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– ¿Qué tienes, hermano?
– Estoy ardiendo.
– ¿Y tus rodillas?
– Golpean la una contra la otra.
– ¿ Y tu pantalón rojo?
– Ya lo ves, está empapado.
– ¡¿Ytus mejillas, hermano, tus mejillas?!
– Dos surcos de petróleo.
Andy había ardido ante sus ojos: las lágrimas negras se evaporaban como caucho en sus mejillas, pompas mugrientas que reventaban ahí mismo, petrificadas… Los de la milicia habían soltado al chico, ya no era necesario sostenerlo, se mantenía en pie él solo, o más bien buscaba un lugar donde mantenerse en pie. Andy había querido rodar por el suelo, pero la goma ya se había fundido sobre él: por mucho que gesticulara, por mucho que profiriera gritos que rompieran los tímpanos de la Tierra entera, no encontraba un lugar donde desaparecer.
El tiempo se había comprimido en la mente de Ali. Sin duda era demasiado pequeño para comprender de verdad lo que estaba ocurriendo. Todo era vago, irreal, se sentía extrañamente superado por la situación. Distinguía siluetas en la noche, los ojos inyectados en sangre bajo los pasamontañas, el árbol-horca en medio del jardín, la luna resquebrajada, las luces del coche de policía al fondo de la calle, los vigilantes [29] que montaban guardia alrededor de la casa, los policías de paisano que alejaban a los vecinos, pero todo era falso, salvo esas lágrimas negras que resbalaban por las mejillas de su hermano…
Andy se había convertido en un incendio, en una antorcha consumida, un faro vuelto del revés. Ali no oía las voces ni los rumores de la calle, era sordo al caos, y las imágenes seguían superponiéndose, vacías de sentido: su madre estaba detrás de la ventana, con el rostro pegado al cristal, la obligaban a mirar, los gritos, los alientos fétidos de los gigantes, hasta el olor del caucho, todo ello pasaba como flechas por encima de su cabeza.
Los hombres lo sujetaban para que no se perdiera nada del espectáculo: «¡Mira bien, pequeño zulú! ¡Mira lo que ocurre!», pero el miedo a morir lo había dejado fuera de combate. Ali sentía vergüenza, la vergüenza del débil, tanta como para olvidar a Andy, que se estaba quemando vivo: él, Ali, seguía vivo, sólo eso importaba.
No vio lo que ocurrió después: el mundo se había vuelto del revés, la luna había caído del cielo, hecha añicos.
Cuando volvió a abrir los ojos, los gritos habían cesado. El cuerpo hecho un ovillo de Andy yacía en el suelo, parecía un pájaro cubierto de petróleo, y todavía flotaba en el aire ese espantoso olor a quemado… Ali vio entonces a su padre colgado del árbol, y la realidad volvió a él como un bumerán.
No había duda: estaba en su casa, en el infierno.
Una mano lo agarró del pelo y lo arrastró detrás de la casa…
El viento alisaba la hierba y el océano, del color del mercurio, que espejeaba en el crepúsculo. Neuman siguió el camino de piedras hasta lo alto del acantilado. Una gaviota que volaba en el cielo pasó a su altura y lo miró a los ojos antes de precipitarse al abismo.
El faro de Cape Point, desierto, brillaba con su luz roja. Ali rodeó la pared cubierta de grafiti y se acodó en el parapeto. Al fondo, las olas grises rompían contra las calas. El miedo pasaba, pero no el olor a carne quemada.
Dan había sido trasladado al hospital más cercano, en estado crítico. El helicóptero del equipo de socorro había tardado cerca de veinte minutos en aterrizar en la playa de Muizenberg: para ellos había sido como una hora.
Por mucho que apretaran los torniquetes, por mucho que bloquearan el flujo de las arterias y taponaran los agujeros con sus chaquetas y sus camisas, Dan se les iba. Le hablaban, le decían que le volverían a coser las manos, conocían a un especialista, el mejor, le pondrían unas nuevas, más bonitas todavía, más hábiles, manos quirúrgicas, por así decirlo, decían lo que fuera, lo que se les pasara por la cabeza. Claire, los niños, y ellos dos, ellos dos también lo necesitaban, hoy, mañana, el resto de su vida; le hablaban aunque estuviera inconsciente, tendido en el suelo, en coma, con la garganta abierta en un rictus espantoso, y toda esa sangre que la arena se bebía… Neuman volvía a ver su rostro aterrorizado ante el machete, sus ojos claros que le suplicaban, y sus sollozos de niño cuando le cortaron la primera mano… Él lo había arrastrado a esa pesadilla.
El equipo médico, los primeros auxilios en la camilla, la transfusión de urgencia, el helicóptero que se lo había llevado por el cielo, el que le hubieran asegurado que harían todo por salvarlo, nada de eso cambiaba nada. Epkeen no había intervenido demasiado tarde: el que había fallado era él.
Quedaba la vida, aferrada a los jirones, y la esperanza de que se salvara; su corazón latía débilmente cuando se lo llevaban…
Neuman saltó el parapeto que rodeaba el faro y bajó hacia las rocas desprendidas que colgaban por encima del precipicio. Un trozo de luna bostezaba en el azul muerto del cielo; trepó a las rocas, cerró los ojos y se dejó zarandear por las ráfagas de viento. Un paso más y se lo tragaba el vacío. Un descanso acrobático… Pero podía darle la vuelta a la piel de la tierra como se despelleja a un conejo, unirse a las aguas plateadas en un abrazo postrero, al final del vértigo estaba solo.
Neuman contempló cómo caía la noche antes de bajar del acantilado.
La luna lo guió por el camino. Pese a los puntos, volvía a sangrarle la oreja. Se le acercó un babuino, un macho viejo, que el zulú ahuyentó con una mirada asesina. Pensaba en Claire, en los niños, en todo lo que no había hecho para salvar a Dan… Apenas había cruzado las barreras de la reserva cuando Epkeen llamó al móvil. Brian estaba en el hospital, con ellos.
Una probabilidad entre diez, había dicho el médico.
– ¿Cómo está?
Neuman contuvo el aliento, en vano:
– Todo ha terminado…
Joost Terreblanche había servido dieciséis años como coronel en el 77° batallón de infantería, la unidad especial encargada de mantener el orden en el bantustán de KwaZulu.
El gobierno del apartheid había delegado el poder en el interior de los enclaves en jefes tribales, bajo tutela del ministerio. Esos jefes «comprados» recibían el apoyo de milicias constituidas por desarrapados locales, los vigilantes, que imponían la ley a golpe de porra. La población negra vivía en un estado de terror permanente, también porque los militantes del ANC o del Frente Democrático Unido (UDF) [30] imponían feroces represalias contra quienes violaran el boicot y contra toda persona que colaborara con el opresor. Políticamente aislado, el apartheid había sobrevivido dividiendo a sus enemigos. Se permitió así que el Inkatha, el partido zulú del jefe Buthelezi, disputara al ANC su papel de jefe de la oposición y criticara después su posible participación en una coalición gubernamental, lo que provocó diez años de guerra civil larvada y la peor violencia de toda su historia [31]. Las manifestaciones degeneraban en baños de sangre: cuando las revueltas amenazaban con convertirse en sublevación, se enviaba a los Casspir del 77° batallón, los famosos vehículos blindados, que traumatizaron a toda una generación.
