177819.fb2 Voces que susurran - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 46

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Mantuve a Herodes encañonado mientras nos miraba alternativamente al Coleccionista y a mí, como si no supiese cuál de los dos planteaba una amenaza mayor. El arma de Herodes estaba en el suelo, fuera de su alcance, porque el Coleccionista se la había arrebatado. El Coleccionista, mientras tanto, examinaba los estantes, cogiendo piezas, admirándolas y dejándolas otra vez en su sitio.

– Posee usted una impresionante selección de tesoros -comentó el Coleccionista-. Libros, manuscritos, objetos varios. He seguido sus pasos durante un tiempo, pero ni siquiera yo imaginaba que fuera usted tan diligente, ni que tuviese un gusto tan exquisito.

– Soy coleccionista, como usted -contestó Herodes.

– No, no como yo – fue la respuesta-. Mi colección es muy distinta.

– ¿Cómo me ha encontrado?

– La tecnología. Le instalaron en el coche un dispositivo de localización mientras estaba en casa de la señorita Emory. Según creo, es muy posible que lo montara en su día el difunto Joel Tobias, lo cual resulta irónico dadas las circunstancias.

– ¿Estuvo usted ante la casa de Tobias todo el tiempo?

– Sí.

– Podría haberme cogido entonces.

– Al señor Parker le preocupaba la seguridad de la señorita Emory, y yo quería ver su colección.

– ¿Y cómo han entrado?

– Por arte de magia. Resulta difícil seguir los movimientos de tantos hombres dentro de la casa de uno por medio de distintos monitores, sobre todo una vez desactivado el sistema de alarma.

– Han interceptado al equipo de seguridad,

– Sí. Puede sentarse, pero mantenga las manos sobre la mesa. Si las perdemos de vista, el señor Parker le pegará un tiro.

Herodes, obediente, dejó las manos abiertas a ambos lados de la caja.

– Pretende abrirla -dijo el Coleccionista.

– Sí.

– ¿Por qué?

– Porque siento curiosidad por ver lo que hay dentro.

– Tantas molestias, y todo por una vana curiosidad.

– No vana, vana jamás.

– ¿Todo se reduce a una cuestión de interés personal, pues?

Herodes se detuvo a pensar.

– Creo que ya conoce la respuesta a eso.

El Coleccionista acercó una butaca y se acomodó en ella, poniendo las manos sobre el regazo con los dedos entrelazados y los pulgares cruzados, como si se dispusiera a rezar.

– ¿Sabe cuando menos al servicio de quién está? -preguntó.

– ¿Y usted?

El Coleccionista esbozó una sonrisa con sólo una comisura de los labios.

– Yo saldo cuentas. Recaudo deudas.

– Pero ¿para quién?

– No pronunciaré Su nombre aquí, en presencia de esta… cosa.

Desplegó los dedos para señalar la caja. Se metió una mano en el bolsillo y extrajo una pitillera de color gris plomo y un librito de cerillas.

– ¿Le importa si fumo?

– Sí.

– Lástima. Según parece, me veré forzado a abusar aún más de su hospitalidad.

El Coleccionista se llevó un cigarrillo a los labios y encendió la cerilla. Pronto, el humo gris y maloliente ascendió en espiral hacia el techo. Herodes contrajo el rostro en una expresión de asco.

– Los hacen especialmente para mí -explicó el Coleccionista-. Antes fumaba tabaco de las marcas habituales, pero su omnipresencia me resultaba vulgar. Si he de envenenarme, prefiero hacerlo con un mínimo de clase.

– Admirable -dijo Herodes-. ¿Puedo preguntarle dónde tiene previsto echar la ceniza?

– Ah, éstos arden muy despacio -contestó el Coleccionista-. Para cuando eso sea un problema, usted ya habrá muerto.

El ambiente de la habitación cambió. Pareció consumirse parte del oxigeno, y oí un gemido agudo dentro de mi cabeza.

– ¿Lo hará usted o su amigo? -preguntó Herodes en voz baja.

– Ninguno de los dos.

