178014.fb2 Yo Mato - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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Cuarto carnaval

Cuando Alien Yoshida vuelve en sí, tiene la mirada nublada y le duele la cabeza.

Trata de mover un brazo, pero no lo logra. Aprieta los párpados para recuperar la nitidez de la visión. Vuelve a abrir los ojos y descubre que se halla en un sillón, en medio de la estancia. Tiene las manos y las piernas atadas con alambre metálico. Su boca está cubierta con un pedazo de cinta adhesiva.

Frente a él, sentado en una silla, hay un hombre que le mira en silencio. Un hombre del que no se ve absolutamente nada.

Viste una especie de bata común de trabajo, de tela oscura, por lo menos cuatro o cinco tallas más grande que la que le corresponde. Tiene la cara oculta por un pasamontañas negro, y la parte descubierta, a la altura de los ojos, está protegida por un par de grandes gafas oscuras de espejo. En la cabeza, un sombrero negro de alas bajas. Las manos están cubiertas por guantes, también negros.

La mirada aterrorizada de Yoshida recorre la figura. Bajo la bata, los pantalones, negros como todo el resto, comparten la misma característica que las otras prendas: son mucho más grandes que el aparente tamaño del hombre. Caen, largos, sobre los zapatos de tela, formando pliegues, como los de los adolescentes que visten según la moda hip-hop.

Yoshida ve algo extraño: a la altura de las rodillas y de los codos hay unos rellenos que tensan la tela de la ropa, como si la persona sentada frente a él tuviera las piernas y los brazos más abultados de lo normal.

Permanecen en silencio durante un tiempo que a Yoshida le parece interminable; el hombre no se decide a hablar, y él no puede hacerlo.

¿Cómo lo ha hecho para entrar? Aunque Yoshida se hallaba solo en casa, la propiedad tiene un servicio de vigilancia infranqueable, compuesto por hombres armados, perros y cámaras. ¿Cómo ha logrado superar esas barreras?

Y, sobre todo, ¿qué quiere de él? ¿Dinero? Si este es el problema, puede darle cuanto quiera. Cualquier cosa que desee. No hay nada que el dinero no pueda comprar. Nada. Si al menos pudiera hablar…

El hombre continúa mirándole en silencio, sentado en la silla.

Yoshida emite un gemido indistinto, sofocado por la cinta adhesiva que le presiona la boca. La voz del hombre sale de esa mancha oscura que es su cuerpo.

– Hola, señor Yoshida.

La voz es cálida y armoniosa, pero, extrañamente, al hombre atado en el sillón le parece más dura y cortante que el hilo metálico que le aprieta las piernas y los brazos.

Abre de par en par los ojos y de nuevo emite un gemido indistinto.

– No se esfuerce por tratar de comunicarse mucho, no logro entenderle. Y en todo caso lo que podría decirme no reviste ningún interés para mí.

El hombre se levanta de la silla con movimientos antinaturales, a causa de la ropa enorme y las extrañas prótesis de las rodillas y los codos.

Se coloca a su espalda. Yoshida trata de girar la cabeza para vigilarle. Oye de nuevo la voz, que le llega desde un punto situado detrás de él.

– Tiene usted aquí un hermoso lugar, un lugar discreto, donde gozar de sus pequeños placeres privados. En la vida hay placeres que rara vez se pueden compartir con alguien. Yo le entiendo, señor Yoshida. Creo que nadie mejor que yo puede entenderle…

Mientras habla, el hombre vuelve frente a él. Señala con un gesto el espacio que los rodea.

La estancia rectangular en que se encuentran no tiene ventanas. La aireación está garantizada por un sistema de ventilación cuyas bocas se abren en los muros casi a la altura del techo. En el fondo, apoyada contra la pared, hay una cama con sábanas de seda, encima de la cual pende un cuadro, única concesión a la simplicidad casi monacal de la habitación. Las dos paredes laterales están cubiertas de espejos, para evitar la sensación de claustrofobia y dar la ilusión óptica de un espacio más grande.

Frente a la cama, una serie de pantallas de cristal líquido, dispuestas según un esquema de multivisión y conectadas a un grupo de videograbadoras VHS y DVD. De tal manera que al proyectar una película el espectador está rodeado por las imágenes y se siente en el centro de la acción.

Hay, además, videocámaras de filmación que captan todas las zonas de la estancia, de manera que no quede excluido ni un solo ángulo. También estas cámaras están conectadas al sistema de grabación y proyección.

– ¿Es aquí donde se relaja usted, señor Yoshida? ¿Es aquí donde se olvida del mundo cuando quiere que el mundo se olvide de usted?

La voz cálida del hombre poco a poco transmite frío. Yoshida lo siente en las piernas y los brazos, que van perdiendo sensibilidad por la escasa circulación. Nota que el alambre metálico se clava en su carne, exactamente como esa voz lo hace en su cabeza.

Con sus movimientos artificiales, el hombre se inclina hacia una bolsa de tela apoyada en el suelo, al lado de la silla en la que estaba sentado. Saca un disco, un viejo elepé con la cubierta protegida por una funda de nailon.

– ¿Le gusta la música, señor Yoshida? Esta es celestial, créame. Es para verdaderos entendidos, como usted…

Se acerca al equipo de alta fidelidad situado contra la pared de su izquierda y lo examina. Se vuelve hacia Yoshida y la luz de la estancia se refleja brevemente en el espejo de las gafas.

– Felicitaciones; no ha olvidado nada. Había preparado una alternativa por si usted no tenía tocadiscos, pero veo que está muy bien equipado.

Conecta el aparato y pone el disco en el plato después de haberle quitado con cuidado la cubierta. Apoya la aguja en el vinilo.

Las notas de una trompeta salen de los altavoces y se esparcen en el aire. Es una música triste, tenue, evocadora, de una melancolía que quita el aliento, sufrimientos agudos que solo piden ser olvidados. Es la música sin memoria que la memoria desea para dejar de existir.

El hombre permanece un instante inmóvil, escuchando, la cabeza un poco ladeada. Yoshida imagina con sus ojos entrecerrados detrás de las gafas oscuras. Pero dura apenas un momento; después el hombre se recobra.

– Hermoso, ¿verdad? Robert Fulton, uno de los grandes. Quizá el más grande de todos. Y, como todos los grandes, un incomprendido…

Se acerca con curiosidad al tablero de los mandos de la instalación de vídeo.

– Espero entender algo. No quisiera que su equipo fuera demasiado complicado para mis escasos conocimientos, señor Yoshida… No, me resulta todo bastante claro.

Manipula unos botones y los monitores se encienden, con el habitual efecto de nieve cuando no hay una película. Unas manipulaciones más, y al fin las videocámaras empiezan a funcionar. En las pantallas aparece la figura de Yoshida, inmovilizado en el sillón, frente a una silla vacía.

El hombre parece complacido consigo mismo.

– Estupendo. Este equipo es extraordinario. Por otra parte, no esperaba menos de usted.

El hombre regresa frente a su prisionero, hace girar la silla y se sienta a horcajadas. Apoya los brazos deformados en el respaldo. Las prótesis de los codos tensan la tela de su bata.