Joost Terreblanche había demostrado una eficacia notable, era un «limpiador de bantustán» cuyas proezas se mencionaban en las escuelas militares. Como recompensa a sus leales servicios, el gobierno atribuyó una nueva residencia a la familia del militar.
Ross y FranϚois, los dos hijos robustos y vigorosos que su mujer le había dado pese a sus carencias, habían crecido hasta entonces en el ambiente austero y confinado de los cuarteles: el marco encantador de la nueva propiedad sería, a sus dieciséis y catorce años respectivamente, su nuevo territorio de libertad. Joost estaba orgulloso de su situación y confiaba en el futuro. Ruth, su mujer, lo preocupaba más: era el eslabón débil de la familia.
De constitución frágil, Ruth sostenía que no podía ocuparse ella sola de una casa tan grande, una vivienda del más puro estilo colonial y de la que no habrían renegado los antepasados hugonotes de Joost. Cocinera, jardinero, asistenta, boy…, Ruth no tardó en rodearse de todo un abanico de ayuda doméstica. Por supuesto, el acceso a la casa estaba vigilado: pero Joost no podía sospechar que el enemigo vendría de dentro.
El jardinero negro, un zulú llamado Jake. Bajo su sempiterno gorro rojo descolorido y sus guantes raídos, armados con tijeras de podar, se escondía el alma de un granuja: Ruth nunca debería haber dejado a François con ese tipo, y menos aún haber permitido que lo ayudara a plantar sus malditas flores. François era más joven, más impulsivo, más frágil que Ross, que era sólido en todos los aspectos -había que verlo serrar madera-. El jardinero le había llenado la cabeza de ideas negras al muchacho. Sabía que François era vulnerable. Lo había manipulado con sus humildes sonrisas de cafre embrutecido bajo el sol… A François le bastaron dos años para repetirle esas tonterías a su padre a la cara, una noche durante la cena, con toda la convicción del joven imbécil que está descubriendo el mundo. Joost se había mostrado firme, pero François se había encarado con él. Explicaciones, amenazas, castigos y palizas. Por mucho que Ruth llorara y suplicara, era en vano, ninguno de los dos cedió. Al jardinero le dieron una paliza también y lo despidieron, y a François lo mandaron a un colegio interno. Joost se decía que no era más que una crisis de adolescencia: él había sometido a otros hombres mucho más duros de pelar que ese blandengue. Más tarde se lo agradecería.
Cuando cumplió dieciocho años, François volvió un día de su internado y les anunció que se marchaba definitivamente de la casa familiar. Su padre amenazó con renegar de él; su madre, con suicidarse; y su hermano mayor, con «partirle la cara». François se marchó a escondidas y se reunió con sus amigos beatniks (como los llamaba su padre), una pandilla de adictos al humanismo, a los derechos humanos y a la marihuana que habían terminado de adoctrinarlo con sus utopías igualitarias. Igualitarias mis cojones, fulminaba el coronel: ¡como si los negros fueran capaces de tener igualdad! ¡No había más que ver a África, África con sus ojos rodeados de moscas: reyezuelos con quepis que se apropiaban de las riquezas del país para su clan, emperadores de chicha y nabo, jefes guerreros codiciosos y sanguinarios, ministros de tres al cuarto, poblaciones enteras hambrientas y analfabetas a las que se desplazaba de aquí para allá como si se tratara de ganado! Los negros, cuando tenían el poder, se mostraban inmaduros, violentos, mentirosos, incompetentes e incultos: no tenían nada que enseñarles a los blancos, y menos aún el espíritu de libertad y de igualdad. No se compartían dos siglos de duro trabajo con adeptos al machete. Bastaba ver su hermoso símbolo, Mandela, y a su esposa Winnie, que asistía a las sesiones de tortura perpetradas contra los oponentes al ANC; los miles de crímenes cometidos en nombre de la «liberación» -Azapo, ANC, Inkatha, UDF, ¡se mataban todos entre sí por el poder!-. Los blancos supuestamente liberales que militaban por la causa negra eran izquierdistas inconsecuentes, y François desde luego era un loco por desafiar así a su padre. ¡Que no vuelva a poner los pies en esta casa, ¿estamos?!
De hecho, no lo volvieron a ver. Tres años sin noticias, hasta esa nota de servicio que Joost había recibido de la SAP: François Terreblanche acababa de ser detenido por el asesinato de su novia, Kithy Brown, a la que habían encontrado muerta en un sórdido cuchitril del centro de Johannesburgo. Vergüenza, ira, amargura, el coronel no había movido un dedo para defender a su hijo, que había sido condenado a cinco años de cárcel.
Habían ido a visitar a François antes de su ingreso en prisión. Loca de dolor, Ruth le había vaticinado a su hijo que moriría justo antes de que saliera en libertad, y que su muerte pesaría sobre su conciencia. De naturaleza más sobria y menos histriónica, Joost le había deseado buena suerte entre los negratas.
El tiempo había pasado. Tres años en los que Ruth se había sumido en el espiritismo y las curas de reposo. La salud no era su fuerte, y la fatalidad, su obsesión: murió de un aneurisma justo antes de la liberación de su hijo. François, a quien su padre no había permitido asistir al funeral, la siguió menos de un mes después: suicidio, según concluyó la investigación interna.
Todo aquello era historia antigua.
Joost Terreblanche no había testificado en la Comisión Ver dad y Reconciliación [32]. Había obedecido las órdenes de un país que combatía la expansión del comunismo en África: la caída del muro de Berlín había precipitado también la del apartheid, pero los países occidentales, con la tapadera del boicot, los habían respaldado en su lucha contra los rojos. Esa era la verdad; en cuanto a la reconciliación, podían esperar sentados.
Terreblanche tenía hoy sesenta y siete años y una nueva línea de negocio extremadamente lucrativa; todo lo que tenía que ver con ese período trágico de su vida lo dejaba completamente frío. Una vez concluida, la operación que lideraba le permitiría reunirse con Ross, su hijo mayor, que, tras la expulsión de los granjeros blancos de Zimbabwe, se había refugiado en Australia. Se tomarían la revancha con el buen puñado de billetes que recibiría al final: con eso, agrandarían su granja. La convertirían en la mayor explotación de Nueva Gales del Sur.
Pero todavía había que lidiar con esos malditos cafres… Ese -o más bien ésa- no tenía muy buen aspecto.
– ¿Dónde la has encontrado? -preguntó Terreblanche.
– Aquí, con los demás…
El Gato estaba en un rincón oscuro del hangar, con una lima en la mano que se pasaba con cuidado por las uñas afiladas. La manga de su camisa estaba roja, y sus ojos aparecían turbios bajo unos párpados que fingían cansancio. La presa que le había traído a su amo estaba que daba pena verla, colgada de la viga, con los brazos atados a cadenas de bicicleta. Pam, la putita de la banda, que se había instalado a vivir en el hangar…
Terreblanche se acercó a la negra que hacía muecas bajo la luz blanquecina de los neones. Los dedos de sus pies apenas tocaban el suelo, y el acero sucio se le clavaba en las muñecas: una de ellas, rota, parecía haberle agotado las lágrimas.
– Ahora me vas a contar lo que ha pasado en la playa -le dijo.
Goteaba sangre de la cabellera medio arrancada de la putita. Un recuerdo del Gato.
