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Regan levantó la última caja y la izó contra su pecho antes de comenzar a bajar al sótano. Se imaginó que si los documentos antiguos de su padre habían descansado bastante cómodamente en el sótano por todos esos años, podían permanecer allí durante unos cuantos más. Había esperado lograr ordenarlos un poco más, pero se le estaba acabando el tiempo. Ella había prometido a su editor un primer borrador del libro sobre el Estrangulador de Bayside en diez semanas. Tendría que revisar las restantes cajas en otro momento… ahora mismo, resultaban ser una distracción.
Deslizó la caja en un estante y giró para volver arriba, cuando su pie se enganchó en el borde de una pequeña caja que debía haberse caído desde un estante cercano. Ella tropezó y aterrizó en sus manos y rodillas.
– Maldición.
Se levantó y se inclinó para levantar la caja. El fondo, al parecer, había estado demasiado tiempo en el piso del sótano húmedo, se rompió, derramando su contenido.
– Mierda, -murmuró, y se arrodilló para reunir los papeles que cubrían el piso.
Los recogió, los volvió a meter en el archivo de donde se habían caído, entonces se dio cuenta de lo que estaba viendo.
Levantó el expediente hacia la luz, y leyó el nombre. Perpleja, reunió el resto de los papeles y los llevó arriba, donde los depositó en la parte superior de su escritorio.
Viejas libretas de calificaciones de la escuela primaria, todas llevando el nombre de Edward Kroll.
Extraño…
El timbre sonó y dejó el expediente sobre el escritorio mientras se dirigía al vestíbulo. Abrió la puerta, para encontrar a Mitch Peyton en el otro lado.
– Llegas tarde, -dijo-. Pensé que estarías aquí hace un par de horas.
– Oh, lo siento. Me vi atrapado en el tráfico en la I-95. ¿Llegué en un mal momento?
– No, no es un mal momento. Entra. -Ella se apartó para permitirle entrar-. Tengo lo que estabas buscando, te los tengo todos listos.
– No puedo creer que dejara todos los informes aquí. No sé lo que estaba pensando.
Entraron en la oficina y ella le entregó un grueso sobre marrón.
– Todo está aquí.
– Gracias, Regan. Te lo agradezco.
Su mirada cayó en los documentos que se apilaban sobre el escritorio.
– ¿Ya empezaste el libro?
Ella asintió.
– Sí, pero ese archivo no es parte de él. No sé lo que es.
– ¿Qué quieres decir?
– Encontré una caja abajo que contenía algunas viejas libretas de calificaciones. Mira, son todas de alguien llamado Edward Kroll, que, por allá en los años cuarenta, asistía a la Escuela Primaria San Juan Bautista en Sayreville, Illinois.
– ¿Quién es Edward Kroll?
– No tengo ni idea. Nunca oí el nombre antes. -Con un dedo, señaló una, y luego otra de las libretas de calificaciones-. No puedo imaginar por qué mi padre las habría tenido.
– Tal vez Kroll era alguien que tu papá estaba investigando.
– Tal vez. -Ella recogió una de las libretas de calificaciones y leyó un comentario escrito en voz alta-. «Eddie es un aporte para la clase. Tiene aptitud para las matemáticas, es inquisitivo, y es un excelente lector». Firmado por la Hermana Mary Matthew. -Volteó la ficha-. Segundo grado.
– Bueno, ten la seguridad que su nombre aparecerá de nuevo, si tu padre estaba interesado en él lo suficiente como para guardar sus libretas de calificaciones de la escuela primaria.
– Eso es lo que pensé, también. Estoy segura de que debe haber otros archivos. Pero… -Ella dejó caer la libreta de calificaciones en el escritorio.
– Cierto. Con el sistema de archivo de tu papá, quien sabe dónde podrían estar.
– La misma vieja historia. -Ella se rió-. Sin duda revisar sus documentos es una aventura. Nunca sé lo que voy a encontrar. A veces me pregunto si no lo planeó de esa manera, sólo para mantenerme intrigada.
– Supongo que me llevaré esto a mi coche. -Mitch acarició el sobre y se dirigió a la puerta-. Gracias otra vez, Regan. Lo aprecio. No creo que mi jefe estaría muy feliz si supiera que había dejado algunos de mis informes de las investigaciones aquí.
Ella caminó a la puerta, y lo observó abrir el maletero de su coche. Él dejó el sobre dentro, luego caminó al lado del conductor.
Cerrando la puerta principal, Regan deseó poder pensar en algo que decir que lo hiciera entrar, aunque fuera sólo por un rato. Había estado pensando mucho últimamente que la casa parecía tan tranquila, tan vacía, desde que el caso del Estrangulador había sido resuelto y Mitch había regresado a Maryland, y ella estaba sola una vez más.
El timbre sonó.
Preguntándose lo que Mitch podría haber olvidado, Regan abrió la puerta.
Él estaba de pie allí, con una chaqueta azul oscura arrojada por encima de su hombro.
– Me pregunto -ahora que hemos dejado el trabajo completamente a un lado- si te gustaría salir a cenar conmigo. Si no tienes otros planes para esta noche, es decir.
– ¿Quieres decir, como una cita?
– Sí. -Él sonrió abiertamente-. Como una cita.
– Oh. -Ella sonrió, le hizo señas para que entrara, y cerró la puerta detrás de él-. Dame un minuto para cambiarme.
– No tienes que cambiarte. Te ves perfecta.
– Bien, necesitaré mis llaves… -Ella desapareció en su oficina y regresó con su bolso.
– Entonces -dijo, mientras caminaban hacia la puerta-, ¿qué tienes en mente?
– Estaba pensando en ese mexicano en las afueras de Princeton. Cené allí una noche y pensé que tal vez te gustaría. Tienen uno de esos tríos que deambulan por todo el restaurante, cantándoles a los clientes.
– Conozco el lugar. Es uno de mis favoritos, en realidad. -Cerró la puerta con llave después de que ambos salieron al exterior.
– Mitch. -Ella agarró su brazo cuando estaban a mitad de camino al coche-. ¿De verdad olvidaste llevarte los archivos?
– Por supuesto que no. -Sonrió-. Hice copias de algunos informes y los dejé en el escritorio. Realmente no piensas que dejaría mis archivos en cualquier parte, ¿no?
– Pensé que era algo que no harías normalmente.
– Sólo quería una excusa para venir a verte.
– Me alegra que lo hayas hecho. He estado muriéndome por contarte sobre el viejo caso que encontré en el cajón inferior del escritorio la semana pasada…