– Se preguntará qué quiero de usted, ¿verdad?

Yoshida emite un nuevo gemido prolongado.

– Lo sé, lo sé. Si piensa que es su dinero lo que quiero, tranquilícese. El dinero no me interesa; ni el suyo ni el de ningún otro. Estoy aquí para hacer un intercambio.

Yoshida suelta un resoplido por la nariz. Menos mal. Sea quien sea este hombre, cualquiera que sea su precio, quizá haya una forma de llegar a un acuerdo. Si no quiere dinero, sin duda será algo que el dinero pueda comprar. No hay nada que el dinero no pueda comprar, se repite. Nada.

Se relaja en el sillón. La presión del alambre metálico parece algo menos fuerte, ahora que entrevé un atisbo de luz, una posibilidad de negociación.

– Estuve echando un vistazo a sus cintas mientras usted dormía, señor Yoshida. Me parece que usted y yo tenemos muchas cosas en común. A los dos, de algún modo, nos interesa la muerte de personas que nos son desconocidas. A usted, para su íntimo placer; a mí, porque debo hacerlo…

El hombre inclina la cabeza como si examinara la madera lustrosa de la silla. Yoshida tiene la impresión de que sigue un razonamiento propio, y que ese razonamiento, por un instante, le ha llevado lejos de allí. En su voz hay ese sentido de ineluctabilidad que es la esencia misma de la muerte.

– Aquí terminan las cosas en común entre nosotros. Usted lo hace por interpósita persona; yo estoy obligado a hacerlo solo. Usted mira cómo matan otros, señor Yoshida…

El hombre acerca su cara sin semblante.

– Yo mato…

De golpe Yoshida comprende que no tiene salida. Acuden a su mente las primeras páginas de todos los periódicos que han publicado el homicidio de Jochen Welder y Arijane Parker. Hace días que los informativos repiten los detalles escalofriantes de esos dos crímenes, incluida la firma con sangre dejada por el asesino en la mesa de un barco. Las mismas palabras que acaba de pronunciar el hombre sentado ahora frente a él. Lo invade el desaliento. Nadie vendrá en su rescate, porque nadie conoce la existencia de la habitación secreta. Aunque sus vigilantes le buscaran, al no encontrarle en la casa saldrían a buscarle fuera.

Yoshida vuelve a gemir y se mueve en la silla, presa del pánico.

– Usted tiene algo que me interesa, señor Yoshida, algo que me interesa mucho. Por eso le he hablado de un intercambio.

Se levanta y va a abrir el mueble que contiene las cintas VHS.

Saca una cinta virgen, le quita la envoltura y la coloca en la video-grabadora.

Pulsa el botón REC, para iniciar la grabación.

– Algo para mi propio placer, a cambio de algo que le dará placer a usted.

Con un movimiento fluido, introduce una mano en el bolsillo de la bata y al retirarla extrae un puñal que lanza un centelleo siniestro. Se acerca a Yoshida, que se agita salvajemente, olvidándose del alambre que le corta la carne. Con el mismo movimiento fluido le clava el puñal en un muslo. Los gemidos desesperados del prisionero se convierten en un grito de dolor sofocado por la cinta adhesiva que le tapa la boca.

– Esto es lo que se siente, señor Yoshida.

Este enésimo «señor Yoshida», pronunciado con voz sorda, suena en la estancia como un elogio fúnebre. El puñal manchado de sangre baja de nuevo, sobre el otro muslo de la víctima.

El movimiento es tan rápido que esta vez Yoshida casi no experimenta dolor, solo una sensación de frío en la pierna. Y enseguida, nota la humedad tibia de la sangre que gotea hacia la pantorrilla.

– Es extraño, ¿verdad? Quizá las cosas cambian cuando se ven desde una óptica distinta. Pero ya verá que al final quedará igualmente satisfecho. También esta vez obtendrá su placer.

El hombre, con fría determinación, continúa apuñalando a su víctima atada al sillón, mientras sus gestos se graban y se reflejan en las pantallas. Yoshida es apuñalado una y otra vez. Ve cómo la sangre forma grandes manchas rojas en su camisa blanca, al tiempo que el hombre alza y baja, en la habitación y en las pantallas, la hoja de su puñal, una y otra vez. Ve sus propios ojos, enloquecidos por el terror y por el dolor, llenando el espacio indiferente de las pantallas.

La música de fondo, entretanto, ha cambiado. La trompeta desgarra el aire con notas agudas sostenidas por un ritmo acentuado, Una sonoridad de percusiones étnicas que evoca rituales tribales y sacrificios humanos.

El hombre y su puñal prosiguen su ágil danza alrededor del cuerpo de Yoshida; en todas partes abre heridas por las que se cuela la sangre, sobre la tela de las ropas, sobre el suelo de mármol.

La música y el hombre se detienen al mismo tiempo, como en un ballet ensayado hasta el infinito.

Yoshida aún está vivo y consciente. Siente que la sangre y la vida fluyen de las heridas abiertas en todo su cuerpo, que ya no es más que dolor. Una gota de sudor baja por la frente y le quema el ojo izquierdo. El hombre le limpia la cara empapada con la manga de su bata ensangrentada. Un rastro rojizo, redondo como una coma, queda marcado en su frente.

Sangre y sudor. Sangre y sudor, como tantas otras veces. Y, sobre todo, la mirada impasible de las cámaras.

El hombre jadea bajo el pasamontañas de lana. Se acerca a la videograbadora y pulsa el botón para rebobinar la cinta. Cuando la ha vuelto al inicio pulsa PLAY.

En las pantallas, ante los ojos semicerrados de Yoshida y su cuerpo que se desangra lentamente, comienza todo otra vez. De nuevo la primera puñalada, la que le ha atravesado el muslo como un hierro candente. Y después la segunda, con su soplo frío. Y después las otras…

Ahora la voz del hombre es la del destino, morbosa e indiferente.

– Esto es lo que le ofrezco. Mi placer por su placer. Tranquilícese, señor Yoshida. Relájese y vea cómo muere…

Yoshida siente que la voz le llega como a través de un espacio lleno de algodón. Sus ojos están fijos en la pantalla. Mientras la sangre abandona poco a poco su cuerpo, mientras el frío va subiendo y ocupa cada célula, no consigue evitar sentir su enfermo placer.

Cuando la luz abandona sus ojos, ya no se sabe si está contemplando el infierno o el paraíso.

17

Margherita Vizzini cogió la rampa de acceso al aparcamiento de Boulingrins, en la plaza del Casino. Había poca gente por allí a esa hora de la mañana; tanto los ricos como los desesperados todavía dormían, y para los turistas de paso era demasiado temprano. Los que circulaban eran personas que se dirigían al trabajo, como ella. Margherita pasó de la luz del sol, de las personas sentadas en el café de París para desayunar, de los macizos de flores coloridos y ordenados, a la penumbra calurosa y húmeda del aparcamiento. Detuvo su Fiat Stilo e insertó en la máquina su tarjeta de abonada. La barrera se levantó y ella avanzó a marcha lenta hacia el interior.

