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El hombre ha regresado.
Ha cerrado con cuidado tras de sí la puerta hermética de su guarida de paredes de metal. Silencioso y solo, como siempre. Ahora de nuevo se ha encerrado lejos del mundo, tal como el mundo se ha cerrado lejos de él.
Sonríe mientras apoya con suavidad una bolsa de tela oscura en la mesa de madera que está contra la pared. Esta vez está seguro de no haber cometido errores. Se sienta y enciende la lámpara con gesto solemne y ritual. Hace saltar las hebillas de la mochila y abre la bolsa con los mismos movimientos ceremoniosos. Saca una caja negra de cartón encerado. La apoya en la superficie y la contempla un instante, como si fuera un regalo que uno no abre enseguida para prolongar el placer de descubrir qué hay dentro.
La noche no ha transcurrido en vano. El tiempo se ha sometido dócilmente a sus necesidades. También otro hombre inútil se ha sometido a sus necesidades y le ha proporcionado lo que él buscaba. Ahora la música se ha liberado, y en su cabeza resuena la marcha triunfal de la victoria.
Abre la caja e introduce con cuidado las manos. La luz de la lámpara ilumina la cara de Alien Yoshida mientras la extrae con delicadeza del embalaje de cartón. Caen unas gotas de sangre, que se juntan con otras en el fondo de la caja. La sonrisa del hombre se ensancha. Esta vez ha sido muy precavido. Ha usado como soporte para su trofeo la cabeza de un maniquí de plástico ligero, como los que usan los peluqueros para poner las pelucas.
Mia con atención la máscara fúnebre y encuentra una nueva razón para sonreír. Piensa que nada ha cambiado. Del vacío de un entupido maniquí humano al plástico inerte de otro muñeco.
Pasa con delicadeza las manos por la piel tirante, acaricia los cabellos a los que la muerte ha quitado el brillo, comprueba que no haya daños en la piel o en el cuero cabelludo. Solo algunas manchas de sangre perturban la belleza de ese rostro.
Excelente trabajo. Se relaja un instante contra el respaldo de la silla y cruza las manos detrás de la nuca. Arquea la espalda para estirar los músculos del cuello.
El hombre está cansado. La noche ha sido provechosa, pero agotadora. La tensión acumulada acaba por cobrar su precio.
El hombre bosteza, pero todavía no ha llegado el momento de descansar. Antes debe terminar su trabajo. Se levanta, coge de un mueble una caja de pañuelos de papel y un frasco de líquido desinfectante y vuelve a sentarse a la mesa. Comienza a limpiar con suavidad las manchas de sangre de la máscara.
Ahora la música que suena en su cabeza tiene el sonido sosegado de algunas melodías New Age, ondea en el suave contrapunto de coros simples. Hay un instrumento étnico, quizá una flauta de Pan, que le acaricia la mente con el mismo movimiento delicado con que él acaricia lo que ha sido el rostro de un hombre.
Ya ha terminado. En la mesa, junto a la máscara, hay unos pañuelitos manchados de color rosáceo. El hombre admira con ojos entornados su obra maestra.
Desde que ha entrado casi no ha hecho ruido, pero aun así le llega la voz, llena de aprensión.
«¿Eres tú, Vibo?»
El hombre levanta la cabeza y mira hacia la puerta que se abre cerca de la mesa a la que está sentado.
– Sí, soy yo, Paso.
«¿Cómo has tardado tanto? Me he sentido solo, aquí en la oscuridad.»
El hombre experimenta un nerviosismo que, sin embargo, no adivina en su voz. Vuelve la cara hacia el vano en penumbra de puerta entornada, a su izquierda.
– No he ido a divertirme, Paso. Lo que he ido a hacer lo he hecho por ti…
Hay un ligero tono de recriminación, que provoca una respuesta inesperadamente sumisa.
«Lo sé, Vibo, lo sé. Lo lamento. Discúlpame. Es solo que el tiempo no pasa cuando tú te vas.»
El hombre siente una oleada de ternura. Su breve cólera se calma. De pronto es el león que recuerda los juegos infantiles de los cachorros. Él es el lobo que defiende y protege a los más débiles de su manada.
– Todo está bien, Paso. Ahora dormiré aquí, contigo. Y además te he traído un regalo.
Voz sorprendida. Voz impaciente.
«¿Qué es, Vibo?» En la cara del hombre reaparece la sonrisa. Vuelve a poner la máscara en la caja y cierra la tapa. Apaga la lámpara que hay frente a él. Esta vez todo debería ser perfecto. Todavía sonriendo, coge la caja y va hacia la puerta de la que vienen la oscuridad y la voz.
Con el codo pulsa un interruptor de luz, a su izquierda.
– Algo que te gustará, ya verás.
El hombre entra en la habitación. Es una estancia austera, con paredes de metal pintado de gris, color plomo. A la derecha, una cama de hierro muy espartana, y al lado, una mesilla de noche de madera, de igual sencillez. En la superficie del mueble, una lámpara y nada más. La manta estirada, sin una arruga. La almohada y la parte de la sábana doblada sobre la manta están perfectamente limpias.
Paralelo a la cama, a más o menos un metro de distancia, hay un cofre de cristal de un par de metros de largo, apoyado sobre dos caballetes de madera parecidos a los que sostienen la mesa de la otra habitación. El fondo del cofre está conectado mediante un agujero a un tubo de goma de juntas herméticas que termina en una pequeña máquina apoyada en el suelo, entre las piernas del caballete más cercano a la puerta. De la máquina sale un cable de electricidad que termina en una toma de corriente.
Tendido en el cofre hay un cuerpo momificado. Es el cadáver de un hombre de aproximadamente un metro ochenta de estatura, cornpletamente desnudo. Los miembros resecos revelan una complexión muy parecida a la del hombre, aunque ahora la piel apergaminada se ha retirado y deja ver las costillas; las articulaciones de las rodillas y los codos sobresalen como en los miembros de algunos de animales.
El hombre se acerca y apoya la mano en el cristal. El calor dibuja un leve halo en el vidrio limpísimo.
Su sonrisa se hace más amplia. Levanta la caja y la mantiene suspendida sobre el cadáver, a la altura del rostro apergaminado.
«Anda, Vibo, dime qué es.»
El hombre contempla el cuerpo con afecto. Recorre con la mirada el rostro descarnado de ese ser al que alguien, con habilidad quirúrgica, ha extirpado por completo la piel y el cuero cabelludo. El hombre devuelve con una sonrisa misteriosa la sonrisa del cadáver, busca con los ojos sus ojos apagados, escruta con ansia la fijeza de su expresión, como si percibiera algún movimiento en los músculos resecos, que tienen el color de la cera gris.
– Ya verás, ya verás. ¿Te apetece oír un poco de música?
«Sí. No. No, después. Enséñame qué hay ahí dentro. Déjame ver qué me has traído.»
El hombre da un paso atrás, como si jugara con un niño al que es preciso refrenar para defenderlo de su propia impaciencia.
– No, es un momento importante, Paso. Hace falta un poco de música. Espérame, vuelvo enseguida.
«No, anda, Vibo, después. Ahora hazme…»
– Tardaré solo un segundo. Espera.
El hombre apoya la caja en una silla plegable de madera, abierto junto al cofre transparente y desaparece por la puerta. El cadáver se queda solo, inmóvil en su pequeña eternidad, mirando el techo. Poco después se oyen las notas dolorosas del «Instrumental Solo» de Jimi Hendrix en Woodstock. El himno estadounidense, traducido por la guitarra distorsionada, ha perdido sus ecos triunfales. No están en él los héroes ni sus banderas; solo la añoranza del que ha partido a una estúpida guerra cualquiera y el llanto de quien, por esa misma estúpida guerra jamás le ha visto regresar.
La luz en la otra habitación se apaga y el hombre reaparece en el hueco oscuro de la puerta.
– ¿Te gusta esta, Paso?
«Claro. Sabes que siempre me ha gustado. Pero ahora, anda, déjame ver qué me has traído…»
El hombre se acerca a la caja colocada sobre la silla. La sonrisa no ha abandonado su cara ni un solo instante. Levanta la tapa con gesto solemne y la apoya en el suelo, al lado de la silla. Coge la caja y la apoya en el cofre, a la altura del pecho del cuerpo que está tendido dentro.
– Ya verás, te gustará. Estoy seguro de que te quedará muy bien.
Extrae de la caja, con movimientos cuidadosos, el rostro de Alien Yoshida pegado a la cabeza de maniquí como una máscara de plástico. La cabellera se mueve como si aún tuviera vida, como si la agitara un viento que allí, bajo tierra, no podrá llegar jamás.
– Aquí tienes, Paso. Mira.
«Oh, Vibo, de veras es hermoso. ¿Es para mí?»
– Por supuesto que es para ti. Ahora mismo te lo pongo.
Con la máscara en la mano izquierda, el hombre oprime con la derecha un botón que hay en la parte superior del cofre. Se oye el leve silbido del aire que llena el ataúd transparente. Ahora el hombre puede levantar la tapa, que se abre mediante una bisagra dispuesta en el lado derecho del cofre.
Sosteniendo la máscara con las dos manos, la apoya con cuidado sobre el rostro del cadáver y la mueve delicadamente para hacer encajar las aberturas de los ojos en los ojos vidriosos del muerto, la nariz en la nariz, la boca en la boca. Pasa con precaución infinita una mano detrás de la nuca del cadáver, para levantarla y adherir la máscara también por la parte posterior, alisando los bordes para que no se formen pliegues.
La voz es impaciente y temerosa a la vez.
«¿Cómo me queda, Vibo? ¿Me dejas ver?»
El hombre se aleja un paso y contempla, inseguro, el resultado de su trabajo.
– Espera. Espera solo un instante. Falta algo…
El hombre se acerca a la mesa de noche, abre el cajón y retira un peine y un pequeño espejo. Regresa junto al muerto con la ansiedad de un pintor que vuelve a un cuadro incompleto, al que solo falta una última y definitiva pincelada de color para convertirse en una obra maestra.
Con el peine arregla la cabellera de la máscara, ya opaca, sin brillo como para darle un toque de la vida que ya no tiene. El hombre es padre y madre en este momento. Es la abnegación sin tiempo y sin límite. En sus gestos hay una ternura y un afecto infinitos, como si albergara dentro de sí vida y calor suficientes para los dos, como si la sangre de sus venas y el aire de sus pulmones alcanzaran para él y el cuerpo sin memoria que está tendido en el ataúd de cristal.
Levanta el espejo ante el rostro del muerto, con expresión de triunfo.
– ¡Listo!
Un instante de silencio, de estupefacción. La guitarra deshilachada de Jimi Hendrix evoca el campo de batalla recorrido por el silencio de la muerte. Evoca las heridas de todas las guerras y la búsqueda de sentido de todos los que han muerto por valores sin valor.
Una lágrima de emoción cae del rostro del hombre sobre el rostro del cadáver cubierto por la máscara. Parece una lágrima de alegría del muerto.
«Vibo, ahora también yo soy guapo. Tengo cara, como todos los demás.»
Sí. Paso, eres verdaderamente guapo, mucho más que todos los demás.
«No sé cómo agradecértelo, Vibo. No sé qué habría hecho sin ti. Primero…»
Hay emoción en la voz. Hay gratitud y añoranza. Hay el mismo afecto y la misma abnegación que en los ojos del hombre.
«Primero me has liberado de mi mal y ahora me has regalado… me has regalado esto, un rostro nuevo, un rostro guapísimo. ¿Cómo podré recompensarte?»
No debes ni siquiera decirlo, ¿entendido? No debes decirlo jamás. Lo he hecho por ti, por nosotros, porque los demás están en deuda con nosotros y deben restituirnos todo lo que nos han robado. Haré lo que sea para resarcirte por lo que te han hecho, te lo prometo…
Como si quisiera subrayar toda la amenaza contenida en esta promesa, la música se transforma de golpe en la energía arrasadora de «Purple Haze»; la mano de Hendrix atormenta las cuerdas de metal en su carrera ruidosa hacia la libertad y la aniquilación.
El hombre baja la tapa, que se cierra sin ruido sobre la guía de goma. Se acerca al compresor apoyado en el suelo y pulsa el botón. Con un zumbido la máquina se pone en marcha y comienza a aspirar el aire del interior del ataúd. Por efecto del vacío, la máscara se adhiere aún mejor al rostro del muerto y provoca una leve arruga a un lado, que da al cadáver la expresión de una sonrisa satisfecha.
El hombre se dirige hacia la cama, se quita la camiseta negra que lleva y la arroja sobre una banqueta apoyada contra la estructura de hierro de la cama. Continúa desvistiéndose hasta quedar desnudo. Desliza el cuerpo atlético entre las sábanas, apoya la cabeza en la almohada y permanece tendido boca arriba mirando el techo, en la misma posición que el cuerpo tendido en el ataúd iluminado.
Apaga la luz. De la otra habitación llega solo la claridad atenuada de los LED rojos y verdes de los aparatos electrónicos, furtivos como ojos de gato en un cementerio.
La música ha terminado.
En el silencio sepulcral, el hombre vivo se hunde en un sueño sin sueños, como el de los muertos.
Frank y Hulot llegaron a la plaza central de Eze Village, tras dejar atrás la fábrica de perfumes Fragonard. Frank recordó con el corazón compungido que Harriet había comprado algunos frascos de esencias en el viaje que realizaron ambos a Europa. Volvió a ver su cuerpo delgado y pleno bajo la tela del ligero vestido de verano mientras tendía la muñeca para recibir las gotas de agua de Colonia de muestra. Volvió a verla frotándose esa parte con la mano y esperar que el líquido se evaporara, antes de sentir, casi con sorpresa, el aroma combinado de la piel con el perfume.
Era uno de esos perfumes el que llevaba el día que…
– ¿Estás aquí, o debo ir a buscarte?
La voz de Nicolás apagó de golpe las imágenes que Frank tenía ante los ojos. Se dio cuenta de que estaba completamente abstraído.
– No, estoy aquí. Solo un poco cansado.
En realidad, el más cansado de los dos era Nicolás. Tenía los ojos inflamados y enrojecidos del que ha pasado una noche de insomnio y tiene la imperiosa necesidad de una ducha tibia y una cama fresca, en ese orden. Frank había subido al Pare Saint-Román y había dormido algunas horas por la tarde, pero él se había quedado en el despacho para terminar todo el trabajo burocrático que la investigación policial conlleva. Cuando lo dejó en la central, Frank había pensado que el día en que los policías ya no estuvieran obligados a perder la mitad de su tiempo rellenando papeles se salvarían a la vez las selvas amazónicas y muchas posibles víctimas de criminales.
Ahora iban a cenar a casa de Hulot y su mujer, Céline. Dejaron atrás el aparcamiento, los restaurantes y las tiendas de souvenirs, doblaron a la izquierda y cogieron la calle que llevaba a la parte más alta de la zona. Un poco más abajo de la iglesia que domina Eze se alzaba la casa de Nicolás Hulot; era un chalet de revoque claro y tejados oscuros, construido en equilibrio sobre el valle. Frank se había preguntado muchas veces de qué recursos habría echado mano el arquitecto para impedir que la fuerza de gravedad lo hiciera rodar cuesta abajo.
Aparcaron el Peugeot y Frank siguió a Nicolás mientras abría la puerta. Entraron en la casa. Frank se quedó de pie en el recibidor, mirando alrededor. Nicolás cerró la puerta a sus espaldas.
– Céline, hemos llegado.
La cabeza morena de la señora Hulot asomó por la puerta de la cocina, al final del pasillo.
– Hola, querido. Hola, Frank. Sigues tan guapo como siempre, por lo que veo. ¿Cómo estás?
– Hecho polvo. Lo único que puede reanimarme es tu cocina. Y a juzgar por el aroma, me parece que hay grandes probabilidades de curación.
La señora Hulot esbozó una sonrisa que iluminó su rostro bronceado. Salió de la cocina secándose las manos con un trapo.
– Ya está casi listo. Nic, ofrécele a Frank algo para beber mientras esperáis. Estoy un poco retrasada. He perdido mucho tiempo ordenando la habitación de Stephane. Le he dicho mil veces que trate de ser un poco más ordenado, pero no hace caso. Cuando sale siempre deja su cuarto hecho un desastre.
Volvió a la cocina con un revoloteo de faldas. Frank y Nicolás se miraron. En los ojos del comisario apareció la sombra de una pena que no terminaría jamás.
Stéphane, el hijo veinteañero de Céline y Nicolás Hulot, había muerto unos años atrás, a consecuencia de un accidente automovilístico, tras un largo coma. La mente de Céline se había negado a aceptar su muerte. Seguía siendo la mujer de siempre, dulce, inteligente y graciosa, sin que su personalidad se hubiera alterado en nada. Simplemente se comportaba como si Stéphane anduviera a diario por la casa, en vez de ser una foto y un nombre en la lápida de un cementerio. Tras visitarla algunas veces, los médicos consultados habían aconsejado a Hulot que siguiera el inofensivo juego de su esposa; creían que, en definitiva, aquello la protegía de daños psíquicos más graves.
Frank, que conocía el problema de Céline Hulot, se había adaptado a la situación desde su primer viaje a Europa. Lo mismo hizo Harriet cuando ambos estuvieron de vacaciones en la Costa Azul.
Después de la muerte de Harriet, la amistad con Nicolás se había hecho más profunda. Cada uno conocía la pena del otro, y solo en virtud de ese vínculo Frank había aceptado volver al principado de Monaco.
Hulot se quitó la chaqueta y la colgó en un perchero Thonet hecho con madera de haya curvada al vapor, situado contra la pared de la izquierda. Toda la casa estaba decorada con muebles de coleccionista, fruto de una cuidadosa búsqueda, que transportaban a la época en que se había construido la casa.
Hulot llevó a Frank al salón, que se abría a un amplio balcón terraza desde el cual se dominaba la costa.
Fuera, la mesa para la cena estaba puesta con gusto, adornada con un ramo de flores amarillas y violeta dispuestas en un florero en el centro del inmaculado mantel. Se respiraba un ambiente hogareño, de cosas sencillas pero bien elegidas, de amor por una vida tranquila, sin ostentaciones. Se notaba la unión indisoluble de Nicolás y su mujer, el dolor por lo que ya no estaba, la añoranza por todo lo que habría podido ser y no había sido.