Robusto, compacto, los deportes de combate y las operaciones especiales habían moldeado su cuerpo y su espíritu, lo que explicaba en parte que Joost Terreblanche no fuera de naturaleza paciente:
– ¡¿Y bien?! -gritó en el vacío del hangar.
Pam hizo un esfuerzo terrible por levantar los ojos. Eran oscuros, saltones, y los tenía fijos sobre la fusta.
– Gulethu… El nos dijo que alejáramos a los polis…
Gulethu era el jefe de la banda de desarrapados. Un hombre en quien se podía confiar, según el Gato. Chorradas, como siempre: faltaba un vehículo en el hangar, el Toyota, y los cinco hombres que lo conducían.
– ¿Y qué querían esos polis?
– Bus… buscaban información sobre un tipo -lloriqueó la chica.
– ¡¿Qué tipo?!
– S… Stan.
– Stan ¿qué más?
– Ramphele -gimió Pamela.
– Un pequeño camello local -precisó el Gato desde su rincón en la oscuridad-. Ramphele heredó el negocio de su hermano en la costa. Lo encontraron muerto hace dos días. Una sobredosis, al parecer.
Terreblanche apretó con más fuerza su fusta. Acababa de entenderlo todo.
– Gulethu le pasó la mercancía a Ramphele: ¿es eso? -bufó.
La chica asintió con la cabeza, con los ojos casi en blanco. Terreblanche se tragó la rabia en silencio: encargado del tráfico en los asentamientos, Gulethu conocía de sobra el efecto adictivo de esa droga. Había tratado de jugársela dando salida por su cuenta a una parte del stock por medio de un pequeño camello de la costa, sin saber la clase de mercancía que era: el muy imbécil.
– ¿Y cuánto tiempo lleva haciéndolo?
– Dos… dos meses.
– ¿Cuántos camellos?
– Ramphele… El nada más…
Terreblanche blandió su fusta:
– ¡¿Quién más?!
– ¡Nadie! -gritó la chica, atragantándose-. Gulethu: ¡él lo sabe todo!
Se echó a llorar. Terreblanche conservó la sangre fría: el jefe de la banda se había esfumado, pero no era demasiado tarde. Gulethu seguramente se estaría escondiendo por ahí, todavía estaban a tiempo de acordonar la zona, localizar el Toyota…
– ¿Cuántos han probado la mercancía? -la presionó.
– No lo sé… Había unos treinta clientes… Sólo blancos. Querían cada vez más… Los precios subían cuando los tíos se enganchaban…
A todo gas, podían sacarse miles de rands al día… Una cantidad irrisoria si uno sabía lo que estaba en juego. Terreblanche levantó la cabeza de la putita, que apenas se le sostenía sobre los hombros:
– ¿Qué pasó con los polis?
– Teníamos que engatusarlos… mantenerlos alejados de la casa…
– ¿Qué fue lo que salió mal?
– …
– ¡Contesta!
– ¿Necesitas ayuda? -intervino el Gato.
Pam se retorció, colgada de la cadena. Sus tobillos ya no aguantaban más. Ya no le quedaban fuerzas. El dolor en la muñeca rota le taladraba el cráneo.
– Joey -gimió-. Uno de los polis lo conocía… Intentamos esconderlo, pero sospecharon algo…
La banda de Gulethu estaba compuesta por doce hombres, repartidos en dos grupos. Los polis se habían topado con el equipo de día: tres habían muerto en la playa, los otros tres estaban ahora en sus manos -la chica colgada de la viga y los dos cafres que se contaban los dientes en la habitación de al lado-. Quedaban, pues, seis ovejas negras.
– ¿Dónde está Gulethu? -quiso saber Terreblanche.
– No lo sé… Se fue con los otros sin decirnos Adónde. Nos… nos dijo que nos quedáramos aquí. Que él se ocupaba de todo…
Terreblanche la agarró del cuero cabelludo y, por el grito que dio, la creyó.
Gulethu repartiría el botín entre seis en lugar de doce. Habían registrado el hangar, pero no habían encontrado dinero, sólo sus cosas mugrientas en unas bolsas de tela y los amuletos de Gulethu bajo su colchón. El dinero del tráfico paralelo estaría escondido en alguna parte, en algún sitio donde nadie iría a buscarlo. Había que encontrar al resto de la banda, antes de que lo hiciera la policía… Terreblanche se inclinó sobre las baratijas, las mazas y demás adornos amontonados en un rincón del hangar. Había sangre incrustada en una de las mazas.
– Esto es de Gulethu, ¿verdad? -le dijo a la chica-. ¿Qué hacía con estos amuletos?
– Ha… hablaba de una umqolan que ahuyentaba el mal de ojo…
Una bruja, según la jerga de los townships.
Terreblanche hizo una mueca de desprecio. Había peinado los bantustán lo bastante a menudo como para conocer sus creencias, sus rituales y todas esas tonterías que los negros llamaban su cultura. Pero tenían una pista.
– ¿Sabes dónde se la puede encontrar, a esa bruja?
– ¡No! No… Se lo juro… Se lo suplico…
Pamela sintió náuseas y se dejó caer, retenida tan sólo por la cadena. El ex coronel le levantó un párpado, pero la mestiza había perdido el conocimiento. No aguantaría mucho más así.
– ¿Qué hacemos con ella? -preguntó el Gato-. ¿Nos deshacemos de ella y de los demás?
– No… No: todavía pueden sernos útiles…
– ¿Para qué? ¿Para echarlos de comer a los perros?
La sangre de Pamela había formado un charco negruzco sobre la tierra batida. Terreblanche levantó la cabeza. La casa había sido evacuada, pero a la fuerza tenía que quedar algún rastro…
Are you such a dreamer?
To put the world to rights?
La voz de Tom Yorke maullaba en la radio del Mercedes. Desesperación concentrada. El sol de mediodía cocía el asfalto a fuego lento mientras Epkeen acechaba a la salida de la Facultad de Periodismo. David ya no tardaría. Algunos chavales que tenían el mismo aspecto after grunge que su hijo salían del edificio; también chicas, rubitas jovencitas y peripuestas o mestizas que no alegraban nada el ambiente. Fletcher había muerto, en sus brazos por así decirlo, y no habían podido hacer nada para salvarlo.
Brian pensó en Claire, en la escena del hospital, y el corazón se le encogió aún más. Era la primera vez que veía a alguien caerse al suelo de pena. Las piernas habían cedido bajo su peso. Un dolor de tullida, que le atacaba la médula. Ya podía gritar la pobre que la dejaran en paz, se arrancaba el pelo, desplomada en el suelo plastificado del hospital, chillaba, medio enajenada, cuando ya no tenía nada a lo que aferrarse más que una peluca rubia tirada a sus pies y una cabeza calva. Brian la había puesto en pie, Claire, tan menuda, con el peso de una pluma. De un muerto…
Epkeen distinguió entonces la silueta desgarbada de su hijo, que le recordaba a sí mismo, hacía mucho tiempo. Lo acompañaba una rubia sexy, sin duda su novia (se le había olvidado su nombre, Marjorie, ¿no?). Abrió la puerta sin ventanilla del coche y cruzó la calle.
Se le pegaban las suelas al asfalto, calentado por el sol. David vio a su padre y se puso rígido al instante.
– ¡Hola! -lo saludó Brian.
– Hola. ¿Qué quieres?
La rubia mascaba chicle como si estuviera muy duro y se quedó mirando al padre de su amigo con aire insolente.