Venía todas las mañanas de Ventimiglia, Italia, donde vivía. Trabajaba en las oficinas de títulos del ABC, el Banco Internacional de Monaco, en la plaza del Casino, justo enfrente de una tienda de Chanel.

Había sido una verdadera suerte encontrar ese puesto en Montecarlo. Y sobre todo, haberlo conseguido sin ninguna relación o recomendación. Después de obtener la licenciatura en economía y comercio con muy buenas calificaciones, le habían hecho diversas propuestas de trabajo, como sucede siempre a los estudiantes que destacan, pero la del ABC la había sorprendido.

Había ido a una entrevista sin abrigar muchas esperanzas pero, para su gran asombro, la habían elegido y contratado. El cargo presentaba varias ventajas: primero, un sueldo inicial sensiblemente más alto que el que hubiera cobrado en Italia; luego, el hecho de que, cuando se trabajaba en Montecarlo, las condiciones fiscales eran una historia muy distinta…

Margherita sonrió. Era una joven bonita, de pelo castaño, corto, y cara simpática, agradable. Un puñado de pecas en su pequeña nariz daban a su rostro la expresión picara de un elfo.

Un coche que daba marcha atrás para salir de su plaza la obligó a detener el suyo. Aprovechó ese momento para mirarse en el espejo retrovisor. Lo que vio la satisfizo.

Aquel día iría Michel Lecomte al banco, así que tenía que estar guapa.

«Michel…»

Al pensar en Michel y sus miradas tiernas experimentó una grata sensación de calor en la boca del estómago. Lo que los ingleses definen como tener «el estómago lleno de mariposas». Hacía ya un tiempo que había entre ambos un agradable juego de seducción, muy atrayente en su sutileza. Y ahora había llegado el momento de apretar un poco el acelerador.

El camino quedó libre. Enfiló por la rampa y comenzó a descender a la profundidad del aparcamiento, que ocupaba varios pisos bajo la plaza. Tenía su plaza de aparcamiento en la penúltima planta, en un espacio reservado para los empleados y funcionarios del banco.

Conducía con prudencia pero con desenvoltura. Bajó varios niveles; en algunos tramos los neumáticos rechinaban en el suelo brillante cuando ella viraba para tomar la curva de la rampa siguiente. Al fin llegó a su planta. El espacio reservado para ellos quedaba al fondo, detrás del muro divisorio.

Giró un poco a la izquierda para sortear el muro, y le sorprendió ver que el sitio estaba ocupado por una gran limusina, un brillante Bentley negro con cristales oscuros.

¡Qué extraño! Rara vez se veía esa clase de coches en el aparcamiento subterráneo. En general, esos vehículos los conducía un chófer vestido de oscuro, que, de pie junto a la puerta posterior abierta, ayudaba a subir y bajar a los pasajeros. O bien se dejaban con descuido ante las puertas del hotel de París y se encargaba a alguien que los aparcara en un lugar conveniente.

Probablemente pertenecía a un cliente del banco. El hecho de que fuera un Bentley excluía cualquier protesta, así que Margherita decidió aparcar en la plaza libre de al lado.

Quizá distraída por estos pensamientos, cometió un pequeño error de cálculo, y mientras maniobraba chocó contra la parte posterior izquierda de la limusina. Oyó el ruido de un faro de su coche que se rompía, mientras que la pesada berlina absorbía el golpe con una leve sacudida de la suspensión.

Margherita dio marcha atrás con suavidad, como si esta precaución pudiera anular el pequeño desastre que había causado. Luego miró con ansiedad la parte posterior del Bentley. Vio un arañazo en la carrocería, no muy grande pero bastante visible; había quedado con la marca del plástico gris de su parachoques.

Se secó las palmas de las manos en el volante.

Ahora debería ocuparse de todos los fastidiosos trámites que implicaba el incidente, y no digamos del embarazo de tener que confesar a un cliente del banco el daño que le había ocasionado.

Bajó de su coche y se acercó a la limusina, a la altura de la ventanilla posterior. Le pareció que dentro había alguien, una silueta borrosa que apenas distinguía debido a los cristales polarizados.

Acercó la cabeza, protegiéndose los ojos con las manos para evitar el reflejo. Sí, parecía que había alguien en el asiento posterior.

Le resultó extraño. Si así fuera, sin duda la persona se habría apeado al notar el choque.

Entornó los ojos. En ese momento la figura de dentro se inclino y se deslizó a un lado; la frente quedó apoyada contra la ventanilla.

Margherita vio con horror el rostro de un hombre, todo rojo de sangre; sus ojos sin vida la miraban muy abiertos; los dientes estaban completamente al descubierto, en una sonrisa de calavera.

Salto hacia atrás y, casi sin darse cuenta, comenzó a gritar.

18

Frank Ottobre y el comisario Hulot no habían dormido nada.

Habían pasado la noche delante de la cubierta muda de un disco, escuchando una y otra vez una cinta que no les había dicho gran cosa. Habían elaborado y descartado todas las hipótesis y habían pedido ayuda a cualquiera que supiera algo de música. También Rochelle, un inspector fanático de los equipos de alta fidelidad y poseedor de una increíble discoteca, se había concentrado en los dedos ágiles de Carlos Santana que atormentaban las cuerdas de una guitarra.

Habían navegado por internet, buscando en todos los sitios posibles alguna indicación que pudiera servirles para descifrar el mensaje del asesino.

Nada.

Estaban frente a una puerta cerrada y no lograban encontrar la llave. Fue una noche de muchos cafés y, por mucho azúcar que le pusieran, de sabor amargo en la boca. El tiempo pasaba y, con él, las esperanzas se desvanecían.

Del otro lado de la ventana, más allá de los tejados, el cielo se iba volviendo azul. Hulot se levantó del escritorio y fue a mirar por la ventana. En la calle el tráfico aumentaba poco a poco. Para la gente común aquella sería una nueva jornada de trabajo después de una noche de sueño. Para ellos, otro día de espera después de una noche de pesadilla.

Frank, sentado con una pierna sobre el apoyabrazos de su sillón, parecía muy ocupado contemplando el techo. Hulot se apretó el puente de la nariz y soltó un suspiro de cansancio e impotencia.

– Claude, hazme un favor.

– Diga, comisario.

– Ya sé que no eres camarero, pero eres el más joven y debes pagar por ello. Ve a ver si es posible conseguir un café un poco mejor que el de las máquinas.

Morelli sonrió.

– No veía la hora de que me lo pidiera. También a mí me apetece un café como es debido.

Mientras el inspector salía del despacho, Hulot se pasó la mano por el pelo canoso, más ralo en la nuca.

Cuando llegó la llamada supieron que habían fracasado.

Hulot se llevó el receptor a la oreja y le pareció que aquel pedazo de plástico pesaba cien kilos.

– Hulot -dijo, lacónico.

Escuchó lo que le decían y palideció.

– ¿Dónde?

Otra pausa.

– Está bien, llegamos enseguida.

Nicolás reapareció y escondió el rostro entre las manos.

Durante la conversación, Frank se había puesto de pie. El cansancio parecía haber desaparecido en un instante; de pronto mostraba la tensión de un perro de caza ante una presa. Miraba a Hulot con la mandíbula apretada; los ojos, un poco enrojecidos, eran dos grietas.

