178062.fb2 Zul? - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

Zul? - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

PRIMERA PARTE

LA MANO CALIENTE

1

– ¿Tienes miedo, hombrecito?… Dime: ¿tienes miedo?

Ali no contestó. Demasiadas culebras en la boca.

– ¿Ves lo que pasa, pequeño zulú? ¡¿Lo ves?!

No, no veía nada. Lo agarraron del pelo y lo llevaron hasta el árbol del jardín para obligarlo a mirar. Ali, obstinado, hundía la cabeza entre los hombros. Las palabras del gigante del pasamontañas le mordían la nuca. No quería alzar la mirada. Ni gritar. El ruido de las antorchas crepitaba en sus oídos. El hombre apretó con más fuerza su mano encallecida sobre su cabeza.

– ¿Lo ves, pequeño zulú?

El cuerpo colgaba balanceándose blandamente de la rama del jacarandá. El torso relucía apenas a la luz de la luna, pero Ali no reconocía el rostro: ese hombre colgado de los pies, esa sonrisa sangrienta por encima de él no era su padre. No, no era él.

No del todo.

Ya no.

Volvió a restallar el sjambock [1].

Estaban todos allí, reunidos para el reparto del botín, los «Judías verdes», las milicias adiestradas para mantener el orden en los townships [2], esos negros a sueldo de los alcaldes comprados por el poder, los señores de la guerra, y también los otros, los que violaban los boicots y a los que les habían cortado las orejas: Ali quiso suplicarles, decirles que no servía de nada, que se equivocaban, pero no le salían las palabras. El gigante no lo soltaba:

– ¡Mira, niño: mira!

Le apestaba el aliento a cerveza y a la miseria del bantustán <emphasis><strong>[3]</strong></emphasis>: volvió a golpear, dos veces, latigazos que desgarraban la piel de su padre, pero el hombre colgado del árbol ya no reaccionaba. Había perdido demasiada sangre. La piel se le había levantado por todas partes. Estaba irreconocible. La realidad se había resquebrajado. Ali, ingrávido, miraba fijamente hacia el lado contrario: no era su padre eso que colgaba del árbol… No.

Le giraron la cabeza como una tuerca para obligarlo a mirar, antes de arrojarlo de bruces contra el suelo. Ali cayó sobre el césped seco. No reconocía a los hombres que lo rodeaban, los gigantes llevaban medias en la cara o pasamontañas, sólo veía la rabia reflejada en sus miradas, sus capilares reventados como ríos de sangre. Escondió la cabeza entre las manos para enterrarse en ellas y ocultarse, para acurrucarse y volver a ser líquido amniótico… A dos pasos de allí, Andy flaqueaba a ojos vista. Todavía vestía el pantalón corto rojo que le servía de pijama, y que ahora estaba empapado de orina, y sus rodillas se entrechocaban. Le habían atado las manos a la espalda y le habían puesto un neumático al cuello. Los ogros lo empujaban, le escupían a la cara, increpándose unos a otros, a ver quién encontraba la frase adecuada, la mejor justificación para la matanza. Andy los miraba, con los ojos fuera de las órbitas.

Ali nunca había visto a su hermano flaquear: Andy tenía quince años, era el mayor. Por supuesto, se peleaban con frecuencia, para desesperación de su madre, pero Ali era decididamente demasiado pequeño para defenderse. Preferían ir de pesca y jugar con los coches de alambre que hacían ellos mismos. Peugeot, Mercedes, Ford, Andy era un experto. Hasta se había fabricado un Jaguar, que habían visto en una revista, un coche inglés que les hacía soñar. Ahora sus rodillas huesudas y torcidas tiritaban a la luz de las antorchas; el jardín al que lo habían arrastrado apestaba a gasolina, y los gigantes se peleaban entre los bidones. Más lejos había gente gritando en la calle, los Amagoduka que venían del campo y no entendían lo que les hacían a sus vecinos: la tortura del collar.

Andy lloraba, lágrimas negras sobre su piel de ébano, con su pantalón corto rojo empapado de miedo… Ali vio a su hermano tambalearse cuando arrojaron la cerilla al neumático cubierto de gasolina.

– ¡¿Ves lo que pasa, hombrecito?! ¡¿Lo ves?!

Un grito, el chorro de petróleo sobre sus mejillas, la silueta dislocada de su hermano que se disolvía, fundiéndose como un soldadito de goma, y ese espantoso olor a quemado…

Los pájaros describían diagonales imposibles entre los ángulos del acantilado; se lanzaban en picado hacia el océano, inventaban suicidios y regresaban batiendo las alas…

Apostado en el terraplén que dominaba el lugar, Ali Neuman miraba pasar los buques de carga en el horizonte. Despuntaba el alba en el Cabo de Buena Esperanza, naranja y azul en el espectro índico. Las ballenas no eran más que un pretexto de paseo en su insomnio, ballenas jorobadas que, a partir de septiembre, venían a retozar a la punta de África… Ali había visto una vez a una pareja de ballenas saltar juntas en el aire antes de sumergirse en una larga apnea amorosa y reemerger cubiertas de espuma… La presencia de las ballenas le daba un poco de paz, como si su fuerza subiera hasta él. Pero el tiempo del amor había pasado para siempre. El alba horadaba la bruma sobre el mar, y ya no vendrían, ni esa mañana ni al día siguiente.

Las ballenas lo rehuían.

Habían desaparecido en las aguas heladas: ellas también tenían miedo del zulú…

Desdeñando el abismo que le tendía los brazos, Neuman bajó el sendero. El Cabo de Buena Esperanza estaba desierto a esa hora; no había autocares ni turistas chinos posando muy formalitos ante el mítico cartel. Sólo la brisa atlántica, que soplaba sobre la landa pelada, fantasmas conocidos que se perseguían al alba y sus eternas ganas de pelearse con el mundo. Una rabia ciega. Incluso los babuinos del parque se mantenían a distancia.

Neuman cruzó la landa hasta la entrada del Table Mountain National Park. El coche esperaba al otro lado de la barrera, anodino y polvoriento. El viento que soplaba del océano lo había calmado un poco. No duraría. Nada duraba. Encendió el motor sin pensar.

Lo importante era aguantar el tipo.

2

– Bass! Bass <emphasis><strong>[4]</strong></emphasis>!

Los negros de alpargatas raídas que habían saltado las vallas de seguridad esperaban a que los coches redujeran la velocidad para vender su mercancía.

La N 2 unía Ciudad del Cabo con Khayelitsha, su township más grande. Más allá de Mitchell's Plain, construida para los mestizos expulsados de las áreas blancas, se extendía una zona de dunas: en esa tierra llena de arena, el gobierno del apartheid había decidido construir Khayelitsha, «nueva casa», modelo del urbanismo de control típico de Sudáfrica: muy alejado del centro.

Pese a la superpoblación crónica, Josephina se negaba a mudarse a otra parte, ni siquiera a los terrenos acondicionados de Mandela Park, al sur del township, que habían construido para la emergente clase media negra; bajo sus sonrisas de ciega y su eterna bondad, la madre de Ali era una tremenda cabezota. Allí se habían refugiado los dos hacía veinte años, en los viejos barrios que formaban el corazón de Khayelitsha.

Josephina vivía sola en una de las core-houses <emphasis><strong>[5]</strong></emphasis> de Lindela, el eje que cruzaba de parte a parte el township, y no tenía motivo de queja: por lo general, solían hacinarse cinco o seis personas en ese espacio que, como mucho, contaba con una sola habitación, una cocina y un exiguo cuarto de baño que, debido a su edad avanzada, había aceptado agrandar. Josephina era feliz a su manera. Tenía agua corriente, electricidad y, gracias a su hijo, «todas las comodidades con las que podía soñar una ciega de setenta años». Josephina no pensaba moverse de Khayelitsha, y su colosal gordura no tenía nada que ver en su empecinamiento.

Ali se había resignado a tirar la toalla. El township necesitaba su experiencia (Josephina era enfermera diplomada), sus consejos y su fe. El equipo del dispensario en el que trabajaba como voluntaria hacía cuanto podía para atender a los enfermos y, dijera lo que dijera, Josephina no era del todo ciega: aunque ya no viera con precisión los rostros, todavía acertaba a distinguir las siluetas, que ella llamaba sus «sombras»… ¿Sería una manera de decir que estaba abandonando lentamente la superficie de este mundo? Ali no podía aceptarlo. Eran los únicos supervivientes de la familia, y ya no habría descendientes. Su tutor había saltado por los aires. No tenía más raíces que su madre.

Ali trabajaba demasiado pero iba a visitar a Josephina los domingos. La ayudaba con los papeleos burocráticos y la regañaba, acariciándole la mano, le decía que un día la iban a encontrar muerta, o inconsciente, si seguía corriendo de aquí para allá por el township a todas horas. La gruesa anciana se reía. Decía entre hipos que se hacía vieja, que era un verdadero desastre, que pronto habría que traer una grúa para moverla, de modo que al final Ali también se reía. Para complacerla.

Un viento cálido se colaba por la ventanilla abierta del coche; Neuman dejó atrás la estación de autobuses de Sanlam Center y tomó por Lansdowne Street. Chapa, tablones de madera, puertas arrancadas, ladrillos, chatarra, se construía con lo que crecía en la tierra, lo que se conseguía aquí y allá, lo que se robaba o se cambiaba; las chabolas parecían montarse unas encima de otras, y las antenas, enmarañadas en los tejados, devorarse unas a otras bajo un sol de justicia. Neuman siguió la carretera de asfalto que conducía al viejo barrio de Khayelitsha.

Pensaba en las mujeres a las que nunca había llevado a casa de su madre, en Maia, a la que vería después de la comida dominical, cuando un movimiento en su ángulo muerto lo sacó de su ensimismamiento. Frenó delante de un vendedor de cigarrillos, que no tuvo tiempo de abordarlo: Neuman retrocedió veinte metros y se detuvo a la altura del descampado.

Detrás de las cintas bicolores que delimitaban el solar del futuro gimnasio, dos jóvenes maltrataban a un niño, un mocoso harapiento que apenas se sostenía en pie… Neuman suspiró -le sobraba tiempo antes de la salida de misa- y abrió la puerta del coche.

Habían tirado al niño al suelo y lo estaban inflando a patadas, tratando de arrastrarlo hacia los cimientos del gimnasio. Neuman avanzó con la esperanza de que se marcharan corriendo, pero los dos jóvenes -tatuados y con bandanas en la cabeza, tenían toda la pinta de ser tsotsis <emphasis><strong>[6]</strong></emphasis>- seguían ensañándose con el más pequeño. El niño había mordido el polvo, sangraba por la boca y desde luego con esos brazos famélicos no iba a poder protegerse de los golpes.

El mayor de los jóvenes levantó la cabeza al ver a Neuman aparecer en el descampado:

– ¡¿Y tú qué quieres?!

– Largo de aquí.

El zulú era más corpulento que los dos tsotsis juntos, pero el mayor llevaba una pistola debajo de su camiseta de la selección brasileña.

– El que se larga de aquí eres tú -dijo entre dientes-, ¡y ya mismo!

El joven negro lo apuntó a la cara con su pistola, una Beretta M92 semiautomática parecida a las que utilizaba la policía.

– ¿De dónde has sacado esa arma?

Al tsotsi le temblaba la mano. Tenía los ojos translúcidos. Seguramente estaba colocado.

– ¿De dónde has sacado esa arma? -repitió Neuman.

– ¡Que te largues te he dicho, o te pego tres tiros!

– Eso -añadió su compañero-: no te metas en esto, ¿te enteras?

Tirado en el suelo, el niño se sujetaba la boca, contándose los dientes que aún seguían en su sitio.

– Soy policía: entregadme esa arma antes de que os dé vuestro merecido.

Los dos tipos intercambiaron una mirada y unas palabras en dashiki, el dialecto nigeriano.

– ¡Te voy a volar la cabeza! -amenazó el mayor.

– Sí, y te pasarás el resto de tus días en la cárcel haciendo de puta para los matones -prosiguió Neuman-: con esa cara bonita que tienes te vas a tragar más pollas…

Les había dado donde más les dolía. Los dos jóvenes enseñaron los dientes, dos hileras sucias con más huecos que piezas dentales.

– ¡Gilipollas! -espetó el cabecilla antes de salir corriendo.

Su compañero desapareció tras él, cojeando… Dos yonquis, no había duda. Neuman se volvió hacia su víctima, pero en el suelo ya sólo quedaba una masa de sangre. El niño había aprovechado para reptar hacia los cimientos del solar: se alejaba ya a toda velocidad, sangrando por la nariz.

– ¡Espera! ¡No tengas miedo!

Al oírlo, el niño lanzó una mirada aterrorizada a Neuman, tropezó contra los escombros con sus sandalias de suela de neumático y se metió de cabeza por un tubo de hormigón, por el que desapareció. Neuman se acercó y calibró la circunferencia del conducto de evacuación -la apertura era demasiado estrecha para un adulto de su corpulencia… ¿Llevaría a alguna parte? Su llamada en la oscuridad no recibió respuesta.

Se incorporó, protegiéndose la nariz del olor a orina. Exceptuando un perro sarnoso que husmeaba el agua estancada de los cimientos, el solar estaba desierto. Sólo quedaban el sol y esas gotas de sangre que corrían por el polvo…

***

El township de Khayelitsha había cambiado desde la llegada de Mandela al poder: además de que ahora había agua corriente, electricidad y carreteras asfaltadas, junto con los edificios administrativos también se habían levantado casitas de ladrillo, y las redes de transporte permitían llegar hasta el centro de la ciudad. Muchos criticaban la política del «pequeño paso» inaugurada por el icono nacional; cientos de miles de viviendas estaban aún sumidas en la miseria, pero era el precio que había que pagar por el «milagro sudafricano», por la llegada pacífica de la democracia a un país al borde del caos…

Neuman aparcó el coche delante del trozo de tierra resquebrajada que constituía el jardín de su madre. Las mujeres del barrio volvían de misa, tan coquetas con sus vestidos con los colores de su congregación: buscó a Josephina entre ellas pero sólo vio niños bajo las sombrillas. Llamó a la puerta a la vez que la abría y, nada más entrar, vio la blusa rota sobre la silla.

– ¡Entra! -dijo su madre, adivinando sus pasos en la entrada-. ¡Entra, cariño!

Ali encontró a Josephina tumbada en la cama deshecha, con una enfermera inclinada sobre ella. Tenía la frente bañada en sudor, pero sonrió al ver su silueta en la puerta.

– Estás aquí…

Neuman cogió la mano que su madre le tendía y se sentó al borde de la cama.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó, inquieto.

Los ojos de la anciana se agrandaron, como si su hijo estuviera en todas partes.

– No pongas esa cara -le dijo con cariño-: enfadado no estás tan guapo.

– Creía que eras ciega… Anda, di, ¿qué ha pasado?

– Su madre ha sufrido un síncope -anunció la enfermera desde el otro lado de la cama-. La tensión la tiene bien, pero no sea brusco con ella, haga el favor: todavía está impresionada por lo que ha ocurrido.

Myriam era un bellezón de veinte años, una xhosa [7] de ojos de cedro. Neuman apenas se fijó en ella:

– ¿Me vas a decir lo que ha pasado, sí o no?

Josephina había cambiado su vestido elegante por una vieja túnica de estar en casa, una prenda del todo indigna para ir un domingo a la iglesia.

– ¿Te han agredido?

– ¡Bah!

La gruesa mujer hizo una mueca de disgusto, acompañada de un gesto como para ahuyentar una mosca.

– Han asaltado a su madre esta mañana -dijo Myriam-, cuando iba camino de la iglesia: el agresor la ha tirado al suelo al arrancarle el bolso. La han encontrado sin conocimiento en mitad de la calle…

– Es que no lo he visto venir -protestó la interesada, dándole palmaditas en la mano a su hijo-. Pero no te preocupes: ¡no ha sido más que un susto! Myriam se ha ocupado de todo…

Ali suspiró. Entre sus múltiples actividades, Josephina formaba parte de una asociación cuya tarea era la de resolver problemas familiares, ejercer de arbitro en disputas y servir de intermediario entre la población del township y las autoridades locales. Todo el mundo sabía que su hijo era el jefe de la policía criminal de Ciudad del Cabo: atacarla a ella suponía tenderle la garganta al tigre de su hijo.

Mientras tanto, Josephina descansaba entre las sábanas blancas de la cama con dosel -viejo capricho de princesa zulú-, con el rostro apagado, sin brillo, y su pobre sonrisita perdida en su alfombra de sudor no lo convencía mucho.

– Ese idiota habría podido romperte algún hueso -dijo.

– Soy gorda pero resistente.

– Una fuerza de la naturaleza, especializada en síncopes -comentó él-. ¿Dónde te duele?

– En ningún sitio… ¡Te lo aseguro!

Agitaba las ramas como un viejo árbol sacudido por el viento. -Su hijo tiene razón -dijo Myriam, guardando sus utensilios-. Ahora será mejor que descanse un poco.

– Bah…

– ¿Eran uno o varios los que te han agredido? -quiso saber Neuman.

– ¡Oh! Uno solo: ¡con uno basta y sobra!

– ¿Y qué te ha robado?

– El bolso nada más… También me ha roto la blusa, pero no importa: ¡era una muy vieja!

– Has tenido mucha suerte.

Por la ventana, Ali vio que los chavales del barrio miraban su coche con interés, riendo. Myriam corrió las cortinas, y la pequeña habitación quedó sumida en la penumbra.

– ¿A qué hora ha sido? -continuó Neuman.

– Hacia las ocho -contestó Josephina.

– Es un poco temprano para ir a la iglesia.

– Es que… antes tenía que ir a casa de los Sussilu, para nuestra reunión mensual… Yo tenía el bote [8]… Sesenta y cinco rands [9].

Su madre colaboraba además con varias agrupaciones, círculos de ahorro, ayudas para la financiación de entierros, la asociación de madres de la parroquia…, tantas que Neuman se perdía un poco. Frunció el ceño: eran más de las diez de la mañana.

– ¿Y cómo es que nadie me ha avisado?

– Su madre no ha querido ni oír hablar de ello -contestó la enfermera.

– No quería alarmarte para nada -se justificó Josephina.

– En mi vida había oído una tontería más grande… ¿Se lo has dicho a la policía del township?

– No… no: es que todo ha sido muy rápido, ¿sabes? El agresor ha llegado por detrás, me ha dado un tirón del bolso, y yo me he caído al suelo por el síncope… Me ha encontrado un vecino. Pero para entonces hacía tiempo que el ladrón había escapado.

– Eso no explica por qué no ha venido ningún agente a interrogarte.

– Es que no lo he denunciado.

– ¡Anda, mira tú!

– No escucha nada de lo que se le dice -corroboró Myriam-. Pero eso también lo ha heredado usted, ¿no?

De hecho, Ali no la escuchaba:

– ¿Se puede saber por qué no has denunciado la agresión?

– Mírame: ¡estoy perfectamente!

La risa de Josephina sacudió la cama, haciendo temblar sus enormes pechos. La agresión, la caída al suelo, el síncope, todo le parecía algo lejanísimo.

– Quizá haya algún testigo -insistió Neuman-.Y tienen que tomarte declaración.

– ¡¿Y qué indicios puede darle a la policía una anciana ciega?! Y además, sesenta y cinco rands, ¡no vale la pena preocuparse por tan poco!

– Lo tuyo ya no es caridad cristiana sino inconsecuencia.

– Cariño -se enterneció la anciana-. Hijo mío…

Ali la interrumpió:

– No creas que porque eres ciega no te veo venir… -insinuó.

Su madre tenía radares en las yemas de los dedos, antenas en las orejas y ojos en la nuca. Llevaba más de veinte años viviendo en ese barrio, conocía a todos sus habitantes, las calles y los callejones: seguro que tenía alguna idea de quién podía ser su asaltante, y Ali sospechaba que esa insistencia en minimizar la agresión de la que había sido víctima escondía algo…

– ¿Y bien?

– No quisiera resultar pesada, señor Neuman -dijo la enfermera-, pero su madre acaba de tomar un calmante, y pronto empezará a hacerle efecto.

– La veré fuera -le dijo, para librarse de ella y quedarse a solas con su madre.

Myriam arqueó las cejas, impecables arabescos, y cogió su bolso.

– Volveré esta noche -le dijo a Josephina-. Hasta entonces, descanse, ¿entendido?

– Gracias, hija -contestó Josephina desde su cama con dosel.

Era la primera vez que Myriam coincidía con su hijo adorado. Un cuerpo esbelto y fuerte, rasgos finos y regulares, pelo muy corto, una mirada elegante, oscura y penetrante, unos labios preciosos: era exactamente tal y como su madre se lo había descrito… Ali esperó a que hubiera salido la joven xhosa para acariciar la mano de su testaruda preferida.

– El que te ha agredido -dijo, siguiendo la línea de sus venas es alguien que conoces, ¿verdad?

Josephina cerró los ojos sin dejar de sonreír. Quiso mentir, pero la mano de su hijo estaba tan caliente…

– Lo conoces, ¿verdad? -insistió.

La anciana suspiró, como si el pasado se hubiera hecho presente. Ali tenía las mismas manos que su padre…

– Conocía a su madre -reconoció por fin-. Nora Mceli… Una amiga de Mary.

Mary era la prima que los había acogido en Khayelitsha cuando tuvieron que huir del bantustán de KwaZulu. En cuanto a su amiga Nora Mceli, era una sangoma, una curandera, que le había curado unas terribles anginas: Ali recordaba a una africana de mirada de cabra furiosa que, tras darle a beber numerosos brebajes, había logrado arrancarle la bola de fuego que le consumía la garganta…

– Nos perdimos de vista cuando murió Mary, pero Nora tenía un hijo -prosiguió Josephina-. Estaba con ella el día del entierro: Simón… ¿No lo recuerdas?

– No… ¿Y ese tal Simón es el que te ha agredido?

Josephina asintió, casi avergonzada.

– ¿Su madre sigue ejerciendo?

– No lo sé -dijo la anciana-. Nora y Simón se marcharon del township hace unos meses, según me han dicho. La última vez que los vi fue en el entierro de Mary. Simón debía de tener entonces unos nueve años: era un niño amable, de salud frágil. Lo atendí una vez en el dispensario. El pobre tenía un soplo en el corazón y asma… Ni siquiera Nora podía hacer nada por él. Quizá por eso se marcharan del township… Ali -le dijo, apretando con fuerza su gran mano-: Nora Mceli nos ayudó cuando lo necesitamos. No puedo denunciar a su hijo, ¿lo entiendes? Además, para atacar a una vieja como yo hay que estar muy desesperado, ¿no te parece?

– O ser un cobarde redomado -dijo Ali entre dientes.

Josephina siempre disculpaba a todo el mundo. Tanto sermón le nublaba el juicio.

– Estoy convencida de que Simón no se acuerda de mí -dijo, muy segura de sí misma.

– Me extrañaría.

Con sus elegantes túnicas blancas, su corpulencia y su bastón, Josephina pasaba tan inadvertida como una aurora boreal. Ali vio sus baratijas sobre la mesilla de noche, las fotos de su hijo querido, que no la tenía más que a ella, y el cementerio humeante que encerraba su universo.

– ¿Simón estaba solo cuando te atacó?

– Sí.

– ¿Es miembro de alguna banda?

– Eso me han dicho, sí.

– ¿Qué te han dicho exactamente?

– Sólo que se juntaba con otros chicos de la calle…

– ¿Y por dónde se mueven?

– No lo sé. Pero si vagabundea por la calle como dicen, eso es que le habrá ocurrido alguna desgracia a su madre.

Ali asintió despacio con la cabeza. Josephina no pudo reprimir un bostezo y dejó al descubierto los pocos dientes que le quedaban. El calmante estaba empezando a hacer efecto…

– Bueno, veré lo que se puede hacer… -Ali besó a su madre en la frente-. Y ahora, duerme. Me pasaré a verte a última hora para asegurarme de que sigues viva…

La anciana ahogó una carcajada, a la vez apenada y encantada de ser objeto de tantas atenciones.

Neuman corrió del todo las cortinas para que la oscuridad fuera completa.

– A propósito -le preguntó desde la cama, mientras aún estaba de espaldas-, ¿qué te ha parecido la pequeña Myriam?

La joven enfermera esperaba delante de la casa, su silueta grácil se recortaba contra el azul del cielo.

– Fea de narices -contestó Ali.

3

El segundo hijo de Oscar y Josephina nació al día siguiente del combate histórico de Kinshasha, en noviembre de 1973. Aquella noche, en medio de un caos indescriptible, Mohamed Ali, el boxeador que se había convertido al islam, se enfrentaba a George Foreman, al que todos consideraban invencible. Lo que estaba en juego en ese combate no era tanto el cinturón de campeón mundial de los pesos pesados como la afirmación de la identidad negra y la prueba mediante los puños de que la lucha por la defensa de sus derechos no era vana. Mohamed Ali, que había boxeado poco desde su salida de la cárcel, venció aquella noche a la fuerza bruta de Foreman, el campeón de la América blanca, demostrando así que el poder se podía pisotear, bastaba sólo luchar con inteligencia y tesón.

El mensaje, que llegó en los momentos más crudos del apartheid, exaltó a Oscar. Su hijo se llamaría como el campeón: «Ali». A Josephina le parecía bonito, y a Oscar, premonitorio.

Culto como era, el zulú no creía mucho en pamplinas, pero los amaDlozi, los antepasados venerados, se habían inclinado sobre la cuna de su segundo hijo. Como el boxeador defensor de la causa negra, su hijo también sería campeón, de todas las categorías…

De hecho, Ali Neuman no se había beneficiado de la ley de discriminación positiva para dirigir la policía criminal de Ciudad del Cabo: había sido mejor que todo el mundo. Era más inteligente; más rápido. Hasta los viejos policías paletos, los que habían obedecido las órdenes, los viciosos y los que se pasaban el día borrachos, lo encontraban bastante listo -para ser un cafre [10]-. Los demás, los que lo conocían por su reputación, pensaban que era un tipo duro, descendiente de algún jefe zulú, y que más valía no provocarlo demasiado con las cuestiones étnicas. Los negros sobre todo habían sufrido una educación muy deficiente [11] y seguían siendo minoritarios en el seno de la élite intelectual: Neuman les demostró que no descendía del mono sino del árbol, como los blancos, lo cual no lo convertía en un ser inofensivo…

Walter Sanogo, el capitán de la comisaría de Harare, sabía quién era Ali Neuman: el enchufado de los blancos. Bastaba ver el corte de su traje -allí nadie podía permitirse esa clase de ropa-. No es que Sanogo le tuviera envidia, sencillamente vivían en mundos distintos.

Pensado para albergar a doscientas cincuenta mil personas, en Khayelitsha vivía actualmente un millón, quizá dos, si no tres: además de los que vivían en los asentamientos ilegales, los sin techo de otros townships superpoblados o los trabajadores que iban de aquí para allá, Khayelitsha, que parecía no tener fondo, engullía a los refugiados de todo el continente africano.

– Si su madre no denuncia a su agresor -dijo-, no veo cómo podría yo lanzar la más mínima investigación… Comprendo que esté usted furioso por lo que le ha ocurrido, pero bandas de chavales de la calle las hay a patadas últimamente.

El ventilador ronroneaba en el despacho del capitán. Sanogo tenía unos cincuenta años, una fea cicatriz en la nariz y unos hombros caídos que el uniforme no llegaba a realzar. La mitad de las órdenes de búsqueda que adornaban la pared detrás de su escritorio eran al menos de hacía uno o dos años.

– La madre de Simón Mceli era una sangoma -dijo Neuman-: al parecer, ella abandonó el township, pero no su hijo. Si Simón pertenece hoy a alguna banda de niños de la calle, tendríamos que poder localizarlo.

El capitán soltó un suspiro triste, no tanto de mala fe como de impotencia. Llegaban, por así decirlo, todos los días, en grupo o aisladas, personas que habían visto arder sus campos; cuyas casas habían sido saqueadas; sus amigos, asesinados; y sus mujeres, violadas ante los ojos del resto de la familia. Si no, era gente que tenía que huir por culpa del petróleo, las epidemias, la sequía, las renovaciones nacionales llevadas a cabo a golpe de machete, de etnocidio o de AK-47; gente perseguida por la desgracia, gente aterrorizada que, por instinto de supervivencia, convergía en la pacífica provincia de El Cabo: Khayelitsha servía hoy en día de tampón entre Ciudad del Cabo, «la ciudad más hermosa del mundo», y el resto del África subsahariana. ¿Cien? ¿Mil? ¿Dos mil? Walter Sanogo no sabía cuántos llegaban cada día, pero Khayelitsha iba a explotar si tenía que albergar a más refugiados.

– Sólo dispongo de doscientos hombres -dijo-, para cientos de miles de personas. Hágame caso, si su madre no tiene complicaciones médicas, olvide la agresión. Diré a mis hombres que pregunten dos o tres veces en la calle: se correrá la voz entre los chavales…

– Si una banda de niños asalta a ancianas, desde luego no se van a asustar de un par de polis curiosos -apuntó Neuman-. Y si esa banda está por aquí, alguien habrá tenido que verla.

– No se haga ilusiones al respecto -replicó Sanogo-. La gente reclama más seguridad, convoca manifestaciones contra el crimen y la droga, pero la última vez que hicimos una redada por el township, nos recibieron a pedradas. Las madres protegen a sus hijos, qué quiere usted… La gente se dice que la pobreza y el paro son la causa de todos sus males, y los trapicheos, una manera de sobrevivir como otra cualquiera. Los Casspir [12] han dejado huellas imborrables en la gente -dijo con fatalidad-, y la mayoría tiene miedo de posibles represalias. Incluso si se trata de un asesinato perpetrado a plena luz del día, nadie ha visto nunca nada.

– ¿Puede al menos echar un vistazo a su ordenador? -dijo Neuman, mirando el cubo plantado sobre su escritorio.

El policía del township no se movió un milímetro.

– ¿Me está usted pidiendo que abra una investigación sobre una agresión que, jurídicamente, no existe?

– No, le estoy pidiendo que me diga si Simón Mceli pertenece a alguna banda conocida, o a alguna mafia -contestó Neuman.

– ¿Un niño de diez años?

– Las manos pequeñas hacen trabajitos pequeños mientras los adultos se reparten el botín: no me diga que no lo sabía.

El tono de la conversación, hasta entonces cortés, se enfrió. Sanogo agitó la cabeza de lado a lado, como si acabara de sentir un escalofrío.

– Eso no nos llevará a ninguna parte -dijo.

El zulú lo miró fijamente con ojos de serpiente.

Sanogo esbozó una mueca afligida antes de volverse hacia su ordenador con la inercia de un buque de carga.

– ¿Seguro que no va a llevar una investigación por su cuenta? -dijo, consultando los ficheros-. Khayelitsha no pertenece a su jurisdicción.

– Sólo quiero tranquilizar a mi anciana madre.

El capitán asintió con la cabeza, entornando los párpados. Al fin aparecieron unas listas de nombres en la pantalla. Ninguno correspondía al de Simón Mceli.

– El chaval no figura en nuestros ficheros -dijo, arrellanándose en su sillón-. Pero con un porcentaje de casos resueltos del veinte por ciento, si forma parte de alguna banda mafiosa quizá tenga alguna probabilidad de encontrarlo en la fosa común.

– A mí me interesan los vivos: ¿hay nuevas bandas mafiosas en el township?

– Bah… Lo que suele ocurrir es que el hermano pequeño sustituye al mayor. Los elementos descontrolados abundan por aquí.

– En efecto -replicó Neuman-: esta mañana he cambiado unas palabras con dos tipos en el solar del gimnasio. Unos tsotsis de apenas veinte años que hablaban el dashiki…

– La mafia nigeriana, quizá -aventuró el capitán-. Controlan las principales redes de droga.

– Uno de ellos tenía una Beretta como las de la policía.

– Las armas también abundan por aquí.

Walter Sanogo hizo clic en el icono de su ordenador para apagarlo.

– Escuche -dijo, levantándose de su sillón-, no puedo lanzar una investigación por un robo con tirón cuando tengo doce violaciones declaradas anoche mismo, un homicidio y montones de denuncias por agresión. Pero dígale a su madre que no se preocupe: por lo general, los que asaltan a ancianas no viven mucho tiempo…

***

El anexo del Hospital de la Cruz Roja se había creado en el marco de una amplia política sanitaria que tenía como objetivo frenar la propagación endémica del sida. Myriam trabajaba en el dispensario desde hacía un año: era su primer empleo, pero se sentía como si llevara toda la vida aliviando la angustia de la gente.