Frank lo percibía con claridad en el aire. Era un estado de ánimo que conocía a la perfección; esa sensación de pérdida que la vida conlleva inevitablemente cuando toca a alguien con la mano dura del dolor. Sin embargo, en vez de sentirse asustado, encontraba cierta paz en los ojos vivos de Céline Hulot, que había tenido coraje de sobrevivir al hijo muerto refugiándose en su inocente locura.
Frank la envidiaba, y estaba seguro de que el marido experimentaba el mismo sentimiento. Para ella los días no eran números que una mano tachaba cada noche; para ella el tiempo no era esperar interminablemente a alguien que no llegaría nunca. Céline tenía la sonrisa feliz del que está en una casa vacía pero sabe que la persona amada regresará en unas horas.
– ¿Qué te apetece beber, Frank? -preguntó Hulot.
– El aroma habla de comida francesa. ¿Qué me dices de un aperitivo francés? Yo propondría un Pastis.
– Vale.
Nicolás fue al mueble bar a preparar las bebidas. Mientras tanto, Frank salió al balcón y se quedó mirando el panorama. Desde allí se dominaba una larga extensión de costa, ensenadas, bahías y cabos que avanzaban sobre el mar como dedos tendidos que indicaban el horizonte. El rojo del ocaso anunciaba otro día azul que a ellos les era negado.
Quizá aquella historia le había marcado definitivamente, pero a la mente de Frank acudió el título de un álbum de Neil Young, Rust Never Sleeps.
La herrumbre no duerme nunca.
Delante de sus ojos se extendían todos los colores del paraíso. Agua azul, montañas verdes que se hundían en el mar, el oro rojo del cielo… aquel ocaso tan dulce lastimaba el corazón.
Pero pisando el suelo estaban ellos, los hombres de esta tierra, iguales a los hombres de otros cientos de lugares, en guerra con todas las cosas y de acuerdo en una sola: el intento desesperado de destruirlo todo.
«Nosotros somos la herrumbre que no duerme nunca.»
A su espalda oyó llegar a Nicolás. Lo vio a su lado, con dos vasos en las manos, llenos de un líquido opaco y lechoso. El hielo tintineó contra el cristal cuando Nicolás le pasó el aperitivo.
– Ten, siéntete francés durante uno o dos sorbos; después vuelve a ser estadounidense, que por ahora me sirves así.
Frank se llevó el vaso a los labios y notó el sabor y el perfume punzante del anís en la boca y la nariz. Bebieron con calma, en silencio, el uno al lado del otro, solos y decididos ante algo que parecía no tener fin. Había pasado un día desde que encontraron el cadáver de Yoshida, y no había sucedido nada. Un día consumido inútilmente a la caza de un indicio, de una pista. Una actividad frenética, una carrera agotadora por un camino que se perdía en el horizonte. Tregua. Eso era lo que deseaban. Solo un breve instante de tregua. Sin embargo, también en ese momento en que estaban a solas, había otra presencia que no lograban exorcizar.
– ¿Qué hacemos, Frank?
El estadounidense se tomó un momento para beber otro sorbo.
– No lo sé, Nicolás. De veras que no lo sé. No tenemos casi nada. ¿Hay novedades de Lyon?
– Han terminado el análisis de la primera cinta, pero en esencia no ha dado más resultados que los de Clavert en Niza. Creo que con la segunda ocurrirá lo mismo. Cluny, el psicopatólogo, ha dicho que mañana me hará llegar un informe. He mandado también una copia del vídeo del coche, por si hay alguna indicación de las medidas físicas, pero si es como tú has dicho, tampoco eso nos servirá…
– ¿Novedades de Froben?
– Ninguna. En la casa de Yoshida no han encontrado nada. Todas las huellas de la habitación donde le mataron son suyas. Las pisadas son del mismo tamaño que las encontradas en el barco de Jochen Welder, lo que confirma que el asesino calza un cuarenta y tres. Los pelos del sillón corresponden al muerto; la sangre es de su grupo, 0 Rh negativo.
– ¿Y en el Bentley han descubierto algo?
– Lo mismo. Huellas de Yoshida a montones. En el volante hay otras huellas que estamos comparando con las de los vigilantes que conducían el coche de vez en cuando. He ordenado un estudio caligráfico de la inscripción del asiento, pero ya habrás visto que era muy similar a la primera. Igual, diría.
– Ya.
– Nuestra única esperanza es que continúen las llamadas a Jean-Loup Verdier y que ese maniático cometa al fin un error que nos permita cogerle.
– ¿Crees que habría que poner bajo protección a ese chaval? Para evitar problemas, ya lo he hecho. Me ha llamado y me ha dicho que su casa está rodeada de periodistas. Le he pedido que no hable con ellos y he aprovechado para apostar un coche con dos agentes. Oficialmente, para llevarlo y traerlo de la radio sin que lo molesten. En realidad me siento más seguro así, aunque he preferido no decirle nada, para no asustarlo. Por lo demás, continuaremos vigilando la radio, como ya estamos haciendo.
– Ya. ¿Algo sobre las víctimas?
– Seguimos investigando con la policía alemana y con tus colegas del FBI. Estamos hurgando en la vida de los dos, pero por ahora no ha surgido nada. Tres personas famosas, dos estadounidenses y un europeo, de vida intensa pero sin ningún punto en común entre ellas, excepto los que ya hemos considerado. No los une nada de nada, salvo el hecho de haber sido brutalmente asesinados por el mismo loco.
Frank terminó su Pastis y apoyó el vaso en la baranda de hierro forjado. Se le veía inquieto.
– ¿Qué ocurre, Frank?
– Nicolás, ¿nunca tienes la sensación de que algo te ronda en la cabeza, pero no sabes qué? Como cuando quieres recordar, por ejemplo, el nombre de un actor que conoces muy bien pero que en ese momento, por muchos esfuerzos que hagas, no te viene a la mente.
– Pues claro, me ha sucedido muchísimas veces. Pero a mi edad es algo muy habitual.
– Hay algo que he visto o he oído, Nicolás. Algo que debería recordar pero que no me viene a la cabeza. Y me vuelve loco, porque presiento que es un detalle importante…
– Entonces espero que te venga a la mente lo antes posible, sea lo que sea.
Frank dio la espalda a la espléndida vista, como si le distrajera de sus reflexiones. Se apoyó contra la baranda y cruzó los brazos sobre el pecho. Su cara reflejaba el cansancio de una noche de insomnio y el estado febril que lo mantenía en pie.
– Veamos, Nicolás. Tenemos un asesino amante de la música. Un entendido que, antes de cada homicidio, llama a un locutor de éxito de Radio Montecarlo para anunciar sus intenciones. Deja un indicio musical que no se entiende como tal, y acto seguido mata a dos personas, un hombre y una mujer. Hace que se los encuentre en un estado aterrador y de una forma que parece un escarnio. Firma los crímenes con la inscripción YO MATO…, en sangre. No deja huellas. Es un hombre frío, astuto, preparado y despiadado; según Cluny, de una inteligencia superior a la media. Tan seguro está de sí mismo, que en la segunda llamada nos da otro indicio, también ligado a la música, que nosotros no logramos descifrar. Y mata de nuevo, de manera todavía más despiadada que la anterior, en un contexto que parece un acto de justicia, pero con un sentido de burla aún más pronunciado: el cásete en el coche, el vídeo con la grabación de la muerte, la reverencia, la misma inscripción que la vez anterior. Ninguno de los cadáveres presenta signos de violencia sexual, por lo que no es un necrófilo. Pero a las tres víctimas les arranca la piel de la cara y el cuero cabelludo. ¿Por qué? ¿Por qué lo hace?
– No lo sé, Frank. Espero que el informe de Cluny nos dé alguna pista. Yo me he roto la cabeza, pero no logro formular una hipótesis razonable.
– Debemos descubrirlo a cualquier precio. Si logramos saber por qué lo hace, estoy casi seguro de que al mismo tiempo sabremos también quién es y dónde encontrarlo.
La voz de Céline penetró en esa conversación llena de sombras más oscuras que la noche que, entretanto, había caído sobre ambos.
– ¡Eh, vosotros! Ya basta de pensar en el trabajo.
Dejó en medio de la mesa una fuente de comida humeante.
– Aquí tenéis: bouilhbaisse. Plato único pero abundante. Frank, si no te sirves por lo menos dos veces lo tomaré como una ofensa personal. Nicolás, ¿quieres ocuparte del vino, por favor?
Frank se dio cuenta de que tenía hambre. Ante la sopa de pescado de la señora Hulot, los insípidos bocadillos que habían comido en el despacho parecían un recuerdo lejano. Se sentó a la mesa Y desplegó la servilleta sobre las rodillas.
– Dicen que la comida es la verdadera cultura de los pueblos. ¡Si es así, tu bouillabaisse está declamando versos inmortales!
Céline rió, iluminando con la luz de su sonrisa su bello rostro moreno de mujer mediterránea. Las sutiles arrugas que le rodeaban los ojos, en vez de disminuirlo, aumentaban su encanto.
– Eres un adulador, Frank Ottobre. Pero es agradable oír esas cosas.
Hulot observaba a Frank por encima de las flores del centro de mesa. Sabía lo que llevaba dentro, y sabía que, a pesar de todo, por afecto hacia Céline y hacia él lograba de forma natural ser una de las personas más amables y corteses que conocía. Ignoraba qué era lo que Frank estaba buscando, pero deseó que lo encontrara deprisa, para que tuviera un poco de paz.
– Eres un muchacho de oro, Frank -dijo Céline, levantando su vaso para brindar por él-.Y tu esposa es una mujer con suerte. Lamento que no haya venido contigo esta vez, pero nos veremos la próxima. La llevaré de compras, ¡y que tiemble tu cuenta corriente!
Frank, sin pestañear siquiera, mantuvo la sonrisa. Solo una sombra pasó velozmente por sus ojos, pero se disolvió enseguida en el calor de la mesa. Levantó su vaso y respondió al brindis.
– Vale. Ya sé que no hablas en serio. Eres la mujer de un policía, y sabes que después del tercer par de zapatos corres el riesgo de que te acusen de irresponsable.
Céline rió de nuevo y el momento pasó. Una a una se habían encendido las luces de la costa, que en la noche marcaban la frontera entre la tierra y el mar. Los tres siguieron durante un rato saboreando la excelente comida y bebiendo buen vino, en un balcón suspendido en la oscuridad, donde una luz ambarina marcaba la frontera entre ellos y el vacío.
Eran dos hombres, dos centinelas montando guardia en un mundo en guerra donde la gente mataba y moría, a los que por unas horas una mujer en paz transportaba a un mundo amable en el que nadie podía morir.
Frank se detuvo en la plazoleta central de Eze, al lado de un cartel que prometía la llegada de un taxi. En la parada no se veía ningún vehículo. Miró a su alrededor. A pesar de ser casi medianoche, había mucho movimiento. Llegaba el verano y los turistas comenzaban a afluir a la costa, a la caza de vistas pintorescas que pudieran llevarse a casa esmeradamente registradas en un carrete de fotos.
Vio que una gran berlina oscura atravesaba despacio la plaza y se dirigía hacia él. El coche se detuvo a su altura. Se abrió la puerta del conductor y bajó un hombre. Era al menos un palmo más alto que Frank, de complexión robusta pero de movimientos ágiles. Tenía la cara cuadrada y el pelo castaño cortado al estilo militar. El hombre rodeó el coche y se detuvo ante él. Sin motivo aparente, Frank tuvo la impresión de que bajo la chaqueta de buen corte llevaba una pistola. No sabía quién era, pero de inmediato pensó que era un tío peligroso.
El hombre lo miró con unos inexpresivos ojos de color avellana. Frank calculó que debía de tener más o menos su edad, algunos años más, quizá.
– Buenas noches, señor Ottobre -dijo en inglés.
Frank no mostró sorpresa alguna. Una señal de respeto cruzó los ojos del hombre, pero enseguida se volvieron neutros.
– Buenas noches. Veo que ya sabe mi nombre.
– El mío es Ryan Mosse y soy estadounidense, como usted.
Frank le pareció reconocer el acento de Texas.
– Encantado.
La afirmación contenía una pregunta implícita. Con la mano, Mosse le indicó el automóvil.
– Si tiene usted la gentileza de aceptar dar un paseo por Montecarlo, en el coche hay una persona que quisiera hablarle.
Sin esperar la respuesta, fue a abrir la puerta posterior. Frank observó que en el interior había una persona. Vio unas piernas de hombre con pantalón oscuro, pero no le fue posible distinguir el rostro.
Frank miró a Mosse a los ojos. También él podía ser un tipo peligroso, y era mejor que el otro lo supiera.
– ¿Existe alguna razón particular por la que debería aceptar su invitación?
– La primera es que se evitaría una caminata de varios kilómetros hasta su casa, visto que los taxis son difíciles de encontrar a esta hora. La segunda es que la persona que querría hablar con usted es un general del ejército de Estados Unidos. La tercera, que esta conversación podría ayudarle a resolver un problema que le tiene a mal traer en este momento…
Sin mostrar la menor emoción, Frank dio un paso hacia la puerta abierta y subió al coche. El hombre sentado dentro era bastante mayor, pero parecía cortado por el mismo patrón. Su físico era más pesado, a causa de la edad, pero transmitía la misma sensación de fuerza que el otro. El pelo, completamente canoso, aunque todavía tupido, lucía el mismo corte militar. En la tenue luz del coche, Frank vio que le observaban un par de ojos azules que destacaban, extrañamente juveniles, en el rostro bronceado y arrugado. Le recordaron a los de Homer Woods, su jefe. Pensó que si ese hombre le hubiera dicho que era su hermano no se habría sorprendido en absoluto. Llevaba una camisa clara, abierta en el cuello, arremangada. En el asiento delantero, Frank vio una chaqueta del mismo color que los pantalones.
Fuera, Mosse cerró la puerta.
– Buenas noches, señor Ottobre. ¿Puedo llamarle Frank?
– Por ahora creo que bastará con «señor Ottobre», ¿monsieur…? -Frank usó adrede esta palabra en francés.
El rostro del hombre se iluminó con una sonrisa.
– Veo que la información que me han dado sobre usted era correcta. Puedes arrancar, Ryan.
Mosse, mientras tanto, había vuelto al volante del coche. El automóvil se puso en marcha con suavidad, y el viejo volvió a dirigirse a Frank.
– Disculpe la grosería con la que lo hemos abordado. Me llamo Nathan Parker y soy general del ejército de Estados Unidos.
Frank estrechó la mano que le tendía. El apretón del hombre era decidido, pese a su edad. Frank imaginó que debía de hacer ejercicio diariamente para tener ese físico y esa fuerza. Guardó silencio, esperando.
– Y soy el padre de Arijane Parker.
Los ojos del general buscaron en los de Frank una muestra de sorpresa, sin encontrarla. Pareció satisfecho. Se apoyó en el respaldo del asiento y cruzó las piernas en el limitado espacio del vehículo.
– Adivinará usted por qué estoy aquí.
Apartó un instante la mirada, como si observara algo por la ventanilla. Fuera lo que fuese, quizá solo él lo veía.
– He venido a encerrar el cuerpo de mi hija en un ataúd y a llevarla de nuevo a Estados Unidos. El cuerpo de una mujer degollada como un animal en el matadero.
Nathan Parker se volvió otra vez hacia él. A la luz huidiza de los faros de los coches con que se cruzaban, Frank distinguió el centelleo de sus ojos. Se preguntó si los encendía la ira o el dolor.
– No sé si habrá perdido usted a un ser querido, señor Ottobre…
De pronto Frank lo odió. Evidentemente la información que había obtenido sobre él incluía lo ocurrido a Harriet. Y supo que el general no lo veía como un dolor que tenían en común, sino simplemente como una moneda de cambio. Parker prosiguió como si nada.
– No he venido hasta aquí a llorar a mi hija. Soy un soldado, Señor Ottobre. Y un soldado no llora. Un soldado se venga.
La Voz del general era tranquila, pero transmitía una furia letal.
– Ningún maniático hijo de puta puede hacer lo que ha hecho y quedar impune.
– Hay hombres trabajando e investigando por ese mismo motivo -dijo Frank con tranquilidad.
Nathan Parker se volvió con brusquedad hacia él.
– Frank, excepto usted, esta gente no sabría dónde ponerse un supositorio aunque les hicieran un dibujo. Y, además, usted sabe muy bien cómo son las cosas en Europa. No quiero que este asesino termine encerrado en una institución mental y lo dejen en libertad al cabo de un par de años; quizá incluso hasta se disculpan.
Hizo una breve pausa y miró otra vez por la ventanilla. El coche recorrió el final de la calle que bajaba de Eze y dobló a la izquierda para tomar la basse corniche hacia Montecarlo.
– Le propongo lo siguiente: Organizaremos un equipo de hombres competentes y proseguiremos las investigaciones por nuestra cuenta. Puedo contar con toda la colaboración que quiera: FBI, Interpol, incluso la CÍA, si hace falta. Puedo hacer venir un grupo de hombres mejor preparados y adiestrados que cualquier policía. Jóvenes despiertos que no hacen preguntas y se limitan a obedecer. Usted podría dirigir ese grupo…
Señaló con la cabeza al hombre que conducía el coche.
– El capitán Mosse colaborará con usted. La investigación proseguirá hasta que cojan al asesino. Y cuando le cojan, me lo entregarán a mí.
Mientras tanto el coche había entrado en la ciudad. Tras dejar atrás el Jardín Exotique, iban por el bulevar Charles III, pasando por la calle Princesse Caroline hasta el puerto.
El viejo soldado miró por la ventanilla el lugar donde habían encontrado el cuerpo mutilado de su hija. Apretó los ojos como si le costara ver. Frank pensó que no tenía nada que ver con su vista, sino que era un gesto instintivo, producto de la violenta cólera que se agitaba en ese hombre. Parker siguió sin volverse. Quizá no lograba despegar los ojos del puerto, donde los yates iluminados esperaban tranquilamente un nuevo día de mar.
