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Durmió un sueño sin ensoñaciones. Una nada donde nada existía. Sólo un molesto sonido de fondo que se clavaba pertinaz en el vacío reclamando su atención. Ella quería volver a la nada, pero el sonido no se rendía. Tenía que ponerle fin.
– ¿Hola?
– ¿Monika Lundvall?
Todo era tan confuso que no podía responder. Hizo un intento de abrir los ojos, pero no lo consiguió; sólo el auricular que tenía en la mano la convencía de que lo que estaba viviendo era real. Todo era dulcemente difuso. Su cabeza descansaba sobre el almohadón y, en el breve silencio creado al teléfono, el sueño volvió a apoderarse de ella. Hasta que la voz se dejó oír de nuevo.
– ¿Hola? ¿Hablo con Monika Lundvall?
– Sí.
Pues, al menos, eso creía ella misma.
– Soy Maj-Britt Pettersson. Necesito hablar contigo.
Monika logró abrir los ojos con gran esfuerzo. Distinguir la cantidad suficiente de realidad como para ser capaz de responder. La habitación estaba totalmente a oscuras. Tomó conciencia de que estaba en su cama y de que había contestado cuando sonó el teléfono y de que la persona que llamaba era alguien con quien ella no deseaba hablar nunca más.
– Tendrás que llamar al centro de salud.
– No se trata de eso. Es por otro asunto. Un asunto importante.
Se apoyó en el codo y meneó la cabeza para ordenar sus ideas. Para entender lo que pasaba y, a ser posible, hallar una salida para poder dormirse otra vez.
La voz seguía hablándole:
– No quiero hablarlo por teléfono, así que te propongo que vengas a verme. ¿Podrías mañana a las nueve de la mañana?
Monika echó una ojeada a la radio despertador. Las tres y cuarenta y nueve minutos. Y estaba casi segura de que era de noche, porque fuera estaba oscuro.
– A esa hora no puedo.
– ¿Y cuándo puedes?
– No puedo a ninguna hora. Tendrás que hablar con tu centro de salud.
Jamás en la vida volvería a aquella casa. Jamás. No tenía ninguna obligación. No para con aquella mujer. Ya había hecho más de lo que se le podía pedir. Estaba a punto de colgar cuando la voz reanudó la conversación:
– Ya sabes, cuando una va a morir de todos modos, le pierde el miedo a salir. Y si te has pasado más de treinta años encerrada en un apartamento hay muchas cosas que recuperar. Por ejemplo, relacionarse con los vecinos.
El miedo no lograba penetrar el adormecimiento. Se quedó en el exterior, aporreando iracundo varias veces para luego darse por vencido y apostarse a vigilar. A esperarla. Sabía que, tarde o temprano, se abriría una grieta y allí estaría él, dispuesto a abalanzarse sobre ella. Entre tanto, le dejó claro que no tenía elección. Tenía que ir allí. Tenía que ir y averiguar qué quería de ella aquel espanto de mujer.
Cerró los ojos. Un cansancio muy profundo. Había agotado cuanto tenía.
– ¿Hola? ¿Sigues ahí?
Sí, se suponía que sí.
– Sí.
– Bien, mañana a las nueve pues.