177791.fb2 Vestido para la muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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Dentro, Brunetti averiguó poco más; Cola repitió su declaración, y el encargado la corroboró. Buffo, hoscamente, le dijo que ninguno de los hombres que trabajaban en el matadero había visto nada extraño, ni aquella mañana ni el día anterior. Las putas habían llegado a integrarse en el paisaje de tal modo que ya nadie se fijaba en ellas ni en lo que hacían. Ninguno de los hombres recordaba haberlas visto en el campo que había detrás del matadero, lo que no era de extrañar, con aquel olor. De todos modos, si alguna hubiera rondado por allí, nadie le hubiera prestado atención.

Una vez informado de todo ello, Brunetti volvió al coche y dijo al conductor que lo llevara a la questura de Mestre. El agente Scarpa, que ya se había puesto la chaqueta, bajó del coche y subió al del sargento Buffo. Cuando los dos coches circulaban hacia Mestre, Brunetti bajó a medias el cristal, para que entrase un poco de aire, aunque fuera caliente, para diluir el olor a matadero que le impregnaba la ropa. Al igual que la mayoría de italianos, Brunetti se burlaba de la dieta vegetariana, que tachaba de una de tantas manías de personas sobrealimentadas, pero hoy la idea le parecía perfectamente razonable.

En la questura, su conductor lo llevó al primer piso y le presentó al sargento Gallo, un hombre cadavérico, de ojos hundidos, que daba la impresión de que, con los años, la misión de perseguir al criminal le había consumido las carnes.

Cuando Brunetti se hubo sentado a un lado del escritorio de Gallo, el sargento le dijo que podía añadir muy poco a lo que Brunetti ya sabía, aparte del informe preliminar verbal del forense: muerte a consecuencia de los golpes recibidos en la cabeza y en la cara, acaecida entre doce y dieciocho horas antes de que se encontrara el cuerpo. El calor hacía difícil precisarlo. Por las partículas de óxido halladas en algunas de las heridas y por la forma de éstas, el forense suponía que el arma del crimen era un objeto de metal, probablemente un trozo de tubo, un cuerpo cilíndrico, desde luego. El laboratorio no enviaría los resultados de los análisis de sangre y del contenido del estómago hasta el miércoles por la mañana como mínimo, por lo que aún no se sabía si la víctima se encontraba bajo los efectos de drogas o alcohol en el momento de la muerte. Puesto que muchas de las prostitutas de la ciudad y casi todos los travestis eran drogadictos, ello parecía probable, aunque, al parecer, no se habían encontrado en el cuerpo indicios de que se inyectara. El estómago estaba vacío, pero se observaban señales de que había comido por lo menos seis horas antes de la muerte.

– ¿Qué hay de la ropa? -preguntó el comisario.

– Vestido rojo, de fibra sintética, barato. Zapatos rojos, recién estrenados, del número cuarenta y uno. Los haré examinar, para ver si damos con el fabricante.

– ¿Tenemos fotos? -preguntó Brunetti.

– No estarán listas hasta mañana por la mañana, pero a juzgar por los informes de los agentes que lo trajeron, quizá prefiera no verlas.

– ¿Tan mal estaba? -preguntó Brunetti.

– El que lo hizo debía de odiarlo mucho o estar fuera de sí. No le queda nariz.

– ¿Mandará hacer un dibujo?

– Sí, señor, pero será pura especulación. El dibujante no podrá guiarse más que por la forma de la cara y el color de los ojos. Y el pelo. -Gallo hizo una pausa y agregó-: Pelo muy fino, con una calva de tamaño más que regular, por lo que supongo que debía de llevar peluca, cuando, bueno, cuando trabajaba.

– ¿Han encontrado la peluca? -preguntó Brunetti.

– No, señor. Y parece que lo mataron en otro sitio y luego lo trasladaron.

– ¿Pisadas?

– Sí, señor. Los del equipo técnico dicen que encontraron una serie que iba hacia las matas y otra serie que volvía.

– ¿Más hondas las que iban?

– Sí, señor.