– Allí es donde encontraron a Arijane. Era hermosa como el sol y muy inteligente. Era una muchacha extraordinaria. Una rebelde. Distinta de su hermana, pero extraordinaria. No estábamos siempre de acuerdo, pero nos respetábamos, porque éramos iguales Y me la han matado como a un animal.
La voz del militar tembló levemente. Frank permaneció en silencio, dejando que el padre de Arijane siguiera con sus pensamientos.
El coche bordeó el puerto y se dirigió a la entrada del túnel. Nathan Parker se apoyó en el respaldo. Las luces amarillas del túnel pintaron en sus rostros colores antinaturales.
Cuando salieron nuevamente al aire libre y a la noche, en la zona de Larvotto, mientras el coche enfilaba por la calle Portier, al fin el viejo rompió el silencio.
– Y bien, ¿qué me dice, Frank? Soy amigo personal de Johnson Fitzpatrick, el director del FBI. Y, si es necesario, puedo llegar todavía más arriba. Le garantizo que si acepta mi propuesta no se arrepentirá. Su carrera podría experimentar un progreso notable. Si es el dinero lo que le interesa, no hay problema. Puedo ofrecerle suficiente para que no vuelva a preocuparse por él el resto de su vida. Piense que es un deber, un acto de justicia, no solo una venganza.
Frank siguió en silencio, como durante todo el discurso del general Parker. También él se tomó una pausa para mirar por la ventanilla. El coche iba por el bulevar des Moulins. En breve doblaría a la derecha por la corta subida que llevaba al Pare Saint-Román. Entre todos los datos que sabía de él, sin duda también figuraba el lugar donde vivía.
– Mire, general, no siempre todo es tan fácil como parece. Usted se comporta como si todos los hombres tuvieran un precio. Para serle franco, también yo pienso como usted: hay un precio para todo. Ocurre, simplemente, que usted no ha logrado entender el mío.
La ira fría del general brillaba más que las luces de la entrada del edificio.
– Es inútil que juegue al héroe sin mancha ni miedo, señor Ottobre…
«señor Ottobre», pronunciado con voz sorda, sonó amenazador.
– Sé muy bien quién es usted. Los dos estamos hechos de la misma pasta.
El coche se detuvo suavemente ante la puerta de cristal del Pare Saint-Román. Frank abrió la puerta y se apeó. Se quedó un instante de pie junto al automóvil, apoyado en la puerta. Bajó la cabeza para que el viejo, desde dentro, pudiera verlo.
– Puede ser, general Parker. Pero no por completo. Ya que parece saberlo todo sobre mí, sin duda sabrá también lo de la muerte de mi mujer. Sí, sé perfectamente lo que significa perder a un ser querido. Sé lo que significa vivir con fantasmas. Quizá sea cierto que los dos estamos hechos de la misma pasta. Pero hay una diferencia entre usted y yo: cuando yo perdí a mi mujer lloré. Tal vez no sea un soldado.
Cerró con cuidado la puerta del coche y empezó a alejarse. El viejo bajó los ojos buscando una respuesta, pero cuando volvió a alzarlos Frank Ottobre ya no estaba allí.
Apenas se despertó, sin siquiera levantarse de la cama, Frank marcó el número directo del despacho de Cooper, en Washington. En la costa eran las cuatro de la tarde, y calculaba que le encontraría allí. Respondió al segundo timbrazo.
– Cooper Danton.
– Hola, Cooper, soy Frank.
Si se asombró, Cooper no lo dio a entender.
– Hola, monstruo. ¿Cómo estás?
– Hecho una mierda.
Cooper no dijo nada. El tono de voz de Frank no era el de costumbre. A pesar de su afirmación, había una vitalidad nueva con respecto a la conversación anterior. Esperó en silencio.
– Me han metido en una investigación de un asesino en serie, aquí, en Monaco. Una cosa de locos.
– Sí, en los periódicos he leído algo sobre el asunto. Ha aparecido también en la CNN. Pero Homer no me ha comentado que estuvieras en el caso. ¿Es tan feo como dices?
– Peor, Cooper. Estamos persiguiendo sombras. Ese maniático parece hecho de aire. Ni una pista. Ni un indicio. Y además se burla de nosotros. Estamos haciendo el ridículo. Y ya tenemos tres muertos.
– Veo que ciertas cosas también suceden en la vieja Europa, no solo en Estados Unidos.
– Ya. Por lo que parece, no tenemos la exclusiva… ¿Cómo va todo por allí?
– Todavía siguiendo la pista de los Larkin. Jeff ha muerto pero nadie lo echará de menos. Osmond está a la sombra, pero no habla. De todos modos, tenemos indicios que prometen. Una vía en el sudeste asiático, un nuevo camino de las drogas. Veremos qué sucede.
– Cooper, necesito un favor.
– Lo que quieras.
– Necesito información sobre un tal general Parker y un capitán llamado Ryan Mosse, del ejército de Estados Unidos.
– ¿Parker, has dicho? ¿Nathan Parker?
– Sí, él.
– Mmm, un pez gordo, Frank. Y cuando digo «gordo» quizá me quedo corto. El tío es una leyenda viviente. Héroe de Vietnam, mente estratégica de la guerra del Golfo y de la intervención de Kosovo. Cosas de este tipo. Forma parte del Estado Mayor y es muy cercano a la Casa Blanca. Te garantizo que cuando habla le escuchan todos, incluido el presidente. ¿Qué tienes tú que ver con Nathan Parker?
– Una de las víctimas era una de sus hijas. Y ha venido con el cuchillo entre los dientes, porque no confía en la policía de aquí. Temo que esté organizando una especie de comando para librar una guerra personal.
– ¿Cómo has dicho que se llama el otro?
– Mosse, capitán Ryan Mosse.
– A ese no lo conozco. En todo caso me informaré y veré que logro encontrar. ¿Cómo lo hago para hacerte llegar el informe?
– Tengo una dirección privada de correo electrónico, aquí en Monaco. Te mando enseguida un mensaje para que la tengas. Sera mejor que no me mandes nada a la central de policía; es un asunto que prefiero mantener al margen de las investigaciones oficiales. Ya tenemos bastantes complicaciones. Esto quiero arreglarlo por mi cuenta.
– Está bien. Enseguida me pongo a trabajar.
– Te lo agradezco, Cooper.
– No tienes por qué. Para ti, lo que sea. Eh… ¿Frank?
– ¿Sí?
– Me alegro por ti.
Frank sabía muy bien a qué se refería su amigo. No quiso quitarle la ilusión.
– Lo sé, Cooper. Adiós.
– Suerte, Frank.
Cortó la comunicación y arrojó sobre la cama el teléfono inalámbrico. Se levantó y, desnudo como estaba, fue al cuarto de baño. Evitó mirar su reflejo en el espejo. Abrió el grifo de la ducha e hizo correr el agua. Entró en el receptáculo y se acurrucó en el suelo, sintiendo el golpe del agua fría en la cabeza y la espalda. Se estremeció y esperó el alivio del chorro que poco a poco se volvía tibio. Se irguió y comenzó a enjabonarse. Mientras el agua arrastraba la espuma, trató de abrir su mente. Intentó dejar de ser él mismo y transformarse en otro, alguien sin forma y sin rostro, al acecho en alguna parte.
Una idea comenzó a abrirse camino.
Si era verdad lo que sospechaba, la pobre Arijane Parker había sido en verdad una de las muchachas más desafortunadas de la tierra. Le invadió la amargura. Una muerte inútil, salvo en la mente retorcida del asesino.
Cerró el grifo y el chorro de agua cesó. Permaneció un instante goteando, mirando el agua que se iba en un pequeño remolino por el desagüe.
«Yo mato…»
Tres puntos suspensivos, tres muertos. Y no había terminado. En algún rincón de su cerebro había algo que trataba desesperadamente de salir a la luz, un detalle encerrado en una habitación oscura, que golpeaba con fuerza contra una puerta cerrada e intentaba hacerse oír.
Salió de la ducha y cogió el albornoz del perchero que había a su derecha. Repasó mentalmente sus conclusiones. No era una certeza, sino una hipótesis muy razonable, que restringía el campo de las investigaciones sobre las posibles víctimas. Todavía no sabían por que, no sabían cómo ni cuándo, pero por lo menos podían conjeturar quién.
Sí era así. No se equivocaba.
Salió del cuarto de baño y atravesó el dormitorio en penumbra. Se encontró en la sala iluminada por una puerta cristalera que daba a un balcón y se dirigió a la habitación que era el estudio del propietario del piso, donde había un ordenador. Se sentó al escritorio sacó la funda de protección y encendió el aparato. Se quedó un instante observando el teclado, y luego se conectó a internet. Afortunadamente, Ferrand, el dueño de la casa, no tenía nada que esconder, al menos en ese ordenador, y había dejado la contraseña en la memoria. Envió a Cooper un mensaje con la dirección de correo electrónico a la que debía mandarle la información que necesitaba. Apagó el aparato y fue a vestirse, aún sumido en sus pensamientos, estudiándolos desde nuevas perspectivas para ver si hacían agua en alguna parte. En ese momento sonó el teléfono.
– ¿Diga?
– Frank, habla Nicolás.
– Justamente iba a llamarte. Se me ha ocurrido una idea; no es gran cosa, pero podría ser un punto de partida.
– ¿Qué?
– Creo haber comprendido el objetivo de nuestro hombre.
– ¿Es decir?
– Lo que le interesa son los hombres. Jochen Welder y Alien Yoshida. Ellos eran sus verdaderas víctimas.
– ¿Y dónde encaja Arijane Parker, entonces?
– La pobre ha servido solo como conejillo de Indias. Era la primera vez que ese maniático desollaba a alguien, y quería tener con quien practicar antes de dedicarse al verdadero trabajo, es decir, la cabeza de Jochen Welder.
El silencio del otro lado indicaba que Hulot estaba pensando. Poco después hizo oír su voz otra vez.
– Si es así y excluimos a las mujeres el círculo de las posibles víctimas se restringiría bastante…
– Exacto, Nicolás. Hombres de alrededor de los treinta, treinta y cinco años, famosos y de buen aspecto. No es gran cosa, pero me parece un avance. No hay miles de personas que respondan a esa descripción.
– Es una hipótesis que vale la pena tener en cuenta.
– También porque por el momento no tenemos otra mejor… ¿por qué me llamabas?
– Frank, estamos hasta el cuello. ¿Has leído los periódicos?
– No.
– No hay un solo periódico en toda Europa que no dedique la primera página a este asunto. Llegan periodistas de televisión de todas partes. Roncaille y Durand están oficialmente en pie de guerra. Deben de haber soportado presiones espantosas, desde el ministro del Interior hasta el propio príncipe.
– Me imagino. Alien Yoshida no era un cualquiera.
– Y que lo digas. Roncaille me ha dicho que ha intervenido el cónsul de Estados Unidos en Marsella, como portavoz de vuestro gobierno. Si no obtenemos algo, temo que mi cabeza corra serio peligro. Y tenemos otro problema…
– ¿Cuál?
– Jean-Loup Verdier. Está derrumbándose. Una multitud de periodistas prácticamente se ha instalado frente a su casa. Lo mismo en la radio. Bikjalo está contentísimo, porque el programa tiene una audiencia digna de la Fórmula Uno. Jean-Loup, en cambio, está asustado y quiere suspender el programa.
– ¡Por Dios, no puede hacer eso! Es nuestro único contacto con el asesino.
– Eso lo sabemos nosotros, pero ¡ve a explicárselo tú! He intentado ponerme en su pellejo, y no puedo evitar darle la razón. No podemos perderle. Si ese loco se queda sin interlocutor, tal vez decida suspender las llamadas. No dejará de matar, pero ya no tendremos el menor indicio. Y si encuentra a otro, tal vez en otra radio o quién sabe dónde, pasará un tiempo antes de que logremos reorganizar la vigilancia. Y eso significará más muertos.
Debemos hablarle, Frank. Y quisiera que lo hicieras tú.
– ¿Por qué?
– Porque tú tienes sobre él más influencia de la que tengo yo. Es solo una sensación, pero «FBI» causa más efecto que «Süreté publique)›
– Está bien. Me visto y voy para allá.
– Te mando un coche. Nos vemos en casa de Jean-Loup.
– Vale.
Mientras decía las últimas palabras, Frank ya se dirigía al dormitorio. Escogió al azar una camisa y un par de pantalones, se puso los calcetines y los zapatos y una chaqueta sin forro, de tela ligera Sin mirar, se guardó en los bolsillos lo que había sacado la noche anterior, mientras pensaba cómo plantear el asunto a Jean-Loup Verdier. Se estaba derrumbando, y era comprensible. Debían encontrar la manera de convencer a ese muchacho. Se dio cuenta de que pensaba en Jean-Loup como «ese muchacho», aunque probablemente tenía pocos años menos que él.
Frank se sentía mucho más viejo. Ciertamente si se es policía se envejece mucho más pronto. Quizá algunos ya nacen viejos y lo descubren en el contacto con otra gente que sigue más uniformemente el hilo del tiempo. Si así era, acaso para Jean-Loup Verdier ese hilo se había cortado de golpe.
Salió al pasillo y llamó el ascensor. Mientras lo esperaba cerró con llave la puerta del piso. Las puertas se abrieron sin ruido a su espalda, lanzando un haz de luz más viva en la claridad mortecina del pasillo.
Subió y pulsó el botón de planta baja. Iban a atraparle, de esto estaba seguro. Antes o después cometería un error y le cogerían. El problema era cuántas víctimas habría hasta que llegara ese momento.
El ascensor se detuvo con una leve sacudida y las puertas se abrieron al elegante vestíbulo de mármol del Pare Saint-Román. Frank salió y vio por la puerta de cristal que fuera, a la izquierda, ya le esperaba un coche patrulla. Probablemente ya debían de estar por la zona, porque habían llegado muy pronto. El encargado le vio y le hizo una señal desde la portería. Frank se acercó.
– Buenos días, monsieur Ottobre -dijo en francés.
– Buenos días.
El hombre le dio un sobre blanco, anónimo, sin sello, que solo llevaba su nombre escrito a mano.
– Anoche, después de que entró, dejaron esto para usted.
– Gracias, Pascal.
– No hay de nada. Dovere, M'sieur.
Frank cogió el sobre y lo abrió. Dentro había una hoja doblada en tres. La sacó y leyó el mensaje escrito con letra nerviosa pero clara.
Solo los hombres pequeños no cambian de parecer. No me haga cambiar de parecer sobre su verdadera valía. Necesito su ayuda y usted necesita la mía. Le dejo mi dirección en la costa y los números de teléfono en los que puede encontrarme.
Nathan Parker
Al final había una dirección y dos números. Mientras subía al coche patrulla, Frank no pudo evitar pensar que en aquel momento en Monaco no había un solo loco sanguinario, sino por lo menos dos.
El coche patrulla dejó atrás Montecarlo y cogió el camino hacia Beausoleil y la A 8, la autopista que une Monaco con Niza y, del otro lado, con Italia. Sentado en el asiento de atrás, Frank abrió la ventanilla para que el aire entrara libremente. Releyó el mensaje del general y lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Volvió a mirar por la ventanilla. El paisaje desfilaba ante sus ojos como una serie indistinta de manchas de color.
Parker era una complicación indeseada. Aunque sus intenciones fueran únicamente privadas, ese hombre representaba el Poder, con P mayúscula. Sus declaraciones no eran meros alardes. Muy al contrario. Realmente podía disponer de los medios a los que había hecho referencia.
Ello significaba que, además de las fuerzas policiales, habría otros hombres, más rudos en su manera de investigar. Estarían obligados al anonimato, sí, pero no estarían obligados a respetar los límites legales, y quizá por eso serían mucho más eficientes.
El hecho de que se movieran en un ámbito reducido y frágil como el principado de Monaco no bastaría para frenar la sed de venganza de Nathan Parker. Era bastante viejo y no le importaban las consecuencias que podía tener en su carrera. Y, si las cosas eran como había dicho Cooper, era también lo bastante poderoso para cubrir a sus esbirros. Además, en el caso de que capturara al asesino, la prensa explotaría la historia de un padre destrozado que solo buscaba justicia; el único que había logrado algo donde todos los demás habían fracasado. Se convertiría en un héroe, y, en consecuencía, sería intocable. Estados Unidos, en aquel momento, tenía desesperada necesidad de héroes. Tanto la opinión pública como el gobierno estadounidense se pondrían de su lado. Las autoridades del principado se negarían a aceptarlo durante un tiempo, pero después se verían obligados a tragar. Game over. Y después estaba Jean-Loup. Otra patata caliente. Debía encontrar la forma de hacerle desistir de una decisión que, por otra parte, era más que razonable. Una cosa es ser popular por ser el locutor de un programa de radio de éxito, y otra muy distinta, saltar a la primera página de los periódicos por ser el interlocutor de un asesino. Eran motivos suficientes para destrozar los nervios de cualquiera. Jean-Loup no era un simple hombre del espectáculo; tenía cerebro y sabía usarlo. No era -o al menos no le había causado esa impresión- un monigote, como tantos otros personajes del mundo del espectáculo que Frank había conocido. Tenía todo el derecho de estar asustado.
Un asunto feo. Y el tiempo de que disponían se agotaba con suma rapidez, marcado minuto a minuto por un cronómetro que las altas autoridades del principado sostenían en sus manos y no cesaban de controlar.
El coche disminuyó la velocidad cerca de una casa situada a la derecha del camino. Era una construcción que se alzaba en la ladera; entre una fila de cipreses se vislumbraba el techo, que desde allí dominaba todo Montecarlo. Debía de tener una vista excepcional. Sin duda era la casa del locutor. En la calle se veían diversos coches aparcados y también un par de furgonetas que llevaban las siglas de emisoras de televisión. Un grupo de corresponsales y cronistas mantenía el lugar en estado de sitio. Un poco más allá había un coche patrulla. Al verlos llegar, cierta agitación se apoderó de los periodistas. El policía que iba sentado en el lugar del acompañante cogió el micrófono de la radio.
– Aquí Ducross. Estamos llegando.
La verja de hierro, que se veía pasada la curva, comenzó a abrirse.
