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Me desperté sintiéndome más vacío que una canoa india y decepcionado por no tener una resaca que me ocupara el día.
– ¿Qué te parece eso? -murmuré para mí, de pie al lado de la cama y estrujándome el cráneo en busca de un dolor de cabeza-. Trago caldo como un agujero en el suelo y ni siquiera consigo una resaca decente.
En la cocina me preparé un café que podía comerse con tenedor y cuchillo, y luego me lavé. No hice un buen trabajo al afeitarme y al echarme colonia en la cara, casi me desmayo.
Seguía sin contestar nadie en el piso de Inge. Maldiciéndome a mí y a mi supuesta especialidad para encontrar a personas desaparecidas, llamé a Bruno al Alex y le pedí que averiguara si la Gestapo la había arrestado. Parecía la explicación más lógica. Cuando falta una oveja del rebaño, no vale la pena ir a la caza del tigre si en tu misma montaña vive una jauría de lobos. Bruno me prometió hacer averiguaciones, pero yo sabía que podía llevarle semanas descubrir algo. A pesar de eso, me quedé dando vueltas por el piso durante el resto de la mañana esperando a que Bruno, o la misma Inge, llamara. Gasté mucho tiempo mirando fijamente al techo y a las paredes; incluso llegué a pensar de nuevo en el caso Pfarr. A la hora del almuerzo estaba de humor para empezar a hacer más preguntas. No hacía falta que me cayera encima una pared de ladrillos para darme cuenta de que había un hombre que podría proporcionarme muchas de las respuestas.
En esta ocasión, la enorme verja de hierro forjado de la propiedad de Six estaba cerrada con llave. Había un trozo de cadena enrollada entre las barras centrales y cerrada con un candado, y el pequeño letrero de «Prohibido el paso» había sido sustituido por otro que ponía: «Prohibido el paso. Propiedad privada». Era como si Six se hubiera puesto más nervioso de repente por su propia seguridad.
Aparqué cerca del muro y, metiéndome la pistola que guardaba en la mesilla de noche en el bolsillo, salí del coche y me subí al techo. Era fácil llegar a la parte superior del muro y me alcé hasta sentarme encima. Un olmo me facilitó la bajada hasta el suelo.
No recuerdo que me llegara ningún gruñido y apenas percibí el sonido de las patas de los perros cuando galopaban a través de las hojas caídas. En el último segundo oí un fuerte jadeo que hizo que el pelo de la nuca se mepusiera de punta. El perro ya me saltaba al cuello cuando disparé. El tiro sonó pequeño entre los árboles, casi demasiado pequeño para matar a algo tan fiero como un dóberman. En el mismo momento en que caía muerto a mis pies, el viento se llevó el ruido, en dirección opuesta a la casa. Solté la respiración que había estado aguantando inconscientemente mientras disparaba, y con el corazón batiéndome en el pecho como un tenedor en un cuenco de claras de huevo me volví instintivamente, recordando que había no uno, sino dos perros. Durante un par de segundos, el rumor de las hojas de los árboles ocultó el sordo gruñido del segundo animal. El perro se acercaba vacilante, apareciendo en los claros de entre los árboles y manteniéndose a distancia. Retrocedí cuando fue aproximándose lentamente a su hermano muerto, y cuando metió el morro para oler la herida abierta levanté la pistola por segunda vez. Dentro de una súbita ráfaga de viento, disparé. El perro gimió cuando la bala lo levantó por el aire. Durante unos momentos siguió respirando, luego permaneció inmóvil.
Guardándome el arma en el bolsillo, me metí entre los árboles y bajé por la larga pendiente que llevaba hasta la casa. En algún sitio se oyó la llamada del pavo real, y estaba casi decidido a matarlo también si tenía la desgracia de tropezarse conmigo. Matar era algo que no podía quitarme de la cabeza. Es bastante corriente en un homicidio que el asesino se caliente para el acontecimiento principal liquidando, de paso, a unas cuantas víctimas inocentes, por ejemplo las mascotas de la familia.
El trabajo de detective consiste en formar cadenas, fabricar eslabones: con Paul Pfarr, Von Greis, Bock, Mutschmann, Rot Dieter Helfferich y Hermann Six tenía un trozo lo bastante fuerte para soportar mi peso. El de Paul Pfarr, Eva, Haupthändler y Jeschonnek era algo más corto y totalmente diferente.
No es que tuviera intención de matar a Six. Simplemente, si no obtenía unas cuantas respuestas claras, era una posibilidad que no había descartado. Así que fue con una cierta incomodidad como, con esas ideas dándome vueltas en la cabeza, me tropecé con el propio millonario, que estaba de pie debajo de un enorme abeto, fumando un puro y tarareando bajito.
– Ah, es usted -dijo sin inmutarse al verme aparecer en su propiedad con una pistola en la mano-. Creía que era jardinero. Supongo que querrá dinero.
Por un instante no supe qué contestarle. Luego dije:
– He matado a los perros. -Y me metí la pistola en el bolsillo.
– ¿Ah, sí? Es verdad, me pareció oír un par de disparos.
Si sentía temor o irritación ante esa información, no lo demostraba.
