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LIBRO SEGUNDO

SEIS

LOS SIGNOS

Balanceando enérgico su abultado saco de viaje, caminando aprisa con un gesto entre sombrío e inquieto, el padre Rosetti se apresuró cuesta abajo por la dinámica Nueva York cerca del Lincoln Center.

Desfiló raudo ante una docena de relucientes ventanas en el edificio WABC-TV de Columbus Avenue. Mirando de reojo a los brillantes cristales vio las imágenes reflejadas de «Chipp's Pub», «Dimitri», «McGlade's Cafe» al otro lado de la atestada calle. También vio la marquesina negra y blanca de un teatro-estudio ABC donde se representaba algo titulado All My Children.

Finalmente, el sacerdote pasó ante el incandescente neón de SEVEN y penetró por la puerta principal en el edificio West Side ABC.

El padre Rosetti fue conducido inmediatamente al despacho del primer productor de ABC Evening News, quien acompañó al importante visitante del Vaticano hasta la cinemateca y la sala privada de proyecciones en el primer piso.

Los noticiarios cinematográficos ABC sin publicar que quería ver el padre Rosetti, habían sido filmados durante las tres últimas semanas (las cintas recientes quedaban almacenadas en el edificio auxiliar West Side por un plazo de cuatro semanas). Todos los filmes representaban el interminable drama de una aterradora sequía de cinco meses en el Estado indio de Rajasthan.

El padre Rosetti se dejó caer en un sillón de la sala. Empezó a mirar cuando apareció en pantalla la guía del filme. 10… 9… 8… 7… 6…

La fecha está ya cerca, pensó el sacerdote. Demasiado cerca.

La primera imagen fílmica granular fue una amplia panorámica de un pueblo indio, Sirsa, grotescamente empobrecido. Un increíble agujero hirviente e infernal con una temperatura media diaria de casi 44°C.

La narración complementaria estaba a cargo de Jean French, la periodista más popular de ABC, quien asistiera a la conferencia de Prensa celebrada en Sun Cottage el lunes pasado por la tarde.

«En gran parte de la India moderna (la familiar voz de Mrs. French acompañó a la imagen) la vida no es como ustedes o yo podamos haberla visto representada en películas sobre la British East India Company o los Lanceros Bengalíes.

Particularmente, al Estado de Rajasthan se le suele llamar el Gran Desierto Indio por su árida e inmensa planicie, por sus implacables sirocos y simunes. Este Estado indio, con una población de noventa millones, es conocido por lo común como la peor zona del mundo en materia de sequía y hambre.

Desde abril hasta julio un sol tórrido, de un blanco abrasador, cuece literalmente la burbujeante tierra junto con sus habitantes cual un demoníaco soplete de acetileno. El polvo se acumula a lo largo de kilómetros y kilómetros. Vientos sofocantes suelen transportar el polvo y las ahechaduras hacia el lejano Norte, incluso hasta Nueva Delhi. Las ciudades semejan hornos humeantes, hediendo y abrasando apenas se llega a ellas, silenciosas en su indecible miseria. Las enormes y estéticas dunas parecen leonadas a primera vista. Pero si se las mira con fijeza son presencias diabólicas. Y entonces uno empieza a sentir que las malévolas presencias primígenas están allí, en el desierto indio.

La terrible sequía iniciada el siete de setiembre del presente año ha durado dos meses más que otras de épocas anteriores. Todo este Estado subsiste cual una pira ardiente para sus propios muertos.

El Gobierno indio ha sido incapaz de enviar suficientes doctores o siquiera suficientes medicamentos a esa área declarada catastrófica. La Cruz Roja británica y ahora la americana intentan ayudar, pero esta ayuda es demasiado tardía.

¡Seiscientos mil hombres, mujeres y niños han muerto ya hasta abril! ¡Mueren más de seis mil cada día! Si hay un infierno en la Tierra, no cabe duda de que está situado aquí, en este lastimoso Rajasthan.»

Mientras contemplaba las fluctuantes imágenes proyectadas ante su vista, el padre Rosetti se vio dominado por un sentimiento de pena y repulsión.

Observó los cadáveres descompuestos sembrando las calles de Sirsa, y luego del Puhkar. Escenas demasiado impresionantes, demasiado reales para su proyección por la red televisiva… Mujeres y bebés amontonados como inconsecuentes rimeros de madera enteriza en la entrada de un pueblo. Cuatro niñas de edad escolar y delgadez infrahumana llorando junto al cuerpo de su madre, ennegrecido por el sol. El agradable tintineo de brazaletes y campanillas en los tobillos. Vistas emocionantes de rostros humanos sufrientes.

Gehena, pensó Rosetti.

Seiscientos mil muertos.

Por último, el padre Rosetti tuvo que apartar la vista de la pantalla. El sacerdote del Vaticano intentó tomar algunos apuntes para sus importantes deposiciones. Crear orden dentro del caos que había presenciado. Empezó a enumerar los hechos:

La sequía en el Estado de Rajasthan, la indescriptible inanición en la India.

La polio veneciana asolando la costa occidental de América.

Una plaga incipiente, aparentemente en el Mediodía francés e incrementándose junto al milagroso santuario de Lourdes.

El Enemigo.

Tal como se había predicho en Fátima… Y estaba haciéndose realidad.

¡La promesa y el horripilante aviso!

Las dos madres vírgenes.

Una pura y buena… Otra malévola, destructiva.

Pero, ¿cuál era cuál?

¿Cuál era la verdadera virgen?

El padre Rosetti volvió otra vez los ojos hacia la pantalla al notar un súbito oscurecimiento en la sala, un sonido insólito como un lamento lloroso.

Comentaba el crepúsculo en la película. Millares y millares de indios ocupaban el gran llano próximo a la capital dorada de Jaipur. La multitud estaba rezando al unísono dirigida por un santo sacerdote hindú. El grandioso sonido de las voces humanas repercutía en el cielo cual un objeto contundente.

El pueblo indio, opulentos rajputas y campesinos indistintamente, oraba para pedir el término de las aterradoras sequías y hambre cuya duración sobrepasaba ya los cinco meses.

Rosetti inclinó la cabeza y rezó con ellos.

El pueblo rogó al Dios eterno de todas las Bondades y la Vida: Brakma.

El pueblo rezó para pedir un chamaltkar…, lo que los cristianos denominan milagro.

COLLEEN

El paraje idílico conocido en toda Maam Cross como el Liffey Glade era un claro semejante a una gruta, abrigado por un denso follaje de coniferas.

El Glade había sido un santuario natural mucho antes del cristianismo, e incluso antes de los druidas. Era a Liffey Glade adonde iba Colleen Galaher cuando deseaba estar sola. Tan sólo para pensar a sus anchas o rogar al Señor.

Un arroyo claro y riente atravesaba la gruta en su camino hacia el Lough Corrib. Los pinos y piceas se aglomeraban sobre el chorrillo de agua como un grupo de conspiradores. Allá arriba, en las ramas altas, un boquete dentado cual el rosetón de una iglesia dejaba ver un parche de profundo azul celeste.

Fue allí, en Liffey Glade, donde la joven Colleen tuviera hacía nueve meses lo que ella consideraba ahora una experiencia mística: el veintitrés de enero. Día de la concepción del bebé.

Antes de aquella noche, antes de sentirse pesada con el niño, Colleen había sido conocida en toda Maam Cross como una escolar muy silenciosa y educada del Holy Trinity. Su timidez obedecía, según imaginaban casi todos los ciudadanos, a que Colleen debía cuidar de su madre enferma, y al aislamiento del cottage, alejado varias millas de la ciudad.

Colleen se ganó bastantes simpatías en el colegio, pero nunca tuvo una aceptación total entre la mayoría de sus condiscípulas. Fue más apreciada por las hermanas de la escuela conventual, quienes tal vez vieran sus propias imágenes en aquella chica discreta y reflexiva que usualmente iba a la cabeza de todas sus clases.

Así marchó todo hasta que el niño empezó a dejarse ver. Entonces, la joven Colleen Galaher fue condenada al ostracismo e insultada cruelmente por todos ellos. Se la aisló cuando más necesitaba de un apoyo afectuoso. Terminó siendo una persona inexistente en Maam Cross.

Aquella mañana particularmente brumosa del uno de octubre, montó con sumo cuidado la reumática yegua de su madre, Gray Lady, y la condujo cuesta abajo por los empapados pastizales de ganado bovino que descendían detrás de su cottage. Ya en Liffey Glade, ató la cabalgadura al tronco de un enorme helécho. Luego, Colleen se abrió camino entre ramas húmedas y susurrantes. Entró en la pequeña ermita al aire libre. La joven se arrodilló sin tardanza en la mullida alfombra de agujas de pino. Rayos difusos de pálida luz solar empezaron a penetrar sesgados entre las ramas más altas. ¡Qué encantador era siempre esto!

Colleen dejó caer la cabeza de brillante cabellera negra. Comenzó a orar humildemente con un suave canturreo.

– Querido Padre en los Cielos, yo soy tu sirvienta. Tú eres el único que me entiendes. ¡Estoy tan sola ahora! ¡Me he encontrado tan terriblemente sola durante estos nueve meses!

Lo cual fue la cosa más irónica en aquel preciso momento.

Porque tras las espesas ramas comenzaron a aparecer botones como cuentas negras.

Cuatro ojos chispeantes…, luego seis… ocho…

Acercándose sigilosos a la pequeña figura orante.

Vigilando.

Esperando.

Todavía arrodillada, Colleen miró al boquete azul entre las oscuras copas de los encumbrados árboles.

– ¡No es justo! -clamó -. Soy demasiado joven…, ¡y no tengo siquiera un esposo como es debido!

Los chispeantes ojos vigilaron… y escucharon.

JUSTIN

– Un padre llamado Justin O'Carroll, Eminencia…

Cuando se le condujo al segundo piso de la impecable mansión, el joven sacerdote se sintió mucho más nervioso que dos años antes; por entonces había conocido al cardenal Rooney, apenas llegado a la ciudad de Boston.

Al entrar en el hermoso estudio de caoba y cuero, su ingenio, su encanto irlandés y su sonrisa fácil le abandonaron como falsos amigos a quienes creyera haber conocido bien siempre.

Mientras observaba las manos inquietas del joven sacerdote y el bailoteo incesante de sus negros mocasines sobre la alfombra Bokhara, el cardenal Rooney recordó que debía bajar su imperiosa guardia.

– ¡Padre O'Carroll! Esta es una agradable sorpresa. ¿Cómo sigue usted, padre? ¿Cómo está?

El cardenal estrechó con afecto la mano del joven sacerdote.

Preguntó al ama de llaves si les podría servir café y luego caminó con Justin hacia un confortable rincón mirando al mar, donde tomaron asiento.

– ¡Me siento tan extraño ahora que estoy aquí! -exclamó Justin después de que hubieron cambiado unas cuantas cortesías-. Su Eminencia, ¿ha concebido usted alguna vez satisfactoriamente una escena en su mente, ha pensado que se sentía contento con ella hasta cierto punto para descubrir más tarde que era completamente lo contrario de lo que había imaginado? Algo parecido a eso está sucediendo en mi fuero interno ahora mismo…

Los labios del cardenal Rooney esbozaron una sonrisa. Pensó entre otras cosas cuan agradable era tener una charla con Justin antes de que se le transfiriera fuera de la Cancillería.

– Yo he experimentado muchas veces ese sentimiento que describe usted -repuso el cardenal-. El ejemplo más reciente fue la pasada noche con la joven Kathleen.

«Permítame que lo haga más comprensible para usted, si me es posible, padre Justin… Usted llegó ayer a Newport, porque siendo sacerdote y un adulto de pensamiento cristiano, no podía dejar de presenciar este… este gran misterio. Yo lo llamo así por ahora.

– Sí, necesité venir -asintió sonriente Justin -. ¡Boston está tan cerca! Me pareció absurdo no venir para verlo con mis propios ojos.

El cardenal Rooney afirmó con la cabeza. Verdaderamente le agradaba este animoso sacerdote.

– ¿Es Kathleen una virgen santa? ¿De verdad? -preguntó inesperadamente Justin -. No ceso de preguntarme si contemplé una visión auténtica la pasada noche. ¡La expresión de sus ojos parecen confirmarlo! Esa encantadora inocencia de su rostro…

El eminente cardenal le miró fijamente a los ojos. La pregunta fue tan directa y el padre O'Carroll tan vehemente que el cardenal Rooney se desconcertó un poco.

– Padre, para ser franco, no lo sé -dijo al fin -. Roma cree muy importante ese acontecimiento en América, lo sé bien. También sé que mi usual escepticismo bostoniano e irlandés no está funcionando ahora a su ritmo normal. Según dice usted, hay algo acerca de ese joven rostro femenino. Por alguna razón inexplicable, no puedo creer que ella nos mienta, y tampoco puedo creer que esté loca. Yo, tal como usted, tengo una increíble ansiedad por averiguar la verdad.

El cardenal Rooney observó que Justin se pasaba una mano nerviosa por sus rizos negros. Evidentemente el padre O'Carroll estaba también ansioso y trastornado acerca de otra cosa.

– Cardenal Rooney, usted me conoce desde hace dos años. Usted sabe que siempre he necesitado expresar mi pensamiento.

– Algunas veces tengo esa impresión.

El cardenal de pelo blanco sonrió.

– El motivo de mi visita, Eminencia… es que me gustaría permanecer aquí, en Newport, hasta ei nacimiento. Comprendo, o por lo menos imagino, que todo sacerdote quisiera estar aquí. No veo razón alguna para que se me dé un trato especial… pero le ruego considere mi solicitud. Tengo un presentimiento muy intenso sobre esa joven, sobre el nacimiento.

El cardenal Rooney escrutó el rostro de O'Carroll; evaluó aprisa la petición del joven sacerdote.

– Estimo que por lo menos debo eso al cardenal Neeland en Dublín -dijo el cardenal-. Seguramente me desaprobaría si no permitiese a su protegido que estuviera presente aquí cuando Kathleen Beavier dé a luz. ¡Cualquiera que sea el desenlace!

»Sí, puede quedarse, padre. Para serme útil, yo quisiera que auxiliase al padre Milsap en todo cuanto necesite. Desde ayer el trabajo se le está amontonando. Demasiado para un solo sacerdote en cualquier caso.

El cardenal desvió la vista hacia el ventanal. Un jardinero de pelo blanco cruzaba alegremente el césped conduciendo una pequeña segadora roja. Por último, el cardenal Rooney sonrió y miró otra vez a Justin O'Carroll.

– Realmente, yo no debo ni un cigarro barato en las apuestas de caballos al cardenal Neeland. Le permito permanecer aquí porque usted ha tenido el valor de venir y pedírmelo. Ningún otro de mis sacerdotes ha tenido el arrojo suficiente para hacerlo. ¿Qué les sucede? ¡Dios mío! ¿Es que no creen en milagros?

Justin se arrodilló ante el cardenal Rooney y le rogó su bendición.

– Gracias, Eminencia.

Las palabras del joven sacerdote fueron un murmullo reverencial.

…Yperdóneme por no decirle la verdad completa sobre mi deseo de quedarme aquí, con su permiso o sin él…

ANNE Y JUSTIN

Cliffwalk-by-the-sea es un sendero de unos seis kilómetros que se adapta como una bufanda a la graciosa playa sudeste de Newport.

Aquí paseó otrora William Barkhouse con su dama, la «Reina de los Cuatrocientos»; John Kennedy cortejó a Jacqueline Bouvier en Cliffwalk cuando él servía en la Marina y ella era la debutante del año en Newport; Robert Redíord y Mía Farrow dieron largos paseos por Cliífwalk en su película más reciente, El gran Gatsby.

Ahora eran Anne Feeney y Justin O'Carroll quienes caminaban a lo largo del histórico sendero.

Los ojos verdes de Justin hicieron guiños cuando miraron las líneas rodantes de borreguitos.

¡Es tan taimado e indignante para ser sacerdote!, pensó Anne mientras avanzaban por el camino. Desde luego, al padre Justin O'Carroll le movían poderosamente el bien y el mal sin distinción.

¿Cuál será la razón de que tantos muchachos irlandeses apuestos se refugien en el sacerdocio? Anne se encontró musitando esas palabras cuando ella y Justin ascendían a duras penas por el tortuoso sendero. En aquella isla pequeña y fanática se debe de vivir todavía como en el siglo xvlll… Si Justin hubiese nacido en América, digamos en Southey o Yorkville de Nueva York, seguramente no se habría hecho sacerdote. No con su aspecto. Y su elegancia. Tal vez hubiese sido médico. O actor de teatro. O quizás un distinguido hombre de negocios… Cualquier cosa menos sacerdote. Eso no sucede hoy en América…

En ese mismo instante, el propio Justin estaba intentando rechazar un violento asalto de la culpabilidad católica irlandesa con su anticuado estilo. Por cuenta de la increíble situación creada con el nacimiento virginal -el drama sin precedentes y las presiones emocionales -, Justin descubrió ahora que necesitaba estar con Anne más que nunca. Ayer habían dado largos paseos andando o en coche. Se diría que estaban visitando los lugares interesantes de Newport. Pero eso no era cierto. No se habían aún tocado y, sin embargo, el deseo estaba presente. «El hecho de que surjan tales sentimientos en unos momentos sagrados parece casi sacrilegio, blasfemia», pensó Justin. El era un padre del Espíritu Santo, Anne una dominica. El respetaba todavía solemnemente las razones que le habían inducido a tomar los votos y las sagradas órdenes. En el fondo del corazón deseaba aún ser sacerdote. Lo malo era que deseaba asimismo otra cosa. El amaba a Anne Elizabeth Feeney, fuera monja o no.

Por fin, rezó en silencio una oración angustiosa pidiendo ayuda. Rogó que se le hiciera obrar como era debido.

Dios Padre en los Cielos… Dame resistencia… Dame fortaleza y sabiduría… No me permitas que dañe a Anne. No me permitas que dañe a la Iglesia que ambos amamos.

Luego, Justin miró a Anne.

– ¿En qué estás pensando?

Una fugaz sonrisa cruzó por sus labios. Anne se encogió de hombros,

– Pues, no sé… Sólo estaba observando… y diciéndome que muchas de estas cosas tienen una idiosincrasia maravillosa. ¿No te parece?

Justin no creyó que las casas de Newport fueran el único pensamiento presente en la mente de Anne.

Anne continuó hablando.

– Resulta un poco deprimente la lenta desaparición de estas cosas… bueno, digamos ensoñadoras. Olvidando por un momento las desagradables realidades socioeconómicas, me encanta la idea de que hombres y mujeres siguieran construyendo estos hogares. Construcción de catedrales y palacios en sus mentes.

– A mí también -concedió Justin-. Especialmente las catedrales…

– No me gustan demasiado, supongo yo, las abstracciones que se están construyendo hoy día. Inmensos supermercados, torres comerciales acá y acullá. No sé, Justin…, ¿acaso soy una romántica acérrima?

Una sonrisa irónica aunque afable se extendió por todo el rostro de Justin O'Carroll.

– No, Annie, no creo que yo te catalogara jamás como una romántica. En verdad, algunas gentes podrían decir que tú rechazas el lado romántico de la vida.

– No empecemos. -Anne le tocó la manga de su chaquetilla roja de Boston College-. Hemos vivido dos largos días. Y Cliffwalk es demasiado hermoso para estropearlo. Por cierto, ¿cuándo tendrás que regresar a Boston? Verdaderamente tu párroco parece un tipo comprensivo.

Justin hundió ambas manos en los profundos bolsillos de sus pantalones caqui. Encogió los hombros en respuesta a la pregunta de Anne. No se sintió dispuesto todavía a hablarle sobre su entrevista con el cardenal Rooney. No encontró las palabras adecuadas para explicarle por qué no regresaría inmediatamente a Boston. No hasta el nacimiento del niño de Kathleen Beavier.

Ambos continuaron caminando por un sinuoso trecho de Cliffwalk bordeado de moreras, y desde luego más increíbles mansiones de Newport.

Pasaron por detrás del Millionaire's Row, el lugar donde, según juraban los nativos, Henry James había acuñado la frase elefantes blancos.

Allí se hallaban The Breakers, Stanford White's Rosecliff, Beechwood y la obsesionante Marble House de Richard Hunt.

Desfilaron uno tras otro ante esos inconcebibles hogares, pero Justin se encontró en un mundo aparte viéndose incapaz de dominarse respecto al terrible asunto con Anne.

Por mucho que lo intentara no podía enterrar dentro de sí sus verdaderos sentimientos. Por alguna razón inexplicable le pareció terriblemente erróneo, casi una cobardía, el interrumpir la persecución de Anne, el renunciar ahora a ella. Eso contradecía todo cuanto él sentía con tanta fuerza en el corazón.

– Escucha, Annie -empezó a decir-, algunas veces creo que tienes una imagen deformada de tu personalidad. Según me parece, te ves a ti misma como una dama enormemente tímida, retraída e inadecuada. Como una de esas chicas desvaídas que nunca llegan a la altura de sus madres, mujeres dinámicas y triunfantes en los medios sociales.

Las facciones de Anne se descompusieron al instante. Se sintió muy ofendida, tanto que apenas pudo hablar.

– Yo tomé un voto de humildad -consiguió decir-. Si es lo que quieres significar por tímida y retraída.

Verdaderamente, Justin no quiso decir nada más sobre el tema. Sin embargo, no pudo evitarlo; la quería tanto que fue incapaz de dominarse.

– A mi juicio, deberías romper tus votos de humildad -sugirió-. Creo que deberías hacerte absolutamente vanagloriosa, descubrir el significado de ser mujer.

» Annie -prosiguió Justin -, tanto si me quieres como si no, tú eres una mujer con una pasión hermosa y poco común por la vida. Debo decírtelo. Yo lo he visto en la práctica una vez y otra. En la Oficina Archidiocesana. Y aquí en Newport con Kathleen… ¿Crees realmente en la maravilla y la grandiosa individualidad del pueblo?

»Es un hermoso, muy hermoso atributo que me atribuyes con gran generosidad, pero tú eres la que lo posees. Tú eres la única, Anne. Eres mucho mejor que todos los votos religiosos formalistas del mundo. Todos, excepto tú misma, saben que eres una mujer excepcional -dijo Justin-. Ahora cerraré mi enorme pico. Y caminaré. E ingeriré las doradas fantasías de la América del 1910.

Durante todo su parlamento, Justin había temido mirar a Anne. Por fin lo hizo, y eso le partió casi el corazón. Gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas. Le había hecho daño.

Percibió claramente que esta vez había dañado mucho a Anne. ¿Por qué, Dios santo? El había pretendido hacerle el más fino cumplido con sus palabras. El había visto a Anne en la cumbre máxima de todo cuanto le parecía importante. Sólo había intentado explicárselo de la forma adecuada. ¿Por qué no se habría expresado mejor?

Desde que se conocieran en Boston, Justin había percibido que Anne no era como las mujeres que conoció en Irlanda, Tenía una voluntad férrea y un gran sentido de la independencia. Además, sufría una clara perturbación emocional. Luchaba abiertamente con su vocación en los confusos días de la América moderna. Ella percibía que muchas gentes caricaturizaban su vocación, aun siendo incapaces de comprender que esta vida podría tener su faceta espiritual. Sin duda ella quería ser monja… pero necesitaba desesperadamente que se la reconociera como una mujer moderna. Su dilema hacía vibrar una cuerda simpática en el caso de Justin. Este se identificaba plena y profundamente con el último problema.

Anne había afectado de forma casi instantánea a Justin en caminos y áreas donde él se había creído siempre invulnerable. Ahora, él necesitaba estar con ella constantemente -paseando por el Boston Common, asistiendo a un partido entre Celtics y Catholic Charities, visitando una capilla-y sentía un extraño vacío depresivo cuando ella no estaba presente. Lo más turbador para Justin era su deseo irreprimible de ir con Anne a la cama. Una fantasía que le acompañaba a todas horas del día. Un dolor físico a lo largo de dos años. Una frustración todavía más dolorosa… ¿Estaría cometiendo un error? Justin supuso que sí. Pero" tantos años de represión y privación debían surtir su efecto. Todo cuanto sabía él era que amaba a aquella mujer, a aquella encantadora monja, más de lo que había querido a nadie en su vida…

«La quiero -pensó Justin-, pero ella no me quiere a mí.»

Inopinadamente, Anne se apartó de su lado y empezó a correr por la senda cubierta de vides silvestres.

Justin se quedó inmóvil mirándola marchar sin poder hacer nada. Sintió una confusión increíble, escuchó las rápidas pisadas de sus mocasines ascendiendo por el Cliffwalk, pasando por el llamado Rosecliff, una réplica del romántico Grand Trianon. La figura se perdió de vista entre los altos cedros.

Justin no tuvo siquiera la oportunidad de participarle la mala nueva. Lo pensó con ironía. No dijo a Anne que él colaboraría con el padre Milsap, en Newport.

Entretanto Anne, encontrándose ya en la encantadora Bellevue Avenue, un verdadero túnel de árboles, cesó de correr.

Se detuvo bajo el majestuoso pórtico negro de una de las fantásticas mansiones. Vio pasar un autobús turístico de Albany, un monstruo amarillo brillante totalmente atiborrado, y entonces supo por qué había huido de Justin. Al menos podía confesarse a sí misma la verdad, se dijo:

Ella estaba todavía muy enamorada del padre Justin O'Carroll. ¿Encaprichamiento? ¿Fantasía? ¿Algo desenfrenado? Se sintió enamorada trágicamente -según ella-y sin defensa posible del joven padre del Espíritu Santo.

Aquella noche, Anne caminó hasta la bahía frente a la vivienda Beavier. Sus ojos siguieron la marcha de un fantasmal avión de reacción surcando sin esfuerzo los oscuros cielos.