Su madre había contraído el virus de la manera más común: su amante de entonces la golpeaba, tachándola de infiel, cuando ésta le pedía que se pusiera un preservativo. Cuando sus hermanas se marcharon, asustadas por la enfermedad, Myriam se ocupó de su madre hasta sus últimos segundos de vida. No quería morir en el hospital: decía que allí maltrataban a las mujeres infectadas de sida, que se las acusaba de abrirse de piernas con demasiada facilidad, les reprochaban que ellas mismas se lo habían buscado… Su madre había muerto como una auténtica apestada, entre sus brazos, treinta y cinco kilos empapados en lágrimas. A raíz de eso, Myriam se sentía capaz de atender al mundo entero: el mundo entero estaba enfermo. África en particular.

Unos niños echaban una partida de morabaraba con piedrecitas en el vestíbulo abarrotado del dispensario. Neuman distinguió a la joven enfermera entre la multitud de pacientes. Llevaba el cabello trenzado con esmero, y su bata blanca ceñida realzaba su bonita figura. Myriam dejó que llegara hasta ella. Un sueño apagado que volvía a encenderse de pronto.

– Hace un momento desapareció usted -dijo Ali, a modo de disculpa.

– Estaba harta de esperarlo. Tengo trabajo -explicó ella, señalando una bandeja llena de jeringuillas.

Estaba enfadada. O por lo menos fingía estarlo.

– Quería darle las gracias por haberse ocupado de mi madre -le dijo él.

– Es mi trabajo.

Sus ojos del color del cobre lanzaban chispitas. Fuegos artificiales.

– Ni siquiera le he pagado el desplazamiento -añadió Neuman, tendiéndole un billete de cincuenta rands.

Myriam se guardó el dinero sin pestañear: era el triple de la tarifa, pero le estaba bien empleado por ser tan guapo y tan antipático a la vez.

– Sabe que lo habría hecho sin cobrar -le dijo de todas formas-. Su madre me ayudó mucho cuando llegué al dispensario.

– Mi madre ayudaría hasta a una piedra…

– ¿Me está comparando con una piedra? -se extrañó Myriam, con una expresión encantadora.

– Una piedra preciosa, al menos para mi madre -se apresuró a añadir el policía-. Le reitero mi agradecimiento.

Myriam se lo quedó mirando. Los zulúes tenían fórmulas de cortesía que a veces se hacían interminables, pero ese extraño espécimen se traía algo entre manos, y su cara bonita no iba a disuadirlo de su empeño.

– Estoy buscando a un niño -dijo-. Simón Mceli: fue atendido aquí no hace mucho. Un niño que ahora tendrá unos diez años. Su madre era una sangoma del township.

– No sé -contestó ella-. Pero eso debe de estar anotado en algún lado…

Myriam parecía mucho más intrigada por la cicatriz que tenía Neuman en la frente y en la que acababa de fijarse.

– ¿Me podría enseñar el registro? -insistió éste.

La enfermera asintió, con un gesto de hastío (menos mal que había venido para darle las gracias) y se fue al despacho contiguo a consultar los historiales médicos. Abrió un fichero metálico e inspeccionó las fichas de los pacientes. En el reducto hacía un calor húmedo, sentía el aliento de Neuman sobre su hombro y experimentó una sensación difusa, una suerte de malestar por encontrarse los dos a solas allí.

– Sí -dijo, extrayendo una ficha del cajón-: Simón Mceli. Estuvo aquí en enero de 2006.

– ¿Qué tenía? ¿Asma?

– No estoy autorizada a decírselo -contestó la enfermera con aire travieso-: ni siquiera sé si puedo hacer lo que estoy haciendo ahora.

A Neuman le divertía esa muchacha.

– Al menos digo yo que podré saber su última dirección…

– Bico Street, número 124, bloque C.

Estaba a cinco minutos en coche.

– Gracias -le dijo.

Myriam sentía calor bajo su bata blanca. La mala ventilación, seguramente. Buscó algo ingenioso que decir para retenerlo allí, pero era como si las paredes ya no quisieran albergarlos. Neuman desapareció al instante.

El bloque C estaba en un barrio pobre donde se sucedían hilera tras hilera las casitas de tejados de chapa, a menudo prolongadas por backyard shacks, esos cobertizos de patio trasero construidos como complemento a las viviendas. En ellos se veía la televisión si es que el vecino tenía una, o se contemplaba el tiempo pasar junto a la carretera, ese tiempo que lo excluía a uno. Desde que el último autocar de turistas que se había asomado por allí, al poco de terminar el apartheid, había sido asaltado por una banda de delincuentes, ya no se veía un solo blanco por el barrio como no fuera miembro de alguna ONG implantada en el township. Los touroperadores se contentaban ahora con minibuses, menos ostentosos, para realizar visitas concretas: escuelas, tiendecitas de artesanía local, asociaciones benéficas, etcétera.

Bico Street: Neuman aparcó junto al contador de electricidad, cuyos cables, semejantes a telarañas, se dispersaban hacia las chabolas. El número 124 estaba pintado sobre una lata de conserva pegada a la puerta. No había ningún nombre, ni un buzón siquiera -nadie recibía nunca correo en el township-. Llamó a la puerta de contrachapado que, al abrirse, a punto estuvo de caérsele encima.

Una mujer apareció en la entrada de la chabola, ataviada con un camisón en tejido acrílico satinado que brillaba sobre todo por su ausencia. Sus párpados traicionaban desgracias repetidas y muchas noches en vela. Saltaba a la vista que acababa de levantarse de la cama.

– ¿Qué pasa? -preguntó una voz de hombre a su espalda.

– No te metas, King Kong, que no das la talla…

La chica esbozó una sonrisa que no desentonaba con su camisón.

– Busco a una mujer -dijo Neuman-: Nora Mceli.

– No soy yo… Qué pena, ¿no?

– Depende de lo que le haya ocurrido. En 2006 Nora todavía vivía aquí con su hijo, Simón. Según dicen se marchó del township hace unos meses…

– Puede ser.

– Nora Mceli -repitió-. Una sangoma del barrio.

La chica se contoneó sobre el suelo de tierra batida.

– Que quién coño es -repitió la voz a su espalda.

– Ay, Señor, no le haga caso -dijo la chica, con aire confidencial-: se despierta de mal humor cuando ha bebido el día anterior.

– ¡Contéstame en lugar de menear el culo! -gritó el hombre-. ¡Esta es mi casa!

Neuman atravesó la mirada de brasas frías que le impedía el paso y entró en la casa sin tener que utilizar la fuerza. Un negro de unos treinta años, vestido con un pantalón corto infame, estaba tumbado bebiendo cerveza sobre un catre que ocupaba la mitad de la habitación. Colillas en el suelo, calzoncillos, latas vacías en todos los rincones, un trozo de motor en el fregadero de la cocina: se veía que la chica sólo estaba de paso.

– Busco a Nora Mceli: la sangoma que vivía aquí antes.

– Ya no está -contestó el tipo-. ¿Qué hace en mi casa? ¡Esto es propiedad privada!

Neuman blandió su placa ante el rostro arrugado del hombre.

– Dígame lo que sabe antes de que le eche un vistazo a este cuchitril.

El negro pareció encogerse en su pantalón de fútbol, era patente el olor a dagga <emphasis><strong>[13]</strong></emphasis>.

– Le digo que no la conozco. Esta casa la conseguí por mi primo, Sam. Tendría que preguntarle a él. Yo no sé nada: ¡mi fecha de nacimiento y poco más!

La chica se echó a reír. A Neuman le entraron ganas de imitarla.

– ¡Es verdad lo que dice! -le aseguró con aplomo.

La muchacha seguía contoneándose junto a la puerta. Pimienta y miel: el perfume de su piel. Eso le recordó que todavía no había hablado con Maia.

Por suerte, el primo Sam se mostró más locuaz: Nora y Simón se habían marchado hacía un año más o menos. La sangoma no estaba del todo bien vista en el barrio. Se la acusaba de preparar muti, pócimas mágicas, de hacer maleficios, decían incluso que por eso había enfermado, que sus poderes se habían vuelto contra ella. En cuanto a su hijo, Simón, Sam recordaba a un niño taciturno y de salud delicada, del que la gente desconfiaba por atavismo, por superstición…

– Ya no se los ha vuelto a ver nunca por el barrio -aseguró el viejo.

– ¿Nora no tenía familia?

Sam se encogió de hombros:

– Alguna vez mencionó a una prima que vivía al otro lado de la vía del tren…

Los asentamientos ilegales.

Era mediodía, el sol ahuyentaba las sombras. De vuelta a su coche, Neuman recibió una llamada de Fletcher.

– Ali… Ali, ven enseguida…

***

Las nubes se disolvían, nitrógeno líquido, desde lo alto de Table Mountain, se precipitaban abajo hasta el jardín botánico de Kirstenbosch, que se extendía por las faldas de la montaña. Neuman recorrió el caminito sin dignarse mirar las flores amarillas y blancas que ponían una nota de alegría en los arriates. Fletcher lo esperaba bajo los árboles, con las manos en los bolsillos, única señal de serenidad en el joven. Intercambiaron un gesto amistoso.

La brisa era más fresca a la sombra del Fragrance Garden: «Wilde iris (Dictes grandiflora)», rezaba el cartelito. Neuman se arrodilló. Olía a pino, a hierba mojada, a otras plantas de nombres complicados. La chica descansaba en medio de las flores: una mujer blanca a la que apenas se adivinaba detrás del bosquecillo de acacias. Una mujer muy joven, a juzgar por la morfología y la textura de su piel.

– La ha encontrado un empleado municipal -anunció Fletcher, de pie junto a él-. Hacia las diez y media. El jardín abre sus puertas a las nueve, pero esta parte está bastante aislada. Han evacuado a los visitantes.

Su vestido de verano estaba levantado hasta la cintura y dejaba al descubierto unas piernas moteadas de sangre. Una nubecilla de insectos se alborotaba sobre su rostro. La pobre había recibido tantos golpes que ya no se distinguían ni el tabique de la nariz ni las cejas. Los pómulos y los ojos habían desaparecido también bajo una masa de carne, hueso y cartílago; la boca estaba pulverizada, los dientes, clavados en la garganta, y la frente había reventado en varios sitios. Se habían ensañado con ella como si quisieran borrarle las facciones, suprimir su identidad.

Dan Fletcher apartaba la mirada del cadáver. Todavía no había cumplido los treinta pero había adquirido ya una sólida experiencia junto a Neuman: cuatro años a sus órdenes, que, a su juicio, contaban doble. Fletcher había visto cadáveres ahogados, quemados vivos y agujereados con postas. Pero esa muchacha podía llegar a quitarle el sueño.

– ¿Se sabe quién es? -preguntó Neuman.

– Hemos encontrado una tarjeta de videoclub a nombre de una tal Judith Botha en el bolsillo de su chaqueta -contestó-, la dirección que pone está en Observatory.

El barrio universitario de la ciudad.

– ¿No se ha encontrado el bolso?

– Siguen buscando entre los matorrales.

Sordo al estruendo de los grillos, Neuman parecía hipnotizado por el pétalo rojo vivo enredado en el cabello de la víctima. El espectáculo de esos dedos encogidos, como arañas que acabaran de aplastar, le cortaba la respiración. Pensó en los últimos momentos de su vida, el terror que había sentido, el destino que la había llevado hasta allí, a morir en medio de los wilde iris… Una chica que no tendría ni veinte años.

Dan Fletcher permanecía callado, a la sombra de las acacias. Quería ordenar un poco la casa antes de que volviera Claire, pero ya no iba a poder ser, cuatro días sin ella se le antojaban siglos, ahora la brigada estaba en ebullición, y todos esos efluvios lo aturdían, sólo le gustaba el perfume de su mujer.

Neuman se incorporó por fin.

– ¿Qué te parece? -quiso saber Fletcher.

– ¿Dónde está Brian?

– Lo he llamado varias veces al móvil, pero no contesta. Los perfumes se elevaban, embriagadores. Neuman hizo una mueca ante el cuerpo desarticulado de la chica:

– Vuelve a intentarlo.

4

El mundo se hundió de golpe en el océano nocturno. Brian Epkeen cayó al fondo de un abismo y se despertó sobresaltado: al abrirse, la puerta corredera había sonado dentro de su cabeza… El ruido venía de abajo, un sonido tenue pero perfectamente audible, que cesó enseguida.

Brian rodó sobre la cama, evitó por los pelos la cabeza que descansaba sobre la almohada contigua y retrocedió para hacer balance de la situación. El trino de los pájaros llegaba hasta él a través de la ventana del dormitorio, una melena pelirroja y rizada sobresalía de entre las sábanas, y alguien acababa de entrar en la casa.

Epkeen buscó su pistola, pero no estaba encima del escritorio. Vio la cabeza despeinada de espaldas a él, pero ni rastro de ropa sobre el parqué. Salió de entre las sábanas sin hacer ruido, cogió su pistola de calibre 38 de debajo de la cama y avanzó desnudo sobre la alfombra de la habitación: despacio, entornó la puerta.

Estaba en un buen berenjenal pues seguía sin encontrar rastro de su ropa, pero era obvio que había alguien abajo: unos pasos furtivos acababan de atravesar el salón. Se oía movimiento en el vestíbulo. Bajó la escalera sin ruido, se frotó los ojos, que tardaban en acostumbrarse a la penumbra, llegó al pasillo de la planta baja y se arrimó a la pared. El intruso no había tenido que trepar la verja para introducirse en su casa: la puerta había quedado abierta.

Epkeen apretó la culata de su arma, ahora ya estaba despierto del todo. No sabía por qué lo había dejado todo abierto, o más bien sí se figuraba por qué: los rizos pelirrojos en su dormitorio. De todas formas la casa era demasiado grande para él, ya no se trataba de una cuestión de sistema de seguridad… Avanzó hacia el vestíbulo, presa de sensaciones contradictorias. El silencio parecía haberse fundido con las paredes de la casa, el trino de los pájaros había quedado en suspenso. Epkeen, que acababa de rodear el tabique, se quedó estupefacto por un momento: el ladrón estaba ahí mismo, de espaldas, rebuscando en los bolsillos de su chaqueta, milagrosamente colgada del perchero.

El intruso acababa de encontrar dos billetes de cien rands en la cartera cuando sintió la presencia a su espalda.

– Deja ese dinero -dijo Epkeen con voz ronca.

Aunque lo habían sorprendido con las manos en la masa, el tipo no dijo nada: era un joven blanco de unos veinte años vestido a la última moda, con zapatillas de gruesa suela de goma, vaqueros anchos y una camiseta muy grande de una banda de heavy metal; su cabello castaño claro y largo le recordaba al de su madre.

– ¿Qué haces aquí? -replicó David.

No había soltado los billetes y miraba fijamente a su padre.

– Eso más bien tendría que preguntártelo yo a ti: al fin y al cabo ésta es mi casa -precisó.

David no contestó. Devolvió la cartera al bolsillo de la chaqueta, pero no los billetes. En su rostro a lo Brad Pitt, de chaval sano y bien alimentado, no se leía ni una sombra de remordimientos o vergüenza. El hijo pródigo parecía tener prisa.

– ¿Es todo lo que hay? -preguntó, señalando los billetes.

– El resto lo he escondido en las Bahamas.

Brian no se movía, con la esperanza de que la pistola ocultara su desnudez, pero David miraba con expresión asqueada su gran miembro, que le colgaba entre las piernas.

David estudiaba periodismo, fumaba porros, nunca tenía dinero y era un vago redomado. El ojito derecho de su madre, su único hijo, insolente pero listo, que se las había ingeniado para instalarse en casa de los padres de su novia; un blanco de la nueva generación que se proclamaba liberal de izquierdas y que, cuando no hablaba de la SAP [14] en términos insultantes, lo tildaba a él de fascista y de reaccionario. Daban ganas de inflarlo a tortas. A Brian le caía simpático: él era igual a su edad.

No era la primera vez que su hijo venía a desvalijarlo a su propia casa: la última vez, David le había vaciado los bolsillos no sólo a él, sino también a la chica que compartía esa noche su cama.

– Dame pasta -le espetó a su padre.

– Tienes veinte años, arréglatelas tú solo.

Epkeen quiso arrebatarle los billetes, pero David se los guardó en el enorme bolsillo de sus vaqueros y miró alrededor en busca de algo más que robar.

– ¿Te manda tu madre? -quiso saber Brian.

– Este mes no le has pasado la pensión.

– Joder, estamos a día 2…

– Día 2 o día 10, tanto da. ¿Cómo crees que vive?

El joven provocador tenía más de un as en la manga. Brian le dedicó una mueca amarga. Se había endeudado para conservar la casa, con la esperanza de que David se mudaría a vivir con él, con su novia si quería, o con su novio, si es que iban por ahí los tiros, a Brian eso también le traía sin cuidado; pero no sólo su hijo nunca se había mudado, sino que Ruby seguía contándole mentiras sobre él.

– Si tu madre se pasea por ahí en el descapotable de su dentista, tendría que poder sobrevivir hasta el final de la semana, ¿no? -le dijo.

– ¿Y qué hay de mí?

– La Facultad de Periodismo, los dos mil rands que te ingreso todos los meses, ¿no te basta con eso?

David adoptó una expresión de cabreo detrás de su flequillo grunge y rebelde.

– Los padres de Marjorie nos han echado de casa -explicó.

Marjorie era su novia, una «gótica» llena de piercings a la que Brian había visto un par de veces a la salida de la Facultad de Periodismo.

– Pensaba que les caías muy bien a sus padres…

– Ya no.

– Pues no tenéis más que mudaros aquí.

– Muy gracioso -se burló David.

– ¿Y por qué no os instaláis en casa de tu madre?

– Ella ahora tiene una nueva vida, no me apetece fastidiársela… No -prosiguió David-, nos vendría bien un apartamento en el centro, no muy lejos de la facultad. Hemos visto algo para alquilar en el barrio malayo, pero hay que pagar por adelantado los dos primeros meses, por no hablar de la pasta para comer, los impuestos…

– Te olvidas de los taxis: para ir a la facultad es mucho más cómodo, ¿no?

– Bueno, ¿qué? -se impacientó el chico.

Brian volvió a suspirar, conmovido por tanta ternura. David descubrió entonces la chaqueta de mujer tirada en la silla de la entrada.

– Aunque, claro, veo que tienes más gente a la que mantener-insinuó el joven-. ¿Ésta al menos sabes cómo se llama?

– No me ha dado tiempo a preguntárselo. Y ahora, largo de aquí.

– Y tú ve a lavarte la polla.

David pasó delante de él como una exhalación, cruzó el salón sin decir una palabra y cerró con un portazo, dejando tras de sí un silencio ensordecedor.

Brian se preguntó cómo el niño que perseguía a los pingüinos en la playa podía haberse convertido en ese desconocido esbelto con aires de madre superiora de convento, un cínico consumado ahogado en colonia cara. Lo que lo entristecía no era tanto el hecho de pillarlo vaciándole los bolsillos mientras dormía, sino esa manera que tenía de marcharse sin decirle una palabra, con esa mirada odiosa, siempre la misma, de desprecio y amargura mezclados, como si lo viera por última vez… Brian dejó la pistola que aún sostenía -de todas formas no estaba cargada-, descubrió la ropa arrugada y tirada de cualquier manera sobre la mesa de la cocina, la blusa violeta en el suelo, el sujetador a juego, y subió la escalera, de mal humor.

Hacía calor en la habitación; la mujer de los rizos pelirrojos estaba tumbada en la cama, con la sábana bajada hasta el trasero. Sus nalgas, de exuberantes curvas, eran de un blanco diáfano, finas y suaves como la cera. Tracy la camarera del Vera Cruz. Una pelirroja de cabello descolorido, de unos treinta y cinco años, con la que hacía poco que salía, un cuerpo menudo y pequeño pero que se empleaba a fondo en la cama. Sintiendo su presencia, Tracy abrió sus ojos verde manzana y sonrió al verlo.

– Buenos días…

Su rostro adormilado conservaba todavía las marcas de la almohada. Sintió ganas de besarla, para borrar lo que acababa de vivir.

– ¿Qué hora es? -preguntó ella, sin cubrirse con las sábanas.

– No sé. Serán las once o así.

– ¡Oh, no! -gimoteó, como si acabaran de quedarse dormidos.

Brian se sentó junto a ella, entre dos aguas. El enfrentamiento con su hijo lo había dejado agotado, se sentía como un animalillo varado en una playa, presa de las gaviotas, los cuervos…

– ¿Qué pasa? -preguntó Tracy, acariciándole el muslo-. Pareces preocupado.

– No, estoy bien.

– Entonces vuelve a la cama. Tenemos tiempo antes de irnos a casa de tu amigo Jim…

– ¿De quién?

Tracy frunció el ceño, transformando sus cejas en un arabesco pelirrojo:

– Pues de ese amigo tuyo, Jim… Me dijiste que íbamos a pasar el día en la playa… que te había dado las llaves de su chalé.

Epkeen fingió tardar mucho en acordarse -vaya, tenía que dejarse ya de esa historia de Jim: la última vez que había delirado con aquello de su supuesto amigo había sido para invitar a una joven abogada a jugar al golf en su club privado de Betty's

Bay. Pero ¿por qué demonios hablaba de ese tipo? Tenía la imaginación de un chalado…

Tracy se dio la vuelta, revelando unos pechos untuosos, muy sensibles, según recordaba Brian.

– Anda, ven aquí -sonrió la camarera.

Brian se dejó llevar por el juego de sus dedos, ambos agudizaron un momento sus sentidos antes de sumirse en un frenesí compulsivo, gozaron a distancia, intercambiaron unas caricias extenuadas y concluyeron con un beso.

Brian no tardó en desaparecer en el cuarto de baño. Se dio una ducha, preguntándose qué mentira le iba a contar a Tracy, y se cruzó con su propia mirada en el espejo, pero apartó los ojos.

Brian Epkeen había sido un hombre guapo, pero eso ya pertenecía al pasado. Había visto demasiados sabotajes, había faltado a demasiadas citas. No había amado lo suficiente, o había amado demasiado, o mal, o a quien no debía. Llevaba cuarenta años avanzando como un cangrejo, de derivas lejanas en diagonales cuánticas, una huida a cielo descubierto.

Cogió una camisa sin planchar que le devolvió un vago reflejo de sí mismo en el espejo, se puso un pantalón negro y se paseó por la habitación. Tracy, tumbada en la cama, pedía detalles sobre su domingo en la playa, cuando Brian encendió su móvil.

Tenía doce mensajes.

***

Ciudad del Cabo se extendía a los pies de Table Mountain, el suntuoso macizo montañoso que, desde su cumbre de un kilómetro de altura, dominaba el Atlántico sur. La «Mother City», como la llamaban. Epkeen vivía en Somerset, el barrio gay repleto de bares y discotecas, algunos abiertos a todo tipo de gente, sin restricciones. Colonos europeos, tribus xhosas, obreros indios o malayos… hacía siglos que Ciudad del Cabo era una urbe mestiza: el faro del país, una Nueva York en miniatura a orillas del mar, sede del Parlamento y que, por esa misma razón, había sido la primera en aplicar las medidas del apartheid. Epkeen se conocía la ciudad de memoria. Le había procurado tanto náuseas como vivas emociones.

Su tatarabuelo, analfabeto, había llegado allí cubierto de harapos, era uno de esos granjeros que hablaban esa especie de holandés deformado que más tarde pasaría a ser el afrikaans, ponía en práctica la ley del talión y manejaba con la misma habilidad el fusil que el Antiguo Testamento. El y los pioneros bóers que lo acompañaban no habían encontrado más que tierras áridas y bosquimanos de costumbres prehistóricas, nómadas incapaces de distinguir entre un venado y un animal doméstico, tipos que les arrancaban las patas a las vacas y se las comían crudas mientras las pobres bestias agonizaban entre mugidos, bosquimanos a los que habían echado como a lobos. El viejo no perdonaba una, porque si lo hacía, tenía todas las papeletas para encontrar a su familia asesinada. Se negaba a pagar impuestos al gobernador de la colonia inglesa que los abandonaba a su suerte, en contacto con poblaciones hostiles, desbrozando la tierra y luchando por sobrevivir. Los afrikáners nunca habían dependido de nada ni de nadie. Era esa sangre la que fluía por las venas de Brian, sangre de polvo y de muerte: sangre de selva.

Atavismo antropológico o síndrome de un final de raza anunciado, los bóers eran los eternos perdedores de la Historia -después de la guerra epónima que había visto al vencedor británico quemar sus casas y sus tierras, veinte mil, entre los que había mujeres y niños, habían muerto de hambre y de enfermedad en los campos de concentración ingleses donde los habían encerrado- y la instauración del apartheid, su derrota más vana [15].

Brian consideraba que sus antepasados, al instaurar ese sistema, la habían cagado del todo: el miedo al negro había invadido las conciencias y los cuerpos con una carga animal que recordaba los viejos temores reptilianos; el miedo al lobo, al león, al que se come al hombre blanco. No se podía construir nada sobre esa base: la fobia al otro había devorado la razón y sus mecanismos, y si bien el fin de un régimen tan denostado había devuelto a los afrikáners algo de su dignidad, quince años no bastaban para borrar su contribución a la Historia.

Epkeen bordeó los edificios antiguos del centro de la ciudad y las fachadas de colores de las casas con columnas de Long Street. Las avenidas estaban casi vacías, la mayor parte de la gente se había ido a la playa. Subió hacia Lions Head y buscó algo de frescor sacando la mano por la ventanilla abierta -el aire acondicionado de su Mercedes llevaba siglos estropeado-. Un modelo de colección, como él (una expresión de Tracy, que Brian se había tomado como un cumplido). Condujo sin pensar más en ella ni en aquella historia de pasar el domingo en casa de «Jim».

La intrusión de David le había dejado un sabor amargo. Llevaban seis años sin hablarse, o tan mal que más les habría valido no hacerlo. Brian esperaba que las cosas se arreglaran, pero David y su madre le seguían guardando rencor. La había engañado -era cierto- con mujeres negras, sobre todo. Brian sólo era fiel a sus convicciones, pero, en el fondo, era todo culpa suya. Ruby siempre había sido una furia trágica herida hasta la médula, y él, un imbécil de primera: saltaba a la vista que esa chica era un aviso de tormenta de fuerza máxima. Se habían conocido en un concierto de Nine Inch Nails en un festival de apoyo a la liberación de Mandela, y su manera de retorcerse en medio del estruendo eléctrico le había hecho atraer las tempestades femeninas: una chica que pegaba saltos al son de los riffs de Nine Inch Nails tenía que ser pura dinamita… Brian se había enamorado ahí mismo, el suyo había sido un encuentro como una colisión de líneas de fuga y un haz brillante de amor que iba derecho a sus ojos de loca.

Kloofnek Road: Epkeen evitó por los pelos al mestizo que hacía eses en mitad de la calzada, con la cabeza vendada, y se detuvo en el semáforo. Con su camisa agujereada y moteada de sangre, el desarrapado cayó al suelo unos pasos más allá y quedó tendido bajo el sol, con los brazos en cruz. Otros desechos humanos dormían la mona, tirados en la acera, demasiado borrachos para poder pedir limosna a los escasos viandantes.

El Mercedes dobló la esquina de la avenida y tomó la M 3 en dirección a Kirstenbosch.

Dos vehículos policiales montaban guardia ante la entrada al Jardín Botánico. Epkeen vio la furgoneta del equipo forense en el aparcamiento, el coche de Neuman junto a la tienda de souvenirs y a varios grupos de turistas desconcertados por el nerviosismo con el que los agentes se empeñaban en alejarlos de allí. Las nubes caían desde lo alto de la montaña, como ovejas asustadas. Brian mostró su placa de policía al constable <emphasis><strong>[16]</strong></emphasis> que controlaba los torniquetes de acceso, pasó bajo la bóveda del gran plátano que marcaba la entrada y, seguido por una horda de insectos, se dejó guiar por el canto de los pájaros hacia la avenida principal del parque.

Kirstenbosch, museo vivo, plantas alambicadas, árboles y flores multicolores dispuestos en una marea vegetal al pie de la montaña: Brian se cruzó en el césped con un faisán, que se alejó con una burla, y caminó hasta el bosquecillo de acacias.

Su Majestad estaba un poco más lejos, había encorvado su metro noventa de estatura bajo las ramas y hablaba en voz baja con Tembo, el forense. Detrás de ellos, medio fundido por el sol, esperaba de pie un viejo negro vestido con un peto verde y tocado con una gorra que le quedaba grande. Un equipo del laboratorio tomaba huellas en el suelo, y otro terminaba de sacar fotos. Epkeen saludó a Tembo, que ya se marchaba, con su sombrero de fieltro que recordaba a los de los músicos de jazz, y también al viejo negro con su peto de empleado municipal. Neuman lo esperaba antes de marcharse.

– Tienes mala cara -dijo al verlo.

– Pues si esto te parece mala cara, verás dentro de diez años…

Epkeen descubrió entonces el cuerpo en mitad de las flores: su aplomo, bastante maltrecho ya desde que se había despertado, se hundió un poco más.

– El caballero la ha encontrado esta mañana -dijo Neuman, volviéndose hacia el jardinero.

El viejo negro no decía nada. Se veía que no tenía ni pizca de ganas de estar allí. Epkeen se inclinó hacia los iris, no sin antes tomarse su ración de betabloqueantes. El cuerpo de la chica yacía de espaldas, con las rodillas dobladas, pero fue la cabeza lo que le hizo retroceder: no se distinguían sus ojos, ni sus rasgos. La habían borrado del mapa, y sus manos crispadas hacia un agresor a la vez invisible y omnipresente la habían dejado como petrificada en el miedo…

– El crimen tuvo lugar esta madrugada, hacia las dos -dijo Neuman con voz mecánica-. El terreno está seco, pero hay flores pisoteadas y manchadas de sangre. Probablemente de la víctima. No hay impacto de bala. Todos los golpes se concentran en el rostro y en la coronilla. Tembo se inclina por un martillo o un objeto similar.

Epkeen observaba los muslos blancos de la muchacha, moteados de sangre, unas piernas todavía algo rollizas, la chica debía de tener la edad de David. Ahuyentó tan aterradoras imágenes y vio que estaba desnuda bajo su vestido.

– ¿Violada?

– Es difícil determinarlo -contestó Neuman-. Junto al cadáver se ha encontrado un tanga, la goma estaba intacta. En todo caso, ha habido relación sexual. Queda determinar si fue consentida o no.

Epkeen pasó el dedo por el hombro desnudo de la chica y se lo llevó a los labios: la piel tenía un ligero sabor a sal… Se puso los guantes de látex que le tendía Neuman, examinó las manos de la víctima, sus dedos extrañamente crispados (había algo de tierra bajo las uñas) y las marcas que cubrían sus brazos: pequeños arañazos, casi rectilíneos. El vestido estaba roto en varios sitios, agujeros que eran como enganchones.

– ¿Tiene dos dedos rotos?

– Sí: en la mano derecha. Probablemente trató de protegerse.

Dos enfermeros esperaban en el camino de tierra, con la camilla en el suelo. Empezaban a hartarse de estar tanto rato quietos bajo el sol. Epkeen se incorporó, sentía las piernas como dos flanes.

– Quería que lo vieras antes de retirar el cuerpo -dijo Neuman.

– Gracias, Majestad. ¿Se sabe quién es?

– Hemos encontrado una tarjeta de videoclub a nombre de Judith Botha en el bolsillo de su chaqueta. Estudiante universitaria. Dan ha ido a comprobarlo.

Dan Fletcher, el protegido de ambos.

Los insectos zumbaban bajo las acacias del Jardín Botánico. Epkeen osciló un instante al azar de sus trayectorias, pero dos soles negros se reflejaban en los ojos de Neuman: el presentimiento que arrastraba desde el amanecer seguía ahí.

***

La ambulancia, con su sirena a pleno volumen, había formado un corrillo de curiosos delante del Seven Eleven de Woodstock: un cuerpo sobre la acera, gente asustada que se llevaba las manos a la cabeza, y entonces aparecieron los hombres de la unidad de intervención, con su chaleco antibalas… Dan Fletcher recorrió la sucia avenida del barrio popular antes de bifurcar para tomar la M 3. Si bien hasta entonces parecía que Ciudad del Cabo estaba escapando a los brinks, esos actos de terror cotidianos de los que era epicentro Johannesburgo, ese tipo de escena era cada vez más frecuente, incluso en pleno centro. Una evolución inquietante, de la que no dejaba de hacerse eco la prensa sensacionalista.