Mientras el coche reducía la velocidad para entrar, los periodistas se acercaron para ver quién iba en el interior. Dos policías salieron del coche de vigilancia para impedirles que accedieran a la propiedad.
Bajaron por una rampa pavimentada con baldosas antideslizantes rojas y llegaron a la persiana metálica del garaje. Nicolás Hulot ya había llegado y le esperaba de pie en el patio. Le saludó a través de la ventanilla abierta.
– Hola, Frank. ¿Has visto el barullo de allí fuera?
– Lo he visto, sí. Es normal, diría. Me habría sorprendido lo contrario.
Frank bajó del coche y observó la construcción.
– Jean-Loup Verdier debe de ganar bastante dinero para poder permitirse un lugar así.
Hulot sonrió.
– Hay una historia sobre esta casa. ¿No la has leído en los periódicos?
– No, es un placer que gustosamente te dejo a ti.
– Lo han publicado en casi todos. Jean-Loup la heredó.
– Felicitaciones a los parientes.
– No la heredó de un pariente. Parece un cuento, pero se la dejó una anciana viuda, bastante rica, a cuyo perro él salvó la vida.
– ¿Al perro?
– Sí, en la plaza del Casino, hace algunos años. El perro de la señora en cuestión se había escapado y estaba cruzando la calle. Jean-Loup se lanzó a cogerlo cuando ya casi estaba bajo las ruedas de un coche. Por poco no le atropello también a él. La mujer lo abrazó y lo besó, llorando de gratitud, y la cosa terminó allí. Unos años después, un notario citó a Jean-Loup y se encontró con que era dueño de esta casa.
– ¡Qué historia! Creía que esas cosas solo sucedían en las películas de Walt Disney… A simple vista, diría que el regalo vale un par de millones de dólares.
– O tres, tal como están los precios de las casas en esta zona.
– Pues mejor para él. ¿Vamos a cumplir con nuestro deber?
Hulot indicó con la cabeza.
– Es allá. Ven.
Atravesaron el patio y pasaron ante una mata de buganvillas rojas que cubrían el lado derecho de la fachada. Más allá de las matas había una explanada en la que se había construido una piscina.
– Mmm, muy grande pero sí lo bastante para no confundirla con una bañera.
Jean-Loup y Bikjalo estaban sentados a una mesa bajo una pérgola de vid americana, ante los restos del desayuno. La presencia del director era una prueba inequívoca de la crisis que atravesaba Jean-Loup. Tanta solicitud por parte de aquel hombre significaba que temía por su gallina de los huevos de oro.
– Hola, Jean-Loup. Buenos días, señor director.
Bikjalo se puso de pie con una expresión de alivio dibujada en el rostro. Habían llegado los refuerzos. Jean-Loup, en cambio, parecía molesto con su llegada y le costaba mirarlos.
– Buenos días, señores. Le estaba diciendo a Jean-Loup…
Frank lo interrumpió con cierta brusquedad. No quería abordar el tema de inmediato, para que Jean-Loup no se sintiera presionado. Era un momento delicado, y prefería ponerle cómodo antes de enfrentar la cuestión.
– ¿Es café eso que veo en la mesa?
– Pues sí…
– ¿Está reservado para los de la casa, o hay también para las visitas?
Al tiempo que Hulot y Frank se sentaban a la mesa, Jean-Loup fue a coger dos tazas de una mesa de servicio a su espalda. Mientras el locutor servía el café del termo, Frank lo observó atentamente. Se le notaba en la cara que había pasado la noche dando vueltas en la cama. Sufría una gran presión, y era comprensible. Pero no debía, no podía aflojar, y había que hacérselo entender.
Hulot se llevó la taza a los labios.
– Mmm, muy bueno. En la central deberíamos tener un café así.
Jean-Loup sonrió con desgana. Su mirada vagaba; evitaba detenerse en ellos, en especial en Frank. Bikjalo volvió a sentarse, en la más apartada. Con ese gesto parecía querer mantener la distancia y dejar la situación en manos de los recién llegados. La tensión se palpaba en el aire.
Frank decidió que había llegado el momento de coger el toro por los cuernos.
– Y bien, ¿cuál es el problema, Jean-Loup?
Finalmente el locutor encontró la fuerza para mirarlo a los ojos A Frank le sorprendió no encontrar miedo, como había esperado sino cansancio y preocupación. Acaso era el temor de no lograr interpretar un papel que le quedaba grande. Pero no miedo. Jean-Loup apartó la vista y se preparó para pronunciar un discurso que quizá ya había pronunciado para sí mismo muchas veces:
– El problema es muy simple: no puedo.
Frank guardó silencio, esperando que Jean-Loup continuara. No quería darle la impresión de someterlo a un interrogatorio.
– Yo no estaba preparado para todo esto. Cada vez que oigo esa voz por el teléfono pierdo diez años de vida. Y cuando pienso que después de hablar conmigo ese hombre va… va…
Prosiguió como si le costara un enorme esfuerzo. Quizá a ningún hombre le guste mostrar sus debilidades, y en eso Jean-Loup era un hombre como todos los demás.
– … ese hombre va a hacer lo que hace… Eso… me destroza. Y me pregunto: ¿por qué yo? ¿Por qué tiene que hacerme esas llamadas justo a mí? Desde que ha comenzado esta historia ya no tengo vida. Vivo encerrado en mi casa, como un delincuente; no puedo asomarme a una ventana sin oír que los periodistas gritan mi nombre; no puedo sacar la nariz fuera sin que me rodee gente que me hace preguntas. No puedo más.
Bikjalo se sintió obligado a intervenir.
– Pero, Jean-Loup, ¡es una situación que se presenta una sola vez en la vida! En este momento tienes una popularidad increíble, eres una de las personas más conocidas de Europa. No hay canal de televisión que no te requiera, no hay periódico que no hable de ti. Cada día llegan a la radio propuestas de productores cinematográficos que quieren hacer una película sobre toda esta…
Una mirada abrasadora de Hulot lo cortó en seco. Frank pensó que aquel hombre era un capullo de la peor clase. Un capullo codicioso. Con gusto le habría dado un puñetazo.
Jean-Loup se levantó de la silla con gesto imperioso.
– Quiero que me aprecien porque hablo con la gente, no por que hablo con un asesino. Y además, ya conocen ustedes a los periodistas. Cuando hayan agotado los argumentos, comenzarán a preguntarse lo mismo que me pregunto yo: ¿Por qué él? Si no logran encontrar una respuesta, la inventarán. Y me destruirán.
Frank conocía suficientemente los medios para compartir esa preocupación. Y tenía la suficiente estima por Jean-Loup para intentar convencerlo con mentiras.
– Jean-Loup, las cosas son exactamente como dices. Te considero una persona demasiado inteligente para querer convencerte de lo contrario. Comprendo muy bien que no te sientas preparado para todo esto; por otra parte, ¿quién lo estaría? Yo he dedicado la mitad de mi vida a encerrar a criminales, y sin embargo creo que en tu lugar tendría las mismas preocupaciones y las mismas reacciones. Pero no puedes rendirte, no puedes hacerlo ahora.
Previendo una posible objeción, agregó:
– Sé que la culpa de todo esto también es nuestra. Si nosotros hubiéramos sido más hábiles, ya habría terminado todo. Pero, lamentablemente, no es así. Ese hombre todavía está libre, y mientras así sea solo querrá una cosa: seguir matando. Es preciso que lo detengamos.
– No sé si podré volver a sentarme ante un micrófono, simulando que no pasa nada, esperando oír esa voz.
Frank bajó la cabeza. Cuando volvió a levantarla, Hulot vio una expresión distinta en su rostro.
– En la vida hay cosas que buscas y otras que vienen a buscarte. No las has elegido, y ni siquiera las querrías, pero llegan y después ya no eres el mismo. En ese momento, hay dos soluciones: o escapas procurando dejarlas atrás, o te detienes y te enfrentas a ellas. Cualquier solución que elijas te cambia, y solo tú tienes la posibilidad de escoger, bien o mal. Tenemos a tres muertos, asesinados de una manera escalofriante. Si no nos ayudas, habrá otros. Si decides ayudarnos, puede que la situación te haga pedazos, pero después tendrás todo el tiempo y la fuerza para recuperarte. Si escapas, igualmente te hará pedazos pero, además, los remordimientos te perseguirán durante el resto de tu vida.
Jean-Loup se sentó lentamente en la silla. Incluso el cielo y el parecían haber callado.
– De acuerdo. Haré lo que me piden.
– ¿Seguirás con el programa?
– Sí.
Hulot se relajó en su silla. Bikjalo no logró reprimir un gesto casi imperceptible de satisfacción. Para Frank, ese monosílabo, pronunciado a media voz, fue como el primer tic de un reloj que volvía a ponerse en funcionamiento.
Frank acompañó a Hulot hasta el coche. Jean-Loup y Bikjalo se quedaron sentados a la mesa junto a la piscina. Cuando se marcharon, el director de Radio Montecarlo, todavía inquieto porque el locutor había estado a punto de abandonar, pasó un brazo por los hombros de Jean-Loup y le susurró consejos, como el entrenador de un boxeador derrotado.
La primera impresión que Frank había tenido de ese hombre, en el fondo, había sido correcta. En el desempeño de su trabajo, había adquirido con el tiempo un instinto casi animal para reconocer a la gente. Todavía no lo había perdido. Al parecer, no bastaba con decidir dejar de ser un perro para dejar de serlo.
«El que nace cuadrado no muere redondo…»
Y esto valía tanto para él como para Bikjalo o cualquier otro.
Hulot abrió la puerta del Peugeot pero permaneció un momento de pie contemplando la fantástica vista de la costa. Daba la impresión de no tener ganas de volver a la investigación. Se volvió hacia Frank. El estadounidense vio en sus ojos la necesidad de un descanso sereno, sin sueños. Sin figuras de negro, voces que susurraran al oído «Yo mato…» y que provocaban un despertar poblado de fantasmas aún peores que los del sueño.
– Has estado muy bien con el muchacho… Con él y conmigo.
– ¿A qué te refieres?
– Sé que me estoy apoyando bastante en ti en esta investigación. No creas que no me doy cuenta. Cuando te pedí que colaboraras intenté convencerme de que era para ayudarte a ti, cuando en realidad me sirve sobre todo a mí.
En un lapso muy breve, los papeles de ambos parecían haberse invertido, con esos pequeños o grandes hechos imprevistos que la vida presenta continuamente de manera bastante sarcástica.
– No es así, Nicolás. Al menos no es exactamente así. Quizá la locura de ese hombre al que perseguimos sea contagiosa y nos está volviendo locos también a nosotros. Pero si este es el camino para cogerle, debemos recorrerlo hasta que todo haya terminado.
Hulot se sentó al volante y encendió el motor.
– En lo que has dicho hay un riesgo implícito…
– ¿Cuál?
– Que, una vez aceptada la locura, uno ya no consiga librarse de ella. Lo has dicho tú mismo, no hace mucho, ¿recuerdas, Frank? Somos pequeños dinosaurios, solo pequeños dinosaurios…
Cerró la puerta y puso el coche en marcha. La verja automática se abrió, activada por el agente que se hallaba fuera, en la calle. Frank se quedó mirando cómo el coche salía por la rampa y desaparecía. Durante toda la conversación con Nicolás, los agentes que le habían acompañado hasta allí habían permanecido a un lado, hablando entre ellos, de pie junto al coche. Frank se sentó en el asiento posterior. Los policías subieron también y el agente sentado en el asiento del acompañante lo miró en silencio, con expresión interrogativa.
– Volvemos a Pare Saint-Román. Sin prisa -dijo Frank al cabo de un instante de vacilación.
Necesitaba estar solo un rato, para reflexionar. No había olvidado al general Parker y sus intenciones; solo lo había dejado a un lado de momento. Necesitaba saber un poco más de él y de Ryan Mosse antes de tomar una decisión y saber qué actitud adoptar. Esperaba que Cooper ya hubiera reunido la información que necesitaba, aunque todavía era pronto.
El coche avanzó. Subida, verja, calle. Izquierda. Otra multitud de periodistas entre las matas, al acecho. Frank los miró atentamente mientras volvían a la actividad, como perros atentos al paso de otro perro. También estaba el pelirrojo que hacía un rato había metido la cabeza en el coche del comisario. Cuando Frank pasó delante de ellos, el reportero, apostado al lado de un Mazda descapotable, le devolvió la mirada, pensativo.
Frank se dijo que pronto los periodistas comenzarían a perseguirlo también a él, en cuanto supieran quién era y qué hacía allí. No había ninguna duda de que no tardarían en enterarse de qué papel desempeñaba él en aquel asunto. Hasta aquel momento seguían concentrados en bocados más suculentos, pero tarde o temprano alguno de ellos iría tras él. Sin duda muchos tendrían algún contacto en la policía, lo que la prensa llama «una fuente fiable».
Los reporteros desfilaron delante de la ventanilla del coche; eran la vanguardia de un mundo que, antes que nada, quería saber la verdad. Y el mejor periodista no era el que lograba averiguarla, sino el que conseguía hacer que la suya fuera la más creíble.
A marcha lenta, como había solicitado Frank, el coche cogió en sentido opuesto el camino que habían recorrido para llegar hasta la casa de Jean-Loup. Mientras bajaban, Frank vio por primera vez a la mujer y al niño.
Salieron casi corriendo de una calle sin asfaltar que se encontraba a un centenar de metros de donde se hallaban los periodistas, a la izquierda. Frank reparó en ellos porque la mujer llevaba al niño de la mano y parecía asustada. Se detuvo al principio de la calle y miró a su alrededor como si se encontrara en un lugar desconocido y no supiera adonde ir. Mientras el coche los pasaba, Frank tuvo la clara impresión de que la mujer huía de algo. Tendría poco más de treinta años; llevaba unos cómodos pantalones deportivos a cuadros, en varias tonalidades de azul, y una blusa delicada, azul oscuro, de tela tornasolada, por fuera de los pantalones. Ese color destacaba el magnífico y largo cabello rubio que le llegaba casi hasta los hombros. La tela y el pelo combinaban armoniosamente y parecían competir buscando reflejos extraños bajo el sol de mayo. Era alta, y de movimientos armoniosos pese a andar deprisa.
El niño, de unos diez años, parecía alto para su edad. Llevaba vaqueros y una camiseta de algodón roja; miraba, inseguro, con sus ojos azules un poco extraviados, a la mujer que lo sostenía de la mano.
Frank volvió la cabeza y apoyó la frente en el cristal de la ventanilla, para no perderlos de vista. Entonces vio al capitán Ray Mosse, del ejército de Estados Unidos, que llegaba corriendo y se detenía ante la mujer y el niño. Cogió a ambos del brazo y los obligó a seguirlo por la misma calle de donde venían. Frank apoyó una mano en el hombro del conductor.
– Deténgase.
– ¿Cómo?
– Deténgase aquí un instante, por favor.
El conductor frenó y paró con suavidad el coche a la derecha. Los dos agentes se miraron. El que iba sentado en el lugar del acompañante se encogió de hombros. Estadounidenses…
Frank bajó, cruzó y cogió una callejuela que conducía a una casa algo apartada de las demás. Vio la espalda de tres personas. Un hombre robusto que empujaba con firmeza a una mujer y a un niño.
– ¿Esto forma parte de sus investigaciones, capitán Mosse?
Al oír la voz, el hombre se puso tenso, con lo que obligó a que la mujer y el niño se detuvieran bruscamente. Volvió la cabeza y al ver a Frank no se mostró en absoluto sorprendido.
– ¡Ah, pero si es nuestro agente especial del FBI! ¿Qué pasa, boy scou? ¿Vas a hacer tu buena acción del día? Si vas a la plaza del Casino y tienes un poco de paciencia, con suerte encontrarás a una ancianita a la que puedas ayudar a cruzar la calle…
Frank avanzó hacia el trío. La mujer, de ojos azules como los del niño, lo miraba con una mezcla de esperanza y curiosidad. Le impresionó la belleza de aquellos ojos y se asombró de que le impresionara.
El niño forcejeó para soltarse.
– Me haces daño, Ryan.
– Ve a casa, Stuart. Y no te muevas de allí.
Mosse le soltó. Stuart se volvió hacia la mujer, que asintió con la cabeza.
– Ve, Stuart.
El niño dio dos pasos hacia atrás sin dejar de mirarlos; después se dio la vuelta y corrió hacia la verja pintada de verde.
– También tú, Helena. Ve a casa y descansa.
Mosse apretó con fuerza el brazo de la mujer; Frank vio que los músculos se le tensaban bajo la camisa. El capitán la obligó a apartar la vista de Frank.
– Mírame. ¿Has entendido lo que he dicho, Helena?
La mujer ahogó un gemido de dolor. Hizo una leve afirmación con la cabeza. Cuando la soltó, ella lanzó una última mirada desesperada hacia Frank; luego se volvió y siguió al niño por el mismo camino. La verja verde se abrió y se cerró tras ellos.
«Como la verja de una prisión», pensó Frank.
Los dos hombres quedaron frente a frente. Por la manera en que Mosse lo miraba, Frank supo perfectamente cuál era la forma de pensar del capitán, sin duda la misma que la de Parker. Quien no estaba con ellos estaba contra ellos. Quien no los seguía era su enemigo y debía asumir las consecuencias.
Una breve ráfaga de viento agitó las matas que flanqueaban la calle. Cesó enseguida, y el follaje volvió a su inmovilidad, acentuando así la tensión entre los dos hombres.
– Veo que te las apañas muy bien con las mujeres y los niños… Pero no creo que sea suficiente para alguien que ha venido aquí con miras mucho más ambiciosas… ¿No te parece, capitán Mosse?
Frank sonrió, y el otro le devolvió la sonrisa. Una sonrisa de burla.
– Me parece que también tú sabes apañártelas con las mujeres, ¿verdad, Frank? Ah, disculpa, olvidaba que Frank te resulta excesivamente familiar… ¿Cómo querías que te llamaran? Ah, sí, señor Ottobre…
Pareció reflexionar sobre lo que acababa de decir y se movió un poco hacia un lado. Ese movimiento, en realidad, tenía la finalidad de permitirle plantarse con firmeza sobre sus piernas, como si esperara un ataque de un momento a otro.