Veinte minutos antes, el padre Milsap le había comunicado que el padre O'Carroll formaría parte de su plana mayor en Newport.

«Sería demasiado absurdo analizar siquiera la cuestión», pensó Anne mientras se deslizaba por el labio cremoso del mar.

Se preguntó cómo se habrían divulgado los acontecimientos, y entonces decidió que ella no podía bregar sola con todo ello. Por lo menos no esta noche.

De repente se sintió sola y frustrada en Sun Cottage. Se creyó egoísta por alguna razón no especificada; se sintió tan confusa como jamás lo estuviera desde su edad adulta. Quiso dar rienda suelta a una rabieta de adolescente, pero comprendió que no le seria posible ser tan egocéntrica.

«Justin tiene razón en una cosa», pensó, mientras recorría la bahía de Newport. ¡Le amo tanto! Ella no había conocido nunca a nadie que se le pareciera ni remotamente, a nadie en quien pensara con tanta insistencia, y sobre el cual fantaseara tanto.

Dios amado…, finalmente empezó a rezar en el estilo coloquial que ella había adoptado desde que saliera del convento en Boston.

Por favor, ayúdame a obrar ahora como es debido.

Estoy confusa. Y muy asustada. Estoy perdida en un terreno nada familiar. Así están las cosas.

Algunas veces, por una multitud de razones complicadas, noto que no puedo creer como antaño.

Me llamo todavía hermana Anne. Pero no sé si quiero seguir siendo hermana. Creo que quiero al padre Justin O'Carroll, y no sé qué hacer al respecto.

Por favor, ayúdame a ayudarme.

Anne estaba tan absorta con sus propios problemas que no se apercibió de algo extraño en el escenario iluminado por el resplandor lunar.

Algo que perturbó y excitó considerablemente a los dos perdigueros dorados más allá de la playa.

Los murciélagos habían llegado.

MRS. WALSH

El ama de llaves, Mrs. Walsh, estaba arriba en su recóndito dormitorio junto al ático de Sun Cottage.

Pocos minutos antes, Ida Walsh había creído haber presenciado un terrible fuego.

Un devorador incendio dentro de su habitación.

¡Llamas! Horripilantes llamas anaranjadas y rojizas.

Ella estaba en el baño limpiándose los dientes y de súbito había visto a todos esos infelices quemados vivos. Entonces había arrojado el cepillo lleno de pasta dentífrica.

Era disparatado, imposible y, sin embargo, ¡le había parecido tan real!

¡Tan real!

Ida Walsh no había reconocido a nadie…, tan sólo almas perdidas suplicándole ayuda a gritos, intentando sacudirse las horribles llamas danzantes de fuego infernal. Entonces vio a Michael, su marido difunto. Michael estaba envuelto en llamas y lanzaba alaridos frente a ella.

Luego se esfumó. No consiguió hacer reaparecer la visión dantesca a pesar de sus esfuerzos.

El ama de llaves encontró su camino hacia el dormitorio y se desplomó formando un patético bulto. Se sujetó la cabeza con ambas manos y gimió en la penumbrosa habitación. Se le ocurrió utilizar el conmutador negro que encendía el número de su dormitorio en la sala de los sirvientes.

No. ¿Qué podría decirles? Se resistió a pedir ayuda.

¿Que acababa de ver unas hogueras terribles del Infierno ardiente en su aposento?

¿Que mi marido difunto, Michael, moría aquí envuelto en llamas?

Mrs. Ida Walsh se tragó dos pastillas sedantes sin tomar agua. Tuvo casi la seguridad de estar enloqueciendo. Durante aquellos últimos meses la cosa había ido en aumento. Y lo que era más horrible, ella no podía dominarse.

El fuego había aparecido simplemente ante sus ojos. Cuando estaba inclinada sobre el lavabo de su baño, ella había oído los grotescos gritos humanos procedentes de la nada. Y al mirarse en sus propios ojos, había visto el rostro sufriente del pobre Michael.

Pero si aún puedo pensar que estoy enloqueciendo -si puedo distinguir todavía la diferencia-, ello significa que no estoy loca del todo.

– Deteneos, por favor. No me asustéis así. ¡Sagrado Corazón de Jesús, yo no soy más que una pobre anciana! -clamó el ama de llaves -. Deteneos, por favor, de lo contrario enloqueceré.

Cuando Mrs. Ida Walsh se acurrucaba y empezaba a sollozar, un pensamiento mucho más horripilante pasó por su mente. A semejanza del fuego, se introdujo en su cerebro sin apercibimiento alguno.

Una voz.

Le habló una voz poderosa, irresistible

El sacerdote conoce la verdad, oyó decir primero sin entenderlo.

El sacerdote de Roma conoce la verdad. Estáte a la mira del sacerdote con ojos oscuros.

Kathleen no es una criatura de Dios.

EL PAPA PIÓ XIII

Mientras se vestía, el Papa Pío XIII escuchó distraído un disco de Vivaldi; se puso una sotana de damasco blanco sobre el sencillo traje negro hecho por Gammarelli, los sastres eclesiásticos en Roma.

Luego se echó sobre los escuálidos hombros una estola de cardenal, roja y dorada con ricos bordados.

Metió los pies en las familiares sandalias de pescador.

Por último se puso un solideo de seda blanca, el zuchetto, en la coronilla.

Desde los años cuarenta, reflexionó Pío mientras arrastraba los pies fuera del dormitorio, el poder absoluto de la iglesia para encarrilar los asuntos mundiales e influir sobre ellos, se está erosionando terriblemente… Quizás estuviera ahora a la vista el remedio de esa condición adversa. Quizá se dijese que esta noche representaba un nuevo comienzo para la Iglesia en la era moderna.

A las seis en punto, Pío accionó un ascensor de manejo manual y descendió al tercer piso del Palacio Apostólico.

Allí, en la biblioteca, presidiría la reunión más importante de toda su vida; probablemente la audiencia más dramática e importante concebida por cualquier pontífice desde la Segunda Guerra Mundial.

En la elegante biblioteca papal, catorce hombres y mujeres impecablemente trajeados ocupaban sillones colocados con deliberada negligencia para dar la impresión de un coloquio extraoficial.

En el primero de los butacones, Pío reconoció a Parker Stevenson, embajador de Estados Unidos en Italia. Junto a él la señora María Guerrero, representante oficial de España en el Vaticano; luego saludó cordialmente a sir William Palm, de Gran Bretaña, premier Francisco Nicco, de Italia, Wolfgang Osterrnan, de Alemania Occidental, y Mrs. Ruth Downing representante estadounidense en el Vaticano.

Cuando tomó asiento ante sus distinguidos visitantes, Pío inclinó la cabeza y rezó en silencio. Rezó por todo el pueblo, por los representados en la biblioteca papal, por aquellos países que no quisieron o no pudieron enviar sus representantes al Vaticano.

Por fin, Pío levantó la vista. Sus ojos sorprendentemente claros y penetrantes cruzaron miradas con los ocupantes del hermoso aposento.

Pío comenzó a hablar en latín; un sacerdote de su plana mayor tradujo las palabras en inglés y alemán.

– Vos omnes vix scientes raptirri advócalos nocte advenire potuisse magnopere honestatus gaadeo.

Pío habió con una serenidad impresionante.

– Me siento muy honrado y satisfecho de que todos ustedes hayan podido venir esta noche -habló el traductor-pese a la breve anticipación del aviso. Y con una explicación muy inadecuada por nuestra parte.

– Comperium babeo vos non fugisse qua in causa sit fuella. Catharina Beavier in America commorans.

– Estoy seguro de que todos ustedes conocen la situación referente a la joven Kathleen Beavier en América.

– Yo quisiera que ustedes supieran ante todo una cosa: la Iglesia no ha adoptado un criterio oficial sobre el posible nacimiento divino en América -continuó Pío -. Se dan circunstancias atenuantes que dificultan para Nos cualquier decisión.

»Cada uno de sus países está experimentando ahora una crisis singular de una forma u otra.

»A esta hora hay gran revuelo, gran confusión y sufrimiento en el mundo entero.

»Una epidemia de polio está llevándose muchas vidas en los Estados Unidos. La plaga de langostas y otros insectos está creando graves problemas por toda el África Central. Una sequía cruel está matando diariamente a millares de seres en la India.

»Estos son desastres naturales extraordinarios -la mirada de Pío pasó lentamente de un rostro a otro alrededor de la habitación-. Es difícil aceptar o racionalizar el hecho de que todas estas cosas ocurran al mismo tiempo.

«Ello me lleva a justificar mi mensaje urgente de esta tarde. Mucho me temo que sea una seria advertencia para todos sus Gobiernos, para los pueblos de sus países. La advertencia es ésta: todos nosotros debemos prepararnos ahora para afrontar la posibilidad de un gran cambio en el mundo, un posible caos e incluso una época apocalíptica…

»Hay una presencia maligna en el mundo cuya fuerza es innegable por el momento… Si esto suena melodramático, consideren por favor que yo sé muy bien cuan expuesto estoy a hacer el ridículo ante ustedes. En circunstancias ordinarias yo no hablaría de una forma tan imprudente.

»Les ruego tomen mi aviso con toda seriedad. Les ruego presten atención a este aviso, formulado por vez primera durante este siglo en Fátima, el año 1917. Es el aviso transmitido a todos por los Testamentos Antiguo y Nuevo. La premonición de un Juicio Final al cual deberemos llegar algún día.

Pío cesó de hablar. Paseó la mirada por el círculo de sillones y percibió preocupación, miedo incipiente.

El supo que debía inculcarles el significado de los acontecimientos en marcha. Que debía proclamar el aviso… como estaba preordenado:

Un aviso papal sobre el caos generalizado.

La posibilidad del Apocalipsis.

Un recordatorio de los mensajes secretos de Fátima.

El misterio sin esclarecer de Kathleen Beavier en América.

– ¿Me permiten darles mi bendición? -inquirió Pío con voz afable, lo cual recordó a los visitantes que estaban en presencia de un gran hombre santo.

«Buen Padre, os ruego amparéis a estos hombres y mujeres en d trabajo que deban hacer -entonó Pío -. Satán, con todo su poder, no prevalecerá sobre nosotros.

"ResDiabolo nosnevincant -susurró después el Santo Padre.

»Satán no nos vencerá.

SIETE

COLLEEN

Un millar de cuervos nubló el horizonte agitando sus negras alas, llamándose unos a otros con voces rasposas de amanecer.

Fuera de la desvencijada granja Galaher, la temperatura había descendido sus buenos siete grados con respecto al día anterior. El olor de los fustigantes inviernos irlandeses estaba ya en el aire. Así lo pensaba Colleen mientras conducía el caballo hacia la pálida luz verde del alba. La tierra que había sido blanda y muelle apenas la semana pasada, ahora estaba parcialmente congelada. Una escarcha resbaladiza se adhería a la hierba y los cascos de Cray Lady hacían un sonido crujiente al pisar el rígido césped.

– Bueno, esto va a ser una cabalgada corta y deliciosa -susurró Colleen al caballo de su madre-. Sólo un pequeño empujón para animar tu estructura, querida. Por cierto, estás muy bonita esta mañana.

Tal vez fuera el helor mordiente lo que espabilara a la vieja yegua, como percibió Colleen. Sus orejas se enderezaron, Lady respingó una vez y otra, resopló como una locomotora expulsando una humareda blanquecina.

Colleen contuvo cariñosamente a Gray Lady hasta dejarla emprender un trote ligero. Luego, la diminuta muchacha de cabello negro se amoldó al movimiento progresivo del caballo. Una sensación exquisita de libertad se extendió por todo el cuerpo de Colleen. Un placer indescriptible sin comparación con cualqu'er otro que conociera la joven campesina.

Por fin Colleen dio rienda suelta al caballo, le dejó seguir su propio instinto: correr.

Adelantando la cabeza, con la tupida cola absolutamente horizontal, Gray Lady empezó a galopar estruendosamente por los pastizales entre verdosos y parduscos. Hubo un momento en que las cuatro patas de la yegua se elevaron al mismo tiempo del suelo. Colleen empezó a resoplar expulsando tanto vapor como la mitad de lo que hacía su cabalgadura. Se esforzó.mucho y comenzó a sudar. Por fin notó alivio. Se sintió momentáneamente libre de toda preocupación e inquietud acerca del diminuto bebé por venir.

Tras la excitante carrera, Colleen desmontó para dejar respirar a Gray Lady. Mientras caminaba con Lady cuesta abajo hacia Liffey Glade, Colleen revisó sin poder evitarlo y con cierto consuelo mucho de lo ocurrido durante los últimos meses. El primer trauma terrible del embarazo… Las espantosas reacciones del pueblo en Maam Cross… Y luego el extraño visitante procedente nada menos que de Roma, el padre Rosetti, quien le prometiera regresar para ayudarla.

De pronto Colleen captó un movimiento súbito y furtivo en la cañada. Entonces los vio.

Michael Sheedy, Johno, Liam Mclnnie y Fintón Cleary.

La joven desfalleció. Dejó escapar un gemido casi inaudible. Las lágrimas asomaron a sus ojos verdes.

– ¡Buenos días, Colleen! -gritó Michael-. El tiempo se ha vuelto frío, ¿eh?

Sin decir ni una palabra a los chicos, la horrorizada joven subió otra vez a su caballo, toda temblorosa. ¡Estaba tan aislada y solitaria esa cañada! ¡Los muchachos la esperaban!¡Sin duda la habían estado esperando! ¿Por qué?

– No intentes huir de mí. ¡No te atrevas, Colleen! Te lo advertiré una sola vez -chilló Michael.

Colleen procuró sopesar las aterradoras posibilidades, las posibles consecuencias si actuase de una forma u otra. Michael Sheedy se proponía hacerle daño. Eso era seguro.

Por último Colleen dio una orden enérgica. Lady comenzó a moverse.

Repentinamente, el viejo caballo se levantó de manos. Los remos de Gray Lady se elevaron a una altura sorprendente.

Michael Sheedy había golpeado al animal con una piedra afilada.

– ¡Ah, no! ¡Por favor!

Johno Sullivan y Liam Mclnnie lanzaron pedruscos. El de Johno dio a Lady en la caña dejando oír un fuerte crujido, el de Liam le golpeó los cuartos traseros.

– ¡Te lo advertí, ramera!

– ¡Puta! ¡Zapatilla de aldea!

Entretanto, Colleen gritó para hacerse oír sobre el aullante viento.

– ¡Calma, Lady! ¡Lady!

El caballo, aterrorizado, hizo otra corveta y luego salió de estampía, a galope tendido entre los densos arbustos de la oscura cañada.

Cercas de piedra y pinos enanos pasaron raudos a ambos lados de Colleen. Gray Lady huyó torciendo a derecha e izquierda a través de los matorrales cual un zorro acosado. Un arbusto espinoso desgarró la delicada mejilla derecha de Colleen.

De pronto, la joven recordó cómo se había salvado de Liam Mclnnie la otra vez.

El extraño y misterioso pájaro en Maam Cross. El mágico ataque.

– ¡Dios mío, ayúdame! -clamó Colleen-. ¡No permitas que mi bebé sufra daño, por favor!

Justamente entonces la exhausta montura tropezó malamente con un tronco caído. La cabeza y el pecho de Gray Lady descendieron a un palmo del suelo rasante pasando sobre una gran mata de montbretia florida.

Luego se oyó un gran crujido, como un trueno en el vigorizante ambiente otoñal.

¿Una rama?

¿Una pata?

Dios mío, Lady se viene abajo.

¡Por favor, Señor, por favor!

El animal intentó detener su caída tensando la pata, los músculos del antebrazo y del pecho. Pero fue demasiado poco y demasiado tarde.

Entonces Colleen cayó de costado, girando y retorciéndose en el frío aire grisáceo. Extendió rígidamente ante sí los brazos blancos y delgados. Desesperada, intentó protegerse como pudo. Proteger al niño dentro de su ser.

Por favor, no permitas que muera mi bebé. ¡Ah, te lo ruego…!

Las pequeñas manos arrancaron algo erizado y húmedo.

Manos y dedos escrutadores exploraron todo su cuerpo.

Luego llegó el impacto más suave que quepa imaginar en los centenares de brazos y manos de gruesas ramas azules y verdes. Colleen Galaher fue atrapada por un abeto que frenó su caída.

Estaba salvada.

Un milagro había ocurrido sin estridencias en Maam Cross.

Un signo.

ANNE

Al día siguiente, Kathleen y su madre fueron al obstetra de la chica en Boston. Por primera vez desde su llegada a Sun Cottage, Anne dispuso de casi todo el día para sus cosas.

Por la mañana, Anne se acomodó en el estudio de Charles Beavier y leyó o releyó algunos libros selectos sobre la Santísima Virgen: Nuestra Señora en los Evangelios, Nuestra Señora de Fátima, Místerios de la mujer, antiguos y modernos así como una maravillosa obra moderna titulada Alone of all Her Sex que exponía muchas ideas verosímiles, algunas de las cuales habían sido experimentadas por Anne.

«La Virgen, ejemplo sublime de castidad -escribía Marina Warner, autora de Alone of all Her Sex-, fue para mí el ser más sagrado que jamás contemplara, y era tan potente su hechizo que durante algunos años yo no podía entrar en una iglesia sin sentir dolor por toda la seguridad y belleza de una salvación a la cual yo había renunciado. Recuerdo que cuando visité Notre-Dame en París y me detuve en la nave, se me saltaron las lágrimas.»

¡Qué cierto es! -pensó Anne -, así es como trabaja la fe, como se hace sentir.

Más adelante en su libro, Marina Warner observaba que la Virgen «es una de las pocas figuras femeninas que ha alcanzado la talla del mito». Otro punto importante para guardar en la mente, se dijo Anne.

En otra sección posterior de la obra, Warner citaba a Henry Adams, quien había escrito: «El estudio de Nuestra Señora nos hace remontarnos directamente a Eva, y descorre totalmente el velo del sexo.»

Anne se pasó cuatro horas largas en el escritorio de Charles Beavier.

La mayor complicación… no era esa fenomenal evidencia histórica sobre María. Dos teorías principales basadas en lo que los eruditos denominan vagamente «tradición cristiana» tenían la aceptación generalizada de los círculos teológicos.

Según la primera, María era el producto de la concepción inmaculada, es decir, ella misma había sido concebida «inmaculadamente» en el seno de su madre…, había nacido sin el estigma del pecado original.

La segunda teoría aceptada era que (quizás en la antigua ciudad de Efeso -región occidental de Asia Menor-una vez más los datos bíblicos eran esquemáticos) su cuerpo ascendió directamente al Cielo, lo que se ha llamado la Asunción de la Santísima Virgen.

¡La Santísima Virgen María es entre todas las grandes figuras históricas la menos conocida y sobre todo la más misteriosa!

¿Por qué?, reflexionó Anne.

Apenas se hizo esa pregunta mental, Anne creyó haber encontrado la respuesta.

Escribió una vez más en su blok:

Porque María fue una mujer, una madre, y todos los autores principales de las Sagradas Escrituras fueron hombres.

Mientras paseaba por los soleados terrenos de Sun Cottage, hacia el mediodía, Anne encontró a Justin jugando una partida de tenis con el padre Milsap.

Para su honor y crédito Justin se había concentrado en el trabajo, ayudando a Milsap de todas las formas posibles… usualmente hasta las once o doce de la noche. Asimismo, desde su infortunada conversación en el Cliffwalk, había guardado las distancias con Anne limitándose a decirle un tranquilo «hola» cuando se encontraban casualmente dentro de la mansión Beavier.

Justin no era un buen tenista. Anne observó la acción en la bonita pista de tono rojizo. Ninguno de los dos sacerdotes jugaba bien.

Sus servicios semejaban los golpes para la apertura del juego en el badminton; sus voleas eran potentes pero con muchas más probabilidades de dar en la valla exterior por encima de la red; sus reveses eran más bien golpazos que golpes tenísticos.

Anne sonrió sin quererlo mientras contemplaba el juego, y por fin Justin la vio erguida sobre un pequeño redondel de césped.

– No se ría -gritó sonriente el joven sacerdote-. Esto en realidad no es tenis.

– Ya lo estoy viendo.

Anne empezó a reír fuerte.

– No. Es un juego absolutamente inédito que hemos inventado el padre Milsap y yo. Usted es el primer espectador que presencia este partido oficial.

– ¿Cuál es su opinión, hermana?

El padre Milsap sonrió y enarboló triunfante la raqueta como si ésta fuera un matamoscas.

– Opino que ustedes dos se han vuelto locos.

– ¿Locos? -exclamó quejoso Justin -. Nuestro juego sirve para un relajamiento emocional muy necesario en nuestra jornada. Además, ningún sacerdote debiera jugar bien al tenis o al golf. Eso sirve solamente para perfeccionar nuestra imagen, bastante corriente por desgracia, de club deportivo.

Justin asestó un raquetazo a la peluda y verdosa pelota «Dunlop» enviándola en dirección de Anne. Tan ágil como Jimmy Connors, saltó la barrera exterior para recogerla.

– Yo ya tengo bastante, padre -gritó Justin al sacerdote Milsap. Y en voz baja dijo a Anne-: Este es mi mejor golpe de todo el partido.

«Quisiera excusarme por lo de la otra tarde -prosiguió antes de que Anne pudiera hablar-. Yo no tenía derecho a exponer mi opinión egoísta sobre su vida. Lo siento mucho, Anne. Créame.

– Muy amable por su parte. -Anne miró fijamente los brillantes ojos verdes de Justin-. Aceptada la disculpa.

Luego se alejó del sudoroso y enrojecido sacerdote. No quiso hacerlo realmente… pero en definitiva lo hizo. «Lo he hecho como una buena católica», dijo Anne para sí.

Aquella misma tarde, al volante del «Mercedes» color siena de los Beavier, Anne dejó atrás la famosa Bellevue Avenue de Newport y se encaminó hacia el Oeste por el Memorial Boulevard.

Anne regresaba de una pequeña aventura sumamente estimulante. Acababa de explorar el lugar -había recorrido a pie los dos kilómetros del Sachuest Park-donde presuntamente Kathleen Beavier había aparcado con un muchacho en enero, hacía casi nueve meses.

El misterioso y quizá místico acontecimiento del 23 de enero.

«Por muchas razones -pensó Anne mientras conducía sin esfuerzo el manejable coche-, me siento ahora mucho más frustrada y confusa sobre Kathleen que antes.»

Cuanto más tiempo tenía para meditar sobre las particularidades de la situación en Newport, menos dispuesta estaba a aceptar sin reservas el nacimiento virginal. Y, sin embargo, nada de lo que ella adujera podría despejar los hechos perturbadores de la historia. Nada tenía un sentido tan lógico como lo expuesto hasta entonces.

Por una parte estaba la aparente aceptación del cardenal Rooney respecto de los hechos virginales.

Anne sabía que el cardenal era un sacerdote de la vieja escuela, sarcástico y lúcido, cínico y coriáceo. Es decir, no era fácil engañar al cardenal Rooney. Ni siquiera con una hábil mistificación de cualquier especie. Ni siquiera con un elaborado conjunto de coincidencias aunque se remontara al Antiguo Testamento…, y no obstante el cardenal John Rooney creía en Kathleen Beavier.

El cardenal Rooney creía que un niño sagrado estaba a punto de nacer.

Por otra parte, se planteaba el asunto de la propia Kathleen. Kathleen era virgen y sin duda estaba encinta. Kathleen decía haber visto a María -concretamente a la Santísima Virgen-, y Anne no podía creer a la muchacha aunque ésta le agradase mucho y le mereciera gran confianza.

Finalmente -Anne lo comprendía-era preciso considerar una perspectiva histórica sobremanera compleja.

Una base firme del cristianismo era la creencia en milagros.

Y por lo menos un cristiano debía creer que Jesucristo, Hijo de Dios, se hizo hombre.

Según se calculaba, mil millones de personas lo creían así. Y si un milagro semejante había sido posible dos mil años antes, se preguntó Anne, ¿por qué no podría ser posible hoy día otro milagro extraordinario?

Entonces, ¿por qué le resultaba tan difícil creer a ciegas en el actual nacimiento virginal?

¿Por qué seguía investigando para descubrir una trampa lógica que hubiese pasado inadvertida?

Mientras descendía por el Memorial Boulevard, Anne vio, apenas pasada Spring Street, un letrero rojo y azul señalando hacia la izquierda. ROGERS HIGH SCHOOL, decía el cartel. Dio la señal de giro a la izquierda y torció en ese sentido.

Anne se había propuesto entrevistarse con la segunda persona que lógicamente podría arrojar más luz sobre aquel fantástico rompecabezas.

Quería ver al hasta entonces anónimo compañero de Kathleen en la noche del 23 de enero.

JAMES JORDÁN

Su nombre era James Jordán III.

Un estudiante de último curso en el Rogers High School.

Esos eran los dos únicos datos comprobados que conocía Anne acerca del muchacho. Caviló sobre las implicaciones que podría tener la presencia del coche de los Beavier deslizándose por el túnel multicolor de arces y robles denominados School Street.

Aparcó frente a una hermosa granja colonial que parecía haber salido de las páginas de Currier & Ivés. Descendió del vehículo y examinó el edificio. En cierto modo, pensó, me habría encantado vivir en una casa como ésta.

Cuando se aproximó a la Rogers High School, Anne aguardó ante la fachada con algunos jóvenes mecánicos que esperaban aparentemente a algunos amigos suyos.

Cuando su reloj de muñeca con correa negra marcaba las 14:40 h, algunos chicos melenudos y algunas muchachas empezaron a salir del descolorido instituto de ladrillo rojo. Quedaban todavía unos minutos para que la campana principal desencadenara el caos… ¡y ojalá soltara también a James Jordán!

El corazón le empezó a latir aprisa. Anne detuvo a una estudiante cuando ésta descendía por el camino bordeado de setos.