Fletcher había registrado el estudio de Judith Botha sin encontrar ningún indicio revelador sobre su desaparición: los vecinos no habían visto a la muchacha en todo el fin de semana, y el estudio no mostraba nada fuera de lo habitual en un apartamento de estudiante: libros, papeles de la universidad, tarjetas postales cutres, DVD, restos de pizza y la foto de una rubia que sonreía a la cámara y que correspondía a la descripción de la víctima. Dan había conseguido el número de teléfono de los padres, Nils y Flora Botha: la asistenta que por fin había contestado a la llamada no tenía ni idea de dónde se encontraba la señora Botha, pero su marido, Nils, debía de estar «en el rugby»…

Fletcher no conocía a Nils Botha, ni tenía idea de rugby, pero Janet Helms, que supervisaba la investigación desde la central, lo informó. Botha era el antiguo seleccionador de los Springboks, el equipo nacional; él mismo había sido jugador durante el periodo del embargo y el boicot deportivo. Hacía veinte años que era el emblemático entrenador de los Stormers de Cabo Occidental. Él y su mujer, Flora, tenían un hijo mayor, Pretorius, residente en Port Elizabeth, y una hija, Judith, que acababa de matricularse en la universidad, en Observatory.

Fletcher volvía a ver el rostro desfigurado en medio de las flores, las lianas sucias de su cabello rubio, los grumos de cerebro que se desparramaban fuera del cráneo… A Neuman le había ocultado su repugnancia, pero no podía engañar a nadie, y menos a los viejos polis de la central, que estaban de vuelta de todo. «Chupapollas» era el apodo que le había puesto Van Vlit, el sargento instructor de tiro sobre blancos móviles, terror de los agentes recién incorporados al cuerpo. El apodo era ya conocido en toda la comisaría, Dan había encontrado incluso revistas gay en el cajón de su mesa, con las páginas pegadas, jajá, qué risa, hasta que la cosa se calmó… Fletcher imaginaba que había terminado el periodo de las novatadas: se equivocaba. Neuman lo había elegido por sus dotes de sociólogo, no para que tuviera que aguantar los comentarios homófobos de los viejos polis de la comisaría central. El zulú había dejado fuera de combate al sargento instructor con un puñetazo en la nuca y le había bajado el pantalón delante de todos los demás: luego había cogido su famoso Colt cromado, del que tan orgulloso estaba Van Vlit, se lo había metido hasta la culata y lo había dejado ahí tieso, con su culo gordo y lleno de granos, sumido en una rabia fría más eficaz que ninguna advertencia. Después de eso, se acabaron los apodos, y empezó su colaboración.

Dan Fletcher salió con esfuerzo de la M 3 que dominaba la ciudad y, cruzando al otro lado de la montaña, llegó al complejo deportivo.

Los Stormers se estaban preparando para el Súper 14, el campeonato provincial del hemisferio sur. Todavía estaban lejos de su objetivo, pero los sudafricanos se entrenaban a fondo para alcanzar a los neozelandeses; Fletcher encontró a Botha a pie de campo, increpando a sus jugadores, corpulentos, fofos y sudorosos, mientras éstos ensayaban una melé. Cada balón que se caía lo sacaba de sus casillas: fue necesaria la placa para que el entrenador se dignara prestar atención al canijo con ojos de mujer que acababa de aparecer. Dejó que su ayudante prosiguiera con el entrenamiento de los delanteros, una sesión de tortura hasta el agotamiento.

Con los trapecios sobresaliendo de su camiseta pese a que ya había pasado la barrera de los sesenta, Botha, un hombre cuadrado y de pelo cano, llevaba una gorra con los colores del club y lucía en los antebrazos el vello de un orangután.

– ¿Qué ocurre? -preguntó, alertado por la expresión del policía.

– Estamos buscando a su hija, Judith… ¿Sabe dónde está?

Los ojos del entrenador se inyectaron en sangre:

– Pues… ¡en su casa! ¿Por qué?

– He estado en el estudio de Observatory, allí no hay nadie -respondió con calma el policía-. Y tampoco contesta al móvil.

Había ocurrido algo grave, Botha lo supo enseguida.

– ¿Cómo que no contesta al móvil?

Se palpó los bolsillos de su pantalón corto beis, buscando el móvil, como si aquello pudiera aportar una solución al problema.

– ¿Puede describirme a Judith? -preguntó Fletcher-. Físicamente, me refiero…

– Pues es rubia, de ojos azules, uno sesenta y ocho de estatura… ¿Por qué busca a mi hija? ¿Ha hecho algo malo?

Botha lo miraba, incrédulo. Fletcher sintió que se le aceleraba el pulso.

– Esta mañana se ha encontrado el cadáver de una chica -anunció-, en el Jardín Botánico de Kirstenbosch. El cuerpo aún no ha sido identificado, pero en el bolsillo de su chaqueta había una tarjeta de videoclub a nombre de Judith. La descripción de la víctima se corresponde con la de su hija pero aún no hay nada seguro… ¿Está al corriente de las actividades de Judith, lo que tenía pensado hacer anoche, por ejemplo?

El rostro colorado del entrenador se descompuso lentamente. Botha era conocido por las broncas que echaba a sus jugadores en los descansos y por su amor por el rugby duro, sin miramientos. Ese poli canijo y afeminado lo había dejado KO.

– Judith… Judith tenía que revisar sus parciales, con su amiga Nicole. En su estudio… En eso habían quedado.

– ¿Nicole qué más?

– Wiese… Nicole Wiese. Estudian juntas en la universidad.

Los delanteros caían como moscas bajo el sol.

– ¿Tiene su móvil? -quiso saber Fletcher.

– ¿El de Nicole? No… Pero tengo el de su padre -añadió de pronto-. Las niñas se conocen desde pequeñitas.

– ¿Tiene alguna idea del lugar donde pueden haber ido anoche?

– No…

– ¿Judith tiene novio?

– Deblink… Peter Deblink. Vive en Camps Bay -añadió Botha, como si aquello pudiera ser una garantía de moralidad-. Sus padres tienen un restaurante al que solemos ir mi mujer y yo…

– ¿Estaban juntos anoche?

– Ya le he dicho que Judith había quedado para repasar para los parciales con su amiga de la universidad.

– Su hija le mintió -replicó Fletcher.

Los delanteros jadeaban, agotados, pero Botha ya no los veía: si el cadáver era el de su hija… Sintió que se le endurecían los muslos y se le erizaba el vello. Entonces el móvil de Fletcher vibró en el bolsillo de su chaqueta. Con un gesto de disculpa para el entrenador, muy pálido, contestó a la llamada. Era Janet Helms, su compañera.

– Acabo de hablar por teléfono con Judith Botha -le dijo-: está en Strand, con su novio, no ha encendido el móvil hasta ahora…

El nudo que tenía en el estómago se disolvió.

– ¿La has puesto al corriente?

– No -contestó Janet-. Me imaginé que preferirías interrogarla tú.

– Has hecho bien… Dile que la espero en casa de sus padres.

A pie de campo, Botha tendió el oído. Pendiente de sus labios, buscaba un indicio, el que fuera, que le dijera que su hija estaba viva.

– Su hija está en la playa -le dijo Fletcher.

Los hombros del deportista se hundieron. Su alivio duró poco: Dan marcó el número de Neuman, que contestó al instante.

– Ali, soy yo. Creo que tengo el nombre de la víctima: Nicole Wiese.

5

– Es ella…

Los dedos de Stewart Wiese se entrelazaban como boas ante el mármol gris. La sala olía a antiséptico, pero por mucho que se esforzara el forense en hacer que su hija fuera algo más presentable, nada de eso iba a aplacar su rabia: de la tristeza ya se ocuparía después con su mujer.

Stewart Wiese había jugado de segunda línea en los Springboks: campeón del mundo en el 95, había formado parte unas cincuenta veces de la selección nacional, tenía muslos de búfalo y un cráneo con el que habría podido reventar una piedra de un cabezazo. Los campos de rugby lo habían entrenado para encajar golpes, el afrikáner había recibido bastantes y él a su vez había maltratado bastantes cuerpos, pero, como jugador que era, sabía de sobra que los golpes que no se ven venir son los más violentos. Ahora la niña de sus ojos, su hija mayor, ya no tenía ojos, ni nada que pudiera recordarle los rasgos de su Nicole.

– ¿Quiere sentarse?

– No.

Wiese debía de haber cogido unos quince kilos desde los tiempos en que jugaba, pero había conservado intactas las ganas de pelearse con el mundo. Apartó con un gesto el vaso de agua fresca que le ofrecía la ayudante del forense y le lanzó una mirada aguerrida a Neuman. Pensó en su mujer, loca de dolor antes incluso de que se confirmara el asesinato, en el abismo que se abría, cada vez más grande, bajo sus pies.

– ¿Tiene idea de quién es el hijo de puta que ha hecho esto?

No era tanto una pregunta como una amenaza.

Neuman observó la foto de la hija de Stewart, una muchacha rubia que acababa de cumplir dieciocho años y que residía en el 114 de Victoria, el barrio elegante de Camps Bay, en la periferia de la ciudad. Nicole Wiese: una muñequita bonita, al verla te daban ganas de comprarle un helado de vainilla, no de destrozarle el rostro con un martillo.

– Imagino que su hija no tenía enemigos -se aventuró Neuman.

– Ninguno así.

– ¿Permiso de conducir?

– No.

– Sin embargo, Nicole no fue andando a Kirstenbosch: ¿tiene idea de quién pudo haberla acompañado?

Wiese se retorcía las manos para no temblar.

– Nicole nunca habría salido por ahí de noche con desconocidos -dijo.

Miraba el rostro pulverizado de su hija como si fuera el de otra persona. No quería creer que el mundo no fuera más que una ilusión banal. Un castillo de naipes.

– ¿Cree en la teoría de que su hija era la persona equivocada y que esto ha ocurrido por encontrarse en el lugar y en el momento equivocados? -preguntó Neuman.

La rabia que estaba conteniendo estalló de golpe:

– ¡No, yo lo que creo es que esto es obra de un salvaje: un salvaje que se ha ensañado con mi hija! -Su voz retumbó en el aire helado-. ¡¿Quién si no puede haber hecho una cosa así?! ¡¿Quién si no?! ¡¿Me lo puede decir?!

– Lo siento mucho.

– No tanto como yo -replicó Wiese, sin aflojar las mandíbulas-. Pero esto no quedará así. No: no quedará así…

La tez rubicunda del afrikáner se había diluido, un furor sordo latía en sus sienes. Creía a su hija en casa de Judith Botha, donde las dos estudiantes debían pasar la noche repasando para los exámenes parciales ante un trozo de pizza, y en vez de eso la habían encontrado muerta a varios kilómetros de allí, asesinada en el Jardín Botánico de Kirstenbosch, en plena noche.

– ¿Y han… han violado a mi hija?

– Todavía no lo sabemos. La autopsia lo dirá.

El antiguo jugador de rugby enderezó el busto, era apenas un poco más alto que Neuman.

– Deberían saberlo -le espetó-. ¡¿Qué coño hace su forense?!

– Su trabajo -contestó Neuman-. Su hija mantuvo relaciones sexuales anoche, pero no es seguro que fuera violada.

Wiese se puso muy colorado, parecía estupefacto.

– Quiero ver al jefe de policía -dijo con voz átona-. Quiero que se ocupe personalmente de esto.

– Yo dirijo la brigada criminal -precisó Neuman-: y es exactamente lo que voy a hacer.

El afrikáner vaciló, desconcertado. La ayudante del forense había tapado con la sábana el cadáver, que Wiese seguía mirando con ojos vidriosos.

– ¿Puede decirme cuándo vio a Nicole por última vez?

– Hacia las cuatro de la tarde… El sábado… Nicole tenía que irse de compras con Judith Botha, antes de encerrarse a repasar para los exámenes.

– ¿Sabe si tenía novio?

– Nicole rompió antes del verano con su último novio -dijo-. Ben Durandt. Desde entonces no había vuelto a tener ninguno.

– A los dieciocho años no siempre le cuenta uno todo a su padre -se aventuró Neuman.

– Mi mujer me lo habría dicho. ¿Qué insinúa? ¿Qué no sé controlar a mi hija?

El furor velaba sus ojos metálicos: encontraría al tipo que había asesinado a su hija, lo haría papilla, lo reduciría a un puñado de huesos, no quedaría nada de él.

– Mi hija ha sido violada y asesinada por una bestia -declaró en tono perentorio-, un monstruo de la peor especie que hoy se pasea tan campante por la ciudad, con total impunidad: no puedo aceptarlo. Imposible. Si no sabe quién soy yo, va a aprender a conocerme… No soy de los que tiran la toalla, capitán. Removeré cielo y tierra hasta que cojamos a esta basura. Quiero que todos los departamentos de su jodida policía se involucren en el caso, que sus putos inspectores muevan el culo y sobre todo que obtengan resultados: pronto. ¿Está claro?

– La justicia es igual para todos -aseguró el policía negro con un énfasis que Wiese interpretó como arrogancia-. Encontraré al asesino de su hija.

– Lo espero por usted -masculló entre dientes.

La nuca rapada del afrikáner estaba empapada en sudor. Stewart Wiese lanzó una última mirada a la sábana que cubría a su hija.

Neuman empezaba a entender lo que lo irritaba de esa entrevista.

– Un agente irá a su casa mañana por la mañana -dijo, antes de dejarlo marchar.

Un agente blanco.

***

Las colinas y la vegetación frondosa que cubría las paradisíacas calas de Clifton habían cedido el lugar a residencias de lujo, chalés con aparcamiento en el techo, vigilancia y acceso privado a la playa. Atrapados como estaban en la tela de la especulación inmobiliaria, todavía se construía directamente en las faldas de las colinas, cada vez más alto; de todas formas, ya era demasiado tarde para pensar en preservar el paisaje.

El 25 de West Point. Dorados, maderas lacadas, espejos a gogó, una joya para cualquier apasionado del brillo vulgar de los ochenta, la vivienda de la familia Botha estaba engalanada como una drag-queen de Sidney. Flora, que lucía una expresión cansada por el sol y el maquillaje, aguardaba el regreso de Judith sobre el sofá del salón panorámico. Su marido, que se afanaba alrededor de la mesa baja, hablaba por los dos. Mintiendo a todo el mundo, la tontorrona de la jovencita había levantado una barrera de antagonismo entre las dos familias: Stewart había llamado un poco antes, una discusión agitada que no había hecho sino envenenar más las cosas. El jugador de los Springboks había terminado su carrera en los Stormers de Nils Botha, y los dos hombres habían mantenido la amistad desde entonces: sus hijas habían ido juntas al colegio, tenían el mismo círculo de amistades, salían por los mismos sitios, nunca les había faltado nada ni habían dado el más mínimo disgusto a sus padres. Se suponía que debían repasar para los exámenes, no salir por ahí de noche ni marcharse a pasar el fin de semana en la playa. Traición. Incomprensión. Botha echaba chispas. Fletcher lo dejó cocerse en su propio jugo, mientras su esposa se retorcía los dedos en el sofá tapizado de flores.

Dan pensó en Claire, su mujer, a la que después iría a recoger al hospital, cuando llamaron al telefonillo. Flora dio un respingo en su cojín, se incorporó de golpe, como movida por un resorte, e hizo repiquetear sus tacones de aguja sobre el suelo de mármol. Nils fue el primero en descolgar el auricular del telefonillo. El vigilante anunció la llegada de su hija.

Judith apareció poco después al pie del ascensor privado, acompañada de su novio Peter, un niño bien del barrio que había cambiado sus Ray Ban por un mechón rubio que le adornaba la frente.

– Pero ¿qué pasa? -preguntó Judith, al ver la expresión deshecha de su madre-. ¿Ha ocurrido algo?

Botha echó a un lado a su mujer, se precipitó sobre su hija y le propinó una bofetada en plena cara. Flora dejó escapar un gritito de estupefacción. Judith gimió, desplomándose en el suelo.

– ¡Nils! -protestó Flora-. No…

– ¡Cállate! Y tú, escúchame bien -rugió, dirigiéndose a su hija-: sí, ha ocurrido algo: ¡Nicole ha sido asesinada! ¡¿Me oyes?! ¡La han matado!

La asistenta, escondida al fondo del pasillo, corrió a refugiarse en la cocina. Judith se echó a llorar. El joven a la moda que la acompañaba retrocedió hacia el ascensor. Botha lo fusiló con la mirada antes de inclinarse sobre la muchacha que lloraba, a la que levantó del brazo como se arrancan las malas hierbas.

– No creo que este trato sea el más adecuado dada la situación -se interpuso Fletcher.

– ¡Trato a mi hija como me da la gana!

– Pero ve que apenas puede mantenerse en pie…

A Botha le traía sin cuidado. Ya había golpeado antes a hombres en el suelo. Era tan válido en la vida como en el rugby. No veía más que la mentira, el engaño, la pérdida definitiva de la amistad con Stewart Wiese, con el resto de sus conocidos, la repercusión en sus negocios, la marabunta de problemas que se perfilaba en el horizonte. Y todo por culpa de la imbécil de su hija.

Judith sollozaba en el suelo de mármol, cubriéndose el rostro con las manos. Flora acudió junto a ella, torpe, sin saber por dónde cogerla ni cómo consolarla.

– Me gustaría hablar a solas con Judith -dijo Fletcher.

– ¡Tengo derecho a saber por qué nos ha mentido mi hija!

– Se lo ruego, señor Botha: déjeme hacer mi trabajo…

La boca de Botha se torció en un rictus agrio. El agente canijo hablaba a media voz y miraba a su hija con una compasión que lo ponía nervioso. Judith seguía encogida, con la espalda apoyada en la puerta del ascensor, patética, mientras su madre, torpe, trataba de consolarla con un murmullo inaudible.

Fletcher se arrodilló a su vez, descubrió unas pecas bajo el cabello despeinado de la muchacha, la tomó de la mano y la ayudó a levantarse. El rímel se le había corrido y ahora le manchaba los dedos. Apoyado contra el ascensor, Peter Deblink contaba las placas de mármol.

– Tú también te vienes -le lanzó Fletcher.

Evitando la furia paterna, la joven pareja siguió al policía hasta la terraza del salón panorámico.

Un viento fresco se elevaba con los pájaros; abajo, en la playa, se levantaban olas turquesa, era como si ese rincón del paraíso se hubiera equivocado de lugar; Judith, todavía en estado de shock, se derrumbó sobre una tumbona, donde pudo llorar con más libertad.

Hubo un momento de silencio, acentuado por el estruendo de las olas. Fletcher tenía la silueta frágil de Montgomery Clift, y su mirada sólo brillaba por la de su mujer: se inclinó hacia la joven estudiante y la encontró bonita, sin más.

– Tienes que ayudarme -dijo-. ¿De acuerdo?

Judith no contestó, muy ocupada en contener el llanto.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó, sorbiéndose la nariz.

– Todavía no lo sabemos -contestó Fletcher-. Esta mañana han encontrado el cuerpo de Nicole en el Jardín Botánico de Kirstenbosch.

Judith levantó la cabeza, incrédula. Los dedos de su padre habían trazado una obra paleolítica sobre su mejilla.

– Eras la mejor amiga de Nicole, según me han dicho…

– Nos conocemos desde niñas -confirmó Judith, con un nudo en la garganta-. Nicole vive en Camps Bay, al otro lado de la colina…

Pero el movimiento de cabeza que esbozó apenas llegaba a las plantas de la terraza.

– ¿Solías mentir para encubrirla?

– No… No…

Fletcher observó sus ojos mojados pero no vio en ellos más que vergüenza y tristeza.

– Dime la verdad.

– Tengo… tengo un estudio en Obs', cerca de la facultad… Nicole les decía a sus padres que se quedaba a dormir allí para estudiar.

– ¿Y no era verdad?

– Era sólo un pretexto para salir… No me gusta mentir, pero lo hacía por ella, por amistad. Intenté decirle que nuestros padres terminarían por enterarse, pero Nicole me suplicaba y… Vamos, que no tuve el valor de negarme. Ahora me arrepiento. Es horrible.

Buscó refugio entre sus manos.

– ¿No estabais con ella anoche? -preguntó Fletcher, volviéndose hacia Deblink.

– No -contestó el rubito-: estábamos en Strand para bucear en una jaula con los tiburones blancos. La excursión salía a las siete de la mañana. Hemos dormido en la casa de la empresa que organizaba esta salida de buceo.

Era fácil de comprobar.

– ¿Y Nicole?

– Tenía una copia de las llaves -contestó Judith-. Así teníamos libertad.

– ¿Te dijo adónde iba, con quién?

– No…

– Pensaba que erais amigas.

La expresión de su rostro cambió:

– A decir verdad, últimamente nos veíamos poco.

– Estáis en la misma facultad.

– Nicole ya casi no iba a clase -explicó Judith.

– ¿Y eso?

– La Historia no le apasionaba demasiado…

– Prefería a los chicos -prosiguió Fletcher.

– No me haga decir lo que no he dicho.

– Pero se acostaba con chicos…

– ¡Nicole era cualquier cosa menos una puta! -protestó su amiga.

– No veo qué hay de malo en que te gusten los chicos -dijo Fletcher para calmarla-. ¿Nicole había conocido a alguien?

Judith se encogió de hombros, desarmada.

– Creo que sí.

– ¿Sólo lo crees?

– No me habló de ello directamente, pero… no sé… Nicole había cambiado. Me rehuía.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– No sé -dijo Judith con un soplo de voz-. Es una intuición… Nos conocemos desde hace tiempo, pero algo había cambiado en ella. No sabría decir por qué, pero Nicole no era la misma, sobre todo últimamente. Eso es lo que me hace pensar que había conocido a alguien.

– Es raro que no te hubiera hablado de ello: eras su mejor amiga.

– Lo era, sí…

Un viento de tristeza barrió la terraza.

– ¿Nicole cambiaba a menudo de novio?

– No… no: no es que le gustara coleccionar ligues, ya se lo he dicho. Le gustaban los chicos, sí, pero como a todo el mundo: sin pasarse, una cosa normal.

Deblink ni siquiera se inmutó.

– Ben Durandt -añadió Fletcher-: ¿lo conoces?

– Un amigo de Camps Bay -dijo, tristona-. Estuvieron seis meses juntos.

– ¿Cómo se comportaba Durandt con Nicole?

– Muy bien para conducir un descapotable -calibró Judith.

– ¿Era el típico novio celoso?

– No… -Judith negó con la cabeza-. Durandt está demasiado fascinado por sí mismo como para interesarse por los demás. De todas maneras, no era más que un ligue. Nicole se aburría un montón con él.

La muchacha se iba animando un poco.

– ¿Sabes si se habían acostado juntos?

– No. ¡¿Por qué me lo pregunta?!

– Intento saber si Nicole se acostaba con chicos, si la relación sexual que mantuvo la noche del asesinato fue consentida o no.

Judith bajó la mirada.

– ¿Tú qué crees? -le preguntó a Deblink.

– Apenas nos conocíamos -contestó éste, con una mueca antipática.

– ¿Pensaba que erais asiduos de Camps Bay? La juventud dorada pasaba allí los fines de semana, de playa en playa.

– Sí -confirmó el playboy-, allí nos conocimos Judith y yo. Pero a Nicole sólo la había visto una vez, y deprisa y corriendo…

– ¿Quieres decir que Nicole ya no iba por Camps Bay?

– Eso es.

– Le digo que había cambiado -añadió Judith.

Una gaviota suspendida en el aire graznó a la altura de la terraza. Fletcher se volvió hacia la estudiante:

– ¿En qué habíais quedado anoche?

– Nicole me avisó por teléfono de que iba a salir. Yo tenía planeado ir a ver tiburones con Peter, por lo que le dejaba el estudio libre toda la noche…

– ¿Por qué mentir a vuestros padres?

– Mi padre, pase -contestó Judith, mordisqueándose los labios-, me ha dejado alquilar un estudio cerca de la universidad… Pero el padre de Nicole es muy… conservador, por decirlo de alguna manera. No le gustaba que saliera. O si lo hacía, tenía que ser con chicos que él conociera. Tenía miedo de que la agredieran o la violaran.

Había una agresión o una violación cada cinco minutos, según las estadísticas nacionales.

– ¿Por eso la encubrías cuando salía?

– Sí.

– ¿Nicole salía por los bares del barrio?

– Eso me decía ella.

– ¿Tenía nuevos amigos?

– Seguramente…

Fletcher asintió. La brisa de la tarde soplaba sobre la terraza.

– Han encontrado una tarjeta de videoclub a tu nombre en el bolsillo de su chaqueta -dijo.

– Sí, se la prestaba cuando quería ver películas.

– ¿Anoche, por ejemplo?

– No lo sé. Nicole tenía las llaves y volvía cuando quería. Yo no le hacía preguntas. Apenas nos cruzábamos por las mañanas, eso cuando no pasaba fuera toda la noche…

– ¿Ocurrió alguna vez?

– Sí, una vez, esta semana… El miércoles. Sí: el miércoles -repitió-. Cuando me desperté por la mañana no había nadie en el sofá.

– ¿Nicole no te contó dónde había dormido?

– No… Yo me limité a decirle que no podía seguir así. Que nuestros padres terminarían por pillarnos… Y, pese a todo, el sábado me dejé convencer otra vez. Como una idiota…

Volvieron a su memoria recuerdos de infancia, y sintió ganas de llorar: muñecas maquilladas, carcajadas, confidencias…

Judith trató de contener el llanto, pero venía con demasiada fuerza y la ola la ahogó. Ocultó el rostro entre las manos.

La noche caía despacio sobre el mar. Fletcher consultó su reloj: Claire salía en menos de una hora.

A dos pasos de allí, con su mechón rubio agitándose al viento, el playboy de plástico todavía no había tenido un solo gesto de consuelo para su novia. Dan apretó el hombro de la muchacha que lloraba, antes de marcharse hacia el hospital.

***

A partir de mañana (dentro de unas horas), iré de camino hacia ti. Un camino lento, como nos gusta, a paso de carroza… ¿A qué sabe tu sexo? ¿Sabes que su sabor cambia según la estación del año, la inclinación del sol, el humor de la luna? ¿Sigue siendo tu boca esa virtuosa del «orgasmo agónico»? ¿Seré todavía el pez piloto que corre en cabeza? Pienso en ello, luego ya estoy allí, imaginando, desde lejos, el placer de la inmersión… ¡Cuánto ansío estar contigo, mi amor!

Claire releyó por enésima vez la notita que Dan había metido junto con las flores. Se la guardó y le dio las rosas a la enfermera xhosa que llevaba tres noches cuidándola.

A los treinta años, uno desconfía de sus decisiones, en su mayoría definitivas, del matrimonio y de los accidentes de coche, pero no del cáncer, un cáncer de mama que le habían diagnosticado hacía tres meses y que había degenerado en toda clase de metástasis. El suelo se abría bajo sus pies, Dan no veía más que un abismo, pero Claire parecía soportar la quimioterapia y la pérdida de cabello. La última serie de análisis había resultado globalmente positiva: habría que ver cómo evolucionaba… Los niños, por supuesto, no sabían nada: Tom, de cuatro años y medio, estaba convencido de que su madre estaba «enferma de otoño», y que volvería a crecerle el pelo. Y en cuanto a Eve, ni siquiera se había enterado de nada…

Dan recogió a su mujer en el vestíbulo del Hospital Somerset. Claire llevaba una boina negra para cubrir su cabeza calva y una falda corta que dejaba al descubierto sus rodillas más delgadas ahora: sonrió al verlo abrirse paso a través de la multitud, lo cogió por los hombros y le plantó un beso en la boca delante de la recepción. Un beso largo y lánguido, como en sus primeros encuentros… Había que darle por culo a la desgracia, ésa era la expresión que empleaba ese ángel desposeído: la enfermedad no podría con ella ni con su cuerpo, ese terreno era sólo suyo, de Dan.

La gente pasaba delante de ellos, y su beso duraba y duraba.

– ¿Llevas mucho tiempo esperando? -le susurró Dan al oído.

– Veintiséis años dentro de dos meses -contestó Claire.

Dan se separó de su abrazo:

– Entonces vámonos de aquí…

La tomó de su mano frágil, cogió su maleta y la llevó hacia la salida. El aire del aparcamiento se le antojaba nuevo de pronto, y el cielo, casi tan luminoso como sus ojos azules de golondrina.

– Los niños te esperan, han organizado una fiestecita -anunció Dan-. La casa está un poco manga por hombro, no he tenido tiempo de ordenarla, pero la niñera se ocupa de las tartas.

– ¡Genial!

– Les he dicho que no llegaríamos antes de las ocho -añadió, como quien no quiere la cosa.

Eran apenas las seis y cuarto…

– ¿Adónde me llevas, casanova?

– A Llandudno.

Claire sonrió. Conocían una calita en la península, un sitio tranquilo donde podían bañarse desnudos sin que nadie viniera a molestarlos. Se acurrucó contra él y vio su coche camuflado en el aparcamiento.

– ¿Estás de servicio?

– Sí… Es una lata… Esta mañana han encontrado a una chica en Kirstenbosch.

– ¿La hija del jugador de rugby?

– ¿Te has enterado?

– Lo han dado antes por la radio… ¿Vienen a cenar los chicos?

Se refería a Ali y a Brian, sus queridos amigos, y al pequeño ritual que consistía en ir a cenar a su casa para disculparse por los horarios flexibles, el estrés y la burrada de trabajo que los esperaba.

– Habíamos pensado en mañana por la noche. Si te encuentras bien, claro -se apresuró a añadir.

– Ya lo hemos hablado -dijo Claire, como algo convenido-. No cambiemos nada, ¿vale?

Quería que la trataran como a una convaleciente, no como a una enferma. Lo mismo valía para Ali y Brian. Dan volvió a besarla.

– ¿Has encontrado lo que te pedí? -quiso saber ella, subiendo al coche.

– Sí. Está en el asiento de atrás.

Claire se volvió hacia los asientos y colocó la sombrerera sobre su regazo.

– Cierra los ojos -le dijo.

– Ya están cerrados.

Claire lo miró de reojo, se quitó muy rápido la boina, cogió la peluca que había dentro de la sombrerera y se la ajustó mirándose en el espejo del retrovisor: una melena cuadrada y cortita, rubio platino, con dos mechones a los años sesenta que le llegaban justo por debajo de las orejas… Mmm, no estaba nada mal… Le dio unas palmaditas a su marido en el brazo:

– ¿Qué tal estoy en versión acrílico?

Dan no pudo evitar estremecerse: una sonrisa ávida y cruel flotaba en sus labios, una sonrisa de muñeca maltratada, y esos ojos azules donde brillaba su muerte…

– Fantástica -dijo, encendiendo el motor.

Tenían dos horas por delante: o lo que es lo mismo, la vida entera.

***

Los periódicos de la tarde abrían su edición con el asesinato de Nicole Wiese. Su padre había sido campeón del mundo justo después de las primeras elecciones democráticas, Mandela había vestido la camiseta de los Springboks y escuchado el nuevo himno sudafricano estrechando la mano de su capitán, Pienaar, un afrikáner. Aquel día, el segunda línea Stewart Wiese se había convertido en uno de los embajadores de la nueva Sudáfrica -y qué importaba si los invencibles All Blacks se habían pillado una gastroenteritis la víspera de la final-.

En medio de la tempestad que se había desatado, Stewart Wiese había anunciado que daría una conferencia de prensa, lo cual, en un país presa de la violencia y el crimen, no presagiaba nada bueno; se recordarían las estadísticas, más de cincuenta asesinatos al día, los fallos de la policía, incapaz de proteger a sus conciudadanos, y de ahí se pasaría a comentar la pertinencia de restablecer la pena de muerte…

La noche caía en el township. Ali apagó la radio y sirvió la cena en la cocina. Había preparado un plato de lentejas con cilantro y un cóctel de zumo de frutas. Atiborrada a pastillas, su madre había dormido buena parte de la tarde, pero ahora parecía mucho más recuperada: ¿la agresión de esta mañana? ¿Qué agresión? Josephina pretendía encontrarse divinamente, casi llegaba a decir que no había estado mejor en su vida. El, en cambio, aunque seguía igual de guapo, de fuerte, etcétera, parecía cansado… El mismo numerito de siempre.

Neuman no comentó nada de su jornada de trabajo, de lo que había visto: dejó sobre la mesa de la cocina sus bombones preferidos, el único capricho que se permitía su madre, y se marchó, no sin antes darle un beso en la frente y jurarle que sí, que sí, que un día le presentaría a su novia…

Simulacros.