– Pues nada -dijo, con las manos en los bolsillos-, nada especial; sólo quería charlar un poco…
– ¿Para qué?
Su sinceridad dolía. Brian se encogió de hombros:
– No lo sé: para que consigamos entendernos…
– No hay nada que entender -soltó David, con una expresión definitiva.
Con su diamante en la nariz y dos clavos cromados en los párpados, la rubia del chicle parecía de acuerdo con él.
– Dentro de nada tienes el examen, ¿no?
– Mañana -contestó David.
– Vamos a celebrarlo. Vamos a un restaurante, ¿os apetece?
– Mejor danos dinero: así ahorramos tiempo los tres.
– Conozco un cocinero japonés que…
– Pasa de rollos -lo cortó David-: mamá me ha dicho que la acosabas por teléfono… Estás celoso de su felicidad, ¿es eso?
– ¿Acostarse con el rey de las dentaduras postizas? Gracias, pero paso.
David sacudió la cabeza, como si no hubiera nada que hacer:
– Estás de la olla, tío…
– Sí… Había pensado hacer teatro, esas obras en las que te abres las venas, pero luego me he dicho que no le iba a quitar el trabajo a los jóvenes.
– Reaccionario de mierda.
La chica sonreía. Era su única esperanza.
– Señorita, es usted más guapa cuando deja de mascar ese chicle -observó Brian-. Espero que David no le haya hablado demasiado de mí.
– Bah.
Un tema delicado, a esa edad.
– Ya te había dicho que era un obseso de tres pares de narices -comentó el aprendiz de periodista-. Anda, vámonos de aquí antes de que se baje la bragueta y nos la enseñe.
– Guay -se rio la rubia.
– ¿Habéis encontrado un estudio? -se atrevió a preguntar Brian.
– Wale Street, 7 -contestó Marjorie.
Tambóerskloof, el viejo barrio malayo que, de tan bohemio como era, los alquileres ahora costaban el doble que antes.
– Pásese algún día a visitarnos -dijo la rubita con inocencia de niña.
– Ni se te ocurra -terció David.
– Vamos a tomar una copa nada más, en el bar de la esquina -propuso Brian.
– ¿Con un poli? ¡No, gracias! -se burló su hijo-. Y ahora, sé bueno, vuelve con tus fachas y tus putas, y déjanos en paz, ¿vale?
– ¿Las putas no son mujeres como las demás? ¿Un subproducto de la humanidad, tal vez? Pensaba que el liberal generoso eras tú…
– Lo que tú digas, pero yo no me codeo con tíos que tiran a negros del último piso de las comisarías.
– Mi mejor amigo es zulú -se defendió Brian.
– No te las des de Madre Teresa, papaíto: no te pega nada.
Dicho esto, David cogió a su novia de la mano y se la llevó hacia otros horizontes.
– Vamos, nos piramos.
Marjorie se volvió brevemente para dedicarle un gesto de despedida antes de trotar detrás del hijo pródigo. Brian se quedó plantado en mitad de la acera, cansado, dolido e irritado.
No había manera de llevarse bien.
No tenían ningún futuro juntos.
Era como perseguir una quimera.
La nueva Sudáfrica debía triunfar allí donde el apartheid había fracasado: la violencia no era africana, sino inherente a la condición humana. Al extender sus polos, el mundo se volvía siempre más duro para los débiles, los inadaptados y los parias de las metrópolis. La inmadurez política de los negros y su tendencia a la violencia no eran más que el argumento manido del apartheid y de las fuerzas neoconservadoras que estaban hoy al volante de la máquina. Serían necesarias generaciones para formar a la población para los puestos estratégicos del mercado. Y si bien la clase media negra emergente aspiraba a los mismos códigos occidentales, había que conocer un sistema desde dentro antes de criticarlo y, por qué no, reformarlo en profundidad… Neuman vivía con esa esperanza, que era también la de su padre: no habían salido de los bantustán para acabar en los townships.
Pero la realidad chocaba con las cifras: dieciocho mil homicidios al año, veintiséis mil agresiones graves, sesenta mil violaciones oficiales (probablemente eran diez veces más), cinco millones de armas de fuego para cuarenta y cinco millones de habitantes, las estadísticas del país eran terroríficas.
El gobierno y Krugë no podían refugiarse eternamente tras una falta de efectivos en su mayoría mal pagados: el brutal asesinato del joven suboficial mostraba que la violencia seguía siendo el principal medio de expresión de ese país, que la policía era impotente e incluso una víctima de la situación.
La campaña anticrimen del FNB estaba en su punto culminante. Eran casi unánimes las voces que pedían que se reforzara la seguridad, la perspectiva del Mundial de Fútbol exacerbaba los ánimos ya de por sí caldeados, el desafío pasaba a ser nacional.
Karl Krugë era hoy el blanco de todas las miradas, y acababa de reunirse con Marius Jonger, el fiscal general del Estado: asesinato a plena luz del día, actos de barbarie, esta vez no les bastaría una declaración tranquilizadora del presidente. Y lo que era peor aún, el informe que acababa de entregarle Neuman alimentaba las críticas expresadas en los medios. Las fuerzas de seguridad acordonaron el sector de la playa, pero los asesinos escaparon por las dunas; no se encontró más que un viejo tonel medio lleno de cerveza casera bajo una choza destartalada, huellas en la arena que se perdían en dirección a la carretera nacional, unos prismáticos y un walkie-talkie en una cabaña, así como los cuerpos de tres tsotsis junto a una barbacoa humeante donde agonizaba el joven sargento.
– ¿Tienen al menos una pista? -preguntó Krugë, sentado ante su escritorio.
Con la oreja izquierda vendada, los hombros encorvados bajo su traje oscuro, Neuman parecía un náufrago vestido con el luto de haber sobrevivido. Acababan de encontrar a Sonny Ramphele en las letrinas de la prisión de Poulsmoor, ahorcado con su pantalón vaquero. Como de costumbre, nadie había visto ni oído nada.
– Hemos identificado a uno de los hombres abatidos en la playa -dijo con voz ronca-. Charlie Rutanga: un xhosa de treinta y dos años que cumplió condena por robo de coche y agresión… Probablemente fuera miembro de alguna banda de delincuentes del township. He enviado su ficha y su descripción a las comisarías correspondientes. Los otros dos no están fichados. Sólo conocemos sus apodos, Gatsha y Joey. Sin duda habrán sido infiltrados desde el extranjero: la semana pasada me crucé con uno de ellos en Khayelitsha, hablaba dashiki con uno de sus colegas…
Krugë cruzó los brazos sobre su tripa de embarazada.
– ¿Piensa que pueda ser obra de una mafia?
– Los nigerianos controlan la droga dura y, al parecer, se ha lanzado al mercado un nuevo producto -explicó Neuman-: una droga de efectos devastadores, que Stan Ramphele vendía en la costa. Él y Nicole Wiese fueron a Muizenberg el día del asesinato, su hermano Sonny confirmó la pista y, al hacerlo, él mismo firmó su sentencia de muerte. Prismáticos, walkie-talkie, armas casi nuevas: no se trata de una banda de tsotsis yonquis, sino de una mafia organizada. Las huellas encontradas en las dunas conducen a la nacional: si lograron pasar los controles, hay muchas probabilidades de que se refugiaran en un township…
Había media docena alrededor de Ciudad del Cabo, con una población de entre dos y tres millones de personas, eso sin contar los asentamientos. Era como buscar una aguja en un pajar.