– Dispénseme, siento molestarla -dijo Anne a la chica, una pelirroja con breve falda de tartán y largas piernas pecosas -. ¿Conoce usted por ventura a James Jordán?

La colegiala, cuyo nombre era Katherine Mahoney, dijo a Anne que James era conocido generalmente por el nombre de Jaime. Katherine añadió que había visto a Jaime durante el primer período de recreo y por tanto no andaría muy lejos.

«Quizás en esa manada estudiantil que empieza a apretujarse para salir de estampida por las ocho puertas acristaladas del colegio», pensó de repente Anne.

Un timbre desató finalmente el clamor. Una juventud delirante llenó con su vocerío el vigorizante aire otoñal. Un balón demasiado hinchado salió botando del sosegado edificio de estilo colonial.

– ¿Es sobre el caso Beavier? -preguntó Katherine Mahoney cuando ella y Anne se volvieron para hacer frente a la arrolladura multitud.

– Sí, lo es. -Anne tuvo que alzar la voz para hacerse oír sobre el ruido multitudinario -. ¿Se habla mucho aquí sobre ello? ¿Estudiantes y profesores?

– ¿Bromea usted? -Katherine comenzó a pintarse los labios con un lápiz naranja que discrepaba bastante de su deslumbrante melena -. Es lo único de que se habla. ¿Acaso no ha notado usted que toda la ciudad está temporalmente mochales acerca de esa virginidad?

Anne miró hacia la bárbara horda de chubasqueros, chalecos de leñador, gorros militares y todas las variedades de camisas de lana. Intentó imaginar la apariencia de Jaime Jordán III. Intentó imaginar con cuál de esos jóvenes se habría citado Kathleen.

– ¿Qué opina toda esta gente sobre la virgen? -preguntó Anne a la chica-. ¿Qué cree usted?

La muchacha se encogió de hombros y meneó la cabeza.

– Últimamente, o por lo menos durante las últimas semanas, Jaime ha estado contando a todo el mundo que él se acostó con Kathleen Beavier. Por mi parte, sé muy poco sobre la cuestión y además no me interesa. Realmente les importa un bledo a muchos de los chicos que conozco. Por cierto, Jaime es en suma un conquistador barato. Tiene un ego como una catedral. ¡Eh, ahí está! Ese es Jaime Jordán.

La pelirroja señaló con un índice pecoso a una ruidosa manada de adolescentes, entre diecisiete y dieciocho años, que se acercaban por la abarrotada acera.

– ¿Ve ese chaleco rojo? ¿Con la camisa de lana a cuadros rojos? Ese es Jaime.

Anne echó una ojeada a la masa de pelambreras colgantes y chaquetas de leñador. Por último, su mirada se fijó en un joven con una luminosa melena rubia. Era alto, enjuto y bastante más aplomado que los demás componentes del tumultuoso grupo. «Tiene una especie de jactancia inconsciente», pensó Anne.

– No sé si ésta será una idea terrífica -masculló Anne dirigiéndose a Katherine pero sin perder de vista a Jaime.

– ¿Qué quiere decir?

– Me pregunto… Está bien… Muchas gracias. Le estoy muy agradecida por su ayuda -dijo Anne a la chica.

Mientras se abría paso entre los chillones y jocosos grupos -como quien intenta sortear las rompientes caminando hacia el océano -, Anne se sintió inquieta. Se le ocurrió que tal vez la idea no fuera tan buena después de todo.

– ¡Hola! Me llamo Anne Feeney -dijo cuando se acercó al muchacho alto, de largo cabello rubio y perfectas facciones Chippendale -. Me han dicho que usted es Jaime Jordán.

No hubo una réplica inmediata por parte del muchacho, tan sólo una sonrisa fría y calculadora.

– Eso significa que usted es Jaime, supongo.

Anne esbozó una sonrisa forzada sintiéndose cada vez más insegura. Esto empeora por momentos, pensó.

El chico hizo saltar un cigarrillo de una cajetilla roja y blanca.

– Sí, soy Jaime. ¿Por qué?

– ¿Querría hacerme el favor de caminar conmigo durante unos minutos? -le preguntó Anne. Sintió que sus mejillas enrojecían-. Me gustaría hablar con usted a solas. No represento a ninguna revista ni periódico. Para ser franca, estoy un poco nerviosa y asustada. ¿Quiere usted acompañarme un rato?

Jaime Jordán miró primero a sus compadres. Todos le aprobaron con una sonrisa disimulada. Luego, examinaron detenidamente los senos de Anne, sus largas y esbeltas piernas.

– Está bien -dijo finalmente Jaime -. Demos ese paseo.

– A propósito…, soy una monja -dijo Anne tan pronto como se distanciaron de los otros.

Jaime Jordán permaneció impertérrito, quizás algo divertido.

– Ya. Por cierto, yo no soy un estudiante de este centro. Realmente colaboro con la Oficina Federal de Estupefacientes.

Anne rompió a reír. Aquello le recordó un poco las descabelladas bravatas de las chicas en St. Anthony.

– Eso me parece un poco improbable. -Anne sonrió al muchacho -. La gente cree todavía en las monjas huidizas, con hábitos negros al estilo de Sally Fields. Pero esto es la pura verdad. Mi papel.

– Está bien -replicó Jaime -. Sea como fuere le prestaré atención. ¿Qué sucede, hermana? Así es como lo dicen allá en Salve Regina…

– La primavera pasada, usted salió con Kathleen Beavier -dijo Anne.

– Me lo estaba esperando. -Jaime sacudió la cabeza -. Está bien. Salí una vez con Kathleen Beavier. Una cita de verdad. Más algunas salidas para tomar un tentempié después de la clase.

– ¿Cómo es que hubo una sola cita? -inquirió Anne.

Al mismo tiempo pensó sin poder evitarlo que ambos harían una pareja llamativa.

– ¿Por qué una sola cita? Bien, no podemos dejar que el chico adelgace demasiado, ¿verdad?

Anne iba a fruncir el entrecejo pero se contuvo. «Los chicos serán siempre chicos», pensó.

– ¿Querría ser sincero conmigo por un minuto? -inquirió con su mejor tono autoritario de Hope Cottage-. Verdaderamente esto es muy serio, Jaime. Al menos para mí. Yo no habría tenido el valor necesario para acercarme a usted y sus amigos si no fuera algo importante.

El muchacho rubio se morigeró un poco.

– ¡Eh! Estoy paseando con usted, ¿no?

– Jaime, ¿querría contarme exactamente lo sucedido el 23 de enero? Sé que usted fue con Kathy a un baile serio en Salve Regina. Por favor, dígame qué ocurrió después del baile.

Una mirada colérica e incluso dolida desfiguró el rostro de Jaime Jordán.

– ¡Escuche, maldita sea, me importa muy poco lo que diga ella¡!Nosotros lo hicimos en la noche del gran baile! Todo el mundo sabe que lo hicimos. Kathy Beavier fue como un pez muerto, lo reconozco, pero eso no la convierte en virgen Santa. ¡Y ella lo sabe!

– Jaime -dijo Anne bajando la voz -, he leído los diagnósticos médicos. Kathleen sigue siendo virgen. ¡Kathleen Beavier no ha hecho nunca nada con nadie!

Jaime Jordán sacó las manos de los bolsillos y las alzó violentamente. Durante un instante Anne temió que le largara un puñetazo delante del público escolar.

– ¡Eh, mierda de vaca! -gritó él en su lugar-. ¡La conseguí con esto!

Jaime Jordán se echó mano entre las largas piernas cubiertas con pantalones vaqueros. Luego, dio media vuelta y se alejó de Anne.

– ¡Ah, maldita sea! -masculló Anne mientras los estudiantes la abordaban por ambos lados dándole codazos, algunos mirando descaradamente a la mujer mayor.

Dos chicas encendieron tranquilamente dos arrugados cigarrillos de marihuana.

Anne comenzó a temblar. Pensó que ella misma necesitaría un cigarrillo. Aún no podía creer lo que había hecho…, hablar por su cuenta a Jaime Jordán. Al mismo tiempo pensó que Jaime Jordán era un terrible embustero psicópata, lo que se llamaba sociópata en St. Arithony's…

O bien lo era Kathleen Beavier.

ANNE Y KATHLEEN

Anne observó curiosa a Kathleen-cuando ésta manoseaba una vieja muñeca de trapo que era como una combinación entre Charlie McCarthy y Huckleberry Finn.

A los siete u ocho años de edad, Kathleen había confeccionado esa singular muñeca.

La cara era una media de color carne rellena con toallas de papel arrolladas. La muñeca tenía unos ojos negros estrafalarios, una nariz bulbosa, una sonrisa hecha a calceta, gafas confeccionadas con alambre eléctrico. Llevaba un pañuelo auténtico en el bolsillo de una pequeña camisa de verdad. Los tirantes de la muñeca estaban hechos con cintas de tela escocesa; sujetaban unos calzones cortos. También llevaba calcetines y pequeños zapatos Buster Brown auténticos… Kathleen había llamado Mister Fibs a su muñeco de confección casera.

– Lo hice yo misma.

Kathleen levantó la vista y miró hacia la puerta del dormitorio donde, según su presentimiento, había alguien vigilándola.

– Debí de ser un renacuajo muy avispado cuando era pequeña.

– ¿Y no te sientes ya avispada… anciana señora de diecisiete años?

– No. -Kathleen sonrió a Anne-. Mucho me temo que la magia se haya esfumado. Ya no hay más magia.

Anne penetró en el acogedor dormitorio de Kathleen, pintado de un amarillo meloso. Observó unos montones de discos, rock y sinfónicos. Posters de «El señor de los anillos». Una habitación bastante normal para una chica de diecisiete años.

– Kathy, he venido para hacerte una pregunta en cierto modo importante.

Anne tomó asiento en una mecedora de pino amarillo junto a la cama con baldaquín de Kathleen.

– ¿Confías realmente en mí, Kathy? Quiero decir, ¿real y sinceramente?

– ¿Es ésa la pregunta tan importante?

Anne se aclaró la garganta e hizo una profunda inspiración. Después expulsó lentamente el aire. -No… Pero, ¿es así?

Kathleen sonrió. Una sonrisa contagiosa, de increíble inocencia; una sonrisa absolutamente carismática. Anne lo pensó por enésima vez.

– Confío mucho en ti… -Los ojos de Kathleen bajaron la vista para mirar al muñeco de su infancia y no a Anne.-Yo… yo también te quiero mucho, Anne.

Anne notó que necesitaba llegar a la boca del estómago para el siguiente aliento. ¿Por qué le afectaría tanto Kathleen? La muchacha podía cortarle la respiración con unas cuantas palabras escogidas. Con una mirada. O una sonrisa.

– Kathleen…, ¿querrías hablarme, por favor, acerca de Jaime Jordán? -preguntó Anne haciendo de tripas corazón -. Hoy fui a verle. Hablé con Jaime, Kathy, y él afirmó que…

– Que tuvimos trato sexual. Se lo cuenta a todo el mundo, porque a su juicio es lo que se espera de él. Jaime Jordán me da lástima. Con esa imaginación de macho irresistible.

Kathleen estrechó la inestimable muñeca de trapo entre sus delgados brazos. Pareció una niñita asustada aferrándose a su muñeca. Cual una extraña madona de los tiempos modernos. «Su rostro expresa una increíble inocencia», pensó Anne.

– No hicimos el amor. No nos besamos siquiera. Yo no le amaba; él tampoco me amaba. Se comportaba como un animal asqueroso. Y terminó siéndolo. Eso es todo cuanto puedo contar por ahora -dijo la rubia joven.

Levantó la vista y miró de hito en hito a Anne. Kathleen se sintió enferma. Le fastidió terriblemente tener que mentir a Anne…, pues ¡la quería tanto! La generosidad de Anne tenía algo de entrañable; su franqueza y honradez.

– ¿No rne crees, Anne? -preguntó-. Por favor, créeme, querida Anne. Si nadie cree en mí… ¿qué me sucederá? ¿Qué le sucederá al niño?

KATHLEEN

Kathleen sintió unos horribles martillazos dentro de las arrugas más sensibles de la frente. Fue como si unas manos férreas intentaran desmenuzar su cabeza.

Incluso antes de esa sensación notó una presión intensa, el presentimiento de que algo iba a suceder en Sun Cottage.

Se acercó de puntillas a la ventana y corrió las cortinas de zaraza transparente. Kathleen no pudo explicarse exactamente por qué había ido a la ventana.

Vio su aliento adherido al oscuro cristal, una película grisácea y fantasmal.

Fuera, se distinguía la luz fría y difusa de los faroles alineados a lo largo de la calzada hacia Ocean Avenue. Los vigilantes privados, con pellizas de cuello oscuro, estaban plantados ante la verja como centinelas haciendo guardia en un acuartelamiento.

Mirando hacia abajo desde su ventaría, Kathleen le vio.

Le estaban saludando el ayudante del cardenal Rooney, padre Milsap, y el joven sacerdote irlandés, padre O'Carroll.

El llevaba un sombrero negro flexible con ala vuelta, un saco de viaje, negro y brillante. Abarrotado hasta reventar. Sus espaldas se encorvaban… soportando el peso del mundo sin duda alguna.

Antes de entrar en Sun Cottage, levantó la vista y miró al ventanal tenuemente iluminado del segundo piso.

El padre Rosetti me ha mirado a los ojos, pensó Kathleen, estremeciéndose. El conoce ya la verdad, pero no tiene la fe suficiente para creerla.

Por fin había llegado el sacerdote de ojos oscuros.

EL PADRE EDUARDO ROSETTI

La primera conferencia se celebró aquella noche en una de las hermosas salas dobles del primer piso de Sun Cottage.

Kathleen se sentó en una silla de respaldo rígido. Su protuberante estómago pareció a punto de estallar.

La hermana Anne Feeney tomó asiento ai lado de la rubia adolescente. Los señores de Beavier, con actitud muy tensa y nerviosa, se acomodaron al otro lado. La sirvienta, Mrs. Walsh, fue de acá para allá sirviendo té y café. Los padres Milsap y O´Carroll, ambos con holgadas sotanas negras que parecían de una época remota.

El padre Rosetti pareció nervioso y conturbado cuando se plantó ante ellos en el elegante aposento.

El padre Rosetti apretó y estiró sin cesar las anchas manos callosas de trabajador manual. Sonrió pocas veces, pero su sonrisa fue cordial e incluso cálida. Cuando se dejó oír, su voz fue suave, paciente, muy agradable para el oído.

– El Vaticano me ha enviado aquí -les dijo el padre Rosetti -. Mi título oficial es el de Investigador jefe para la Congregación de Ritos. Algunas veces he representado el papel de abogado del Diablo o Postulador de la Causa.

»Dicha Congregación de Ritos es la institución sagrada dentro de la Iglesia que investiga milagros, toda clase de fenómenos sobrenaturales y propuestas de santificación. Estoy bajo la supervisión y las órdenes de Su Santidad el Papa Pío XIII.

El padre Rosetti escrutó los suaves ojos azules de Kathleen Beavier.

– Yo soy algo así como… un investigado: de tributos sobre lo sobrenatural. Suelo representar una pesadilla para muchos. Pero en realidad soy un burócrata inofensivo. No deben atemorizarse. No lo hagan, por favor.

– Yo no. -La rubia adolescente movió negativamente la cabeza -. Usted no me atemoriza, padre.

Sin embargo, Kathleen pareció enferma. Pálida por fuera y posiblemente magullada por dentro. Kathleen dio la impresión de estar a punto de alumbrar.

– Kathleen, ¿no estará esta noche entre nosotros la Santísima Virgen María? -preguntó inopinadamente el sacerdote del Vaticano.

El padre Rosetti siguió exponiendo sus ideas sin rodeos, como si la extraña pregunta primordial fuera parte de una alegre charla.

Kathleen hizo una profunda inspiración y luego se apoyó muy tiesa en el rígido respaldo de la silia. Su abultado estómago semejó un globo revestido de azul celeste. Se apartó de la frente un hermoso mechón sedoso.

– Sí. Ella está aquí -musitó.

– ¿Dentro de la casa? -inquirió el sacerdote, alzando una de sus velludas y negras cejas.

– Sí, dentro de la casa. Está aquí.

– ¿En esta habitación, entre nosotros, Kathleen?

– Sí. Dentro de esta habitación, padre.

– Lo siento, Kathleen -repuso afable el padre Rosetti -. Supongo que yo no estoy habituado a la proximidad de nuestra Santísima Madre… ¿Es muy hermosa? ¿Está de pie, Kathleen? ¿O sentada por ejemplo en esa silla azul?

– Padre Rosetti -dijo Kathleen-, sé lo que se propone usted, pero absténgase, por favor. Nuestra Señora está aquí, con nosotros. Su apariencia es la de una hermosa dama. Usted puede actuar como le plazca siempre que le sea posible creer en ella.

– Kathleen, sólo me preocupa lo que creas -replicó con suavidad el sacerdote del Vaticano -. Prosigamos. Por favor.

Durante el intercambio verbal con Kathleen, un silencio incómodo había dominado la sala.

– Desde que yo era chico en las escuelas sicilianas -ahora el padre Rosetti se dirigió a todos los presentes-he oído decir a los representantes consagrados de Nuestro Señor frases tan fútiles y trilladas como «los caminos del Señor son inescrutables, misteriosos, hijo mío». Yo rechacé siempre esa fraseología inconducente. En mi fuero interno me pareció una impostura. Una fraseología engañosa y destructiva. Me dejó entrever que las creencias íntimas de esos sacerdotes eran muy superficiales.

«Bien, por consiguiente me gustaría explicar lisa y llanamente por qué estoy aquí. Mi llegada a América no es nada misteriosa. La puedo esclarecer con perfecta lógica, creo yo.

»El Vaticano se interesa mucho por el nacimiento de tu niño, Kathleen… Muchas gentes del mundo entero están llamándolo ya el Nacimiento Virginal.

«Periódicos, televisión y radio están vigilando una vez más a la Iglesia. Todo ello suscita gran esperanza y expectación. Es más, el pueblo está revisando y evaluando sus ideas sobre Dios.

Las enérgicas facciones del clérigo vaticanista empezaron a mostrar tensión e inquietud. El hombre paseó arriba y abajo ante una vitrina llena con las carabinas de Charles Beavier.

La escena se hizo cada vez más incómoda para todos los asistentes.

– Ahora debo participarles la más extraordinaria nueva.

El Investigador Jefe para la Congregación de Ritos humilló primero la cabeza. Por fin levantó la vista.

Las siguientes palabras fueron dirigidas a Kathieen exclusivamente.

– Una de las cosas que he descubierto hasta el momento. Una de las pocas cosas que me ofrecen absoluta seguridad. -El padre Eduardo Rosetti habló en voz baja pero firme e impresionante-. Y es que, aunque parezca mentira… hay dos vírgenes.

– Yo sé que hay dos de nosotras. Por lo menos dos -repuso Kathleen con un susurro sólo audible para el padre Rosetti.

– ¿Cómo lo sabes? -inquirió el sacerdote vaticanista entornando los ojos castaños mientras su amplio pecho se ensanchaba y contraía-. Kathleep, debes revelarme cómo lo has sabido. Por favor, cuéntame todo cuanto sepas sobre ello. Kathleen, esto es muy importante.

Mientras Kathleen y el padre Rosetti cambiaban unas palabras susurrantes, los demás ocupantes del aposento empezaron a hablar simultáneamente, según pareció. ¿Dos vírgenes? ¿Quién era este sacerdote romano? ¿Qué pretendía de ellos? ¿De Kathleen?

– ¡Padre Rosetti! ¡Señor! ¿Quiere explicarnos qué significa todo esto?

Por fin, Mr. Charles Beavier se levantó para hacerse oír en todo el murmurante aposento.

– Ya les dije que les contaría todo cuanto sé. -Rosetti se volvió hacia el padre de Kathleen Beavier-. Y quiero contárselo ahora. Todo cuanto sé acerca de este asunto tan perturbador. Siéntese, por favor. Escúcheme un momento.

»En julio -dijo el padre apostándose ante la vitrina de los costosos rifles-se me convocó en mi apartamento cerca de Porta Angélico para ir al Palacio Apostólico donde reside el Santo Padre.

«Puesto que yo no había visto jamás a Pío XIII, salvo una audiencia con otros cien sacerdotes -quienes por cierto se comportaban como escolares bobalicones e inmaduros, siento decirlo -, pueden imaginarse ustedes cuál fue mi sorpresa e inquietud poco antes de esa visita.

»Por fin, aquella tarde después del almuerzo me encaminé al aula apostólica. Y entonces, en el propio Palacio Apostólico recibí mi segunda sorpresa anonadante. No sólo me reuniría con el Papa Pío, sino que también le vería a solas en su apartamento privado, un honor que se concede únicamente a unos cuantos cardenales.

»Según resultó, el Papa sabía mucho sobre mis actividades como Investigador jefe para la Congregación de Ritos. Lo que yo hago esencialmente es seguir el rastro de los hechos verídicos sobre posibles milagros y propuestas de santificación. Yo registro y documento los hechos. Esto se asemeja mucho a una investigación ante un jurado.

El padre Rosetti hizo una pausa y dejó vagar su mirada por toda la habitación. Ahora todos le escuchaban con suma atención…, escuchaban pasmados a ese extraño y tenebroso sacerdote que había mantenido una conferencia privada con el Papa Pío.

– El Santo Padre y yo mantuvimos una conversación sobre diversas cuestiones durante quince o veinte minutos. Luego, me contó una larga y pasmosa histora sobre el famoso milagro ocurrido en Fátima en el mes de octubre de 1917.

«Cuando miré el reloj, una vez más, habían transcurrido tres horas largas. No pretendo ser un buen narrador… Eso es exactamente lo que ocurrió. El tiempo voló como si hubiesen pasado tan sólo unos minutos… El punto principal de todo cuanto me refirió el Papa pareció ser que en Fátima, Lucía dos Santos recibió un mensaje sumamente importante y controvertido de una persona que aquella niña denominaba la Dama.

»Sólo cuatro hombres han leído ese mensaje durante los últimos veintisiete años -los pontífices Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo y el actual Pío… Ninguno de esos Papas ha podido revelar a ninguna otra persona el mensaje de hace setenta años. Juan y Pablo VI aludieron a la excepcional importancia del mensaje. Ambos Papas se refirieron a las dos partes del mensaje de Fátima. Primero, una terrible advertencia para todos nosotros, los habitantes de la Tierra. Segundo, una grandiosa y esperanzadora promesa de la Dama.

»El verano pasado, el Papa Pío XIII me dijo en Roma que el mensaje de Fátima revelaba la aparición de dos vírgenes, o quizá más de dos. También indicó que yo debería investigar a esas vírgenes tal como si fuera un milagro inmenso, trascendental. «Una de esas jóvenes podría alumbrar un niño muy especial», me dijo el Papa Pío. Un niño divino, afirmó el Santo Padre.

Después de múltiples preguntas y las consiguientes respuestas en la sala de Sun Cottage, Anne consideró que no se había contestado a una bastante importante.

– Padre Rosetti -decidió preguntar por fin, captando la atención del sacerdote vaticanista-. Usted dijo antes que nos explicaría el porqué de su visita a Newport. No creo que lo haya explicado todavía. Al menos con claridad.

Súbitamente, Kathleen se echó hacia adelante en su silla. Sus dilatados ojos azules fueron de Anne al padre Rosetti. Luego habló a ambos.

– El padre Rosetti ha venido aquí para averiguar cuál de nosotras dos es la auténtica virgen -dijo.

El sacerdote vaticanista escrutó los ojos de la inocente y preciosa chica americana. Hizo una inclinación solemne con su enorme cabeza. Pero sus ojos no perdieron de vista los de Kathleen.

Lo mismo hicieron los padres de Kathleen, la hermana Anne Feeney, los padres O'Carroll y Milsap y la vieja sirvienta Mrs. Walsh.

Tampoco se contuvieron las legiones de ojos, arracimadas fuera, en los terrenos nocturnos de Sun Cottage.

Ojos relucientes acechando…, aguardando…, empezando a ulular y desgañitarse al unísono.

OCHO

COLLEN

A las cuatro y media de la madrugada del 6 de octubre se asestó un fuerte golpe a la recia puerta del dormitorio de Eduardo Rosetti.

Luego, se dejó oír otro golpe en la puerta del padre Justin O'Carroll.

Y, por último, un persistente golpeteo en la puerta de la hermana Anne Feeney.

A las cinco, todos ya vestidos, descendieron la escalera donde les esperaban el padre Martin Milsap y Mrs. Walsh sosteniendo una bandeja de café caliente y tostadas con mantequilla.

– El padre Rosetti me ha pedido que les hable en su nombre -dijo por fin el padre Milsap mirando primero a Anne y después al padre O'Carroll.

– A estas alturas parece necesaria una visita a la segunda virgen, una joven irlandesa. El padre Rosetti debe hacer algunas preguntas a la muchacha. Asimismo, es preciso hacer un importante reconocimiento físico.

»Parece razonable que vaya alguien más para exponer una segunda opinión sobre la chica y ayudar al padre con todos los medios posibles. Considerando las complicaciones existentes aquí en Newport no veo la posibilidad de que le acompañe yo mismo. Por otra parte, hermana, usted conoce muy bien la situación virginal. Y usted, padre O'Carroll, es justamente de Irlanda… Así pues, el padre Rosetti ha sugerido que ustedes dos podrían acompañarle.

Anne y Justin cambiaron una mirada fugaz.

– Me gustaría conocer a la otra chica -dijo Anne.

– Yo iré, desde luego -asintió Justin.

El padre Eduardo Rosetti sonrió de súbito…, una sonrisa sorprendentemente cálida y franca.

– ¡Muy bien! -exclamó con un tono campechano, algo inadecuado para horas tan tempranas -. Saldremos de aquí dentro de una hora. Ya verán que Colleen Galaher es una chica extraordinaria. Sobremanera extraordinaria.