– Será mejor que venga a la casa -dijo, y empezó a andar lentamente hacia allí, conmigo siguiéndole a corta distancia.
Cuando estuvimos a la vista de la casa, vi el BMW de Ilse Rudel aparcado fuera y me pregunté si la vería. Pero fue la presencia en el césped de una gran marquesina lo que me hizo romper el silencio que había entre los dos.
– ¿Preparando una fiesta?
– ¿Eh?, sí, una fiesta. Es el cumpleaños de mi esposa. Sólo unos cuantos amigos, ya sabe.
– ¿Tan pronto después del funeral?
Noté que mi tono era amargo y vi que Six también se había dado cuenta. Mientras andábamos miró primero al cielo y luego al suelo en busca de una explicación.
– Bueno, yo no… -empezó. Y luego-: Uno no puede, no puede llorar sus pérdidas indefinidamente. La vida tiene que continuar.
Recuperando algo de su compostura añadió:
– Pensé que sería injusto para mi mujer cancelar sus planes. Y además, claro está, los dos tenemos una posición en la sociedad.
– Y eso es algo que no debemos olvidar, ¿verdad? -dije.
Mientras subíamos hacia la puerta principal, no dijo nada, y me pregunté si iba a llamar pidiendo ayuda. La abrió, empujándola, y entramos en el vestíbulo.
– ¿No está el mayordomo hoy? -observé.
– Es su día libre -dijo Six, no atreviéndose apenas a mirarme a los ojos-. Pero hay una doncella si quiere tomar algo. Debe de tener bastante calor después de toda esa agitación.
– ¿De cuál de ellas? Gracias a usted he tenido varias «agitaciones».
Sonrió sin ganas.
– Quiero decir con los perros.
– Ah, sí, los perros. Sí, estoy bastante acalorado. Eran unos perros grandes. Pero yo soy bueno disparando, aunque me esté mal el decirlo.
Entramos en la biblioteca.
– A mí también me gusta disparar. Pero sólo como deporte. No creo que haya matado nunca nada mayor que un faisán.
– Ayer yo maté a un hombre -dije-. Es el segundo en dos semanas. Desde que empecé a trabajar para usted, Herr Six, eso se está convirtiendo en una costumbre, ¿sabe?
Se quedó de pie, desmañado, delante de mí, con las manos detrás de la nuca. Se aclaró la garganta y tiró la colilla del puro en la chimenea vacía. Cuando finalmente habló, sonaba incómodo, como si estuviera a punto de despedir a un viejo y fiel sirviente al que había pillado robando.
– ¿Sabe?, me alegro de que haya venido -dijo-. Da la casualidad de que iba a hablar a Schemm, mi abogado, esta tarde para darle órdenes de que le pagara. Pero ya que está aquí, puedo extenderle un cheque.
Y mientras lo decía se dirigió al escritorio con tanta celeridad que pensé que quizá tuviera un arma en el cajón.
– Lo preferiría en efectivo, si no le importa.
Me miró a la cara, y luego a la mano que seguía sosteniendo la culata de la pistola que llevaba dentro del bolsillo de la chaqueta.
– Sí, claro, por supuesto.
El cajón permaneció cerrado. Se sentó en la silla y retiró una esquina de la alfombra para desvelar una pequeña caja fuerte empotrada en el suelo.
– Vaya cajita cómoda. Ninguna precaución es poca en estos días -dije disfrutando de mi falta de tacto-. Ni siquiera se puede confiar en los bancos, ¿verdad? -Eché una ojeada inocente por encima del escritorio-. A prueba de fuego, ¿eh?
Los ojos de Six se entrecerraron.
– Me perdonará, pero me parece que he perdido mi sentido del humor. -Abrió la caja, y sacó varios paquetes de billetes de banco-. Creo que dijimos un cinco por ciento. ¿Con cuarenta mil marcos se cancelaría nuestra deuda?
– Podría probar -dije cuando él puso ocho de los paquetes sobre el escritorio. Luego cerró la caja, volvió a colocar la alfombra en su sitio y empujó el dinero hacia mí.
– Me temo que está todo en billetes de cien.
Cogí uno de los paquetes y rompí la envoltura.
– Mientras lleven el retrato de Herr Liebig… -dije.
Con una fría sonrisa, Six se puso en pie.
– No creo que sea necesario que volvamos a vernos, Herr Gunther.
– ¿No se olvida de algo?
Empezó a impacientarse.
– No lo creo -dijo con irritación.
– Oh, pero estoy seguro de que sí. -Me puse un cigarrillo en la boca y encendí un fósforo. Inclinando la cabeza hacia la llama di un par de caladas rápidas y luego dejé caer la cerilla en el cenicero-. El collar. -Six permaneció ensilencio-. Pero, claro, ya se lo han devuelto, ¿verdad? -dije-. O al menos sabe dónde está y quién lo tiene.
Encogió la nariz con desagrado, como si detectara un mal olor.
– No irá a ponerse pesado sobre este asunto, ¿verdad, Herr Gunther? Confío en que no lo haga.
– ¿Y qué hay de los papeles? La prueba de sus relaciones con el crimen organizado que Von Greis le dio a su yerno. ¿O se imagina que Rot Dieter y sus socios van a convencer a los Teichmüller para que les digan dónde están? ¿Es eso?