– ¿Y qué piensan hacer? -replicó el superintendente-. ¿Enviar a los Casspir a los townships con la esperanza de que aparezcan como por arte de magia?
– No. Necesito que confíe en mí, nada más.
Los dos hombres se observaron, calibrándose. Un duelo sin vencedor.
– El caso Wiese no era un simple crimen violento -insistió Neuman-. Quisieron cargarle el muerto a Stan Ramphele. Los que le proporcionaron la droga están implicados, estoy seguro…
Krugë se masajeó las sienes con sus gruesos dedos.
– Sabe la opinión que tengo de usted -suspiró por fin-. Pero ya no nos queda mucho tiempo: la jauría nos pisa los talones, Neuman, y usted es su primer objetivo…
El zulú no se inmutó: él dispararía primero.
Dan Fletcher desmadejado en el suelo, Dan Fletcher y sus muñones llenos de arena, Dan Fletcher y su bonita garganta abierta hasta el hueso, Dan Fletcher y su sonrisa sangrienta, Dan Fletcher y sus manos carbonizadas, con las marcas de la rejilla de la barbacoa… Janet Helms había contemplado las fotografías del asesinato con una fascinación mórbida. Habían matado a su amor, el que guardaba en secreto hasta que su mujer la palmara, en esa cama que nunca ocuparía. Janet Helms llevaba dos días llorando, desorientada de tantas lágrimas, con rabia en el corazón, con el corazón ardiendo. Vengaría su muerte. Costara lo que costara.
La mestiza levantó la cabeza del ordenador cuando Epkeen pasó delante de la puerta abierta del despacho. Janet se estiró la falda, que se le había subido, y corrió tras él:
– ¡Teniente! -gritó por el pasillo-. ¡Teniente Epkeen! ¡Por favor!
El afrikáner se detuvo delante de la fuente de agua mineral. Había buscado alguna pista de la chica a la que había conocido en la choza, pero no le sonaba ninguna de los cientos de caras que había visto en los ficheros de la central. Tampoco había reconocido al tipo al que había herido con su knut. Demasiadas juergas: memoria, cero. Fletcher sí habría sabido. Era el disco duro del equipo. Pero Fletcher ya no estaba… Ahí venía corriendo su colaboradora, precisamente, embutida en su uniforme azul marino.
La agente de información conocía a Epkeen por su reputación (de lunático) o por cotilleos (femeninos), pero prefería fiarse de la apreciación de Dan: un hombre al que no le interesaba el poder, aunque muy puntilloso respecto a la forma en que se ejercía, un dandi sin equilibrio que se olvidaba de sí mismo en los brazos de mujeres bonitas. Era imposible que sustituyera a Dan.
– Si tiene un minuto, teniente -dijo, jadeante por la carrera-, he encontrado algo que podría interesarle…
Epkeen consultó su reloj -no era el mejor momento para llegar tarde- y le concedió cinco minutos.
Las cosas de Dan seguían en los estantes del despacho, con la foto de Claire junto al ordenador. Janet Helms se instaló ante la pantalla:
– La policía de Simon's Town ha encontrado el cuerpo de un tal De Villiers -dijo al cabo de un momento-, un surfista de la península… Una patrulla lo sorprendió hace dos días cuando trataba de atracar una farmacia de guardia. De Villiers iba armado y abrió fuego para cubrir su huida: fue abatido en la calle…
Un rostro apareció en los cristales líquidos de la pantalla: un rastafari blanco de unos veinte años, con una larga perilla rematada con una perla.
– Según los testimonios de los empleados, De Villiers se mostró particularmente agresivo durante el atraco -prosiguió la agente-. Histérico perdido. La policía local ya lo había detenido en el pasado por posesión de estupefacientes -marihuana, cocaína, éxtasis-, pero nunca por agresión o atraco a mano armada… Simon's Town no está muy lejos de Muizenberg -añadió-: me he permitido solicitar una autopsia.
Janet temía su reacción -había ido más allá de sus prerrogativas- pero Epkeen consultó su reloj.
– ¿Tenemos ya los resultados?
– Acabamos de recibirlos -la mestiza fue perdiendo el miedo-: De Villiers estaba bajo los efectos de la droga durante el atraco. Un producto a base de tik, que parece haberle hecho perder la razón…
– ¿Metanfetamina y una molécula no identificada?
– Exactamente.
Epkeen encendió un cigarrillo en el despacho, pese a ser zona de no fumadores. Sin duda, De Villiers no sería un caso aislado. ¿Cuántos más se habrían enganchado a esa droga?
– Y hay otra cosa más, teniente -dijo la agente, al notar su impaciencia por marcharse-: al cuadricular el perímetro alrededor de la playa, he reparado en la presencia de una casa deshabitada junto a Pelikan Park. Eso está a cerca de un kilómetro de la choza. He tratado de ponerme en contacto con los propietarios, pero hasta ahora no lo he conseguido.
– Quizá se hayan marchado de vacaciones…
– No: lo que ocurre es que no he obtenido ningún nombre -precisó la mestiza-. Al parecer la venta se efectuó a través de un testaferro, o a nombre de una sociedad a través de un banco extranjero.
– ¿Eso es posible?
– Es perfectamente legal -aseguró Janet-. De la operación se ocupó una agencia de gestión de capital: les he llamado por teléfono, pero nadie ha sabido decirme nada más.
Epkeen torció el gesto: esos idiotas de las inmobiliarias…
– ¿No vive nadie en esa casa?
– No. No se ha alquilado nunca… Quizá la adquirieran con fines especulativos -avanzó Janet-. Si hubiera una ampliación del parque vecino, el terreno estaría en un enclave protegido, lo que doblaría o triplicaría su valor. La casa parece abandonada, a la espera de días mejores. No sé dónde nos lleva todo esto -añadió-, sea como fuere, es la única vivienda situada entre la choza y la reserva de Pelikan Park…
– Siga investigando -dijo Epkeen-. Tiene plenos poderes en este asunto.
Janet Helms era una simple agente de información.
– ¿Quiere decir que paso a formar parte del equipo del capitán?
Su cerebro bullía con una mezcla de ambición y estrellas muertas. Epkeen se encogió de hombros:
– Si le gusta que un zulú la llame a cualquier hora de la noche para restaurar la justicia en nuestro hermoso país…
– ¿Es adicto al trabajo?
– No, insomne.
Janet se quedó pensativa, sonriendo, mientras Epkeen salía del despacho: con un solo golpe de machete, la mestiza acababa de ponerse el traje de Dan.
Epkeen encontró un hueco en el aparcamiento del tanatorio. El cuerpo de su amigo descansaba en un féretro para la velada fúnebre, antes de la incineración… Dejó el Mercedes bajo una palmera a la que le quedaban pocas hojas y se dirigió hacia el edificio de ladrillo. Neuman esperaba en la escalera, enfrascado en sus pensamientos.
– Hola, Alteza.
– Eres puntual.
– Me ocurre de vez en cuando…
Trataron de sonreír, pero el azul del cielo, la sombra apacible sobre los escalones, su amistad, nada de eso parecía real. Apenas se habían visto desde el drama. Neuman no había ido al hospital. Lo había dejado solo con Claire. Había desaparecido hasta el día siguiente, sin dar la más mínima explicación…
– ¿Qué pasó con el hermano Ramphele? -quiso saber Brian.