El «Concorde» de British Airway, con destino al aeropuerto irlandés de Shannon, era un restaurante decente que había aprendido a volar; así compensaba ciertas deficiencias ofreciendo una superabundancia de alimentos medianos tirando a buenos y bebidas óptimas.

Apenas levantó el vuelo ese reactor supersónico tan controvertido de nariz ganchuda, se sirvió presurosamente un desayuno bien caliente y abundante a los padres Rosetti y O'Carroll y a la hermana Anne.

Concluido el desayuno, se les procuró toallas calientes y perfumadas así como una bolsa conteniendo zapatillas y una máscara para dormir.

Entretanto, Anne y Justin miraron estupefactos por las ventanillas de tamaño bolsillo. Porque el «Concorde» volaba tan alto que ambos pudieron ver la curvatura del planeta en un momento dado. Fue algo digno de contemplar; durante unos instantes, los dos se sintieron como astronautas.

Un colación espléndidamente presentada fue el siguiente paso. Pero antes de poder digerir la comida, el «Concorde» se descolgó de un denso banco nuboso y se deslizó hacia el rutilante techo metálico de Shannon.

La primera parte de su viaje para ver a la segunda virgen había sido realizada con suma comodidad y a una velocidad de plusmarca.

Durante el largo recorrido en coche desde Shannon, el padre Rosetti no se cansó de repetir cuan afortunado había sido que el padre O'Carroll fuese originario de Irlanda, y cómo había actuado la Divina Providencia en su favor.

Transcurridas dos horas más o menos de conducción entre colinas bajas e impresionantes con cien matices diferentes de verde, llegaron a un sorprendente edredón pardusco de cebadales y avenales,

Luego llegó una pintoresca colina con heléchos y coniferas, que semejó un oscuro barco de cabotaje en el horizonte. Después apareció una cinta negruzca que resultó ser un río cristalino.

Y al fin surgió la singular villa de Maam Cross. A Anne le pareció una ciudad sombría, antigua, como en los cuentos de hadas.

Vieron un letrero gris y blanco de madera, una señalización de carretera anunciando la ciudad. Junto al nombre se habían garrapateado con un rojo brillante Tierra de Dios.

Torciendo por un camino estrecho, aunque pavimentado, Anne, Justin y el padre Rosetti vieron a los druidas más anacrónicos imaginables, aldeanos todos ellos de pardo. Había quizá veinte hombres vistiendo trajes pardos, veinte gorras a cuadros, veinte pares de botas negras, evidentemente, el trabajo de un mismo zapatero remendón.

– Estos son los últimos campesinos auténticos de toda la Europa occidental -dijo Justin con una sonrisa tímida que tanto podía expresar enorgullecimiento como cierta turbación.

– Creo que hemos entrado oficialmente en Maam Cross -dijo el padre Rosetti, pareciendo desentenderse de cualquier comentario cultural.

En la Calle Mayor del pueblo irlandés había algunas tiendas de una sola habitación. Antiguos anuncios publicitarios: «Player's Please», «Guinness for Greatness». Una caballeriza y un garaje alojados en el mismo edificio. Una hilera de cottages con piedras desmoronadizas, demasiado insípidos para recibir el calificativo de encantadores.

Dentro de cada uno habrá una estancia familiar semejante, fue explicando Justin mientras circulaba lentamente por la ciudad. En esa habitación se acumularán los souvenirs, el televisor y diversas pinturas religiosas; será también el lugar donde tomarán té cuando les visite el párroco. Todos los dormitorios serán angostos e incómodos. También estará presente el hedor del fuego de turba y quizás el olor de impermeables secándose sobre duras sillas de madera.

Anne dijo que le costaba creer que se hallase en Irlanda dentro del mismo día.

El hogar de Colleen Galaher distaba un kilómetro más o menos de la ciudad, por el Este, una vez pasada la fábrica de Bushmill.

Era un respetable cottage encalado, con paredes sin cimiento, y un tejado embarbado a base de largos juncos. La historia sobre el estado tan especial de Colleen no había suscitado curiosidad en el exterior, salvo las crueles murmuraciones de Maam Cross; quizá fuera porque la muchacha irlandesa vivía muy aislada, o quizá por la voluntad divina.

– Eso que huelen ustedes es un fuego de turba -explicó Justin cuando los tres descendieron del coche alquilado-. Mantenido siempre vivo. No les será fácil olvidar ese olor.

Anne echó una ojeada a Justin y le vio profundamente afectado por las vistas y los olores renovados de su tierra natal.

Se alegró por él. Se preguntó incluso si lo mejor para Justin hubiera sido quedarse para siempre en Irlanda.

– El padre de Colleen Galaher murió hace un año más o menos. Un hombre serio, un típico Fin McCool -comentó el padre Rosetti mientras caminaban hacia el cottage -. Su madre ha sufrido un ataque. Y está obligada a guardar cama casi todos los días… Por añadidura, los médicos de esta comarca no son un modelo de sabiduría. Así pues, la chica afronta una situación difícil. Muy diferente, mucho, de la que soporta la Beavier.

Cuando atravesaron la cancela de la cerca de piedra que rodeaba el cottage, se abrió repentinamente la puerta.

Vieron a una monja, una mujer de aspecto severo cuyos hábitos negros ondearon con la suave brisa irlandesa.

– ¡Padre Rosetti, ha vuelto para visitarnos! -exclamó la monja con tono amistoso.

Agitó una mano y sonrió alegre al sacerdote del Vaticano.

– Hermana Katherme Dominica… Este es el padre Justin O'Carrol. El padre O'Carroll es nativo de County Cork. Y aquí tiene a la hermana Anne Elizabeth Feeney.

La monja irlandesa inclinó la cabeza a los dos visitantes americanos. Unos mechones parduscos aparecieron bajo su rígida toca blanca.

– Hola, hola… -musitó mientras los empujaba hacia dentro.

Cuando se detuvieron en el interior, una muchacha de pelo negro vistiendo un largo blusón blanco se levantó de un taburete colocado junto al fuego.

– ¡Hola, padre Rosetti! -exclamó con evidente placer y sorpresa.

– ¡Ah, aquí está Colleen! -El padre Rosetti sonrió, y su sonrisa fue como el sol cuando asoma entre los más tenebrosos nubarrones-. La chica más bonita del Eire.

Tal como pudieron ver Anne y Justin, Colleen Galaher estaba embarazada de ocho meses y medio. El abultamiento convexo de su estómago parecía un horrible error…, no sólo inconciliable con las leyes biológicas, sino también con las físicas.

A semejanza de Kathleen Beavier, la pequeña parecía increíblemente joven e inocente. Tenía ojos enormes de un verde pálido, aspecto saludable, mejillas sonrosadas, un cuello largo y delicado como el tallo de una bonita flor.

Era una niña demasiado pequeña y delicada… para estar encinta.

Catorce años, se dijo Anne sin poder evitarlo, exactamente la edad de María de Nazaret cuando nació Jesús.

– ¿Le apetece a alguien un poco de té? -preguntó la chica irlandesa con voz dulce y tímida-. ¿Y unas galletitas saladas hechas en casa para reponerse de su largo viaje?

En un pequeño rincón de su mente, Anne creyó estar traicionando a la pobre Kathleen. Le gustó mucho la chica irlandesa. ¿Por qué, en nombre de Dios, tenía que haber dos vírgenes? Anne se lo preguntó ahora más que nunca.

Después del té, el padre Justin O'Carroll deambuló más allá del pálido henar que rodeaba el cottage Galaher. Sin darse cuenta, hundió los puños en los profundos bolsillos de sus pantalones de lana.

Un viento recio levantó polvo en los campos cubiertos con carrizos y flores silvestres de un rojo oscuro. El viento alborotó el pelo de Justin. Le hizo parecer un joven marinero del llano.

Súbitamente se sintió abrumado por las dudas y emociones acumuladas… Una cosa era estar a tres mil kilómetros de Boston con el Atlántico por en medio, y otra volver a casa para contrastar la dirección y las intenciones de su vocación y su vida.

Ahora pudo imaginarse el piadoso desdén de sus superiores en Dublín, la decepción lícita de sus amigos y patrocinadores en la Orden. Todavía sería más serio, reflexionó Justin, el daño causado a su familia allá en Cork, con su abandono de la Orden del Espíritu Santo. No habría forma de hacer comprender a sus padres, a sus hermanos y hermanas, lo que habían significado los dos últimos años en Boston. Ningún sacerdote con su limitada experiencia abordaría abiertamente a una mujer, y menos todavía a una sor.

«Sin embargo, sin embargo…», pensó Justin.

El sentía que Anne jamás le había inspirado tanto amor y respeto. ¡La contradicción era enloquecedora! La culpabilidad, un horror físico, tangible. La traición a sus deberes y votos sagrados, a los sueños y esperanzas previstos para él, una pesadilla permanente.

Dios mío, siento de corazón… haberte ofendido. Y ofender a quienes han depositado su entera confianza en mí. Y ofenderme a mí mismo, creo yo…

Se alzó el cuello negro para protegerse de la fría humedad. Todo su cuerpo sintió el ardor del miedo y la vergüenza. Se estremeció sin darse cuenta.

Maldita sea, él no quería hacer daño a nadie en la Orden del Espíritu Santo. Justin pensó que haría cualquier cosa para no dañar a esos hombres dignos y santos. Tampoco quería ser un ejemplo profano para otros sacerdotes jóvenes.

Sobre todo, Justin no quería perjudicar a su familia. No quería verla calumniada y envilecida tal como se insultaba cruelmente a la joven Colleen Galaher, aquí en Maam Cross.

Por primera vez al cabo de un año, Justin pensó que le sería posible apartarse de Anne. El no vio otra solución para su problema. Ni otra respuesta por el momento.

El alto sacerdote de cabello oscuro dio media vuelta y se encaminó hacia el pequeño cottage de un blanco descolorido.

– Señor, ¿por qué me has traído aquí? -demandó quietamente el joven sacerdote bajo el viento aullador-. ¿Por qué me has hecho volver a casa?

Cuando Colleen hubo servido té y galletas a todo el mundo, salió a dar un paseo con el padre Rosetti descendiendo por el sendero pardusco que serpenteaba detrás del cottage Galaher. Era un arroyo fangoso más bien que un camino carretero propiamente dicho, una veta sombría y escabrosa abierta en un campo asombrosamente verde.

Por fin llegaron al bucólico Liffey Glade. Una vez dentro del siempre verde santuario, Colleen reveló al padre Rosetti lo que le había sucedido en la noche del veintitrés de enero. El secreto de la joven tuvo una relación trascendental con el mensaje de Fátima. Por primera vez Eduardo Rosetti pensó que ya era hora de esclarecer algunas verdades sobre las dos jóvenes vírgenes.

JAIME JORDÁN

Jaime Jordán III, Chris Grimwood y Peter Schweitzer eran un ejemplo clásico, textual, de que el macho vinculado con América no había cambiado durante los últimos treinta años.

Los tres jóvenes habían hecho gran amistad hasta ser camaradas inseparables desde sus días de primera enseñanza en Newport. Ellos habían frecuentado el «Neely's Long Bar» en Portsmouth desde el verano de su segunde curso de bachillerato cuando trabajaban como pintores en la atarazana de Mr. Grimwood.

El «Long Bar» caracterizaba un tipo especial de vagón bar existente en casi todas las pequeñas ciudades americanas: se le llamaba el «bar de los chiquitos» y allí sólo se comprobaba la edad de los visitantes cuando llegaba ocasionalmente un coche patrulla. Por lo general, este bar reservaba un rincón especial a los «estudiantillos», como denominaba afectuosamente Tom Neely a sus clientes más jóvenes.

Ante Chris Grimwood y Peter Schweitzer había tres jarras espumosas de cerveza «Narragansett». En el televisor de color frente a la barra, los Rangers, de camiseta azul y roja, estaban pulverizando al equipo favorito local, los Boston Bruins. Detrás de la barra, el imparcial Tom Neely estaba escuchando cortésmente la trillada charla de chistes étnicos y comentarios exorbitantes que eran, si acaso, divagaciones egocéntricas pero no diversión.

– No me gusta lo que le está sucediendo a nuestro muchacho -dijo Chrissie Grimwood, mientras Jaime hacía una rápida escapada al urinario-. Se muestra demasiado despacioso. Está soslayando los placajes como si éstos fueran vitaminas «Flinststone». Ya sabes, él suele acudir a Neely para tomar almuerzos líquidos; incluso en días de colegio. Me lo ha contado el viejo Tom. El mismo Neely está inquieto.

Peter Schweitzer se estiró pensativo los mechones de su reciente barba pelirroja.

– ¡Eh, aguarda un minuto! ¿Cómo te sentirías tú si fueras el presunto padre de ya sabes quién?

– Oye, Peter, estoy hablando en serio. El está sufriendo unas neuralgias formidables. Realmente, Jaime me preocupa. No estoy bromeando.

Repentinamente, Peter Schweitzer agarró su jarra de cerveza.

– Viene hacia acá -susurró sobre su poblada barbilla.

Jaime Jordán se abrió paso, con expresión dolorida, entre los grupos que abarrotaban la barra. Se pasó una mano por la rizada melena rubia.

– Eh, muchachos, no interrumpáis vuestras murmuraciones porque yo esté de vuelta. ¿Eres capaz de hablar sobre mí en mis propias narices, Chrissie? ¿Y tú, Schweitzer?

Chris Grimwood levantó las oscuras pupilas al techo.

– ¡Paranoia! ¿Le das crédito, Schweitzer?

El rostro de Jaime Jordán se tornó de un rojo vivo.

– Escucha, Schweitzer, ¿estabais hablando de mí o no? Si no lo estabais, pagaré la próxima ronda.

– ¿Tragos fuertes o cerveza? -inquirió Peter Schweitzer, intentando quitar leña al fuego.

– Eh, Jaime, estás hablando a Chris y Peter, ¿no te das cuenta?

– Ya. Yo os hice una simple pregunta a los dos.

– Da la casualidad de que estábamos intentando ayudarte -dijo por fin Chris Grimwood.

Fue entonces cuando Jaime Jordán asestó un puñetazo en el pecho a su amigo. El muchacho moreno se deslizó de su silla con un movimiento de cámara lenta y quedó tendido tranquilamente sobre el arrugado linóleo.

Tom Neely asió un viejo bastón de madera dura y lo enarboló sobre su mostrador.

– ¡Eh, matones, suspended la gresca u os levantaré la tapa de los sesos a todos vosotros!

La clientela de «Neely's» enmudeció. Los viejos trabajadores miraron coléricos hacia el rincón de los estudiantillos. Una parte del pacto tácito convenido en el bar era que los jóvenes cuidaran sus modales.

Jaime Jordán dio media vuelta rápida y se precipitó hacia la entrada, empujando a varios parroquianos entumecidos, quienes optaron por murmurar protestas entre ellos en vez de enfrentarse con el alto y atlético joven.

Fuera, al sentir la brisa marina azotándole el rostro, Jaime Jordán pensó en volver atrás y limpiar los suelos con Schweitzer y Grimwood.

– ¡Ah, qué diablos! -se dijo finalmente dándose un fuerte puñetazo en la palma de la mano-. Kathleen Beavier es a quien se debiera vapulear.

Mientras caminaba hacia su coche, Jaime recordó cómo había tenido que suplicar prácticamente de rodillas una cita con ella. El había ido lo menos cuatro tardes a Salve Regina para encontrar a las colegialas católicas cuando salían de clase. Se había puesto incluso su mejor suéter Shetland y unos «Levys» bien planchados. Kathleen Beavier tenia un algo especial, era preciso reconocerlo. Jaime la había deseado más que a ninguna otra chica en su vida. Y además, no tan sólo por el sexo. El había querido estar con ella, encontrarse siempre alrededor de Kathleen.

Jaime puso en marcha el motor de su «78 -MG». Encendió la radio y poniéndola a todo volumen, arrancó con su impecable deportivo rojo del aparcamiento «Neely's».

Mientras aceleraba por la empinada colina empedrada detrás de «Neely's», Jaime Jordán empezó a cavilar sobre la noche del veintitrés de enero. La noche que él fuera con Kathleen al baile de primavera de Salve Regina.

Aunque los padres de Jaime fueran también gente adinerada, él se había sentido intimidado cuando se dirigió a la mansión Beavier aquella noche de la primavera anterior.

Le recibió un negro viejo con ensortijado cabello blanco. El anciano le preguntó si era Mr. Jordán, la pareja de Miss Kathleen para el baile. Jaime asintió, y entonces se le condujo a un hermoso salón repleto de muy diversas antigüedades.

Kathleen apareció en la puerta del salón pocos minutos después. No media hora más tarde, como solían hacer tantas y tantas muchachas, deseosas de hacerte perder la paciencia.

En verdad, la presencia de Kathleen dejó sin aliento a Jaime Jordán.

Llevaba un vistoso traje blanco en lugar de esos pomposos vestidos que daban un aspecto ridículo a las chicas en los bailes nocturnos de gala. Su larga melena rubia estaba peinada con hermosa sencillez. Una tiara argentada le sujetaba los bucles. Verdaderamente, semejaba una reina o algo parecido. Así lo pensó Jaime.

El baile en Salve Regine fue casi tan malo como se lo había imaginado. La orquesta, un cuarteto de profesores ya maduros y rígidos, interpretó todo el repertorio del «Newport Club» y los tes de debutantes. Para mayor escarnio había una anticuada galería de madera rodeando el gimnasio a un piso de altura sobre la pista. Allá arriba, corrillos de monjas carmelitas presenciaron el baile desde principio a fin. Se mostraron propensas a la risa y a marcar el compás con los pies en los momentos más inoportunos.

Según se suponía, habría un fantástico guateque después del baile, pues en las invitaciones impresas se leía: «Venid a una fantástica velada en el local de Elaine Scaparella.» Sin embargo, cuando los dos estaban fuera, en el aparcamiento, Jaime insistió sobre un paseo hasta Second Beach y Sachuest Point hasta convencerla.

Sachuest Point.

Allí fue donde comenzarían las complicaciones. Todo parecía demencial, incomprensible…, la historia del nacimiento virginal.

Cuando una vez pasada Second Beach, Jaime Jordán prosiguió marchando en la noche del 6 de octubre, las luces delanteras de su «MG» semejaron espadas destellantes acuchillando la densa e inquietante niebla.

Por último Jaime regresó a Sachuest Point… el lugar adonde llevara a Kathleen Beavier hacía casi nueve meses.

Lo extraño fue… que Jaime no supo explicarse el porqué de ese regreso.

Cuando hacía girar el coche deportivo por una ligera curva «S», el apuesto joven rubio notó que le llegaba una de sus habituales jaquecas. ¡Ah, Jesucristo, no ahora!, exclamó para sí. No se sintió dispuesto a dar por terminada la noche. Ni mucho menos.

Jaime echó un vistazo al salpicadero de madera pulimentada. El reloj fosforescente del «MG» marcaba las nueve y cincuenta y cuatro minutos. Jaime miró fijamente el segundero, le vio dar un latido, después otro. Su cabeza pareció a punto de estallar. El ataque neurálgico semejó un resonarniento y violento derechazo en la coronilla; le ensordeció y dolió simultáneamente.

El Memorial Boulevard se fue estrechando hasta ser una línea negra y rectilínea de dos carriles conforme se acercaba a Sachuest Point. Allí había un pequeño refugio para la fauna. Bandadas de gaviotas y algunos robustos alcatraces. En primavera y otoño acudían numerosos pescadores para echar sus anzuelos a los azulejos y caballas. Y los estudiantes locales de bachillerato celebraban allí sus citas o simplemente aparcaban para ver cómo zarpaban los submarinos de Portsmouth.

En el espejo retrovisor, Jaime vio alejarse las luces del sector sudeste de Newport. Todas las relucientes mansiones junto a la costa…, semejando casi un gran ejército acampando en la falda del cerro.

«¡Yo quiero ser como todo el mundo!» -cantó a toda voz Billy Joel en la radio-. ¡Ah! ¿Por qué no puedo ser como todo el mundo?

El día después del baile de Salve Regina -rememoró Jaime-él había contado a Peter, Chris y otros cuantos amigos que había hecho el amor a Kathleen.

– He roto un himen del Salve Regina -había dicho jactancioso.

Poco después, Chris Grimwood se lo había transmitido a su amiga, quien por cierto iba también con Kathleen al Salve Regina…

Por último, Jaime había visto a Kathleen tres o cuatro días después del baile. Según pudo recordar, ella tenía un aspecto increíblemente melancólico. Cuando él se le acercó, Kathleen había dicho que no le hablaría nunca más… ¡nunca… hasta el día de su muerte!

Pero él necesitaba hablar con Kathleen. Así se lo había propuesto. Y cuanto antes. Esta misma noche. Jaime alzó una mano y se apretó la cabeza. El dolor fue tan intenso que le provocó náuseas. Notó como si unos dedos glaciales aferraran su espina dorsal. Y eso empeoró por momentos.

Por fin, Jaime Jordán levantó la otra mano y se la llevó al cráneo, intentando detener aquel dolor increíblemente penetrante.

– Os lo ruego, Señor, me arrepiento de haber obrado así -murmuró el adolescente-. ¡Os lo ruego, Señor, os lo ruego, Señor!

Ei «MG» rojo se desvió ligeramente hacia la izquierda cruzando apenas la doble línea blanca.

Las manos de Jaime descendieron veloces al volante. El coche deportivo pasó rozando a una rubia, en cuyo techo se agitaba una caña de pescar.

Las luces delanteras de un amarillo cromo cegaron momentáneamente a Jaime.

El sonido de un claxon colérico dejó su eco en la bruma cada vez más densa.

– ¡Diablo! Demasiado cerca -exclamó Jaime con voz algo pastosa por las cervezas trasegadas en «Neely's».

Sin embargo, el «MG» siguió patinando por la resbaladiza calzada negra.

Luego, las ruedas delanteras del pequeño coche perdieron todo contacto con el suelo. El «MG» salió disparado con el impulso de la fuerza centrífuga.

Los faros captaron bordes ásperos de roca musgosa, olas oscuras estrellándose contra ellas, partículas de polvo e insectos en el aire.

Jaime Jordán, dieciocho años, lanzó un alarido superando con mucho a la estruendosa música de la radio.

Verdaderamente, él no sintió ya la colisión frontal con aquella muralla marina.

Ni la violenta explosión cuando el «MG» ardió en llamas iluminando la tenebrosa noche de Sachuest Point.

KATHLEEN

El reloj digital de Kathleen Beavier sobre la mesilla de noche anunció silencioso que eran las 11:24:05h., las 11:24:06…, las 11:24:07… La marcha inexorable del tiempo registrada fielmente en las cifras rojas de aspecto más importante.

La mano de Kathleen surgió con lentitud de las cálidas sábanas que se habían deslizado hasta la boca del estómago. Se estiró hacia el chillón teléfono.

– ¿Uuuuh…, dígame?

Kathleen oyó la inconfundible aunque distante voz de su amiga Jeanette Stewart.

– ¡Ah, Kathleen, cuánto siento llamarte tan tarde! Insistí para que me comunicaran contigo.

– Jeanette… ¿Qué ocurre, Jeanette?

– ¡Ah, Kathy…, Jaime Jordán se ha estrellado con su coche! Lo acabo de oír por la WPRO. -Inopinadamente Jeanette Stewart rompió en sollozos -. ¡Ah, Kathy… está muertol

Medio aturdida, llorando, Kathleen se puso a trompicones una camisa de franela, jeans y sólidas botas. La joven sintió mareos, náuseas.

Se tocó la mejilla y su mano le pareció una piedra fría, inánime.

– Por favor, Madre dulcísima, ayúdame ahora…, por favor.

Un cáliz de luz dorada resplandeció en el extremo final de la escalera conducente al vestíbulo. Kathleen descendió hacia la invitadora luz; la casa crujió cual una vieja nave bajo sus pies. Kathleen se sorprendió al ver todavía en pie a Mrs. Walsh.

Atravesó una pequeña antesala débilmente iluminada que conducía al dormitorio de su padre.

Charles Beavier estaba sentado en un sillón de cuero rojo y respaldo alto; tenía un montón de documentos sobre las rodillas.

Estaba dormitando, vistiendo todavía la camisa blanca y los pantalones que había llevado aquella mañana a Boston. Pobre papá, pensó Kathleen, no descansa nunca de sus negocios.

Cuando Kathleen entraba en el aposento, Charles Beavier abrió los ojos. Una expresión de inquietud alteró su rostro al verla.

– Papá -dijo Kathleen-, ha habido un accidente. -Sintió que las lágrimas rodaban por sus mejillas -. El chico que me llevó a bailar la primavera pasada. Jaime Jordán. Sufrió un accidente de automóvil. Necesito ir allí, tengo la horrible sensación de que me corresponde cierta responsabilidad. ¿Querrás llevarme allá, papá?

Durante un momento, Charles Beavier miró fijamente a su hija percibiendo el trauma y la resolución en sus facciones.

– ¿Estás segura de que debes ir, Kathy?

Kathleen asintió con la cabeza. Tenía una mirada tan arable, tan bondadosa… Hacía varias semanas Charles Beavier había visitado secretamente algunas iglesias de Boston; se había sentado en las naves para contemplar las imágenes de la Santísima Virgen María… ¿Por qué esos ojos parecían ser siempre idénticos? ¿Por qué tenía Kathleen la misma expresión triste y misericordiosa? Casi como una réplica exacta de las imágenes.

– Bien, si necesitas ir allí, te llevaré.

Para eludir a los curiosos, arracimados usualmente ante la entrada principal, Charles Beavier condujo el «Lincoln» por la carretera de gravilla que corría paralela a la bahía y luego se desvió de los zarzales playeros alejándose medio kilómetro por el sur de la mansión.