– Tenemos un cadáver, Frank, en el aparcamiento subterráneo que está frente al casino. Sin cara, como los otros dos.

Hulot se levantó del escritorio y se dirigió hacia la puerta, seguido por Frank. Por poco no se tropezaron con Morelli, que entraba con una bandeja y tres tazas.

– Comisario, aquí está el caf…

– Morelli, deja el café y llama un coche. Han encontrado otro cadáver. ¡Deprisa!

Tras salir del despacho, Morelli se dirigió a un policía que pasaba `por el pasillo.

– Dupasquier, rápido, un coche abajo. Volando.

Bajaron en un ascensor que parecía venir de la cima del Himalaya.

Salieron y en el patio encontraron un coche que los esperaba con el motor en marcha y las puertas abiertas. Todavía no habían acabado de cerrarlas cuando el vehículo ya arrancaba.

– A la plaza del Casino. Conecta la sirena, Lacroix, y no te preocupes por los neumáticos -dijo Hulot al chófer, un muchacho joven de aspecto despierto, que no se hizo rogar y partió con un chirrido de caucho.

Recorrieron la subida de Sainte-Dévote y llegaron a la plaza con el estridente silbido de la sirena, entre cabezas que se daban vuelta a su paso. La pequeña muchedumbre de curiosos que se apiñaba frente a la entrada del aparcamiento parecía la réplica de la que había ocupado el puerto unos días atrás. Delante del casino se extendía la mancha de color de los jardines públicos, llena de macizos de flores y palmeras. A la izquierda, en el gran parterre de la rotonda frente al hotel de París, un hábil jardinero componía con flores la fecha del día. Frank pensó que, para la nueva víctima, alguien la había compuesto con sangre.

El coche patrulla se abrió paso con ayuda de los agentes, entre decenas de ojos que miraban ansiosos intentando distinguir el rostro de quienes iban dentro. Entraron en el aparcamiento y bajaron con un chirrido de neumáticos hasta el penúltimo nivel, donde esperaban otros dos coches con las luces giratorias encendidas, que lanzaban estelas luminosas contra los muros y los techos.

Frank y el comisario se apearon como si los asientos quemaran. Hulot habló con un agente y señaló los otros coches.

– Dígales que apaguen esas luces; si no, en cinco minutos estaremos todos ciegos.

Se acercaron al gran Bentley oscuro aparcado contra el muro. Apoyado contra el cristal de la ventanilla manchada de sangre estaba el cadáver de un hombre.

Al verlo, Hulot apretó los puños hasta que los nudillos le quedaron blancos.

– ¡Hostia! ¡Hostia! ¡Hostia! -exclamó, como si ese acceso de ira pudiera de algún modo cambiar el horror que contemplaba.

– Es él, maldita sea.

Frank sintió que el cansancio de la noche en blanco se convertía en desaliento. Mientras ellos se hallaban en el despacho tratando desesperadamente de descifrar el mensaje de un loco, había dado un nuevo golpe.

Hulot se volvió hacia los policías que estaban a sus espaldas.

– ¿Quién lo ha encontrado?

Se acercó un uniformado.

– He sido yo, comisario. O, mejor dicho, he sido el primero en llegar. Estaba aquí para trasladar un coche, y he oído gritar a la muchacha…

– ¿Qué muchacha?

– La que ha encontrado el cuerpo. Está sentada en su coche, trastornada, llorando sin parar. Trabaja en el banco ABC, aquí arriba. Mientras aparcaba su coche ha chocado contra el Bentjey, ha bajado a comprobar los daños y entonces lo ha visto…

– ¿Nadie ha tocado nada?

– No, no he dejado que se acercara nadie. Esperábamos que llegaran ustedes.

– Bien.

Frank fue al coche a buscar un par de guantes de látex y se los puso mientras volvía junto a la limusina. Probó la cerradura de la puerta delantera, del lado del conductor. La cerradura saltó. El coche no estaba cerrado con llave.

Entró en el vehículo y observó el cadáver. El hombre llevaba una camisa blanca tan empapada de sangre que apenas se veía el color original. Los pantalones eran negros, probablemente de un traje de etiqueta. La tela estaba muy rasgada, producto de numerosas puñaladas. Al lado del cadáver, sobre el asiento de piel, la inscripción, trazada con sangre.

«Yo mato…»

Asomándose por encima del asiento de cuero acolchado, cogió cuerpo por la espalda e intentó levantarlo para apoyarlo contra el respaldo, de modo que no resbalara. En ese momento oyó que algo caía con un ruido sordo en el suelo del coche.

Bajó, fue a abrir la otra puerta, del lado del cadáver, y se puso en cuclillas. Hulot, de pie tras él, se inclinó hacia delante para ver mejor, con los brazos a la espalda. No llevaba guantes y no quería tocar nada.

Desde su posición, Frank vio enseguida lo que había oído caer en la moqueta del coche. Casi oculta bajo el asiento delantero había una cinta VHS; con toda probabilidad estaba en el regazo del cadáver y el movimiento la había desplazado. Cogió un bolígrafo del bolsillo de la chaqueta y lo introdujo en uno de los dos agujeros. La levantó y se quedó observándola un instante; luego cogió una bolsa de plástico, puso dentro la cinta de vídeo y la cerró herméticamente.

Durante esa operación vio que el muerto estaba descalzo y tenía unas marcas profundas en las muñecas. Frank cogió una mano y probó la flexibilidad de los dedos. Levantó los pantalones para comprobar si también tenía marcas en los tobillos.

– A este desdichado lo inmovilizaron con algo muy resistente, tal vez alambre metálico. A juzgar por la coagulación de la sangre y la movilidad de los miembros, no ha muerto hace mucho. Y no ha muerto aquí.

– Por el color de las manos, yo diría que ha muerto desangrado a causa de las heridas.

– Exacto. Si hubiera muerto aquí, habría mucha más sangre en los asientos, en el suelo del coche y en la ropa. Además, me parece el lugar menos apropiado para el trabajo que debía hacer el asesino. No, a este pobre hombre lo han asesinado en otra parte y después lo han metido en el coche.

– Pero ¿por qué tomarse tantas molestias?

Hulot retrocedió para permitir que Frank se levantara.

– Quiero decir, ¿por qué correr el riesgo de transportar un cadáver de un lado para otro, de noche, en coche, y correr el riesgo de ser descubierto?

Frank miró a su alrededor, perplejo.

– No lo sé. Pero es una de las cosas que debemos descubrir.

Guardaron silencio unos instantes; contemplaron el cadáver apoyado en el respaldo, con los ojos desmesuradamente abiertos en el espacio estrecho de su lujoso ataúd.

– A juzgar por lo que queda del traje y del coche, debía de ser un tío rico.

– Veamos a nombre de quién está esta carroza.

Rodearon el Bentley y abrieron la puerta del acompañante. Frank pulsó un botón del salpicadero para abrir la guantera. La portezuela se deslizó hacia fuera sin ruido. Cogió un estuche de piel en el que había varios documentos, entre ellos el permiso de circulación del vehículo.