Sin alumbrado público, fragmentados en una multitud de micro territorios, de noche los townships eran particularmente peligrosos. Marenberg no escapaba a esta regla: los Rastafari [17] habían organizado marchas contra el crimen y la droga, pero las bandas organizadas seguían imponiendo su ley: había ocurrido incluso que las escuelas de Bonteheuwel tuvieran que cerrar por decreto de las mafias, y las autoridades, impotentes, no pudieran garantizar la seguridad de los alumnos. En Marenberg, tres cuartas partes de éstos consumían drogas y gravitaban alrededor de los tsotsis…

Neuman aparcó el coche delante de la casa de Maia, una de las pocas construcciones de ladrillo del barrio. Las luces de los aviones titilaban en el cielo malva. Miró las calles de tierra que se desvanecían en la oscuridad y cerró la puerta del coche. Un rayo de claridad se filtraba por el tragaluz de su habitación; llamó suavemente a la puerta, para no asustarla -cuatro veces, era uno de sus códigos. Unos pasos quedos se acercaron.

Maia sonrió al verlo, su semidiós esculpido en la noche.

– Te he estado esperando todo el día -le dijo sin reproche.

La mestiza sólo vestía un camisón de reflejos plateados y el par de zapatillas que él le había comprado. Besó la mano del zulú y lo atrajo al interior de la casa. La decoración del pequeño salón había cambiado desde la semana anterior: Maia había arrancado los distintos papeles de pared que adornaban la habitación y, en su lugar, había colgado sus propios cuadros, que pintaba sobre tablas o sobre madera que recuperaba de la basura. Maia se alegraba de verlo pero no dijo nada -código número cuatro. Ali había elaborado una lista para ellos. Maia tenía que recordarla-.

Lo llevó hasta la habitación sin decir una palabra, encendió la vela que había junto al colchón y se tumbó boca abajo. Sus muslos dorados resplandecían en la penumbra, esas piernas de las que Ali conocía cada músculo, cada recoveco, por haberlas recorrido mil veces. Maia cerró los ojos y se dejó contemplar, con los brazos separados del cuerpo, como si estuviera a punto de echar a volar. Fuera ladró un perro.

Pasó otro avión. La cera terminó por derramarse sobre la moqueta. Esculpida en la espera, Maia seguía inmóvil, con los ojos cerrados, como si estuviera muerta. Por fin, Neuman le pasó la mano por el cabello, trenzado con esmero y, suavemente, le acaricio la curva de la nuca. Ella esbozó una sonrisa, no necesitaba abrir los ojos:

– Reconocería tu mano a tres metros…

Maia estaba caliente y suave, como sus labios. Le acarició los hombros, la espalda, ligeramente rugosa… Una, dos, tres… Neuman contó cinco cicatrices. Maia se retorcía, gimiendo. Quizá fingiera… Qué importaba. Él le subió el camisón, dejó al descubierto sus riñones, la curva de sus nalgas, que ella no tardó en tenderle, como una ofrenda. Ali no pensaba: con las yemas de los dedos trazaba surcos en su cuerpo maltratado, un hilo invisible que le arrancaba mil y un gemidos de puro placer…

Levantó la cabeza y, a la luz de la vela, vio las imágenes que adornaban las paredes; eran fotografías recortadas de revistas que Maia había puesto ahí para alegrar la habitación, o pensando que le gustarían a él, mujeres vestidas con trajes sastre muy elegantes o en bañador, mujeres publicitarias en decorados paradisíacos de playas y atolones aislados, pobres fotografías medio arrugadas, algunas de las cuales, recogidas de la calle, se habían manchado de humedad o de la suciedad de la basura… Le partían el corazón, y a la vez sintió unas fuertes ganas de vomitar.

Neuman se marchó sin mirar siquiera sus cuadros, dejando un puñado de billetes sobre la nevera.

***

El jardín Botánico estaba vacío a esas horas, el alba era aún un recuerdo. Neuman caminó sobre el césped cortado a la inglesa, con los zapatos en la mano. Sentía la hierba blanda y fresca bajo los pies. Las hojas de las acacias se estremecían en la oscuridad. Se arrebujó en su chaqueta y se acuclilló junto a las flores.

«Wilde Iris (Dictesgrandiflora)», decía el cartelito. Seguían allí los precintos de la policía, que se agitaban con la brisa…

No se había encontrado el bolso de Nicole en el lugar del crimen. El asesino se lo habría llevado. ¿Por qué? ¿Por el dinero? ¿Qué podía llevar una estudiante en el bolso? Alzó los ojos hacia las nubes asustadas que desfilaban deprisa bajo la luna. El presentimiento seguía ahí, omnipresente, y le oprimía el pecho.

Ali no dormiría. Ni esa noche ni la siguiente. Las pastillas no le hacían ningún efecto, como mucho le dejaban un sabor a pasta blanda en la boca; insomnio crónico, desesperación, fenómenos compensatorios, desesperación, su cerebro era presa de un círculo vicioso. Y no sólo desde aquella mañana. Los paseos por el Cabo de Buena Esperanza no iban a cambiar nada tampoco. En lo más hondo de sí mismo tenía ese monstruo frío, esa bestia de la que no podía librarse; por más que luchara, por más que la negara, por más que hiciera que cada mañana fuera la primera y no la última, libraba una guerra perdida de antemano. Maia: patética fachada… Se le llenaron los ojos de lágrimas. Podía inventarse escenarios de vida, códigos eróticos, listas de atracciones pasionales que no eran sino amores fantasma, el yeso no aguantaba. Sus máscaras caerían en una lluvia de escayola, muy pronto, tabiques de imperio que lo arrastrarían todo en su caída, decorados demasiado viejos, listos para el desguace. La realidad estallaría algún día: lo agarraría del cuello y le haría morder el polvo, como en el jardín de su infancia. Su piel, su vida de zulú pendía de un hilo: podía remodelar la realidad cuanto quisiera, hacer planes, poner nombres a las curvas femeninas, pero al final ésta siempre volvía a caer, cual motor en llamas, en la misma tierra de nadie. Una tierra sin hombres, sin hombres dignos de ese nombre.

Neuman ya no era un hombre. No lo había sido nunca.

Maia podía retorcerse sobre el colchón, hacer estallar los átomos del deseo que los separaba, el sexo de Ali estaba muerto: había muerto con él.

6

Ruby tenía una confianza limitada en la humanidad en general; ninguna en el hombre en particular. Su padre se había marchado de la noche a la mañana, sin dejar una nota ni una dirección, abandonando mujer e hijos.

Ruby, la benjamina, tenía entonces trece años. Sin una sola explicación. Su padre sólo había dejado un vacío tras de sí. Sencillamente había rehecho su vida en otro lugar, con otras personas.

Los años habían pasado, pero Ruby nunca trató de encontrarlo. Su hermana se había vuelto anoréxica, su hermano se había convertido en un divorciado endurecido después de dos matrimonios tan patéticos como precipitados, y su madre se había quedado como si fuera viuda: ese cabronazo les había jodido la vida, así que ya podía pudrirse sin que nadie supiera nada de él.

Las carencias afectivas que los corroían por dentro se habían transformado en rabia. Ruby adoraba a su padre. Se lo había creído todo. Lo que le había dicho, lo que le había hecho creer, cuando la sentaba en su regazo y le hacía trucos de cartas, o le leía el tarot -«¡De mayor serás una gran periodista!»-. Parecía tan orgulloso de ella, tan seguro de sí mismo, del tiempo que jugaba a su favor… Ruby no había desconfiado: su padre, todos los hombres del mundo, eran unos traidores. Brian en particular. Brian Epkeen, el amor con el que nunca se había atrevido a soñar, su príncipe maltrecho al que recogía una y otra vez de una cuneta, con el rostro tumefacto, Brian, a quien ella había lavado las heridas, vendado, y ayudado a levantarse, el cabrón lo había jodido todo. Ruby se lo había dado todo, su amor, su cuerpo, su tiempo: él no había tomado nada.

Hacía seis años que se habían separado. Desde entonces, Ruby había coleccionado relaciones que no llevaban a ningún lado, pero es que no se resignaba a envejecer sin amor. Imposible. El amor era su droga, su dependencia adorada, el duelo por su padre, un duelo que nunca pasaría. Por suerte, hoy en su vida estaba Rick.

Cincuenta y tres años, con un físico todavía agradable, Rick Van der Verskuizen tenía la consulta de dentista más elegante de la ciudad, una finca en medio de viñedos en la que acababa de instalarse, e hijos lo bastante mayores para no darles la tabarra. Un hombre atento con ella que ofrecía perspectivas, toda una red de amigos y conocidos, un futuro, alguien que no volvía a casa de madrugada y en estado de shock porque se hubiera puesto hasta arriba de adrenalina o de speed, y que, bajo sus bonitos discursos sobre la igualdad, pedía a sus pacientes que le pagaran en negro…

To bring you my love

To bring you my love

To bring you my love!

Ruby se paseaba por la habitación, con la música a todo volumen. Todavía no se había maquillado, apenas se había vestido, iba de la cama al cuarto de baño, cantando a pleno pulmón.

Su sello musical no había resistido a la era de las descargas por Internet; doce años de pasión, de durísimo trabajo, de riesgos y de locuras nocturnas que se disolvían en el aire, puro humo. Había tenido que cerrar la empresa, con todo el dolor de su corazón. Podría haber cambiado de profesión, como la mayoría de los artistas cuyas obras producía, pero Ruby no sabía hacer otra cosa, y sobre todo le traía sin cuidado.

Esa manera de pensar no le había ayudado a encontrar trabajo: ningún sello importante quería trabajar con una mujer medio histérica, y los otros la habían visto demasiadas veces drogada entre bastidores, colgada del cuello del primero que pasaba, metiéndose cualquier cosa en el cuerpo. Había pasado tres años de infierno, en los que casi había llegado a pensar que no saldría nunca a flote, pero ahora, desde que había conseguido ese puesto de ayudante de producción, se anunciaba una nueva vida; se habían acabado los castings para reality-shows o los anuncios de revistas a la moda que te pagaban en ropa, la degradante sucesión de sonrisas a su banquero por los cheques que no podía pagar, los contratos temporales y el paro. Ruby volvería a tener una actividad social reconocida, un poco de dinero, de autonomía… Desde luego, no era el trabajo de sus sueños. Rick había echado mano de sus contactos. Ella, que nunca había dependido de nadie, había tenido que sonreír a más de uno. Había tenido que achantarse, moderar sus aires de vampiresa de vinilo, tragarse sus cuarenta y dos años y hacer como si viviera por primera vez. Poco importaba: ese trabajo la sacaba del agujero donde estaba metida, y Ruby no estaba en posición de poder elegir. Cuarenta y dos años: pronto todo habría acabado para ella. Todavía unos añitos más, pensaba, y luego adiós a esas curvas deslumbrantes que lo hipnotizaban a uno, a las promesas de viajes lejanos y a los besos implacables ante el altar de la palabrería. ¿Qué sería de ella si también Rick la dejaba tirada?

Sonó su móvil en la cómoda de su dormitorio. Ruby bajó el volumen del disco y se llevó el teléfono al oído mientras se subía la cremallera del vestido.

– Hola.

– Joder -masculló Ruby.

– Sí, soy yo.

Brian. Breve silencio en el caos de las ondas.

– Me pillas en mal momento -le espetó Ruby-. ¿Qué pasa?

– ¿Has mandado tú a David a robarme la cartera?

– No tengo nada que decirte -replicó.

– Confiesa.

– Te he dicho que podías irte a tomar por culo.

– Igual que David, por lo que se ve -insinuó-: ¿qué ha pasado con los padres de Marjorie? Parece ser que lo han echado, que está buscando un estudio…

– No estoy enterada de eso.

– Conociéndolo, se habrá fumado algún porro en el salón de los viejos…

– Tú no conoces a tu hijo, Brian. A ti nunca te ha interesado nada más que dónde podías meter la polla. No te extrañe si el chico no te traga.

– Exageras.

– Te aseguro que no.

Soltó una risa para mantener algo de aplomo, pero la voz de Ruby era pura madera de ébano.

– Me ha dicho David que te ibas a mudar a casa de tu nuevo novio…

– No es asunto tuyo.

– A lo mejor podríamos llegar a un acuerdo para la fianza del estudio -prosiguió Brian-. La mitad cada uno, ¿qué me dices?

– Que no.

– Tu dentista está forrado, haz un esfuerzo.

– No le corresponde a él pagar los gastos de tu hijo.

– También es un poco tuyo.

– Rick no tiene nada que ver con nuestras cosas. Déjanos en paz.

– ¿Desde cuándo te interesan los piños?

– Desde que ya no tengo que ver los tuyos.

– Jajá!

Hacía tantos esfuerzos para hacerse el simpático que resultaba patético.

– Nunca me has hecho gracia, Brian -dijo, en un tono helador-: jamás. Y ahora déjame tranquila, ¡¿estamos?!

Ruby tiró el móvil sobre la cama, volvió a subir el volumen y fue al cuarto de baño a maquillarse, con la música a tope. Un toquecito de rímel, sombra de ojos… Su mano temblaba ligeramente delante del espejo. Brian. Maldijo su reflejo… Brian la había engañado, como su padre. Ruby le guardaba rencor por ello: a muerte. Pensaba que se le pasaría, pero no era así.

Las guitarras que gritaban en la habitación callaron de pronto.

– ¡¿Qué es esta música de salvajes?!

P. J. Harvey: un metro cincuenta y cinco de explosivo, una voz de sílex y unos riffs que podrían hacer estallar la Tierra… Rick apareció en el quicio de la puerta, con el pelo aún mojado de los largos que acababa de nadar en su piscina. Llevaba un albornoz y un reloj con forma de televisor. Ruby estaba terminando de maquillarse. Le acarició el trasero en pompa.

– ¿Te vas?

– Sí -contestó ella-, llego tarde.

– Qué pena…

Ruby sintió su erección en su espalda, su sexo se iba endureciendo a medida que se le acercaba más para abrazarla. Rick sonreía dejando al descubierto sus treinta y dos dientes impecables, que se reflejaban en el espejo; deslizó la mano bajo su vestido, salvó el obstáculo del tanga y la introdujo en su pubis.

– Vamos a tener que darnos prisa -le susurró al oído.

Ruby arqueó el cuerpo, mientras él empezaba a masturbarla.

– No tengo tiempo -gimió.

– Dos minutos -dijo él, respirando más fuerte.

– Voy a llegar tarde…

– Sí… Verás qué rico…

– Cariño…

Ruby se retorcía, para zafarse de él sin brusquedad, pero él la sujetaba con fuerza mientras le masajeaba el clítoris; le levantó el vestido y apretó su sexo entre sus nalgas.

– Rick… No, Rick…

Pero él ya le había bajado el tanga.

Era un hermoso día de verano, los insectos volaban en círculo en el jardín umbroso, perseguidos por veloces pájaros. Ruby salió por la terraza, con el bolso en la mano; al final iba a llegar tarde… Rick volvió a ceñirse el albornoz y cogió el periódico que estaba sobre la tumbona.

– ¡Hasta esta noche, querida! -le dijo desde lejos.

– ¡Te llamo después de la reunión!

– ¡Vale!

Ruby sonrió para ocultar que se sentía incómoda. Le había hecho daño…

El bullmastiff que vigilaba la finca acudió a mendigarle una caricia pero se alejó enseguida. Ruby se subió al BMW cupé aparcado en el patio, evitó cruzarse con su propia mirada vidriosa en el retrovisor, a punto estuvo de atropellar al perro, que ladraba bajo las ruedas, y se alejó deprisa por el camino de las viñas, escuchando a Polly Jean a todo volumen, para ahogar sus lágrimas.

***

Tan elegante y tan chic como su hermana Clifton, Camps Bay se asomaba al Atlántico y a los contrafuertes de Table Mountain, que la protegían de los vientos polares. Con unas nubes vaporosas en las cumbres, los buques de carga que moteaban el horizonte azul celeste y palmeras indolentes bordeando Victoria Road, el barrio residencial de lujo emanaba un perfume de Eldorado.

– Menuda cara de malhumor tiene usted -observó el camarero.

Epkeen se estaba tomando un café mientras contemplaba el mar. Acababa de hablar con Ruby por teléfono y dudaba entre reír o llorar…

– Ponme otro expreso en lugar de hacerte el listillo -replicó.

La terraza del Café Caprice estaba casi vacía a esa hora. Tipos tatuados con físico de culturistas, bólidos descapotables, tías buenas y chicas fáciles a tutiplén, gafas de sol de última moda, los jóvenes modernos de Camps Bay no aparecerían por allí antes de las once.

– ¿Quiere algo de bollería? -le propuso el camarero mientras pasaba la bayeta por la mesa vecina. -No.

– Si quiere, también tengo unas salchichas riq…

– ¡Que te he dicho que no!

Brian odiaba las bóerewors, esas salchichas que sabían a pies sucios y que le servían de desayuno cuando era niño, con la excusa de ser afrikáner. Cerró el Cape Times y suspiró, contemplando el azul del mar y del cielo; Stewart Wiese había emitido un comunicado de prensa particularmente elocuente en cuanto a la política nacional contra la delincuencia, y en especial contra la policía, a la que juzgaba incapaz de evitar los asesinatos y las violaciones de los cuales su hija acababa de ser la enésima víctima, y ya estaba bien; una declaración de la que enseguida se habían hecho eco los medios de comunicación de todo el país… Brian había recorrido todos los bares de Victoria Road preguntando a los camareros y enseñándoles la foto de la estudiante, pero ninguno recordaba haberla visto últimamente, lo que corroboraba el testimonio de Judith Botha. Tomando el relevo de Dan Fletcher, había interrogado a Ben Durandt. «Muy bien para conducir un descapotable»: el único amante (conocido) de Nicole cuadraba con la descripción que de él había hecho su amiga Judith… Pagó la cuenta y, algo calmado por el ruido del mar, Epkeen subió el pequeño repecho que llevaba a casa de los Wiese.

Pese a los problemas de inseguridad y la crisis inmobiliaria, Camps Bay seguía siendo el barrio elegante más importante de Ciudad del Cabo, una estación balnearia residencial preservada por Chapman's Speak, una de las carreteras más bellas del mundo, a la que actualmente sólo se podía acceder previo pago de un peaje. Allí los negros aparcaban los coches o trabajaban en las cocinas. Había que bajar hacia Hout Bay para ver los primeros townships, que eran poco más que islotes de chabolas que surgían, como excrecencias, de los pueblos de la costa.

El miedo al negro había cedido paso al miedo a la delincuencia entre la mayor parte de los blancos acomodados, que se refugiaban en sus laager <emphasis><strong>[18]</strong></emphasis>: respuesta armada, acceso vigilado por vídeo, muralla coronada por alambre de espino y cables electrificados; la casa en la que había crecido Nicole poseía el equipamiento mínimo de una vivienda de ese nivel.

La terraza de teca dominaba el chalé de un cineasta ausente la mitad del año; Epkeen se fumó un cigarro apoyado en la barandilla, contemplando la vista sobre la bahía. La asistenta, una xhosa que parecía sacada de otra época y se expresaba en pidgin <emphasis><strong>[19]</strong></emphasis>, le había rogado que esperara junto a la piscina: Stewart Wiese estaba hablando en el salón vecino con el responsable de la empresa funeraria.

El antiguo jugador de rugby se había pasado al negocio del vino y tenía acciones en distintas sociedades locales, entre las que se contaban las mejores explotaciones de la región. Epkeen se inclinó hacia la cristalera que daba al despacho de la planta baja: vio trofeos en los estantes, banderines de rugby, la bandera del Partido Nacional, que hasta hacía poco aún era mayoritario en la provincia del Cabo Occidental [20].

Unos pasos pesados retumbaron entonces sobre el suelo de la terraza.

Brian había olvidado su rostro, pero lo reconoció nada más verlo: Stewart Wiese era un armario de dos metros y un centímetro, tenía la cabeza abollada a golpes, las orejas arrugadas por un sinfín de melés y los ojos gris acero todavía rojos de llorar.

– ¿Es usted quien lleva la investigación? -le espetó al policía vestido con pantalones de faena que acababa de llegar.

– Teniente Epkeen -se presentó; su mano se perdió en la del coloso.

Sucio y arrugado por la noche del sábado, Epkeen había dejado su traje en el tinte. Wiese esbozó una mueca dubitativa al ver su camiseta. Sus dos hijas menores, de cuatro y seis años, se habían marchado a casa de sus abuelos hasta el funeral de su hermana; su mujer, incapaz de mantener la más mínima conversación, dormía en su habitación porque había tomado un somnífero. Respondió a las preguntas del agente como si fueran una mera formalidad: Nicole estaba matriculada en primero de Historia en Observatory, y para aprobar Historia había que echarle codos, no pasarse las noches por ahí de cachondeo; además, las calles no eran seguras, a los clientes del restaurante más de moda de la ciudad los había desvalijado una banda de delincuentes la semana anterior, sin ir más lejos, un sábado por la noche; las jóvenes blancas eran población de riesgo, razón por la cual controlaba por dónde y con quién salía Nicole. Nunca había dudado de Judith Botha, de su lealtad. El y su mujer no entendían lo que había podido ocurrir: era algo que los superaba por completo.

Epkeen comprendía el humor belicoso del padre de familia -a él la muerte de un vago como David lo aniquilaría-, pero había algo en los argumentos de ese tipo que lo molestaba…

– Hace tiempo que no habían visto a su hija en los bares de Camps Bay -dijo-. ¿Le comentó Nicole si iba a algún sitio nuevo?

– Mi hija no tiene por costumbre salir de bares -contestó, mirándolo fijamente.

– Precisamente: alguien pudo llevarla a la fuerza, obligarla a beber…

– Somos adventistas estrictos -aseguró Wiese.

– Es usted también un deportista de alto nivel: entre los partidos fuera de casa y las estancias de concentración, me imagino que apenas habrá visto crecer a su hija mayor.

– La tuve joven, es verdad -concedió-, yo estaba entonces muy centrado en la competición, pero desde que me retiré hemos tenido tiempo de conocernos.

– Su hija mantenía entonces una relación más cercana con su madre -prosiguió Epkeen.

– Con ella hablaba más que conmigo.

Lo típico, vamos.

– Nicole salió varias veces la semana pasada…

– Le repito que se suponía que estaba repasando los exámenes con Judith.

– Si Nicole necesitaba una coartada para salir es porque conocía de antemano su reacción, ¿no?

– ¿Qué reacción?

– Imagine por ejemplo que hubiera conocido a jóvenes de otro entorno social, coloured <emphasis><strong>[21]</strong></emphasis>, o incluso negros…

Stewart Wiese recuperó su expresión de segunda línea momentos antes de entrar en la melé:

– ¿A qué ha venido aquí, a tacharme de racista o a encontrar al cerdo que mató a mi hija?

– Nicole mantuvo relaciones sexuales la noche del asesinato -dijo Epkeen-. Trato de averiguar con quién.

– Mi hija fue violada y asesinada.

– Eso por ahora no se sabe… -Epkeen encendió un cigarrillo-. Siento tener que entrar en detalles, señor Wiese, pero puede ocurrir que la vagina de una mujer se lubrique para protegerse de violencias sexuales. Eso no quiere decir que la relación fuera consentida.

– Es imposible.

– ¿Puede saberse por qué?

– Mi hija era virgen -dijo.

– He oído hablar de un tal Durandt…

– Era un simple ligue. Anoche lo comentamos mi mujer y yo: Nicole no lo quería. Al menos no lo suficiente para tomar la píldora.

Había otros medios de contracepción, sobre todo con el sida, que asolaba el país, pero era adentrarse en un terreno resbaladizo, y Durandt había confirmado que nunca se habían acostado.

– ¿Nicole no le hizo entonces ninguna confidencia a su esposa? -insistió Epkeen.

– No sobre ese tema.

– ¿Sobre algún otro en concreto?

– Somos una familia unida, teniente. ¿Adónde quiere llegar? Sus ojos parecían canicas cromadas bajo la luz del sol.

– En la chaqueta de Nicole se encontró una tarjeta de videoclub -dijo Epkeen-. Según el registro del establecimiento, en las últimas semanas con esa tarjeta se alquilaron varias películas de carácter pornográfico.

– ¡Que yo sepa esa tarjeta estaba a nombre de Judith Botha! -se irritó el afrikáner.

– Nicole la utilizaba.

– ¡¿Eso se lo ha dicho Judith?!

– No fue ella quien guardó esa tarjeta en la chaqueta de Nicole.

El coloso estaba desconcertado: no le gustaba el tono que estaba tomando la conversación, ni el aspecto del poli que había venido a interrogarlo.

– Eso no quiere decir que mi hija alquilara esa clase de películas -afirmó-. ¡Lo que insinúa es odioso!

– Acabo de hablar por teléfono con Judith: sostiene no haber alquilado nunca ninguna película porno.

– ¡Miente! -ladró Wiese-. ¡Miente como nos ha mentido siempre, a Nils Botha y a mí!

Epkeen asintió con la cabeza. Lo comprobaría preguntando a los dependientes del videoclub…

– ¿Tenía su hija un diario íntimo o algo por el estilo? -inquirió.

– No, que yo sepa.

– ¿Puedo ver su habitación?

Wiese había cruzado los brazos, dos troncos, como si estuviera montando guardia.

– Por aquí -dijo, abriendo la cristalera.

Las habitaciones de la casa eran amplias y luminosas. Subieron al piso de arriba. Wiese pasó sin hacer ruido por delante del cuarto donde su mujer dormía para no sentir el dolor, y señaló una puerta al final del pasillo. La habitación de Nicole era la de una adolescente estudiosa: fotos de actores de cine encima de su escritorio, un ordenador, discos, una serie de fotos de carné con su amiga Judith, de la época en que aún iban al colegio, riendo y haciendo el tonto, una cama con una funda nórdica impecablemente estirada, estanterías llenas de libros, Un largo camino hacia la libertad, la autobiografía de Mandela, unas cuantas novelas policíacas sudafricanas y americanas, cajas, velas, cachivaches… Epkeen abrió el cajón de la mesilla de noche, encontró un montón revuelto de cartas, y las miró una a una. Cartas de adolescentes, que hablaban de sueños y de amores futuros. No citaban ningún nombre, sólo el de un tal Ben (Durandt), al que se describía como superficial y más interesado por los campeonatos de Fórmula 1 que por los vericuetos de su alma gemela. La joven había conocido a otra persona. Alguien que había ocultado a todo el mundo…

El padre de Nicole permanecía en la puerta de la habitación, como un vigía silencioso. Excepto una blusa sobre el respaldo de un sillón de mimbre, todo estaba cuidadosamente ordenado. También el cuarto de baño, con sus frasquitos de maquillaje y de productos de belleza alineados delante del espejo. Epkeen registró el armarito de las medicinas: algodón, antiséptico y medicinas varias. Abrió las cajitas de artesanía africana que adornaban los estantes, los cajones de la cómoda y el zapatero, pero sólo descubrió prendas de lujo con los bolsillos vacíos o accesorios de chica de enigmática utilidad. Tampoco había nada bajo el colchón, la almohada y los cojines. Nicole no tenía diario íntimo. Encendió el ordenador, abrió los iconos…

– ¿Qué está buscando? -preguntó a su espalda el padre.

– Pues una pista, qué si no.

Epkeen exploró el buzón de correo, los e-mails enviados y recibidos, apuntó los nombres y las direcciones pero no encontró nada concreto. La vida de Nicole se resumía en una masa de niebla. Vació los pulmones, cerró los ojos para barrer lo que había visto y volvió a abrirlos enseguida, como nuevos. Reflexionó un momento antes de inclinarse sobre la torre del ordenador: había huellas de dedos, se adivinaban debajo de una gruesa capa de polvo.

Se agachó, sacó su navaja suiza, desatornilló el lado izquierdo de la torre y quitó el bloque de metal… Dentro encontró una bolsita de plástico junto a las barras de memoria, con curiosos objetos en su interior: bolas chinas, un mini vibrador con orejas de conejo para enchufar al iPod, preservativos, nieve comestible para untar en el cuerpo, un anillo vibrador con estimulador para el clítoris, pildoras «Woman power caps», un spray de lubricante anal anestésico y el último grito en juguetes eróticos, cuidadosamente empaquetados…

Inclinado sobre él como un árbol muerto, el ex jugador de rugby tardó un tiempo en reaccionar. Apartó la cara y se volvió hacia la piscina, cuyas aguas se veían espejear por la ventana. Pudor inútil: los hombros del gigante empezaron a temblar y a sacudirse, cada vez más rápido…

7

Ciudad del Cabo era el escaparate de Sudáfrica. Escaldada por el asesinato de un conocido historiador el año anterior; escandalizada por la muerte del cantante reggae Lucky Duke, leyenda viva comprometida con la lucha contra el apartheid, asesinado a tiros por unos malhechores delante de sus hijos, cuando los llevaba a casa de su tío; el First National Bank (FNB) acababa de lanzar una amplia campaña de comunicación contra el crimen, una campaña que englobaba al sector privado y a las principales instancias de la oposición.

Se criticaba a las claras la pasividad del gobierno frente a la inseguridad crónica: el argumento «crimen = pobreza + paro» ya no era válido. Contrariamente a lo que había anunciado el presidente, el crimen no estaba «bajo control». Bastaba encender el televisor o abrir un periódico para constatar las proporciones del problema. El número de homicidios quizá hubiera disminuido en un treinta por ciento desde la llegada al poder del Congreso Nacional Africano (ANC), pero las estadísticas contabilizaban los crímenes interétnicos que habían precedido a la toma del poder del partido, es decir miles de víctimas de un tiempo pasado. La situación actual era muy diferente: ¿cómo podía la primera democracia de África ser a la vez el país más peligroso del mundo?

Económicamente, lo que estaba en juego era enorme -se hablaba de ciento veinticinco mil empleos creados con una reducción del cincuenta por ciento de los homicidios- y el país, que, en la situación actual de globalización estaba conociendo el mayor crecimiento de su historia, necesitaba inversores extranjeros. Tanto más cuanto que Sudáfrica se estaba preparando para organizar el acontecimiento más mediatizado del planeta, el Mundial de Fútbol, que se celebraría en 2010: cuatro millones de telespectadores en los partidos finales, un millón de periodistas a los que habría que garantizar la seguridad, reportajes, encuentros, entrevistas… El mundo entero tendría la vista fija en el país, y Sudáfrica no podía dar una imagen tan espantosa. ¿Quién querría invertir en un país considerado como el más peligroso? Había que tranquilizar a los financieros a cualquier precio. El FNB había inmovilizado veinticinco millones de rands para protestar contra la pasividad del gobierno y movilizar a la opinión pública ante el maleficio que atenazaba a los propios símbolos del país.

No eran los pobres quienes atacaban con bazuca a los vehículos que trasladaban fondos, ni eran tampoco los parados quienes habían asesinado al director de la asociación Business Against Crime la semana anterior: se trataba de una oleada de crímenes organizados, de bandas, grandes o pequeñas, vinculadas a las mafias; bandas cuyos sofisticados métodos eran comparables a los que empleaba la mafia en Estados Unidos en los años treinta: corrupción de la policía, cuando no colaboración directa, ineficacia de la justicia, pasividad del gobierno… A través de su campaña anticrimen, el sector privado no atacaba a la democracia sino a los hombres que manejaban el polvorín: el ANC en particular…

Karl Krugë sudaba, sentado en su sillón. Había acumulado demasiados kilos en los últimos años. Krugë dirigía la SAP de Ciudad del Cabo desde las elecciones de 1994: seguir en su puesto, como hombre de la transición democrática, era su ambición y su deber. El superintendente se jubilaba dentro de dos años y manejaba los hilos entre bastidores para que Neuman fuera su sucesor: un joven agente zulú jefe de policía en una provincia xhosa donde los negros eran minoría daría fe de una pequeña revolución interna y se vería como una señal fuerte en un país que a duras penas mantenía sus promesas. Krugë conocía a Neuman, y conocía también su historia, su repulsa casi aristocrática por la corrupción que reinaba en casi todos los niveles de las administraciones: su sucesor en la dirección de la SAP sería un negro súper competente, no un zulú incapaz… La mediatización del asesinato no favorecía en nada sus planes.

– ¿Ha leído los periódicos?

– Algunos -contestó Neuman.

– Todos dicen lo mismo.

– Todos están en manos de los mismos grupos de intereses.

– No estamos aquí para juzgar la concentración de los medios -replicó Krugë-. Toda esa gente se nos va a echar encima…

El despacho daba al inicio de Long Street y a la entrada del mercado africano. Neuman se encogió de hombros:

– Las tempestades no me dan miedo.