Ambos percibieron al instante que la Ocean Avenue tenía ya su resbaladiza capa invernal. La carretera costera semejaba una cinta serpenteante de brillante cristal negro.

– Esta noche habrá aquí más de un accidente -comentó Charles Beavier con tono bajo y flemático.

Sin embargo, aferró el volante con ambas manos y no apartó los ojos de la raya central.

– ¿Cómo te encuentras, amor?

– Estupendamente -susurró Kathleen tras el cuello de su parka-. Estoy bien.

No obstante, se abrazó a sí misma y al niño por nacer.

– ¡Oh, papá! -exclamó de repente en el veloz coche -. Me siento tan mal, papá. No quiero que ocurra nada más. No quiero tener el bebé. Deten esto, por favor.

Su padre desvió el «Lincoln» hacia un fangoso montículo fuera de la calzada costera. Luego se corrió por el asiento de cuero y estrechó a la hija contra su abrigo. Durante un rato mantuvo a Kathleen junto a su anhelante pecho mientras recordaba aquella extraña noche del veintitrés de enero…, el estado en que la encontró…, la expresión de sus ojos.

Llegaron a Sachuest Point un poco después de las once y media. La pelada ladera que marcaba el comienzo de la reserva para animales salvajes, estaba iluminada indirectamente por los faros de una larga procesión automovilística proveniente de la ciudad.

Vehículos policiales de Newport y Portsmouth se hallaban aparcados sin orden ni concierto por toda la colina.

Dos auto-bombas rojas y relucientes estaban estacionadas equilibradamente sobre el escarpado borde que daba al escenario del accidente.

– Tengo que bajar ahí -dijo Kathleen a su padre-. Este es el lugar exacto donde sucedió. Aquí comenzó todo en enero.

Desde el océano llegaba un viento húmedo y helador. Las olas se estrellaban atronadoras contra las rocas algo más allá del arcén, y, sin embargo, unas y otras eran invisibles porque toda el área estaba cubierta por una neblina entre gris y azulada.

Cien personas por lo menos habían abandonado sus coches y merodeaban cerca del escenario para ver mejor lo ocurrido e intentando averiguar qué significaba este último giro en la historia de Kathleen Beavier.

Cuando Kathleen y su padre se aproximaron al destrozado automóvil, el jefe de Policía de Newport reconoció primero a Beavier y luego a su hija. El capitán Walker Depew meneó desolado la cabeza; se quitó la gorra de visera negra y, mostrando evidente nerviosismo, se golpeó la pierna con ella.

– No creo que esto sea una buena idea. Ninguno de ustedes dos puede hacer nada aquí, Sir. Nada de nada, créame. El muchacho está muerto…, según suponemos, iba conduciendo con cierta intoxicación alcohólica, Mr. Beavier.

Kathleen no pareció escuchar al aturdido y abochornado jefe de Policía. Reanudó su marcha con lentitud encaminándose hacia el «MG» rojo cuyo radiador estaba empotrado en las rocas, como un aeroplano de madera que hubiese capotado.

Cuando algunos de los hombres y mujeres percibieron quién estaba allí -Kathleen la virgen-se elevó un murmullo que fue extendiéndose hacia atrás entre el resplandor blanco de los faros y las faces entre luz y sombra.

Una voz femenina surgió de la niebla y la llovizna.

– ¡Santa María, llena eres de Gracia…!

Kathleen caminó hacia el crudo resplandor azul que emitían dos lámparas de emergencia colocadas por la Policía junto al coche siniestrado.

– No siga adelante, señorita.

Un policía de Newport, cuyo rostro le era familiar, un joven agente vistiendo cazadora de cuero negro, extendió su voluminoso brazo para cerrar el paso a la joven.

Kathleen quedó a treinta pasos escasos de Jaime Jordán. Desde donde estaba pudo ver un mechón de su pelo rubio. Asimismo, observó que se había cubierto el motor del «MG» con una capa espumosa como medida precautoria contra otra explosión.

Kathleen contempló absorta la arrugada camilla amarillenta donde descansaba el cuerpo de Jaime Jordán. Sobre el saco del cadáver se había impreso en negro la contraseña 403-R.

¡Era tan triste e irreal que él estuviese muerto a los dieciocho años de edad!

Por último, Kathleen se postró en el duro y frío suelo. Se sintió totalmente ajena a la gente…, incluso al agente plantado ante ella.

Kathleen empezó a orar por Jaime Jordán. Declamó con unción una plegaria personal…, algo entre ella y su Dios exclusivamente.

Y cuando Kathleen Beavier se arrodillaba en Sachuest Point, apareció súbitamente en el firmamento nocturno una luz dorada y vertiginosa.

Aquella luz sorprendente se inmovilizó parpadeante sobre el humeante automóvil.

Una voz sorprendente se alzó de la multitud.

– ¡Es un milagro! Repito que es un milagro. ¡Lo estoy viendo con mis propios ojos!

– ¡Ah, Dios mío, yo también!

– Sí. Yo lo veo.

Las gentes aglomeradas en la línea costera comenzaron a murmurar entre sí mientras señalaban el cielo; luego, se fueron acercando a la joven Kathleen Beavier, quien continuaba arrodillada orando en silencio.

Entretanto, la titilante luz se les aproximó cada vez más a través del denso banco de niebla.

Las voces del gentío se hicieron más sonoras, más frenéticas.

– ¡Dios Todopoderoso, lo estoy viendo!

La luz se dirigió directamente a Kathleen Beavier mientras un centenar largo de testigos presenciaban la increíble escena.

Aquella luz pareció disgregarse para formar aureolas doradas, casi fulgurantes halos. Envueltos por esos halos se dejaron ver minúsculos rayos de un rojo candente.

Kathleen sintió un cálido destello de esperanza en lo más hondo de su ser.

Empezó a orar en voz alta, clara, melodiosa. La hipnotizada audiencia de turistas y bomberos, policías y pescadores, se unió a su plegaria.

Fue como la escena de Fátima que tuviera lugar setenta años antes en las colinas del Portugal central. Pero esto estaba ocurriendo en América.

Cada espectador en la línea costera aguardó expectante y conturbado a que la luminosa aureola se situara sobre Kathleen.

Esperó a que la Señora hiciera acto de presencia.

Policías, ciudadanos y bomberos…, todos esperaron la oportunidad de creer.

EL MILAGRO

Con sus alas plateadas afrontando la dureza del viento de Boston Bay, con sus luces de situación intensamente coloreadas para conjurar alguno de los terribles accidentes aéreos, el «Concorde» -vuelo 442-pareció doblarse como si fuera a tomar asiento en el lluvioso alquitranado del aeropuerto Logan.

Unos momentos después, mientras caminaban por la nueva y deslumbrante terminal internacional, Anne y Justiri guardaron un extraño silencio, pues ambos seguían revisando y valorando su largo día en Irlanda con Colleen Galaher.

Al igual que Kathleen Beavier, Colleen parecía ser una adolescente normal, sobremanera agradable y, como era comprensible, muy confusa.

Los informes médicos del Trinity Hospital en Cork confirmaban que Colleen seguía intacta… y que tendría su bebé alrededor del trece de octubre…, fiesta de Nuestra Señora de Fátima.

Respecto a la chica, había mostrado dulzura y encanto, candidez e inocencia… y sobre todo modestia en relación con sus milagrosas posibilidades. Colleen había hablado mayormente de su existencia campesina y acerca del sencillo estilo de vida en la aldea irlandesa donde habitaba e iba al colegio. En ese aspecto, por lo menos, se parecía mucho más a María de Nazaret que Kathleen.

Hacia las 1:30 h. la terminal internacional de Logan mostraba todavía una actividad intensa, repleta de pasajeros cansinos de ojos enrojecidos cuyo único objetivo era escapar de aquel desagradable tumulto. Los porteadores cargaban con movimientos maquinales los equipajes en carretillas de color sórdido. Los aduaneros registraban sin interés maletas y otros recipientes de aspecto sospechoso.

– Escuche, padre, estaba pensando en algo -dijo Anne cuando ella y el padre Rosetti esperaban la aparición de su maleta negra sobre la cinta sin fin.

– Durante los dos siglos anteriores al nacimiento de Cristo -prosiguió Anne -, ¿no es cierto que algunas familias pretendían tener hijas cuyo alumbramiento era virginal? ¿Que sus bebés eran Emmanuel…? ¿Que intentaban dar veracidad a la antigua profecía de Isaías?

– Me olvidé, hermana -repuso el sacerdote vaticanista-, de que usted es nuestra experta en Mariología.

Anne negó con la cabeza.

– Verdaderamente yo no me he especializado en María. Aunque el tema rne haya interesado siempre profundamente.

El padre Eduardo Rosetti asintió cortés pero ausente. La bamboleante correa atraía toda su atención.

Tras las cristaleras de la terminal se dejó oír el rumoroso viento de Nueva Inglaterra formando remolinos, barriendo la vasta superficie cementada del aparcamiento.

Por fin se presentó el coche de Beavier. El largo coche negro se deslizó hasta la puerta central y los tres religiosos subieron presurosos dejando atrás el frío y la humedad.

Mientras marchaban hacia Rhode Island dentro del caldeado y silencioso coche, Anne empezó a relajarse lentamente después de la larga y fatigosa jornada. Su mente revivió escenas completas de aquella tarde lluviosa en Maam Cross, los largos diálogos con ella…

Algo me ha sucedido allá, mirando absorta a la oscuridad exterior. Algo ajeno a la extraña y pasmosa reunión con la joven Colleen Galaher.

Por alguna razón desconocida Anne se sintió muy diferente. Tal vez su tesitura emocional fuera el resultado de la persistente presión. O quizá resultara del absoluto cansancio.

También pudiera haber contribuido el verse fuera de la sombra archidiocesana. Durante todo el viaje había notado una extraña pero agradable independencia…

Cuando el automóvil aumentaba la velocidad, Anne pensó en sus intentos para evadir su problema con Justin. Eso era lo que significaba su súbito traslado a Saint Anthony's en New Hampshire. No lo había hecho para proteger a Justin o a los Padres del Espíritu Santo. Ella había huido impulsada por un pánico petrificante… «Ahora -pensó Anne -, no puedo huir otra vez. Cualquier cosa que ocurra entre Justin y yo…»

Repentinamente, Justin, sentado en el asiento delantero, se inclinó hacia adelante y torció la cabeza de un modo extraño.

– Escuchen -dijo al padre Rosetti y a Anne-. ¡Escuchen la radio!

Pidió al conductor que subiera el volumen.

«James Jordán, de dieciocho años, de Newport, resultó mortalmente herido al estrellarse su coche deportivo. El joven de Newport estaba ya muerto cuando la Policía y los residentes llegaron ai escenario en la playa.»

– Es el chico que fue con Kathleen al baile del Salve Regina -musitó Anne.

Creyó estar viendo ante sí el rostro juvenil de Jaime Jordán, el pelo rubio, la jactancia del adolescente.

«Sin embargo, aquello no representó ni mucho menos el fin de la dramática noche en Newport. La noticia corrió por los hoteles costeros y muchos campamentos de excursionistas, montados para lo que se ha dado en llamar "Vigilancia de la virgen". Peregrinos y residentes locales se encaminaron presurosos hacia el brumoso escenario del fatal accidente.

»Luego, hubo una extraña derivación cuando la joven Kathleen Beavier apareció en escena. La adolescente se aproximó a los restos del automóvil todavía humeantes donde yacía muerto uno de sus antiguos amigos. Al arrodillarse para rezar, surgió sobre la multitud una luz resplandeciente. Muchas de las personas reunidas en la línea costera empezaron a clamar: "¡Milagro…! ¡Es un milagro!" Aquella luz pasmosa pareció adoptar la forma de un halo, según los testigos visuales. Se acercó cada vez más, directamente hacia Kathleen Beavier, la virgen. El gran milagro de Fátima acudió a las mentes de muchos.

»Alan Kerr, corresponsal de la emisora WNPO, en Newport, informó directamente desde la carretera Second Beach.»

Fuertes interferencias estáticas precedieron al informe de Kerr.

Por fin, se dejó oír la voz nerviosa de un hombre joven con el inconfundible estilo recatado de los reportajes radiofónicos locales.

«Todos nosotros vimos cómo se arrodillaba Kathleen Beavier en el escenario del trágico y dramático accidente de James Jordán.

»La joven se hallaba a doce metros más o menos de los retorcidos escombros y del cuerpo de Jordán. Toda la zona de Sachuest Park estaba cubierta por una especie de niebla funeraria que acrecentaba el aspecto pavoroso de la escena.

«Algunas gentes empezaron a rezar en voz alta con Kathleen Beavier.

»Uno no pudo por menos que evocar la gloria y el poder de la antigua Iglesia.

»Fue algo digno de oír y ver.

»Aqueíla increíble luz dorada se acercó cada vez más en dirección a la chica Beavier. Algunas personas se dejaron llevar por el histerismo. Oraciones y jaculatorias surgieron resonantes de la neblinosa ladera.

»De pronto, todos percibimos la explicación…, vimos el origen de nuestro asombroso milagro.

»En realidad, la luz procedía de una embarcación que navegaba próxima a la costa. El guardacostas Castle Hill, unidad No. 41 del destacamento naval para vigilancia y salvamento, había sido atraído hacia la playa por el alboroto y las luces de faros. Su casco, envuelto por la niebla, no había sido descubierto hasta llegar a una distancia mínima. La luminosidad que habíamos visto provenía de los dos reflectores rotatorios a estribor del 41.

»Así pues, esta noche no hubo milagro en Sachuest Point. Muchas personas empiezan a dudar sobre la posibilidad de un milagro futuro…, particularmente aquellas que soportaron conmigo el frío mordiente y la decepción en esta noche de Sachuest Point. Les ha hablado Alan Kerr junto a Second Beach de Newport.»

– María, Madre nuestra -bisbiseó la hermana Anne Feeney mientras el automóvil aumentaba de velocidad a través de la penumbra matutina-. Por favor, ayuda a Kathleen Beavier y Colleen Galaher… Por favor, ayúdanos a nosotros ahora mismo en nuestros momentos de mayor necesidad.

NUEVE

LOS SIGNOS

Aquella noche, en Los Angeles, Mrs. Rosemary Goodman estaba citada como el último invitado del espacio televisivo Esta noche.

Esta mujer morena y atractiva era popularmente conocida como la vidente e investigadora psíquica más certera y respetada en América.

Mientras esperaba su llamada al estudio en el salón verde, Rosemary Goodman pensó lo que le iba a suceder exactamente en el próximo futuro. Lo cual era al fin y al cabo su oficio…

Seguro, claro está…, cuando faltaban sólo cinco minutos para el fin del interminable show se presentó un botones de la emisora en el solitario salón de espera; el joven rubio, tipo surf, hizo señas a Mrs. Goodman para que le siguiera hacia el estudio.

«¡Vaya! -pensó Rosemary-, ¡se me conceden si acaso cuatro minutos de exposición ante las cámaras!

Mientras seguía al botones por el pasillo sombrío, un verdadero terror para cualquier claustrófobo, Mrs. Rosemary Goodman ideó su propio plan, modesto pero espontáneo. Por lo menos aprovecharía todo lo posible sus escasos e inadecuados minutos en el programa.

Como era previsible, la orquesta del estudio empezó a tocar. Esa antigua magia negra. La cegadora iluminación del escenario televisivo la afectó de verdad. Varias cámaras NBC-TV se le aproximaron.

Rosemary escuchó la amable y espectacular charla del presentador, quien estaba diciendo algo sobre California y su «psicodelia». Ella no se molestó siquiera en dar las gracias al presentador.

Por el contrario, la mujer alta de cabello castaño caminó hacia el semicírculo convergente de las azuladas cámaras televisivas.

Eligiendo una de las cámaras, Rosemary Goodman clavó la mirada en la lente y se preparó para contar su extraña y emocionante historia a toda América.

– ¡Y ahora, el show de Rosemary Goodman! -clamó humorísticamente el inefable presentador desde una larga mesa a cuyo alrededor estaban sentados sus compañeros y algunas estrellas candentes del momento.

– Queridos amigos… -Mrs. Rosemary Goodman miró fijamente a la cámara-anoche tuve otro sueño horrible.

Apenas habló, las lágrimas humedecieron los ojos de la vidente.

– El mundo, tal como lo conocemos, parece estar feneciendo. Comprendo que esto suene extraño, casi imposible, pero eso fue lo que vi. Las fuerzas de la salvación eterna se preparan para hacer frente a las temibles legiones de la destrucción y el desespero. Habrá una batalla final y horripilante en toda la faz terrestre. El bien contra el mal por última vez. Justamente ante nuestros ojos.

» Ellos nos lo contarán cuando sea demasiado tarde. Por favor, amigos míos, por favor, ¡preparad vuestras almas inmortales para el Reino de Dios!

SOBRE LOS SIGNOS DE LA VIRGEN

El nueve de octubre permanece grabado en las mentes cual una extraña secuencia lineal de acontecimientos dramáticos que a decir verdad deberían ocurrir sólo en sueños.

Realmente, lo sucedido no pudo haber tenido lugar. Así se lo repetían una vez y otra quienes estuvieron presentes allí.

Nunca se dará una explicación racional y satisfactoria a varios de los peculiares acontecimientos de aquel día.

Todo pareció fluir hacia un foco único…, todo fue contribuyendo a formar un gran interrogante, una prueba final de fe.

¿Crees en algo? Así comienza un ejercicio ritual practicado en los retiros de la Orden trapense.

¿Has creído alguna vez? ¿Recuerdas esa sensación?

¿En Dios?

¿En la ausencia de Dios?

¿En el Mal?

¿En nada de nada?

¿Cuáles son de verdad tas creencias en este mismo momento?

KATHLEEN

La mañana siguiente al incidente del guardacostas en Sachuest Point, Kathleen Beavier despertó cuando un rayo de luz solar que se había ido corriendo con lentitud por la colcha alcanzó finalmente sus ojos.

Paseando la vista por su dormitorio, ordenado con meticulosidad y parpadeando repetidas veces, la adolescente observó que su ventana estaba llena del más delicioso azul celeste.

Era uno de esos días otoñales exuberantes que sólo se dan una o dos veces al año en Nueva Inglaterra. Los arces y los robles exhibían por centenares brillantes matices de rojo y amarillo. Los olores del salino océano y de las hojas quemadas saturaban el aire…, y, sin embargo, todo ello empeoraba más si cabe su estado de ánimo. «Es como guardar cama en un día radiante», pensó.

La muchacha se sentía muy dolida, sumamente enferma y encinta. Estaba increíblemente confusa, sin esperanza. Pero Kathleen sentía, sobre todo, una profunda tristeza por la muerte de Jaime Jordán.

Abandonando el lecho de costado y con las piernas rígidas, Kathleen inició el rito matinal que había estado siguiendo durante las seis últimas semanas más o menos.

Ante todo necesitaba siempre ir al baño. Y lo necesitaba con verdadera urgencia.

Luego, se precipitaba sobre ella una verdadera avalancha de dudas y temores sobre sí misma.

Había una visión recurrente cargada de culpabilidad, que le hacía pensar eri el nacimiento de un hijo deforme. Otra fantasía cruel sería la de que el niño saldría de su cuerpo y sería un horripilante monstruo. Verdaderamente, Kathleen no creía semejante cosa, no podía permitírselo, pero los pensamientos llegaban de cualquier modo…, y lo hacían con una regularidad que le horrorizaba.

Kathleen tenía también otras dudas de carácter práctico. ¿Qué haría cuando naciese el niño? ¿Cuál sería su vida, una vez llegase el niño al mundo?

Y otra pregunta más perentoria: ¿se daría cuenta cuando llegasen los dolores del parto? El interrogante dramático y omnipresente de toda mujer cuando va a ser madre por primera vez.

Al recordar ese alarmante tema, Kathleen decidió revisar las señales básicas que le enseñara el doctor. Desprendimiento del lampón de la mucosa, lo que ella notaría supuestamente. Un intenso calambre uterino alrededor del centro de la pelvis más o menos. Romper aguas tan pronto como se desgarre la membrana entre la cabeza del bebé y la abertura cervicovesical…

Desgarre…

Eso sonaba muy desagradable e inquietante, aunque el doctor Armstrong dijera que no era demasiado doloroso.

Sea como fuere, ninguno de los síntomas antedichos parecía anunciarse aquella mañana. Toquemos madera. Cualquier truco era bueno para neutralizar sus verdaderas emociones.

Algo más animada, Kathleen comenzó la laboriosa tarea de vestir un cuerpo que se había hecho súbitamente muy delicado y sensitivo.

Yo no quiero siquiera tener el bebé. Kathleen reanudó sus cavilaciones. ¡Yo no quiero contarles a ellos todo lo ocurrido la noche del veintitrés de enero!

Aunque, ¿quién creería la, verdad? Kathleen se sumió en sus pensamientos y se entristeció cada vez más.

Los suaves ojos azules de Kathleen lanzaron una mirada furtiva cuando el parqué de pino dejó oír un súbito crujido al otro lado de la habitación.

– ¡Ah, querida! -exclamó llevándose una mano al pecho-, ¡Buen susto me ha dado usted! He de encontrar algún medio para tranquilizarme después de lo de anoche. ¡Puf! Hola.

Kathleen miró sonriente a los oscuros ojos verdes del ama de llaves, Mrs. Walsh.

Sin embargo, desvió la mirada al instante. Fingió estar buscando las medias de lana, pero realmente temía que sus ojos traicionaran su pensamiento, es decir, que Mrs. Walsh había estado actuando de una forma extraña a su alrededor durante las dos últimas semanas. ¿Vendría el ama de llaves a hablarle sobre eso? ¿Quizás una explicación?

La parte superior de la casa estaba demasiado tranquila y silenciosa aquella mañana. «Esto hace aún más violenta la situación entre nosotras dos», pensó Kathleen.

La chica miró debajo de la cama y sacó unas botas de esquí color siena.

Empezó a ponerse una gruesa media de lana. «Dios, cuánto deseo verme libre de esto», pensó Kathleen.

– Desapareceré de su vista en un minuto -dijo -. Dos segundos.

«En realidad, Mrs. Walsh no me ha hablado todavía», se dijo extrañada Kathleen. ¿Qué puedo haberle hecho, Dios mío?

Por último, Kathleen levantó la vista y miró a la mujer mayor.

La media de lana tembló en su mano y se le cayó.

Mrs. Walsh empuñaba un atroz cuchillo de doble filo. Un cuchillo que utilizaban en la cocina para destripar peces y hacerlos filetes.

Por fin habló el ama de llaves.

– ¡En el nombre de nuestro Santo Padrel

Un tono áspero y gutural que Kathieen apenas reconoció.

– ¡Eliminaré a Satán junto con su diabólico hijo!

Sin más explicaciones, apuntó de arriba abajo al enorme estómago de Kathleen e hizo descender el arma con fuerza y rapidez.

Kathleen no pudo creer que estuviera sucediendo tal cosa. Intentó esquivar el destellante cuchillo y, al propio tiempo, intentó explicarse aquel horror insondable.

La hoja inoxidable rasgó sábanas y penetró profundamente en el colchón de plumas llegando hasta la caja de muelles.

Kathíeen saltó de la cama mientras el ama de llaves se esforzaba por arrancar el cuchillo.

– ¡Ayuda, por favor!

Kathleen intentó escapar, pero no hubo lugar adonde ir.

– ¡Tú no eres una criatura de Dios! ¡No eres siquiera Kathíeen! -aulló Mrs. Walsh.

Sus ojos ribeteados de rojo tuvieron un aspecto feroz.

– ¡No, por favor…! ¡Yo soy Kathleen!

Kathleen fue acorralada en el rincón izquierdo del aposento. Allí había dos ventanales con ondulantes cortinas. Ninguna puerta de… escape.

Los alaridos de la joven levantaron un eco fuera de las delicadas paredes color crema.

Kathleen gritó otra vez. Y otra.

– ¡Que me ayude alguien, por favor! ¡Dios mío, por favor, ayúdame ahora!

ANNE

Anne oyó el primero y distante grito, pero no pudo detectar su origen. «Serán gaviotas», pensó. Sí, ese extraño plañido que lanzan las gaviotas cuando ríen.

Anne había cavado con sus propias manos una cómoda trinchera contra el viento entre las pequeñas y jibosas dunas que se alzaban y descendían a lo largo de la bahía detrás de Sun Cottage.

Se había tendido boca arriba sobre una manta escocesa, dejando que el veranillo de San Martín le calentara el rostro, relajando todos los doloridos músculos de su cuerpo. Aspiró el aire puro y vigorizante de octubre.

Esto es casi perfecto, pensó Anne.

El momento de soledad.

Paz infinita.

En algún pasaje del Uiises de James Joyce, recordó Anne, alguien -probablemente Leopold Bloom-se había sentado frente al mar de Irlanda vistiendo un impermeable y cubriéndose con un irrisorio hongo. Eso de tomar el sol con todas las ropas puestas era un lujo poco estimado o, mejor dicho, menospreciado.

Después de tostarse durante algunos minutos la cara, Anne se sentó para que la brisa proveniente del océano la refrescara. El cielo, con su azul marino ideal, le hizo desear una vida eterna. La combinación de calidez y brisa refrescante fue tan sedante que se sintió tentada a dormir una siesta.

Anne oyó otra vez el distante grito de la gaviota…, luego la sirena de un yate que le recordó esos viejos cuernos que había oído en los partidos de rugby.

Cuando Anne tendía la vista hacia el océano, oyó otro de esos gritos. Un alarido estridente, extrañamente familiar, que parecía proceder de la mansión principal, del propio Sun Cottage.

– ¡Ah, Dios mío! ¡Kathleen!

SATANÁS LUCIFERI EXCELSI

Kathleen abrió de par en par la vibrante ventana del dormitorio y se dejó caer fuera pesadamente bajo el claro cieío azul.

