar tu vida, ve en pos de tu padre, rescátalo y devuélvemelo.

– ¿Que vaya adonde, madre? -balbucí, incrédula, sin aliento ni fuerzas en el cuerpo. Eran tantas las malas nuevas y tantos los infortunios que se abatían sobre nosotros que no me alcanzaba la razón para comprender lo que madre se esforzaba en decirme.

– ¡A España, hijo! ¡A Sevilla! -jadeó, furiosa-. ¡Tienes que ir a Sevilla, Martín! Allí retienen a los condenados a galeras hasta que los embarcan para bogar.

– ¿A España?

Madre me miró con desprecio y me alejó de ella con un empellón.

– ¿Eres tonto, Martín? -resopló-. ¡Tu deber es salvar a tu padre!

Aunque torpe y dura de mollera por mi turbación, conocí que era cosa muy cierta. No me bastaba el ánimo, ni lo podían sufrir mis entrañas, pensar en mi padre atado y enfermo, muriendo solo al otro lado de la mar Océana.

– ¡Eres su hijo! -me gritaba ella, fuera de sí, entre resuellos-. ¡Él te salvó a ti y tú se lo debes todo! ¡De cierto que mi pobre Esteban está esperando que seas la lima de sus cadenas y la libertad de su cautiverio!

Aunque de mi boca no pudieran salir palabras, mi corazón conocía que ella decía la verdad. Catalina Solís se lo debía todo a Esteban Nevares, incluso la vida. ¿Cómo negarle, pues, lo mismo que él me había dado?

– Tranquilízate, madre -susurré-. Iré a España, a Sevilla. A mi padre no le han de tocar en modo alguno. Le buscaré, le rescataré y le traeré de vuelta a Tierra Firme.

Al oírme, María Chacón se serenó. Dejó de toser y empezó a respirar con mayor soltura, aunque el pecho le seguía haciendo muy feos ruidos.

– Debo marcharme ya, María -anunció Juan de Cuba arreglándose el jubón-. Tengo compromisos importantes en Trinidad que no puedo descuidar.

– Aguarde un momento vuestra merced, señor Juan -solté de improviso, sin creer yo misma lo que iba a decirle-. ¿En cuánto estimáis el precio de vuestra nao?

Mi jabeque, en su estado, no podía afrontar los peligros de una travesía tan penosa como la del regreso a España, mas la zabra de cien toneles del señor Juan no sólo podía sino que, por más, la haría en cuatro o cinco semanas, según la mar, aun llevando las bodegas repletas y toda su artillería. Si la Armada de Tierra Firme había partido de Cartagena poco después del día que se contaban diez y seis del mes de septiembre y si había hecho aguada en La Habana y zarpado rumbo a España con su cargamento de plata del Potosí, en estas fechas del año estaría aún lejos de atracar en las Terceras. [10]En caso de que todo hubiera discurrido bien, llegaría a Sevilla a mediados de diciembre. Como estábamos finalizando octubre, si yo podía disponer de la rápida zabra del señor Juan, arribaría casi al mismo tiempo que la Armada.

– ¿Por qué te interesa el precio de mi nao, muchacho? -se extrañó el comerciante.

– ¿Acaso no habéis oído que debo ir a Sevilla a buscar a mi padre?

– ¿Con mi zabra? -se ofendió-. No podrías darme lo que vale, Martín Nevares, ni aunque trabajaras toda tu vida.

– Probad -le desafié.

– No, no voy a perder el tiempo en esto -se volvió a madre y le cogió una mano-. María, cuídate mucho. Hazme llegar nuevas tuyas en cuanto tengas ocasión.

– ¡Eh, mercader del demonio! -exclamé imitando las maneras con que mi padre le trataba cuando se encontraban en la mar o en las plazas-. ¡Decidme ahora mismo cuánto pedís por esa barca de pesca o juro que os atravesaré con mi espada!

Juan de Cuba se giró hacia mí, conmovido, con una sonrisa en el rostro.

– Hablas igual que tu padre, muchacho, pero insisto en que no puedes pagarla.

– Pídele una cantidad -le susurró madre, apretándole la mano con fuerza.