– Nunca he oído hablar de Rot Dieter ni…
– Claro que ha oído hablar de él, Six. Es un criminal, igual que usted. Durante las huelgas del acero, él fue el gángster a quien pagó para intimidar a los trabajadores.
Six se echó a reír y encendió su puro.
– Un gángster -dijo-. Realmente, Herr Gunther, se está dejando llevar por la imaginación. Ahora, si no le importa, se le ha pagado generosamente, así que si por favor se marcha le quedaré muy agradecido. Soy un hombre muy ocupado y tengo muchas cosas que hacer.
– Supongo que todo es más difícil sin la ayuda de un secretario. ¿Y si le dijera que el hombre que se hace llamar Teichmüller, ese al que los matones de Rot están sacándole la mierda a palos ahora mismo, es en realidad su secretario particular, Hjalmar Haupthändler?
– Eso es ridículo -dijo-. Hjalmar está visitando a unos amigos en Frankfurt.
Me encogí de hombros.
– Es bastante fácil pedirle a los chicos de Rot que le pregunten a Teichmüller cómo se llama. Puede que ya se lo haya dicho, pero claro, como Teichmüller es el nombre que aparece en su nuevo pasaporte, se les puede perdonar que no le crean. Lo compró al mismo hombre a quien pensaba vender los diamantes. Uno para él y otro para la chica.
Six dijo despectivo:
– ¿Y esa chica también tiene un nombre real?
– Pues sí. Su nombre es Hannah Roedl, aunque su yerno prefería llamarla Eva. Eran amantes, por lo menos lo fueron hasta que ella lo mató.
– Eso es mentira. Paul nunca tuvo una amante. Adoraba a mi Grete.
– Vamos ya, Six. ¿Qué les hizo usted para que él quisiera volverle la espalda a ella, para que le odiara tanto a usted que quisiera meterlo entre rejas?
– Le repito que estaban profundamente enamorados.
– Admito que es posible que se reconciliaran poco antes de que los mataran, al descubrir que su hija estaba embarazada. -Six se echó a reír-. Y por eso la amante de Paul decidió vengarse.
– Ahora sí que es ridículo de verdad -dijo-. Se llama a sí mismo detective y ni siquiera sabe que mi hija era físicamente incapaz de tener hijos.
Me toqué la mandíbula.
– ¿Está seguro de eso?
– Por todos los santos, hombre, ¿cree que es algo que podría haber olvidado? Claro que estoy seguro.
Di la vuelta al escritorio de Six y miré las fotografías colocadas allí. Cogí una de ellas y miré, sombrío, a la mujer de la foto. La reconocí inmediatamente. Era la mujer de la casa de la playa en Wannsee; la mujer a la que había tumbado de un puñetazo, la mujer que yo pensaba que era Eva y que ahora se hacía llamar Frau Teichmüller; la mujer que, con toda probabilidad, había matado a su marido y a la amante de éste: era la única hija de Six, Grete. Como detective, uno tiene que saber que cometerá errores; pero es muy humillante verse frente a frente con las pruebas de la propia estupidez; y es aún más mortificante cuando descubres que has tenido la evidencia delante de la cara todo el tiempo.
– Herr Six, sé que va a sonar a locura, pero creo que, por lo menos hasta ayer por la tarde, su hija estaba viva y preparándose para volar a Londres con su secretario particular.
La cara de Six se ensombreció y por un momento pensé que iba a atacarme.
– ¿De qué diablos está hablando, estúpido de mierda? -rugió-. ¿Qué quiere decir «viva»? Mi hija está muerta y enterrada.
– Supongo que debió de volver a casa inesperadamente y encontró a Paul en la cama con su fulana, los dos borrachos como cubas. Grete los mató a los dos y luego, al darse cuenta de lo que había hecho, llamó a la única persona a la que podía acudir, Haupthändler. Estaba enamorado de ella. Habría hecho cualquier cosa por ella, y eso incluía ayudarla a no cargar con el asesinato.
Six se sentó pesadamente. Estaba pálido y tembloroso.
– No lo creo -dijo, pero estaba claro que encontraba mi explicación demasiado plausible.
– Supongo que fue idea de él quemar los cuerpos y hacer que pareciera que era su hija quien había muerto en lacama con su marido, y no su amante. Cogió la alianza de Grete y la puso en el dedo de la otra mujer. Luego tuvo la brillante idea de sacar los diamantes de la caja y hacer que pareciera un robo. Por eso dejó la puerta abierta. Los diamantes eran para ayudarles a empezar una nueva vida en algún otro lugar. Nueva vida y nuevas identidades. Pero lo que Haupthändler no sabía era que alguien había abierto ya la caja aquella noche y se había llevado algunos papeles comprometedores para usted. Ese sujeto era un verdadero experto, un dedos que hacía poco había salido de la cárcel. Y un profesional pulcro, además. No de la clase que utiliza explosivos o hace algo tan poco limpio como dejar la puerta de una caja fuerte abierta. Borrachos como estaban, apostaría a que ni Paul ni Eva lo oyeron siquiera. Uno de los chicos de Rot, claro. Rot era quien se encargaba de todos sus pequeños planes sucios, ¿verdad? Mientras Von Greis, el hombre de Goering, tenía esos papeles las cosas eran simplemente incómodas. El primer ministro es un pragmático. Podía utilizar las pruebas de sus anteriores delitos para asegurarse de que le fuera útil y obligarlo a seguir las directrices económicas del partido. Pero cuando Paul y los Ángeles Negros consiguieron hacerse con ellos, eso era algo muchísimo más incómodo. Usted sabía que Paul quería destruirlo. Acorralado como estaba, tenía que hacer algo. Así que, como de costumbre, le pidió a Rot Dieter que se encargara del asunto.