Sintiéndose como en sueños e irreal, afirmó los pies e, inmediatamente, trepó por el empinado techo que cubría el comedor principal.

Luego, caminó tambaleante a la altura de tres pisos hacia un patio enlosado que parecía estar latiendo al ritmo de su corazón. Sus pies desnudos se adhirieron precariamente a las tejas sueltas y heladoras.

– ¿No puede ayudarme nadie, por favor?

La voz juvenil se expandió desde el tejado cual las sutiles volutas de una chimenea.

Entretanto, el ama de llaves estaba saltando laboriosamente por la ventana con sus holgadas ropas de trabajo. Una vez conseguido, reemprendió la persecución de Kathleen reptando por el inclinado techo cual un cangrejo de roca.

Finalmente, dos trabajadores de la hacienda llegaron corriendo y señalaron hacia la horrible escena sin poder creer lo que veían.

– ¡Ayúdenme, por favor! -gritó Kathleen a los obreros aunque tuviese la seguridad de que no llegarían a tiempo.

Proteged al niño. Como sea…. El niño fue lo único que ocupó el pensamiento de Kathleen.

Proteged al niño. Debéis hacerlo, como sea. El niño. Esta fue la idea fija de Kathleen.

Proteged al niño. Debéis hacerlo como sea.

Aquí sólo importa el niño.

Encorvada y apoyándose en los brazos, el ama de llaves avanzó casi a gatas para mantener el equilibrio sobre las resbaladizas tejas. Sus pupilas se dilataron y palidecieron. El viento alborotó su cabeza blanca dándole la apariencia del nido de sierpes de la Medusa.

Abajo, en el suelo, Anne llegó corriendo desde la playa y gritó algo que se perdió para siempre en el viento.

Alguien chilló dentro del dormitorio de Kathleen; poco después apareció en la ventana su madre con aspecto de incredulidad y dispuesta también a encaramarse por el tejado.

El padre Eduardo Rosetti irrumpió por las puertas cristaleras dobles de la sala del piso bajo rompiendo algunos cristales cuando las puertas se estrellaron contra las paredes estucadas.

Kathleen, en el tejado, se fue retirando de aquella mujer enloquecida. Lo hizo hasta el punto más lejano posible, allá donde el tejado a cuatro aguas formaba un ángulo de ciento ochenta grados contorneando una esquina del edificio.

«No puedo dar otro paso sin caerme», se dijo Kathleen.

– ¡Quienquiera que sea usted le ordeno que se detenga! -gritó de pronto la joven -. ¡Se lo ordeno!

El brazo blancuzco del ama de llaves se alzó a gran altura en el aire. Su codo pareció tocar una nube. Los ojos de la mujer tuvieron una expresión exánime, irreal.

Inopinadamente, se abrió una herida en un costado de su cuello. La sangre cubrió el uniforme rayado azul de Ida Walsh. La mujer lanzó un gemido horrible. Un rictus de sorpresa y aborrecimiento descompuso su faz.

Un estampido sonoro retumbó largamente, dejándose oír muy lejos de Sun Cottage…, un sonido sorprendente que ninguno de ellos olvidaría jamás.

Luego, se hizo un silencio absoluto e inquietante, sólo roto por el murmullo del oleaje.

Kathleen bajó la vista a los prados traseros donde estaba el padre Rosetti muy erguido y alto, espatarrado y rígido.

El Investigador jefe para la Congregación de Ritos apuntaba todavía con una de las carabinas de Charles Beavier.

¡Investigador!

La palabra escueta rondó por la mente de Kathleen.

Luego, la joven se dijo… él lo sabe. El conoce el secreto de las vírgenes.

El cuerpo de Mrs. Walsh se deslizó suavemente por el tejado. Aquella forma humana cayó sobre un viejo toldo verde y oro que, haciendo el efecto de un trampolín, la hizo saltar sobre el patio enlosado donde quedó inmóvil con las cuatro extremidades extendidas. Un cuadro horrendo.

– ¡Satanás Luciferi Excelsi!

Anne oyó mascullar esas palabras al padre Rosetti cuando le alcanzó corriendo en los prados traseros bañados por un sol cegador.

El sacerdote vaticanista dijo algo acerca del demonio. Asesinos…, Anne creyó haber escuchado otra palabra latina. Diablos… y asesinos.

Otra cosa que percibió Anne fue las lágrimas que humedecían los oscuros ojos castaños del padre Rosetti.

– ¿Qué ha sucedido? -suplicó Anne al padre vaticanista agarrándole incluso por la sotana y sacudiéndole -. Cuéntenos lo sucedido. Debe hacerlo ahora mismo.

COLLEEN

Allá donde mirara, arriba y abajo de las ondulantes colinas, Anne sólo veía flores silvestres rojas o de un blanco pálido y flexibles juncos.

Allí había mayormente brezales, azafrán y galoncillos de la Reina Ana. Las hojas se liberaban y volaban por los aires como flores vagabundas.

Colleen recogía retoños y varillas con rapidez y eficiencia, sin preocuparse de su abultado estómago y del dolor sordo, constante. Ello le hacía recordar cuando recolectaba vegetales en Maam Cross la primavera anterior…, casi nueve meses antes, cuando ella había trabajado en la próspera granja de Mr. Jimmie Dowd.

Aquel día Colleen vestía una bata de un verde oscuro que hacía juego con el sorprendente color de sus ojos. Su larga melena negra estaba sujeta con una cinta de un verde trébol, el matiz exacto de un cerro distante cercano al mar.

La joven canturreaba con una voz dulce, armoniosa, lo que parecía ser en aquel momento su canción predilecta.

Era una hermosa canción de amor que la virgen Colleen había oído por primera vez el invierno pasado… en la noche del veintitrés de enero.

KATHLEEN

Obedeciendo órdenes directas y misteriosas de Roma y la autorización absoluta de su familia, Kathleen Beavier abandonó Newport aquella tarde.

A la una y media, dos «Lincoln» plateados contornearon la elegante porte cochere de Sun Cottage. Como a una voz de mando se abrió la puerta principal; siete personas subieron sigilosas a los vehículos y el convoy partió sin demora.

Mientras los coches se deslizaban fuera del Estado con una nutrida escolta policial, se dijo solamente a la Prensa que Kathleen se encaminaba hacia Nueva York, donde tal vez se ofreciese la oportunidad para una conferencia de Prensa tan pronto como ella estuviera a salvo.

Por primera vez en casi dos semanas la mansión Beavier estuvo tranquila… y sana.

Alrededor de las dos y media, aquella misma tarde, cuando se hubo despejado el terreno de reporteros y mirones, tres sedanes inclasificables hicieron alto ante la puerta principal de Sun Cottage.

Se sacó con gran urgencia más equipaje de la casa. Kathleen y los demás fueron conducidos apresuradamente a los coches; éstos partieron veloces en dirección Norte hacia el Logan Airport de Boston.

Kathleen se encontró a bordo del vuelo 342 antes de que los automóviles conduciendo a doncellas y personal de cocina llegaran a Nueva York; el engaño se descubrió durante una bronca ante el «Waldorf Astoria» en la Park Avenue.

A las 10:45 h. otros tres coches recibieron a la partida Beavier cuando ésta aterrizó en el aeropuerto de Orly.

Un porteador que observaba la curiosa escena se figuró que las indefinibles figuras -incluyendo algunos hombres con vestiduras holgadas-, eran árabes llegados a Francia para celebrar conversaciones secretas sobre el petróleo.

Sin perder ni un instante fue al teléfono y traspasó el soplo a un periodista, que se pasó el tiempo rondando el aeropuerto en busca de visitantes ilustres.

Anne se arrellanó en el mullido asiento de cuero de un sedán con chófer; el almohadón pareciifc estar casi respirando bajo ella.

Entonces empezó a experimentar una tensión ininterrumpida. Un puño cerrado le apretó la cintura. Sufrió una jaqueca constante y aguantó un estómago nervioso cuyo ardor no parecía tener fin. Gruñendo sin cesar. Lamentándose del más ligero giro o sacudida.

El nacimiento virginal -el nacimiento-podría tener lugar de un momento a otro. Allá, en Irlanda, Colleen Galaher, quizás estuviera dando a luz. Kathleen podría estar sufriendo los dolores de parto en uno de los coches que les seguían.

¿Y qué sucedería después?

¿Cuáles serían las misteriosas secuelas que se mantenían amenazantes tras el nacimiento divino?

Mientras el coche avanzaba raudo por la sombría y silente campiña europea… -¡Francia, por amor de Dios!-, Anne tuvo una visión fugaz del cuerpo de Mrs. Ida Walsh cayendo. Le pareció estar oyendo todavía los alaridos finales e inhumanos de la pobre mujer. Anne casi rompió a llorar en el asiento trasero del veloz coche.

El padre Rosetti le había dicho que Kathleen atraía en torno suyo al diablo. Satanás Luciferi Excelsi.

¿Qué querría significar? ¿Se estaba exaltando al diablo? ¿Dónde? ¿Cuándo?

¿Cómo había conseguido él averiguar tanto?

¿Cuándo se lo contaría todo a los demás y dejaría de representar su papel de investigador exclusivo?

Anne apartó la vista de la cenicienta e hipnótica autopista. Observó al conductor, un hombre silencioso y cogotudo, cubierto con la tradicional gorra de visera negra. También observó en el suelo unas tizas pisoteadas y un manoseado libro de colorines. Evidencia de tiempos más felices en el coche particular.

– Por el lado intelectual, yo sé lo que sucedió hoy -habló al fin Justin desde el asiento trasero-. Ahora bien, por el emocional, todo aparenta ser una acción durante el sueño. No estoy seguro de las reglas. No estoy seguro siquiera si la escena es en color o en blanco y negro.

– Todo te hace pensar que esto no ha ocurrido hoy día -dijo Anne -. Parece insólito y medieval. Ahora creo haber experimentado esa sensación cincuenta veces al día.

– Lo que está aconteciendo nos recuerda nuestras impresiones durante la infancia. Bueno, por lo menos las mías -dijo Justin -. En Cork nadie daba respuesta a nuestras preguntas. Siempre nos sentíamos desequilibrados y completamente en la oscuridad.

– Como si la vida fuese mágica… y temible -agregó Anne.

– La vida es…. -Justin la miró desde su asiento trasero-. La vida es ambas cosas.

Cuando su «Citroen» gris se lanzaba cuesta abajo pareciendo horadar un borroso túnel, un largo tubo iluminado por modernas y difusas luces de sodio, el padre Eduardo Rosetti intentó elucidar un punto importante a Kathleen.

– Por favor, Kathleen, permíteme referirte una más de mis extrañas teorías -dijo Rosetti-. Es mi creencia personal, pero también algo en lo que cree la iglesia de Roma. Así pues, te pido que lo aceptes como acto de fe. Fe, porque esto es el tipo de asunto espiritual con el cual no suele estar sintonizado este mundo nuestro tan empírico.

– ¿De qué se trata, padre?

– Creo, y la Iglesia lo cree asimismo, que el Mal es una fuerza poderosa y tangible de la Tierra. Según se piensa, ¡el Mal florece y se multiplica mediante un remedo demoníaco de la Naturaleza…! El diablo es un fantástico imitador, Kathleen. ¡Un maestro del fingimiento perverso!

«Quienes niegan la existencia del diablo -sobre una supuesta base racional-están negando realmente lo que ven en el mundo, lo que escuchan a su alrededor, lo que piensan y sienten ellos mismos casi cada día de su vida. Créeme, por favor, Kathleen, el diablo está a tu alrededor en este mismo instante.

Kathleen miró fijamente los ojos oscuros y tristes del sacerdote vaticanista. Desde luego le dio crédito. Ella había visto la odiosa expresión diabólica en el rostro de Mrs. Walsh pocas horas antes en Sun Cottage.

– ¿Qué debo hacer, padre? -preguntó.

Bien avanzada la noche una sombría caravana automovilística entró en la villa de Chantilly, a cuarenta kilómetros de París por el Norte.

Una niebla densa y grisácea que había empezado a caer fuera del aeropuerto de Orly hizo perder el contacto a los coches.

Allí, en Chantilly, el hermano más joven de Charles Beavier habitaba con su mujer y sus hijos una granja señorial. La localidad campestre francesa parecía ser un escondite excelente para Kathleen hasta que naciera el niño…

Cuando los fantasmales coches se deslizaron por las calles desiertas de Chantilly, todo el mundo dio un suspiro de alivio. La finca de Henri Beavier y su familia era un lugar solitario rodeado por una sólida verja negra de hierro y altos setos sombríos. Parecía bastante segura y aislada, aunque un poco impresionante a esas horas de la noche.

Sin embargo, cuando los coches se aproximaban a la verja, Anne y Justin vieron algo que les trastornó por completo.

Primero, ambos vieron una furgoneta Lanca con un rótulo de color que decía GDZ-TV. Luego, una turba de operadores cinematográficos que llevaban a la espalda pequeñas mochilas.

Por último, una multitud de reporteros esperando bajo el follaje de umbrosas coniferas.

– ¡Ya están aquí! ¡Ya están aquí! -gritó alguien en francés. Un hombre de edad mediana intentó introducir su rostro barbudo por la ventanilla trasera del coche de Anne y Justin.

– ¿Por qué han venido a Francia? ¡No, no, usted no es Kathleen!

Hasta que los coches no cruzaron veloces la verja central, hasta que no se detuvieron ante la fachada principal del edificio, ni uno ni otro se dieron cuenta de que algo marchaba mal… Algo que les revolvió las entrañas e hizo gritar a Anne en el interior del oscurecido y ronroneante «Citroen».

Ante la mansión Beavier había dos coches en lugar de tres.

Dos pares de faros proyectando una luz blanquecina.

Dos «Citroen» cuyos aturdidos pasajeros comenzaron a descender, murmurando entre sí, mirando aterrorizados a las gentes aglomeradas en la entrada del predio. Permitiendo que les fotografiaran una y otra vez.

El tercer automóvil se había desvanecido como por arte de magia en la marcha hacia el Norte desde el aeropuerto.

El coche que transportaba al padre Rosetti y a Kathleen Beavier había desaparecido. Sencillamente.

DIEZ

LOS SIGNOS

Cuarenta y cinco minutos antes del alba, las blanquecinas y arciílosas estribaciones de la Sierra Madre Oriental, al nordeste de San Luis de Potosí, México, parecían dormitar pacíficamente.

Un zorro rojo se abrió paso, sigiloso, entre las ramas de un castaño brasileño y echó el ojo a un papagayo de plumaje multicolor que se estaba alimentando.

Las palmeras se cimbreaban al impulso de una ligera brisa montañesa,…

Repentinamente, se hizo una quietud sobrenatural.

Luego se oyó un sonido.

Un sonido jamás oído en la Sierra Madre Oriental.

Raro sonido, como si un ejército reptara velozmente sobre terreno rocoso…

Marchando cuesta abajo con su vieja furgoneta por la sombría carretera de montaña, Rosario Sanza apretó el pedal del freno con su amarillenta bota.

El pie de Sanza pisó a fondo, de tal modo que la suspensión del vehículo se combó. El sombrero jíbaro del granjero salió volando por la ventanilla abierta. Una de sus rodillas chocó contra la columna del volante.

Desentendiéndose del dolor, el granjero de cincuenta y cuatro años encendió las luces largas; luego, Sanza se quedó mirando estupefacto a la calzada recta y purpúrea de la carretera.

El granjero empezó a rezar en voz alta dentro de la cabina.

La carretera y todj la falda de la montaña eran un hervidero de cuerpos brillantes, deslizantes.

Miles de ojos semejantes a lentejuelas lanzaron una mirada fija, fría, a los faros invasores del vehículo. Sanza quedó boquiabierto sin dar crédito a sus ojos.

Ahí había serpientes negras, serpientes de leche, serpientes de cascabel… treinta variedades de serpientes cuyos tamaños variaban entre las de 30 cm escasos y la gigantesca boa constrictor, con sus seis metros y medio de longitud.

Las serpientes descendían de la montaña como si allá arriba hubiese una inundación o un incendio forestal devorador… Sin embargo, allí sólo se veía serpientes; ningún otro animal bajaba de la montaña. Allá no había inundación ni incendio alguno.

Una cinta negra casi cegadora pasó rauda sobre el capó rojo del vehículo.

Unos colmillos agudos se lanzaron repentinamente sobre el rostro del granjero dirigiéndose a sus ojos.

El maxilar de la serpiente golpeó con violencia el parabrisas invisible. Sanza metió a toda prisa la marcha atrás. Se propuso salir como un rayo de allí… y de espaldas. Vivo. Cualquier maldito medio sería bueno.

El ejército de serpientes vigiló al vehículo en retirada y parecieron quedar contentas.

Algo marchaba muy mal.

En la Sierra Madre Oriental de México.

Por doquier.

COLLEEN

– Ahora bien, compadres y señoras, éste es al país de Dios, ustedes lo saben. Lo es a buen seguro. El propio hogar de Dios.

El tabernero de «Conor's» proclamaba ese evangelio local ante cualquier forastero de ojos desorbitados que acertara a entrar allí en busca de «Guinness» o «Bushmill's».

Lo mismo hacían el propietario del supermercado en Maam Cross, y el padre McGurk, párroco de la localidad, y el viejo Eddie Mahoney, quien componía todavía medicamentos patentados en su botica de 130 años de antigüedad.

Esto es el país de Dios, ya saben. Es la verdad.

Aquella mañana las gloriosas colinas situadas alrededor de la villa irlandesa relumbraban tras una vaporosa cortina de lluvia mansa. Por un sendero tortuoso bordeado con cercas de piedra, la virgen y la monja vestida de negro descendieron de las colinas y caminaron despaciosamente hacia la ciudad. Fueron dos cabezas flotando en un mar de un verde lujurioso con algunas intrusiones del purpúreo zumaque.

Colleen y sor Katherine alcanzaron finalmente la encrucijada fragosa aunque despejada camino de la villa. Allí había cinco druidas -producto singular de la vida ardua en aquella región-esperando el camión municipal de leche procedente de Costelloe.

– ¿No está el padre entre nosotros, Colleen?

Uno de los aldeanos cobró ánimo y gritó con voz cruel:

– ¿No querrás contarme eso por lo menos, queridita? ¿Quién es el papi de ese crío? -inquirió un adulto de faz rubicunda bajo una gorra «Donegal».

– Yo diría que con su fantástica actuación está lista para el «Abbey Theatre».

– ¡Pues yo diría que es el Anticristo! -bramó otro individuo enorme y truculento cuya voz semejaba la de un astado humano-. ¡Y repito, Anticristo!

Cuando Colleen y la madre superiora proseguían su marcha cuesta abajo por el camino empedrado, un pesado pedrusco se estampó contra el suelo y levantó una polvareda casi a sus pies.

La hermana Katherine Dominica giró sobre sus talones y se enfrentó con la pandilla. Les lanzó una mirada fiera, condenadora. Si ellos supieran al menos quién es ésta, pensó sor Katherine, si al menos lo supieran.

– No hacemos más que practicar nuestro juego de bolos a campo abierto -gritó el de la gorra «Donegal».

Este juego era el deporte popular de toda la comarca. Siguiendo un curso discrecional se lanzaba una bola de hierro fundido -cuyo peso era de seiscientos gramos-y así recorrían varios kilómetros atravesando arroyos, puentes y densas florestas.

– ¡No pretendíamos hacerles daño! -clamó uno del grupo.

Y acto seguido soltó una enorme risotada.

– ¡Sí, pequeña puta! -aulló otro-. ¡Colleen, sinvergonzona!

La iglesia de San José era un digno edificio de piedra rodeado por una valla hecha limpiamente con pedruscos del campo. Ocupaba el centro de la villa, y su inmaculada pulcritud contrastaba con los demás edificios de la pequeña ciudad.

Un gran retrato de san Patricio presidía su atrio, una gran entrada de madera amorosamente pulimentada. También estaban las imágenes de san José, san Columbano y el Sagrado Corazón. Unos ochenta feligreses se habían congregado en el interior para escuchar la primera misa matinal.

A las siete en punto el párroco y un monaguillo aparecieron en la sólida arcada de piedra conducente a la sacristía.

– El Señor os ama por vuestra presencia aquí.

El padre Dennis McGurk bendijo a los presentes.

Se oyó ese ruido familiar de faldas almidonadas, toses crónicas, y el hojear los devocionarios de san José dedicados a su fiesta.

La diminuta virgen irlandesa sintió un terrible helor extendiéndose por su doliente e hinchado cuerpo.

Colleen Deirdre Galaher se arrodilló y empezó a rogar por su niño sagrado, cuyo nacimiento tendría lugar cualquier día… quizá dentro de una hora, según lo que sabía ella sobre el significado de tener un hijo minúsculo.

Colleen rezó también por una joven a quien no conocía: rezó por Kathleen Grace Beavier.

Rezó para que Kathleen tuviera mejor suerte que hasta entonces.

ANNE Y JUSTIN

– Hoy ya tengo miedo por Kathleen -dijo Anne a Justin en la mañana siguiente de la desaparición -. También noto su falta desesperante. Sigo teniendo el terrible presentimiento de que se le ha hecho daño.

Anne y Justin estaban tomando un desayuno ligero en el comedor de la mansión rural Henri Beavier de Chantilly.

Aquella escena del desayuno elegante y animado… era una situación sorprendente, por así decirlo.

Anne y Justin estaban tomando a sorbos su café junto con varios detectives especiales SDEC y funcionarios de la Policía parisiense. Por los ventanales del comedor se veía toda clase de camiones flamantes y vehículos policiales aparcados en el patio exterior circular.

Concluida la colación se ofreció uno de los vehículos particulares a sor Anne y al padre Justin. El padre Milsap les pidió que fueran a París y una vez allí auxiliaran a la Policía con todos los medios a su alcance: información sobre Kathleen, identificación e ideas acerca del padre Rosetti.

El corto recorrido hasta París por la carretera A-1 pareció fantástico y superdimensional a Anne y Justin. Algunos de los olivos, casas color crema, camiones en ruta, y autos franceses eran especialmente reales y definibles. Otros, sin embargo, tenían una curiosa vaguedad, unos contornos difusos.

Era uno de esos días grisáceos, lluviosos, cuando Anne solía pensar que ella podría suscribir la noción de haber estado imaginando su vida entera.

Pobre Kathleen, se dijo. ¿Dónde estará ahora? Ella había llegado a ser una auténtica amiga para Anne; alguien a quien Anne podía hablar sin reservas. Ella le había hablado incluso sobre Justin, sobre su posible abandono de la Orden dominica, sobre ciertas dudas íntimas que jamás revelara a nadie… ¿Qué le habría acontecido anoche a Kathleen?

– Me paso el tiempo cavilando sobre la paranoia de Rosetti -dijo Justin mientras conducía el «Citroen» por la abarrotada autopista-. No creo haber visto nunca a nadie tan tenso y visiblemente horrorizado como lo estaba él cuando fue a Irlanda… Parecía amedrentarle algo que nosotros no podíamos ver ni sentir. Unos espectros invisibles.

– Y esa historia que nos contó acerca de unos murciélagos agresivos. -Anne se volvió en su asiento-. No creo que él lo tome por una especie de alucinación. A mi parecer, el padre Rosetti cree verdaderamente que el Diablo le está persiguiendo.

»Sin embargo, yo también lo siento, Justin. Siento cada vez más la presencia poderosa de algo terriblemente diabólico en este asunto. Satanás Luciferi Excelsi. Estoy segura de habérselo oído decir a Rosetti allá en Sun Cottage.

– Anne, durante toda nuestra estancia en Irlanda, Rosetti nos mantuvo al margen de un secreto muy importante. Tengo esa impresión. Quizás algo que le revelara Pío XIII. Una clave increíble para que comprendiéramos todo cuanto pudiera contarnos… aunque sólo fuéramos capaces de figurarnos semejante secreto. ¿Cuál será el horrible secreto del padre Rosetti?

EL MARINERO FRANCÉS

El barrio de rué de la Huchette-rue St. Severin era un turbulento laberinto de callejones tortuosos en una de las partes más viejas y sórdidas de París… Este barrio antiguo estaba cerrado a la circulación rodada y, sin embargo, poblado por numerosos estudiantes de La Sorbona, vagabundos, músicos fracasados, grupos de argelinos con aspecto siniestro en sus sobretodos de un negro polvoriento.

Los propios edificios de apartamentos eran macizos y deprimentes; monótonas estructuras de hierro grisáceo con tres plantas o menos. Resultaba difícil creer que alguien quisiera vivir allí.

Cerca del Sena, allá donde termina la rué de Huchette, había un callejón con el nombre inolvidable de rué du Chat-qui-Péche.

Calle del Gato Pescador.

Allí un anciano fornido, ataviado con una boina y una pelliza de la Marina mercante, descendió despacioso al grasiento callejón empedrado.

Se detuvo ante uno de los grisáceos edificios; escudriñó las ventanas cubiertas de hollín. Observó una antena de televisión torcida en el tejado, una vista difusa del arremolinado río, un cartel desvaído de «Dubonnet» que, a juzgar por las indumentarias debía de datar de 1950.

El anciano ascendió con rigidez los desmoronadizos escalones de la entrada e hizo sonar una campanilla colgante.

Una mujer menuda de edad mediana, algo cojitranca, le abrió la puerta. Era Madame Duvas, según dijo.

– Excusez moi…, he visto el letrero. ¿Le queda todavía alguna habitación disponible, Madame?

Madame Duvas hizo un rápido análisis del hombre grandullón y pobremente vestido. «Estará próximo a los sesenta -se dijo-. Aunque parece todavía muy fuerte. El tipo de trabajador corpulento. No es probable que muera el próximo invierno», pensó la francesa… Un marinero arruinado; conservaba aún algún espíritu en sus ojos, aunque no mucho.