Herodes pareció desconcertado, pero no pudo ahondar en el tema porque el Coleccionista volvió a hablar.

– ¿Con qué nombre se presenta ese a quien usted sirve?

Herodes cambió ligeramente de posición en la silla.

– Lo conozco como el Capitán -respondió-, pero tiene muchos nombres.

– Eso seguro. El Capitán. Aquel que Espera Detrás del Cristal. Señor Goodkind. Poco importa, ¿no? Es tan viejo que no tiene nombre propio. Todos son invenciones de otros.

El Coleccionista, dejando un rastro de humo con los dedos, trazó un delicado gesto que abarcó toda la habitación.

– Aquí no hay ningún espejo. Ninguna superficie reflectante. Cabría pensar que empezaba a cansarse usted de su presencia. Debe de ser agotador, lo reconozco. Toda esa ira, toda esa necesidad. Trabajar con eso metido en la cabeza debe de ser casi imposible. -Se inclinó y golpeteó la caja-. Y ahora quiere que abra usted esto, para aumentar un poco más el caos de un mundo ya turbulento. Bueno, no tiene sentido defraudarlo, ¿verdad que no?

El Coleccionista se levantó. Colocó el cigarrillo con cuidado en el brazo de la butaca, se inclinó sobre la mesa y empezó a mover los dedos sobre los mecanismos de cierre, explorando diestramente con las yemas las patas de las arañas, los cuerpos retorcidos, las bocas abiertas. No miraba la caja, sino que mantenía la vista fija en Herodes.

– ¿Qué hace? -preguntó Herodes-. Son mecanismos complejos. Es necesario examinarlos. Debe establecerse el orden…

Pero mientras hablaba, empezaron a sonar dentro de la caja sucesivos chasquidos y zumbidos. El Coleccionista siguió moviendo los dedos, y los ruidos mecánicos quedaron ahogados por otro. Era un susurro que parecía llenar la habitación, elevándose en un monstruoso júbilo, atrepellándose las voces como insectos en un nido. Se abrió una tapa, luego otra, y otra más. Una sombra se proyectó en una de las estanterías, una figura encorvada y cornuda, y enseguida se unieron a ella otras dos, preludio de lo que estaba a punto de revelarse.

– ¡Alto! -dije-. ¡No puede hacer eso! -Me desplacé hacia la derecha para que el Coleccionista me viera, y dejé de apuntar a Herodes para encañonarlo a él-. No abra esa caja.

El Coleccionista levantó las manos, no en un gesto de rendición, sino de exhibición, como un mago al final de un número especialmente hábil.

– Demasiado tarde -dijo.

Y la última tapa se abrió por efecto de su resorte.

Por un momento todo permaneció inmóvil en la habitación. En la pared, las sombras dejaron de moverse, y lo que durante tanto tiempo había carecido de sustancia adquirió forma concreta. El Coleccionista se quedó quieto, las manos todavía en alto, un director de orquesta esperando a que alguien pusiera entre sus dedos la batuta para dar comienzo a la sinfonía. Herodes miraba fijamente el interior de la caja, y una luz blanca y fría iluminó su rostro como la luz del sol reflejada en la nieve. Su expresión cambió, pasando del miedo al asombro ante lo que se le revelaba a él pero seguía oculto al Coleccionista y a mí.

Y de pronto Herodes comprendió, y fue su perdición.

El Coleccionista dio media vuelta y en un mismo movimiento se abalanzó sobre mí. Me obligó a echarme cuerpo a tierra, y aun así no pude contener el impulso de mirar. Vi una espalda negra, curva como un arco, la piel deformada y desgarrada por la erupción de afilados huesos espinales. Vi una cabeza demasiado grande para el torso que la sostenía, el cuello hundido en pliegues de carne, lo alto del cráneo una fantasía de huesos amarillos, retorcidos como las raíces de un árbol antiguo descortezado. Vi el destello de unos ojos amarillos. Vi unas garras oscuras. Vi unos dientes afilados. Una cabeza se desdobló en dos, luego en tres. Dos de ellas se abatieron sobre Herodes, pero una se volvió hacia mí…

Entonces el Coleccionista, con los dedos detrás de mi cabeza, me obligó a volverme hacia el suelo.