– Muy bien, señor Ottobre. Creo que para ti las mujeres son la excelente excusa para esconderte. No se puede esperar nada señor Ottobre. Cerrado por defunción. Quizá tu muj…
Frank avanzó tan rápidamente que el otro, aunque lo esperaba no lo vio venir. El puño le golpeó en plena cara; se desplomó en el suelo; un hilo de sangre le salía de la boca. Sin embargo, no pareció muy afectado. Sonrió otra vez, con un brillo triunfal en los ojos.
– Lo lamento, pero no tendrás mucho tiempo para pensar en el error que has cometido.
Se puso en pie con agilidad y casi al mismo tiempo le asestó una patada, un velocísimo maegeri con la pierna izquierda. Frank eludió el golpe atajándolo con el antebrazo, por lo que perdió un poco el equilibrio. De inmediato se dio cuenta del error que había cometido. Mosse era un magnífico luchador; la patada había conseguido su objetivo. El capitán se deslizó hasta el suelo y con la pierna derecha barrió las piernas de Frank, que cayó pesadamente. A duras penas logró darse la vuelta y amortiguar el golpe con el hombro. Frank pensó que hace tiempo no se habría dejado sorprender así. Hace tiempo no habría…
Mosse se le echó encima como un rayo. Le inmovilizó las piernas con las suyas y lo bloqueó con una llave con el brazo derecho. En su mano izquierda apareció como por arte de magia un cuchillo militar, que apuntaba a la garganta de Frank. Los dos permanecieron inmóviles, tensos, como una escultura caída en el suelo. Parecían esculpidos en mármol. El capitán tenía los ojos brillantes, encendidos por el combate. Frank se dio cuenta de que aquello le gustaba, que luchar era su razón de ser. Era una de esas personas para las que un enemigo vale más que un tesoro.
– Y bien, señor Ottobre, ¿qué piensas ahora? Y sin embargo dicen que eres hábil… ¿Tu instinto de boy scout no te ha dicho que es mejor no meterse con los que son más grandes que tú? ¿Que pasa con tu olfato, señor Ottobre?
La mano que sostenía el cuchillo se movió, y Frank notó que la punta le penetraba en una fosa nasal. Temió que Mosse quisiera cortársela y le acudió a la mente la imagen de Jack Nicholson en Chinatown. Se preguntó si también Mosse habría visto esa película; la incongruencia de ese pensamiento le hizo sonreír. Esto pareció irritar aún más a su adversario, y notó que la hoja avanzaba hacia e cartílago de la fosa nasal.
– Ya basta, Ryan.
La orden, seca, llegó desde atrás; la presión de la hoja disminuyó de inmediato. Frank reconoció la voz del general Parker. Sin volverse, después de una última e imperceptible presión del brazo contra su cuello, Mosse soltó la presa. Esa presión quería decir que el enfrentamiento entre ellos no había terminado; solo quedaba aplazado.
«Un soldado no llora. Un soldado no olvida. Un soldado se venga.»
El capitán se levantó y se sacudió el polvo de los livianos pantalones de verano. Frank se quedó un instante mirando a los dos hombres que lo amenazaban, uno al lado del otro, muy similares físicamente porque, en realidad, eran iguales. A la mente de Frank acudió el recuerdo de su abuela italiana y sus omnipresentes proverbios.
«Dime con quién andas y te diré quién eres.»
No era casualidad que el general y el capitán fueran inseparables, que tuvieran los mismos propósitos y con toda probabilidad los mismos métodos para alcanzarlos. Lo que acababa de suceder allí no significaba nada, no había ni vencedor ni vencido. No había sido más que una fanfarronada, excrementos con los que Mosse había marcado el territorio. Frank temía más lo que podría suceder a continuación.
– Debería utilizar otra orden para su doberman, general. Dicen que platz es más eficaz.
Mosse se puso rígido, pero Parker lo frenó con un movimiento del brazo.
Tendió la otra mano a Frank. Sin dignarse mirarlo, Frank se levanto solo y se sacudió la ropa. Un poco jadeante, se plantó frente a los dos hombres; a los ojos azules y fríos de Parker y a la mirada del capitán Mosse, que ahora había perdido todo brillo y reflejaba de nuevo el limbo en que vivía su mente.
Una gaviota pasó planeando sobre ellos. Voló hacia el mar por cielo azul, lanzando su grito ronco, como una burla.
Parker se dirigió a Mosse.
– Ryan, por favor, ¿quieres ir a la casa a controlar que Helena no haga alguna otra tontería? Te lo agradezco.
Mosse lanzó una última mirada a Frank. Por un instante sus ojos relampaguearon.
«Un soldado no olvida.»
Se dio la vuelta y se dirigió a la casa. Frank, viéndolo alejarse, pensó que Mosse habría andado de la misma forma aunque el camino estuviera cubierto de cadáveres humanos, y que probablemente, si Ryan Mosse hubiera encontrado la inscripción «Yo mato…» escrita con sangre, él habría escrito debajo: «Yo también…».
Era un hombre sin piedad, y más le valdría no olvidarlo.
– Debe disculpar usted al capitán Mosse, señor Ottobre.
En la voz del general no había rastro de ironía, pero Frank no se hizo ilusiones. Sabía muy bien que en otro momento, en otras circunstancias, todo habría sido distinto. La orden de Parker no habría llegado y Ryan no se habría detenido.
– El… cómo decirlo… a veces se preocupa en exceso por la suerte de nuestra familia. A veces se excede un poco, lo admito, pero es una persona de confianza y muy apegada a nosotros.
Frank no lo dudaba. Solo albergaba dudas con respecto a cuáles serían los límites de los excesos del capitán, límites seguramente trazados por el general. Según Frank, debían de ser bastante flexibles.
– La mujer que ha visto hace un rato es mi hija, Helena. La hermana mayor de Arijane. El niño que la acompañaba es Stuart, mi nieto. Su hijo. Ella…
La voz de Parker se suavizó, y hasta apareció una nota de tristeza.
– Verá… para decirlo sin rodeos… ella sufre una forma grave de agotamiento nervioso. Muy grave. La muerte de Arijane ha sido el golpe de gracia. Hemos tratado de ocultárselo, pero ha sido imposible.
El general bajó la cabeza. A pesar de todo, a Frank le costaba verlo en el papel de padre viejo y abatido. No se le escapó que había definido al niño ante todo como su nieto, y después como hijo de Helena. Tal vez el sentido de la jerarquía y la disciplina formaban parte no solo de su vida pública sino también de su vida privada. Con cierto cinismo, Frank se preguntó si la presencia de la hija y el nieto en Montecarlo no sería una pantalla para esconder las reales intenciones de Parker.
– Arijane era distinta, más fuerte. Una mujer con un carácter de acero. Era hija mía. Helena, en cambio, ha salido a la madre y es frágil. Muy frágil. A veces hace cosas de las que no se da cuenta, corno hoy. Una vez se fugó y vagó durante dos días antes de que lográramos encontrarla, en un estado penoso. Y esta vez habría sido igual. La tenemos constantemente vigilada, para evitar que corra ningún peligro, tanto por ella como por los demás.
– Lo lamento por su hija, general. Por Helena y sobre todo por Arijane, aunque eso no cambia en absoluto mi opinión sobre usted y sus intenciones. Quizá en su lugar me comportaría de la misma manera, no lo sé. Pero formo parte de esta investigación y haré todo lo posible por atrapar a ese asesino; de eso puede estar seguro. Y de la misma manera haré todo lo posible por impedir que usted siga adelante por su camino, sea el que fuere.
Parker no tuvo la reacción violenta de la noche anterior. Tal vez ya había archivado la negativa de Frank a colaborar, con la inscripción «Tácticamente irrelevante».
– Me doy por enterado. Es usted un hombre de carácter, pero no le sorprenderá saber que yo también lo soy. Por lo tanto, le aconsejo que preste mucha atención si cruza ese camino mientras esté pasando yo, señor Ottobre.
Esta vez sí había cierta ironía, y Frank se dio cuenta. Sonrió.
– Tendré en cuenta su consejo, general, pero espero que no le moleste si mientras tanto continúo la investigación a mi manera. De todos modos le agradezco, señor Parker…
Ironía con ironía.
Frank se dio la vuelta y recorrió los pocos metros que le separaban de la calle principal. Sentía en la espalda la mirada fija del general. A su derecha se entreveía, más allá de los setos y la vegetación e los jardines, el tejado de la casa de Jean-Loup. Mientras cruzaba a calle para volver al coche que lo esperaba, Frank se preguntó si el echo de que Parker hubiera alquilado una casa a pocos metros de del locutor era una mera coincidencia o una acción premeditada.
Desde el balcón de su piso, en el Pare Saint-Román, Frank vio cómo el coche que lo había llevado a su casa se alejaba por la calle des Giroflées y el bulevar d'Italie. Probablemente los agentes se habían detenido abajo para recibir órdenes de la central antes de marcharse, porque había tenido tiempo de subir, entrar en el piso, abrir la puerta cristalera y salir al balcón. Trató de imaginar sus comentarios sobre todo aquel asunto y sobre él en particular. Hacía tiempo que se había dado cuenta de la actitud general en lo que concernía a su parte en el affaire, como decían allí. Salvo Nicolás y Morelli, los policías monegascos lo consideraban con un cierto y comprensible chovinismo. No le ponían trabas, desde luego, porque en el fondo perseguían un objetivo común, pero sí había cierta desconfianza. Sus antecedentes y la amistad con Hulot eran un salvoconducto suficiente para garantizarle la colaboración de todos, pero no necesariamente su simpatía.
Solo puertas medio abiertas para el primo de América.
Qué más daba; él no estaba allí para hacerse popular, sino para atrapar a un asesino. Un trabajo que podía llevar a cabo perfectamente sin recibir continuas palmadas en la espalda.
Miró el reloj. Las dos y media de la tarde. Se dio cuenta de que tenía hambre. Se dirigió hacia la pequeña cocina. Había pedido a Amélie, la mujer de la limpieza empleada por André Ferrand, que solo comprara lo indispensable. Con lo que encontró en el frigorífico se preparó un bocadillo. Abrió una Heineken, volvió al balcón y se sentó a comer en una tumbona que el propietario del piso había dejado en el balcón. Apoyó su comida en el cristal de la mesa Se quitó la camisa y se quedó bajo el sol con el torso desnudo. Por una vez no miro sus cicatrices, por visibles que fueran. Ahora las cosas habían cambiado. Había otros problemas en que pensar.
Levantó los ojos hacia el cielo sin nubes. Las gaviotas daban vueltas por el aire, observando a los hombres y cazando peces. Eran los únicos puntos blancos en aquel azul casi chillón. El día era espléndido. Desde el comienzo de toda aquella historia, parecía que el tiempo había decidido no preocuparse por las miserias humanas y avanzar hacia el verano por su cuenta. Ninguna nube había ido, ni siquiera por un instante, a tapar el sol. Daba la impresión de que alguien, desde alguna parte, había decidido dejar que fueran los seres humanos quienes administraran la luz y la oscuridad, amos y señores de sus propios eclipses.
Paseó la mirada a lo largo de la costa.
Montecarlo, bajo el sol, era una pequeña y elegante colmena con demasiadas abejas reina. Muchos se comportaban como tales, sin serlo. Fachada, solo fachada. Personas apoyadas en puntales para sostener una elegante fragilidad, como algunos decorados de película. Detrás de la puerta, tan solo la línea lejana del horizonte. Y ese hombre vestido de negro, que con una reverencia burlona iba abriendo una a una todas esas puertas y con una mano enguantada les indicaba el vacío que había detrás.
Terminó el bocadillo y bebió directamente de la pequeña botella el largo sorbo de cerveza que había dejado para el final.
Volvió a mirar el reloj. Las tres de la tarde. Quizá, si no andaba por ahí con algún lío entre manos, pudiera encontrar a Cooper en su despacho, en la gran construcción de piedra que era la sede del FBI, en la calle Nueve, en Washington. Cogió el inalámbrico y marcó el número.
Cooper respondió al tercer timbrazo, como de costumbre.
– Cooper Danton.
– Hola, Coop, soy Frank otra vez.
– Hola, viejo. ¿Estás bronceándote al sol de la Costa Azul?
– Más bien me estoy olvidando del sol de la Costa Azul. Nuestro amigo me hace vivir de noche, Cooper. Estoy blanco como la nieve.
– Ya. ¿Novedades de tu investigación?
– Oscuridad total. Las pocas bombillas que teníamos se están fundiendo una a una. Y como si no bastara con el hijo puta ese, llega el general Parker con su matón para complicar las cosas. Ya sé que te estoy dando la lata, pero ¿ya has averiguado algo sobre el general y su esbirro?
– Sí, muchas cosas; espero que no te asuste trabajar duro. Te estaba mandando un mensaje de correo electrónico con un archivo adjunto, pero te me has adelantado por unos segundos.
– Envíamelo de todos modos, pero anticípame algo por teléfono, mientras tanto.
– Vale. Resumo: General Parker, Nathan James, nacido en Montpellier, Vermont, en 1937. De familia no riquísima, pero sí de clase media alta, muy acomodada. A los diecisiete años se fue de casa y falsificó sus documentos para poder ingresar en el ejército. El primero de su curso en la academia militar. Brillante oficial, de carrera rapidísima. Implicado en el asunto de Cuba de 1963. Condecorado en Vietnam. Brillantes operaciones en Nicaragua y en Panamá. Donde quiera que hubiera que mostrar los músculos, pegar y usar el cerebro, ahí estaba él. Pronto pasó a formar parte del Estado Mayor del ejército. Mente estratégica oculta de Tormenta del Desierto y de la guerra de Kosovo. El presidente ha cambiado un par de veces pero él sigue en su puesto, lo que significa que sabe muy bien lo que hace. Y también ahora, con este asunto de Afganistán, su opinión pesa. Tiene dinero, apoyo, poder y credibilidad. Un tío que puede mearse en la cama y afirmar que ha sudado mucho. Es un tío duro. Muy duro, Frank.
Cooper hizo una pausa para tomar aliento y darle tiempo para asimilar los datos.
– ¿Y del otro qué me dices?
– ¿Quién? ¿El capitán Ryan Mosse?
Frank volvió a notar la punta del cuchillo de Mosse en la nariz' y se la frotó para disipar la sensación.
– Exacto. ¿Has averiguado algo?
– ¡Vaya que sí! Capitán Mosse, Ryan Wilbur, nacido el 2 de marzo de 1963 en Austin, Texas. De él hay mucho menos. Y mucho más al mismo tiempo.
– ¿Qué quieres decir?
– A partir de cierto momento, Mosse se convirtió en la sombra de Parker. Donde está uno está el otro. Mosse daría su vida por el general.
– ¿Por algún motivo en particular, o solo porque siente fascinación por Parker?
– La fidelidad de Mosse está ligada a los motivos por los que Parker fue condecorado en Vietnam. Entre otras cosas, cruzó las líneas de los Charlies con un soldado herido a la espalda, y le salvó el pellejo.
– Y ahora me dirás su nombre.
– Pues sí. Ese soldado era el sargento Willy Mosse, el padre de Ryan.
– Perfecto.
– Desde entonces los dos se hicieron amigos. O, mejor dicho, Mosse padre se convirtió en una especie de súbdito de Nathan Parker. El general, por su parte, se ocupó del hijo del sargento, lo ayudó a ingresar en la academia militar, lo recomendó, e incluso lo protegió en algunos casos.
– ¿Por ejemplo?
– Para ser breve, Frank, este Mosse es una especie de psicópata; tiene una pronunciada tendencia a la violencia gratuita y a meterse en problemas. En la academia casi mató a golpes a un compañero de curso, y un tiempo después, en Arizona, acuchilló a un saldado, por un asunto de mujeres, durante una fiesta en honor al ejército. En la guerra del Golfo, procesaron a un sargento porque lo amenazó con un M-16 para intentar frenarlo durante uno de sus raptos de violencia en un enfrentamiento con un grupo de prisioneros desarmados.
– Menudo pájaro…
– De lo peor. Con las plumas llenas de mierda. En todas esas ocasiones, las cosas se han tapado. A que no adivinas gracias a quién.
– Al general Nathan Parker, imagino.
– Adivinaste. Por eso te digo que tengas cuidado, Frank. Esos dos juntos son Satanás y su horcajo. Mosse es el brazo armado de Parker. Y no creo que tenga demasiados escrúpulos para usarlo.
– Tampoco yo lo creo, Coop. Gracias por todo. Espero tu correo. Hasta pronto.
– Ya está en tu ordenador. Adiós amigo mío, cuídate.
Frank cortó la comunicación y se quedó de pie en medio de la habitación con la cabeza levemente inclinada a un lado. La información de Cooper solo había añadido nombres, fechas y hechos a su opinión sobre aquellos dos tipos. Mala gente para tener enfrente a la luz del sol. Y terrible para tener a la espalda, en la sombra.
Sonó el interfono. Frank fue a responder.
– ¿Sí?
La voz del encargado sonaba un poco embarazada. Le hablaba en inglés.
– Mister Ottobre, está subiendo una persona que quiere verlo. No he podido prevenirlo antes, pero… comprenda usted, yo…
– No se preocupe, Pascal. No hay problema.
Se preguntó quién sería aquella visita que había alterado tanto al encargado. En ese momento llamaron a la puerta. ¿Por qué no había usado el timbre?
Se hizo a un lado y abrió.
Se encontró ante un hombre de mediana edad, alto como él, indiscutiblemente estadounidense. Se parecía vagamente a Robert Redford, pero con el pelo más oscuro. Su bronceado era el justo y vestía con elegancia, aunque sin ostentación. Llevaba un traje azul con la camisa abierta, sin corbata. El reloj era un Rolex pero con correa de piel, muy distinto de esos bloques de oro macizo que abundaban en Monaco. El hombre le dirigió una mirada cálida. De persona, no de personaje.
A Frank le resultó simpático de entrada.
– ¿Frank Ottobre?
– El mismo.
El hombre tendió la mano.
– Encantado de conocerle, señor Ottobre. Me llamo Dwight Durham y soy el cónsul de Estados Unidos en Marsella.