– Aquí está. El coche está a nombre de una sociedad, la Zen Electronics.

– ¡Santo cielo! Alien Yoshida…

La voz del comisario reflejaba estupefacción.

– El dueño de Sacrifiles.

– Mierda, Nicolás. Ahí tenemos el significado del indicio.

– ¿A qué te refieres?

– El tema de Santana, el que hemos oído una y otra vez. El disco se grabó en vivo en Japón. Yoshida era mitad estadounidense, mitad japonés. ¿Y recuerdas las canciones de Santana? Hay una que se titula «Soul Sacrifice», ¿entiendes? ¡Sacrifice! Es un juego de palabras con «Sacrifiles». Y, si no me equivoco, en Lotus hay una canción que se titula «Kioto». No me sorprendería que Yoshida haya tenido algo que ver también con esa ciudad.

Hulot señaló el cadáver.

– ¿Tú dices que es él? ¿Que este es Alien Yoshida?

– Apostaría todo el oro de Fort Knox. Y me viene otra cosa a la cabeza…

Hulot lo miraba, perplejo. En la mente de Frank iba abriéndose camino una idea descabellada.

– Nicolás, si Yoshida ha sido asesinado en otra parte y después lo han transportado para que se lo encontrara en la plaza del Casino de Montecarlo, ha sido por un motivo muy preciso.

– ¿Cuál?

– ¡Este hijo puta quiere que nosotros nos ocupemos de la instigación!

Hulot pensó que, si lo que decía Frank era cierto, no había límite a la locura de aquel hombre, así como tampoco tenía límite su sangre fría. Tuvo un mal un presagio; por lo que les esperaba, por el asesino con que se enfrentaban, por los muertos que ya cargaban a la espalda.

Un ruido de neumáticos anunció la llegada de la ambulancia y del coche del médico forense. Casi enseguida apareció por la rampa también el furgón de la brigada científica.

Hulot se apartó para ir a recibirlos. Frank permaneció solo junto a la puerta abierta. Mientras reflexionaba, su mirada se paró en el estéreo del coche. Asomaba algo. Lo sacó.

Era un cásete completamente rebobinado. Lo miró durante un instante y luego lo introdujo en el equipo, que se puso en marcha. Todos los que se hallaban cerca pudieron oír claramente las notas burlonas de «Samba para ti».

19

Cuando volvieron a la central, la entrada del edificio estaba abarrotada de periodistas.

– Que el diablo se los lleve, malditos buitres.

– Era de prever, Nicolás. En el aparcamiento nos libramos, pero no se puede esquivar siempre a esta gente. Piensa que esta es la menor de todas las dificultades que tenemos.

Hulot se dirigió al chófer, el mismo que los había llevado a la ida:

– Aparca en la parte trasera. Ahora no tengo ningunas ganas de hablarles.

El coche avanzó y se detuvo en la puerta para vehículos. Al ver al comisario en el interior del coche, los reporteros se desplazaron con un movimiento tan simultáneo que parecía fruto de un concienzudo ensayo general.

La barrera todavía no se había levantado y ya el vehículo se hallaba rodeado de personas y preguntas. Hulot se vio obligado, a su pesar, a bajar el cristal de su ventanilla. El vocerío de los periodistas aumentó de intensidad. Un sujeto pelirrojo y pecoso prácticamente introdujo la cabeza en el coche.

– Comisario, ¿sabe quién es el cadáver del aparcamiento?

Detrás de él, una periodista de Nice Matin a la que Hulot conocía bien se coló, apartando con brusquedad a su colega.

– ¿Cree que el asesino es el mismo que mató a Jochen Welder y a Arijane Parker? ¿Nos enfrentamos a un asesino en serie?

– ¿Qué nos dice de la llamada de esta noche a Radio Montecarlo -gritó otro, asomándose a sus espaldas.

Hulot levantó las manos para detener la avalancha de preguntas.

– Señores, por favor. Ustedes son profesionales y saben muy bien que en este momento no puedo decirles nada. Más tarde habrá un comunicado del director. Por ahora, eso es todo. Disculpen. Vamos, Lacroix.

Avanzando lentamente para no atropellar a nadie, el coche cruzó la entrada de vehículos y la barrera bajó tras ellos.

Se apearon todos; Hulot se pasó las manos por la cara. Estaba ojeroso, por la noche de insomnio y por el nuevo horror que acababa de ver.

Tendió a Morelli la cinta VHS que tenía en el bolsillo, la que había encontrado en el coche de la víctima. Los de la científica se la habían devuelto enseguida, en cuanto vieron que no tenía huellas.

– Claude, manda hacer una copia de seguridad y házmela llegar. Y envíame un televisor y un vídeo. Después llama a Niza y habla con Clavert; dile que me llame apenas haya analizado la cinta de esta noche. No es que espere mucho, pero nunca se sabe. Nosotros estaremos en mi despacho.

Subieron los pocos escalones de la escalera exterior y se detuvieron ante la puerta de cristal. Frank la empujó y entró primero. Desde el momento en que se habían visto en la radio, la noche anterior, él y Hulot no habían permanecido casi ni un instante a solas. Delante del ascensor, el comisario pulsó el botón y las puertas se abrieron con un chirrido.

– ¿Qué piensas?

Frank se encogió de hombros.

– El problema no es qué pienso, sino que no sé qué pensar. Este hombre es un caso aparte. En todas las investigaciones que he llevado, siempre había algo dejado al azar, algún indicio que revelaba que el asesino sufría por ser lo que era. Este, en cambio, actúa con una lucidez impresionante.

– Es cierto. Y mientras tanto, ya tenemos tres muertos.

– Hay una cosa en particular que me pregunto, Nicolás.

– ¿Cuál?

– Aparte de que no sabemos el motivo por el que arranca Ia piel del cráneo de sus víctimas, en el primer caso, el de Jochen \X/elder y Arijane Parker, se trataba de un hombre y una mujer. Ahora tenemos un solo cadáver, de un hombre. ¿Cuál es el nexo de unión? O, mejor dicho, si excluimos por el momento a la mujer ¿qué vincula a Jochen Welder, dos veces campeón del mundo de Fórmula Uno, con Alien Yoshida, empresario de informática de relevancia mundial?

Hulot se apoyó en la pared de metal del ascensor.

– Los puntos en común más evidentes son la fama y la edad, ya que los dos rondaban los treinta y cinco años. Y quizá también el atractivo físico.

– De acuerdo. Entonces, ¿cómo encaja Arijane Parker? ¿Por qué una mujer?

El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Hulot bloqueó la célula fotoeléctrica en la mano.

– Tal vez al asesino le interesaba Jochen Welder, pero ella se cruzó en su camino y se vio obligado a matarla.

– También en eso estoy de acuerdo. Pero, entonces, ¿por qué utilizó con ella el mismo procedimiento?

Atravesaron el pasillo hasta el despacho de Hulot. Las personas con las que se cruzaban los miraban como a dos veteranos.

– No lo sé, Frank. No sé qué decir. Tenemos tres muertos y ninguna pista que valga la pena. La única que teníamos no logramos descifrarla a tiempo, por lo que ahora cargamos con un muerto más en la conciencia. Aunque, pensándolo ahora, era bastante simple.