El mercader estaba cada vez más sorprendido.

– ¿Quieres decir que dispone de caudales?

– Escuchad, señor Juan -le dije al mercader-. Deseo cerrar un buen trato con vuestra merced. Vos me vendéis la zabra con toda su carga y marinería y, por más, os quedáis con madre y la cuidáis hasta mi vuelta, y yo os pago lo que me pidáis sin regatear ni un maravedí. Decidme cuánto queréis.

Juan de Cuba nos miraba a madre y a mí sin saber si creernos o si estábamos de chanza.

– Supongo, muchacho, que conoces la ley real que obliga a cruzar la mar Océana en conserva, con las flotas. Si algún galeón de las Armadas te descubriera mareando solo, te consideraría pirata o corsario y te hundiría antes de que pudieras decir amén.

– Lo sé, señor Juan -afirmé.

– Y supongo asimismo que sabes que tampoco puedes entrar solo en ningún puerto de España.

Asentí.

– Y, por último, supongo que conoces -el preocupado mercader deseaba cerciorarse de que no se me escapaba del entendimiento el grande riesgo que corría- que las aguas de la mar Océana están infestadas de piratas y corsarios extranjeros a la caza de naos españolas.

Asentí nuevamente. Juan de Cuba suspiró.

– Pues, sea. En ese caso, mi zabra es tuya. Págame por ella lo que consideres justo, mas sabiendo que todo lo que tengo en el mundo está en sus bodegas. Los bastimentos de la carga son bastantes para la travesía. Hay fruta, carne, pescado salado, velas, vino… Acaso necesites más agua. De los hombres sólo puedo decir que son libres para decidir si te acompañan en tu viaje o si prefieren conservar la vida y volver con sus familias.

Quedamos mudos todos por un momento y, en el silencio, se oyó el ruidoso respirar de madre. Miré a Juanillo y a Rodrigo.

– ¿Me acompañáis?

Ambos asintieron. Juanillo, para quien España sólo era aquel lugar distante y extraño del cual llegaban las flotas y las leyes que gobernaban el Nuevo Mundo, tenía cara de susto. En la frente de Rodrigo se veía decisión.

Aquella noche, pagué a Juan de Cuba dos mil y quinientos escudos (un millón de maravedíes) por la Sospechosa con todas las mercaderías. Sólo diez hombres de los treinta que formaban su dotación se determinaron a acompañarme. Los otros hubo que buscarlos en las tabernas del puerto de Cartagena a sabiendas de que allí sólo encontraríamos rufianes y maleantes. De este arduo trabajo se encargó Rodrigo, y de comprar los odres y toneles de agua dulce, Juanillo. En el entretanto, madre se despidió de mí con grandes lamentos y muchas lágrimas y me hizo entrega de una carta de presentación para una grande amiga suya de Sevilla, una tal Clara Peralta, prostituta como ella del Compás en sus tiempos de juventud. La había escrito aquella misma tarde.

– Ambas fuimos como hermanas -me dijo entre suspiros-. En esta misiva le explico el motivo de tu presencia en Sevilla y le pido que te trate como a un hijo, que te dé casa y comida y que te cuide y proteja como si fuera yo misma. Ve a buscarla en cuanto entres en la ciudad. Si acaso Clara hubiese muerto, su nombre y el mío te abrirán las puertas de las mejores mancebías de la ciudad. Allí encontrarás refugio.

– No te preocupes, madre. Todo lo haré como dices.

– ¡Y una cosa más! -exclamó, alzando una mano en el aire para vedarme por adelantado cualquier objeción-. Damiana se va contigo.

– ¡Damiana! -vociferé-. ¡Ah, no! Por ahí no paso, madre. Damiana se queda aquí, en Cartagena, en casa de Juan de Cuba, para cuidarte hasta que te pongas bien.

– Damiana -silabeó con tal ardor y fuerza que me asustó- es la mejor curandera que he conocido. Tu padre la necesitará mucho más que yo. Quiero que mi Esteban vuelva sano y salvo, tal cual estaba el día que se lo llevaron.

– Pero… ¡Porta la carimba de la esclavitud!