Frank, sorprendido, vaciló un instante y enseguida le estrechó la mano. Aquella sí era una visita inesperada. Tal vez su cara reflejó el pensamiento, porque el diplomático lo miró con expresión divertida y su sonrisa dibujó una arruga en la mejilla.
– Si considera inoportuna mi visita, puedo marcharme. Pero si cree que puede perdonar mi impertinencia y me invita a entrar, me gustaría conversar con usted.
Frank se recobró de la sorpresa inicial. Sí, el hombre le resultaba muy simpático. Se miró el tórax desnudo y, extrañamente, no sintió vergüenza de mostrar sus cicatrices a un extraño. Durham, en todo caso, no dio señales de haberse fijado en ellas.
– Discúlpeme, me ha sorprendido un poco, pero ya está. Como ve usted, por motivos de patriotismo siempre recibo a los diplomáticos de mi país vestido como Rambo. Pase, señor Durham.
El cónsul dio un paso adelante. Se dirigió a una persona que se encontraba en el pasillo; un hombre alto y robusto que llevaba una pistola bajo la chaqueta y unas siglas escritas en la cara. Podía ser FBI, CÍA o DEA o cualquier otra, pero sin duda no pertenecía al ejército de salvación.
– ¿Puede esperarme aquí, por favor, Malcolm?
– No hay problema, señor.
– Gracias.
Durham cerró la puerta y avanzó hasta el centro de la sala, mirando a su alrededor.
– Bonito lugar. Una vista magnífica.
– Así es. Por cierto sabrá usted que soy solo un huésped en este piso, e imagino que también sabrá los motivos de mi presenta aquí.
En realidad, Frank dijo estas palabras para evitar una inútil pérdida de tiempo. Sin duda, antes de llegar allí Durham había obtenido toda la información que necesitaba. A Frank hasta le parecía ver la mano de una secretaria que depositaba en un escritorio una carpeta con su nombre y su currículo.
Frank Ottobre, el hombre cuadrado, el hombre redondo.
Su expediente debía de haber pasado por tantas manos que a Frank ya ni siquiera le importaba. Solo quería hacer saber a Dirham que entre ellos no había lugar para incomodidades o inútiles acrobacias coloquiales.
El cónsul lo entendió y pareció apreciarlo. Era difícil que Frank en ese momento de su vida, inspirara simpatía. Durham tuvo el pudor de no fingirla; sabía que la consideración y el respeto eran una alternativa suficientemente adecuada.
– Tome asiento, señor Durham.
– Dwight, llámeme solo Dwight. Y, por favor, tutéeme.
– Vale. Dwight, entonces. Lo mismo digo. ¿Te apetece tomar algo? Mi bar no está muy bien provisto, pero… -dijo, al tiempo que salía al balcón a recuperar la camisa.
– ¿Podría ser una Perrier?
Nada de alcohol. Bien. Mientras pasaba por delante de él camino a la cocina, Durham se sentó en el sofá. Frank observó que los calcetines eran de idéntico color que los pantalones. Un hombre ton-sur-ton. Cuidadoso, pero no obsesivo.
– Creo que sí. ¿Servicio «salvaje Oeste»?
Durham sonrió.
– Por supuesto. El servicio «salvaje Oeste» estará muy bien.
Volvió con una botella de Perrier y un vaso y se los dio sin ceremonias. Mientras Dwight se servía el agua con gas, Frank fue a sentarse en el otro sillón.
– Supongo que te preguntarás por qué he venido.
– No, ya te lo estás preguntando tú. Supongo que ahora me lo dirás.
Durham contempló las burbujas en su vaso como si fueran de champán.
– Tenemos un problema, Frank.
– ¿Tenemos?
– Sí, tenemos. Tú y yo. Yo soy cara y tú eres cruz. O viceversa. Pero en este momento somos dos caras de la misma moneda. Y estamos en el mismo bolsillo.
Bebió un sorbo de agua y dejó el vaso en la mesita baja de cristal que tenía delante.
– Antes que nada, querría aclararte que mi visita solo tiene oficial lo que tú quieras atribuirle. Yo la considero absolutamente extraoficial, una simple conversación entre dos civiles. Te confieso que esperaba encontrarme a otra clase de persona. No precisamente a Rarnbo, pero sí quizá a Elliot Ness. Me alegro de haberme equivocado.
Volvió a coger el vaso, como si se sintiera más seguro teniéndolo en la mano.
– ¿Quieres que te cuente la situación?
– No estaría mal. En este momento, un repaso general me resultaría útil.
– Bien. Puedo decirte que el homicidio de Alien Yoshida no ha hecho más que acelerar algo que ya empezó con la muerte de Arijane Parker. Estás al tanto de la presencia del general Parker en el principado, ¿verdad?
Frank hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Dwight prosiguió, aliviado y al mismo tiempo preocupado al ver que lo sabía.
– Ha sido una suerte que el azar te haya llevado donde estás ahora, porque eso me ha ahorrado la incomodidad de exigir la presencia de un representante nuestro en las investigaciones. Estados Unidos, en este momento, tiene un problema de imagen. Por ser un país que ha decidido asumir el liderazgo de la civilización moderna, por creerse la única y verdadera superpotencia mundial, hemos sufrido un fuerte golpe con lo ocurrido el 11 de septiembre. Nos han golpeado justo donde éramos más fuertes, donde nos sentíamos invulnerables, es decir, en nuestro propio país…
Miró por la ventana; su figura se reflejaba parcialmente en el cristal, que las primeras sombras de la tarde transformaban en espejo.
– Y en medio de esta situación llega este asunto… Dos estadounidenses asesinados, justo aquí, en el principado de Monaco, Uno de los estados más seguros del mundo. Cómico, ¿verdad? ¿No da la impresión de que la historia se repite? Con la complicación de que además hay un padre desolado que ha decidido actuar por su cuenta, un general del ejército de Estados Unidos que quiere utilizar para sus fines personales los mismos métodos terroristas que combatimos. Como comprenderás, hay razones para temer otro gran problema a escala internacional…
Frank miró a Durham, impasible.
– ¿Entonces?
– Entonces debes atrapar a ese asesino, Frank. Debes atraparlo tú. Antes que Parker, antes que la policía de aquí. A pesar de la policía de aquí, de ser necesario. En Washington quieren que esta investigación sea un trofeo para Estados Unidos. Lo quieras o no, debes ser más que Elliot Ness, debes quitarte la camisa y convertirte en Rambo.
Frank pensó que, en una situación distinta, él y Durham habrían podido ser grandes amigos. En el poco rato transcurrido en su compañía se había confirmado su simpatía por ese hombre.
– Sabes que lo atraparé, Dwight. Pero por ninguno de los motivos que acabas de decirme. Quizá seamos la cara y la cruz, pero solo por azar estamos en la misma moneda y en el mismo bolsillo. Yo atraparé a ese asesino, y vosotros podéis dar a ese hecho el significado que queráis. Os pido una sola cosa.
– ¿Qué?
– Que no me obliguéis de ningún modo a aceptar vuestros motivos como si fueran también los míos.
Dwight Durham, cónsul de Estados Unidos, no dijo nada. Tal vez no había entendido, o tal vez había entendido demasiado bien. Pero, al parecer, estaba conforme. Se levantó del sillón y con las manos se alisó los pantalones. La conversación había terminado.
– Muy bien, Frank. Creo que nos lo hemos dicho todo.
Frank se levantó a su vez. Los dos se dieron la mano al contraluz de aquella tarde de verano. Fuera el sol se ponía. Pronto caería la noche; una noche llena de voces y de asesinos en la sombra. Y cada uno buscaría a tientas, en la oscuridad, su escondite.
– No te molestes en acompañarme; conozco el camino. Adiós, Frank. Buena suerte. Sé que sabrás coger el toro por los cuernos-
– Este toro tiene muchos cuernos, Dwight. No será fácil abatirlo.
Durham fue hasta la entrada y abrió la puerta. Frank entrevió la silueta de Malcolm, de pie en el pasillo, mientras volvía a cerrarse.
De nuevo solo, cogió otra cerveza del frigorífico y volvió al sillón que había ocupado su huésped.
«Somos la misma moneda… ¿Cara o cruz, Dwight?»
Se relajó y trató de olvidarse de Durham y de su conversación. La diplomacia, las guerras y las maniobras políticas. Bebió un sorbo de cerveza.
Intentó un ejercicio que no practicaba desde hacía algún tiempo y que él llamaba «la apertura». Cuando una investigación llegaba a un punto muerto, se sentaba a solas y trataba de liberar la mente, de dejar que cada pensamiento pudiera unirse libremente a los otros, como un rompecabezas mental en el que las piezas encajaban de manera casi automática. Sin una voluntad precisa, sino dejándose guiar por el inconsciente. Una suerte de pensamiento paralelo mediante imágenes, que a veces le había dado buenos frutos. Cerró los ojos.
«Arijane Parker y Jochen Welder.
La embarcación, encajada en el muelle, los mástiles levemente inclinados hacia la derecha. Los dos muertos tendidos en la cama, desollados, los dientes al descubierto en una risa sin odio.
La voz por la radio.
La inscripción, roja como la sangre.
"Yo mato…"
Jean-Loup Verdier. Sus ojos extraviados.
El rostro de Harriet.»
¡No, eso no, ahora no!
«De nuevo la voz por la radio.
La música. La cubierta del disco de Santana.
Alien Yoshida.
Su cabeza apoyada contra el cristal de la ventanilla.
El asiento claro, de nuevo la inscripción roja.
La mano, el cuchillo, la sangre.
Las imágenes de la película.
El hombre de negro y Alien Yoshida.
Las fotos de la habitación, sin ellos.
La película. Las fotos. La película. Las fotos. La pe…»
De golpe, con un salto casi involuntario, Frank Ottobre se encontró de pie frente al sillón. Era un detalle tan pequeño que su mente lo había grabado y archivado corno algo secundario. Tenía que volver de inmediato a la central de policía para comprobar si lo que había recordado era cierto. Quizá fuera una simple ilusión pero tenía que agarrarse a esa pequeñísima esperanza. En aquel momento deseó tener mil dedos para poder cruzarlos todos.
Cuando Frank llegó a la central de policía, en la calle Notari, ya estaba avanzada la tarde. Había ido a pie de Pare Saint-Román hasta allí, abriéndose paso entre los caminantes en el crepúsculo que colmaban las calles casi sin verlo. Se sentía agitado. Siempre que perseguía a un criminal experimentaba esa sensación de ansiedad, de frenesí, como una voz interna que lo apremiaba y lo incitaba a correr. De pronto, cuando la investigación había llegado a un punto muerto y todas sus conjeturas no habían llevado a nada, surgía esa pequeña iluminación. Algo brillaba bajo el agua, y Frank no veía el momento de zambullirse, para descubrir si en verdad era una luz o apenas un espejismo producto de un reflejo.
Cuando llegó a la entrada, el agente de guardia lo dejó pasar sin hacerle ningún comentario. Frank se preguntó si cuando hablaban de él le llamarían por su nombre o le definirían simplemente como «el estadounidense».
Subió la escalera hacia el despacho de Nicolás Hulot.
Recorrió el pasillo y llegó ante la puerta. Golpeó un par de veces con los nudillos y accionó el picaporte. El despacho estaba vacío.
Se quedó un instante, perplejo, en el pasillo. Decidió entrar de todos modos. Estaba ansioso por comprobar si su idea se correspondía con la realidad, y Nicolás no le reprocharía que lo hubiera echo en su ausencia.
En el escritorio de madera encontró el legajo con todos los informes y los expedientes relativos al caso. Lo abrió y buscó el sobre que contenía las fotos de la casa de Alien Yoshida que les había llevado Froben después de la inspección del lugar. Las estudió atentamente. Se sentó al escritorio, cogió el teléfono y marcó el número del comisario de Niza.
– ¿Froben?
– Sí, ¿quién habla?
– Hola, Claude, soy Frank.
– Hola, yanqui. ¿Cómo andas?
– ¿Puedo hacerte una pregunta?
– Ya he leído los periódicos. ¿Las cosas están de veras tan mal?
– Sí. Pero incluso suspiramos de alivio porque no son todavía peores.
– Qué desastre… Dime, ¿en qué puedo ayudarte?
– Respóndeme a un par de preguntas.
– Te escucho.
– En la casa de Yoshida, ¿sabes si alguien había tocado algo antes de que llegarais vosotros a hacer el registro y las fotos?
– No creo. La criada que descubrió la habitación del crimen ni siquiera entró; por poco se desmayó al ver toda aquella sangre. Llamó enseguida a los de seguridad. Como recordarás, Valmeere, el jefe de los vigilantes, es ex policía y conoce el procedimiento. Nosotros, como es obvio, no hemos tocado nada. Las fotos que os he dado son de la casa tal como la encontramos.
– Gracias, Claude. Disculpa, pero necesitaba estar totalmente seguro.
– ¿Tienes alguna pista?
– No sé. Espero que sí. Debo verificar un detalle, pero no quiero ilusionarme antes de tiempo. Otra cosa…
El silencio al otro lado del teléfono indicaba que Froben estaba esperando.
– ¿Recuerdas si en la discoteca de Yoshida había un elepé de vinilo?
– No. De eso estoy seguro, porque uno de mis hombres, qué es un apasionado de la música, observó que en el equipo estéreo había un tocadiscos pero que en los estantes solo había CD. Incluso hizo un comentario al respecto…
. -Estupendo, Froben. No esperaba menos de ti..
– Vale. Si necesitáis algo, aquí estoy.
– Muchas gracias, Claude. Eres un amigo.
Cortó y se quedó pensativo un instante. Había llegado el momento de verificar si ese hijo puta había cometido un pequeño error el primero desde el comienzo de aquel asunto. O si lo había cometido él, al confundir luciérnagas con faroles.
Abrió el cajón del escritorio donde estaba la copia de la cinta VHS que habían encontrado en el Bentley de Yoshida. Sabía que Nicolás la tenía allí, junto con las cintas de las grabaciones de la radio. La cogió y fue a introducirla en el vídeo conectado al televisor. Encendió los aparatos y pulsó la tecla play en el mando a distancia.
En la pantalla aparecieron las barras de colores y luego la secuencia grabada. Aunque viviera cien años y debiera ver esas imágenes cada día, jamás lograría hacerlo sin experimentar un escalofrío. Volvió a ver la figura de negro con el puñal en la mano y sintió un nudo en la garganta y una opresión que le cerraba el estómago. Una sensación de furia que no se aplacaría hasta que le cogiera.
«Aquí está, ya casi llegamos…»
Sintió la tentación de pulsar la tecla de avance rápido, pero temía que el detalle se le escapara. Por fin la proyección llegó al momento que él esperaba. Para sus adentros, lanzó un pequeño grito de alegría.
«Sí, sí, sí…»
Detuvo la imagen con la tecla de pausa. Era algo tan pequeño que no se habría atrevido a comentarlo con nadie, por temor a encontrarse ante la enésima decepción. Pero ahora estaba allí, ante sus ojos y valía la pena considerarlo. Un detalle insignificante, cierto, tanto como para no haberlo tenido en cuenta hasta aquel momento pero era lo único que tenían.
Miró con atención la imagen fija en la pantalla. El asesino alzaba el puñal sobre Alien Yoshida. La víctima lo miraba con los ojos muy abiertos, las manos y las piernas inmovilizadas por el alambre de acero, la boca cerrada por la cinta adhesiva, una mueca de dolor y terror en el rostro. Frank pensó que ese hombre moriría de nuevo cada vez que alguien mirara la cinta. Y ahora que sabían que clase de hombre era, cada vez merecería esa muerte.
En aquel momento se abrió la puerta del despacho y entró Morelli. Se detuvo en el umbral, asombrado de encontrarlo allí.
Frank notó que, más que sorprendido, parecía incómodo.
Se sintió un poco culpable por el malestar del inspector.
– Hola, Claude, disculpa que haya entrado, pero no había nadie y tenía la imperiosa necesidad de comprobar algo…
– No hay problema. Si buscabas al comisario Hulot, está reunido, en la sala grande, en la planta de abajo. También están los jefes.
Frank se olió algo raro. Si se había organizado una reunión para analizar cómo iba la investigación hasta el momento y para coordinar las intervenciones, le parecía extraño que no le hubieran avisado. Desde el primer momento se había esforzado en actuar con discreción, para no incomodar a Nicolás. Se mantenía siempre un paso por detrás de él y tomaba la iniciativa solo cuando él se lo pedía, ya que no quería dejar en mal lugar al comisario ante los ojos de nadie: ni de sus superiores ni -sobre todo- de sus subalternos.
El estado de ánimo de Nicolás era harina de otro costal. Le había afectado bastante su arrebato de la mañana en casa de Jean-Loup, pero lo entendía perfectamente, tanto desde el punto de vista humano como desde el profesional.
Ellos sí eran dos caras de la misma moneda, sin importar quien fuera cara y quién cruz. Entre ellos no había problemas.
Relacionó aquella reunión casi furtiva con la visita de DwigM Durham. Era muy probable que las autoridades del principado vieran el asunto de la misma manera, pero desde una óptica opuesta, después de la intervención del cónsul, su presencia allí ya no se veía como una cuestión personal, casi un pacto entre caballeros, sino como una cuestión oficial.
Frank se encogió de hombros. No tenía ganas de encontrarse involucrado en un enredo diplomático. Ni le importaba. Lo único que quería era agarrar a aquel asesino, meterlo en prisión y tirar la llave. En cuanto a quién correspondía el mérito, que lo decidiera los encargados de tomar esas decisiones.
Morelli se había repuesto de su inicial sorpresa.
– Yo bajo a reunirme con ellos. ¿Vienes?
– ¿Te parece buena idea?
– Sé que te han llamado un par de veces, pero el teléfono comunicaba.
Era posible. Había estado mucho rato al teléfono con Cooper, cuando llegó Durham había apagado el móvil, que por otra parte usaba muy poco. Casi siempre se quedaba guardado en un cajón, en el piso de Pare Saint-Román.
Frank se levantó, recogió las fotos que acababa de examinar y fue a sacar la cinta del vídeo. Se la llevó consigo.