– Así que lo llevaron hasta allí y lo tiraron entre la maleza. ¿De dónde procedían las huellas?

– Hay una carretera estrecha que discurre por el borde del campo que hay detrás del matadero. Parece que venían de allí.

– ¿Algo en la carretera?

– Nada. Hace semanas que no llueve, por lo que un coche y hasta un camión hubiera podido parar allí sin dejar señales. Sólo tenemos las pisadas. De hombre. Número cuarenta y tres.

Era el de Brunetti.

– ¿Tienen una lista de travestis?

– Sólo de los que han tenido algún percance.

– ¿Qué clase de percances suelen tener?

– Lo de siempre. Drogas. Reyertas entre ellos. De vez en cuando, uno se pelea con algún cliente. Generalmente, por dinero. Pero ninguno ha estado involucrado en nada serio.

– Y las peleas, ¿son violentas?

– Nada comparable a esto. Ni mucho menos.

– ¿Cuántos puede haber?

– Tenemos fichados a unos treinta, pero supongo que son sólo una pequeña parte. Muchos son de Pordenone o de Padua. Parece que allí marcha muy bien el negocio.

La primera era la ciudad importante más próxima a instalaciones militares norteamericanas e italianas. Esto hacía de Pordenone un lugar propicio. Pero, ¿Padua? ¿La universidad? Mucho tenían que haber cambiado las cosas desde que Brunetti se había licenciado en derecho.

– Me gustaría mirar esas fichas esta noche. ¿Puede pedir que me hagan fotocopias?

– Ya están hechas -dijo Gallo entregándole una gruesa carpeta azul que tenía encima de la mesa.

Al tomar la carpeta de manos del sargento, Brunetti descubrió que incluso allí, en Mestre, a menos de veinte kilómetros de su casa, con toda probabilidad lo tratarían como a un forastero, de modo que buscó un común denominador que le permitiera encajar en una unidad operativa, dejar de ser el comisario que viene de fuera.

– Pero usted es veneciano, ¿verdad, sargento? -Gallo asintió y Brunetti agregó-: ¿Castello?

Gallo volvió a mover la cabeza afirmativamente pero ahora con una sonrisa, como si supiera que su acento lo delataría dondequiera que fuese.

– ¿Y qué hace aquí, en Mestre? -preguntó Brunetti.

– Ya sabe lo que ocurre, comisario. Me cansé de buscar apartamento en Venecia. Mi mujer y yo estuvimos dos años buscando, pero es imposible. Nadie quiere alquilar a un veneciano, tienen miedo de que no te marches nunca. Y, si quieres comprar… cinco millones el metro cuadrado. ¿Quién puede pagar eso? Así que nos vinimos aquí.

– Parece que le pesa, sargento.

Gallo se encogió de hombros. Su caso no era único. Muchos venecianos tenían que abandonar la ciudad a causa de los astronómicos alquileres y los precios de las viviendas.

– Siempre es duro tener que marcharse de casa, comisario -dijo, pero a Brunetti le pareció que ahora su voz ya tenía un acento más cálido.

Volviendo al caso que les ocupaba, Brunetti preguntó, golpeando la carpeta con el índice:

– ¿Hay aquí alguien en quien ellos tengan confianza?

– Teníamos a un agente, Benvenuti, pero se retiró el año pasado.

– ¿Nadie más?

– No, señor. -Gallo se quedó en suspenso, como si no acabara de decidirse a decir lo que pensaba-. Me parece que muchos de los agentes jóvenes… en fin, me parece que no se toman en serio a esos chicos.

– ¿Qué le hace decir eso, sargento Gallo?

– Si alguno hace una denuncia, porque un cliente le ha golpeado, no porque no le haya pagado, que eso es algo sobre lo que la policía no tiene control, bien, ningún agente quiere ser enviado a investigar, aunque tengamos el nombre del que lo ha hecho. Y, si van a interrogarlo, generalmente la cosa no pasa de ahí.

– Esa misma impresión, incluso más acentuada, me dio el sargento Buffo -dijo Brunetti.