– Tengo una habitación… Pero he de cobrar un mes por anticipado.

Madame Duvas se cruzó de brazos para evidenciar su intransigencia al respecto.

– Sólo me interesa permanecer aquí una semana o dos, Madame. No tengo mucho dinero.

– Un mes por anticipado. Esa es mi norma. Hay otras habitaciones en París, ¿no?

Una hora después más o menos, Madame Duvas le vio subir la escalera de entrada con una joven a su lado. La chica vestía ropas usadas pero parecía muy bonita de primera impresión. «La muchacha no parece resistirse al marinero», se dijo sonriente Madame Duvas. La expresión novia infantil pasó por el pensamiento de la mujer.

Una vez arriba, en el ruinoso edificio, el padre Eduardo Rosetti creyó haber hallado un escondite aceptable para Kathleen Beavier. Juntos, comenzaron a idear los preparativos finales.

LA VIRGEN DE FORDHAM HILL

A las 8:00 h. en la rué St.-Honoré, los Campos Elíseos y la place de la Concorde, los parisienses y los turistas sin distinción empezaron a comprar las ediciones matinales de los díanos parisienses Le Monde, Le Fígaro y el internacional Herald Tribune.

Todos se alejaron de los quioscos leyendo las primeras páginas y meneando la cabeza. Unos sonrieron, otros fruncieron el ceño y algunos murmuraron plegarias en la abarrotada calle.

«¡LA VIRGEN DESAPARECE EN FRANCIA!», anunciaba Le Monde.

La crónica de Le Monde y otras empezando a difundirse por todo el mundo, fueron un excelente combustible para animar las hogueras de curiosidad, perversidad, fe ciega y otras reacciones conflictivas sobre la historia de un posible nacimiento divino en tiempos modernos.

Las historias sobre Jaime Jordán, «el amante secreto» de Kathleen Beavier, estaban circulando por toda América. Asimismo, se consideraba ya una adaptación cinematográfica por un popular director de ciencia-ficción.

Una agencia europea de noticias anunció otro nacimiento «divino» inminente en el pueblo israelí de Eilat.

Entretanto, una mujer llamada Moira Flanagan, en el arrabal neoyorquino del Bronx -la denominada virgen de Fordham Hill-, venía recibiendo regularmente desde 1968 visitaciones de Nuestra Señora de las Flores y de Jesús.

Hacia el atardecer del 10 de octubre, Mrs. Flanagan se encontró dirigiendo una procesión ferviente de cinco mil personas aproximadamente hacia el santuario situado en los terrenos de la Fordham University. Rodeada por guardaespaldas de su vecindario de Fordham, Mrs. Flanagan se arrodilló ante una imagen de María -tamaño natural-en una gruta artificial.

Pocos momentos después de terminar su oración, Moira Flanagan se volvió hacia la arracimada muchedumbre y le anunció que tanto Jesús como María estaban hablando con ella.

– Veo a Nuestro Señor…, Nuestra Señora le acompaña… Ambos son muy hermosos. ¡Ah, cuan hermosos son…!

»Jesús me está diciendo que nacerá muy pronto un niño divino.

Mrs. Flanagan musitó esas palabras con un tono tan sincero que resultó difícil no darle crédito.

– Ese niño nacerá el 13 de octubre…, fiesta de Nuestra Señora del Rosario en Fátima. ¡Jesús dice que lo creamos! -clamó la virgen de Fordham Hill.

»Hay algo más. -La mujer alzó una mano solicitando silencio-. ¡Ahora se adelanta nuestra Bendita Señora! ¡Ah, hay un gran círculo luminoso en los tenebrosos cielos! ¡Qué hermosa es!

«Nuestra Señora dice que nos guardemos. Dice que la Bestia es también fuerte ahora. ¡La Bestia está por doquier! Se librará una batalla sobre toda la superficie terrestre. Se avecina el Juicio Final…, será algo definitivo entre los aborrecibles demonios y los ángeles de Dios. Tal como lo pronosticara san Marcos en sus Revelaciones… ¡Ah, Señor bienamado, ruega por la joven virgen! ¡Ruega también por el niño!

DETECTIVES FRANCESES

– Una ciudad de iglesias. ¿Conocías este dicho sobre París, Rene? Considéralo. Notre-Dame, Ste. Chapelle, St. Etienne, St. Eustache, St. Germain-des-Pres… huumm, St. Louis, Sacré-Coeur… ¿Y quién acude a todos estos templos? ¡Nadie que yo sepa!

Dos detectives franceses, Bernard Serret y Rene Deveraux estaban circulando por el Pont Alexandre III en un «Renault» blanco y mugriento.

– ¿Qué opinas sobre ese cuento de la Santa Virgen María, Rene?

Bernard Serret encendió un cigarrillo sin filtro y dio una profunda chupada. El detective parisiense tenía treinta y un años, era un hombre de aspecto coriáceo, con una larga cicatriz de cuchillada en la mejilla, un hombre que se empeñaba en llevar una trinchera de cuero durante tres estaciones del año.

Su compañero, Rene Devereaux, permaneció silencioso y se limitó a encogerse de hombros como única respuesta.

– Por mi parte, Rene, dejé de creer en la Santísima Virgen apenas salí graduado de St. Martin en el Quarter. Allí fue donde hice este descubrimiento revelador… A las chicas les gusta recibir, tanto como a los chicos dar. Y ello explica todo lo de las vírgenes Mary, Jeanne, Nicolle y el resto.

Bernard Serret miró de reojo a su silencioso compañero y también su mejor amigo no obstante la diferencia de edad.

– ¿Qué te ocurre, Rene? ¿Te falta el sentido del buen humor esta mañana? Aunque no se te puede culpar, ¡vaya! El superintendente te ha telefoneado la las cuatro de la madrugada! ¿Allo? ¿Rene…? Por favor, dedique el día a la búsqueda de la Santísima Virgen. Sí. ¡Y comience el día desde este instante…!

Bernard echó otra mirada a Rene Devereaux. El hombre mayor se mantuvo taciturno.

– Yo creo en ese nacimiento -dijo al fin Devereaux encogiendo los hombros-. Pienso que un hijo de Dios, alguien como Jesús está a punto de nacer. Y quizás en Francia. -Y agregó-: Los domingos voy a misa en Notre-Dame. Marie y yo.

Bernard Serret meneó la cabeza.

– Siento haber bromeado tan tontamente… Yo ignoraba que tú fueses…, bueno, ya sabes, nunca dijiste nada… A decir verdad, Rene, no soy descreído… Estoy más bien en el centro.

– ¡Ah…, agnóstico! Entonces tengo una oración para ti. -Finalmente Rene Devereaux sonrió -. El agnóstico a Nuestro Padre. Escúchala: «Ah, Dios mío, si hay un Dios salva mi alma si es que la tengo.»

Los dos detectives rieron. La situación mejoró. Las aguas volvieron a su cauce.

– Anoche tuve un sueño muy raro, Bernard. Lo soñé antes de saber que la chica Beavier llegara a Francia. En mi sueño nosotros dos la encontramos muerta. La hallamos en un callejón horrible del Quartier Latín. Esa muchacha encinta, apaleada y violada…, una mujer muy joven y bonita como tantas otras de las que hemos encontrado. ¿Cuál es el significado de mi sueño? Yo no quiero hallar a esa joven virgen. No quiero hallar a más jóvenes muertas en los callejones perdidos.

– Pero, ¿crees que nos ocurrirá lo mismo esta vez, Rene?

– Así lo temo en el fondo de mi corazón. ¡Jesús, María y José! Pobre José. Nadie cita ya al infeliz bastardo.

Los detectives siguieron circulando en silencio durante los siguientes minutos. Desfilaron ante el complejo del «Hotel des Invalides» y a lo largo de la espectacular Ecole Militaire.

– Cuando yo era joven, Bernard, me gustaba ayudar a la misa de ocho en el templo de St. Louis. Cada mañana de los trescientos sesenta y cinco días del año. Aquello me encantaba, el incienso y la música, María y el Niño Jesús. Algunas veces pienso que fue la mejor época de toda mi vida.

Rene Devereaux encendió otro cigarrillo.

– Yo quisiera que este milagro se materializara de un modo inconcebible. Creo que sería beneficioso para todo el mundo.

KATHLEEN

A tres pisos de altura sobre la tenebrosa y humeante calle del Gato Pescador, un cuadrado de luz ambarina brillaba cual una estrella oblonga en el ruinoso distrito parisiense.

Sentada detrás de la ventana, Kathleen acariciaba tiernamente su estómago palpitante e imaginaba que podía sentir y oír dos palpitaciones vivas en su interior.

Al otro lado del pequeño aposento, cuyo piso estaba cubierto con periódicos y envases de alimentos, el padre Rosetti susurraba oraciones apenas audibles. ¿Italiano? ¿Latín? Kathleen no pudo cerciorarse.

En un parpadeante televisor blanco y negro las noticias vespertinas presentaban como información principal la increíble búsqueda para descubrir su paradero en Francia y otras partes de la Europa occidental. Se exponía una granulosa reedición de la conferencia de Prensa celebrada en Sun Cottage el mes de setiembre. «¿Quién no lo creerá si observa esos ojos de mirada casta y triste?», inquinó un comentarista en un francés fluido y suave.

– Usted dijo que le avisara cuando estuviera dispuesta, padre -dijo Kathleen con voz temblorosa.

Súbitamente, se sintió llena de dudas y temores. Cosas desconocidas por completo para cualquier otro estuvieron presentes en aquel piso angosto y sórdido. Secretos sobre la vida, secretos sobre la muerte, secretos sobre la horripilante distinción entre el Bien y el Mal.

Y superando a todo ello, el niño allí presente.

El segundo latido casi imperceptible.

La segunda vida que ahora debería prevalecer sobre todas las decisiones de Kathleen.

– Creo que ya estoy dispuesta -susurró Kathleen sin sentirse muy segura de sus propias palabras -, ¿Rezará usted por mí? ¿Por mi bebé? ¿Es todo cuanto hará?

El padre Rosetti se levantó y caminó despacio hacia un lavabo agrietado y herrumbroso. Abrió con un chasquido su saco negro de viaje y sacó varios objetos de color oscuro.

– Te diré exactamente lo que va a suceder, Kathleen. Primero leeré algunas páginas de este libro sagrado. -El padre Rosetti mostró a Kathleen un libro encuadernado en tela sobre cuya cubierta había una cruz de color rojo sangre-. Esto es el Ritual Romano. Contiene todas las más sagradas plegarias, Kathleen. El padre Rosetti besó reverenciosamente una estola violácea y se la puso sobre sus anchas espaldas.

– Al Endemoniado se le suele llamar Moloc. O Mormo, que significa dios de los necrófagos. Se le denomina también Coyote, por el culto practicado todavía por los indios americanos, o Belcebú… cuyo significado es Señor de las Moscas. En gran parte de África le llaman Damballa, la Bestia. Allí su poder es mucho más patente. Mucho más audaz que aquí. Las gentes creen en Damballa porque presencian su obra cada día.

El padre Rosetti se bendijo a sí mismo con movimientos majestuosos admirables que le recordaron a Kathleen las misas mayores allá en Salve Regina. Luego, el sacerdote de anchas espaldas y negra sotana atravesó la habitación hacia ella. Sus ojos oscuros no parecieron haber sido nunca tan oscuros.

– Señor, Padre mío. -La joven rezó en voz alta y balbuceante-. ¡Protege al niño que llevo dentro de mí!

El padre Eduardo Rosetti profirió un sonoro gemido… como si no quisiera empezar. El sacerdote salpicó con agua bendita a Kathleen Beavier.

Esperó a sentir la temible, omnipresente Presencia. Luego, la voz glacial e inolvidable. Después, quizás, una Aparición.

Estaba comenzando el exorcismo de Kathleen Beavier y su hijo por nacer.

Por mandato sagrado del Papa Pío XIII.

– Señor bienamado, danos una señal clara, por favor…

El padre Eduardo Rosetti rezó la plegaria más importante de su vida. Sintió la abominable desesperanza. El primer paso hacia un infierno eterno.

– ¿Cuál de las madres vírgenes engendrará al Salvador? ¿Cuál a la odiosa Bestia?

Casi simultáneamente, el padre Rosetti y Kathleen sintieron la temible Presencia.

Luego la Voz honda, inolvidable… Riendo.

ANNE Y JUSTIN

Sonaron las doce de la noche; los campanarios tañeron armoniosos en la ciudad de las iglesias, y por fin comenzó el 12 de octubre, jueves.

Sólo quedaban unas horas para los nacimientos.

Sólo quedaban unas horas para la fiesta de la misteriosa y gentil Señora de Fátima.

La hermana Anne Feeney y el padre Justin O'Carroll habían extendido numerosos periódicos por las alfombras y los muebles de estilo clásico en la mansión parisiense de Henri Beavier. Ambos habían pasado allí casi todo aquel día, tan angustioso, para estar a disposición de la Policía.

– Oye, estamos convirtiendo esta encantadora casa en una verdadera ruina -dijo Anne mientras empezaba a recoger algunos periódicos -. Esto parece un campo de entrenamiento para una carnada de cachorros.

Hasta entonces la Policía les había hecho sólo una breve visita. Nadie había aportado información sobre el paradero de Kathleen. Se empezaba a mencionar la palabra secuestro en televisión; también se hablaba de «terroristas» comunistas; entretanto, el Vaticano no había publicado todavía ninguna nota oficial.

Justin arrebató el internacional Herald Tribune y releyó por enésima vez las noticias del día.

– Esto es terrible, Anne, absolutamente terrible. ¡Me siento tan inerme! ¿Qué esperan de nosotros? ¿Que nos pasemos el tiempo aquí sentados y rezando…? Annie, ¿recuerdas algo que pudiera haber dicho Rosetti o Kathleen en un momento u otro?

Anne levantó la vista del montón de periódicos recogidos y negó con la cabeza. Habían abordado tantas veces el tema que éste parecía un arrugado mapa de carreteras en su cerebro.

Aparte la extraña historia de Kathleen y su desaparición, casi todas las primeras planas anunciaban pésimas noticias, según observaran Anne y Justin. Los Signos, como ella había oído denominarlas cierta vez al padre Rosetti.

Ahí estaba la espantosa epidemia de polio veneciana, descrita por Los Angeles Times, San Francisco Examiner y Chronicle.

Ahí estaba el catastrófico incendio en un circo ambulante abarrotado a las afueras de Munich, Alemania Occidental.

Ahí los informes sobre una plaga incipiente que estaba causando ya numerosas víctimas en Irlanda del Norte y diversas partes de Inglaterra.

Ahí las horripilantes sequía y hambre en la India.

¿Tendrían alguna relación con las vírgenes esas atroces crónicas periodísticas? ¿O con los nacimientos de los llamados niños divinos? ¿Habría enloquecido súbitamente el mundo entero?

Poco después de medianoche, Anne y Justin decidieron tomar un poco el aire antes de ir a la cama.

Caminaron tranquilamente juntos bajo un enorme paraguas negro. Atravesaron el bulevar Maillot que bordea el encantador Bois de Boulogne.

Cuando entraban en la avenue Charles de Gaulle, bastante más animada, la lluvia nocturna empezó a remitir y por último cesó.

Un olor fresco y limpio saturó el aire de la noche. Las calles parisienses y los veloces coches despidieron hermosos reflejos en la húmeda oscuridad. Los automóviles dejaron oír un peculiar sonido, como si se arrancara una cinta engomada de la rectilínea avenida. Entre las ramas desnudas de los árboles se vio brillar un semáforo pasando periódicamente del verde esmeralda al amarillo de cromo y al bermellón.

Cuando haya transcurrido esta semana perderé a Anne, pensó Justin O'Carroll sin poder evitarlo, ella regresará a las White Mountains de New Hampshire con sus huérfanas. Será como si nada de esto hubiese sucedido.

Por una parte le enfurecía que ella hubiese tomado una decisión concluyente; por otra, Justin lo comprendía, e incluso el arrojo y la fe de Anne le hacían quererla aún más.

«Fundamentalmente, no sé gran cosa acerca del amor», pensó el joven sacerdote mientras seguían caminando cuesta abajo por la avenida Charles de Gaulie. Es curioso y más bien triste que una persona pueda enamorarse tanto de otra, sin que esta otra muestre un sentimiento tan profundo.

Sin saber cómo explicárselo, Justin supo que éste era un momento trascendental para los dos. Comprendió que él y Anne se estaban acercando mucho una vez más. Tal como estuvieran las cosas allá en Boston. Señor, si quieres escucharme todavía…ayúdame a obrar como es debido. Dame valor. Yo quiero mucho a Anne.

Mientras caminaban, Anne observó atentamente a Justin con el rabillo del ojo.

Aquellos últimos días habían sido al mismo tiempo una bendición y una terrible carga para ella. Desde que Justin llegara a Newport, su vida había sido un maremágnum, una serie de momentos tensos. Ininterrumpida.

Dentro de pocos días estaremos otra vez en América. Dentro de una semana a lo sumo veré nuevamente a Reggie, Gwinnie y Laura. Toda esta horrible confusión -Kathleen, Justin y yo -tendrá una conclusión clara y lógica, sea como fuere.

En medio de una manzana parisiense entre gris y verdosa, Anne se detuvo de repente. Justin la miró e hizo lo mismo. Aunque ya no lloviese, les cayeron sobre la cabeza gruesas gotas de los empapados álamos.

Tengo que hacerlo, pensó Anne mientras notaba cómo se le encogía el corazón.

– Justin…, yo,

Anne balbuceó algo que no pudo terminar. Todo su cuerpo empezó a temblar de forma incontrolable. Sintiéndose muy insegura de sí misma, de sus acciones y pensamientos, extendió una mano temblorosa. Anne tocó el cuello de Justin acariciando apenas sus largos y suaves rizos.

Unos cuantos centímetros separaron a ambos rostros. Ella sintió el aliento de Justin en su mejilla. Después de intentar evadir durante tantos meses una situación semejante, esta vez no encontró el menor recurso para atajarla.

– ¡Ah, Justin, Justin! -susurró Anne.

Y en ese instante sintió que un alivio indecible estremecía todo su cuerpo.

Empezaron a besarse con ternura e incertidumbre, como niños, bajo la luz trémula de una farola.

Al principio Anne se resistió, empleando encías y dientes. Después, la mujer de veintinueve años aceptó el beso, se entregó plenamente a él. Anne besó a Justin con una pasión honesta que les dejó a ambos algo trémulos y anhelantes,

– ¡Ah, Justin O'Carroll! -exclamó Anne cuando pudo hablar-. Te quiero. ¡Te quiero!

ANNE

Tendida bajo la luz estática del pacífico amanecer, sin atreverse a respirar, escuchando los murmullos vagos de la circulación en la avenida Foch, Anne consideró que ya no era virgen.

Sin embargo, se sintió, a lo sumo, poco culpable. No experimentó ninguna sensación de inocencia perdida, como ella temiera durante todos los años transcurridos.

«Sólo siento una especie de calidez -pensó -, un bienestar dentro de mí que proviene del contacto íntimo con otra persona, algo que jamás creí posible.»

«Lo ocurrido entre Justin y yo no puede ser erróneo -siguió reflexionando -. Ha sido una ternura y un amor exquisitos compartidos entre ambos. Ha sido demasiado maravilloso. Nos amamos mutuamente. Si he tenido antes alguna duda al respecto, ahora ya no existe.»

Anne se sentó en la cama.

Extendió sobre la cabeza sus largos y bien moldeados brazos. Una leve sonrisa arqueó sus labios. Una sonrisa íntima que nació del centro de quien fuera verdaderamente Anne Feeney.

Pudo verse en el antiguo espejo algo inclinado sobre el escritorio al otro lado de la elegante alcoba.

«Tengo unos senos saludables -se dijo Anne con ojos sonrientes-. No demasiado grandes y graciosamente enhiestos; bonitos, al menos en mi opinión…Tengo el estómago prieto y en forma… La larga melena suaviza la angulosidad de mis protuberantes pómulos.»

Era bonita, tal como intentara decírselo Justin muchas veces. Así pues, ¿por qué se negó a reconocerlo antes? ¿Por qué había actuado como si su apariencia fuese una horrible maldición?

Anne miró la espalda desnuda de Justin, sus extremidades inferiores, y notó que empezaba a enrojecer.

– Justin -susurró tan bajo que posiblemente él no la oyera-. Te quiero tanto que ahora me siento un poco asustada.

Deseó despertarle. Se sintió como una jovencita, una colegiala joven, y le fue muy grato tener esa sensación durante unos instantes.

Repentinamente, Anne quiso compartir esos nuevos pensamientos e impresiones con Justin. Quiso saber cómo opinaba de su noche juntos. ¿Se sentiría culpable? ¿Habría disfrutado de ella?

Mientras Anne consideraba la mejor forma de despertarle, el teléfono sonó en la habitación. Fue una estridencia insolente, algo así como si una sirena de incendios hubiese roto el silencio dentro del pequeño dormitorio.

Anne miró su reloj de pulsera. Eran apenas las siete… ¿Quién podría ser? ¿La policía? ¿Los Beavier desde Chantilly? Quizás hubieran encontrado a Kathleen…

Anne se movió a través de la cama y descolgó el auricular.

– ¿Diga…? ¿Diga?

Al fin le llegó por la línea un sollozo contenido. Luego, una sorprendente granizada de ocho palabras bien claras.

– Hermana Anne…, ¿quiere venir a recogerme, por favor?

A Anne se le revolvió el estómago; su pecho se agitó desmesuradamente.

– ¡Kathleen…! ¿Te encuentras bien, Kathleen? ¿Dónde estás, cariño?

Cuando Kathleen habló de nuevo pareció sobremanera abatida, como si estuviera drogada.

– El padre Rosetti telefoneó a Chantilly. He hablado con mi madre y mi padre… ¿Puede reunirse usted con nosotros? No estoy lejos de la casa de mi tío. Por favor, vengan usted y el padre Justin.

Kathleen dio a Anne las señas exactas.

Entretanto, Justin se había despertado. Sus brillantes ojos verdes interrogaban a Anne. ¿Quién está al teléfono?

– Iremos ahora mismo -murmuró Anne -. Tan pronto como encontremos un taxi. ¿Te encuentras bien, Kathleen?

Apenas oyó el nombre de la chica, Justin se sentó en el alborotado lecho. La estupefacción desfiguró su rostro.

– Ven cuanto antes, Anne. Hay muchas cosas de qué hablar y muy poco tiempo. Estoy a punto de tener el bebé.

KATHLEEN

Marchando a una velocidad increíble -aunque pareciera casi insuficiente-, el taxi «Peugeot» blanco se deslizó por la resbaladiza avenida de la Bourdonnais, prosiguió su carrera bajo las pesadas vigas de la Torre Eiffel; luego, maniobró entre los dobles carriles de la circulación bordeando el Pare du Champ de Mars.

Por fin el impaciente taxista se introdujo, haciendo sonar sin pausa su bocina, entre los antiguos edificios de La Sorbona y el Panteón; el sórdido distrito de rué de la Huchette-St. Severin.

Durante las últimas veinticuatro horas, la Policía había estado llamando a puertas elegidas al azar por todo el vecindario étnico donde predominaban las tabernas, épiceries, triperies, comidas exóticas y olores asfixiantes de combustibles. Pero no se encontró el menor rastro en aquel distrito taciturno. Ni sombra de Kathleen Beavier, ni sombra del misterioso sacerdote católico y ninguna cooperación por parte de los vecinos.

Anne y Justin se sujetaron uno a otro cuando subieron los empinados escalones que daban entrada a un desmoronadizo edificio justamente frente a la rué de la Huchette.

La tétrica puerta principal estaba abierta y no tenía cerradura. En el interior parecía esconderse otra escalera tenebrosa.

Anne y Justin subieron aprisa tres tramos hasta el descansillo de un piso ático en donde había tres puertas con pintura costrosa y una claraboya llena de hollín.

Inesperadamente, el padre Rosetti abrió una de las tres puertas.

Una luz blanca inundó el descansillo.

– Hermana, padre O'Carroll. Entren, por favor.

El padre Rosetti intentó sonreír, pero su rostro mostró ansiedad. Consunción. Rosetti había perdido casi diez kilos de peso en menos de una semana. La cara tenía un cierto tono amarillento; la piel se arrugaba en las mejillas y alrededor de los ojos.

Al otro lado de la pequeña y desnuda habitación, Kathleen estaba sentada en un maltrecho sofá de dos asientos. Seguramente debió de haberse apercibido de la inquietud en sus rostros, pues se levantó y caminó hacia ellos.

Abrazó a Anne y Justin; luego, recostó la cabeza en el hombro de Anne y rompió a llorar.

– Siento mucho haberte plantado así -dijo a Anne-. ¡Ahora tengo tanto miedo! -susurró.

– No tenemos tiempo para explicarles todo lo sucedido. -El padre Rosetti paseó arriba y abajo por el piso medio vacío-. Créanme si les digo que Kathleen corría peligro en el chateau de Henri Beavier. Por cierto, hemos establecido contacto con la familia; ellos nos esperarán en Orly… Debemos viajar con Kathleen por última vez. A Roma. Al sagrado santuario del Vaticano. A San Pedro si necesario fuere.

– Confíen en el padre Rosetti, por favor -dijo Kathleen -. El bebé debe nacer en la Ciudad Santa.

Anne y Justin interrogaron a Kathleen durante el tiempo que lo permitió el padre Rosetti. Luego, el nervioso Investigador jefe los llevó aparte.

– Ahora mismo las dos muchachas vírgenes están corriendo un grave riesgo. Denme su entera confianza, por favor -dijo el padre Rosetti-. Deben confiar en mí. Mi investigación está casi completa. Creo que Nuestra Señora me ha conducido a la verdad.