»Pero más tarde, con Paul y la chica muerta y los diamantes desaparecidos de la caja, le dio la impresión de que el hombre de Rot se había vuelto codicioso y que había cogido más de lo que tenía que coger. Era bastante razonable que llegara a la conclusión de que era él quien había matado a su hija, así que le mandó a Rot que enmendara la situación. Rot consiguió matar a uno de los dos ladrones, el hombre que había conducido el coche, pero el otro se le escapó, y era el que había abierto la caja y el que, por lo tanto, seguía teniendo los papeles y, supuso usted, los diamantes. Y es ahí donde yo entro en escena. Como no podía estar seguro de que el mismo Rot no le hubiera traicionado, probablemente no le dijo nada de los diamantes, del mismo modo que tampoco se lo dijo a la policía.
Six se sacó el cigarro apagado de la boca y lo dejó, sin fumarlo, en el cenicero. Empezaba a tener un aspecto muyavejentado.
– Tengo que reconocérselo -continué-. Su razonamiento era perfecto: encontrando al hombre que tenía los diamantes encontraría al hombre de los documentos. Y cuando descubrió que Helfferich no le había timado, hizo que me siguiera. Yo lo llevé hasta el hombre de los diamantes, y usted pensó que también tenía los documentos. En este mismo momento sus socios de la Fuerza Alemana están probablemente tratando de convencer a Herr y Frau Teichmüller para que les digan dónde está Mutschmann. Él es quien tiene de verdad los documentos. Y naturalmente, no sabrán de qué demonios están hablando. A Rot no le va a gustar eso, y no es un hombre muy paciente. Estoy seguro de que no tengo que recordarle, a usted precisamente, lo que eso significa.
El magnate del acero tenía la mirada fija en el vacío, como si no hubiera oído una sola palabra de lo que le había dicho. Lo agarré por las solapas de la chaqueta, lo puse en pie y lo abofeteé con fuerza.
– ¿No ha oído lo que le he dicho? Esos asesinos, esos torturadores, tienen a su hija.
La boca se le aflojó como la bolsa vacía de un irrigador vaginal. Lo abofeteé de nuevo.
– Tenemos que detenerlos.
– ¿Dónde los tiene? -Lo solté y lo aparté de un empujón.
– Al lado del río -dijo-. En la Grosse Zug, cerca de Schmöckwitz.
Cogí el teléfono.
– ¿Qué número tiene?
Six soltó un juramento.
– No tiene teléfono -jadeó-. Cristo bendito, ¿qué vamos a hacer?
– Tendremos que ir allí -dije-. Podemos ir en coche, pero será más rápido en barco.
Six dio la vuelta al escritorio de un salto.
– Tengo una lancha en un atracadero cerca de aquí. Podemos llegar allí en cinco minutos.
Deteniéndonos sólo para recoger las llaves del bote y una lata de gasolina, cogimos el BMW y fuimos hasta las orillas del lago. Había más gente en el agua que el día anterior. Una brisa constante había animado la presencia de un gran número de pequeños yates, y sus blancas velas cubrían la superficie del agua como las alas de cientos de polillas.
Ayudé a Six a retirar la lona verde que cubría el bote y llené el tanque de gasolina mientras él conectaba la batería y ponía en marcha el motor. La lancha rugió volviendo a la vida y los cinco metros de brillante madera delcasco tiraron de las amarras, ansiosos por lanzarse río arriba. Le lancé a Six el primer cabo, y después de soltar el segundo, salté rápidamente a su lado en el bote. Entonces giró el timón a un lado, bajó de un puñetazo la palanca de aceleración y con una sacudida nos dirigimos hacia delante.
Era un bote potente y tan rápido como cualquier embarcación que incluso la policía del río pudiera tener. Aceleramos por el Havel arriba hacia Spandau. Six sostenía, sombrío, el blanco timón, indiferente al efecto que la enorme estela de la lancha tenía en otras embarcaciones. Golpeaba contra los cascos de los botes atracados bajo los árboles o al lado de pequeños embarcaderos, haciendo salir al puente a sus iracundos propietarios, que nos amenazaban con el puño y proferían gritos que se perdían en el ruido del potente motor de la lancha. Nos dirigimos hacia el este por el Spree.
– Dios quiera que no sea demasiado tarde -gritó Six. Había recobrado casi todo su aplomo y miraba fija y resueltamente hacia delante, un hombre de acción, y sólo un ligero fruncimiento del ceño daba idea de su ansiedad-. Por lo general, soy un excelente juez del carácter de un hombre -dijo.