Se acababa de enterar.
– Una depresión profunda, según Kriek.
– ¿Tú te lo crees?
– No.
– Kriek es un hijo de puta -aseguró Epkeen-. Si lo ha matado una banda de la prisión, él no moverá un dedo.
– Seguramente. Le están haciendo la autopsia, pero no nos llevará muy lejos.
Morir en la cárcel parecía de lo más natural en Sudáfrica.
– ¿Y Krugë, qué dice de esto?
– Por ahora nos cubre -contestó Neuman-. Por poco tiempo.
– No podíamos saber lo que iba a ocurrir.
– Unos tipos armados esperándonos para quitarnos de en medio, yo a eso no lo llamo un accidente -dijo Neuman entre dientes-. Nos vieron venir desde lejos, y uno de ellos me conocía. Encendieron una barbacoa un poco más lejos para separarnos, con la perspectiva de liquidarnos si las cosas se complicaban… Caímos en una trampa, Brian. Es todo culpa mía.
– ¿Le has dicho a Krugë que yo estaba bailando abrazado a una negra mientras os hacían pedacitos?
– No habría servido de nada. A Sonny Ramphele lo han matado porque nos contó lo de la playa de Muizenberg. Esta mafia tiene antenas en la cárcel y una guarida en los townships. Me encontré con uno de ellos en Khayelitsha. Se estaba ensañando con un niño de la calle, Simón Mceli, al que mi madre conoce…
Brian se sentó a su vez en los escalones.
– Mira, tío, los dos estamos metidos en esto, lo quieras o no.
– La operación la dirigía yo -insistió Ali.
– Me traen sin cuidado tus historias de jefe.
Eran amigos, no subalternos. Una mirada basta para entenderse.
– Bueno, ¿hemos hablado ya con todos los confidentes?
– Khayelitsha está fuera de nuestro territorio -contestó Neuman-. En cuanto al tráfico de drogas en Muizenberg, al parecer de eso nadie sabe nada. O Stan era el único camello, o se nos escapa algo…
Un gorrión avanzaba a saltitos sobre la losa de mármol: se detuvo a su altura y los miró con hostilidad.
– Hay una casa aislada en la playa -dijo entonces Epkeen-: a cerca de un kilómetro de la choza. Parece abandonada, pero el nombre del propietario no figura en ninguna parte. Quizá se trate de una historia de especulación inmobiliaria… Tenemos también un muerto en Simon's Town, un surfista. Lo abatió una patrulla, pero según la autopsia, el tipo estaba colocado, se había metido el cóctel a base de tik. El mismo que nuestros dos jóvenes.
– Así que Nicole no era el único objetivo de los camellos. Se ha ampliado el negocio.
– Eso parece. He metido a Janet Helms en el caso…
Brian no terminó la frase: Claire acababa de aparecer en la escalera del tanatorio. Llevaba un vestido negro que la hacía más delgada y un bolsito de vinilo. Los miembros de su familia la seguían, con gafas de sol para ocultar su tristeza.
Claire vio a los dos hombres sentados en los escalones, susurró unas palabras a su hermana y fue hacia ellos. Se levantaron a la vez, se cruzaron con su mirada ajada y la abrazaron. La joven se abandonó un breve instante antes de recuperar el equilibrio. Ya no dormía, que más daban las medicinas, pero no se vendría abajo. Ahora no.
– Tengo que hablar con vosotros -dijo, separándose de ellos.
Llovía a mares en sus ojos azul Atlántico. Caminaron unos pasos hacia el aparcamiento, en silencio. Claire se detuvo a la sombra de una palmera y se volvió hacia Neuman.
– ¿Qué le hicieron en las manos? -le preguntó con voz átona.
Brian se quedó de piedra. Una piedra que se resquebrajaba a ojos vistas.
– Nada -contestó Ali-. Todo ocurrió muy deprisa…
Claire se mordió el interior de los carrillos. Le temblaban los ojos detrás de las gafas de sol.
– No le dio tiempo a sufrir, si es lo que te preocupa -añadió-. Lo siento mucho.
Ali mentía, pero ¿qué decirle si no a esa mujer presa de la angustia? ¿Que había visto a su marido mientras lo despedazaban vivo, que lloraba cuando lo mataron y que él no había movido un dedo con el pretexto de que tenía un cuchillo clavado en la oreja y el cañón de una pistola plantado en los huevos?
– Es todo culpa mía -dijo.
Claire lo escrutaba, pálida bajo el velo que adornaba su peluca. Al principio no dijo nada, buscaba las palabras adecuadas. Ali y Brian eran ya sus amigos: por eso estaba enfadada con ellos. A Dan le daba miedo la violencia física. Su olor en la cama no era el mismo, la noche antes de una intervención policial. Claire había intentado hablar con él, pero su marido fingía indiferencia. Dan tampoco lo había hablado con Neuman, porque éste tenía pensado convertirlo en su brazo derecho, a él y no a Epkeen, que pasaba de todo eso. El rencor de Claire no era tanto por no haber podido salvarlo como por su ceguera ante el temor que le producían esa clase de operaciones. Neuman tenía razón: era todo culpa suya.
– A Dan no le hubiera gustado que hablaran de él en pasado -dijo con voz monocorde-. Así que voy a callarme y a ocuparme de los niños como si mi vida nunca hubiera ocurrido… Os agradezco vuestro apoyo durante mi enfermedad, y también lo que hayáis hecho por él… Pero no quiero vuestra ayuda. -Hundió los colmillos en la carne de sus mejillas-. De ninguna clase, ¿entendido? -No se adivinaban más que fragmentos detrás de sus cristales negros-. Prefiero que no asistáis a la incineración -añadió-. Ni vosotros, ni nadie de la policía.
Claire se bajó el velo negro, que ondulaba en la brisa, y se volvió hacia el tanatorio. Brian hizo un gesto para detenerla.
– Ya lo sé -lo cortó ella-: lo sientes mucho. Adiós.
– Parece cansado -observó Tembo.
– No tanto como esos tipos -contestó Neuman.
Los tsotsis de la playa yacían sobre la mesa de aluminio, sus entrañas abiertas exhalaban un olor dulzón y penetrante. Uno de ellos tenía una herida muy fea en la sien -la bala de Epkeen le había arrancado la mitad del cráneo-. Joey, un negro cojo de unos veinte años, con el que se había cruzado en el solar de Khayelitsha. Sus rasgos y su morfología no eran los de un xhosa, y menos aún de un zulú. Entre sus numerosos tatuajes y escarificaciones había un dibujo en el tríceps, un escorpión en posición de ataque… El joven apodado Gatsha tenía otro igual: el dibujo, que era obvio que había sido realizado hacía ya varios años, no tenía en sí nada especial ni original, salvo las siglas «T. B.»… Neuman sacó fotos de los tatuajes antes de volverse hacia el forense.
Tembo ejecutaba su danza macabra alrededor de un abdomen abierto, el de Charlie Rutanga. Varias cicatrices en los brazos y en el tórax, viejos recuerdos de peleas con navaja, pero ni rastro de escorpión tatuado…
– He sacado muestras de fluidos y de tejidos -dijo Tembo, colocando diversas secreciones en las láminas de cristal de su microscopio-. Aparte de numerosas carencias vinculadas a una deplorable higiene de vida, he encontrado rastros de cerveza casera, gachas de maíz, pan, leche, judías… Vamos, la dieta básica de los townships. Hay también picaduras de insectos, un húmero mal soldado, callos en los pies… Los dos más jóvenes están cosidos a balazos. Media docena cada uno, en diferentes partes del cuerpo… Heridas antiguas.