– ¿En la sala de reuniones hay algún aparato para ver la cinta?
– Sí, hay todo lo necesario.
Salieron del despacho, recorrieron en silencio el pasillo y bajaron por la escalera. El rostro de Frank era una máscara de piedra. En la planta inferior, hicieron a la inversa el trayecto que poco antes habían hecho en la planta de arriba. Cuando llegaron a la penúltima puerta de la derecha, Morelli llamó.
– Adelante -dijo alguien desde dentro.
En la gran estancia pintada en dos tonos de gris había varias personas sentadas alrededor de una larga mesa rectangular: Nicolás Hulot, el doctor Cluny, Roncaille, el director de la Süreté, y otro par de personas a las que Frank no había visto nunca.
Cuando él entró hubo un instante de silencio general.
La sensación de que algo le olía mal aumentó. Los hombres allí reunidos adoptaron la actitud de quien es sorprendido con las manos en la masa. Por supuesto, estaban en su territorio y tenían todo el derecho de hacer las reuniones que quisieran, con él o sin él. Un así, la actitud general confirmaba su primera sensación. Nicolas no tenía valor para mirarlo a los ojos y parecía incómodo, como Morelli poco antes. Frank pensó que su actitud podía deberse a otro motivo. En su ausencia, debían de haberle dado una buena reprimenda por los resultados negativos de las investigaciones hasta ese momento.
Roncaille fue el primero en recobrarse. Se puso de pie y dio unos pasos hacia él.
– Buenas noches, Frank, tome asiento. Estábamos analizando la situación mientras lo esperábamos. Creo que no conoce usted al doctor Alain Durand, el procurador general, que se ocupa personalmente del caso…
Señaló a un hombre bajo de pelo rubio y ralo, y ojos pequeños y hundidos detrás de unas gafas sin montura. Llevaba un elegante traje gris que sin embargo no lograba darle la buena presencia que sin duda él creía poseer. Lo saludó con un movimiento de cabeza.
– Y el inspector Gottet, de la Computer Crime Unit…
Esta vez fue el hombre sentado a la izquierda de Durand el que le saludó con un gesto de la cabeza. Era un muchacho joven, bronceado, de pelo oscuro, que probablemente frecuentaba los gimnasios en su tiempo libre, las playas en verano y los centros de bronceado artificial en invierno. Parecía más un yuppie que un policía.
Roncaille se dirigió a las personas que acababa de presentar.
– Él es Frank Ottobre, agente especial del FBI, colabora con la policía del principado para las investigaciones del caso «Ninguno».
Frank fue a sentarse a la derecha de Cluny, casi frente a Nicolás. Buscó su mirada, pero no la encontró. Hulot continuaba observando un punto fijo, como si hubiera perdido algo.
Roncaille volvió a su lugar.
– Bien, ahora que ya estamos todos, podemos continuar. Frank, estábamos a punto de escuchar el informe del doctor Cluny, que ha examinado las cintas de las llamadas del sujeto.
Esta vez fue Frank quien asintió en silencio. Cluny acercó la silla a la mesa y abrió la carpeta que tenía delante. Se aclaró la voz, como si comenzara una clase en la universidad.
– Después de un profundo examen he llegado a conclusiones que, en general, confirman mis observaciones en el momento de las llamadas. Se trata de un individuo extremadamente complejo con unas características que hasta ahora nunca me había encontrado. En su modus operandi hay particularidades que lo colocan con claridad en la categoría de asesino en serie. Por ejemplo, la territorialidad, que lo induce a actuar solo en el ámbito del principado. Y el hecho de que prefiera usar un arma blanca, que le permite un contacto directo con la víctima. El hecho de que desollé a las víctimas puede considerarse al mismo tiempo un ritual fetichista y un overkilling en su sentido estricto. Mediante la mutilación de los cadáveres el asesino demuestra su total dominio sobre la persona a la que ha decidido matar. Incluso el período de calma entre un homicidio y otro forma parte del cuadro general. Hasta aquí, todo parecería responder a un comportamiento habitual…
– ¿Pero…? -intervino Durand con una voz de bajo que sonaba exagerada para su físico menudo.
Cluny hizo una pausa de efecto. Se quitó las gafas y se apretó el puente de la nariz, como Frank ya le había visto hacer. Parecía tener una particular habilidad para concentrar la atención de los demás en sus palabras. Volvió a ponerse las gafas y asintió con la cabeza en dirección a Durand.
– Exacto. Aquí comienzan los «pero»… El sujeto tiene un gran dominio léxico y una capacidad de abstracción muy fuera de lo común. Utiliza imágenes, muchas de las cuales son casi poéticas; podríamos incluir aquí esa definición que da de sí mismo, «uno y ninguno». Además de su aguda inteligencia, es un hombre de elevado nivel cultural, con estudios superiores, quizá humanísticos, al contrario de la mayoría de los asesinos en serie, que suelen ser individuos de clase media baja y de escasa cultura. Hay algo en particular que me deja perplejo…
Otra pausa. Frank observó que el psicopatólogo repetía la pantomima de quitarse las gafas y apretarse la nariz. Durand aprovechó para limpiar las suyas.
«Disfruta de nuestros aplausos, Cluny. Sí, estamos todos pendientes de ti, pero sigue adelante, por favor. Y decídete a usar lentes de contacto de una vez por todas.»
– Me refiero a que el asesino, en el transcurso de la conversación, manifieste que se siente casi obligado a matar. Si en la raíz de su patología hay hechos de su vida comunes a este tipo de alteraciones de la personalidad… es decir, familia opresiva, padre o padres dominantes, maltratos o humillaciones y abusos semejantes… el impulso de matar podría considerarse bastante normal. Pero aquí se observa una actitud que en general se encuentra en los casos de desdoblamiento de personalidad, como si en el sujeto coexistieran dos personas… Y con esto volvemos al «uno y ninguno»…
Frank pensaba que todas aquellas consideraciones eran simplemente estupideces.
No eran más que un bonito ejercicio de estilo. En aquel caso específico, trazar el perfil del asesino podía resultar útil, pero no determinante. Ese asesino no era solo un hombre que actuaba, sino un hombre que pensaba antes de actuar. Y pensaba con una lucidez excepcional. Para atraparlo, ellos debían ser más lúcidos que él.
No lo dijo, por temor a que esta simple observación se interpretara como admiración.
Intervino Durand y, por lo que dijo, Frank se vio obligado a admitir que no era estúpido. Sabía cómo llevar adelante una reunión como aquella.
– Señores, esta conversación queda entre nosotros, nadie nos está escuchando. No se trata de una competición para ver quién es más hábil. Les pido que pongan sobre la mesa todas sus dudas, hasta la que parezca más banal. Nunca se sabe de dónde puede salir una idea. Comenzaré yo: ¿Qué se puede decir de la relación del asesino con la música?
Cluny se encogió de hombros.
– Ese es otro aspecto controvertido. «Uno y ninguno», una vez más. Por un lado se observa una pasión evidente por la música, puesto que parece conocerla y apreciarla mucho. La música debe de ser, para este hombre, un refugio primario, una especie de escondrijo mental. Por otro lado, que se valga de ese medio para darnos una pista sobre su siguiente víctima nos involucra en un juego donde la música pasa a ser algo destructivo, un arma con que nos desafía. Se considera superior a nosotros, pero al mismo tiempo tiene un complejo de inferioridad y frustración que le empuja a ofrecernos esas pistas. ¿Ven ustedes? De nuevo «uno y ninguno»…
Hulot levantó una mano.
– Diga, comisario.
– El hecho de que quite la piel del cráneo a sus víctimas, aparte de las motivaciones psicológicas, ¿qué finalidad práctica puede tener, en su opinión? Es decir, ¿qué hace con la cara y el cuero cabelludo de esos desdichados? ¿Para qué le sirven?
En la sala se hizo el silencio. Era una pregunta que cada uno de los ya se había planteado muchas veces. Ahora se había formulado en voz alta, y la pausa significaba que ninguno de ellos había encontrado una respuesta.
– Sobre este punto, como cada uno de nosotros, solo puedo formular hipótesis, y de momento todas serían igualmente válidas…
– ¿Podría tratarse de un hombre de apariencia horrible, que se venga de ello con sus víctimas? -preguntó Morelli.
– Sí, es posible. Pero tenga usted presente que un aspecto físico repugnante, o monstruoso, es de por sí bastante llamativo. Una apariencia física repulsiva es lo que más despierta la fantasía de la gente, según la ecuación «feo igual a malo». Si anduviera circulando por la zona una especie de Frankenstein, sin duda alguien ya nos lo habría señalado. Alguien así no pasa inadvertido.
– De todos modos, creo que es una posibilidad que no podemos descartar a priori -intervino Durand con su voz de bajo.
– Desde luego que no. Como ninguna de las otras, desgraciadamente.
– Gracias, doctor Cluny.
Roncaille puso momentáneamente punto final a aquel aspecto del análisis y se dirigió al inspector Gottet, que hasta entonces había escuchado en silencio.
– Su turno, inspector.
Gottet tomó la palabra; sus ojos brillaban con el fulgor de la eficiencia.
– Hemos evaluado todas las razones posibles por las que las llamadas telefónicas del «sudes» no han podido interceptarse.
Gottet miró a Frank; este sintió el impulso de sonreír y se contuvo a duras penas. Gottet era un verdadero fanático. La definición de «sudes» era una contracción de los términos «sujeto desconocido», que solía usarse durante las investigaciones en Estados Unidos pero que allí nadie solía utilizar.
– Desde hace un tiempo disponemos de un nuevo sistema de detección de llamadas de telefonía móvil, el DCS 1000, apodado el «Carnívoro». Si la llamada llega por esa vía, no hay problema…
Frank había oído hablar de ese aparato en Washington, cuando todavía se hallaba en estado experimental. No sabía que ya se estuviera empleando. Pero había muchas cosas de las que no estaba al corriente. Gottet reanudó su exposición.
– En lo que atañe a la telefonía fija, podemos entrar directamente en el ordenador de la radio, el que dirige la centralita, y controlar todas las entradas con una búsqueda de señal exterior, ya provengan de la compañía telefónica o de otras fuentes, en particular de internet…
Hizo una pausa de efecto, aunque sin obtener los resultados magnéticos de Cluny.
– Como quizá sepan ustedes, vía internet es posible, con los programas apropiados y cierta habilidad, hacer llamadas telefónicas sin ser interceptado. A menos que del otro lado haya alguien igualmente hábil, o más. Por esto hemos solicitado la colaboración de un pirata informático que ha salido del anonimato; ahora es un asesor independiente de los hackers. De vez en cuando trabaja para nosotros, a cambio de que pasemos por alto algunas de sus malas pasadas. Aplicamos a esta búsqueda la mejor tecnología disponible. La próxima vez no se nos debería escapar…
La intervención de Gottet fue mucho más breve que la de Cluny, acaso porque había muchas menos cosas que decir en ese campo. Para todos ellos, el misterio de por qué no se habían interceptado las llamadas era como una mancha en una camisa recién lavada. Se habrían subido las mangas hasta las axilas con tal de limpiarla.
Durand recorrió con la mirada a los presentes.
– ¿Alguna otra cosa que añadir?
Hulot, que parecía haberse recuperado de la incomodidad del principio, había recobrado su sangre fría.
– Por nuestra parte, continuamos con la investigación de Ia vida privada de las víctimas, aunque no esperamos mucho por ese lado. Mientras tanto, seguimos vigilando Radio Montecarlo. Si e asesino vuelve a llamar y nos da un nuevo indicio, estamos listos para intervenir. Hemos organizado una unidad especial de policías de paisano, con algunas agentes de la policía femenina, para controlar el lugar. También disponemos de una unidad de intervención compuesta Por los mejores tiradores y equipados para visión nocturna. Hemos contratado expertos musicales para ayudarnos a descifrar el próximo mensaje, si lo hay. Una vez descifrado, pondremos bajo vigilancia a la probable víctima. Esperamos que el asesino cometa un error, aunque hasta hoy, por desgracia, se haya mostrado infalible.
Durand los miró desde el extremo de la mesa. Frank logró ver al fin que sus ojos eran de color avellana. Se dirigió a todos y a ninguno en particular, con su voz de barítono.
– Señores, es inútil que les recuerde cuan importante es que nosotros no cometamos más errores. Esto ya no es una simple investigación policial, sino mucho más. Debemos atrapar a ese individuo lo antes posible. Antes de que los medios nos hagan pedazos.
«Y los del Consejo de Estado, si no el príncipe en persona», pensó Frank.
– Cualquier cosa que surja, háganmela saber de inmediato, sea la hora que sea. Señores, cuento con ustedes.
Durand se levantó y todos lo imitaron. El procurador general se dirigió hacia la puerta, seguido por Roncaille, que probablemente quería aprovechar la ocasión para hacer relaciones públicas.
Morelli esperó que los dos se hubieran alejado lo suficiente y salió a su vez, tras dirigir a Hulot una mirada que expresaba solidaridad.
El doctor Cluny, que había permanecido de pie al lado de la mesa, recogía la carpeta con sus apuntes.
– Si necesitan ustedes mi presencia en la radio, cuenten conmigo -dijo.
– Nos vendría muy bien, doctor -repuso Hulot.
– Entonces nos vemos más tarde.
También Cluny abandonó la sala, y Frank y Nicolás se quedaron solos.
El comisario señaló con un gesto la mesa a la que habían estado sentados.
– Sabes que yo no he tenido nada que ver con esto, ¿verdad?
– Por supuesto. Cada uno tiene sus propios problemas.
Frank pensaba en Parker. Se sentía culpable por no haber hablado todavía con Nicolás sobre el general y Ryan Mosse.
– Si vienes a mi despacho, tengo algo para ti.
– ¿Qué?
– Una pistola. Una Glock 20. Creo que es un arma que conoces bastante bien.
Una pistola. Frank creía que nunca más necesitaría un arma.
– No creo que me haga falta.
– Ojalá, pero a estas alturas considero necesario que todos estemos preparados para cualquier eventualidad.
Frank guardó silencio un instante. Se pasó la mano por la mejilla, donde la barba iba formando una sombra oscura. Hulot advirtió su vacilación.
– ¿Qué pasa, Frank?
– Nicolás, quizá he encontrado algo…
– ¿Qué?
Frank cogió de la mesa el sobre y la cinta de vídeo que había llevado a la reunión.
– He traído estas cosas, pero en el último momento he decidido no decir nada delante de los demás, porque es un detalle tan insignificante que conviene verificarlo antes de incluirlo en la investigación. ¿Recuerdas que te dije que había algo que se me escapaba? Algo que habría debido recordar pero que no lograba enfocar. Pues bien, por fin he visto una luz. Una discrepancia entre la filmación y las fotos de la casa de Alien Yoshida, las que nos ha traído Froben.
– ¿Qué discrepancia?
Frank extrajo una foto del sobre y se la pasó a Hulot.
– Mira el mueble. El del estéreo, detrás del sillón. ¿Qué hay encima?
– Nada.
– Exacto. Y ahora mira aquí…
Frank cogió la cinta VHS y fue al televisor con videograbadora incorporada puso la cinta, todavía rebobinada hasta el punto que le interesa. Congeló la imagen y señaló con la mano un punto en la pantalla detrás de las dos figuras en primer plano:
– Mira. Aquí, en ese mismo mueble, se ve la cubierta de un disco, un elepé de vinilo. En la casa de Yoshida no había ninguno; me lo ha confirmado el propio Froben. Ni uno solo. En las fotos, en cambio, no hay ni rastro de esta cubierta. Eso significa que el asesino no pudo resistirse a llevar de su casa la música de fondo para su nuevo crimen. La imagen está un poco desenfocada, por la mala calidad de la copia, que se hizo a toda prisa, pero estoy seguro de que si analizamos el original con las máquinas adecuadas podremos llegar a saber de qué elepé se trata. El hecho de que el asesino no lo haya dejado en la escena del crimen significa que este disco tiene un significado particular. Para él, o en un sentido absoluto. No olvidemos que ese maldito hijo de puta tiene un sentido del humor muy macabro. Creo que difícilmente se resistiría a hacer una última burla, de haber podido. Repito: tal vez no sea nada importante, pero es lo primero que sabemos del asesino a pesar suyo. Aunque pequeño, es el primer error que comete…
Un largo instante de silencio. Fue Frank quien lo rompió.
– ¿Hay algún modo de hacer analizar la cinta sin llamar mucho la atención? -le preguntó a Hulot.
– Aquí, en el principado, no. Déjame pensar… Podría recurrir a Guillaume, el hijo de los Mercier, unos amigos. Tiene una pequeña empresa de producción que realiza videoclips y cosas así. Apenas está comenzando, pero sé que es muy hábil. Puedo intentarlo con él.
– ¿Es de fiar?
– Es inteligente. Era el mejor amigo de Stéphane. Si se lo pido yo, mantendrá la boca cerrada.
– Bien. Creo que vale la pena comprobar la filmación, pero con suma discreción.
– Opino lo mismo. Como bien dices, aunque pequeño es lo único que tenemos.
Se miraron, y esa mirada significaba muchas cosas. Ellos eran verdaderamente las dos caras de una misma moneda y estaban en el mismo bolsillo. La vida no había sido amable con ninguno de los dos, pero ambos habían tenido el valor de volver a entrar en el juego, cada uno a su manera. Hasta el momento se habían sentido por completo a merced de los acontecimientos que desbarataban, una vez más, su existencia. Ahora, gracias a un pequeño descubrimiento, casi por casualidad, en esa habitación gris, suspendida en el aire como una cometa en el viento, revoloteaba una pequeña esperanza.
Laurent Bedon apagó la máquina de afeitar eléctrica y se miró al espejo.
A pesar de haber dormido hasta tarde, las horas de sueño no habían borrado las huellas de los excesos de la noche anterior. Había vuelto al alba, borracho, y se había echado sobre la cama ya casi dormido antes de llegar a ella. Ahora, a pesar de la larga ducha y de haberse afeitado, tenía las ojeras y la palidez del que no ve la luz del sol desde hace mucho tiempo. La claridad implacable del tubo de neón del cuarto de baño no hacía más que subrayar su aspecto enfermizo.