Y a modo de explicación añadió:
– Pero si le sirve de consuelo, Herr Gunther, creo que lo subestimé en mucho. No esperé que fuera tan obstinadamente inquisitivo. Con franqueza, pensé que haría precisamente lo que se le mandara. Pero no es usted el tipo de hombre a quien le gusta que le digan lo que tiene que hacer, ¿verdad?
– Cuando se agencia uno un gato para cazar los ratones que tiene en la cocina, no puede esperar que deje de lado las ratas que hay en el sótano.
– Supongo que no -dijo.
Continuamos hacia el este, río arriba, más allá de Tiergarten, la Isla Museo. Cuando giramos al sur hacia el parque Treptower y Köpenick, le pregunté qué agravio tenía su yerno contra él. Con gran sorpresa por mi parte no mostró renuencia alguna a contestar a mi pregunta, ni tampoco adoptó el aire de indignación, teñida de rosa, que había caracterizado todos sus anteriores comentarios sobre los miembros de su familia, vivos o muertos.
– Con lo familiarizado que está con mis asuntos personales, Herr Gunther, probablemente no necesitará que le recuerde que Ilse es mi segunda esposa. Me casé con la primera, Lisa, en 1910, y al año siguiente quedóembarazada. Por desgracia, las cosas no fueron bien y nuestro hijo nació muerto. Y no sólo eso, sino que no había posibilidad alguna de que tuviera otro. En el mismo hospital había una chica soltera que había dado a luz a una niña sana casi al mismo tiempo. No tenía medios para cuidarla, así que mi mujer y yo la convencimos de que nos dejara adoptarla como hija nuestra. Era Grete. Nunca le dijimos que era adoptada mientras vivió mi mujer. Pero cuando murió, Grete descubrió la verdad y se puso manos a la obra para descubrir la pista de su verdadera madre.
»Para entonces, claro, Grete estaba ya casada con Paul y lo adoraba. Por su parte, Paul nunca la había merecido. Sospecho que sentía más entusiasmo por acceder al nombre y dinero de mi familia que por mi hija. Pero ante los ojos de cualquiera debían de parecer una pareja perfectamente feliz.
»Bueno, todo eso cambió de la noche a la mañana cuando Grete encontró finalmente a su verdadera madre. La mujer era una gitana de Viena, que trabajaba en una cervecería de la Potsdamer Platz. Fue un choque para Grete y el fin del mundo para ese medio mierda de Paul. Algo llamado impureza racial, sea eso lo que sea, y los gitanos son sólo segundos, por poco, después de los judíos en cuanto a impopularidad. Paul me culpó por no haber informado antes a Grete. Pero cuando yo la vi por primera vez no vi una niña gitana, sino un bebé hermoso y sano, y una madre joven que estaba tan deseosa como Lisa de que la adoptáramos y le diéramos lo mejor de la vida. No es que me hubiera importado si hubiera sido la hija de un rabino. También nos la habríamos quedado. Bueno, se acordará de cómo eran las cosas entonces, Herr Gunther. La gente no hacía distinciones como hace ahora. Éramos todos simplemente alemanes. Por supuesto, Paul no lo veía de ese modo. En lo único en que podía pensar era en la amenaza que Grete representaba para su carrera en las SS y el partido.
Se rió con amargura.
Llegamos a Grünau, hogar del Club de Regatas de Berlín. En un gran lago situado al otro lado de algunos árboles, se había señalado un recorrido de remo olímpico de dos mil metros. Por encima del ruido del motor de la lancha se podía oír el sonido de una banda de música y un sistema de altavoces que describía los acontecimientos dela tarde.
– No hubo manera de razonar con él. Naturalmente, perdí la paciencia y los llamé a él y a su querido Führer toda clase de nombres. Después de eso, fuimos enemigos. No había nada que yo pudiera hacer por Grete. Vi cómo el odio que él sentía partía el corazón de mi hija. La insté a dejarlo, pero no quiso. Se negaba a creer que él no volvería a amarla. Así que se quedó con él.
– Pero, entretanto, él se había propuesto destruirle a usted, su propio suegro.
– Exacto -dijo Six-. Mientras, seguía allí, en la cómoda casa que mi dinero les había proporcionado. Si Grete lo mató como usted dice, la verdad es que se lo tenía bien merecido. Si no lo hubiera hecho, quizá me habría sentido tentado a hacerlo yo mismo.
– ¿Cómo iba a acabar con usted? -pregunté-. ¿Qué tipo de pruebas tenía que eran tan comprometedoras?
La lancha alcanzó la confluencia de Langer See y Seddinsee. Six aminoró la velocidad y llevó el bote hacia el sur en dirección a la accidentada península de Schmöckwitz.
– Está claro que su curiosidad no conoce límites, Herr Gunther. Pero siento decepcionarle. Le agradezco su ayuda, pero no veo razón alguna para contestar a todas sus preguntas.
Me encogí de hombros.
– Supongo que ya no importa mucho -dije.