¿Ex soldados? ¿Miembros de las milicias? ¿Desertores? África escupía asesinos en serie como escupen esqueletos los ríos al llegar la estación seca.
– ¿Y drogas? -quiso saber Neuman.
– Estos tres consumieron marihuana hace poco -prosiguió Tembo-; también he encontrado restos de tik, bastante antiguos, pero no los del famoso cóctel.
El negocio solía consistir en enganchar al cliente a la mercancía, no en utilizarla para destruirlo. Los tsotsis no habían actuado pues por un arrebato de locura…
– ¿Y rastros de iboga?
Tembo sacudió su cabeza cana:
– Nada de nada.
Con el fin del aislamiento provocado por el apartheid, las actividades criminales (tráfico de droga y diamantes) se habían extendido por todo el país: Sudáfrica era un centro de tránsito que albergaba a delincuentes de todos los horizontes. Neuman conducía su investigación desde la comisaría central, en el despacho impersonal de la última planta donde pasaba la mitad de las noches.
Empezó por los tatuajes de los dos tsotsis abatidos en la playa: un escorpión en posición de ataque, y esa sigla, o esas iniciales, «T. B.», tatuadas en la parte alta del brazo. Buscó entre las bandas fichadas por la SAP, en los archivos y en los datos disponibles, pero no encontró nada que se le pareciera. Amplió la búsqueda, y halló la información en una página web del ejército: «T. B.», las iniciales de ThunderBird, «pájaro de trueno», el nombre con el que se había bautizado a una milicia de niños-soldado que había luchado en el Chad, infiltrada desde Nigeria… El dashiki, su violencia, su ausencia total de compasión… Gatsha y Joey seguramente habían ido a parar a Sudáfrica, como otros miles, abandonados por la historia y, como es natural, se habían mezclado con los demás desgraciados y ex convictos que los esperaban por ahí… ¿Y qué tenían ellos que ver con Nicole Wiese? ¿Acaso trabajaban con Ramphele? Había un detalle que lo seguía preocupando: la iboga que Nicole y Stan habían consumido, esos frasquitos que la chica llevaba encima la noche del crimen y que ya había probado unos días antes del drama… Neuman vaciló, con la mirada perdida en la pantalla del ordenador. La angustia subió por sus piernas, dejándolo un instante clavado a la mesa. Esa opresión, siempre la misma, que le atenazaba el corazón…
Caía la noche por el cristal tintado del despacho. Hermoso suicidio…
Tecleó dos palabras: Zina Dukobe.
La información no tardó en aparecer. La bailarina que actuaba en el Sundance no figuraba en ningún fichero de la SAP, pero encontró lo que buscaba en Internet: nacida en 1968 en el bantustán de KwaZulu, hija de un induna <emphasis><strong>[33]</strong></emphasis> caído en desgracia por negarse a colaborar con las autoridades bantúes, Zina Dukobe había sido militante del Inkatha, defendía la cultura zulú, en retroceso desde la evangelización y los desórdenes políticos, a través de su compañía de música y baile, Mkonyoza, fundada hacía seis años… Mkonyoza: «luchar» en zulú, en el sentido de aplastar mediante la fuerza…
El grupo estaba constituido por músicos y amashinga, luchadores especializados en el arte marcial zulú, el izinduku, bastón tradicional, cuyos nombres variaban según la forma y el tamaño. Según la tradición, el izinduku permitía salvaguardar la expresión de la pertenencia a la etnia zulú, argumentando que la descontextualización y su explotación con fines políticos habían dado una imagen negativa de ese arte. La bailarina hacía referencia a las marchas de protesta zulúes durante el apartheid, cuando los miembros del Inkatha, y su jefe Buthelezi, habían reivindicado y obtenido el derecho a llevar los bastones tradicionales, hasta entonces prohibidos por el régimen, lo que había provocado revueltas y violencia entre éstos y los miembros del ANC, de mayoría xhosa. Con Mandela encarcelado, suponía legitimar la oposición zulú. Dividir para reinar mejor: una táctica que había desencadenado un baño de sangre.
Para muchos, el izinduku se había convertido en sinónimo de violencia y ya no de arte, ni siquiera marcial. Ya no se celebraban umgangela, esas competiciones interétnicas antes tan valoradas, tan sólo en las regiones con poca tensión política, y eso que la función de ese arte era la de integrar a los jóvenes en la sociedad y transmitir las normas de la comunidad, a la vez que constituía una manera de dominar cuerpo y mente: las actuaciones del grupo tenían como objetivo reconsiderar esa parte perdida de la cultura zulú modernizándola a la vez; vídeos, instrumentos eléctricos, sonidos…, la compañía tendía puentes entre el arte tradicional y las corrientes actuales, en aras de una cultura viva…
Neuman empezaba a calar a Zina Dukobe. Mkonyoza actuaba en Ciudad del Cabo desde el inicio del festival, y terminaba su gira en las discotecas del centro… Volvió a ver las cintas de vigilancia del Sundance. Se concentró en la del miércoles, la noche que Nicole no había ido a dormir al apartamento: las once, las doce, las doce y cinco, las doce y seis… Las doce y doce minutos: se veía a la joven estudiante salir de la discoteca, sola, como había comprobado el otro día con Dan… Neuman siguió viendo la cinta.
El portero, de espaldas, balanceaba el cuerpo de una pierna a otra, entraban clientes, otros salían, con la tez grisácea… Transcurrieron cuatro minutos, y entonces una silueta pasó delante de la cámara, sin sospechar que el ojo la vigilaba.
Neuman rebobinó la cinta, con un hormigueo bajo la piel: era un movimiento fugaz, pero habría podido reconocer esa silueta entre un millón… Zina.
– ¡Cuando mato a un blanco, mi madre se alegra!
Para salir del bantustán donde el gobierno del apartheid los había confinado, los negros sudafricanos debían tener un pass, que regulaba su tránsito por la zona blanca. Sacando provecho de las rivalidades interétnicas o familiares, el poder había dejado la autoridad de los bantustán en manos de jefes locales que tenían el encargo de colaborar con las autoridades, so pena de ser depuestos. Algunos de ellos no habían dudado en recurrir a milicias, o vigilantes, armados de porras que, llegado el caso, sustituían a la policía en el interior del enclave o del township. Tras la prohibición del ANC, el jefe Buthelezi había formado el Inkatha zulú, un partido que, aunque se proclamaba antiapartheid, había aceptado erigirse en autoridad del bantustán de KwaZulu. Al considerar esta colaboración como un juego a dos bandas, Oscar, el padre de Ali, le había dado la espalda y se había vuelto hacia el grupo de la Conciencia Negra dirigido por Steve Biko, cuyas intervenciones furiosamente contrarias al apartheid habían despertado un movimiento de resistencia seriamente afectado por quince años de represión policial.
– ¡Cuando mato a un blanco, mi madre se alegra!