– Ella está de acuerdo en acompañarte -me explicó-. No tiene cartas de libertad, de modo que tendrás que falsificarle algunas o hacerla pasar por tu esclava. Mi hermana Clara te podrá dar los nombres de dos o tres buenos ejecutores de documentos ilegítimos.

Y, diciendo esto, me estrechó entre sus doloridos brazos y me besó cariñosamente en la mejilla.

– Vuelve pronto y vuelve con tu padre -murmuró en mi oído antes de soltarme y de girar sobre sí misma para dirigirse hacia la borda, donde se hallaba la escala por la que tenía que bajar hasta el batel del señor Juan que iba a llevarla al puerto de Cartagena. Los dos grandes loros verdes, que no se habían movido de los flechastes en todo el día, alzaron el vuelo en pos de ella y desaparecieron de mi vista.

Yo también debía partir. Mi nueva nao, la Sospechosa, esperaba a su maestre. Pronto nos alejaríamos de Tierra Firme y era mi obligación fijar el rumbo hacia España lo más lejos posible de las derrotas habituales de las flotas, las Armadas y los piratas. Por fortuna, uno de los empeños de mi padre (absurdo, según mi anterior parecer) había sido obligarme a estudiar y convertirme en un buen piloto y mareante. Ahora daba gracias por su terquedad y por su extraña visión de lo que una mujer podía y debía poner en ejecución.

Guando pisé por vez primera la cubierta de la Sospechosa supe que, de alguna manera, había llegado a otro de los destinos de mi vida. El primero fue mi isla desierta, que me deparó la experiencia y riqueza que ahora propiciaban la empresa que tenía por delante; el segundo, la casa de Santa Marta, mi primer hogar desde que abandonara Toledo en mil y quinientos y noventa y ocho; y el tercero, la Sospechosa, una zabra rápida de velas latinas con la que iba a cruzar la mar Océana como maestre. ¡Qué distinto este viaje de aquel que me trajo al Nuevo Mundo, en el que yo sólo era una niña inocente a la que habían casado por poderes con un descabezado!

Durante las siguientes cinco jornadas, fuimos completando la dotación, componiendo el matalotaje, llenando la bodega de toneles de agua y odres de vino, aderezando la zabra para el viaje, embarcando pólvora y proyectiles de hierro para los falcones así como arcabuces y mosquetes para los hombres. No puse el pie en tierra en ninguna ocasión. Me despedí del Santa Trinidad ordenando a su maestre que siguiera en Cartagena y se pusiera a las órdenes de María Chacón en primer lugar y, en segundo, del mercader Juan de Cuba. Cualquier servicio o trabajo que ellos solicitaran del jabeque debía llevarse a cabo sin discusión. Catalina Solís había expresado claramente que su pariente Martín Nevares podía disponer cualquier cosa respecto a la nao y Martín Nevares se la entregaba a María Chacón para que, en su ausencia, hiciera con ella lo que le viniera en voluntad. Zarpamos de Cartagena el día lunes que se contaban treinta del mes de octubre del año de mil y seiscientos y seis con rumbo a Santo Domingo, en isla La Española, y, desde allí, sin perder de vista la costa, pasando cerca de Mona y del Cabo San Rafael, arrumbamos, de noche y con viento terral, hacia España -nordeste cuarta del este- y aquel primer día en la mar Océana hicimos veinte leguas. Durante las siguientes jornadas, en algunas ocasiones tuvimos que poner la proa al norte y en otras a la cuarta del nordeste y encontramos mucha hierba de esa que está en el mar. El viento refrescó y no era muy bueno para ir a España. Los hombres trabajaban duro para gobernar la zabra y mantenerla limpia. Al séptimo día tuvimos que hacer bordadas hacia el estesudeste y hacia el sudeste, mas avanzamos casi treinta leguas. Después, encontramos la primera calma chicha de las varias que sufrimos durante el viaje. El aire se aquietó sobre la mar y estuvimos parados dos días completos. Vimos muchos atunes y peces dorados, y pescamos algunos para hacerlos en la olla. El día que hacía quince de nuestra partida de La Española vimos la mar tan cuajada de hierba que temimos estar encallando en bajíos. [11] Rodrigo me preguntó, desazonado, si me hallaba completamente segura de la derrota que había elegido y, aunque le dije que sí, a fe que no las tenía todas conmigo. Había trazado una ruta intermedia entre la de ida al Nuevo Mundo, por el sur, y la del tornaviaje a España, por el norte, pero desconocía lo que en ella nos podíamos encontrar y aquella hierba tan espesa era algo extraño para mí. Mandé echar una plomada y, por fortuna, a ciento y cincuenta brazas aún no alcanzaba el fondo. El asunto duró muchos días y encontramos nuevas calmas que nos hicieron temer que jamás llegaríamos a España. Mas yo confiaba en el astrolabio y en el cuadrante y vigilaba de cerca la estrella del Norte que, eso sí, me parecía muy alta para nuestra posición.