Al oír el nombre, Gallo apretó los labios, pero no hizo ningún comentario.

– ¿Y qué hay de las mujeres? -preguntó Brunetti.

– ¿Las prostitutas?

– Sí. ¿Hay mucho contacto entre ellas y los travestis?

– Nunca ha habido problemas, que yo sepa, pero no tengo idea de cómo se llevan entre ellos. No creo que exista competencia por la clientela, si es eso lo que quiere decir.

Brunetti no estaba seguro de lo que había querido decir, y comprendió que sus preguntas no tendrían un objetivo claro hasta que leyera las fichas de la carpeta azul o hasta que alguien pudiera identificar al muerto. Mientras tanto, no podría hablarse de móvil ni tratar de comprender lo sucedido.

El comisario se levantó y miró su reloj.

– Me gustaría que su conductor fuera a recogerme mañana por la mañana a las ocho y media. Y, a ser posible, que el dibujante ya tuviera el boceto terminado. Tan pronto como puedan disponer de él, si es posible, esta misma noche, que por lo menos dos agentes empiecen a enseñarlo a los travestis y les pregunten si saben quién era o si tienen noticia de que ha desaparecido alguien de Pordenone o de Padua. Que pregunten a las prostitutas si también los travestis trabajan en la zona en la que se encontró el cadáver o si alguna vez han visto a alguno por allí. -Tomó la carpeta-. Esta noche repasaré las fichas.

Gallo había ido anotando las instrucciones de Brunetti y ahora se levantó y fue con él hasta la puerta.

– Hasta mañana, comisario. -Volvió al escritorio y alargó la mano hacia el teléfono-. Abajo encontrará al conductor que le llevará a piazzale Roma.

Mientras el coche de la policía iba por el paso elevado camino de Venecia, Brunetti miraba hacia la derecha, a las nubes de humo gris, blanco, verde y amarillo que brotaba del bosque de chimeneas de Marghera. En todo lo que alcanzaba la mirada se extendía sobre el vasto polígono industrial una capa de humo que los rayos del sol poniente convertían en una radiante visión del siglo próximo. Deprimido por la idea, volvió la mirada hacia Murano y la lejana torre de la basílica de Torcello, donde, según algunos historiadores, empezó a germinar la idea de Venecia hacía más de mil años, cuando los habitantes de la costa se desplazaron hacia las marismas huyendo de los hunos invasores.

El conductor hizo un rápido viraje para sortear una enorme autocaravana con matrícula alemana que les había cortado el paso al salir del aparcamiento de Tronchetto, lo que hizo volver al presente a Brunetti. Otra vez los hunos, y ahora no había adonde escapar.

Desde piazzale Roma, Brunetti fue a su casa andando, sin fijarse por dónde iba ni con quién se cruzaba. No podía dejar de pensar en aquel sórdido descampado, en las moscas que zumbaban en torno al matorral donde había estado el cadáver. Mañana iría a verlo, hablaría con el forense y trataría de descubrir qué secretos podía revelar aquel cuerpo desfigurado.

Llegó a casa poco antes de las ocho, no tan tarde como para que pudiera suponerse que no había tenido una jornada normal. Cuando abrió la puerta, Paola estaba en la cocina, pero no había en la casa sonidos ni ruidos de cocina. Avanzó por el pasillo, empujado por la curiosidad y asomó la cabeza por la puerta. Ella estaba delante de la encimera, cortando tomates en rodajas.

– Ciao, Guido -dijo mirándolo con una sonrisa.

Él arrojó la carpeta azul sobre la encimera, se acercó a Paola y le dio un beso en la nuca.

– ¿Con este calor? -preguntó ella, pero se apoyaba en él al decirlo.

Él le lamió suavemente el cuello.

– Tengo falta de sal -dijo, volviendo a lamer.

– En la farmacia venden pastillas de sal. Probablemente son más higiénicas -dijo ella inclinándose hacia adelante, pero sólo para tomar otro tomate rojo del fregadero, que cortó en gruesas rodajas y agregó a los que ya tenía dispuestos en círculo en una fuente de cerámica.