La Grosse Zug era una posada situada en una de las dos islas, entre los pantanos de Köpenick y Schmöckwitz. De menos de un par de cientos de metros de longitud y no más de cincuenta de anchura, la isla estaba absolutamente cubierta de altos pinos. Cerca del borde del agua había más letreros que ponían «Privado» y «Prohibido entrar» que en la puerta del camerino de una profesional de la danza de los abanicos.
– ¿Qué es este sitio?
– Son los cuarteles de verano de la red de Fuerza Alemana. Los utilizan para sus reuniones más secretas. Es fácil ver por qué. Está muy apartado.
Empezó a llevar el bote alrededor de la isla, buscando algún sitio para atracar. En el lado opuesto, encontramos un pequeño embarcadero, en el cual había varios botes amarrados. Más arriba, en una pendiente herbosa había un núcleo de cobertizos para botes cuidadosamente pintados y, más allá, la propia posada Grosse Zug. Recogí un cabo de cuerda y salté de la lancha al muelle. Six desconectó el motor.
– Será mejor que tengamos cuidado al acercarnos -dijo, uniéndose a mí en el muelle y amarrando la proa delbote-. Algunos de estos tipos tienen inclinación a disparar primero y hacer las preguntas después.
– Sé exactamente cómo se sienten -dije.
Salimos del muelle y subimos por la pendiente hacia los cobertizos. Con excepción de los demás botes no había nada que indicara que había alguien en el islote. Pero al acercarnos, aparecieron dos hombres armados de detrás de una barca vuelta del revés. La expresión de sus caras era lo bastante tranquila como para no alterarse si se les decía que podían contagiarse con la peste bubónica. Es ese tipo de confianza que sólo te da una escopeta de cañones recortados.
– Ya han llegado bastante lejos -dijo el más alto de los dos-. Esto es una propiedad privada. ¿Quiénes son y qué están haciendo aquí?
No levantó el arma del antebrazo, donde la llevaba como si fuera un bebé dormido, pero también es verdad que no tenía que levantarla mucho para disparar. Six dio las explicaciones.
– Es extremadamente importante que vea a Rot. -Iba golpeándose con el puño en la palma de la mano mientras hablaba. Hacía que pareciera bastante melodramático, pensé-. Me llamo Hermann Six. Puedo asegurarles, señores, que querrá verme. Pero, por favor, dense prisa.
Permanecieron allí, moviendo los pies, vacilantes.
– El jefe siempre nos dice cuándo espera a alguien. Y no nos ha dicho nada de ustedes dos.
– A pesar de ello, puede estar seguro de que se armará la de Dios es Cristo si descubre que nos han obligado a marcharnos.
El de la escopeta miró a su compañero, que asintió y se dirigió hacia la posada. Luego dijo:
– Nosotros esperaremos aquí mientras él va a comprobarlo.
Retorciéndose nerviosamente las manos, Six gritó al que se iba:
– Por favor, deprisa. Es una cuestión de vida o muerte.
El de la escopeta sonrió al oír aquello. Supongo que estaba acostumbrado a las cuestiones de vida o muerte en lo que respecta a su jefe. Six sacó un cigarrillo y se lo metió nerviosamente en la boca. Lo volvió a sacar de un manotazo sin encenderlo.
– Por favor -le preguntó al de la escopeta-, ¿tienen a una pareja en la isla, un hombre y una mujer? Los… los…
– Los Teichmüller -dije yo.
La sonrisa del de la escopeta desapareció, ocultándose debajo de una perfecta imitación de estupidez.
– No sé nada -balbuceó como un bobo.
No dejamos de mirar ansiosamente a la posada. Era una construcción de dos plantas, pintada de blanco con las contraventanas negras, jardineras llenas de geranios y un tejado en mansarda. Mientras mirábamos empezó a salir humo por la chimenea, y cuando la puerta se abrió finalmente, casi esperaba ver aparecer a una anciana con una bandeja llena de pan de jengibre. El camarada del de la pistola nos hizo señas de que nos acercáramos.
Pasamos por la puerta en fila india, con el de la escopeta cerrando la marcha. Los dos cortos cañones me daban escalofríos en la nuca: si alguna vez han visto disparar con una escopeta de cañones recortados a corta distancia, sabrán por qué. Había un pequeño vestíbulo con un par de percheros para sombreros, sólo que nadie había pensado en dejar allí su sombrero. Más allá había una pequeña habitación, donde alguien tocaba el piano como si le faltaran dos dedos. En el extremo había una barra de bar redonda y algunos taburetes. Detrás había montones de trofeos deportivos, y me pregunté quién los habría ganado y por qué. Quizá, por el Máximo de Asesinatos en Un Año, o el Fuera de Combate más Limpio con una Cachiporra de Caucho; yo tenía un candidato para ese premio, si podía encontrarlo. Pero probablemente sólo los habían comprado para hacer que el sitio tuviera un aspecto más parecido al que debería tener el cuartel general de una asociación benéfica de ex presidiarios.
El compañero del de la escopeta gruñó:
– Por aquí. -Y nos condujo hacia una puerta situada al lado del bar.
Al otro lado de la puerta la sala era como una oficina. Una lámpara de metal colgaba de una de las vigas del techo. Había una chaise-longue de madera de castaño en el rincón, al lado de la ventana, y a su lado un desnudo de una chica en bronce, del tipo que parece como si la modelo hubiera tenido un accidente grave con una sierra circular. Había más arte por las paredes, recubiertas de madera, pero del tipo que uno sólo encuentra en las páginas de los libros de texto de las comadronas.