– Una vez leí que todos los enigmas son simples una vez que se conoce la solución.

Entraron en el despacho. La luz del sol dibujaba unos cuadrados de luz en el suelo. Fuera era casi verano, pero dentro parecía que el invierno se resistía a marcharse.

Hulot fue al escritorio, cogió el teléfono y marcó el número directo de Froben, el comisario de Niza. Frank se sentó en el sillón, en la misma postura que pocas horas antes.

– ¿Claude? Habla Nicolás. Escucha, ha habido un problema… Mejor dicho, tengo un problema más, para ser exactos. Hemos encontrado otro cadáver, en un coche. El mismo procedimiento que los otros dos. La cabeza completamente desollada. En los documentos el coche figura a nombre de Zen Electronics, la sociedad de Alien Yoshida, ya sabes, el…

El comisario calló, interrumpido por su interlocutor.

– ¿Cómo? Espera., estoy aquí con Frank. Pondré el manos libres, así también lo oirá él. Repite lo que has dicho.

Pulsó un botón del teléfono y se oyó la voz de Froben, algo distorsionada por el amplificador.

– He dicho que estoy en la casa de Yoshida, en Beaulieu. Casas de mil millones. Megamultimillonarios. Servicio de vigilancia y cámaras por todas partes. Nos llamaron esta mañana, alrededor de las siete. El personal de servicio no vive aquí; vienen todos alrededor de las seis y media. Hoy, en cuanto llegaron, comenzaron a poner orden después de una fiesta que el dueño de la casa había dado anoche. Cuando bajaron a la planta inferior encontraron abierta la puerta de una habitación cuya existencia ignoraban.

– ¿Qué significa «cuya existencia ignoraban»?

– Significa lo que he dicho, Nicolás. Una habitación cuya existencia ignoraban, un cuarto secreto que se abre mediante una cerradura de combinación que está escondida en la base de una estatua.

– Disculpa. Continúa.

– Cuando entraron, encontraron un sillón completamente cubierto de sangre. También había sangre en el suelo y en las paredes. Un lago, como ha dicho literalmente el hombre de seguridad que nos llamó, y te aseguro que no exageraba. Estamos aquí desde hace un buen rato, y la brigada científica todavía sigue trabajando. Ya he comenzado a interrogar a algunos miembros del servicio, pero hasta ahora no he obtenido nada.

– Le ha matado allí, Claude. Llegó, mató a Yoshida, hizo su trabajo de mierda, lo cargó en el coche y después abandonó coche y cadáver en el aparcamiento del casino.

– El jefe de seguridad, un ex policía llamado Valmeere, me ha dicho que esta noche, alrededor de las cuatro, vio salir el coche de Yoshida.

– ¿Y no vio quién conducía?

– No. Dice que el coche tiene cristales ahumados y no se puede ver el interior. Además era de noche y con el reflejo de las luces es peor todavía.

– ¿Y no le ha parecido extraño que Yoshida saliera solo a esa hora de la madrugada?

– Lo mismo le he preguntado yo. Valmeere me ha respondido que Yoshida era un tío extraño. De vez en cuando salía solo. Valmeere le había advertido que no era seguro andar solo por ahí, pero no logró hacérselo entender. ¿Quieres saber hasta qué punto era extraño el señor Yoshida?

– Dime.

– En la habitación encontramos una colección de cintas snuff como para darte escalofríos. Con cosas que ni siquiera imaginas. Uno de mis muchachos las vio y tuvo que salir a vomitar. ¿Quieres que te diga algo?

Froben continuó sin esperar la respuesta.

– Si a Yoshida le gustaba ese tipo de películas, ha tenido el fin que merecía.

Las palabras de Froben reflejaban con claridad su repugnancia. Así era la vida de un policía. Siempre se creía haber tocado fondo, y cada vez sucedía algo que desbarataba esa convicción.

– Está bien, Claude. Hazme llegar cuanto antes los resultados del registro del lugar: fotos, huellas, si las hay, y todo lo demás. Y haz lo posible para que podamos efectuar una inspección más tarde. Te lo agradezco.

– No hay de qué. Nicolás…

– ¿Sí?

– El otro día solo lo pensé, pero ahora te lo confieso abiertamente. ¿Me creerías si te dijera que no querría estar en tu lugar?

– Te creo, amigo mío. Claro que te creo…

Hulot colgó el auricular como si fuera extremadamente frágil.

Frank, apoyado en el respaldo del sillón, miraba por la ventana un trozo de cielo azul, sin verlo. Su voz parecía llegar desde mil kilómetros y mil años de distancia.

– ¿Sabes, Nicolás? A veces, cuando pienso en las cosas que suceden en el mundo, cosas como esta, o como lo del World Trade Center, las guerras y todo lo demás, pienso en los dinosaurios.

El comisario lo miró sin hablar. No comprendía adonde quería llegar.

– Desde hace mucho, todos tratan de entender por qué se extinguieron. Se preguntan por qué unos animales que dominaban el mundo desaparecieron de golpe. Quizá de todas las explicaciones la más válida sea también la más simple. Quizá murieron porque todos enloquecieron. Igual que nosotros. Eso es lo que somos: solo pequeños dinosaurios. Y nuestra locura, tarde o temprano, será la causa de nuestro fin.

20

Morelli introdujo la cinta en el vídeo y casi de inmediato aparecieron en la pantalla las barras coloreadas del inicio de la grabación. Hulot bajó las persianas para eliminar los reflejos. Frank, sentado en su solitario sillón, miraba hacia el aparato, instalado en la pared frente al escritorio.

A su lado se hallaba Luc Roncaille, director de la Süreté Publique del principado de Monaco; había llegado de improviso al despacho de Hulot mientras Morelli y un agente montaban el televisor y el vídeo en una mesita con ruedas.

Era un hombre alto, bronceado, con las sienes canosas, una versión europea de Stewart Granger. Frank lo había mirado con instintiva desconfianza. El hombre tenía más aspecto de político que de policía. Un bello rostro que reflejaba una carrera basada más en las relaciones públicas que en la práctica sobre el terreno. Cuando Hulot lo presentó, él y Frank se estudiaron un instante, evaluándose mutuamente. Al mirarlo a los ojos, el estadounidense llegó a la conclusión de que Roncaille no era estúpido. Quizá un oportunista, pero desde luego no era estúpido. Frank tuvo la clara sensación e que, si tuviera que arrojar a alguien al mar para no ahogarse él, lo haría sin el menor problema. O, en todo caso, no se ahogaría solo, apenas se había enterado del hallazgo del cadáver de Yoshida, se les había echado encima. Por el momento no había causado dificultades, pero sin duda había acudido allí con la intención de obtener información suficiente para quedar bien parado ante sus superiores. El principado de Monaco era un pañuelo, sí, pero no era un país de opereta. Había reglas estrictas que respetar y una buena organización estatal que era la envidia de muchas otras naciones.

Lo confirmaba el hecho de que su policía era considerada una de las mejores del mundo.