«Por Dios, parezco un muerto.»
Cogió el frasco de loción para después de afeitar y se lo echó en abundancia; el líquido hizo que le ardieran los labios. Se peinó el pelo erizado y se puso desodorante en las axilas. Después, ya se consideró listo para afrontar una nueva noche.
En la habitación su ropa estaba desparramada en un desorden que el definía como endémico. Antes tenía una mujer que iba a limpiar y le dejaba el piso en un orden precario, que él desbarataba; ahora su economía ya no le permitía afrontar el gasto de una empleada doméstica. Ya era bastante que no lo hubieran echado a la calle, teniendo en cuenta que llevaba cuatro meses de retraso en el pago del alquiler.
En los últimos tiempos le había ido realmente mal. La noche anterior, en el casino de Mentón, se había dejado una bonita suma de dinero. Que no era suyo, además. Había pedido un nuevo anticipo a Bikjalo, que primero había protestado pero al final se había, resignado a firmarle de mala gana un cheque. Había empujado el cheque hacia él diciendo que ese era el último.
Con ese dinero habría podido tapar algunos agujeros de su crítica situación económica. Como el alquiler de los dos míseros cuartos en ese edificio de Niza en el que no había cucarachas porque incluso a ellas les daba asco. Era algo increíble.
El Crédit Agricole le había embargado el coche porque después de la tercera cuota había dejado de pagar. A la mierda con ellos. Y a la mierda con monsieur Plombier, el hijo puta del director, que lo había tratado de mendigo cuando él había ido a protestar, y además le había cancelado la tarjeta de crédito y el talonario de cheques.
Pero esas no eran sus preocupaciones principales. Ojalá. Debía un montón de euros a ese delincuente de Maurice, una deuda que había contraído cuando todavía se pagaba en francos. Había ido aguantando con algún pago de vez en cuando, pero la paciencia de ese usurero de mierda no duraría eternamente. Todo el mundo sabía qué le esperaba a quien no pagaba sus deudas a esa escoria. Corrían rumores nada tranquilizadores a ese respecto. Era lo que decía la gente, pero en ese caso específico Laurent sospechaba que podía considerarse la palabra de Dios.
Se sentó en la cama y se pasó las manos por el pelo. Miró a su alrededor. Lo que veía le disgustaba. Todavía no lograba creer que estuviera viviendo en aquella ratonera de la calle Ariane.
Maurice se había quedado, como parte del pago de la deuda, con su bonito piso en Acrópolis, pero los intereses del resto crecían a tal velocidad que en poco tiempo, a falta de algo mejor, se quedaría también con sus cojones, por el simple placer de oírlo cantar con voz de soprano.
Se vistió lo mejor que pudo, tras encontrar un pantalón y una camisa no entre las prendas limpias, sino entre las menos sucias. Recogió de debajo de la cama los calcetines del día anterior; no tenía ni menor idea de cómo habían llegado hasta allí. No recordaba siquiera haberse desvestido. El espejo del armario le devolvió una imagen con ropa que no era mucho mejor que la del cuarto de baño.
Cuarenta años. Y se hallaba en ese estado. Si no cambiaba pronto en breve se convertiría en un vagabundo. No tendría dinero ni para comprarse hojas de afeitar. Siempre que antes no interviniera Maurice para resolver el asunto por él…
Sin embargo, la noche anterior había sentido muy cerca la buena fortuna. Pierrot le había dado los números, y por lo general los números de Pierrot le daban suerte. Un par de veces había salido del casino con una sonrisa de oreja a oreja gracias a Rain Boy. Pero sus ganancias se habían esfumado en un abrir y cerrar de ojos, como todo el dinero ganado sin esfuerzo.
Había cambiado el cheque de Bikjalo a un tipo que conocía, que rondaba por los alrededores del casino a la espera de tíos como él, hombres con una luz febril en los ojos, acostumbrados a seguir el rebote de la bola en la ruleta. El hombre se había quedado con una buena tajada de «comisión», como la llamaba ese rufián, pero a continuación Laurent había entrado en el salón de juego con las mejores intenciones, sin saber que estaba a punto de pavimentar un nuevo tramo del camino al infierno.
Un desastre. Ni un solo golpe ganador. Nada. El crupier recogía mecánicamente sus jugadas, una a una, con la cara profesional de todos los crupieres. Una vuelta de ruleta, lanzar la bolita y las manos hábiles de ese idiota enviaban las fichas de color a reunirse con las de la jugada anterior. En su caso convertidas en humo.
En realidad los crupieres detestan a los perdedores. Y él llevaba escrito en la cara que era un perdedor. Ni siquiera una ficha de propina pour les employés que por lo general acompaña el pleno.
Humo por humo, si hubiera quemado el dinero en la chimenea habría salido ganando. Solo que ahora ya no tenía ni chimenea. Ahora la de su piso calentaba a Maurice, o vaya a saber a quién.
Se levantó de la cama y encendió el ordenador, colocado en precario equilibrio en una especie de escritorio en la alcoba. Era un PC velocísimo, con un procesador Pentium IV de 1.600 megas, un giga de RAM y dos discos duros de 30 gigas cada uno, lo único que le quedaba. Sin el ordenador se habría sentido perdido. Allí estaban sus notas, sus guiones para el programa, las cosas que escribía cuando estaba melancólico. Es decir, casi siempre. Y navegar por internet era una evasión virtual de la cárcel en que vivía.
Cuando la máquina se encendió, vio que había un mensaje en su buzón. Lo abrió. Era un texto muy breve, de remitente desconocido, en caracteres Book.
¿Necesitado de dinero? Ha llegado el tío de América…
Se preguntó quién podía ser el imbécil que le hacía aquella broma. Alguno de sus amigos que conocía su situación, seguro.
Sí, pero ¿quién? ¿Jean-Loup? ¿Bikjalo? ¿Alguien de la radio? Y además, ¿qué significaba «el tío de América»? Por un instante pensó en el estadounidense, el agente del FBI, el que investigaba los asesinatos, con esos ojos que daban más escalofríos que la voz del asesino. Quizá era una forma de presionarlo. Pero no le parecía que Ottobre fuera el tipo de hombre que recurriera a esos ardides, sino más bien alguien que te aplastaba contra una pared hasta que escupías incluso los calcetines.
Volvió a su mente todo aquel asunto. Esas llamadas eran un auténtico maná del cielo para Jean-Loup, que se estaba haciendo más popular que los Beatles. De momento lo estaba pasando mal, pero al final, cuando cogieran al asesino, saldría más que airoso. Aquel chaval levantaba el vuelo mientras él permanecía en tierra con la nariz hacia arriba, mirándolo volar. Como un gilipollas. Y pensar que era él quien lo había llevado a la radio, tras conocerlo por casualidad en la puerta del café de París, en la plaza del Casino, unos años atrás. Había sido testigo del salvamento del perro gracias al cual había heredado la hermosa casa de Beausoleil. Se enteraron solo un par de años después: haber salvado el perro de la vieja había sido como comprar el número ganador de la lotería,
El destino de Laurent, en cambio, era siempre el mismo: ser espectador de la suerte de los demás. Estar allí para ver que a alguien le iluminaba un rayo de luz que, de haberse desviado un metro, habría podido iluminarlo a él.
Después del incidente del perro había entablado conversado con aquel muchacho de pelo oscuro y ojos verdes que miraba a su alrededor un poco avergonzado por haberse convertido de pronto en el centro de atención. Una cosa había llevado a la otra. A Laurent le había sorprendido ese algo especial que transmitía Jean-Loup, una sensación de calma y facilidad para comunicarse, algo a lo que no había logrado dar un nombre preciso pero que era lo bastante fuerte para no dejar indiferente al interlocutor. En especial a alguien corno él.
Bikjalo, que no era ningún estúpido, lo captó de inmediato cuando él se lo presentó como posible locutor de Voices, el programa que Laurent tenía en mente desde hacía tiempo. Jean-Loup tenía la indudable ventaja de ser idóneo y costar poco dinero, porque era un novato. Un principiante absoluto. Un nuevo programa de éxito y una nueva voz en el aire, con costo cero, o casi. Al cabo de dos semanas de grabar pruebas, en las que Jean-Loup había confirmado día tras día las expectativas que había sobre él y su talento, al fin Voices salió al aire. Empezó bien y fue cada vez mejor. El muchacho agradaba a la gente. Les gustaba su forma de hablar y de comunicar, con fantasía, imágenes y metáforas osadas que llegaban a todos los oyentes.
«También a los asesinos», pensó Laurent con amargura. El programa se había transformado, casi sin quererlo, desde el episodio fortuito del rescate de dos muchachos perdidos en el mar, en un programa con connotaciones sociales que se había convertido en el orgullo de la radio y del principado. Atraía como la miel a los patrocinadores.
El locutor, por su parte, se había convertido en la estrella de un programa que había ideado él, Laurent, y en el que participaba cada vez menos y se le marginaba cada vez más.
– A la mierda con todos. Eso va a cambiar, tiene que cambiar -murmuró para sí.
Puso a imprimir sus anotaciones para la emisión de aquella noche y la HP 990Cxi comenzó de depositar las hojas en la bandeja.
Ya cambiarían de parecer con respecto a él. Todos, uno por uno. En especial Barbara.
Pensó en su cabellera esparcida en la almohada, en el perfume Su piel. Había tenido una aventura con ella, una aventura intensa a la cual se había entregado en cuerpo y alma, antes de arruinarlo. Ella había demostrado que deseaba estar a su lado, pero era el intento desesperado de quien vive con un adicto. Después de algunas idas y venidas, lo abandonó definitivamente cuando se dio cuenta de que no podía luchar contra las otras cuatro mujeres de su vida: picas, diamantes, corazones y tréboles.
Se levantó de la silla desvencijada, juntó las hojas y las puso en una carpeta. Cogió la chaqueta del sillón que le servía de perchero y se dirigió a la puerta.
Salió al rellano, un festival de desolación igual al interior del piso en que vivía. Cerró la puerta con un suspiro. El ascensor no funcionaba. Una nueva perla en el collar del administrador.
Bajó por la escalera bajo una luz amarillenta, rozando con una mano el empapelado beis que, como él, había conocido tiempos mejores.
Llegó al zaguán y abrió la puerta de cristal de la entrada, de estructura de metal rigurosamente oxidada. Con la pintura descascarillada sobre la masilla reseca. El portal era muy distinto a los de los elegantes palacios de Montecarlo o de la hermosa mansión de Jean-Loup. Fuera, el barrio se hallaba inmerso en la penumbra de la noche, esa luz de un azul intenso que solo los ocasos de verano dejan tras de sí como un recuerdo del sol y que daba una apariencia de humanidad a aquel lugar desolado. La Ariane no era la Promenade des Anglais o la Acrópolis. Hasta aquel vecindario no llegaba el perfume del mar, y si lo hacía era mezclado con el olor penetrante de los cubos de basura.
Debía recorrer por lo menos tres manzanas para coger el autobús que lo dejaría en el principado. Tanto mejor. Una caminata le sentaría bien, le aclararía las ideas y le borraría de la mente la cara de Plombier y su banco de mierda.
Vadim salió de la sombra de la esquina del edificio. Fue tan veloz que Laurent no lo vio llegar. Antes de poder entender que estaba sucediendo, vio que lo alzaban del suelo y lo pegaban al muro al tiempo que un brazo le apretaba la garganta y el aliento del hombre, con olor a ajo y piorrea, se derramaba en su cara.
– Dime, Laurent, ¿por qué cuando estás en dificultades no te acuerdas de los amigos?
– Pero ¿qué dices? Sabes que yo…
Una presión del brazo contra el cuello le cortó el aliento.
– Nada de mentiras, compañero. Anoche, en Mentón, te fue bastante bien durante un rato, pero no pensaste que el dinero que estabas jugando era de Maurice.
Vadim Rohmer era el matón de Maurice, su brazo violento, su cobrador. Maurice no se hallaba en condiciones, gordo y flácido como estaba, de agarrar a alguien y doblarle un brazo tras la espalda hasta hacerle llorar. O bien de empujarle contra una pared y hacerle sentir cómo el revoque áspero le raspaba la piel, con tanta fuerza como para causarle una jaqueca.
Pero Vadim sí, esa escoria. Tan escoria como el tío que le había cambiado el cheque la noche anterior en el bar frente al casino. Estaba seguro de que él le había delatado, ¡que el infierno se lo tragara! Laurent deseó que Vadim le hubiera aplicado un tratamiento tan poco civilizado como el que él estaba recibiendo en ese momento.
– Yo…
– ¡Yo… qué, mendigo de mierda! Hay cosas de Maurice y de mí que todavía no has entendido. Que su paciencia tiene un límite, y también la mía. Me parece que ya es hora de refrescarte un poco la memoria.
El puñetazo en el estómago lo dejó sin aliento. Notó que iba a vomitar; una bocanada de ácido le llenó la boca seca. Se le doblaron las piernas. Vadim lo enderezó sin esfuerzo y lo mantuvo en pie cogiéndole por el cuello de la camisa con un apretón férreo.
Laurent vio que el puño del matón volvía a levantarse. Sabía que el blanco era su rostro y que el golpe sería tan potente como el choque contra la pared que tenía a su espalda. Cerró los ojos y se Puso tieso, esperando.
El puñetazo no llegó.
Volvió a abrir los ojos cuando notó que el apretón del cuello se aflojaba.
Un hombre alto y robusto, de cabello castaño muy corto, había llegado por detrás de Vadim; le había agarrado con el pulgar y el índice un mechón de pelo, a la altura de la oreja, y tiraba con violencia hacia arriba.
Por la sorpresa y el dolor, Vadim había soltado su presa.
– Pero ¿qué con…?
La mano del hombre soltó a Vadim, que dio un paso atrás para hacer frente al recién llegado. Le miró de la cabeza a los pies.
Vio una camisa inflada de músculos y una cara sin el menor indicio de temor. El aspecto de ese tío era mucho menos tranquilizador que la figura indefensa y enfermiza de Laurent. En particular los ojos que le miraban sin expresión alguna, como si el individuo no tuviera propósitos violentos sino la única intención de pedir alguna información.
– ¡Vaya! Veo que han llegado los refuerzos -dijo Vadim con voz no tan segura como habría querido.
Quiso asestar al intruso el puñetazo destinado a Laurent. La reacción fue instantánea. En lugar de retroceder, el adversario eludió el golpe con un sencillo desplazamiento de la cabeza, dio un pequeño paso hacia delante y, tras coger a Vadim por un hombro y rodearlo con los brazos, hizo presión hacia abajo con todo el peso de su cuerpo.
Laurent oyó con claridad el sonido de un hueso que se rompía, con un crac, tan seco que ponía la carne de gallina. Vadim soltó un grito y cayó hacia delante, agarrándose el brazo herido. El hombre retrocedió, giró con agilidad sobre sí mismo en una especie de pirueta para darse impulso y pateó la cara del otro. Un hilo de sangre salió de la boca de Vadim, que cayó al suelo sin un quejido y se quedó inmóvil.
Laurent se preguntó si estaría muerto. No, su desconocido salvador parecía demasiado hábil para matar por azar. Sin duda era de esos que, si mataban a alguien, lo hacían porque habían querido hacerlo.
Le dio un ataque de tos. Se agachó, agarrándose el estómago, un hilo de saliva biliosa le colgaba de los labios.
El hombre que había llegado en su auxilio lo ayudó a incorporarse sosteniéndolo por el codo.
– Al parecer, he llegado justo a tiempo, ¿verdad, señor Bedon?-dijo en un pésimo francés con un fuerte acento extranjero.
Laurent lo miró sorprendido, sin comprender. Estaba seguro o haberlo visto nunca en su vida. Sin embargo, el tío acababa de salvarle de la paliza de Vadim y sabía su nombre. ¿Quién diablos era?
– ¿Habla usted inglés?
Laurent afirmó con la cabeza. El hombre mostró cierto alivio, prosiguió en inglés, con un acento que parecía más de Estados Unidos que de Inglaterra.
– Menos mal. Como se habrá dado cuenta, no domino mucho su idioma. Pero se estará preguntando quién soy y por qué lo he ayudado a salir de esta…
Indicó con un gesto el cuerpo de Vadim tendido en el suelo.
– Esta… digamos… situación embarazosa.
Laurent asintió de nuevo, en silencio.
– Señor Bedon, o bien no lee su correo electrónico o bien tiene poca confianza en el tío de América…
El asombro de Laurent se podía leer en su rostro. Ahora se explicaba el mensaje que había encontrado en el ordenador. Pero debía haber otra explicación. Desde luego aquel hombre no le había salvado el culo para desaparecer enseguida, después de haber trazado una Z en la pared, como el Zorro.
– Me llamo Ryan Mosse y soy estadounidense. Tengo una propuesta que hacerle. Muy, muy ventajosa para usted desde el punto de vista económico.
Laurent lo miró un instante sin hablar. Le gustó la forma en que había subrayado las palabras «muy ventajosa desde el punto de vista económico». De pronto el estómago dejó de molestarle. Se irguió, respirando hondo por la nariz. Sintió que su cara recuperaba poco a poco el color.
Mientras tanto, el hombre miraba a su alrededor. Si le disgustaba la miseria del barrio, no lo dio a entender. Miró atentamente el edificio.
– La casa es lo que es, pero no creo que haya venido usted a comprarla -dijo Laurent.
– No, pero si llegamos a un acuerdo, quizá sea usted quien pueda comprarla, si le interesa.
Mientras se arreglaba la ropa, el cerebro de Laurent funcionaba a mil por hora.
Resumiendo: No tenía la más remota idea de quién podía ser aquel sujeto, ni qué quería de él… ¿Cómo había dicho que se llamaba? Ah, sí, Ryan Mosse. Se lo había dicho él mismo. Y había dicho también una cifra.
Muy considerable, parecía.
Laurent miró otra vez a Vadim, todavía tendido en el suelo, inmóvil. El hijo puta tenía la nariz y un labio rotos, y se iba formando un pequeño charco de sangre cerca de su boca, en el asfalto. En aquel momento de su vida, que alguien lo salvara de un matón como Vadim y le hablara de dinero, de mucho dinero, era la mejor tarjeta de presentación.