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Pensé en lo que había dicho Bennett Patchett cuando volví a mi casa de Scarborough y me senté ante mi escritorio para tomar notas sobre nuestra conversación. Si Joel Tobias pegaba a su novia, merecía experimentar también él cierto dolor, pero me pregunté si Bennett sabía en qué estaba metiéndose. Aun cuando yo encontrara algo que él pudiera esgrimir contra Tobias, dudaba que incidiera mucho en la relación, a menos que el hallazgo fuera tan horrendo que indujera a hacer la maleta de inmediato y huir al monte a cualquier mujer que no estuviese clínicamente loca. También había intentado advertirle que cabía la posibilidad de que Karen Emory no le agradeciera la intromisión en sus asuntos personales, por más que Tobias ejerciera violencia sobre ella. Aun así, si ésa hubiera sido la única razón de Bennett para involucrarse en la vida de su empleada, sus motivaciones habrían sido válidas, y yo bien habría podido concederle parte de mi tiempo. Al fin y al cabo, lo pagaba él.

El problema residía en que el bienestar de Karen Emory no era la única razón por la que había acudido a mí. De hecho, era un ardid, una manera de abrir una investigación aparte, pero a la vez vinculada, sobre la muerte de su hijo, Damien. Caía por su propio peso que Bennett atribuía a Joel Tobias cierta responsabilidad por el cambio operado en el comportamiento de Damien Patchett, cambio que provocó, a la postre, su autodestrucción. En último extremo, toda investigación impulsada por individuos y llevada a cabo fuera de los ámbitos empresarial o policial es de carácter personal, pero algunas lo son más que otras. Bennett deseaba que alguien rindiera cuentas por la muerte de su hijo, dado que su hijo no podía rendirlas por sí mismo. Algunos padres, en situaciones parecidas, tal vez habrían volcado su ira en el ejército, por negarse a reconocer los padecimientos de un soldado a su regreso, o en la ineptitud de los psiquiatras, pero, según Bennett, Damien había vuelto de la guerra relativamente indemne. Esa afirmación justificaba, por sí sola, ulteriores investigaciones, pero de momento Joel Tobias era, a ojos de Bennett, tan sospechoso de la muerte de Damien Patchett como si le hubiese sujetado la mano cuando éste apretó el gatillo.

Bennett era un hombre peculiar. Si bien tenía por dentro un punto tierno, por fuera tenía una coraza como el caparazón blindado de un cocodrilo: ahora Bennett era un hombre intachable, pero en otro tiempo cumplió condena. De joven, acabó en compañía de un grupo de Auburn que se dedicaba a robar en gasolineras y supermercados, hasta que pasó a objetivos mayores, incluido un atraco al Farmers First Bank de Augusta, durante el cual alguien blandió un arma y se produjeron disparos, aunque con balas de fogueo. El botín no fue nada extraordinario, unos dos mil dólares más la calderilla, y la policía no tardó en identificar al menos a un miembro de la banda. Lo detuvieron, le hicieron pasar un mal rato, y al final cantó los nombres de sus cómplices a cambio de una reducción de la pena. Bennett, el conductor durante la fuga, fue condenado a diez años y cumplió cinco. No era un delincuente profesional. Cinco años en Thomaston, un presidio fortificado del siglo XIX que aún conservaba la marca del antiguo patíbulo tan indeleble como si la hubiesen grabado a fuego en el suelo, lo convencieron del error de su proceder. Volvió al negocio paterno con el rabo entre las patas y a partir de entonces ya no se metió en ningún lío. Eso no significaba que sintiera gran aprecio por la ley, y personalmente, por el hecho mismo de haber sido delatado en su día, nunca delataría a nadie. Puede que Joel Tobias no le inspirara gran simpatía, pero contratarme a mí en lugar de acudir a la policía era una solución intermedia muy propia de él, pensé, como lo era pedirme que investigara a un hombre con la esperanza de sacar a la luz la verdad oculta tras la muerte de otro.

***

Ya no hay secretos. Con un poco de ingenio, y un poco de dinero, es posible averiguar muchas cosas sobre cualquier persona, datos que esa persona creía confidenciales y protegidos, o que habría preferido que permaneciesen así. Resulta aún más fácil si uno dispone de una licencia de investigador privado. Al cabo de una hora tenía ya en mi mesa el historial crediticio de Joel Tobias. No se había dictado contra él ninguna orden judicial digna de mención y, por lo que vi, nunca había incurrido en problemas con la policía, Desde que había sido dado de baja en el ejército por invalidez, hacia poco más de un año, parecía haber bregado mucho, pagado sus facturas y llevado lo que, en apariencia, era la vida corriente de un trabajador.