Por fin aparecieron las imágenes en la pantalla. Primero vieron al hombre atado al sillón, la boca tapada con cinta adhesiva, los ojos abiertos de par en par por el miedo; miraba algo a su izquierda. Todos reconocieron de inmediato en ese rostro desencajado a Alien Yoshida; su foto había aparecido muchas veces en las primeras planas de los periódicos de medio mundo. Después entró en escena una persona de negro. Hulot se quedó sin aliento. Al mirar al hombre y su vestimenta, por un instante Frank pensó en un defecto de la cinta o de la filmación, a causa de las protuberancias de los codos y las rodillas. Después se dio cuenta de que formaban parte del camuflaje, y de golpe se dio cuenta de la clase de persona que estaban viendo.

– ¡Grandísimo hijo puta! -exclamó entre dientes.

Los presentes se dieron la vuelta instintivamente para mirarlo. Frank hizo un gesto, excusándose por haber perturbado la visión, y todos volvieron a concentrarse en las imágenes. Con los ojos desmesuradamente abiertos por el horror, vieron cómo la figura de negro apuñalaba de forma científica a la persona inmovilizada en el sillón, de modo que ninguna de las puñaladas fuera letal. Vieron sus movimientos, antinaturales a causa de la ropa, con los que abría heridas que no cicatrizarían nunca; vieron la sangre que se extendía a cámara lenta por la tela de la camisa blanca de Yoshida, como flores que necesitaran nutrirse de su vida para poder abrirse.

Vieron la muerte en persona, bailando alrededor de un hombre, saboreando su dolor y su terror a la espera de llevárselo consigo por toda la eternidad.

Después de un rato que pareció durar siglos, la figura de negro se quedó quieta. El rostro de Yoshida estaba empapado de sudor. El hombre extendió un brazo y se lo enjugó con la manga de su bata. En la frente del prisionero quedó un rastro rojizo, una coma de vida en aquel ritual de muerte.

Había sangre por todas partes. En el mármol del suelo, en Ia ropa, en las paredes. El hombre de negro fue hacia los aparatos de audio dispuestos a lo largo de la pared de su derecha y extendió la mano hacia una de las máquinas. De pronto se detuvo y ladeó la cabeza, como si hubiera tenido un pensamiento inesperado. Después se volvió hacia la cámara que había a su espalda y se inclinó, indicando con un ademán delicado al hombre que agonizaba en el sillón.

Giró de nuevo, pulsó un botón, y en el vídeo cayó la nieve del invierno y del infierno.

En el despacho, el silencio tenía una voz distinta para cada uno de los presentes.

Frank fue transportado de golpe al pasado, a una casa a la orilla del mar, a imágenes que nunca habían dejado de pasar, como una interminable cinta de vídeo, ante sus ojos. El recuerdo, de nuevo, provocó dolor, y el dolor se volvió odio, que Frank repartió a partes iguales entre él mismo y aquel asesino.

Hulot levantó las persianas y la luz del sol volvió a la estancia como una bendición.

– Jesús bendito, pero ¿qué cosa diabólica está sucediendo aquí?

La voz salió como una plegaria de la boca de Roncaille.

Frank se levantó del sillón. Hulot vio el fulgor de su mirada. Por un instante tuvo la sensación de que, si la figura de negro del vídeo se hubiera quitado las gafas de espejo, también en sus ojos habrían podido ver el mismo fulgor.

Agua al agua, fuego al fuego, locura a la locura. Y muerte a la muerte.

Hulot se estremeció como si el aire acondicionado hubiera traído de golpe un soplo de viento del polo Norte. Y quizá la voz de Frank venía del mismo lugar.

– Señores -dijo Frank-, en esta cinta hemos visto a Satanás en persona. Quizá este hombre es un loco de atar, pero tiene también una lucidez y una astucia sobrehumanas.

Señaló con la mano el aparato todavía encendido, en el cual seguía el efecto de la nieve..

Han visto ustedes cómo iba vestido. Han visto los codos y as rodillas. No sé si era su intención grabar la cinta cuando fue a la casa de Yoshida; probablemente no, porque no podía conocer la existencia de esa habitación secreta y la perversión particular del dueño de casa. Quizá improvisó. Quizá sorprendió a su víctima mientras abría su sanctasanctórum y le divirtió la idea de que pudiéramos verlo mientras mataba a ese infeliz. No, tal vez el término más apropiado sea «admirarle». Esto, en lo que concierne a su locura. Morelli, ¿puedes retroceder la cinta?

El inspector apuntó el mando a distancia y la cinta comenzó a rebobinarse. Al cabo de pocos segundos Frank le indicó con un gesto que la detuviera.

– Está bien así, gracias. ¿Puedes parar la imagen en un momento en el que se vea bien a nuestro hombre?

Morelli pulsó un botón y la imagen se congeló en la figura de negro con el puñal levantado. Una gota de sangre que caía de la hoja quedó inmóvil en el aire. El jefe de policía cerró los ojos con asco; sin duda ese tipo de espectáculo no formaba parte de su trabajo habitual.

– Aquí está.

Frank se acercó a la pantalla e indicó el brazo levantado del asesino, a la altura del codo.

– El hombre sabía que en la casa había cámaras. O al menos estaba al tanto de que hay cámaras de control en casi todo el principado. Sabía que, al llevar el Bentley al aparcamiento de Boulingrins, corría el riesgo de que le filmaran. Y sobre todo sabía que uno de los parámetros corrientes de identificación se basa en las mediciones antropométricas que pueden efectuarse mediante el análisis de una grabación de vídeo. Hay valores que son propios de cada individuo: el tamaño de las orejas, la distancia de las muñecas a los codos, la distancia de los tobillos a las rodillas. Y pueden obtenerse con los aparatos de que disponen las brigadas científicas de las policías de todo el mundo. Por eso se puso esa especie de prótesis en las piernas y los brazos. De ese modo, no tenemos ninguna posibilidad de averiguar algo. Ni rostro, ni cuerpo. Solo la estatura, es un dato común a millones de personas. Por eso les digo que lúcido y astuto, además de loco.

– ¿Precisamente aquí tenía que actuar ese maniático?

Quizá Roncaille oía crujidos siniestros que amenazaban con apearle de su sillón de jefe de la Süreté. Miró a Frank tratando a recobrar una apariencia de calma.

– ¿Qué se proponen ustedes hacer ahora?

Frank miró a Hulot. El comisario entendió que le estaba cediendo la palabra en consideración a Roncaille.

– Estamos investigando en distintos frentes. Tenemos pocas pistas Pero alg0 es algo. Esperamos que lleguen de Lyon los resultados de los nuevos análisis de las cintas de las llamadas. Cluny, el psicopatólogo, está preparando un informe sobre el individuo, basado en esas cintas. Están los resultados del registro del barco, del coche de Yoshida y de su casa. No esperamos obtener gran cosa de todo esto, pero tal vez se nos ha escapado algo. Las autopsias no han revelado mucho más que los primeros exámenes. El único vínculo cierto que tenemos con el asesino son las llamadas que ha hecho a Radio Montecarlo antes de sus asesinatos. Estamos controlando las emisiones durante las veinticuatro horas. Desgraciadamente, como ya hemos visto, el hombre tiene una astucia y una preparación solo comparables a su crueldad. Hemos montado una unidad, a cargo del inspector Morelli, que recibe las llamadas y controla todas las señales sospechosas…

Morelli se sintió obligado a intervenir.