Pronto la hierba se acabó y regresaron los buenos aires y la mar llana y limpia. De igual modo, empezamos a ver muchas aves en el cielo, de donde creímos estar, al fin, cerca de tierra. El frío creció tanto en aquellas nuevas aguas que, sin las ropas adecuadas, hubimos menester abrigarnos con grandes y peligrosos fuegos que prendíamos en el combés y que manteníamos encendidos todo el día. Damiana, la curandera, que porfiaba en permanecer honestamente alejada de la cubierta y pegada al coy que se le había dispuesto en el acceso a mi cámara, se ofreció a coser unas camisas hechas con el lienzo brite y el grueso hilo de cáñamo que llevábamos para reparar las velas. Era una mujer silenciosa y eficaz, que todo lo que callaba lo convertía en servicio y en buenas obras. Me preocupaba que su ausencia de Cartagena perjudicara la salud de madre mas, como ésta lo había querido así, esperaba que, una vez en Sevilla, Damiana en verdad pudiera auxiliar a mi padre.

El día que hacía treinta de nuestra partida de La Española creció el viento. Las olas iban contrarias unas a las otras y la Sospechosa no podía pasar delante ni salir de entre ellas. El viento y la mar seguían creciendo. Los hombres hacían mil votos y ofrecimientos a todas las imágenes y casas de devoción que conocían. Mandé recoger velas. Tras seis horas de este cariz, con el cielo más negro que había visto nunca pese a ser mediodía, nos dábamos por perdidos. Yo lo sentía por mi padre, que moriría sin mi auxilio, y por madre, a quien entristecería y rompería el corazón. Al punto, el piloto, Luis de Heredia, pidió hablar conmigo y me advirtió de que aún corríamos un peligro mayor por sufrir la nao falta de lastre, aliviada de su carga por hallarse ya comidos los bastimentos y bebidos el vino y el agua, y que convendría henchir los toneles, odres y pipas vacíos con agua de la mar. Así lo hicimos en cuanto la tormenta nos lo permitió, con lo que se remedió en parte el problema y, aunque los turbiones y aguaceros prosiguieron cinco horas más, el cielo comenzó a mostrarse claro de la banda del este y mudó el viento hacia allí. En aquel punto, oímos un grito:

– ¡Tierra por proa!

Juanillo, que ahora ya no era grumete sino marinero, había visto tierra al estenordeste. Yo conocía que estábamos cerca de la isla de la Madera. [12] Toda la noche la pasamos barloventeando y, después de salir el sol, rodeamos la isla por ver dónde atracar y hacer aguada. Llegamos a una rada en la parte norte y ordené echar el ancla y que cuatro o cinco hombres fueran a tierra con el batel.

Al volver, contaron que habían hablado con gentes de la isla y supieron así que, en efecto, era la isla de la Madera, y mostraron lo que habían comprado: gallinas y pan fresco, agua dulce en abundancia y un vino muy bueno, así como cerdo curado y frutas. Con todo esto en las bodegas, me dispuse a partir pues la dicha rada no era un buen puerto y temí que se rompieran los cabos del ancla. Seguimos nuestro rumbo dejando atrás al día siguiente la isla de Porto Santo. España estaba a un tiro de piedra. Con todo, si había de darse la ocasión de topar con galeones de las Armadas o con barcos piratas, sería de allí en adelante. Una vez pasado el Cabo San Vicente, en la misma barbilla de la península, ningún peligro nos asaltaría, pues nos convertiríamos en una zabra mercante procedente de Sevilla con rumbo a Lisboa mas, hasta el Cabo, sin duda éramos, para cualquiera que se cruzase con nosotros, una zabra procedente de las Indias.