– No mire -ordenó-. Cierre los ojos. Cierre los ojos y rece.

Herodes no emitió el menor sonido. Eso fue lo que más me sorprendió. Permaneció en silencio mientras se ensañaban en él, y aunque sentí la tentación de volver a mirar, me abstuve, incluso cuando el Coleccionista me soltó y sentí que se ponía en pie. Oí varios chasquidos mecánicos, y el Coleccionista anunció:

– Hecho.

Sólo entonces abrí los ojos.

Herodes, desplomado en su silla, tenía la cabeza caída hacia atrás, los ojos y la boca abiertos. Había muerto, pero parecía intacto salvo por un hilo de sangre que le resbalaba desde la oreja izquierda y el hecho de que le habían reventado todos los capilares de los ojos, enrojeciéndole las córneas. En el escritorio, la caja estaba otra vez cerrada, y oí de nuevo los susurros, ahora llenos de rabia, como un enjambre de abejas sacudido por una tuerza exterior.

El Coleccionista cogió el cigarrillo del brazo de la butaca. Un largo dedo de ceniza pendía del extremo, como un edificio a punto de derrumbarse. La echó en la boca abierta de Herodes; luego se llevó otra vez el cigarrillo a los labios y dio una larga calada.

– Si quiere provocar a los perros, compruebe siempre la longitud de la cadena -aconsejó. Cogió la caja y se la metió bajo el brazo.

– ¿Se la lleva? -pregunté.

– Temporalmente. No es mía y no puedo quedármela.

Se acercó a uno de los estantes y se apropió de una estatuilla de una diablesa, tallada en marfil. Parecía oriental, pero yo no era un experto.

– Un recuerdo -dijo-, para añadirlo a mi colección. Ahora me queda una tarea pendiente. Permítame presentarle a alguien…

***

Al salir del gabinete de Herodes nos detuvimos ante un recargado espejo. En un primer momento vi sólo mi reflejo y el del Coleccionista, pero al cabo de un rato se sumó un tercero. Al principio semejaba poco más que una mancha, con huecos de color gris oscuro allí donde deberían haber estado los ojos y la boca, pero poco a poco adquirió facciones reconocibles.

Era el rostro de Susan, mi esposa muerta, pero con orificios abiertos a fuego en la piel allí donde antes estaban los ojos. Después, como un sonajero al sacudirlo, la cara se desdibujó y pasó a ser Jennifer, mi hija asesinada, pero también sin ojos, y con la boca llena de insectos picadores. Siguieron otros rostros, enemigos del pasado, sucediéndose cada vez más deprisa: el Viajante, el individuo que había aniquilado a Susan y Jennifer; Caleb Kyle, el asesino de mujeres; Pudd, su cara envuelta en viejas telarañas, y el demonio Brightwell, con el bocio hinchado como un enorme útero de sangre.

Porque él estaba en todos ellos, y todos ellos eran de él.

Finalmente quedó sólo la silueta de un hombre, cuarentón, de estatura media o poco más. Entre su cabello oscuro empezaban a asomar las canas y tenía en los ojos una expresión atribulada y triste. A su lado estaba su gemelo, y al lado de éste el Coleccionista. Entonces el Coleccionista se apartó, los dos reflejos se fundieron en uno y me vi sólo a mí mismo.

– ¿Qué ha sentido? -preguntó el Coleccionista, y en su voz se traslució una incertidumbre que yo no había oído nunca antes-. ¿Qué ha sentido al mirarlo?

– Rabia. Y temor. Esa imagen tenía miedo. -La respuesta salió de mis labios antes de formarse como pensamiento consciente en mi cabeza-. Miedo de usted.

– No -dijo el Coleccionista-. De mí, no.

Vi en su cara una expresión pensativa, pero también algo más.

Por primera vez percibí el miedo que yo inspiraba al Coleccionista.