– A mí sí: acabo de hablar por teléfono con el fiscal general -dijo Krugë-. Necesitan un hueso que roer, y lo necesitan ya. Stewart Wiese tiene el brazo largo y está removiendo cielo y tierra para poner de su parte a la opinión pública. Se está empleando a fondo, el público aún está conmocionado, y ya conoce usted el poder de los símbolos…

Neuman, vestido con un traje negro, asintió. El FNB era también uno de los principales patrocinadores del equipo de los Springboks, lo que explicaba la rapidez y la virulencia de la campaña mediática. No era la menor de las paradojas que los bancos se lanzaran a una guerra contra el crimen cuando esos mismos bancos alimentaban los paraísos fiscales y el blanqueo de dinero, pero Neuman sabía que, en un mundo globalizado, ese argumento carecía de peso.

– Tengo cita más tarde con el forense para los primeros resultados de la autopsia -dijo-. Contrariamente a lo que afirmó Wiese en su conferencia de prensa, no estamos seguros de que la chica fuera violada. Más bien parece que buscara emanciparse y escapar de la educación, digamos puntillosa, de su entorno social. Nicole salía a escondidas de sus padres, y alguna que otra vez hasta pasó toda la noche por ahí. Estamos buscando al sospechoso: un chico con el que se veía desde hacía poco tiempo… Epkeen y Fletcher están investigando.

– Fletcher es brillante -concedió su superior-, pero Epkeen, la verdad, no me convence.

– Es mi mejor detective.

– Rara vez aparece por aquí antes de las once -observó Krugë.

– Y rara vez también aparece por aquí después de esa hora -dijo Neuman, irónico.

– No me gustan esos policías que van de electrones libres.

– Es cierto que hay cierta dejadez en su comportamiento, pero tengo plena confianza en él.

– Yo no.

Epkeen estaba «al otro lado» durante el apartheid, había tenido sus diferencias con la policía y no había pasado a formar parte de la brigada criminal para tener que plegarse a sus normas: había venido porque Neuman había ido a buscarlo. Un día, les saldría rana.

Krugë suspiró, masajeándose el tronco que le servía de nuca:

– Asumirá usted sus elecciones, capitán-concluyó-. Pero no tengo ganas de terminar mi carrera con un fracaso. Encuéntreme a ese sospechoso: y sobre todo al culpable.

Neuman se despidió de su superior.

Tembo lo esperaba en la morgue de Durham Road.

***

Epkeen nunca había pensado hacerse policía, ni siquiera después de la elección de Mandela. Conocer a Neuman había cambiado por completo sus planes.

Como el líder del ANC, Ali había sido abogado -para defender los derechos de quienes no tenían ningún derecho- antes de entrar en la SAP de Ciudad del Cabo. La nueva Sudáfrica tenía sed de justicia, y Neuman había oído hablar de Epkeen, conocía su reputación: pocos blancos se encargaban de encontrar a militantes desaparecidos. Uno había cambiado de nombre para escapar a las milicias de los bantustán, el otro había cambiado de postulado para abrazar uno cuyas raíces tenían mucho que ver con el colonialismo. Neuman tenía fe en su destino y había sabido mostrarse persuasivo. Estaban hechos de la misma pasta. Querían el mismo país. Pero en todo lo demás, Epkeen era más o menos el extremo opuesto de Neuman: sin ambición ninguna, juerguista y mujeriego, se había divorciado mil veces de sí mismo y del mundo que lo había visto crecer. A Ali le gustaba su vitalidad, esa manera tan ingenua que tenía de desesperarse, y sobre todo el impulso que lo empujaba hacia las mujeres, como si le bastara existir para ser amado… Bajo sus aires de suficiencia, Brian era el alambre por encima de su vacío, su última bala, el único hombre con el que habría podido hablar. Pero no lo había hecho nunca.

Llegaron a casa de Dan con flores para Claire.

La joven pareja vivía en Kloof Nek, en una casita en la parte alta de la ciudad. Dan Fletcher compartía su punto de vista sobre la sociedad sudafricana, los medios empleados para mejorarla así como la naturaleza del vínculo que los unía. La desgracia que había sufrido su mujer había terminado de sellar su amistad.

Claire los recibió en la verja de entrada con un abrazo y una sonrisa valiente.

– ¿Estás bien? -le preguntó Ali, devolviéndole la sonrisa.

– Mejor que vosotros, chicos: ¡vaya caras largas traéis!

Su silueta se había afinado y su tez rosa había palidecido bajo el efecto de la radiación, pero Claire seguía tan guapa como siempre. Le sentaba bien la peluca rubia. La cogieron del brazo, le preguntaron por su enfermedad sin dejar de bromear -les gustaba mostrarse animosos- y la siguieron hasta la casa. Dan aguardaba bajo las malvarrosas del cenador, obedeciendo al ritual de la barbacoa en el jardín; los niños, muy excitados, los recibieron con gritos de júbilo.

Cenaron todos juntos en la terraza de la casa, olvidando que una recaída haría añicos su vida.

La copa de Pinot que Claire se había permitido la había achispado, y Brian abrió otra botella.

– Ahora salgo con una camarera -dijo, a modo de explicación.

– Qué original… ¿Y cómo es?

– Ni idea.

– ¡Vamos, hombre! -Claire sonrió-. ¡¿Al menos sabrás cómo se llama?!

– Mira -protestó él-, ¡si ya me cuesta acordarme de mi propio nombre!

Esta vez Claire soltó una carcajada, que era de lo que se trataba.

– Ya, bueno, el caso es que entre tú y Ali, que nos oculta a su dulcinea -prosiguió la mujer-, sigo siendo la única chica aquí.

– Sí -asintió Brian-, eso también me lo reprochaba Ruby cuando comíamos fuera de casa.

Ali sonrió con ellos, para no quedar mal, pero las grietas de su refugio se agrandaban. Nunca les había presentado a Maia a sus amigos. Ningún blanco iba jamás a los townships: por eso mismo la había elegido Ali. Y de todas formas, ¿qué les iba a decir? ¡¿Que había recogido a esa pobre chica de la calle, como una bolsa de basura reventada por los perros, que no sabía leer ni escribir, que apenas sabía pintar en trozos de madera, que mantenía a una mujer para poder acariciarla cuanto quisiera, para aplacar sus pulsiones de hombre o lo que quedaba de ellas, que Maia le servía de fachada, de tapadera social, de tarjeta postal?! No se la presentaría nunca. Jamás.

Pasó una sombra en el crepúsculo. Neuman se levantó para quitar la mesa y se quedó un momento bajo los árboles, hasta que se tranquilizó.

Brian lo observaba desde lejos, bromeando para disimular, pero no se dejaba engañar, Ali estaba raro últimamente…

En el jardín, era la hora del gato: dos gatos sin raza, atigrados, que fingían devorarse el uno al otro. Los niños, con los pijamas puestos, los observaban, contentos y excitados; los adultos terminaron de quitar la mesa, lo que marcaba para ellos la hora de irse a la cama, pero aún no se querían acostar.

– ¡Tío Brian! ¡¿Luchamos?! ¡Anda, sí! ¡Tío Brian!

– Yo no lucho con gárgolas.

– ¡Soy Darth Vader! -gritó Tom, agitando en círculos un trozo de plástico.

Eve, feliz, también sabía gesticular lo suyo.

– Ya está bien de tricloretileno -les aconsejó Brian.

Los niños no entendían ni la mitad de lo que decía, pero les bastaba con los sonidos de las palabras. Pronto pasaron de brazos en brazos antes de seguir a su madre al interior de la casa. El jardín quedó sumido en la calma, al caer la noche. Dan encendió las velas de los faroles mientras Neuman abría la carpeta con el caso que se traían entre manos. No tardaron en olvidar que era una noche agradable.

Nicole Wiese había tomado por la tangente, y era fácil comprenderla -con dieciocho años que tenía, quería ver la vida, no su envoltorio, por brillante que fuera-. Judith Botha le servía de coartada y, de vez en cuando, le prestaba su apartamento. El equipo científico lo había registrado a conciencia, pero no había encontrado más huellas que las de las dos chicas y las de Deblink. Las preguntas a los vecinos no habían aportado respuestas interesantes, así como tampoco se había encontrado ninguna pista en la Universidad de Observatory: Nicole no ponía los pies allí más que para hacer algún que otro papeleo de vez en cuando, lo que confirmaba lo que había dicho su amiga Judith.

Epkeen había seguido la pista de los juguetes eróticos: al no encontrar el rastro de la venta vía Internet en su habitación (de todas maneras, Nicole no se habría arriesgado a que le entregaran la mercancía a domicilio), había recorrido todos los sex shops de la ciudad y había dado con la tienda que le había vendido el material; habían sido varias compras, escalonadas en las últimas tres semanas. A la dependienta a la que había interrogado le gustaba darle a la lengua y tenía buena memoria para las caras: Nicole no había ido a la tienda acompañada de ningún chico. Epkeen había pasado también por el videoclub: Por el culo, Cita en mi coño, Fist-fucking in the rain, Nicole no había alquilado ninguna película el sábado por la noche, pero sí varias esas últimas semanas. El empleado al que había interrogado recordaba a la joven estudiante (le había pedido el carné de identidad), pero estaba sola…

Por suerte, Fletcher había logrado más resultados.

– He comprobado las llamadas y las cuentas de Nicole -dijo, consultando su cuaderno de investigación-: tenemos una lista de números que, por ahora, no han dado nada. En cuanto al dinero, Nicole tenía gastos regulares que cubrían de sobra su tren de vida, bastante modesto si tenemos en cuenta el nivel social de su familia. Las compras realizadas con tarjeta de crédito son de ropa en las tiendas del centro, material escolar y copas en distintos bares de Observatory. La última vez que la utilizó fue el miércoles por la noche, en el Sundance: sesenta rands.

– Un bar de estudiantes -precisó Epkeen.

– El miércoles -prosiguió Fletcher-, es decir, cuando Nicole pasó toda la noche fuera, no fue a dormir al apartamento… He buscado en los hoteles de la ciudad pero su nombre no figura en ningún registro. No sabemos, pues, dónde durmió esa noche, ni con quién, pero tenemos el rastro de una retirada de fondos el día del asesinato, a las ocho de la tarde: mil rands, en el cajero automático de Muizenberg, en el lado sur de la península… Mil rands -continuó-: mucho dinero para una chica de su edad, sobre todo porque siempre sacaba pequeñas cantidades.

– ¿Hay trapicheo en el Sundance? -quiso saber Neuman.

– Ni siquiera de cocaína -contestó Dan.

– Es extraño…

– ¿Por qué?

– Nicole estaba totalmente colocada cuando la mataron -dijo.

Tembo acababa de entregarle el primer informe de la autopsia. Nicole Wiese había muerto hacia la una de la madrugada, en el Jardín Botánico. La habían asesinado a golpes con un martillo o un objeto similar -maza, barra de hierro-: treinta y dos puntos de impacto, concentrados esencialmente en el rostro y en el cráneo. Lesiones, hematomas y fracturas múltiples, entre ellas el húmero derecho y tres dedos. Hundimiento del cráneo. No se habían encontrado fragmentos de piel bajo las uñas, ni semen en la vagina. Contrariamente a las declaraciones apresuradas de su padre, no se había confirmado que hubiera habido violación, ni tampoco había habido penetración anal. Lo único seguro era que la joven no era virgen en el momento del crimen. Por otro lado se le había encontrado sal marina en la piel» granos de arena en el cabello y unos extraños arañazos en brazos y tórax, provocados por alambre oxidado. Las marcas eran recientes.

– Pudo arañarse al cruzar un cercado -aventuró Epkeen.

– El acceso al Jardín Botánico es libre, no hay ningún cercado -puntualizó Neuman.

Pero lo más sorprendente provenía de los análisis toxicológicos: el laboratorio había revelado la presencia de una mezcla de plantas cuya absorción se remontaba a varios días antes (los análisis aún no habían concluido) y sobre todo de un cóctel constituido por marihuana, una base de metanfetaminas y otra sustancia química que aún no había sido identificada…

– Metanfetaminas -repitió Epkeen.

– La base del tik -confirmó Neuman.

La nueva droga que hacía estragos entre la juventud de Ciudad del Cabo.

– Según Tembo, el producto fue inhalado poco antes del asesinato -prosiguió Neuman-. Probablemente Nicole estuviera aturdida cuando la agredieron. El asesino pudo quizá utilizar la droga para abusar de ella, o llevarla al Jardín Botánico sin que opusiera resistencia…

La noticia los dejó un momento perplejos. Fabricada a partir de la efedrina, la metanfetamina podía fumarse, inhalarse o inyectarse por vía intravenosa. En forma de cristales (crystal meth), el tik costaba una sexta parte del precio de la cocaína, para un efecto diez veces más potente. Fumar o inyectarse metanfetamina producía un subidón rápido: estimulante físico, ilusión de ser invencible, sentimiento de poder, dominio de sí, energía, volubilidad excesiva, euforia sexual… A medio plazo, los efectos se invertían: cansancio intenso, descoordinación de los movimientos, nerviosismo incontrolable, paranoia, alucinaciones visuales y auditivas, llagas e irritación de la epidermis, delirio (sensación de hormigueo en la piel, como el producido por insectos), somnolencia extrema, náuseas, vómitos, diarrea, visión borrosa, aturdimiento, dolores en el pecho… Sumamente adictivo, el tik llevaba a la depresión o a psicosis cercanas a la esquizofrenia, con daños irreversibles en las células cerebrales. La paranoia además podía provocar pensamientos asesinos o suicidas, y en algunos casos los síntomas sicóticos persistían hasta meses después de la desintoxicación…

O la joven era totalmente inconsciente, o la habían engañado acerca de la mercancía que había consumido.

– El amante de Nicole sigue sin aparecer -dijo Neuman-: por lo que es probable que tenga algo que ver con la droga. El tik se ha extendido por los townships, pero mucho menos en la costa o en los entornos blancos… En esta historia hay algo que no cuadra.

– ¿Piensas que el dinero que sacó en Muizenberg lo quería para comprar droga?

– Mmmm…

– ¿Y qué dicen nuestros confidentes?

– Los estamos presionando, sin resultado por ahora. Si hay un tráfico en la costa o una nueva droga en el mercado, nadie parece estar al corriente.

– Qué extraño.

– Quizá tenga algo que ver la sustancia no identificada -avanzó Epkeen.

– Es posible.

La metanfetamina constituía la base del tik, pero éste llevaba de todo: efedrina, amoniaco, disolvente industrial, Drano o litio de batería, ácido clorhídrico…

Claire apareció entonces en el otro extremo del césped. Ahora que había anochecido el aire era más fresco, había acostado a los niños y apretaba sus brazos descarnados contra el pecho, como si temiera que se le fueran a caer a pedazos.

Los tres hombres callaron, colgados de sus labios.

– ¿Puedo unirme a vosotros?

Claire flotaba un poco dentro de sus vaqueros, pero no había perdido un ápice de su gracia. Un pájaro del paraíso, alcanzado en pleno vuelo.

***

"El barrio de Observatory albergaba a parte de la población estudiantil pero podía reducirse a un trozo de calle, Lower Main Street, que concentraba bares y restaurantes alternativos. Neuman aparcó delante de una cantina tex-mex de rótulo parpadeante y se fundió entre los grupos de jóvenes que paseaban por las aceras.

Una clientela variopinta se agolpaba en la puerta del Sundance. Un xhosa gordo como una morsa controlaba la entrada con aire perezoso. Neuman reparó en la cámara de vigilancia apostada sobre la puerta y plantó su placa y la foto de la chica ante las narices del gordo:

– ¿Ha visto alguna vez a esta chica?

– Mmm… -Retrocedió un paso para verla mejor-. Creo que sí.

– ¿Es usted fisonomista o astrólogo?

– Pues…

– Nicole Wiese, la chica de la que hablan los periódicos. Vino aquí esta semana. -Sí… sí…

La morsa rebuscó entre sus recuerdos, pero debían de ser un cajón de sastre.

– ¿El miércoles?

– Puede ser, sí…

– ¿El sábado también?

– Mmm…

Rumiaba como una vaca.

– ¿Sola o acompañada? -se impacientó Neuman.

– Pues no me fijé -dijo, reconociendo su impotencia-: ahora está el festival, y a partir de medianoche la entrada es libre. Es difícil saber quién va con quién…

Habría dicho lo mismo de los conflictos en Oriente Medio. Neuman se volvió hacia las cabañas cuyos tejados asomaban por encima de la tapia.

– ¿Qué camarero trabajó aquí el sábado por la noche?

– Una camarera, Cissy -contestó el portero-. Una mestiza con las tetas grandes.

Para eso sí que era fisonomista el tipo… Neuman cruzó el jardín de arena en el que los jóvenes se tomaban sus cervezas hablando y cantando a grito pelado, como si estuvieran en la playa. El melenudo que abría botellas y lanzaba las chapas al otro lado del mostrador parecía tan borracho como sus clientes.

– ¿Dónde está Cissy?

– ¡Dentro! -gritó.

Siguiendo los ojos inyectados en sangre del camarero granujiento, Neuman empujó la puerta de madera que daba a la discoteca. Los altavoces escupían los acordes del último disco de los Red Hot Chili Peppers, la sala estaba abarrotada, y las luces eran tenues: olía a hierba pese a los carteles de prohibido consumir drogas, pero también flotaba un curioso olorcillo a fuego… Neuman se abrió paso hasta la barra. Una clientela que en general no pasaba de los treinta embaulaba con alegría chupitos de colores sospechosos que terminarían en los aseos o en las cunetas, si es que llegaban tan lejos. Cissy, la camarera, tenía la piel oscura y el pecho comprimido en un top particularmente elástico al que no le quitaban ojo un grupo de mocosos achispados. Neuman se inclinó por encima de las sombrillitas de los cócteles verdosos que estaba preparando:

– ¿Ha visto alguna vez a esta chica?

Por la manera en que miró la foto, mascando chicle a mandíbula batiente, Cissy parecía más preocupada por el escote de su top que por el calentamiento del planeta.

– No sé.

– Mírela mejor.

La camarera hizo una mueca que no desentonaba con las expresiones de sus clientes pegados a la barra.

– A lo mejor sí… Sí, esa cara me suena.

– Nicole Wiese, universitaria -precisó Neuman-. ¿No ha visto que ha salido su foto en los periódicos?

– Bah… No.

Cissy no escuchaba lo que decía, pensaba en sus cócteles y en las pirañas que los esperaban.

– No se van a enfriar -dijo Neuman, apartando los vasos-. Una rubia tan guapa como ésta no se olvida así como así: trate de recordar. -Le había cogido la muñeca delicadamente, pero no tenía intención de soltarla-. Nicole estuvo aquí el miércoles por la noche -dijo-, y quizá también el sábado…

La luz era ahora más tenue.

– El sábado no lo sé -dijo por fin la camarera-, pero la vi el miércoles por la noche. Sí: el miércoles. Estuvo charlando un rato con la chica de la actuación…

Las luces se apagaron de pronto, y la sala quedó sumida en la oscuridad. Neuman soltó la muñeca de la camarera. Todas las miradas se concentraron en el escenario. Abandonó la barra y se acercó. Hacía calor, y el olor que había percibido antes se iba precisando: olía a carbón. En el centro del escenario había unas brasas humeantes, una alfombra rojiza que Neuman adivinaba entre montones de cabezas anónimas… Entonces sonaron unos tambores que hicieron temblar el suelo. Tam tam tam… Una delgada columna de humo se elevó del proscenio, cada golpe de tambor se acompañaba de un resplandor deslumbrante dirigido al público, pero Neuman estaba en otra parte: esos tambores, esos golpes, ese ritmo hipnótico que se remontaba al fondo de los tiempos era la inallamu, la danza de guerra zulú. Por un instante, Ali volvió a ver a su padre cuando bailaba, sin arma, sobre el polvo del KwaZulu… El ritmo se hizo cada vez más intenso; los cuatro negros que tocaban los tambores se pusieron a cantar, y el escenario se elevó y ya no volvió a bajar. La violencia de los tambores, esas voces graves y tristes que salían de la tierra al acercarse la hora del combate, la mano de su padre sobre su cabeza de niño cuando se marchaba para manifestarse con sus alumnos, su voz repitiéndole que era aún muy joven para acompañarlo pero que un día, sí, un día irían juntos: su mano caliente y tranquilizadora, su sonrisa de padre tan orgulloso ya de su hijo, todo volvía a él como un bumerán lanzado desde el otro extremo del universo.

Apareció una mujer, vestida con un kaross <emphasis><strong>[22]</strong></emphasis> que le llegaba hasta la mitad del muslo. Como un jarrón humeante, perfumado de aceites y de flores, empezó a bailar bajo los golpes sordos. Su piel brillaba como los ojos de un gato al anochecer, tam tam tam, bailaba en el corazón mismo del animal, era la selva, el polvo zulú y las hierbas altas por las que rondaban los tokoloshe, los espíritus de los antepasados: Ali podía verlos surgir de las tinieblas a las que los había recluido la Historia, los miembros de la tribu, aquellos a los que quería y con quienes había roto todo vínculo, aquellos a los que no había podido conocer y que habían matado en su lugar, todos los retazos de un pueblo muerto en lo más hondo de su ser. El ruido de los tambores resquebrajó su coraza, el aire estaba saturado de ruido, y él seguía inmóvil ante el escenario, como un árbol que esperara un rayo.

Los espectadores de las primeras filas contuvieron el aliento cuando la bailarina se precipitó sobre las brasas. Sus pies desnudos pisoteaban la alfombra de fuego que enrojecía bajo sus golpes, saltaban y volvían a buscar el ardor al compás de los tambores y de los coros que desgarraban el tiempo y el espacio. Bailaba con los párpados entornados, levantaba las rodillas por encima de la cabeza, aporreaba el suelo con los pies, lanzando despedidas las brasas, que hacían retroceder a los espectadores de las primeras filas. Estética de la rabia. Al final del trance, sólo estaba ella, un metro ochenta de músculos plantados sobre las brasas, una multitud cautivada ante el escenario, y su belleza humeante por encima del caos.

Neuman se estremeció cuando los demás aplaudieron. Santo Dios, ¿de dónde había salido ese animal?

Zina llevaba un vestidito rojo carmín y, parecía ser, nada más. Lo que enseñaba bastaba. Ali la encontró en su camerino, entre una bolsita de algodón y su vestuario tirado de cualquier manera sobre el sofá de piel sintética.

En la habitación flotaba un olorcillo a fuego. Finas trenzas caían sobre su nuca; y sobre sus mejillas, dos mechones teñidos y cuidadosamente ondulados. Sus párpados no engañaban: la mujer tenía más de cuarenta años, pero su cuerpo afilado era el de una atleta. También sus rasgos parecían esculpidos en arcilla, el suyo era un rostro bello y duro en el que se adivinaban una rabia difusa y una nobleza casi altiva: Zina miró apenas la fotografía que el policía le presentaba, ocupada como estaba en untarse Intizi en la planta de los pies, una pomada tradicional hecha a base de grasa animal que calmaría sus quemaduras…

– Sabe lo que le ha ocurrido a esta chica, ¿verdad?

– Difícil no enterarse con el bombardeo de información -contestó.

Máscaras, tubos de pintura, pigmentos, instrumentos de música, el camerino de la bailarina estaba manga por hombro. Neuman vio sus pieles de leopardo, las mazas zulúes contra la pared y los escudos tradicionales con los que desfilaba el Inkatha…

– ¿Conocía a Nicole Wiese?

– Si está aquí, imagino que sabe la respuesta -replicó ella.

– Las vieron juntas el miércoles por la noche.

– ¿Ah, sí?

Sentada en el taburete, Zina seguía frotándose los pies: caminar sobre el fuego no tenía mucho misterio, bailar, en cambio, un poco más.

– ¿Es todo lo que puede decirme? -insistió Neuman.

– Actuamos aquí lo que dura el festival. Nicole vino a hablarme a la barra, después de la actuación. Nos tomamos una copa. Y poco más.

– ¿Nicole estaba sola cuando se acercó a usted?

– Creo que sí. No me fijé.

– ¿Qué le dijo?

– Que era fantástica.

– ¿Le ocurre a menudo?

La mujer levantó la cabeza y esbozó una sonrisa malvada: -Usted es policía: no se imagina la atracción que ejercemos en lo alto de un escenario.

Ironía o veneno, la mujer sabía muy bien lo que se hacía.

Neuman la calibraba, perplejo.

– ¿Por qué me mira así? -le espetó ella.

– Nicole no volvió a casa esa noche.

– No soy su mamá.

– Nadie sabe dónde durmió. ¿De qué hablaron?

– Del espectáculo, claro.

– ¿Y después?

– Nos tomamos una copa, y luego yo me fui a dormir.

– ¿Nicole no le dijo adónde iba? ¿Con quién?

– No.

– No parece que le dejara un recuerdo imborrable…

– No teníamos gran cosa que decirnos, señor Neuman. Nicole era una chica simpática, pero me miraba como si yo fuera de oro… Estoy acostumbrada a ese tipo de admiradoras. Va con la profesión -añadió en tono neutro.

– Pese a todo, se tomó el tiempo de tomar una copa con ella.

– Tampoco se la iba a tirar a la cara… ¿Ustedes los polis son siempre así?

– Hay cadáveres que cuesta olvidar, señorita. El de Nicole, por ejemplo. ¿Se vieron el sábado por la noche?

– Nos cruzamos un momento, después del espectáculo…

– ¿Es decir?

– Hacia las once y media.

Era lo que le había dicho el regidor, que filtraba el acceso a los camerinos.

– ¿Nicole estaba sola?

– Cuando yo la vi, sí… Pero la discoteca estaba abarrotada.

Zina cruzó las piernas para quitarse los restos de carbón incrustados.

– ¿Parecía en un estado normal?

– Si se refiere a si tenía los ojos llenos de estrellitas, sí.

No habían pensado que pudiera estar tan drogada.

– Hemos descubierto en su organismo una droga compuesta por tik -dijo Neuman-: una droga dura que se suele encontrar más bien en los townships…

– Ya se me ha pasado la edad para esas tonterías, si es eso lo que lo preocupa -contestó ella.

– Nicole le mintió a todo el mundo: ya no frecuentaba a los jóvenes de su entorno, no iba a la universidad, salía a escondidas, sus padres la creían virgen cuando en realidad coleccionaba juguetes eróticos y mantenía relaciones sexuales con uno o varios desconocidos.

Zina no era de las que apartan la mirada por pudor:

– Era mayor de edad, ¿no?

En ese momento llamaron a la puerta de su camerino: entró uno de los músicos, Joey, un zulú fuerte y corpulento con una camiseta del Che y un porro en la boca.

– No te he dicho que entres -le espetó Zina.

– ¡Me tienes harto con tus historias! ¿Te vienes? Vamos a comer aquí al lado.

– Ahora voy…

El músico lanzó una ojeada circunspecta al negro alto que estaba apoyado en la pared y desapareció entre una nube de humo acre.

– ¿Tiene más preguntas tontas que hacerme? -abrevió la bailarina-. Tengo un hambre de lobo.

Neuman negó con la cabeza:

– No… Por ahora, no.

– ¿Porque piensa usted volver?

– Sinjalo thina maZulu <emphasis><strong>[23]</strong></emphasis>

La mujer sonrió con aire cómplice:

– Ya me parecía a mí que no tenía usted pinta de poli…

Dicho esto, Zina cogió el bolso de lino de junto al espejo y se levantó. Su cuerpo era ágil, sus músculos, mil animalillos que rugían bajo la tela de su vestido… Neuman se inclinó sobre sus pies desnudos:

– ¿Va a salir así, descalza?

– ¿Usted qué cree, que bailo sobre el fuego gracias a mis poderes sobrenaturales?

Una lluvia tropical se abatía sobre la acera de Lower Main Street. Los noctámbulos habían abandonado las terrazas como una bandada de gorriones y ahora se hacinaban en los bares. Zina calculó la distancia que la separaba del restaurante donde la esperaban los músicos y cruzó una última mirada con Neuman, indiferente a la lluvia.

– ¿Hasta cuándo actúa aquí? -le preguntó.

– Hoy era el último espectáculo en el Sundance -dijo ella-. Este fin de semana continuamos en el Armchair, un poco más abajo en esta misma calle…

Con la lluvia, su vestido tenía ahora un estampado distinto. Estaban a punto de separarse.

– Discúlpeme si antes he sido un poco brusco -dijo Neuman.

– No es usted, sino lo que anda buscando.

– Busco al asesino de esa chica, nada más…

– ¿Tengo que desearle buena suerte?

La lluvia se había pegado a sus caderas. O al revés. Neuman bajó la mirada a sus tobillos, que chorreaban agua sobre el asfalto. Los dos estaban ya empapados.

– Bueno, le dejo -dijo ella-, o al final se me ahogarán los pies…

Zina salió de la cuneta por donde corría la tormenta y fue a reunirse con el resto de su grupo. Neuman contempló alejarse a la bailarina en la calle desierta, más oscura que nunca. Un vestido de lluvia había caído sobre su vida…

8

Dado que los servicios secretos y las fuerzas policiales se ponían mutuamente la zancadilla siempre que podían, el ANC había tenido que crear la Unidad Presidencial de Inteligencia, una unidad especial encargada de vigilar sus diferencias además de recoger información en el extranjero y en el interior del país. Janet Helms trabajaba para dicha unidad antes de que Fletcher la quisiera en su equipo. La joven mestiza era un genio de la informática, una hacker fuera de serie que, bajo su aspecto de gordita amable, escondía más de un as en la manga. Ante la insistencia de Fletcher, Neuman había obtenido su traslado gracias a la intervención del superintendente.

El equipo Fletcher/Helms pronto había sobrepasado la barrera de la eficacia profesional: su mirada atormentada, su elegancia frágil, sus ademanes casi femeninos… Janet se había enamorado al instante del joven sargento. Un amor sin salida, uno de tantos, y sin porvenir: Dan Fletcher tenía hijos y una mujer a la que parecía querer con locura. Janet había visto su fotografía sobre su mesa, una chica guapa, eso era innegable, que le bloqueaba un horizonte bastante complicado ya por su sobrepeso.

Janet Helms siempre se había visto gorda. En esos casos no hay nada que hacer. Había probado los complementos nutricionales, los psiquiatras, las revistas femeninas, los programas de televisión, los consejos de los gurús, pero en vano: su envoltorio le seguía pareciendo desesperadamente grande. Janet se había equivocado de traje. Era un problema de talla. Sería siempre una mestiza con una cara corriente y unas caderas, heredadas de su madre, que revelaban un trasero consecuente que ninguna estratagema conseguiría remodelar: tendría que aguantarse con ese modelo, una pena y un pesar de la talla XXL.

El rumor acerca del cáncer de la mujer de Fletcher la había afectado mucho: compasión, esperanza, vergüenza, Janet odiaba sus pensamientos -¡que se muera!- pero su imaginación la propulsaba lejos. Tras veinticinco años sin novio, bien podía esperar un poco más. Ella y sólo ella podría consolarlo, algún día. Janet lo tomaría todo: el duelo, los niños, sus manos sobre su cuerpo y todo lo demás. El suyo era un amor que iba más allá de toda vergüenza. Dan olía tan bien cuando se inclinaba sobre ella…

– Parece que hemos cogido un pez -dijo, con los ojos fijos en la pantalla del ordenador.

– Sí…

Estaban viendo las cintas que Neuman había traído del Sundance. Aparecía Nicole en compañía de un hombre unas horas antes del asesinato, un joven negro que no había respondido a la llamada de la policía en busca de testigos que hubieran visto a Nicole en el bar.

– Voy a empezar la búsqueda en los ficheros de la central -anunció Janet, deslizando su silla hasta el ordenador vecino.

Había elaborado el retrato robot del sospechoso y puesto en marcha el motor de búsqueda cuando Neuman llegó al despacho. Janet Helms saludó al capitán, al que apenas conocía, y se concentró en su labor. Neuman la impresionaba. Este pronto se inclinó sobre la pantalla. Unas bandas grises restaban calidad a la imagen de vídeo, pero reconoció a Nicole Wiese en la puerta del Sundance, en compañía de un joven negro, alto y fuerte, vestido y enjoyado al estilo de los miembros de las mafias… Masculló algo para el cuello de su camisa; vaya, qué contento se iba a poner el papaíto.

– Esa cinta es del sábado por la noche -dijo Fletcher-, a las nueve cincuenta, cuando llegaron a la discoteca. Se vuelve a ver a la pareja dos horas más tarde, es decir, poco antes de medianoche, a la salida… Aún no sabemos quién es ese tipo, pero acompañaba a Nicole el martes por la noche.