Él sacó una botella de agua mineral del frigorífico y una copa del armario alto. Llenó la copa, bebió, volvió a llenarla y a beber, tapó la botella y volvió a meterla en el frigorífico.

Del estante de abajo extrajo una botella de prosecco. Arrancó la lámina de estaño y, lentamente, empujó el corcho con los pulgares, imprimiéndole un suave movimiento de vaivén. Cuando saltó el tapón, él inclinó rápidamente la botella, para impedir que se derramara la espuma.

– ¿Por qué cuando nos casamos, tú ya sabías lo que hay que hacer para que el champán no se salga y yo, no? -preguntó mientras se servía el vino espumoso.

– Mario me lo enseñó -dijo Paola, y él supo inmediatamente que, de la veintena de Marios que conocían, su mujer se refería a su primo, el comerciante en vinos.

– ¿Quieres?

– Sólo un sorbo del tuyo. No me gusta beber con este calor; se me sube a la cabeza. -Él la abrazó por detrás y le arrimó la copa a los labios. Ella tomó un trago-. Basta -dijo. Entonces bebió él.

– Está bueno -murmuró-. ¿Y los niños?

– Chiara, en la terraza, leyendo. -¿Alguna vez hacía Chiara algo que no fuera leer? ¿Aparte de resolver problemas de matemáticas y pedir un ordenador?

– ¿Y Raffi? -Seguro que estaba con Sara, pero Brunetti siempre preguntaba.

– Con Sara. Cena en su casa y después piensan ir al cine. -Paola rió, divertida por la fervorosa devoción de Raffi por Sara Paganuzzi, y aliviada de que su hijo se hubiera prendado de la vecinita que vivía dos pisos más abajo-. Espero que pueda separarse de ella estas dos semanas que vamos a estar fuera -prosiguió la madre, aunque estaba segura de que la posibilidad de pasar dos semanas en las montañas de Bolzano y escapar del calor asfixiante de la ciudad bastaba para inducir hasta al mismo Raffi a renunciar transitoriamente a las delicias de un amor recién estrenado. Además, los padres habían dado permiso a Sara para que pasara un fin de semana de aquellas vacaciones con la familia de Raffaele. Y Paola, que no tenía que volver a dar clase en la universidad hasta dentro de dos meses, veía ante sí días y días de lectura intensiva.

Brunetti no dijo nada y se sirvió otra media copa de espumoso.

– Caprese? -preguntó señalando con un movimiento de la cabeza la corona de tomate en rodajas que su mujer disponía en la fuente.

– Oh, superdetective -dijo Paola alargando la mano hacia otro tomate. Ve una fuente de rodajas de tomate, colocadas de manera que puedan intercalarse entre ella lonchas de mozzarella, ve un ramo de albahaca fresca en un vaso situado a la izquierda de su bella esposa, al lado del plato del queso e, instantáneamente, deduce: insalata caprese para cenar. No es de extrañar que la sagacidad de este hombre tenga atemorizada a la población criminal de la ciudad. Se volvió a mirarlo sonriendo, para tratar de adivinar por su expresión si esta vez había ido demasiado lejos. Al ver que quizá era así, le tomó la copa de la mano y bebió otro sorbo-. ¿Qué pasa? -preguntó al devolverle la copa.

– Me han asignado un caso en Mestre. -Atajando la interrupción que preveía, explicó-: Tienen a dos comisarios de vacaciones, a otro en el hospital con una pierna rota y la otra empieza el permiso de maternidad.

– Así que Patta te ha cedido a Mestre.

– No había nadie más.

– Guido, siempre hay alguien más. Si me apuras, está el mismo Patta. No le haría ningún daño hacer algo más que estar sentado en su despacho, firmar papeles y sobar a las secretarias.

A Brunetti le resultaba difícil imaginar a alguna de las secretarias consintiendo que Patta la sobara, pero se reservó la opinión.

– ¿Qué dices? -le instó ella, al ver que callaba.

– Patta tiene problemas -dijo Brunetti.