Rot Dieter, con la camisa arremangada y sin cuello, se levantó del sofá de piel verde y lanzó al fuego el cigarrillo que estaba fumando. Mirando primero a Six y luego a mí, parecía no estar seguro de si tenía que mostrarse amigableo preocupado. No tuvo tiempo de escoger. Six dio un paso adelante y lo agarró por el cuello.
– Por el amor de Dios, ¿qué han hecho con ella?
Desde un rincón de la sala otro hombre vino en mi ayuda, y cada uno de nosotros, cogiendo al viejo por un brazo, lo apartamos de Rot.
– ¿Qué coño le pasa? -gritó Rot.
Se enderezó la chaqueta y trató de controlar su natural indignación. Luego echó una mirada alrededor, para ver si su dignidad se mantenía intacta.
Six continuaba gritando:
– Mi hija, ¿qué han hecho con mi hija?
El gángster frunció el ceño y, sorprendido, me miró sin comprender.
– ¿De qué mierda está hablando?
– Los dos que tus chicos se llevaron de la casa de la playa ayer -dije con urgencia-. ¿Qué has hecho con ellos? Mira, no hay tiempo para explicaciones, pero la chica es su hija.
Me miró, incrédulo.
– ¿Quieres decir que no está muerta, después de todo?
– Venga, vamos, hombre -dije yo.
Rot soltó un juramento, se le ensombreció la cara como una luz de gas agonizante y le empezaron a temblar los labios como si acabara de mascar cristales rotos. Una fina vena azul sobresalía en su cuadrada frente, como un tallo de hiedra sobre un muro de ladrillo. Señaló a Six.
– Que se quede aquí -rugió. Rot se abrió paso con los hombros entre sus hombres como si fuera un luchador furioso-. Si es uno de tus trucos, Gunther, haré personalmente filetes con tu jodida nariz.
– No soy tan estúpido. Pero da la casualidad de que hay una cosa que me tiene intrigado.
Al llegar a la puerta frontal, Rot se detuvo y me fulminó con la mirada. Tenía la cara del color de la sangre, casi púrpura de rabia.
– ¿Y qué es?
– Había una chica que trabajaba para mí. De nombre Inge Lorenz. Desapareció de la zona de la casa de la playa en Wannsee poco antes de que tus chicos me dieran en la cabeza.
– ¿Y por qué me preguntas a mí?
– Ya has secuestrado a dos personas, así que secuestrar a una tercera de paso podría no ser demasiado para que tu conciencia lo soportara.
Rot casi me escupió a la cara.
– ¿Qué coño es una mierda de conciencia? -dijo, y acabó de cruzar la puerta.
Fuera de la posada me apresuré a seguirlo en dirección a uno de los cobertizos. Un hombre salía, abotonándose labragueta. Malinterpretando el paso decidido de su jefe, sonrió.
– ¿Tú también vienes a echarle un polvo, jefe?
Rot llegó al nivel del hombre, lo miró sin expresión a la cara durante un segundo y luego le pegó un fuerte puñetazo en el estómago.
– Cierra tu estúpida boca -rugió, y abrió de una patada la puerta del cobertizo.
Pasé por encima del hombre, que respiraba entrecortadamente, y seguí a Rot al interior.
Vi un largo soporte en el cual había colocados varios botes de ocho remos; atado a él había un hombre, desnudo hasta la cintura. La cabeza le colgaba y tenía numerosas quemaduras en el cuello y en los hombros. Supuse que sería Haupthändler, aunque al acercarme más vi que tenía tantas contusiones en la cara que era irreconocible. Había dos hombres de pie, indolentes, sin prestar atención alguna a su prisionero. Ambos estaban fumando cigarrillos y uno de ellos llevaba nudilleras de metal.
– ¿Dónde está la jodida chica? -chilló Rot. Uno de los torturadores de Haupthändler señaló con el pulgar por encima del hombro.
– Ahí al lado, con mi hermano.
– Eh, jefe -dijo el otro hombre-. Este tipo sigue sin querer hablar. ¿Quiere que nos lo trabajemos un poco más?
– Dejad al pobre cabrón en paz -gruñó-. No sabe nada.
Estaba casi totalmente oscuro en el cobertizo de al lado, y nos costó varios segundos acostumbrar los ojos a la penumbra.
– Franz. ¿Dónde coño estás?
Oímos un suave gemido, y el golpeteo de la carne contra la carne. Entonces los vimos: la enorme figura de un hombre, con los pantalones caídos alrededor de los tobillos, inclinado sobre el cuerpo silencioso y desnudo de la hija de Hermann Six, atada boca abajo sobre un bote volcado.
– Apártate de ella, pedazo de cabrón de mierda -dijo Rot con un alarido.