Justin sintió una cólera súbita. Le faltó muy poco para golpear al sacerdote vaticanista.

– ¿Por qué no nos cuenta usted algo si desea tanto nuestra confianza? ¿Para que podamos creer en usted?

– Nosotros queremos ayudar a Kathleen, padre -dijo Anne-. Usted necesita ayuda, según ha dicho… Pues bien, confie a su vez en nosotros, padre Rosetti!

El abatido sacerdote vaticanista pareció afectado por el interés de ambos. Murmuró una plegaria en latín.

– ¡Confíe en nosotros! -repitió Anne mirando fijamente los dos oscuros túneles que eran los ojos del padre Rosetti.

– Lo hago, hermana Anne… -musitó por fin el sacerdote-. Confío en los dos. Es una cosa muy difícil para mí, pero lo hago. Sé cuánto se preocupan ustedes por Kathleen.

Entonces, les explicó todo lo que pudo sobre la investigación papal. Habló de un Santo Padre muy anciano y muy amedrentado que creía conocer un secreto terrorífico pero que, bajo la presión de sus propios asesores, el Consejo de los Seis, debía guardar silencio. El padre Rosetti les refirió cada detalle de su viaje al Palacio Apostólico durante el verano anterior, su conferencia con el Papa Pío XIII…

– Acepté una misión sagrada del Santo Padre. Hasta entonces, yo había sido un sacerdote ordinario en la Congregación de Ritos. Sólo tenía dos calificaciones para ese trabajo: mi tenacidad como investigador y mi erudición sobre… el Apocalipsis.

¡Un erudito del Apocalipsis!

¡Un experto en profecías concernientes al fin del mundo!

Tanto Anne como Justin intentaron convencerle de que les contara algo más. El padre Rosetti repuso que eso era todo por lo pronto. Es decir, hasta el día siguiente, fiesta de Nuestra Señora de Fátima.

– ¿No dijeron ustedes que querían ayudarme? Así fue como comenzó nuestra conversación, pienso yo. ¿Lo dijeron de corazón?

– Sí, ayudaremos -contestó Anne -. ¡Claro que ayudaremos! Con todos los medios a nuestro alcance. Pero ¿está sucediendo algo más, padre? ¿Cuál es el resto de sus secretos, padre? Usted debe ser franco y sincero con nosotros.

– Si me ayudan ahora -les dijo el padre Rosetti-, ustedes mismos podrán ver el resto. Quizá se arrepientan, quizá deseen entonces no haberío hecho… pero lo sabrán todo. ¡Cada trama final y giro infernal! ¡Cada treta final de la abominable Bestia!

«Todo está sucediendo por segunda vez -pensó Anne -. Es como en los primitivos tiempos del Cristianismo…»

Una Virgen santa.

Signos bíblicos.

Profecías.

Finalmente, el nacimiento de un Niño divino. ¿Puedo creer yo que ocurra de nuevo ahora? ¿Soy una auténtica cristiana?, se dijo Anne.

¿Creo verdaderamente que el Hijo de Dios se hizo hombre por mis pecados?

¿Es eso lo que se cuestiona aquí? ¿Es todo cuestión de nuestra fe?

Cogidos del brazo y marcando el paso, Anne y Justin marcharon por el angosto desfiladero de un viejo callejón de la Rive Gauche.

Se detuvieron ante el borde del Sena, deseando que el fluir tranquilo de la corriente calmara parcialmente sus temores.

Juntos, de pie, apoyados sobre una barandilla metálica, escucharon los nasales ululatos de los pequeños receptáculos flotantes de basura recorriendo las aguas; oyeron los alegres gritos de niños franceses en algún recinto interior oculto a la vista.

«Es extraño esto de las risas infantiles -pensó Anne-. Mi madre murió en Larchmont y por aquel entonces oí reír muy cerca a los niños… El presidente Kennedy fue asesinado…, y cuando supe la noticia varios niños estaban riendo en el hermoso patio escolar de Westchester… Todo parecía ahora tenebroso, aterrador y, sin embargo…, ¡los niños seguían riendo con tanta inocencia!»

– No estamos obligados a hacer lo que nos pide el padre Rosetti, Anne.

Justin estaba apoyado con todo su peso sobre la vieja y combada barandilla. El viento del río echaba hacia atrás sus rizados mechones negros.

– Ni siquiera estoy seguro de darle crédito.

– ¡Ah, yo sí! -Anne sonrió -. No creo que nadie sea capaz de contar tales mentiras o historias. ¿No te fijaste en su pésimo aspecto, Justin? El padre Rosetti parece estar muriéndose ante nuestros propios ojos. ¡Cuánta lástima me da!

Anne y Justin clavaron la vista más allá del remolineante río.

Dentro de pocos minutos se separarían: uno iría a Roma, otro a Irlanda.

Ambos sentían miedo, sin saber siquiera la causa…, Nunca volveremos a vernos…. Ni Anne ni Justin pudieron evitar el pensarlo así.

Por último, Justin susurró:

– Saldremos del paso, Annie. Todo terminará bien.

De pronto Anne le abrazó. Apretó la cara contra el suéter de Justin; sintió los brazos de él alrededor de su cuerpo. Gruesas lágrimas rodaron por ambas mejillas.

Desde que se permitiera la libertad de sentir, Anne descubrió que no podía contener ya sus emociones; todo se le venía encima en oleadas arrolladuras, vertiginosas.

– ¡Te quiero tanto! ¿Por qué no te habré dicho mucho antes una cosa tan simple?

Justin la estrechó cuanto pudo. Ambos se apretaron uno contra otro intentando desesperadamente encontrar la energía necesaria para cumplir su deber.

Los dos empezaron a sentirse solos una vez más. Aquello fue justamente el comienzo de la soledad.

– ¡Padre…! ¡Padrel ¡Hermana Annel

Ambos oyeron los gritos procedentes del estrecho callejón.

El padre Rosetti y Kathleen estaban ya fuera con sus maletas aguardando en la sombra del lastimoso y grisáceo edificio donde pasaran veinticuatro misteriosas horas.

Era hora de partir.

Poco antes de que Anne marchara con Kathleen hacia Roma, el padre Rosetti se la llevó aparte a la segunda sala de espera de «Air France» en el aeropuerto de Orly. Los dos conversaron solos durante vanos minutos.

– Hermana Anne, le ruego me disculpe una vez más por mi tendencia ai secreto. Es el único medio que conozco. El medio que he prometido mantener a Su Santidad.

Anne asintió con la cabeza y escuchó mientras el sacerdote vaticanista continuaba así:

– Hermana, espero y suplico que me sea posible ahora conocer la verdad definitiva sobre las dos jóvenes vírgenes. Creo poder lograrlo. El mensaje de Nuestra Señora de Fátima me ha proporcionado el rastro a seguir, o claves, si lo prefiere. La Biblia ha provisto las respuestas. Escrituras apocalípticas. Pero, hermana… -Los ojos del padre Rosetti se ensombrecieron-. No estoy seguro. No por completo. En última instancia esto debe ser una cuestión de fe. Debe ser una cuestión de fe, hermana Anne.

»En Roma, cuando llegue el momento del nacimiento, usted deberá estar alerta para captar algún signo. El 13 de octubre Nuestra Señora prometió en Fátima una señal cuando tuviera lugar el nacimiento. Dos vírgenes, dos infantes… Nosotros averiguaremos quién es la Bestia y quién nuestro Salvador… Hermana Anne, es preciso dar muerte a la Bestia. El hijo del Diablo debe morir…. Por otra parte, el hijo de Dios debe ser protegido a toda costa.

Anne intentó responder. El padre Rosetti le cogió una mano entre las suyas.

– Usted sabrá quehacer -susurró-.Todo ha sido prometido. Tenga fe, hermana. Necesita tener fe.

ROMA

Sobrevolando los jardines de Borghese, el Tíber, la espaciosa plaza de San Pedro, el vuelo de «Air France» tomaba tierra según el horario previsto en el aeropuerto Leonardo da Vinci.

Eran las 17:30, hora de Roma. Doce de octubre.

Policía romana, carabinieri y soldados del Ejército italiano habían conseguido engañar magistralmente a los periodistas, los paparazzt y admiradores alejándolos de la verdadera verja para pasajeros recién llegados.

Dos emisarios del Vaticano, ataviados con solemnes ropas negras, estaban presentes para recibir a la bella signorina Kathleen, a sus padres y otros acompañantes relevantes.

Tras los ceremoniosos saludos se condujo al grupo hacia la pista del aeropuerto donde aguardaba una limusina del Estado Vaticano. El automóvil era un «Fiat» especial con la placa dorada y negra asignada a todos los vehículos oficiales del Vaticano.

Un detective participó a Charles Beavier que el impresionante coche estaba provisto con ventanillas a prueba de balas… Había habido amenazas. Nada particularmente alarmante. Las amenazas estaban a la orden del día en Italia.

Más de treinta mil personas, empujándose y gritando, verdaderos adoradores, se arracimaban en las carreteras de acceso al aeropuerto para echar una ojeada a la joven virgen americana; la escena semejaba una gran ópera italiana.

El pueblo se apretujaba a ambos lados de la estrecha carretera asfaltada; algunos se habían encaramado a los macizos pasos elevados de piedra; otros se arracimaban en todas las ventanas disponibles de los diversos edificios del aeropuerto.

Hombres, mujeres y pequeños escolares… todos gritando:

– ¡Viva la Virgen!

Por último, hacia el ocaso, la limusina negra se aproximó a la verja del Vaticano.

Apretadas una junta a otra en el asiento trasero, Anne y Kathleen contemplaron nerviosas las enormes torres envueltas en niebla, los palacios de estuco, las cruces doradas perfilándose en el cielo romano.

Entonces presenciaron un milagro. Sobre el fondo de pequeñas tiendas y trattorias en la via Merulana, desfilaba una gran columna de adoradores, con casi dos kilómetros de longitud, para recibir a la Santísima Virgen. Doscientos mil fieles habían comparecido allí sin tener apenas noticia sobre la llegada de Kathleen.

El pueblo quería creer.

El pueblo necesitaba desesperadamente creer.

Para los ocupantes de la limusina fue imposible apreciar por completo la majestuosa e imponente escena de amor expuesta ante su vista.

Fue imposible no sentirse conmovido ante la magnitud, la devoción, el amor sincero en los ojos de las gentes. Se arrojaron hermosas flores sobre el coche como si éste fuera la escalinata de la plaza de España.

Anne pensó en las grandes multitudes que viajaran durante el verano de 1917 a la aldea deFátima. Imaginó el efecto que podría causar un milagro en esta época presuntamente racional pero sobremanera susceptible.

Todo su cuerpo fue un ascua; sintió una exaltación increíble. De pronto, sin poder atribuirlo a una razón específica, notó que creía.

Súbitamente, Anne creyó en el santo nacimiento virginal.

Un sentimiento raro pero viejo y familiar se extendió por todo su ser.

Dada la inmensa muchedumbre apelotonada y casi histérica fueron precisos cuarenta y cinco minutos para recorrer el kilómetro final. Cuando Anne se incorporó tensa, dejando un poco atrás a Kathleen, no pudo comprender lo que significaba aquel torbellino sólido de rostros…, unos sonriendo, otros gritando o llorando de felicidad.

Se formó una muralla multicolor de guardias suizos en columna de a dos que rodeó la limusina de modo bastante desordenado. Más allá, las turbas de hombres, mujeres y niños emocionados agitando sencillas gorras campesinas, pañuelos de algodón, cuadros del Bambino, e inclinándose a izquierda o derecha para echar un vistazo a la joven virgen. El aroma dulzón del incienso se extendió por doquier. Hileras de sacerdotes vistiendo sobrepellizas blancas y holgadas sotanas negras. Un rugido creciente que estremeció a Anne.

Lo mejor de todo fue que Anne podía percibir la presencia del amor en las calles que confluían ante el hospital romano donde Kathleen daría a luz. El pueblo adoraba a la virgen Kathleen. Todos ellos intentaban comunicarle ese desesperado y abrumador amor. Hasta entonces, ése fue el momento más hermoso y conmovedor. Anne se sintió dominada por una emoción avasalladora. laquel momento incomparable fue tan increíblemente hermoso, tan inconcebiblel

Por último, Kathleen descendió del coche del Estado Vaticano. Un rugido atronador barrió la avenida romana. A Anne se le erizaron los pelos de la nuca. Su cuerpo mostró una sensitividad y vitalidad muy intensas. Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas y entonces ella se dio cuenta de que no sólo Kathleen le inspiraba un amor tremendo, sino también ese buen pueblo italiano.

Cuando Anne echaba una mirada a aquella masa policroma y enfervorizada, descubrió una brecha en la muralla de guardias vaticanistas y Policía. El corazón se le subió a la garganta.

– ¡Allí, allí! -gritó señalando.

Pero el ensordecedor vocerío ahogó su voz.

Un hombre fornido, vistiendo chaqueta y camisa blanca deportiva estaba abriéndose paso hacia la brecha. De pronto se escurrió por ella y caminó a paso vivo en dirección de la limusina y Kathleen.

– ¡Dios mío! -gritó Anne, pero ni ella misma pudo oír su voz.

El hombre se inclinó hacia adelante y avivó el paso hasta emprender la carrera.

La hermana Anne Feeney afirmó tas piernas y enderezó la espalda. En el último segundo se lanzó entre el atacante y Kathleen. Hubo un choque formidable entre ella y la robusta figura.

Anne sufrió una fuerte torsión de cuello a la derecha. Recibió en el pecho un golpe paralizador. La pierna derecha se le torció y quedó apresada bajo los cuerpos caídos.

Luego hubo una explosión blanca, cegadora en el centro de la gente apelotonada. Algunos policías y soldados cayeron sobre el hombre y el cuerpo de Anne Feeney.

Los horrorizados policías romanos se gritaron algo unos a otros. Luego apareció una porra y empezó a golpear brazos y piernas, mientras Kathleen era conducida en la dirección opuesta… sin que se pensara cuál podría ser la reacción de la enardecida multitud por aquel lado.

Aunque Anne tuviera la vista nublada, pudo ver con suficiente claridad a dos agentes uniformados que la estaban ayudando a levantarse.

– Paparazzi -dijo el más joven -. Fotógrafo. Mal individuo. ¿Se encuentra bien? Ha hecho usted una acción brava. Muy brava.

– Creo que estoy bien -consiguió balbucear Anne.

Miró a todos los rostros que la rodeaban cada vez más cerca. Ahora, aquellas gentes la aclamaban a ella, según pudo comprender Anne.

– ¡Ah, no hagan eso! -musitó.

Luego sonrió agradecida. Los policías la condujeron aprisa hacia el hospital para que estuviera junto a la virgen Kathleen.

Serían las nueve de la noche cuando la Televisión italiana informó que Kathleen Beavier había ingresado en el Salvator Mundi Clinic, un costoso hospital privado donde se operaba a los cardenales de alto rango, donde se había hospitalizado cierta vez la actriz cinematográfica Elizabeth Taylor durante el rodaje de la película Cleopatra, donde un equipo de seis médicos italianos y americanos supervisaría el nacimiento virginal.

El primer informe procedente del Salvator Mundi fue facilitado por el propio cirujano jefe.

Un cuarentón elegante, de pelo oscuro con el rostro marcado por líneas de carácter firme. Recibió a los periodistas en una sala de conferencias, utilizada principalmente para las asambleas del personal hospitalario.

– Kathleen Grace Beavier se halla en excelentes condiciones il dottore habló con los mejores modales y una sonrisa afable-. Cabe anticipar que el nacimiento del niño tendrá lugar entre las próximas doce y veinticuatro horas. No esperamos la menor complicación.

COLLEEN

«Voy a ser madre muy pronto; un minúsculo bebé saldrá de mi cuerpo», pensó Colleen Galaher con serena estupefacción.

La joven campesina siguió preparando el té de hierbas para ella y sor Katherme Dominica. Cortó algunas rebanadas de la hogaza marcada con la cruz tradicional.

La sencilla tarea de hacer té distrajo su pensamiento de otros acontecimientos muy recientes, cosas que no tenían sentido para la joven Colleen.

Ella sabía muy bien cómo hacer la infusión de hierbas. Según le había dicho el párroco, padre McGurk, hacía un excelente té.

¿Cómo era posible que ella tuviese un bebé? Así pensaba Colleen cuando una fina voluta de vapor blanco apareció en el pitón de su tetera.

¿Y cómo cuidaría ella del bebé cuando naciera?

¿De dónde provendría el dinero necesario?

¿Se le permitiría regresar al Holy Trinity School?

– Sólo tengo catorce años -se dijo la joven en voz baja. Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Las manos menudas y pecosas empezaron a temblar.

– Sólo catorce… -Colleen Galaher se cubrió la cara con el delantal y estalló en sollozos -. Dios del Cielo, ayúdame. ¡Por favor, por favor!

Por último, Coleen llevó el té y el pan tostado al cuarto de estar. Buscó por todas partes a la hermana Katherine. Primero miró dentro de la casa, luego fuera, en el porche.

Sor Katherine Dominica había desaparecido del cottage. Repentinamente, el dolor se hizo insoportable y Colleen Galaher se sintió muy sola.

EL PAPA PIÓ XIII

Desde cierta distancia, desde la perspectiva que ofrecía la arcada dando paso al vasto aposento, Leo Cerrado Lombardi parecía sumamente austero y autoritario con su ropaje niveo y sus chales de brocado.

Cuando uno se acercaba, sin embargo, veía que el santo líder de unos setecientos millones de católicos sufría violentos temblores sentado allí en la hermética cámara de mármol y granito que ocupaba el ala oriental de la Corte de los Belvedere.

Construida a principios del siglo xix cual compañera sempiterna de la Biblioteca Vaticana, la Corte de los Belvedere era el segundo edificio más grande del Vaticano. Tan sólo la Basílica de San Pedro era mayor, más impresionante cuando se paseaba por ella para admirar sus riquezas.

Protegida por agentes de la Gendarmería pontificia, algunos de los cuales iban armados con metralletas, la planta superior, ala oriental, era la cámara fuerte, por así decirlo, para diversos documentos donde se elaboraba minuciosamente la vida secreta de la Iglesia durante el siglo xx.

Entre esos sagrados y algunas veces sacrilegos escritos figuraba la única copia del mensaje transmitido por Nuestra Señora de Fátima a tres niños portugueses, el vaticinio más importante de la Iglesia moderna.

El único gran milagro de esta Era.

Los ojos grises del Papa Pío XIII recorrieron lentamente la habitación de altas paredes, que contenía casi todos los documentos importantes de La Rota (el Tribunal eclesiástico) así como aquellos escritos donde se especificaban los acuerdos de la Iglesia concertados con fascistas y nazis, y asimismo contra ellos.

Para preservar por igual las pruebas favorables y adversas, se había equipado el aposento con un humectador muy costoso y un sistema de alarma contra el fuego no menos costoso que esparcía polvo seco en vez de agua.

Durante unos instantes, Pío XIII permaneció inmóvil con el 1 sorprendente documento sobre Fátima descansando rígidamente en las rodillas cubiertas por la blanca sotana.

La sutil iluminación del aposento se reflejaba en su pequeña coronilla.

Un pie calzado con zapatilla roja golpeaba rítmicamente el hermoso mármol de Carrara del piso.

Pío XIII deseaba releer cada una de las cartas escritas sobre Fátima antes de tomar una decisión concluyeme respecto a las vírgenes.

El Santo Padre intentaba valorar los mensajes y advertencias de hacía setenta años en función de los acontecimientos, acontecimientos predichos, que habían tenido lugar durante los últimos días.

En aquel momento, al Papa Pío le hubiera satisfecho sobremanera poder hablar con alguien que comprendiese sus sentimientos acerca de Jesucristo, acerca del Dios padre, acerca de la propia Iglesia…, alguien con una fe simple y directa, la suficiente para entender el maravilloso milagro o quizá la impía destrucción que era ahora tan inminente.

¡Si se pudiera contar la verdad sobre la virgen al fiel…, si se pudiera contar al pueblo entero todo… sobre el Juicio Final…, sobre el Niño!

¡Si mis propios consejeros quisieran escucharmel ¡Si nuestros eminentes cardenales quisieran creer las verdades sagradas sobre cuya base fue construida la Iglesia!

El Papa Pío rememoró las palabras proféticas de san Mateo, el querido Leví:

Pues así como la luminosidad viene del Este y se sumerge en el Oeste, así será la llegada del Hijo del hombre…

…Inmediatamente después de la tribulación de esos días, el sol se oscurecerá, la luna no dará su luz y las estrellas caerán de los cielos.

Con ojos llorosos de tristeza por el mundo, con obstinada esperanza y determinación, Pío XIII bajó la vista y miró el sagrado mensaje de Nuestra Señora de Fátima.

Habrá dos vírgenes que aparecerán sobre la superficie terrestre. Así se lo había dicho la Gentil Señora a los niños portugueses en octubre de 1917.

Cuando transcurran setenta años desde ahora se manifestarán los signos, y entonces todos sabrán que la hora ha llegado. Prevenios contra la astucia del Diablo.

La hora del Juicio Final estará a la vista.

LUCIA DOS SANTOS

La hermana María das Dores (María de los Dolores) no estaba segura del año, pero creía que el día prometido tanto tiempo antes se anunciaba finalmente aquí.

Durante semanas la hermana María -antiguamente Lucia dos Santos, último superviviente de los tres niños de Fátima-estaba adquiriendo una extraña energía con el vigorizante viento marino en el convento de Santa Dorotea.

Algunas veces, sor María se pasaba horas y horas rememorando aquel día de 1917. La pasmosa multitud extendiéndose sobre las colinas en la Cova de Iría, la rara sensación, como si una corriente eléctrica circulara por su cuerpo. La luz rutilante, giratoria, la luz… y la milagrosa visión como ninguna otra antes o después de aquel día vieron con ella casi cien mil personas.

Desde su solitaria ventana de media luna, la hermana María das Dores contempló una hermosa puesta de sol. La anciana sintió una extraña identificación con el cielo dorado y purpúreo, el Mediterráneo lleno de borreguitos, las rojas amapolas respirando en sus orillas.

Sor María oró en silencio para que el mundo hubiese tomado a pecho desde octubre de 1917 la hermosa advertencia de la Virgen: «El hombre ha asumido gran maldad dentro de su ser, y esa maldad le destruirá.»

EL PADRE ROSETTI

Nadie tiene derecho a pedirte esto…

No para que te condenes tú mismo a la eternidad del infierno.

Entró a duras penas en la habitación del hotel de Dublín, dejó caer ruidosamente su equipaje y no se molestó en encender las luces del techo.

Caminó hacia una ventana llena de regueros y contempló la fría y silenciosa dispersión de los transeúntes irlandeses.

Ahora estaba seguro de conocer la verdad sobre las dos vírgenes.

El era el único en conocerla, y eso tal vez fuera imprudente.

La Bestia había utilizado ingeniosos artificios, ilusiones, imitaciones. Pero el padre Rosetti había seguido los signos inequívocos en el mensaje de Fátima. Estaba seguro de haberlo hecho. Su fe no había sido nunca tan firme.

En su maletín llevaba fajos de documentos donde se revelaba toda la verdad. Antes de partir por la mañana con el padre O'Carroll, esos escritos quedarían a salvo en la caja fuerte del hotel. La verdad sobre el nacimiento virginal estaría disponible para conocimiento del mundo. La verdad sobre ambos -nacimientos.

Por última vez le pareció oír la orden susurrante de Pío XIII:

– ¡Debes encontrar a la verdadera virgen, mi estimado investigador! ¡La Iglesia necesita encontrar a la madre del niño divino!

El padre Eduardo Rosetti la había encontrado.

ANNE Y KATHLEEN

Las últimas horas entre Kathleen Beavier y Anne Feeney fueron inolvidables.

Durante largo rato ambas permanecieron silenciosas en la suite del hospital Salvator Mundi.

Ambas jóvenes estuvieron sentadas muy tranquilas junto al único ventanal de la habitación, contemplando las luces parpadeantes de Roma.

Se limitaron a unir sus manos.

Esperando que comenzaran los dolores del parto.

Kathleen necesitaba a alguien que le hiciese compañía. «¡ Anne es tan hermosa! -pensó Kathleen-, ahora comprendo por qué la eligió el cardenal Rooney entre tantas hermanas para la Archidiócesis de Boston.»

Mientras miraba la Ciudad Eterna, la adolescente sintió un pinchazo profundo en el estómago.

– ¡Uf…! ¡Ah, querida…! Ya estoy bien.

Con cada punzada, cada dolor agudo se preguntó: ¿Ha llegado el momento? ¿Va a comenzar todo ahora?

Conteniendo el aliento, dándose un lento masaje en el bajo vientre Kathleen esperó a que se manifestara un claro signo físico.

Romper aguas.

Rotura de la mucosa.

No llegó signo alguno. Todavía no.

Kathleen apretó aún más la mano de Anne.

– ¡Todo es tan extraño y aterrador para mí! -Kathleen encorvó la espalda y se meció suavemente en su butaca-. Me pregunto si alguien ha experimentado esto alguna vez. Resurgen todos los temores que desterré al fondo de mi pensamiento. Mis peores temores. Cada vez más florecientes, ¡y tan vividos!

»No ceso de cavilar… ¿Saldrá bien parado mi niño? ¿Lo saldré yo…? ¿Dolerá mucho,…? Ahora, las preguntas se suceden sin pausa, Anne.

Kathleen se tranquilizó de nuevo; ambas quedaron silenciosas y atemorizadas en la habitación del hospital.

El simple acto de unir sus manos fue suficiente.

Entretanto, la negrura total de la noche se había tendido sobre el hospital romano cual una cogulla frailesca. Ante la puerta de Kathleen prestaban servicio cuatro guardias suizos.

Al fin era el 13 de octubre…, el día de la Virgen.