Una de las palabras preferidas de mi abuelo era «tufo». La leche que estaba a punto de agriarse despedía cierto tufo. Un ruido insignificante, casi inaudible, en el motor del coche podía tener cierto tufo a problema no diagnosticado en el carburador. Para él, un tufo era más preocupante que algo que estaba claramente mal, por el mero hecho de que el carácter del defecto era indefinido. Sabía que existía, pero no podía hacerle frente porque su verdadero rostro no se había revelado aún. Ante lo que estaba mal, uno podía optar por resolverlo o convivir con ello, pero cuando sólo se trataba de un tufo, éste se interponía entre la persona y sus horas de sueño.

En los asuntos de Joel Tobias se advertía un tufo. El camión, con litera, le había costado ochenta y cinco mil dólares. Contrariamente a lo dicho por Bennett, no era del todo nuevo cuando lo compró, pero casi. Al mismo tiempo había adquirido un remolque por otros diez mil. Había abonado una entrada del cinco por ciento, y el resto lo pagaba en plazos mensuales, a una tasa de interés que no era excesiva e incluso podía considerarse ventajosa; aun así, le exigía el desembolso de dos mil quinientos dólares al mes. Además, ese mismo mes se había comprado una furgoneta Chevrolet Silverado nueva. Había conseguido unas condiciones más que aceptables: dieciocho mil dólares, o sea, seis mil por debajo del precio oficial de concesionario, y la cuota mensual correspondiente a este préstamo era de doscientos ochenta dólares. Por último, las mensualidades de la hipoteca de su casa en Portland, a un paso de Forest y casualmente no muy lejos del Great Lost Bear, ascendían a otros mil dólares. La casa había sido de su tío, y cuando Joel la recibió en herencia, tenía ya atrasos en el pago de la hipoteca. Eso significaba que, en total, Tobias debía ingresar casi cinco mil dólares al mes sólo para mantener la cabeza a flote, sin contar los seguros, la cobertura médica, la gasolina para la Chevrolet, la comida, la calefacción, la cerveza y todo lo que pudiera necesitar a fin de llevar una vida holgada. Añádanse, pues, calculando por lo bajo, otros mil dólares mensuales para cubrir todo esto, así que Tobias necesitaba unos ingresos anuales aproximados de setenta mil dólares netos. No era una cifra inaccesible, dado que, como trabajador autónomo dueño de su vehículo, Tobias podía aspirar a ganar unos noventa centavos aproximadamente por kilómetro y medio, más el coste del combustible, pero para eso era necesaria una larga jornada laboral y muchos kilómetros. Además, probablemente recibía una pensión por la mano lisiada, y tal vez también por la pierna. A ojo de buen cubero, sacaba entre quinientos y mil doscientos dólares libres de impuestos al mes por sus lesiones, lo que representaría una ayuda con las facturas, pero, aun así, le quedaría mucho por ganarse en la carretera. Su clasificación crediticia permanecía dentro de la solvencia, no había faltado al pago de ninguno de sus préstamos, y hacía aportaciones a su plan de pensiones.

Pero, según Bennett, Tobias no trabajaba todas las horas que Dios le daba, o ésa era su impresión. De hecho, Tobias no parecía tener la menor preocupación económica, lo que inducía a pensar que le entraba dinero de algún sitio, aparte del que ganaba conduciendo o ingresaba en concepto de indemnización; eso, o tenía dinero ahorrado y financiaba el negocio con esas reservas, lo cual implicaba que no continuaría mucho tiempo en el negocio.

Ahí estaba, pues: en Joel Tobias se percibía cierto tufo. Le llegaba dinero de algún sitio. Sólo era cuestión de determinar el origen de ese ingreso adicional, y por algo que Bennett me había dicho, yo podía aventurarme a deducir la fuente. Bennett había comentado que Tobias viajaba entre Maine y Canadá. Canadá implicaba el cruce de una frontera, y una frontera implicaba contrabando.

Y tratándose de la frontera entre Canadá y Maine, implicaba droga.

***

Según un artículo del New York Times, «Para controlar el contrabando en la frontera entre Maine y Canadá se requeriría un pequeño ejército, tanto por lo agreste que era la mayor parte del territorio como por lo numerosas y diversas que eran las oportunidades». El artículo en cuestión fue escrito en 1892, y era tan válido entonces como lo es ahora. A finales del siglo XIX, la mayor preocupación de las autoridades era la pérdida de los aranceles derivados de las bebidas alcohólicas, el pescado, el ganado y los productos de la tierra que entraban de contrabando por la frontera, pero también las drogas empezaban ya a ser un problema: el opio se quedaba en depósito en los almacenes aduaneros de New Brunswick y luego se transportaba desde allí a Estados Unidos vía Maine. El estado tenía setecientos kilómetros de territorio fronterizo con Canadá, en su mayor parte despoblado, así como cinco mil kilómetros de litoral y unas mil cuatrocientas islas pequeñas. Por entonces era, y todavía lo es, el paraíso del contrabandista.