El hombre, del tamaño de un vagón de equipajes, no hizo movimiento alguno para obedecer la orden, ni siquiera cuando se la repitieron a más volumen y más cerca. Con los ojos cerrados, la cabeza, como una caja de zapatos echada hacia atrás entre el parapeto que eran sus hombros, el enorme pene entrando y saliendo del ano de Grete Pfarr casi convulsivamente, y las rodillas dobladas como las de un hombre cuyo caballo se ha escapado de debajo de él, Franz se mantenía firme.
Rot le golpeó con fuerza en la cabeza. Igual podía haber golpeado a una locomotora. Al segundo siguiente sacó una pistola y casi como sin querer le voló los sesos.
Franz cayó al suelo con las piernas cruzadas, un hombre como una chimenea desmoronándose, la cabeza escupiendo una columna humeante de color burdeos, el pene todavía erecto inclinándose como el palo mayor de un barco que se ha estrellado contra las rocas.
Rot apartó el cuerpo a un lado con la punta del zapato y empezó a desatar a Grete. Varias veces miró como avergonzado las profundas líneas abiertas a latigazos en las nalgas y los muslos. Tenía la piel fría y despedía un fuerte olor a semen. No era posible saber cuántas veces la habían violado.
– Joder, mira en qué estado está -gruñó Rot, sacudiendo la cabeza-. ¿Cómo puedo dejar que Six la vea así?
– Confiemos en que todavía esté viva -dije, quitándome el abrigo y extendiéndolo en el suelo.
La tendimos encima y acerqué la oreja al desnudo pecho. Había un latido, pero supuse que estaba en estado de shok profundo.
Atraídos por el disparo, varios hombres de la Fuerza Alemana se habían reunido de pie, vacilando, en la parte de atrás del cobertizo. Oí cómo uno de ellos decía: «Ha matado a Franz»; y luego, otro respondía: «No tenía por qué hacerlo», y supe que íbamos a tener problemas. Rot también lo sabía. Se volvió y se enfrentó a ellos.
– Esta chica es la hija de Six. Todos conocéis a Six. Es rico y poderoso. Le dije a Franz que la dejara, pero no quiso escuchar. Ella no podía aguantar más; la hubiera matado. Apenas le queda vida.
– No tenías que matar a Franz -dijo una voz.
– Sí -dijo otra-. Podías haberle dado un porrazo.
– ¿Qué? -El tono de Rot era de incredulidad-. Tenía la cabeza más dura que el roble de la puerta de un convento.
– Pues ahora ya no la tiene.
Rot se inclinó a mi lado. Con un ojo en sus hombres murmuró:
– ¿Tienes un hierro?
– Sí -dije-. Mira, aquí no tenemos ninguna oportunidad, ni ella tampoco. Tenemos que llevarla a un bote.
– ¿Y qué hay de Six?
Abotoné el abrigo encima del cuerpo desnudo de Grete y la cogí en brazos.
– Tendrá que arreglárselas solo.
Helfferich negó con la cabeza.
– No, volveré a buscarlo. Espéranos en el muelle mientras puedas. Si empiezan a disparar, entonces sal cagandohostias. Y por si acaso yo no lo consigo, no sé nada de tu chica, piojo.
Anduvimos lentamente hasta la puerta, con Rot en primer lugar. Sus hombres retrocedieron a desgana para dejarnos pasar y, una vez fuera, nos separamos, y yo bajé por la pendiente hasta el muelle y el bote.
Dejé a la hija de Six en el asiento trasero de la lancha. Había una manta en un cofre, la saqué y se la puse por encima del cuerpo todavía inconsciente. Me pregunté si, en caso de que volviera en sí, tendría otra oportunidad de preguntarle por Inge Lorenz. ¿Se mostraría Haupthändler más cooperador? Estaba pensando en si debía volver a buscarlo a él cuando de la posada me llegó el sonido de varios disparos de pistola. Solté las amarras del bote, puse en marcha el motor y saqué la pistola del bolsillo. Con la otra mano me sujeté al embarcadero, para evitar que el bote se apartara de allí. Unos segundos después oí otra descarga de disparos y lo que sonaba como una remachadora trabajando a lo largo de la popa del bote. Empujé el acelerador hacia delante y giré el timón para alejarme del embarcadero. Encogiéndome de dolor me miré la mano, imaginando que me habían dado, pero en lugar de ello encontré una enorme astilla de la madera del muelle que se me había clavado en la palma de la mano. Rompiendo la parte más larga me volví y vacié el resto del cargador en dirección a las figuras que estaban apareciendo en el embarcadero, que se iba alejando. Con gran sorpresa por mi parte se lanzaron de bruces al suelo, pero por detrás de mí algo más pesado que una pistola había empezado a disparar. Era sólo una ráfaga de advertencia, pero la enorme ametralladora penetró a través de los árboles y de la madera del embarcadero como gotas metálicas de lluvia, levantando astillas, desgajando ramas y segando el follaje. Mirando de nuevo hacia delante, tuve el tiempo justo de poner el acelerador en marcha atrás y apartarme de la lancha de la policía. Entonces detuve el motor, y de forma instintiva levanté las manos por encima de la cabeza, dejando caer la pistola al suelo de la lancha al hacerlo.
Fue entonces cuando vi la nítida marca roja que había en el centro de la frente de Grete, de la que salía un fino reguero de sangre que bisecaba sus rasgos sin vida.