– ¿El martes?

– Sí, ya lo sé, el día que Nicole no fue a dormir al apartamento fue el miércoles. Sea como fuere, estaban juntos una hora antes del asesinato.

Neuman observó la imagen en pausa, la silueta esbelta del joven negro.

– Si está en nuestros ficheros, Janet no debería tardar en encontrarlo -dijo Fletcher, volviéndose hacia la mestiza, que tecleaba en un rincón de la mesa.

La agente no dijo nada, absorta como estaba en el juego de sus dedos sobre el teclado. Neuman volvió a darle al play. Nicole no parecía aturdida ni somnolienta, ambos tenían sencillamente el aspecto de dos jóvenes que salen de un bar…

– ¿Has visto las cintas del miércoles por la noche?

– Sí -contestó Dan-. Nicole llegó a las nueve y media, y se marchó hacia las doce. Pero esa noche estaba sola, no la acompañaba ningún amigo o amiga…

A la espera de más pistas, los dos hombres elaboraron un primer escenario con la información de la que disponían: Nicole abandona el domicilio familiar el sábado por la tarde, con el pretexto de irse de compras con su amiga Judith, y va a una playa de la península, probablemente Muizenberg, para encontrarse con su amante negro. Nicole saca mil rands de un cajero automático a las ocho, cenan algo de camino y vuelven a Ciudad del Cabo sin ni siquiera darse una ducha en el estudio de Judith. Van al Sundance, asisten a la actuación del grupo zulú que Nicole vio tres días antes, y salen de la discoteca poco antes de medianoche. Nicole muere una hora más tarde, en Kirstenbosch…

El parque estaba a media hora en coche de Observatory: eso dejaba unos cuarenta minutos de margen. ¿Qué habían hecho en esos cuarenta minutos? ¿El amor bajo las estrellas, después de iniciar a Nicole en los placeres de la metanfetamina? ¿O, al contrario, acaso la había drogado a muerte para abusar mejor de ella? ¿Para qué, si la joven consentía en mantener relaciones sexuales?

El tik llevaba a los consumidores a omitir las reglas de seguridad sexual más elementales, pero el GHB era fácil de conseguir y era una manera más segura de violar a las chicas sin que se enterasen… Una tercera persona había podido seguirlos, o sorprenderlos en el Jardín Botánico. De ser así, ¿qué había sido del joven negro?

La agente Helms, que maltrataba su teclado a dos pasos de allí, se detuvo en seco.

– Aquí está -dijo-. Stanley Ramphele: trapichea con marihuana, actualmente en libertad condicional. Tenemos la dirección de una casa prefabricada, en Noordhoek.

Un pueblo en la costa este de la península.

Epkeen llegó cuando ya se marchaban. Neuman se lo llevó con ellos: él también necesitaba tomar el aire.

***

– Tu coche sigue pareciendo un vertedero -observó Fletcher, abriendo el compartimento de la puerta del Mercedes.

Unas hormigas se repartían unos trozos antiguos de tarta.

– Es la última merienda de mi hijo -mintió Epkeen.

Había de todo allí dentro: cintas con la carátula rota, lápices, sobres prefranqueados, una linterna, un cepillo de dientes, preservativos, un libro con las páginas estropeadas por la arena y también un knut -una tira de cuero de hipopótamo rematada por una bola de cobre que sus antepasados utilizaban para azotar al ganado-… Dan extrajo el Cok 45 del desorden, limpió las migas de tarta pegadas al cañón y vio que el tambor estaba vacío. Brian no lo cargaba nunca. Sería capaz de matar a alguien. Ya le había ocurrido. No se arrepentía de nada: el solo recuerdo ya le pesaba bastante.

Sentado en el asiento trasero, indiferente al grandioso panorama de Chapman's Park, Neuman contrastaba la información de la central; Stanley Ramphele, veintiún años, era el hermano pequeño de Sonny un camello reincidente que purgaba actualmente una pena de dos años en la cárcel de Poulsmoor, en Cabo Occidental. Stanley también traficaba con droga, lo que le había valido una condena condicional. No tenía estudios, ni ejercía ninguna actividad que hubieran reseñado los servicios sociales, pero parecía portarse bien desde su detención, seis meses antes. Con un subsidio del Estado pagaba el alquiler de la casa prefabricada que compartía con su hermano, en Noordhoek, un pueblo aislado en la bahía más salvaje de la península. Según los polis locales, los hermanos Ramphele se contentaban con traficar con hierba local.

– A lo mejor se han pasado al tik -comentó Fletcher.

– A los surfistas de la costa les va más el éxtasis o la coca.

– Salvo que se les venda tik con otro nombre…

El Mercedes iba pisando huevos detrás de un autocar de turistas; dejaron atrás la estatua de bronce del último leopardo de la región abatido a tiros hacía un siglo, y llegaron a la cornisa. Los acantilados de gres se precipitaban sobre un mar desenfrenado, cuyo rugido se oía desde las alturas. Una carretera polvorienta bordeaba el océano, abriéndose paso a través de las dunas, de un blanco inmaculado.

Fletcher se inclinó sobre el mapa.

– Debe de estar por aquí -dijo-: detrás de la remonta…

La bahía de Noordhoek era peligrosa y poco frecuentada: las olas de gran altura y los tiburones que campaban por alta mar impedían el baño y, dado que se habían cometido varios crímenes en la playa, un cartel advertía que no era aconsejable alejarse demasiado del aparcamiento… El Mercedes atravesó el pueblo y retomó la vieja pista que bordeaba el mar. Algunas casas se ocultaban entre las dunas, eran cabañas por lo general destartaladas; Epkeen se detuvo al fin ante una vieja camioneta, aparcada a pocos metros de una casa prefabricada de aspecto vetusto, medio carcomida por la sal. Era la de Ramphele, según la información que tenían. Las cortinas, amarillas de nicotina, estaban corridas. Salieron del coche. Neuman hizo una señal a Epkeen, que rodeó la casa.

Había una moto aparcada al abrigo del viento, bajo una lona. Neuman y Fletcher avanzaron hasta la puerta medio rota. En unas cuantas zancadas, Epkeen llegó a la parte trasera de la casa: echó una ojeada por la ventana y distinguió una silueta a través del velo mugriento de las cortinas. Apoyó la cabeza y las manos contra el cristal: había alguien al otro lado, a escasos centímetros de él… Un negro, con la cabeza reclinada contra el respaldo, pero no estaba durmiendo: las moscas se paseaban por su cráneo…

Neuman no tuvo que forzar la cerradura, la puerta estaba abierta. Una nube de insectos zumbaba en el interior. El joven negro estaba delante de la mesa plastificada del minúsculo salón y, con los párpados entornados, miraba fijamente un punto definitivo en el techo. Stanley Ramphele, según la foto antropométrica. Había una jeringuilla usada encima del cojín y un poco de polvo blanquecino en una bolsita de plástico… Fletcher se acercó para tomarle el pulso, procurando no respirar -el olor a mierda era espantoso-, e indicó con un gesto que estaba muerto.

– Voy a llamar a la brigada -dijo, retrocediendo hacia la puerta.

Neuman olvidó el olor y las moscas. Los ojos del joven xhosa estaban vacíos, como si los hubieran rayado a lápiz, y el cuerpo, frío como una piedra. Llevaba muerto varios días -se le habían relajado los esfínteres, y los excrementos que manchaban su pantalón se habían secado sobre el sofá-. Inspeccionó el cadáver. No había rastro de lucha, de equimosis ni de heridas visibles. Tan sólo la marca de un pinchazo, en el brazo izquierdo. El torniquete descansaba a su lado, sobre el sofá. Neuman se puso unos guantes de plástico y evaluó el polvillo que cubría la mesa. Metanfetamina, sin duda… Registró la casa prefabricada.

Un ordenador portátil, ropa de marca sobre la cama deshecha, unas gafas de sol italianas, algunas joyas -bisutería sin ningún valor-, un casco de moto: Neuman encontró un poco de marihuana bajo el colchón, pero no había otras drogas. Se agachó para mirar debajo de la cama y sacó un objeto sepultado entre el polvo acumulado: un bolso. En su interior había un móvil, pañuelos de papel, tres preservativos en su envoltorio, varios frasquitos y documentos de identidad a nombre de Nicole Wiese.

Abrió el monedero y contó apenas cien rands; luego abrió uno de los frasquitos. El líquido que contenía era verdoso, y el olor, difícil de identificar. Ninguno de los frasquitos tenía inscripción alguna, pero uno de ellos estaba vacío…

El mar rugía por la puerta abierta de la casa. Neuman se incorporó, vio a Epkeen, que inspeccionaba el suelo lleno de polvo, se dirigió hacia el aseo y, de pronto, retrocedió bruscamente nada más entrar: una migala peluda y oscura lo observaba desde la cañería de la cisterna. La araña era tan grande como su mano y tenía el opérculo abierto como si estuviera a punto de huir, preparada para picar. Ocho ojitos oscuros que lo miraban fijamente, mientras las patas se agitaban… La tapa del váter estaba bajada, y el ventanuco tenía un candado… ¿Cómo había podido entrar? Neuman cerró la puerta del aseo, sentía sudores fríos en la espalda.

Epkeen estaba en la entrada de la casa, su silueta se recortaba sobre el sol de mediodía.

– El cuentakilómetros de la moto marca cuatrocientos -dijo-: una Yamaha con rayos pintados que costará unos treinta mil rands… No está mal para un rebelde sin oficio ni beneficio, ¿no?

Neuman tenía una cara muy rara.

– ¿Qué pasa?

– He encontrado el bolso de Nicole debajo de la cama y algo de droga -dijo-. Y también hay una migala en el retrete.

– ¿Una migala? -preguntó Epkeen, con una mueca.

– Peluda.

Fletcher apareció a su vez, con el móvil en la mano.

– El equipo científico llegará dentro de veinte minutos -anunció.

Fuera, un viento tibio levantaba el polvo del camino. Neuman registró la camioneta aparcada delante de la casa. Los papeles seguían a nombre de Sonny Ramphele. Sobre los asientos había envoltorios de chocolatinas, palitos de helado y latas de refresco. La arena que cubría la alfombrilla era más oscura que la de Noordhoek, donde el agua helada impedía el baño. Stanley no llevaba casco el sábado por la noche a su llegada a la discoteca, debían ele haber cogido la camioneta para ir al este de la península, donde la costa era más hospitalaria…

Su móvil vibró entonces en su bolsillo. Era Myriam, la enfermera del dispensario. Contestó.

***

Los minibuses atestados de viajeros trataban de zigzaguear a golpe de bocina, pero había bastante tráfico en la N 2 ese mediodía. Neuman se impacientaba detrás de un camión cisterna nuevecito -como su madre había vuelto a hacer de las suyas, había dejado a Epkeen en la casa prefabricada para que él se ocupara de todo- cuando recibió la llamada de Tembo. El forense había terminado los análisis complementarios de la autopsia de Nicole Wiese.

– He encontrado el nombre de la sustancia ingerida unos días antes del asesinato -le dijo-: es iboga, una planta originaria del África occidental que utilizan los chamanes en sus ceremonias. En cambio, el nombre de la sustancia inhalada junto con el tik nos es desconocido.

– ¿Cómo que desconocido?

– Hay una molécula química, sí -dijo el biólogo-, pero su composición no figura en ninguna parte.

– ¿Y no será cualquier porquería que hayan añadido para cortar la droga? -avanzó Neuman.

– Es posible -contestó Tembo-. O bien puede tratarse de una nueva combinación de productos, que formarían una nueva droga.

Neuman reflexionó un momento, atrapado en otro atasco. La extrema derecha del Movimiento de Resistencia Afrikáner (AWB) o los grupúsculos sectarios que, bajo el régimen del apartheid, traficaban con pastillas para embrutecer a la juventud blanca progresista ya no tenían mucha fuerza. Nicole Wiese provenía de la élite afrikáner, y su padre era un importante respaldo financiero del Partido Nacional: a los lobos no les interesaba en absoluto devorarse entre sí.

– Lo ideal sería tener una muestra del producto -prosiguió el forense-. Podríamos hacer análisis, profundizar en nuestras investigaciones…

Una flecha anunció la bifurcación para Khayelitsha. Neuman pensó en la bolsita de polvo que habían encontrado junto al cadáver de Ramphele.

– No se preocupe por eso -le dijo, tomando la salida de la autopista-: creo haber encontrado algo que lo mantendrá ocupado…

El anexo del Hospital de la Cruz Roja se encontraba en la esquina del Centro comunitario, separado en cuatro «pueblos». Unos niños con pantalones cortos jugaban delante del edificio de madera pintada, otros salían agarrados de los brazos llenos de paquetes de sus madres. Myriam estaba sentada en la escalinata, fumando un cigarro, mientras trazaba círculos con el pie en el polvo del suelo -había empezado por dibujar sueños aborígenes que se parecían vagamente a Ali Neuman… En eso estaba cuando su coche apareció en el patio del dispensario. A la joven enfermera apenas le dio tiempo a borrar sus dibujos, en un momento ya estaba allí, por encima de ella, con su aureola negra y su mirada llena de espinas.

– Gracias por llamarme -dijo, a modo de preámbulo.

– Es lo que me pidió que hiciera, ¿no?

– No todo el mundo actúa como usted.

Con la mano levantada para protegerse del sol, Myriam dejó que el zulú se perdiera en sus tradicionales fórmulas de cortesía -así al menos la miraba.

– ¿Cómo está?

– Ha habido que rehidratarla -contestó la enfermera-. A su madre se le va la olla por completo, si me permite la expresión.

– Sí.

Josephina se había marchado de Khayelitsha hacia las nueve de la mañana, y la habían encontrado tres horas después, perdida en un asentamiento ilegal cerca de Mitchells Plain, una zona que se extendía entre el township y la N 2. Coger el autobús, apearse en un lado de la autopista, caminar por los terrenos accidentados que llevaban a los asentamientos ilegales… su comportamiento rozaba la inconsciencia.

– ¿Qué estaba haciendo mi madre allí? -gruñó Neuman.

– Eso tendrá que preguntárselo usted -contestó Myriam, sin ocultar su exasperación-. Unas personas como Dios manda avisaron al dispensario, pero la próxima vez quizá no tenga tanta suerte… Sería hora de regañarla, capitán: su madre no tiene veinte años, y ha sido mucho esfuerzo para ella caminar durante horas bajo el sol. No sé de qué están ustedes hechos, pero después del síncope que sufrió el fin de semana, lo suyo ya es suicida.

En sus ojos marrón oscuro brillaba una sana rebeldía. Neuman le tendió la mano para ayudarla a levantarse:

– ¿Dónde está ahora?

– En la sala pequeña -contestó Myriam, apretándole la mano-, a la derecha…

Pero ya sólo pensaba en las grandes manos de oso que la elevaban hacia el cielo con tanta facilidad… A ella también se le iba la olla; lo llevó al interior del dispensario.

Una pequeña multitud variopinta trataba de no moverse demasiado bajo las aspas de un ventilador. No había aire acondicionado, tan sólo se repartían botellas de agua entre los resignados enfermos. Josephina descansaba sobre una camilla que, dada su corpulencia, más parecía un carrito de bebé. Volvió hacia ellos sus ojos turbios y sonrió al sonido de sus pasos.

– ¡Anda, estás aquí, cariño! ¡Le he dicho a Myriam mil veces que tienes cosas más importantes que hacer, pero la niña tiene carácter!

– Te parecerá bonito criticar a las amigas -dijo Ali, dándole un beso.

– Ji, ji, ji!

Su situación de mamífero varado en la arena ya no la molestaba, ahora que tenía delante a Dios en cine en blanco y negro.

– Oye, mamá, ¿no te parece que ya no tienes edad para fugarte de casa?

Ella le cogió la mano y no parecía dispuesta a soltarla.

– No pensaba perderme, pero, claro, como no voy mucho por esa zona…

– ¿Y qué se te había perdido a ti allí?

– Oh…

– Contéstame.

Josephina suspiró, y a punto estuvo de caerse de la camilla.

– Me han dicho que Nora Mceli había muerto -explicó-. Ya sabes, la madre de Simón… No sé si será verdad, pero me han dado el nombre de una prima que al parecer se ocupó del niño durante la enfermedad de la madre. Winnie Got, una prima de Nora, como te digo. Me han dicho también que vive en un asentamiento ilegal entre Mandalay y Mitchells Plain… Quería saber si tenía noticias de Simón.

– Mira que eres cabezota.

– Ese niño está perdido, Ali… Si no hacemos nada por él, se morirá: lo sé.

Accidente, enfermedad, bala perdida, la esperanza de vida de los niños de la calle era limitada.

– Me gustaría ayudarlo -dijo-, pero no podemos salvarlos a todos.

Josephina adoptó una expresión seria.

– He tenido pesadillas -dijo, con sus ojos vacíos-. A los antepasados no les gustaría que abandonáramos a Simón a su propia suerte. No, no estarían nada orgullosos de nosotros…

Lazos inmemoriales los unían unos a otros -defender el ideal del ubuntu, acoger a varias generaciones bajo el mismo techo, el concepto de familia en un sentido amplio, esencial para la cultura sudafricana y reivindicado como tal pese a decenios de política separatista… Sin esa solidaridad, también ellos habrían estado perdidos. Simón formaba parte del grupo.

– ¿Por qué no me lo has comentado? -le reprochó su hijo-. Habríamos ido juntos.

– Vi tu nombre en el periódico -explicó su madre-: por lo de esa pobre muchacha asesinada. No te quería…

– Molestar. Bueno… -Cambió de tono-. ¿Puedes levantarte o prefieres que te lleven hasta el coche? Lo tengo aparcado aquí al lado…

– ¡Oh, si me ayudas puedo tratar de levantarme! Hace dos horas que no me atrevo a moverme de esta camilla: ¡me siento como si fuera un océano en una cascara de nuez, ji, ji, ji!

A Josephina parecía traerle todo aquello sin cuidado.

***

El eje principal que atravesaba el township de Khayelitsha partía de Mandalay Station y pasaba por Cape Flats, una llanura arenosa barrida por fuertes vientos y ocupada por edificios destartalados, «cajas de cerillas [24]» y chabolas, apenas visibles desde la autopista. En esa zona gris se había instalado la gente sin hogar, era un asentamiento que se extendía sin cesar y en el que la policía rara vez ponía los pies: paneles de madera, alambres, estacas, chapa, carteles publicitarios, viejos periódicos, la gente construía las chabolas con lo que tenía a mano, eran criaturas que salían volando por los aires en cuanto se levantaba tormenta. Los más privilegiados vivían en contenedores. Todos se lavaban fuera, por falta de espacio o de agua corriente. Alguna que otra señal de «endurecimiento» del campamento: unas placas de hormigón habían sustituido las cercas que antes delimitaban las parcelas, e incluso crecían algunos setos, verdadera proeza en el suelo de arena de Cape Flats.

Según los datos que tenía Josephina, Winnie Got vivía en un plaza shop, un pequeño colmado sin licencia en el que se vendían productos de primera necesidad: cerillas, velas, alcohol de quemar, harina, pilas, leche y algunos refrescos… Neuman condujo un rato ante las caras hostiles o curiosas de los viandantes. Un cable de electricidad atravesaba la zona, con empalmes salvajes como lianas letales, enganchados a cualquier superficie. El campamento se transformaba tan deprisa y de manera tan anárquica que era difícil orientarse: por fin, después de un buen rato, Neuman encontró a la tutora de Simón en el interior de su tienda.

Winnie llevaba un kikoi, un vestido de tela de África oriental, y zapatillas de peluche de un rosa chillón. Ali se presentó como el hijo de Josephina. Hacía un calor sofocante en el reducto. Junto a una nevera destartalada había un estante con vasos Duralex, orgullosamente expuestos. Neuman le compró dos latas de refresco. Se acomodaron en el sofá para hablar, los cojines estaban tapizados con una tela de flores que había visto demasiado sol.

Winnie Got hablaba una mezcla de inglés y de jerga de los townships: tenía treinta y ocho años y tres hijos de padres distintos, que nunca habían conocido a su abuela -porque de otro modo, según la tradición, ésta se habría ocupado de ellos-. Su prima Nora se había instalado en su casa hacía un año, con su crío y su enfermedad. Los rumores hablaban de mal de ojo, de los maleficios que ella había hecho y que le habían vuelto rebotados, como un bumerán; en cualquier caso, la pobre ya estaba muy débil cuando llegó a su casa. Nora había muerto dos meses más tarde. Winnie se había hecho cargo de Simón que, al no tener padre, de otra manera se habría quedado en la calle. El chaval había vivido en su casa un tiempo, y un buen día había desaparecido, sin dejar una nota ni una dirección…

– No lo he vuelto a ver -concluyó Winnie.

El rostro de la xhosa no mostraba ternura alguna: su prima había muerto y no había dejado más que rumores y un huérfano del que no quería ocuparse.

– ¿Qué pasó con Simón? -quiso saber Neuman-. ¿Por qué se fugó de su casa?

– No lo sé -contestó ella, encogiéndose de hombros-. Y eso que yo intenté hablar con él, pero jugaba a hacerse el duro, con su banda de desarrapados.

– ¿Qué banda?

– Pues una de niños de la calle -contestó Winnie-. Las hay a patadas por aquí. Simón iba con ellos a la playa a jugar al fútbol: un buen día, ya no volvió más…

– ¿Eso cuándo fue?

Winnie se abanicó con una revista femenina del año anterior:

– Pues hará unos tres meses. -¿Y desde entonces no lo ha vuelto a ver? -Sí, lo vi un momento cerca del asentamiento, pero era casi imposible acercarse a ellos.

– ¿Por qué?

– Se había vuelto salvaje… Se había vuelto como los demás. Winnie esbozó una mueca amarga.

– ¿Puede describirme a esos chavales?

– Eran media docena o así… Simón, otros pequeños, y uno un poco mayor, con un pantalón corto verde.

En el township debía de haber miles de chavales con pantalones cortos verdes.

– ¿Tiene usted alguna idea de dónde se los puede encontrar?

– ¿Por qué me pregunta todo esto?

– Simón fue visto en Khayelitsha la semana pasada -dijo Neuman.

– A algún sitio tiene que ir…

– Ha atacado a una anciana ciega que da la casualidad que es mi madre -precisó-. Es un poco pesada, pero le tengo cariño. Bueno, ¿qué? ¿Por dónde para esta banda?

– Y yo qué sé -contestó Winnie-. Le digo que hace la tira de tiempo que no los vemos.

Neuman se terminó el refresco. Según Josephina, Simón estaba solo cuando la había agredido: la fuerza de estos chavales residía, sin embargo, en el grupo. Solos, no eran nada.

– ¿Simón dejó algún objeto personal? -preguntó.

– Poca cosa.

– ¿Puedo echar un vistazo?

Todo lo que Winnie poseía estaba guardado en unas maletas; la mujer no tardó en volver de la habitación contigua con una caja de hojalata con la tapa abollada.

– Esto es todo lo que he conservado…

En el interior de la caja había un acta de nacimiento (Simón había cumplido once años el mes pasado), una ficha de vacunación realizada en el dispensario de Khayelitsha, un libro de escolaridad y una foto, grapada en el lado de una de las hojas. Al niño le costaba sonreír pese a sus mofletes.

– Ya ve, no es gran cosa…

Neuman observaba la fotografía: esa cara…

– ¿Quiere una cerveza? -preguntó Winnie-. Invito yo.

– No -dijo, con la cabeza en otra parte-. No, gracias.

La foto era de hacía apenas un año, pero a Ali le llevó un tiempo reconocerlo: el otro día, en el descampado, el niño canijo con el rostro ensangrentado al que había salvado de los tsotsis y que se había escapado por las tuberías… Simón.

9

Ruby no sabía nada. Y Ali, apenas, una noche en que habían bajado la guardia… Brian tenía entonces diecisiete años, y Maria, veinte.

María no había leído Ada o el ardor, o no la habría entendido; en su casa no se retozaba en el césped que rodeaba el castillo, con su prima o su primo; las paredes de su casa no las habían levantado los primeros granjeros blancos del África austral; su padre no era un alto funcionario ni un apasionado de los caballos de carreras; su madre no preparaba bóerewors por las mañanas preguntándose qué tiempo haría; la ventana de su cocina no daba a un prado, ni la de su habitación a un bosquecillo que hiciera olvidar las verjas electrificadas que rodeaban la finca; Maria no tenía cuadras, ni caballos, ni cadena de alta fidelidad, ni discos -Clash, Led Zeppelin, Plimsouls-; no sabía nada de los grupos de rock que alimentaban su rebeldía, ni de los corazones rotos que salían en los libros, ni de deseos sutiles ni de transgresión; ella nunca había oído hablar de Nabokov, ni del ardor de amar: Maria no sabía leer.

Le habría gustado ser asistente social, pero no se lo habían permitido. Maria era negra. Tenía dos vestidos, uno rojo y uno azul celeste, el más bonito: Brian se lo dijo, un día que la muchacha volvía de las cuadras, con sus sacos llenos de mierda, sus botas de goma y su delantal sucio. Al principio Maria sintió miedo -ese joven blanco que le sonreía era el hijo del bass-, pero sus ojos verde agua brillaban tan fuerte que olvidó las advertencias de su madre. Ningún blanco le había dicho que era guapa… Les bastaron dos meses para acostumbrarse el uno al otro y conocerse. Maria sustituyó a la Ada de sus sueños, y Brian hizo el amor por primera vez en el bosquecillo que había detrás de la mansión familiar, a hurtadillas, bajo el crepitar de las verjas electrificadas que rodeaban la finca. Brian estaba feliz. Si el imbécil de su padre supiera…

– Te voy a enseñar a leer -decretó un día, tumbado junto a ella entre los helechos.

– ¡Jajá!

Brian no sabía que se podía reír tan bien. Tan maravillosamente. Como si, entre sus brazos, el apartheid no existiera. Fin de la infancia, empezaba lo novelesco. Brian no tardó en hacer cualquier cosa para comer su fruto prohibido, inventaba las estratagemas más complicadas: faltaba a clase, daba plantón a sus amigos, dejaba de lado el deporte, para llevársela al bosque. Maria reía: Brian pensó que eso era el amor.

Así pasaron dos años, sin incidentes y sin modificar su apetito carnal. Maria descifraba las palabras de los libros que Brian se llevaba a los helechos, y éste, a su vez, el manual de instrucciones del cuerpo femenino que ella le ofrecía. Maria olía a almizcle, a especias y a frutas del bosque.

– No me abandonarás nunca, ¿verdad?

– ¡Estás loco!

Maria se reía.

Por supuesto que él pensaba que eso era amor…

Brian volvió a casa un día en que Maria estaba trabajando, a mediodía, para darle una sorpresa. La casa estaba vacía, su madre se había marchado al centro de compras con otras muñecas lechosas amigas suyas. Rodeó el garaje, comprobó que no había ningún empleado podando el seto del jardín y corrió a las cuadras. El purasangre pastaba en el cercado vecino, y entonces oyó un ruido que venía del silo. Maria… Se acercó sin hacer ruido, imaginó su espalda inclinada sobre la escoba, su olor tan especial, y la realidad lo abofeteó en plena cara: Maria estaba inclinada sobre la barandilla de un box, con el vestido levantado, mientras un tipo gordo se la trabajaba. Su padre. Jadeaba, respirando como un buey, con los pies nadando entre excrementos. Brian sólo veía su enorme culo que se contraía a cada embestida, su pantalón arrugado por encima de las botas, y Maria que se agarraba para no caer…

– Lo mataré… Lo mataré -repetía, con los ojos húmedos de lágrimas.

Pero era demasiado tarde. Brian no se atrevió entonces a coger la horca que había junto a la entrada de la cuadra, no tuvo el valor de clavar a su padre como una mariposa nocturna en la puerta del silo, hincarle la horca en la espalda hasta que le saliera por la garganta.

Le tenía miedo.

– Lo mataré…

Maria no contestaba. Lloraba en el bosque en el que se amaban. Sentía vergüenza. Se escondía entre sus míseras manos, en vano. Brian no preguntó desde cuándo ocurría aquello, si la había forzado la primera vez, si podía haberlo evitado. Su risa no se escondería ya más con ellos entre los helechos, sus hombros, sus piernas y su sexo ya sólo emanarían el olor infame de su padre…

Maria regresó a trabajar a su casa los meses siguientes, pero Brian la evitó como pudo. Se sentía traicionado, humillado, confusamente enamorado. Y un buen día, Maria no volvió más. El la esperó todo el fin de semana, y el siguiente, en vano… Le preguntó a su madre, una mañana, en la cocina, de la manera más anodina.

– ¿Maria? Tu padre la despidió la semana pasada -le explicó, con las manos en la masa de la tarta.

– Anda, ¿y eso?

– ¡La cuadra estaba sucísima! -aseguró su madre, que jamás ponía los pies allí.

Brian caviló unos días antes de registrar el despacho de su padre. En un archivador encontró la dirección de la empleada, con sus nóminas y los documentos administrativos que le permitían ir a trabajar a la ciudad. Maria vivía en el township, a diez kilómetros de allí. Lejísimos, en el otro extremo del mundo.

Ningún blanco se aventuraba jamás en los townships. Brian le pidió al taxista negro que lo esperara delante de la casa, una chabola de contrachapado pintada de amarillo, todo un lujo en el barrio. La madre de Maria se sobresaltó al ver al adolescente en su puerta. Tres niños pequeños se agarraban a su delantal, curiosos y asustados. Al principio la xhosa no quería hablar, pero Brian insistió tanto que terminó por ceder: Maria se había marchado un día a trabajar y nunca había regresado. Corría el rumor de que un coche de policía se la había llevado a la salida del township, pero su madre no lo creía. Maria estaba embarazada de cuatro meses: seguramente se habría fugado con el padre del bebé, que sería uno de esos desgraciados que prometen la luna y sólo traen problemas…

Brian volvió a su casa y comparó la fecha de la desaparición con el reparto de tareas de los empleados: Maria debía trabajar en la cuadra aquel día.

Mintió a los policías locales, puso una denuncia por robo, dando el nombre de la chica y su descripción, insistió para obtener una respuesta, mencionó que su padre era procurador y consiguió lo que quería. Un inspector llevó a cabo una investigación, que no dio resultado: Maria no figuraba en ningún registro de la policía. No estaba fichada por ningún delito, no se había producido ninguna detención. El agente no tenía inconveniente en tomarle declaración para su denuncia, pero no era muy probable que diera ningún resultado…

La madre de Maria, a la que Brian había mantenido informada de sus pesquisas, lo encauzó hacia un militante del ANC. La clandestinidad, la tortura, las desapariciones, los procedimientos arbitrarios de los servicios especiales, los asesinatos de opositores. Brian descubrió una realidad que no conocía. Pero ató cabos: su padre era procurador, un eslabón inflexible del poder…

Había pasado un mes desde la desaparición de la muchacha negra. Brian esperó a que su padre estuviera solo en la cocina para hablarle.

– Por cierto -le dijo, como quien no quiere la cosa-, ¿sabes que Maria está embarazada?

Su padre lo fusiló con la mirada, durante un segundo, antes de corregir su error.

– ¿Embarazada?

Pero sus ojos lo traicionaban. Lo sabía, era obvio…

– La has hecho desaparecer tú, ¿verdad? -le espetó Brian con aire desafiante-. ¿Mandaste tú a la poli a la salida del township?

El afrikáner se irguió con su masa imponente por encima de su hijo:

– ¿De qué estás hablando?

La ira inflaba sus venas, pero Brian ya no le tenía miedo. Lo odiaba.

– El hijo que esperaba no era tuyo -le dijo-, sino mío… Pobre gilipollas.

Apartheid: «desarrollo separado»…

Brian cambió de techo, de vida, de nombre y de amigos. Se curtió lejos de esa familia a la que odiaba con todo su ser, antes de abrir una oficina de investigación. Buscar a los negros que su padre hacía desaparecer se convirtió en su especialidad, una tarea obligatoria y saludable que le hizo entrar en contacto con los miembros del ANC clandestino y con los policías que los perseguían. Ruby lo había recogido varias veces de las cunetas de la autopista, donde lo dejaban tirado después de palizas tremendas. Le perdonaban la vida por el estatus de su padre, pero el odio era el mismo. Brian había desenterrado cadáveres, algunos sin ataúd siquiera, que llevaban pudriéndose meses; esqueletos con los dientes rotos, con las vértebras dislocadas por haber sido arrojados desde los tejados de las comisarías; opositores o simples simpatizantes, pero nunca encontró el cuerpo de Maria.