– Han llegado muchísimas llamadas y, después de este nuevo homicidio, creo que llegarán todavía más. Algunas son delirantes, como historias de extraterrestres y ángeles vengadores, pero en las demás no pasamos nada por alto. De más está decir que para controlarlo todo se necesita tiempo y personal, y no siempre los tenemos.

– Ya veré qué puedo hacer -dijo Roncaille-. Puedo pedir refuerzos a la policía francesa. No hace falta que les diga que el principado prescindiría gustosamente de este asunto. Siempre hemos dado una imagen de seguridad, de isla feliz en medio de los horrores que ocurren en otras partes del mundo. Ahora que este loco nos desafía con estos asesinatos, debemos demostrar una eficacia acorde a esa imagen. En pocas palabras, debemos atraparle lo más deprisa posible. Antes de que mate a otras personas.

Roncaille se levantó y alisó las arrugas de sus pantalones de lino

– Bien, los dejo trabajar. Les confieso que muy pronto tendré que comunicar al procurador general la información que acaban de darme. Es un deber del que me libraría de buena gana… Hulot manténganos informados a cualquier hora del día o de la noche. Suerte, señores.

Se dirigió a la puerta, la abrió, salió del despacho y la cerró con delicadeza a sus espaldas. El sentido de sus palabras, pero en particular el tono de su voz, dejaban muy claro lo que quería decir ese «debemos atraparle». El significado exacto era: «ustedes deben atraparlo»; tampoco pasaba inadvertida la amenaza de represalias en caso de que fracasaran.

21

Frank, Hulot y Morelli se quedaron en la habitación, sintiendo el gusto amargo de la derrota. Habían tenido una pista y no la habían descifrado. Habían tenido la posibilidad de detener a un asesino, y ahora tenían tan solo otro cadáver con el cráneo desollado tendido en la mesa del depósito de cadáveres. De momento, Roncaille solo había ido a explorar, a dar una vuelta de reconocimiento a la espera de la verdadera batalla, a advertirles que de allí en adelante se desatarían fuerzas que tal vez exigirían cortar muchas cabezas. Y que la suya no caería sola. Punto y aparte.

Llamaron a la puerta.

– Adelante.

Por la puerta entornada asomó el rostro de Claude Froben.

– Comisario Froben, vengo a dar el parte.

– Ah, hola Claude, pasa.

Froben se dio cuenta enseguida del ambiente de derrota que se respiraba en la estancia.

– Buen día a todos. Me he cruzado con Roncaille, ahí fuera. Mal momento, ¿eh?

– Peor no podría ser.

– Ten, Nicolás, te he traído un regalo. Revelado en tiempo récord exclusivamente para ti. Para lo demás, lo lamento; tendrás que esperar todavía un poco.

Dejo en el escritorio el sobre marrón que llevaba en la mano. Frank se levantó del sillón y fue a abrirlo. Contenía unas fotos en blanco y negro, una versión estática de lo que ya habían visto en el vídeo, una habitación vacía que era la imagen metafísica de un crimen. La habitación donde una figura de negro había matado a un hombre de alma más negra aún.

Miró rápidamente las fotos y se las pasó a Hulot, que las dejó en el escritorio sin siquiera mirarlas.

– ¿Habéis encontrado algo? -preguntó a Froben, sin mucha esperanza.

– Mis muchachos han registrado esa habitación, y la casa en general, con sumo cuidado. Hay muchas huellas, pero ya sabes que a veces tener muchas huellas es como no tener ninguna. Si me das las del cadáver, podemos compararlas para intentar una identificación definitiva. Hemos encontrado cabellos en el sillón, y aunque es casi seguro que pertenecen a Yoshida…

– De eso no hay la menor duda. Y el muerto es él -le interrumpió Hulot.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro?

– Antes de continuar, me parece justo que veas algo.

– ¿Qué?

Hulot se apoyó en el respaldo y se volvió hacia Morelli.

– Siéntate y agárrate fuerte. Morelli, pon la cinta, por favor.

El inspector apuntó el mando a distancia y de nuevo la pantalla se llenó con aquella danza macabra. Su puñal parecía una aguja que cosía la muerte en la ropa de Yoshida, un traje rojo de sangre para el carnaval del infierno. Froben miraba con los ojos muy abiertos. Cuando la película terminó, con la reverencia satisfecha del hombre de negro, tardó algunos instantes en encontrar las palabras.

– ¡Cielo santo! ¡Aquí ya no estamos en la tierra!… Casi he sentido el impulso de hacer la señal de la cruz. ¿Qué puede haber en la cabeza de ese hombre?

– Todo el talento que la locura puede poner a disposición de la maldad: sangre fría, inteligencia y astucia. Y ni siquiera el menor atisbo de piedad.

Las palabras de Frank contenían su propia condena tanto corno la condena al asesino al que se enfrentaban. Ninguno de los dos podía detenerse. Uno continuaría matando hasta que el otro lo atrapara. Y, para lograrlo, Frank debía dejar a un lado su mente de hombre racional para ponerse, también él, un traje negro.

– Froben, ¿qué nos dices de las cintas encontradas en la casa de Yoshida?

Por un instante Froben pareció aliviado de que la conversación hubiera cambiado de rumbo. En los ojos del estadounidense había una luz que le intimidaba. Por momentos su voz tenía el sonido del que susurra fórmulas mágicas para evocar fantasmas.

– Se parece a lo que acabamos de ver: cosas que hielan la sangre en las venas. Hemos comenzado una investigación, ya veremos adonde nos lleva. Las cosas que hay allí dentro me hacen pensar que el difunto señor Yoshida no era en vida un tipo mucho mejor que el hombre que le ha matado. Cosas para perder por completo la fe en los seres humanos… En mi opinión, ese sádico ha tenido el fin que se merecía.

Hulot, sentado al escritorio, dio al fin voz a sus pensamientos:

– Según vosotros, ¿por qué el asesino ha sentido la necesidad de grabar esta cinta?

Frank se acercó a la ventana y se apoyó en el alféizar de mármol; miraba una calle que no veía.

– No la ha hecho para nosotros.

– ¿Qué quieres decir?

– Hay un momento, hacia el final de la grabación, en el que el asesino se ha bloqueado. Solo en ese momento ha pensado en nosotros. Entonces se ha girado y nos ha hecho la reverencia. No, no ha grabado la cinta para nosotros… ¿Y para quién, entonces?

Froben se dio vuelta, pero solo vio la espalda y la nuca del estadounidense.

– La ha hecho para Yoshida.

– ¿Para Yoshida?

Frank volvió lentamente al centro de la habitación.

– Está muy claro. Ya han visto ustedes que le hirió de modo que ninguno de los cortes fuera mortal. A veces el mal utiliza una extraña forma de homeopatía. El asesino le hizo volver a ver en esta cinta su propia muerte.