En la década de los setenta, a medida que el DEA, el Departamento Estadounidense Antidroga, concentraba sus esfuerzos cada vez más en la frontera sur con México, Nueva Inglaterra se convertía en una atractiva opción para los traficantes de hierba, sobre todo porque ya existía un mercado receptivo entre los estudiantes de sus doscientas cincuenta instituciones universitarias. Bastaba con comprar un barco, ir a Jamaica o Colombia y después seguir una ruta establecida que permitiera dejar una tonelada en Florida, otra en cada una de las Carolinas, una más en Rhode Island y una última en Maine. Desde entonces tenían presencia allí los mexicanos, junto con diversos grupos de sudamericanos, moteros y cualquiera que se considerara lo bastante duro para hacerse con una parte del mercado de estupefacientes y conservarlo.

Me recliné en la silla y contemplé por la ventana las marismas y las aves que sobrevolaban sus aguas a baja altura. Al sur una fina columna de humo oscuro se elevaba hacia el cielo hasta disiparse lentamente en el aire quieto, dejando una tenue estela de contaminación que empañaba el azul, por lo demás impoluto, del plácido ocaso. Telefoneé a Bennett Patchett, y me confirmó que Karen Emory estaba en el trabajo. Su turno terminaba a las siete de la tarde y, según había averiguado Bennett, Joel Tobias pasaría por allí a recogerla. Era lo que acostumbraba hacer cuando no salía a la carretera. Karen, al preguntarle Bennett si podía quedarse un rato más esa tarde, le había contestado que no, porque Joel y ella habían quedado para cenar. Explicó que las semanas siguientes Joel tenía programados varios viajes a Canadá y seguramente no dispondrían de mucho tiempo para estar juntos. Por tanto, a falta de algo mejor que hacer, decidí ir a echar un vistazo a Joel Tobias y su novia.

***

La cafetería Downs era un establecimiento bastante amplio, con capacidad para cien cubiertos o más, en el supuesto de que la cocina contara con todo el personal necesario y las camareras estuvieran dispuestas a ganarse las propinas con el sudor de su frente. Unos ventanales de gran tamaño daban a la Federal 1 y al aparcamiento de la bolera Big 20, al otro lado de la calzada. Una única barra atravesaba el comedor de punta a punta, con ángulos en los extremos formando una especie de U achatada. En las paredes se alineaban los reservados de cuatro plazas, y otra hilera de reservados creaba una isla de vinilo y formica en el centro del restaurante. Las camareras vestían camisetas azules con el nombre del establecimiento en la espalda, encima de una imagen de tres caballos en el esfuerzo final para alcanzar la línea de meta. Cada camarera llevaba su propio nombre bordado sobre el pecho izquierdo.

En lugar de entrar, esperé en el aparcamiento. Veía a Karen Emory dejar las cuentas en sus mesas, preparándose ya para el final del turno. Bennett me la había descrito, y era la única rubia que trabajaba esa tarde. Era bonita y menuda, de poco más de un metro cincuenta, en conjunto delgada, aunque incluso de lejos daba la impresión de que la camiseta le quedaba pequeña en torno al busto. Probablemente más de uno frecuentaba el Downs sólo para contemplar esa tela tensada mientras el huevo le resbalaba por la barbilla.

A las 18:55, una pickup Silverado negra con las lunas ahumadas entró en el aparcamiento. Al cabo de veinte minutos, Karen Emory salió con un vestido negro corto y zapatos de tacón, el pelo suelto sobre los hombros y el rostro recién maquillado. Se metió en la Silverado, y ésta giró a la izquierda en la Federal 1, rumbo al norte. Permanecí detrás de ella hasta South Portland, donde dobló en el aparcamiento de Beale Street Barbecue, en Broadway. Karen se apeó primero, seguida de Joel Tobias. El medía al menos un palmo más, tenía el pelo oscuro, un poco largo y ya canoso, peinado hacia atrás por encima de las orejas, dejándole la frente despejada. Vestía camisa y pantalón vaquero. Si tenía algo de grasa, estaba bien escondida. Cojeaba un poco, arrastrando el pie derecho, y llevaba la mano izquierda hundida en el bolsillo delantero del pantalón.