Su necesidad de amor era inconsolable. Conservaba el recuerdo de la joven negra en lo más hondo de sí mismo, como un secreto vergonzoso. No sabía por qué no hablaba nunca de ello. Por qué asomaba la cabeza donde otros no pondrían jamás los pies. Por qué se castigaba. Si los brazos de las mujeres en los que se refugiaba provenían de un mismo deseo de sabotaje… Ruby tenía razón a fin de cuentas. Su corazón era de hielo: se fundía a discreción.

Tracy, por ejemplo, truco de magia número cincuenta y cuatro, albornoz blanco, túnica pelirroja en mitad de la cocina, con un lápiz sabiamente plantado en lo alto de la cabeza, para recogerse la melena, preparaba huevos revueltos para el desayuno con la habilidad de un recién nacido:

– Oye -se echó a reír la camarera-, ¡qué jaleo hay en tu casa!

Acababan de despertarse. Los Young Gods -unos suizos, según el librito del cedé- se desgañitaban por los altavoces del salón mientras ella se afanaba en los fogones.

– ¿No te gusta la música? -le preguntó él.

– ¡La escucho todas las noches, me sale por las orejas! -se defendió Tracy.

– Pues ciérralas, cariño.

– Oye, tú, qué gracioso te levantas por las mañanas, ¿no?

– Estoy medio atontado -explicó-: me siento como si fuera de noche.

Tracy aporreó la sartén con su tenedor.

– ¡Venga ya! Pero si ya estabas roque cuando he vuelto…

– Lo siento, cariño.

Tracy había vuelto a casa de Brian una vez terminada su jornada, pero Brian se había desplomado al tercer porro de Durban Poison. Era la primera vez que volvían a verse desde la noche loca del sábado y el domingo fallido en casa del amigo «Jim». Tracy tenía treinta y cinco años: sabía que detrás de la barra se podía tirar a todos los tíos que quisiera, el problema era siempre repetir. Otros alcoholes los llevaban a otras chicas, y la pelirroja divertida de las coletas que les servía las copas era siempre agua pasada. Pues hija, tendrás que buscarte un trabajo más normal, se decía a sí misma las noches que se deprimía, y no uno en el que todo el mundo te mire el culo. Pero Tracy no creía mucho en otros trabajos, ni en los tíos en general.

Removió la papilla formada en la sartén, con aire circunspecto.

– Espero ser mejor en la cama -dijo. -Un caviar de berenjenas.

– ¿Y eso está bueno?

– Te tiene que gustar el ajo.

Tracy sirvió los huevos en los platos y lanzó la sartén al fregadero, haciendo un ruido como para romper los tímpanos.

Brian hizo una mueca. Esa chica no le inspiraba en absoluto nada tierno ni delicado.

– ¿Puedo hacerte una pregunta personal? -le dijo, sentándose frente a él.

– Calzo un cuarenta y tres, ya que lo quieres saber todo de mí.

– Hablo en serio…

– Te escucho, cariño.

Tracy bajó los ojos. Se le había soltado un mechón del lápiz y caía por su nuca, formando tirabuzones rojizos.

– Tienes que decirme si soy pesada… Es que como ya no tengo costumbre siempre me parece que me paso con los tíos… Qué tonterías digo, ¿verdad?

– Un poco, cariño.

Pese a su estoicismo de fachada, el truco de magia no dejaba de perder aire, tanto que ya se escabullía por el jardín, escamoteado… Brian consultó su reloj. No es que él llegara tarde, es que el mundo huía.

***

Como el ANC se negó a aprobar el sistema de los bantustán, el gobierno del apartheid había encerrado a Mandela y a sus compañeros en Robben Island, una isla cubierta de vegetación situada a unas millas de Ciudad del Cabo, que tenía la ventaja de aislar por completo a la oposición política. Mandela tuvo que esperar veintiún años antes de volver a tocar la mano de su mujer.

Sonny Ramphele no tuvo que sufrir esa cruel pena doble: el hermano de Stanley purgaba una condena de dos años en la cárcel de Poulsmoor, un edificio de hormigón insalubre y abarrotado donde hasta las moscas se pudrían en el infierno.

– ¿Encuentra lo que busca? -preguntó el jefe de los vigilantes.

Inclinado sobre el registro, Dan Fletcher echaba un vistazo a las visitas del detenido. Mientras tanto, Kriek, el paleto al que todo el mundo llamaba Jefe, jugueteaba con su manojo de llaves. Fletcher no contestó. Epkeen fumaba, mirando con ojos torvos al carcelero. A él tampoco le gustaban las cárceles, lamentaba que la humanidad no hubiera encontrado nada mejor en ocho mil años de existencia, y todavía le gustaba menos esa clase de jefecillo, beneficiario de la «cláusula del crepúsculo [25]» y que se había reenganchado porque la población carcelaria, en el fondo, no había cambiado: coloured y cafres a mansalva.

Sonny Ramphele estaba en libertad condicional cuando lo habían detenido al volante de un coche robado con tres kilos de marihuana prensada debajo del asiento. El mayor de los dos hermanos no había confesado nada, de modo que le habían caído dos años de cárcel. La trayectoria de Sonny era de las más clásicas: hijo de padres aparceros que habían muerto demasiado pronto, éxodo a la ciudad con su hermano pequeño, hacinamiento, ociosidad, miseria, delincuencia y cárcel. Sonny acababa de cumplir los veintiséis, entre rejas, y si no se metía en líos, saldría en pocos meses.

La policía científica había registrado su casa, pero si su hermano pequeño, que se había quedado encargado de los negocios del mayor, tenía un escondite para algún posible alijo de droga, éste bien podía haber desaparecido con él. Se habían encontrado pocas huellas, todas de Stanley, y las preguntas a los vecinos no habían dado muchos resultados. La cabaña más cercana estaba deshabitada, y los marginales que vivían en la costa no se metían en los asuntos de los demás, y prueba de ello era que el cadáver del joven xhosa llevaba cuatro días pudriéndose. Algunos habían conocido a Sonny, «un tiarrón bastante tranquilo, que se ocupaba de su hermano pequeño» y a Stan, un chaval al que le gustaban mucho las motos y la moda. Nadie lo había visto nunca con Nicole Wiese -una rubita como ésa, se acordarían-. El único indicio que confirmaba su pista era que se habían encontrado varias huellas de la joven afrikáner en la camioneta utilizada el día del asesinato…

Fletcher levantó la cabeza del registro.

– Stanley Ramphele venía regularmente a visitar a su hermano -comentó-, pero no hay anotada ninguna visita en absoluto desde hace un mes…

Kriek se estaba limpiando las uñas con los dientes.

– Yo ni sabía que tuviera un hermano -dijo.

Uno de los funcionarios ahogó una risa a su espalda. Epkeen olvidó un instante lo sucio que era el jefe de los vigilantes y ese olor rancio a hombre encerrado que envenenaba el ambiente:

– ¿Podemos ir a una habitación tranquila para interrogar a Sonny?

– ¿Por qué? ¿Tienen intención de verle el agujero de bala?

– Pero qué gracioso es usted, Jefe.

– El Ramphele este no pone el culo ni a tiros -insistió Kriek-. ¡Y no lo digo yo, lo dicen los demás internos!

Los otros carceleros confirmaron sus palabras.

– ¿Y eso qué quiere decir? -se impacientó Fletcher-. ¿Que Ramphele está protegido?

– Eso parece.

– No se menciona en su expediente.

– Las bestias se devoran entre sí.

– ¿Qué dicen de él los soplones?

– Que tiene el culo duro.

– Parece que es un tema que lo apasiona.

– A mí no: ¡pero a ellos sí!

Kriek fue el primero en reírse, y su camarilla no tardó en imitarlo. Epkeen le indicó a Dan con un gesto que era mejor cambiar de aires. Kriek era exactamente de la clase de tipos que en el pasado lo molían a palos y luego lo dejaban tirado en una cuneta, dándolo por muerto…

Doscientos por cien de superpoblación, un índice de reincidencia del noventa por ciento, tuberculosis, sida, ausencia de cuidados médicos, canalizaciones atrancadas, colchones en el suelo, violaciones, agresiones, humillaciones…, Poulsmoor era una buena síntesis del estado de las cárceles de Sudáfrica. Como los internos no dejaban de aumentar, el Estado había encargado al sector privado la construcción de nuevos centros de detención, y la mayoría se remontaba a los tiempos del apartheid. En estas cárceles había muy pocos trabajadores sociales, la reinserción era una utopía, y la corrupción, endémica. Los índices de evasión batían todos los récords, con la complicidad de un personal mal formado, mal pagado o incluso criminal. Algunos detenidos debían pagar derechos de peaje para asistir a clase o participar en las actividades, mientras que otros, condenados a cadena perpetua, pasaban los fines de semana fuera de prisión. Como se daba el caso de que los guardias vendían nuevos detenidos al mejor postor entre los demás reclusos, el primer reflejo de éstos consistía en ponerse bajo la protección de alguno de los matones de la cárcel, que monopolizaban a las wifye, las «esposas», y daban carta blanca a los guardias.

Putas, drogas, alcohol, ocho sindicatos del crimen se repartían el territorio. En esta jungla, a Sonny Ramphele no le había ido demasiado mal. Para ello, había tenido que hacer un trato, como los demás. Había cogido sarna, o los piojos querían comérselo vivo (los cuidados de belleza nunca habían sido el fuerte de Sonny, nada que ver con el guapito de su hermano), pero había conseguido preservar su integridad: aguardaba el final de su pena, escuchando a sus compañeros pelearse por ver a quién le tocaba ir antes a las letrinas, cuando un vigilante lo sacó de su larga apatía.

Sonny refunfuñó -qué coño era esa gilipollez de visita médica…- antes de obedecer bajo los sarcasmos del guardia.

En los pasillos de la cárcel olía a col y a humanidad. Arrastrando invisibles grilletes, Ramphele franqueó dos puertas magnéticas antes de ser conducido hasta una habitación apartada, sin ventanas. Nada que ver con una enfermería: había una mesa, dos sillas de plástico, un tipo moreno y bajito de mirada penetrante y otro tipo más corpulento, que en tiempos debió de estar en forma, apoyado en la pared.

– Siéntese -dijo Fletcher, indicándole la silla vacía frente a él.

Como su hermano, Sonny era un xhosa alto y fuerte de cerca de metro ochenta y mirada oblicua: avanzó con el metabolismo del vago y se sentó en la silla como si estuviera cubierta de clavos.

– ¿Sabes por qué estamos aquí?

Sonny apenas sacudió la cabeza de lado a lado, con los párpados pesados característicos del duro de pelar y el fumador empedernido.

– Hace tiempo que no ves a tu hermano -prosiguió Fletcher-: un mes, según el registro… ¿Has tenido noticias suyas?

Breve signo de desdén, como si todo le resbalara. Se inculpaba cada año a miles de policías por agresión, homicidio y violación; Sonny no tenía ganas de hablar con ninguno de ellos, y menos aún de Stan.

– Él heredó tus negocios, ¿verdad? -dijo Dan-. Seguramente está demasiado ocupado para visitar a su hermano mayor…

Sonny no le quitaba ojo al otro poli, que seguía detrás de él.

– ¿Con qué trapicheaba Stan? ¿Con dagga? ¿Y con qué más?

El detenido no reaccionaba. Epkeen se inclinó sobre su nuca:

– Hiciste mal en darle las llaves de la camioneta a tu hermanito, Sonny… ¿No le dijiste que no iba a ninguna parte?

El xhosa tardó en reaccionar. Fletcher dio la vuelta a las fotografías esparcidas sobre la mesa.

– Stan fue encontrado muerto en vuestra casa -dijo, mostrándole las imágenes-. Ayer, en Noordhoek… La muerte se produjo unos días antes.

Su expresión de matón hastiado cambió a medida que iba descubriendo las fotos: Stan lívido en el sofá de su casa, un primer plano de su rostro, con los ojos muy abiertos, fijos en un objetivo indefinido para siempre…

– Stan murió de sobredosis -prosiguió Fletcher-: una mezcla a base de tik… ¿Sabías que tu hermano se metía?

Sonny iba encogiéndose en su silla, con la cabeza vuelta hacia sus zapatillas de deporte sin cordones. Stan y su risa de niño, las collejas que le daba, sus peleas entre el polvo, su vida desfilaba ante sus ojos, concluyendo con un fundido en negro…

– Stan no tenía otras marcas de pinchazos en los brazos -dijo Fletcher-. ¿Qué te hace pensar eso?

– Nada.

Sonny se había vuelto hablador.

– Tu hermano estaba implicado en algo gordo: es sospechoso principalmente de vender una nueva droga a los blanquitos del centro… ¿Estabas al corriente?

El hermano mayor negó con la cabeza, todavía no era capaz de reaccionar.

– Tu hermano salía con una chica, Nicole Wiese, la misma de la que escriben los periódicos. ¿Stan nunca te habló de ella?

– No es asunto mío.

No podía apartar los ojos de las fotos.

– Nicole Wiese ha sido salvajemente asesinada, y todo apunta a que el culpable fue Stan: en vuestra casa se encontró droga, el bolso de la chica y la prueba de que estaban juntos en el momento del crimen. ¿Qué droga es ésa?

– Ni idea.

Sonny entrelazaba los dedos, nervioso.

– No te creo, Sonny. Haz un esfuerzo.

– Stan no me dijo nada.

– Salvo el Jefe, nadie está al corriente de nuestra visita -aseguró Fletcher-. Nadie sabrá que has hablado con nosotros, tu nombre no aparecerá en ningún lado. El juez de aplicación de las penas es clemente con los arrepentidos: ayúdanos y podremos ayudarte.

Ramphele masculló algo, seguramente algo muy feo.

– Stan traficaba en las playas -prosiguió Epkeen-. Buscamos a su proveedor: tienes que conocerlo a la fuerza.

– No conozco a nadie que venda tik. Stan tampoco.

– Quizá tu proveedor se haya reciclado.

– No… Demasiado peligroso.

Epkeen se sentó en el borde de la mesa:

– Según tú, ¿por qué tu hermano no vino a verte estas últimas semanas? ¿Por qué llevaba un mes haciéndose el muerto? Se puso a vender droga dura, a ganar dinero y a pegarse la gran vida con las blanquitas de las playas: hasta se compró ropa chula y una moto con rayos pintados… Stan dejó de venir a verte porque sabía que no te gustaría cómo se había adueñado de tu territorio: pero apareció un obstáculo… Utilizaron a tu hermano, Sonny. No esperes respeto de esa gente: os tratan como a esclavos.

El detenido se encogió de hombros: en la cárcel era igual.

– Te ofrecemos una manera de salir de ésta -se suavizó Fletcher-: dinos quién era el proveedor de tu hermano, y te revisamos la condena.

Sonny ya no se movía, tenía la barbilla clavada en su camiseta mugrienta, como si la muerte de su hermano pequeño lo hubiera desnucado. Ya sólo quedaba él: pero él solo no valía una mierda.

– Dagga, tío -dijo por fin-. Sólo dagga…

Un silencio pesado envolvió la sala de interrogatorio. Fletcher le hizo una seña a Epkeen, que apagó su cigarrillo: o el hermano no sabía nada, o tenía buenas razones para mentir… Estaba a punto de pedirle al guardia que se lo llevara de vuelta a su celda cuando Brian le preguntó a quemarropa:

– A Stan le daban miedo las arañas, ¿eh…?

El rostro sin expresión de Sonny cambió por completo: alzó unos ojos interrogadores hacia el poli del pantalón negro.

La brecha estaba ahí, abierta de par en par.

– Un miedo terrible -insistió Epkeen-. Una fobia, lo llaman…

El xhosa estaba desconcertado: de pequeño, Stan se había caído en un pozo, un agujero seco que hacía tiempo que no servía para nada. Lo habían buscado durante horas antes de encontrarlo, temblando de miedo, en el fondo del agujero: ya no había agua pero sí arañas, centenares de arañas. Quince años más tarde, Stan apenas soportaba ver una asquerosa araña en una fotografía, y mucho menos acercarse a una de verdad…

– Utilizaron a tu hermano para dar salida a toda la droga -prosiguió Epkeen-, y cuando Stan se volvió demasiado llamativo, llenaron a tope la aguja para que pareciera una sobredosis. O, más bien, le dieron a elegir entre palmarla él sólito con una sobredosis o pasar un ratito con uno de esos encantadores bichitos… Hemos encontrado una migala en el aseo de vuestra casa -añadió-: una bien gorda.

Ramphele se frotó la cara con las manos. Las fotografías sobre la mesa formaban un calidoscopio siniestro en su cabeza; los últimos fragmentos de su mundo partían a la deriva, y él ya no tenía dónde agarrarse, sólo los ojos llorosos del poli canijo sentado frente a él.

– Muizenberg -dijo por fin-. La droga la vendíamos en la playa de Muizenberg…

***

Utilizadas desde hace cinco mil años por los pigmeos por sus virtudes medicinales, las raíces de la iboga contenían una docena de alcaloides, entre ellos la ibogaína, una sustancia próxima a las que están presentes en diferentes especies de hongos alucinógenos. Al actuar sobre la serotonina, la ibogaína supuestamente refuerza la confianza en uno mismo y el bienestar general. Si bien es cierto que la planta y varios de sus derivados presentaban propiedades psicoestimulantes, en dosis más elevadas podían provocar alucinaciones auditivas y visuales, a veces muy angustiosas, que podían llevar al suicidio. Etimológicamente derivada de un verbo que significa «cuidar, curar», la iboga era una planta iniciática cuyas propiedades terapéuticas y cuyo poder alucinógeno permitían establecer un vínculo con lo sagrado y con el conocimiento. La iboga se utilizaba en sesiones llamadas bwiti, ceremonias introspectivas dirigidas por un guía espiritual, un chamán llamado inyanga, una suerte de herborista. Aparte de esos rituales secretos, la raíz de iboga se empleaba como afrodisíaco o filtro de amor.

Los más partidarios aseguraban que la ibogaína provocaba erecciones que podían durar seis horas y placeres indescriptibles. En la medicina occidental, la ibogaína tenía un papel en las terapias psicológicas y en el tratamiento de la adicción a la heroína, pero los conocimientos relativos a sus virtudes afrodisíacas seguían siendo escasos por falta de pruebas científicas.

Un filtro de amor africano…

Neuman rumiaba como un viejo león inclinado sobre su reflejo. Nicole Wiese había tomado iboga pocos días antes de su asesinato, una fuerte dosis según los análisis del forense, probablemente en forma de esencia. ¿Los frasquitos encontrados en su bolso? ¿Su amigo Stan también traficaba con iboga?

Neuman se marchó corriendo al instituto médico-forense.

Tembo había sido el primer negro en dirigir la morgue de Durham Road. Su corta barba gris recordaba a la de un antiguo secretario de Naciones Unidas, y sus gafas indicaban que era miope, tan corto de vista como un topo. Soltero recalcitrante, a Tembo sólo le gustaban las cosas antiguas, la música barroca y los sombreros pasados de moda, y cultivaba una pasión exclusiva por los jeroglíficos egipcios. Los cadáveres eran para él pergaminos que había que descifrar, marionetas de las que él era el ventrílocuo, sólo él podía hacerlas hablar. No las dejaba de lado hasta haberles extraído todo el significado que encerraban. Era un tipo tenaz, en sintonía con el temperamento de Neuman.

Los dos hombres se instalaron en el laboratorio del jefe forense.

El resultado de la autopsia de Stan Ramphele concluía que la muerte se había debido a una sobredosis de metanfetamina. La hora de la misma era incierta, pero se remontaba a unos cuatro días, es decir, poco después del asesinato de Nicole. La arena que había en la alfombrilla de la camioneta se correspondía con los granos encontrados entre el cabello de la joven afrikáner. También se habían encontrado restos de sal en la piel del xhosa y polen de Dictes grandiflora, una flor más conocida bajo el nombre de wilde iris, lo cual confirmaba lo que ya sabían: Stan y Nicole estaban juntos en el Jardín Botánico…

– Pero lo más interesante lo hemos obtenido de los análisis toxicológicos -dijo el forense-. Para empezar la iboga. Ramphele también la tomó, pero su consumo es más reciente: tan sólo unas horas antes de morir. Es decir aproximadamente cuando se produjo el asesinato de Nicole Wiese. Esa misma esencia está en el interior de los frasquitos hallados en su bolso. Una fórmula muy concentrada, yo no había visto nada igual hasta ahora…

– ¿Una elaboración artesanal?

– Sí. He empezado por preguntarme si esta esencia podía modificar el comportamiento de quienes la consumen, pero los cobayas que han probado el producto no han tardado en quedarse dormidos… -Tembo se mesó la barba-. Entonces me he concentrado en el polvo que le provocó la sobredosis a Ramphele, y he constatado que la misma molécula figuraba en el cóctel que tomó Nicole… La muestra extraída de la casa prefabricada me ha permitido afinar mi investigación. Como todas las drogas sintéticas, la metanfetamina tiene componentes intermedios tóxicos para el cerebro, pero pese a que hemos buscado y rebuscado entre los sustitutos habituales, no hemos logrado saber de cuál se trata. El nombre de esta molécula se nos escapa.

– ¿Cómo explica usted eso? -quiso saber Neuman.

Tembo se encogió de hombros:

– Las mafias suelen ir por delante de la investigación pública, nos sacan ventaja, y sus medios son mucho mayores que los nuestros…

Tembo era un entendido en el tema: desde el LSD y el gas BZ, las innovaciones de las neurociencias y la investigación farmacológica habían abierto mucho los horizontes de lo posible. Hoy en día se sabía cómo reprogramar las moléculas para que actuaran sobre mecanismos determinados que regulaban el funcionamiento neuronal o el ritmo cardiaco. Todo lo relativo a los experimentos estaba cada vez más informatizado, los componentes bioactivos más prometedores podían identificarse y analizarse a una velocidad prodigiosa. Tras experimentar en Irak con drogas que agudizaban la capacidad de vigilancia de los soldados, los militares esperaban ver, en un futuro cercano, efectivos que fueran a combatir atiborrados de medicinas capaces de aumentar la agresividad, la resistencia al miedo, al dolor y al cansancio, y que a la vez suprimieran los recuerdos traumáticos al actuar sobre la memoria mediante procesos de borrado selectivo. Tembo, que seguía de cerca esas líneas de investigación, no era muy optimista. El 11 de septiembre había traído consigo un período de violación de las normas internacionales, en particular en Estados Unidos: allí se proseguía la experimentación, a priori prohibida, con armas químicas, con el pretexto de preservar la pena de muerte mediante inyección letal y el mantenimiento del orden con gases lacrimógenos, pero el «antiterrorismo» se había precipitado en un abismo donde ya no había espacio para el derecho. Los rusos no habían revelado el nombre del agente químico utilizado en el asalto al teatro de Moscú en 2005, y los proyectos de investigación seguían desarrollándose a marchas forzadas y en todos los frentes. Ya a partir de la Primera Guerra del Golfo, el ejército del aire estadounidense planteaba elaborar y diseminar afrodisíacos súper potentes capaces de provocar comportamientos homosexuales entre las filas enemigas; un laboratorio checo trabajaba en la transformación de anestésicos combinados con una serie de antídotos ultra rápidos, lo que luego podrían aprovechar los comandos especiales para proceder a ejecuciones selectivas en medio de una multitud en estado de shock o anestesiada.

Apartadas a causa de efectos secundarios no deseados, miles de moléculas dormían en los estantes de los laboratorios: algunas habían podido caer en manos de organizaciones poco escrupulosas…

Neuman lo escuchaba sin decir palabra. Las mafias abundaban en el país, cárteles colombianos, rusos, mafias africanas, etcétera. Alguna de ellas podía haber elaborado un nuevo producto. La mirada de Tembo se iluminó por fin, como si acabara de descubrir el secreto de las pirámides.

– He probado sus muestras en ratas -dijo, con una sonrisa clínica-. Interesante… Venga a ver.

Neuman lo siguió a la sala contigua.

Sobre los estantes reposaban especímenes en frascos de cristal. Dos ayudantes de laboratorio se afanaban alrededor de las mesas.

– ¿Está preparado el protocolo? -preguntó el jefe forense.

– Sí, sí -contestó una silueta, enigmática bajo su mascarilla-. Empiece por la número tres…

Se dirigieron a las jaulas de ratas, situadas al fondo de la sala. Había alrededor de diez, herméticas, con una ficha que correspondía a cada experimento.

– Esta es la jaula de la que le hablaba antes -dijo el forense-: en la que hemos probado la iboga…

Neuman se inclinó sobre los animalillos: eran media docena y dormían apaciblemente, unos encima de otros.

– Muy lindas, ¿verdad…? -Tembo señaló la jaula vecina-. Sobre esta jaula hemos diseminado el polvo hallado en el domicilio de los hermanos Ramphele. Las ratas que ve están actualmente en fase número uno: es decir, que han inhalado el producto hace poco tiempo.

Neuman frunció el ceño. En la jaula reinaba una agitación anárquica; la mitad de los especímenes daba vueltas sobre sí mismos a toda velocidad, los demás copulaban, en medio de una enorme confusión.

– Violación, comportamientos desviados, erotomanía… Tras un lapso de tiempo de dos o tres minutos, las parejas y las jerarquías han saltado por los aires, como puede usted observar, con total naturalidad… La fase número dos es algo menos pintoresca.

En la jaula siguiente había una decena de ratas que correteaban con aire despavorido.

– Apatía, pérdida de referencias sensoriales, repetición de actos carentes a priori de toda lógica, desunión del grupo, comportamientos asociales, cuando no paranoicos… Esta fase puede durar varias horas antes de que los especímenes caigan en un profundo sueño. Las primeras cobayas que ha visto aún no han despertado… En cambio -dijo, con una mirada helada-, mire lo que pasa si se aumenta la dosis…

Neuman se inclinó sobre la jaula, conteniendo el aliento. Detrás de las paredes de cristal se veían decenas de cadáveres, en un estado horroroso: patas roídas, hocicos arrancados, pelaje desollado, cabezas mordisqueadas; los supervivientes, que deambulaban entre toda aquella carnicería, no habían salido mejor parados…

– Tras una breve euforia, la totalidad de los especímenes ha perdido el control, no sólo de sus inhibiciones -explicó Tembo-. Algunos han empezado a devorarse entre sí. Los dominantes han agredido a los más débiles, no han vacilado en matarlos, antes de despedazarlos. Y luego se han ensañado con el resto de los cobayas… La matanza ha durado horas, hasta el agotamiento.

Sólo quedaban los dominantes: dos ratas de laboratorio que en tiempos debieron de ser blancas y que ahora habían perdido la cola; tenían la mitad de la cabeza roída y pelada, y se observaban la una a la otra, a distancia.

– Están en estado de shock -comentó el forense-. Hemos practicado la autopsia a varios cadáveres y hemos descubierto graves secuelas en el córtex… La droga parece provocar una aceleración de las reacciones químicas, algunas de las cuales generan entonces una sustancia que actúa a modo de catalizador, de tal manera que la velocidad de reacción parte de cero y luego se embala, lo que activa la catálisis y acelera aún más el proceso… Como una bomba atómica y la fisión de los núcleos de uranio.

– ¿Es decir?

– Euforia, estupor, síndrome de abstinencia, furor, estado de shock: el comportamiento del consumidor varía en función de la dosis administrada.

– ¿Alguna idea de cuál puede ser la reacción química en humanos?

El forense se mesó la punta de la barba.

– Los resultados pueden variar en función de los antecedentes, el sistema nervioso y el peso de la persona -dijo-, pero según nuestros análisis comparativos, podríamos avanzar sin temor a equivocarnos demasiado que con una dosis de un centímetro cúbico, la persona intoxicada está «colocada», como se dice en la jerga de la droga. Con dos centímetros cúbicos, pasado el momento de excitación, la persona flota en una forma de torpor paranoico: era el estado de Nicole Wiese cuando la asesinaron… Con una dosis de tres centímetros cúbicos, se entra en una fase de agresividad incontrolada. Con cuatro, la persona lo arrasa todo a su paso, terminando por lo general consigo misma… Vamos, que se vuelve loca.

– ¿En cuál de estas fases estaba Stan en el momento de su muerte? -quiso saber Neuman.

– Fuera de todo límite por completo -contestó Tembo-. Se inyectó más de diez dosis.

Caía la noche cuando Neuman abandonó la morgue de Durham Road.

Había visto a Dan y a Brian un poco antes, al salir éstos de la penitenciaría de Poulsmoor: Sonny Ramphele vendía hierba a los surfistas de Muizenberg, y su hermanito debía de haber tomado el relevo, con un producto mucho más tóxico. Stan se servía de su físico para engatusar a la clientela femenina blanca y extender así su territorio entre la juventud acomodada de Ciudad del Cabo. ¿Aprovechó quizá la excursión a la playa de Muizenberg con su amiguita Nicole para abastecerse de droga? La iboga podía explicar la intrusión nocturna en el Jardín Botánico -flipar bajo las estrellas y hacer el amor entre las flores- pero lo demás no cuadraba: si los amantes habían cambiado de plan para echar un polvo, Stan había engañado a Nicole con la mercancía. Le había hecho tomar un producto sofisticado y súper peligroso, bañado en cristales de tik…

El rumor sordo que rugía en lo más hondo de Neuman se remontaba a hacía mucho tiempo. Que hubieran asesinado a una joven cuando hacía el amor entre las flores más bellas del mundo, la idea de que hubiera que pagar caro el placer lo asqueaba.

***

Dan contó la historia de la cebra mal querida y de la urraca que le robó sus rayas. La cebra al final conseguía recuperarlas, pero todas mezcladas, tanto que ya nadie la reconocía en su manada; pero eso a la cebra le gustaba.

– ¿Y la urraca? -quiso saber Tom.

– Esperó a la estación de las lluvias, a que saliera el arco iris, y le robó los colores -contestó su padre.

La historia fue muy aclamada en las dos literas. Aún hubo que dar las buenas noches a Baggera, la pantera extrañamente negra, charlar con la camarilla de Tom, repartida por toda su cama, después de lo cual le llegaba el turno a Eve, que sólo entonces consentía callarse, coger a su peluche por la piel del cuello y hundirse el pulgar en la boca.

– Buenas noches, jirafita mía -dijo Dan, besándola en los párpados.

Dan cerró la puerta de la habitación con un nudo en el estómago. Siempre el mismo miedo: miedo de perder a Claire, de no estar a la altura… Los angelitos dormían en sábanas de faquir.

Se tranquilizó un poco antes de reunirse con su mujer, que leía en el piso de abajo.

Desde su enfermedad, ya no veían la tele; al principio les parecía extraño -ni se les pasaba siquiera por la cabeza encenderla- y después se dieron cuenta de que el tiempo que pudieran pasar juntos valía más que cualquier programa de cocina.

Dan y Claire se habían conocido cinco años antes en un bar de Long Street, una noche anodina que había cambiado sus vidas. Fletcher había crecido en una familia de la pequeña burguesía anglófona de Durham donde su homosexualidad latente se había resumido a unas cuantas masturbaciones medio avergonzadas en los aseos del club deportivo donde unos chicos jóvenes y decididos lo habían aliviado sin que Dan se atreviera a pasar a mayores: la penetración, gran tabú masculino. Claire cantaba aquella noche clásicos de los años setenta, acompañada por un guitarrista negro muy vistoso. I Wanna Be Your Dog; incluso unplugged, esa canción lo había llevado sin remedio hasta sus caderas flexibles que, veladas por un vestido ajustado, ondulaban bajo los focos… Su gracia, sus rastas rubias que caían en cascada sobre sus hombros desnudos, su voz grave y triste, casi masculina: Dan crepitaba. La había abordado en la barra con sus ojos rotos, y Claire había dicho que sí a todo, enseguida: sí a tener hijos, sí a una vida con él. Cinco años.

Hoy Claire ya no cantaba, el pelo se le había caído a puñados, hasta el dibujo milagroso de sus caderas había caído bajo la radiación. La belleza bombardeada y el espanto yacía bajo las flores: Dan no soportaba que Claire pudiera morir. La amenaza que pesaba sobre ellos los había esculpido en cristal, y bajo su aire masculino y tranquilizador, el más frágil era él…

– ¿Estás bien? -dijo Claire, al verlo volver de la habitación de los niños.

– Sí, sí…

Su mujer leía, con el cuerpo apoyado en las piernas dobladas sobre el sofá del salón. Llevaba una blusa blanca que le llegaba hasta los muslos, un pantalón corto y ceñido de algodón y gafas de montura plateada que, junto con el libro, le daban un aire estudioso bastante apetecible… Dan se inclinó sobre la portada del libro:

– ¿Qué lees?

– A Rian Malan.