– ¿Entonces es verdad? Todo el día he estado deseando llamarte para preguntártelo. ¿Tito Burrasca? -Brunetti asintió y ella levantó la cabeza y emitió un sonido bronco que podría describirse como risotada-. Tito Burrasca -repitió, se volvió hacia el fregadero y sacó otro tomate-. Tito Burrasca.

– Vamos, Paola, no tiene gracia.

Ella se revolvió sin soltar el cuchillo.

– ¿Cómo que no tiene gracia? Patta es un gilipollas fatuo, hipócrita y santurrón, y no se me ocurre nadie que lo tenga más merecido.

Brunetti se encogió de hombros y se sirvió más espumoso. Mientras su mujer despotricara contra Patta se olvidaría de Mestre, aunque comprendía que la distracción sería sólo momentánea.

– Es que no me lo puedo creer -dijo ella girando sobre sí misma, como si hablara con el último tomate que quedaba en el fregadero-. Te amarga la vida durante años, te complica el trabajo, y ahora tú lo defiendes.

– No lo defiendo, Paola.

– Pues lo parece -dijo ella, dirigiéndose ahora a la bola de mozzarella que tenía en la mano izquierda.

– Sólo digo que nadie se merece una cosa así. Burrasca es un cerdo.

– ¿Y Patta, no?

– ¿Llamo a Chiara? -preguntó él, al ver que la ensalada casi estaba preparada.

– No hasta que me digas cuánto tiempo te ocupará lo de Mestre.

– Ni idea.

– ¿De qué se trata?

– Un asesinato. Un travesti ha aparecido muerto en un descampado. Alguien le aplastó la cara, probablemente con un trozo de tubo, y lo llevó allí.

Brunetti se preguntaba si antes de la cena las otras familias tendrían conversaciones tan edificantes.

– ¿Por qué en la cara? -preguntó ella, yendo directamente a la incógnita que le había intrigado durante toda la tarde.

– ¿Por rabia?

– Hum -hizo ella mientras cortaba la mozzarella y la intercalaba entre las rodajas de tomate-. Y ¿por qué lo habrán llevado a un descampado?

– Porque el asesino quería que encontraran el cuerpo lejos de donde lo había matado.

– ¿Estás seguro de que no lo mataron allí?

– Parece que no. Había pisadas que iban hasta el cuerpo y otras, menos profundas, que se alejaban de él.

– ¿Un travesti, dices?

– Eso es todo lo que sé. Ignoro la edad, pero todos parecen estar seguros de que era un chapero.

– ¿Tú no lo crees?

– No tengo razones para no creerlo. Pero tampoco las tengo para creerlo.

Ella arrancó varias hojas de albahaca, las lavó al chorro del grifo y las cortó finamente. Espolvoreó con ellas tomate y mozzarella, echó sal y lo roció todo generosamente con aceite de oliva.

– He pensado que podríamos cenar en la terraza -dijo-. Supongo que Chiara habrá puesto la mesa. ¿Quieres comprobarlo? -Él dio media vuelta para salir de la cocina, llevándose la botella y la copa. Al observarlo, Paola dejó el cuchillo en el fregadero y dijo-: El caso no estará resuelto antes del fin de semana, ¿verdad?

Él meneó la cabeza.

– No es probable.

– ¿Qué quieres que haga?

– Las reservas del hotel están hechas, los niños están ilusionados. Lo están esperando desde que acabó el colegio.

– ¿Qué quieres que haga? -repitió ella. Una vez, hacía unos ocho años, él había conseguido rehuir una pregunta de su mujer. Hasta el día siguiente.

– Quiero que tú y los niños vayáis a la montaña. Si termino pronto, me reuniré con vosotros. De todos modos, intentaré ir el fin de semana.

– Preferiría tenerte allí, Guido. No quiero pasar las vacaciones sola.

– Tendrás a los niños.

Paola no se dignó otorgar una réplica racional. Tomó la fuente de la ensalada y fue hacia él.

– Vamos a ver si Chiara ha puesto la mesa.