Dejé pasar un par de minutos y entré también. Habían ocupado una de las mesas próximas a la puerta, así que me senté a la barra y, tras pedir una cerveza sin alcohol y patatas fritas, me coloqué de modo que me permitiese ver la televisión y la mesa de Tobias y Karen. Parecían pasarlo bien. Les sirvieron unos margaritas acompañados de cerveza, y compartieron un plato de degustación. Todo eran sonrisas y carcajadas, en especial por parte de Karen Emory, pero su actitud parecía un tanto forzada, o acaso a mí, influido por Bennett Patchett, me dio esa impresión. Intenté apartar de mi cabeza todo lo que él me había dicho y observarlos como a una pareja de desconocidos dignos de atención en un restaurante. Ni así: Karen se esforzaba más de la cuenta, sensación que vi confirmada cuando Tobias fue al lavabo y la sonrisa de ella se desvaneció poco a poco mientras lo veía alejarse, dando paso a una expresión pensativa y atribulada a partes iguales.

Yo acababa de pedir otra cerveza, que no tenía previsto tomar, cuando Joel Tobias apareció junto a mi codo. No reaccioné cuando se hizo un hueco ante la barra a mi lado y pidió la cuenta tras explicar que la camarera parecía ocupada con otras mesas. Se volvió hacia mí.

– Disculpe -dijo sonriendo, y volvió junto a su novia.

Alcancé a verle la mano izquierda antes de marcharse: le faltaban dos dedos y tenía cicatrices. Al cabo de un momento se acercó la camarera, cogió la cuenta de la barra por indicación del camarero y la llevó a la mesa. Un par de minutos después habían pagado y se habían ido.

No los seguí. Me bastó con verlos juntos, y la aparición de Tobias a mi lado me había inquietado. No lo había visto volver del lavabo, lo que significaba que debía de haber salido por la puerta lateral y entrado de nuevo por la principal. Tal vez hubiera fumado un cigarrillo fuera, pero, en tal caso, era fumador de un par de caladas sólo. Acaso fuese una simple coincidencia, pero yo no tenía la menor intención de confirmar las sospechas que él pudiera albergar sobre mi presencia allí saliendo a toda prisa al aparcamiento y arrancando detrás de él con un chirrido de neumáticos. Apuré casi toda la cerveza que no quería y vi un rato más el partido por la televisión antes de pagar la cuenta y marcharme del bar. El aparcamiento estaba prácticamente vacío, y la Silverado negra había desaparecido hacía tiempo. No eran aún las diez de la noche y en el cielo se percibía un resto de claridad. Fui hasta Portland para pasar por delante de la casa de Joel Tobias. Era una vivienda pequeña de dos plantas, bien conservada. La Silverado estaba en el camino de acceso, pero no se veía ni rastro del enorme camión de Tobias. Había una luz encendida en una habitación del piso de arriba, visible a través de las cortinas medio cerradas, pero se apagó mientras yo miraba, y la casa quedó totalmente a oscuras.

Esperé allí un poco más, observando la casa y pensando en la expresión de Karen Emory un rato antes, y en cómo había aparecido Tobias junto a mi codo. Después volví a Scarborough, a mi silencioso hogar. En otro tiempo vivían conmigo una mujer y una niña, y un perro, pero ahora estaban en Vermont. Yo visitaba a mi hija, Sam, una o dos veces al mes, y en ocasiones ella se quedaba a pasar una noche conmigo si algún asunto llevaba a su madre, Rachel, a Boston. Rachel salía con otro hombre, motivo por el que me resultaba incómodo irrumpir en su vida y, a veces, me invadía cierto resentimiento. Pero también mantenía las distancias porque no quería ocasionarles ningún daño, y el daño me seguía a todas partes.

El lugar de ellas lo ocupaban ahora las sombras de otra mujer y otra niña, ya no vistas, pero sí percibidas, como el aroma que queda de las flores desechadas al empezar a caerse los pétalos. Esa mujer y esa hija fallecidas habían dejado de ser una fuente de desasosiego. Me las había arrebatado un asesino, un hombre a quien yo a mi vez había quitado la vida, y en mi culpabilidad y rabia había permitido durante un tiempo que se transformasen en presencias vengativas y hostiles. Pero eso era antes: ahora, sentirlas allí me proporcionaba consuelo, porque sabía que tenían un papel que desempeñar en lo que deparase el futuro.

Cuando abrí la puerta, noté la casa caliente, llena del olor a salitre de las marismas. Sentí el vacío de las sombras, el desinterés del silencio, y dormí plácidamente, y solo.