El sudafricano que había escrito Mi corazón de traidor, esa obra maestra tan aterradora.

– Es su última novela -precisó Claire.

Pero Dan no parecía muy concentrado en la obra del escritor y periodista. La miró apartarse un mechón rubio por detrás de la oreja -todavía no estaba acostumbrada a llevar peluca- y se arrodilló sobre el parqué. Tenía los tobillos finos, suaves, conmovedores… Claire olvidó su libro, y con una sonrisa cerró los ojos: Dan le besaba los pies, una multitud de pequeños besos que caían sobre su piel como un polvillo de amor; Dan los lamía, y su lengua, al acurrucarse entre sus dedos, la excitaba… terriblemente. Claire adoró sus manos a flor de piel, sus dedos que corrían sobre el algodón de su pantalón… Sintió que se humedecía y, feliz, dejó que Dan la arrastrara consigo hacia atrás…

Apenas habían terminado de hacer el amor cuando sonó el teléfono al pie del sofá. Por miedo a que se despertaran los niños, Dan hizo ademán de descolgar. Claire se aferró a él, acompañando su movimiento, todavía encajada en él: su marido descolgó al quinto timbrazo.

– ¿Te pillo en mal momento?

Era Neuman.

– No… No…

Dan tenía estrellitas en la cabeza y un archipiélago de cometas por almohada.

– Te recojo mañana por la mañana, iremos a dar un paseo por la playa -anunció Neuman-. Brian se viene también.

El vientre de su mujer lo abrigaba con su calor, y a la vez lo sujetaba con firmeza.

– Vale.

– Y esta vez no olvides tu arma.

– No, prometido.

Dan sonrió al colgar el teléfono. Puro camuflaje. Nunca se lo había confiado a Neuman, y menos aún a Claire, pero en realidad un miedo atroz le atenazaba el estómago: su hada enferma, sus hijos, no era más que un gallina cobarde que temblaba por los suyos… Claire lo atrajo hacia sí con una sutil contracción del perineo. El amor había sonrosado sus mejillas pálidas: ella sí sonreía de verdad, valiente, enflaquecida y confiada.

Dan se tragó su compasión al ver que tenía la peluca ligeramente torcida, pero su vientre ondulaba suavemente sobre su sexo. Claire murmuró:

– Quiero más.

10

Gulethu no sabía cuándo las cosas empezaron a irse al traste. ¿Hacía diez años? ¿Doce? La pubertad perturbada, actos salvajes, incandescentes, ¿fue su hermana, su prima? Gulethu ya no se acordaba. De nada. Una inhibición que se había tragado hasta su propia superficie. El iceberg flotaba hoy al capricho de la corriente, sin rumbo ni piloto.

La tradición zulú mandaba que las personas culpables de incesto se pudrieran vivas. Sonamuzi: el pecado de familia, del que era culpable. «No es culpa mía», gritaba en la oscuridad: era la maldición que pesaba sobre él, y esas pequeñas brujas asquerosas que lo habían engañado. La ufufuyane las volvía locas. Sexualmente fuera de control. La ufufuyane, la enfermedad que afectaba a las muchachas y se abatía sobre él. El peligro estaba en todas partes, bastaba ver sus contoneos cuando volvían de buscar agua, sus pechos grandes y pesados que se desnudaban al sol, y sus sonrisas, que te atrapaban en el camino como en una tela de araña… Gulethu había sido su víctima, su presa, y no al revés, como lo había decretado el jefe de la aldea: la ufufuyane era la causante de todo, la ufufuyane que habían enviado los espíritus para engañarlo. Pero nadie lo había escuchado. Lo habían echado de la aldea: «¡Que se pudra vivo!».

Habrían podido degollarlo como a un cebú sacrificado, despellejarlo para recordarle la fuerza del tabú ancestral, pero los vecinos de la aldea habían preferido dejar que se descompusiera lentamente, obedeciendo a la tradición. Gulethu había llegado a la ciudad, o al menos a sus townships, donde otros antes que él se habían mezclado con la basura.

El poder del sonamuzi era muy fuerte: la umqolan, la bruja a la que había consultado, lo sabía bien. Alguien le había hablado de ella, Tonkia, una vieja desdentada que elaboraba brebajes y que, según decían, se relacionaba con los espíritus contrarios. La umqolan conocía su maldición. Ya había curado a otros aquejados del mismo mal. Ella ahuyentaría el pecado de familia que pesaba sobre sus noches. Elaboraría un nuti para él, una pócima mágica que lo alejaría de su destino. Gulethu no se pudriría. Todavía no. Una joven blanca lo salvaría. Cualquiera, con tal de que fuera virgen. Bastaba con que Gulethu le trajera el esperma que la había desflorado.

Gulethu lo había preparado todo minuciosamente. Le había prometido mucho al joven Ramphele, sin contárselo todo. Había salido como él esperaba, hasta que la maldita asquerosa se puso a gritar: gritos de perra en celo. La ufufuyane la había alcanzado a ella también: zulúes, mestizas o blancas, las perras estaban todas poseídas. Nunca una joven virgen habría abierto las piernas así, ni habría proferido todos esos disparates: los espíritus adversos habían intervenido, antes de que Gulethu tuviera la más mínima oportunidad de elaborar su nuti.

Había tratado de contenerla, pero la maldita gritaba a más no poder…

Los gritos lo despertaron, sobresaltado. Gulethu se incorporó, con los ojos abiertos de par en par. Un sudor frío le inundaba el rostro, jadeaba, entre dos mundos, y apenas distinguía las paredes decrépitas del cobertizo. Pronto vio los jergones repartidos por el suelo, a los otros roncando, y volvió a la realidad… No, no lo habían despertado los gritos de la chica: era la umqolan, que lo advertía de un peligro.

Stan estaba muerto, pero los policías podían interrogar a su hermano en la cárcel. Podían venir a husmear a la playa… El Gato no debía enterarse: jamás.

11

El malestar lo atrapó nada más despertar. Un peso en el corazón, como si hubiera corrido bajo el agua durante horas, cabeza abajo. Muerte por apnea. Epkeen se sentó en el borde de la cama, rebuscó en el desorden de su memoria, pero no encontró ningún retazo de sueño. Flotaba en el ambiente una sensación como de algo pendiente por hacer; que no viniera el amanecer a engatusarlo. El cochino despertador no había sonado. O a Brian se le había olvidado ponerlo. Le picaba la cabeza. Había dormido mal. Levantarse no le sirvió de nada.

Había quedado con Neuman y Fletcher, a este paso no le daría tiempo a comer, ya hacía calor, y ese paseo por la playa, con o sin su amigo «Jim» no le apetecía nada.

– Eh… -protestó Tracy, hundida entre las sábanas-. ¿Te vas?

– Sí. Llego tarde…

Brian le apartó el mechón pelirrojo que le cruzaba la mejilla. Torpe en ternura, Tracy cogió su mano y la atrajo hacia sí.

– Ven -le dijo, sin abrir los ojos-: quédate conmigo.

Qué tontería, acababa de decirle que llegaba tarde.

– ¡Vamos! -insistió Tracy.

– Suéltame, cariño.

Brian no tenía ganas de juegos. Le irritaba su insistencia. No estaba enamorado de ella: anoche debería haberle dicho que era inútil, una historia sin esperanza, él no era sino la sal de un océano de lágrimas, pero Tracy lo había cubierto con sus gruesos pechos llenos de amor, y su corazón se había fundido como la cera de una vela, al primer asalto se había rendido voluntariamente… Una derrota más.

– ¿Qué pasa? -preguntó la camarera, mirando de reojo por encima de las sábanas.

Brian salía en ese momento de la ducha.

– Nada… Nada de nada.

Se vistió con lo primero que pilló.

– Las llaves están en la mesa de la cocina -dijo-. Luego no tienes más que esconderlas en las maceteras.

Tracy lo miraba sin comprender. Brian cogió su arma y salió de casa.

***

Un fuerte viento azotaba la playa de Muizenberg. Neuman se cerró el botón de la chaqueta que escondía su Colt 45. Epkeen y Fletcher lo seguían, protegiéndose el rostro de las nubes de arena que levantaban las ráfagas. Al dejar atrás las casetas pintorescas y pasadas de moda, la playa se extendía kilómetros, hasta el township.

Habían interrogado a los chavales que aparcaban los coches, llevaban dorsales de colores chillones, y también traficaban con un poco de dagga: uno de ellos había reconocido a Stan Ramphele en la fotografía (tenía una camioneta) y a la chica (una rubita muy guapa). No tenían más información, ni de los policías locales, ni de los confidentes, a los que llevaban días interrogando.

Abandonaron el bosque que bordeaba las primeras dunas y echaron a andar por la arena blanda. Al contrario que los fines de semana, en que la gente de la ciudad la visitaba masivamente, la playa de Muizenberg estaba casi vacía; los escasos bañistas se concentraban ante el paseo marítimo y la torre de los socorristas, donde dos jóvenes rubios y esbeltos, con collares africanos, vigilaban de cerca su musculatura. Neuman les había enseñado la foto de Ramphele, pero chicos negros con camisetas de Gap y Ray Ban de plástico los veían a montones todos los días. Y lo mismo pasaba con la rubita que supuestamente lo acompañaba…

Las olas se abatían con estruendo, tragándose en su camino, a algunos surfistas: interrogaron a los melenudos con traje de neopreno que lograban salir vivos, pero no obtuvieron más que muecas saladas. Caminaron largo rato. Las casas eran cada vez más escasas. Pronto ya no quedó más que un surfista a lo lejos y montones de olas que rompían contra la orilla. Epkeen sudaba bajo su cazadora de lona, empezaba a hartarse de ese paseo, llevaban veinte minutos andando por la arena pegajosa. A su lado, Fletcher no decía nada, silueta indolente bajo el sol y los torbellinos que azotaban su rostro. Neuman caminaba delante, insensible a los elementos. Uno, dos kilómetros… Entonces divisaron un grupo de hombres, al abrigo de una duna. Eran media docena de negros, estaban bebiendo tshwala <emphasis><strong>[26]</strong></emphasis> al abrigo de una cabaña destartalada. Una chica bailaba a la sombra; tardaron en oír la música, pues sonaba contra el viento, una especie de reggae que escupía un radiocasete…

Neuman indicó a Epkeen que se acercara a echar un vistazo, ellos seguirían andando hasta las dunas, donde una delgada columna de humo se elevaba algo más lejos, barrida por el viento. Brian se fue derecho al bar improvisado, sin quitar ojo a las piernas doradas de la chica que bailaba…

Las ráfagas de viento empujaban las nubes. Fletcher se colocó en la estela de Neuman y lo siguió hasta las dunas blancas.

Flotaba en el aire un aroma a pollo asado, y a algo más que aún no acertaban a identificar. Vieron una caseta de playa con la madera carcomida, una braai <emphasis><strong>[27]</strong></emphasis> instalada al amparo de las corrientes, y dos hombres con gorras de tela que se ocupaban de vigilarla. Neuman evaluó el terreno, no vio más que la cresta de las dunas y a los tipos frente a ellos. Empujado por el viento, el reggae de la cabaña les llegaba a retazos. Neuman se acercó. La puerta de la caseta, entreabierta, se sostenía de puro milagro. Los dos negros, en cambio, estaban plantados muy tiesos en la arena.

– Buscamos a este hombre -dijo Neuman-: Stan Ramphele.

Los tipos trataron de sonreír: ambos tenían los ojos rojos; uno, que era un puro nervio, tenía unos treinta años y los dientes medio podridos por la malnutrición y la droga; el otro negro, más joven, se bebía su cerveza mirando la lata como si el sabor cambiara con cada sorbo.

– No conocemos a ese tipo -dijo, con el aliento cargado de alcohol.

– ¿No? Pues tienen toda la pinta de ser clientes suyos -replicó Neuman-. Stan -insistió-: un camello de dagga que se pasó a cosas más duras…

– No sé, tío… ¡Nosotros disfrutamos de la playa, nada más!

El viento hizo volar las cenizas de la barbacoa. Tenían cicatrices en los brazos, el cuello…

– ¿De dónde sois? -quiso saber Neuman.

– Del township. ¿Por qué, tío?

Fletcher estaba unos pasos detrás, con la mano sobre la culata de su pistola.

– Hemos encontrado a Stan en el interior de su domicilio, una casa prefabricada, con una dosis de polvo como para reventarse las venas -contestó Neuman-. Una mezcla a base de tik. ¿Qué os parece eso, chicos?

– Para contestarle tendría que tener ganas de hablar -replicó Puro-nervio.

Neuman empujó la puerta de la caseta de playa y vio un par de gemelos sobre el suelo cochambroso. Un modelo de lujo que no cuadraba con ese par de desgraciados. Los habían visto venir. Los estaban esperando.

La sonrisa de Puro-nervio se transformó en una mueca, como si adivinara sus pensamientos. Su amigo dio un paso para rodear la barbacoa.

– Tú, quieto -dijo Fletcher, sacándose la pistola de la funda.

Al mismo tiempo, sintió una presencia a su espalda.

– ¡Y tú también!

Alguien apretó un revólver contra su columna. Escondido detrás de la caseta, acababa de surgir un tercer hombre. Neuman había desenfundado su pistola, pero no disparó: la Beretta que apuntaba a Fletcher no llevaba el seguro puesto, y el tipo que la empuñaba tenía los ojos vacíos, de un negro apagado. Era un tsotsi de unos veinte años con el que ya se había cruzado en alguna parte: el otro día, en el descampado, los dos jóvenes que estaban pegando a Simón… Fletcher barrió los alrededores con el rabillo del ojo, pero ya era demasiado tarde: los otros dos tipos habían sacado sendas pistolas del saco de carbón bajo la barbacoa.

– ¡Ya estáis levantando las manos, chavales! -silbó Puro-nervio, encañonando a Neuman con su revólver-. Gatsha, quítale la pipa: ¡despacio!

– ¡Un solo gesto y le meto una bala a tu amigo! -ladró el más joven.

Gatsha avanzó hacia Neuman como si mordiera y le arrancó el Colt de las manos.

– Tranquilizaos…

– ¡Cállate, negro!

Plantándole el cañón en la nuca, el cabecilla desdentado había obligado a Fletcher a arrodillarse, con las manos en la cabeza. Los otros mascullaron algunos insultos en dashiki, con rictus de victoria. El zulú no se movió: Fletcher, exangüe, sudaba a chorros delante de la barbacoa; le temblaban las piernas. Neuman blasfemó entre dientes: Dan estaba flaqueando. Se notaba en la dilatación de sus poros, en el aire de miedo que lo atenazaba y en sus manos, perdidas sobre su cabeza…

– ¡Tú, pégate ahí! -le gritó Puro-nervio a Neuman-. ¡Las manos contra la caseta!… ¿Me oyes, gilipollas?

Neuman retrocedió hasta la caseta de playa y apoyó la espalda y las manos contra la madera agrietada. Gatsha lo siguió. Contuvo el aliento cuando el tsotsi apretó el revólver contra sus testículos.

– Como te muevas un milímetro, te vuelo los cojones y toda la mierda de alrededor…

Joey el joven negro con el que se había cruzado en el descampado, se sacó entonces un cuchillo del cinturón y se lo pasó delante de los ojos:

– Ya nos hemos visto antes, ¿eh, pollo?

Soltó una risa malvada y, de un golpe seco, plantó el cuchillo en la madera podrida. Neuman se estremeció: el tsotsi acababa de clavarle la oreja contra la puerta.

– ¡Que no te muevas te he dicho! -le advirtió el joven, con las venas de los ojos muy dilatadas.

El cañón del revólver le oprimía los testículos. La oreja le ardía, un reguero de sangre tibia corría por su cuello, el cuchillo había atravesado el lóbulo y los cartílagos, manteniéndolo sujeto a la puerta. A unos pasos de allí, Fletcher temblaba bajo las ráfagas de viento, de rodillas, con el revólver en la nuca.

– ¿Qué, pollito, tienes miedo? -Puro-nervio derribó al policía de bruces contra el suelo-. Tienes carita de maricón… ¿Ya te lo han dicho? Poli maricón asqueroso…

El más joven se rio. Gatsha no apartaba el dedo del gatillo.

– ¿Os apetece un pollo a la brasa, tíos? -dijo el cabecilla de la gorra-. ¡Este está en su punto!

– ¡Eh, tío! ¡Pollo a la brasa! Jajá!

– Podríamos darle una oportunidad, ¿no?

– ¡Sí!

– ¡No!

Los dos tsotsis se peleaban por puro placer, pero Gatsha, muy serio, no relajaba la presión sobre los testículos de Neuman.

– ¡Anda, Joey! ¡Trae algo para trinchar el pollo!

Fletcher, tendido ahora sobre la arena, no dejaba de temblar. Joey le tendió un panga <emphasis><strong>[28]</strong></emphasis> a su compañero.

– Dejadlo -dijo Neuman con un hilo de voz, clavado a la caseta de playa.

– Que te den por culo, negro.

Ali lanzó una mirada furtiva a la choza, como si Epkeen pudiera verlo.

– No cuentes con tu amiguito blanco: también nos estamos ocupando de él…

Le pareció distinguir la silueta de Brian a través de la bruma de calor, agitándose en la pista de baile improvisada de la choza… ¿Qué coño estaba haciendo el muy idiota?

Puro-nervio se inclinó sobre el joven policía tendido en el suelo y le pasó el machete por la espalda como para limpiar la hoja:

– Ahora vas a imitar a un pollo… ¿Me oyes? -le susurró al oído-: Vas a imitar a un pollo, o te desangro, mariquita… ¡¿Me oyes?!… ¡IMITA A UN POLLO!

Fletcher dirigió una mirada de pánico a Neuman.

– Dejadlo…

La presión del cañón le taladró el bajo vientre. El tiempo se detuvo. Ya no había nada más que el viento desollando las dunas y los ojos crueles del tsotsi que chorreaban desdén por el policía tendido en el suelo. Ya ni siquiera oía la música. El cabecilla estaba a punto de clavarle el machete: Fletcher lo sentía en sus huesos, ya sólo era cuestión de segundos. Buscó a Neuman con la mirada, pero no lo encontró.

Emitió un pobre hipido que no cubría el sonido de sus sollozos.

– Medio gesto y estás muerto -susurró Gatsha al oído sanguinolento de Neuman.

– ¡Mejor todavía que muerto! -eructó el otro, con el machete en la mano-. ¡Mejor todavía!

Fletcher soltó un pobre «kiki» que se perdió en el estruendo de las olas.

– Jajá! -se carcajeó el otro, con ojos de loco-. ¡Mirad a este pollo! ¡Eh! ¡Mirad qué pollito más bonito!

El policía temblaba junto a la barbacoa, con el rostro hundido en la arena. El tsotsi se incorporó:

– ¡Mira lo que hago yo con los maricas como tú!

De un golpe de machete, le rebanó la mano derecha.

***

Epkeen calibró al grupo reunido delante de la nevera portátil. Eran alrededor de media docena y bailaban bajo la choza, sobre todo una mestiza con un escote muy pronunciado. Se contoneaba, orgullosa, con su cerveza en la mano, mientras lo miraba con insistencia, jugando a pasar los labios por el gollete de la botella en un gesto lascivo. El estéreo escupía reggae, tocaban los músicos de Bob Marley… La chica se retorcía sobre la arena, y los tipos se arrimaban a ella, como las abejas alrededor de una flor: sólo el negro alto que servía la tshwala tenía más de treinta años. Lucía tatuajes cutres en los brazos, seguramente se los habría hecho en la cárcel…

– ¡Hola! -dijo la chica, abordando a Epkeen.

– Hola.

– ¿Bailas?

La mestiza lo tomó de la mano sin esperar respuesta y, aprisionándolo entre sus brazos, lo arrastró a la pista improvisada. Brian respiró su perfume como de regaliz, una pena que le hubiera añadido el lúpulo. Su boca, pese a que le faltaba un diente, era bonita.

– ¡Me llamo Pamela! -gritó por encima de la música-. ¡Pero puedes llamarme Pam! -añadió, sin dejar de bailar.

Brian se inclinó sobre su escote para responderle al oído:

– ¡Qué nombre más bonito!

La chica sonrió con expresión ávida. Los demás les dirigían gestos amistosos, siguiendo el ritmo de los Wailers. Contagiado por el brío de la chica, Brian esbozó unos pasos al compás de la música: Pamela se acurrucó contra él, juguetona y provocadora… Brian sacó la foto de Ramphele.

– ¿Lo conoces?

La liana se balanceó alrededor de la fotografía, negó con la cabeza y se pegó, en un largo escalofrío, contra su espalda; su piel especiada era ardiente como el fuego.

– ¿Me invitas a una cerveza?

Pam lo miraba con una expresión de súplica infantil, como si el mundo hubiera quedado suspendido de sus labios. Los demás los observaban. Epkeen hizo un gesto al tipo tatuado que removía la cerveza. Cogieron el vaso de plástico con la sensualidad de unos acróbatas y, sin dejar de bailar, brindaron. Como la música hacía imposible mantener una conversación, el afrikáner atrajo a la chica hacia la vegetación que bordeaba las dunas.

Pam le sonreía como si fuera muy guapo.

– Stan Ramphele -insistió Brian, volviendo a plantarle la foto delante de los ojos-: un joven que se pasaba el día en la playa… Un tipo muy guapo. Tienes que haber coincidido con él a la fuerza.

– ¿Ah, sí?

– Stan vendía dagga, y desde hace poco una especie de tik… Aquí, en la playa.

La chica seguía bailando, contoneándose.

– ¿Eres poli? -le preguntó.

– Stan ha muerto: intento saber lo que le ocurrió, no quiero detenerte, ni a ti ni a tus amigos.

El viento hacía tintinear las cuentas que adornaban sus trenzas. Pam se encogió de hombros:

– Yo no soy más que una chica de la playa…

Su sonrisa mellada se estrelló a sus pies. Lo demás seguía balanceándose en el viento: se bebió la cerveza de un trago, se aferró a él y se echó a reír.

– ¡No me digas que me has llevado a este rincón para hablarme de ese tío!

– Había visto en tu cara que eres de fiar -mintió.

– ¿Y aquí qué ves? -contestó ella, llevándose la mano al trasero.

Las hierbas se doblaban bajo la brisa, el ruido de las olas se mezclaba con el del reggae, y Pam palpaba la mercancía con mano experta: arrimó su bajo vientre al suyo, acariciando su sexo con su pubis, se inclinó para rozarlo con sus pechos y por fin se arrodilló. Epkeen sintió la mano de la mestiza correr por su espalda: en un segundo Pam desenfundó su pistola.

Se incorporó a una velocidad pasmosa dada su postura, le quitó el seguro al arma y dirigió el calibre 38 contra el afrikáner, que apenas había tenido tiempo de esbozar un gesto.

– No te muevas -dijo, armando la pistola-. Las manos en la cabeza… ¡Vamos!

Epkeen no parpadeó siquiera. Entonces apareció un hombre, oculto detrás de la duna. El tipo tatuado que servía la cerveza…

– Está todo controlado -le dijo ella sin dejar de encañonar al policía-. Pero este imbécil no quiere levantar las manos.

– ¿Ah, no? -dijo el otro, acercándose a él.

Llevaba un arma bajo su camisa rasta.

– ¡Vas a pegar al suelo tu sucia jeta de poli! -le espetó Pam.

En lugar de obedecer, Epkeen se sacó un curioso objeto de la cazadora de lona: el knut de sus antepasados, rematado con su bola de cobre.

– ¡Tú te lo has buscado! -gritó Pam, apuntando a su cabeza.

La chica apretó el gatillo, dos veces, mientras Epkeen se lanzaba sobre el tipo. Pam siguió disparando, en vano, y comprendió que la pistola no estaba cargada. El tipo de los tatuajes desenfundó la suya, pero la tira de cuero, al abatirse sobre su mejilla, le arrancó un trozo de carne del tamaño de un filete. El hombre ahogó un grito y, tambaleándose bajo una cortina de lágrimas, no vio venir el segundo golpe: la pistola que sujetaba bajo su camisa le salió despedida de la mano.

Pam había vaciado el cargador entre los omóplatos de Epkeen, que se volvió deprisa. El knut partió la muñeca de la chica, que soltó la pistola con un gemido. A su espalda, el de los tatuajes quiso recogerla del suelo: el cuero de hipopótamo le abrió las falanges hasta el hueso. El corazón de Epkeen latía a mil por hora: no se las estaban viendo con pequeños camellos de playa, sino con tsotsis que mataban policías. Una ráfaga de viento le hizo parpadear. Abandonando su arma, el tipo de los tatuajes echó a correr hacia la choza, sujetándose la mejilla con la mano. La chica todavía no pensaba en huir: se miraba la muñeca rota como si se le fuera a caer. Epkeen la golpeó en la barbilla. Cuando levantó la cabeza, vio al tatuado subir corriendo la pendiente de la duna.

Entonces oyó un grito a lo lejos, por encima del estruendo de las olas. El grito desgarrador de un hombre, desde el otro lado de las dunas…

Dan.

***

– Venga -susurró Gatsha al oído herido de Neuman-. Dame el gustazo de abrir tu bocaza de negro. Venga, para que te vuele los cojones…

Le apretaba el cañón con tanta fuerza que Neuman sintió ganas de vomitar. Un gesto y estaba muerto. El tipo no esperaba otra cosa. Fletcher lloraba mirando su mano cortada, estupefacto, como si no quisiera creer lo que le había ocurrido. La sangre regaba las patas de la barbacoa, el viento rugía, formando torbellinos, y él sollozaba como un niño aterrorizado al que nadie acudiría a salvar. Estaba solo con su muñón y su mano en la arena, separada del cuerpo. Estaba viviendo una pesadilla.

Neuman cerró los ojos cuando el tsotsi le cortó la otra mano.

Fletcher soltó un grito espantoso antes de desmayarse.

– ¡Pollo a la brasa! -eructó Puro-nervio, blandiendo el machete.

Joey sonreía, en éxtasis. El tsotsi recogió las manos cortadas y las tiró a la barbacoa. Neuman volvió a abrir los ojos, pero era peor: el chorro de sangre que manaba de los muñones, su amigo en el suelo, desmayado, las brasas atizadas por el viento, el olor a carne, el crepitar de las manos sobre la rejilla incandescente, la hoja del cuchillo que lo clavaba a la caseta como a una lechuza, la pistola en sus tripas y los ojos idos de Gatsha, que se reía, como un loco.

– Jajá! ¡Pollo a la brasa!

Las ráfagas de viento volaban, furiosas, sobre las brasas; Puro-nervio plantó la rodilla en la espalda de Fletcher, que ya no reaccionaba. Le levantó la cabeza tirándolo del pelo y, de un golpe de machete, lo degolló.

El corazón de Neuman latía tan fuerte que se le iba a salir del pecho. El fantasma de su hermano pasó rozándole la espalda, empapada en sudor. Iban a cortar a Dan en pedazos, lo iban a asar en la playa, y después se ocuparían de él. Apretó los dientes para ahuyentar el miedo que hacía temblar sus piernas. Un líquido tibio seguía corriendo sobre su camisa, y Fletcher agonizaba ante sus ojos aterrorizados.

El tsotsi del machete se volvió hacia el más joven: -¡Joey! Ve a ver qué hacen los otros mientras nosotros nos ocupamos del negro…

Puro-nervio pensaba en muertes espectaculares cuando la cabeza de Gatsha explotó: la fuerza del impacto fue tal que el muchacho no tuvo tiempo de apretar el gatillo. Los otros dos se volvieron al instante hacia la choza, de donde provenía el disparo: una silueta alta y delgada bajaba la duna a todo correr, un blanco, con una pistola en la mano. Blandieron sus armas y apuntaron hacia él.

Trozos de carne y de huesos habían chocado contra su cara, pero Neuman reaccionó en un segundo: arrancó el cuchillo que lo mantenía clavado a la caseta y se precipitó hacia ellos. Puro-nervio sintió el peligro. Dirigió su arma hacia el hombre del cuchillo, pero era demasiado tarde: cien kilos de odio se hundieron en su abdomen. El tsotsi retrocedió un metro antes de caer de rodillas en el suelo.

Epkeen recibió un primer disparo, que levantó un poco de arena a sus pies, el segundo se perdió en el aire: detuvo su carrera al pie de la duna y apuntó. A contraluz, el tipo no tenía la más mínima oportunidad: lo abatió de una bala en el plexo.

Junto a la barbacoa, el jefe de la banda se miraba la tripa, incrédulo, con el cuchillo clavado hasta el mango. Neuman no se tomó el tiempo de sacarlo: cogió las manos que crepitaban en el fuego y las tiró sobre la arena.

Epkeen miraba el mundo como a un enemigo, en busca de otro blanco. Entonces vio el cuerpo mutilado de Fletcher al pie de la duna. Neuman se había precipitado junto a él. Se quitó la chaqueta y le tomó el pulso. Dan respiraba todavía.

Epkeen acudió por fin, pálido como un muerto.

– ¡Llama a una ambulancia! -le gritó Neuman, presionando la yugular de su amigo-. ¡Date prisa!


  1. <a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Látigo.

  2. <a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Grandes barrios de chabolas o casas bajas construidos en la periferia de las ciudades. (N.de la T.)

  3. <a l:href="#_ftnref3">[3]</a> Enclave «reservado» a los negros en los tiempos del apartheid.

  4. <a l:href="#_ftnref4">[4]</a> Bass: de boss, jefe.

  5. <a l:href="#_ftnref5">[5]</a> Casitas de ladrillo pensadas para ir ampliándolas al cabo del tiempo.

  6. <a l:href="#_ftnref6">[6]</a> Miembros de las mafias de los townships.

  7. <a l:href="#_ftnref7">[7]</a> Los xhosa son uno de los principales grupos étnicos de Sudáfrica. A él pertenece, por ejemplo, Nelson Mándela. (N. de la T.)

  8. <a l:href="#_ftnref8">[8]</a> En algunos lugares de África es frecuente que la gente se reúna en círculos de ahorro y ponga en común una cantidad de dinero con cierta periodicidad. La custodia de dicha cantidad se le encarga por turnos a cada miembro del grupo. (N. de la T.)

  9. <a l:href="#_ftnref8">[9]</a> Un rand equivale a unos quince céntimos de euro.

  10. <a l:href="#_ftnref10">[10]</a> Habitante de una región del sudeste de África. (N. de la T.)

  11. <a l:href="#_ftnref10">[11]</a> En 1983, el presidente Botha amplió los derechos de los mestizos y los indios, pero no así los de los negros, que lo vivieron como un insulto.

  12. <a l:href="#_ftnref12">[12]</a> Vehículos blindados utilizados en los tiempos del apartheid.

  13. <a l:href="#_ftnref13">[13]</a> Hierba local.

  14. <a l:href="#_ftnref14">[14]</a> Policía sudafricana.

  15. <a l:href="#_ftnref15">[15]</a> La Native Land Act, que concedía el 7,5 por ciento del territorio a las poblaciones autóctonas, instauró el régimen del apartheid.

  16. <a l:href="#_ftnref16">[16]</a> Agente de policía con uniforme.

  17. <a l:href="#_ftnref17">[17]</a> Partidarios del regreso a África.

  18. <a l:href="#_ftnref18">[18]</a> Campamento algo retirado, concepto clave de la mentalidad afrikáner.

  19. <a l:href="#_ftnref19">[19]</a> Término con el que se designa el inglés pueril de los empleados domésticos.

  20. <a l:href="#_ftnref20">[20]</a> Dado que el Partido Nacional, en el poder durante el apartheid, había decretado ciertas leyes que favorecían a los mestizos en detrimento de los negros, una mayoría de ellos siguió votándolo en lugar de votar al ANC, por miedo a las discriminaciones de que podrían ser objeto.

  21. <a l:href="#_ftnref21">[21]</a> Nombre con el que se conoce a los mestizos de Ciudad del Cabo, pertenecientes a distintas etnias.

  22. <a l:href="#_ftnref22">[22]</a> Túnica de piel.

  23. <a l:href="#_ftnref23">[23]</a> «Nosotros los zulúes somos así.»

  24. <a l:href="#_ftnref24">[24]</a> Sobrenombre con el que se conocen las viviendas improvisadas.

  25. <a l:href="#_ftnref25">[25]</a> Con el fin de facilitar una transición «suave», se permitió a los funcionarios blancos del apartheid seguir en sus puestos durante cinco años.

  26. <a l:href="#_ftnref26">[26]</a> Cerveza casera muy amarga.

  27. <a l:href="#_ftnref27">[27]</a> Barbacoa.

  28. <a l:href="#_ftnref28">[28]</a> Machete.