Y sí, vimos naos en abundancia, mas ningún galeón armado ni tampoco ningún pirata inglés, francés, flamenco o berberisco. Todas eran naos mercantes, portuguesas en su mayoría, que debían de llevar cargamentos de negros del África. La buena estrella nos acompañó y llegamos, nordesteando, hasta el Cabo San Vicente el día que se contaban ocho del mes de diciembre. Pocas jornadas después arribamos a la boca del río de Lisboa, a la costa de Caparica, donde, con grandes prevenciones y estando caído el sol, atracamos en el puerto de Cacilhas. Allí se iba a quedar la Sospechosa hasta nuestro regreso, y su piloto, Luis de Heredia, se haría pasar por el maestre cuando subiera a bordo el visitador real, si es que subía, pues, según me habían asegurado, Cacilhas era uno de esos puertos donde cualquier nao podía atracar sin sobresaltos, especialmente si se hallaba quebrantando las leyes.

Rodrigo, Juanillo, Damiana y yo esperamos hasta que aclaró el día para bajar a tierra. Tres marineros nos acompañaron y nos auxiliaron con nuestros pesados arcones. Allí mismo, en Cacilhas, compré un viejo coche, caballos y ropas de viaje para los cuatro: Juanillo se caló con alegría un feo sombrero de fieltro, sin toquilla ni cordones y algo descosido, e hizo todo lo que pudo por meter los pies en unas ceñidas botas de piel encerada aunque no lo logró por la falta de costumbre. Damiana se arropó con un ferreruelo y un manto grande para cubrirse la cabeza y envolverse entera; y Rodrigo y yo, que sí pudimos calzarnos buenas y robustas botas, nos cubrimos los cuerpos con dos gruesos gabanes lombardos de color verde y los rostros con anteojos de camino para protegernos del viento frío, el polvo, la lluvia y los lodos. A la caída del sol, partimos hacia Sevilla.


  1. <a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Típico refresco de los siglos XVI y XVII, hecho con agua, especias y miel.

  2. <a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Daniel de Moucheron, aventurero y corsario zelandés, activo en el Caribe durante doce años. Muerto en Punta Araya en noviembre de 1605.

  3. <a l:href="#_ftnref3">[3]</a> Fórmula habitual de juramento en los siglos XVI y XVII.

  4. <a l:href="#_ftnref4">[4]</a> Medida de rapacidad equivalente a 4,6 litros.

  5. <a l:href="#_ftnref5">[5]</a> Equivalía a dos escudos (escudo doble, de ahí el nombre de «doblón») y un escudo equivalía a 400 maravedíes.

  6. <a l:href="#_ftnref6">[6]</a> Molusco (Taredo Navalis) que carcomía la parte de la madera del casco que estaba sumergida en el agua del mar (la llamada «obra viva»).

  7. <a l:href="#_ftnref7">[7]</a> El Compás de la Laguna era la zona de prostitución en la Sevilla del Siglo de Oro.

  8. <a l:href="#_ftnref8">[8]</a> Moneda de oro equivalente a 375 maravedíes.

  9. <a l:href="#_ftnref9">[9]</a> Barco menor, pequeño y ligero, de dos palos de cruz, originario del Cantábrico.

  10. <a l:href="#_ftnref10">[10]</a> Así se conocía el archipiélago portugués de las Azores, que servía de lugar de reabastecimiento tras cruzar el Atlántico en el viaje de regreso a España.

  11. <a l:href="#_ftnref11">[11]</a> Se trata del llamado mar de los Sargazos, en pleno océano Atlántico.

  12. <a l:href="#_ftnref12">[12]</a> El archipiélago portugués de Madeira.