Biko provenía del entorno universitario, y Oscar era profesor de Economía en la Universidad del Zululand. El tono del joven militante era radical, al desprecio al negro se respondería con el odio al blanco, y se terminaría de una vez por todas con la mentalidad de esclavo. Biko proponía un sindicato estudiantil, boicots para protestar contra la deficiente enseñanza prodigada a los negros [34], un movimiento de resistencia activo. Oscar luchaba para hacer comprender a sus alumnos que su destino les pertenecía, que nadie los ayudaría. Había organizado una tribuna para el líder de la Conciencia Negra en la universidad, pese a la hostilidad del Inkatha. Debido a su situación geográfica en el interior de las fronteras territoriales del KwaZulu, era en la universidad donde el gobierno del bantustán reclutaba a sus funcionarios, sus expertos y sus ideólogos: el Inkatha no necesitaba un líder estudiantil impetuoso que exhortaba al asesinato; al contrario, necesitaba técnicos del poder para asentar su movimiento de resistencia. El mitin de Oscar había sido interrumpido por enfrentamientos, y la policía antidisturbios había dispersado a la multitud a golpe de purple rain <emphasis><strong>[35]</strong></emphasis>.
Tres meses más tarde, Biko murió a manos de esa misma policía.
– ¡Cuando mato a un blanco, mi madre se alegra!
Ali nunca había visto llorar a su padre: Oscar era una suerte de semidiós bueno que lo sabía todo y que hablaba varias lenguas, un hombre de aspecto tranquilo bajo sus gafas de intelectual, que comprendía a su enemigo pero no le perdonaba nada, alguien que besaba a su mujer delante de todo el mundo y que había conocido la cárcel. Ali recordaba sobre todo sus manos, que los llevaban a él y a su hermano a contemplar las estrellas desde el tejado de la casa, sus manos calientes y suaves que contaban cuentos de reyes zulúes, de viejos monos, de leopardos y de leones…
– ¡Cuando mato a un blanco, mi madre se alegra!
Neuman conocía ese himno zulú: Biko y sus activistas lo habían convertido en su grito de guerra, era una manera de decir a los defensores del apartheid que aunque no tenían armas, eran peligrosos, incluso después de muertos. Cuando Biko fue asesinado, el ANC clandestino se adueñó del himno.
– ¡Cuando mato a un blanco, mi madre se alegra!
Las voces resonaban bajo las vigas de ladrillo del Armchair. Neuman estaba de pie entre el público, inmóvil ante su tótem: viejos monos que hacían muecas subían a la superficie…
– ¡Cuando mato a un blanco, mi madre se alegra!
Sobre el escenario lleno de humo, Zina y sus zulúes bailaban el toi, la danza de guerra de los townships: golpeaban el suelo con los pies, levantando una nube de polvo, como en los enclaves en los que los habían segregado, los tambores retumbaban bajo los focos, fotos de manifestantes se proyectaban como flashes sangrientos sobre una pantalla situada al fondo del escenario, pisoteaban el suelo abrazando unos AK-47 imaginarios, como antaño, sin dejar de corear:
– ¡Cuando mato a un blanco, mi madre se alegra! ¡Trrrrrrrrrrrr!
Zina disparó una ráfaga sobre la multitud aglutinada. El polvo revoloteaba en torbellinos sobre el escenario, respondiendo al estruendo de los tambores. Distinguió entonces entre el gentío el rostro de Neuman, que dominaba todos los demás… Con una sonrisa, lo decapitó.
– ¿Qué está haciendo aquí?
– Antes no me ha visto -dijo Neuman.
Sus ojos resplandecían en el pasillo del camerino.
– Se habrá movido usted -dijo-: y la prueba es que está aquí ahora.
Zina estaba descalza, sudorosa y cubierta de polvo de los pies a la cabeza. El policía la estaba esperando al final del espectáculo, y ella se sentía eléctrica, confusa y vulnerable.
– El otro día no me lo contó todo -dijo Neuman, directo al grano.
Su expresión, la de un hombre que sabe muchas cosas, la puso un poco más a la defensiva:
– Será que usted no hizo las preguntas adecuadas…
– Probemos con ésta: hay una cámara a la entrada de la discoteca, ¿lo sabía?
– El mundo de la televigilancia no me interesa -replicó ella.
– A mí tampoco, pero merece la pena dedicarle un momento de vez en cuando. ¿Podemos hablar de ello en un sitio más tranquilo?
Ahora llegaban también los músicos, chocándose los cinco. Zina abrió la puerta del camerino.
– ¿Qué le ha pasado en la oreja? -preguntó, pasando al interior.
– Nada.
Neuman la miraba fijamente, presa de sentimientos contradictorios. La bailarina se puso el chai de colores que había sobre el tocador y lo miró desde lo alto de su metro ochenta de estatura.
– Ha puesto su expresión de serpiente -le dijo-. ¿Qué ocurre?
– Nicole Wiese pasó toda la noche fuera tres días antes de que la asesinaran -dijo Neuman- y, según las cintas de vídeo de la discoteca, salió de allí aquella noche a las doce y doce minutos. Usted, cuatro minutos más tarde. No sabemos dónde ni con quién pasó Nicole la noche… Cuatro minutos: el tiempo suficiente para que usted pasara por el camerino a recoger sus cosas antes de reunirse con ella. ¿Qué me dice?
– Prefiero los cuarentones sin hijos, pero a nadie le amarga un dulce de vez en cuando… ¿A qué juega usted?
El polvo formaba cráteres grises sobre su piel, que empezaba a resquebrajarse.
– Nicole era una muchacha súper protegida que buscaba emanciparse de la tutela paterna, y por eso quemaba etapas: coleccionaba experiencias y juguetes eróticos. Consumió iboga esa noche, la del miércoles, y mi teoría es que esa noche la pasaron juntas.
Sus miradas se cruzaron, eran las de dos bestias. Neuman se estaba tirando un farol.
– Tráigame una orden judicial -replicó ella-, y le abro mi nido.
Neuman cogió un mechón de su cabello pegado al sudor de su hombro:
– ¿Va a hablar ahora o prefiere que esperemos a los resultados del laboratorio?
Una chispa brilló en los ojos negros de Zina. Neuman la había atrapado en sus redes.
– Yo no le rompí la cabeza a Nicole -dijo entre dientes.
– No: es usted demasiado lista para hacer algo así. Pero me ha mentido.
– Que no diga lo que usted quiere escuchar no quiere decir que mienta.
– En ese caso le aconsejo que me diga la verdad.
Zina se arrebujó en el chai.
– Nicole me abordó después del espectáculo -dijo-, en la barra, el miércoles… Le había gustado la actuación, y yo también, me di cuenta enseguida. Como quería experiencias placenteras, la inicié en la iboga.
Neuman asintió con la cabeza; era precisamente lo que se temía…
– ¿Estaban las dos solas?
– Las dos sólitas, sí.
– ¿Dónde pasaron la noche?
– En la habitación que me alquilan durante la gira, aquí al lado.
– ¿Por qué me lo ha ocultado?
– No soy una impimpi -dijo.
Los que contaban los secretos a los blancos.
– ¿De qué secreto habla?
– Mi abuela era herbolaria -dijo, con una pizca de orgullo-: me legó algunos de sus talentos… entre ellos, la elaboración de la iboga. No tenemos costumbre de divulgar nuestros conocimientos.
– Un simple filtro de amor-dijo Neuman-. Tampoco es como para andarse con tanto misterio.
– No me tome por tonta: soy una de las últimas personas que vio a Nicole con vida, y pasamos la noche juntas tres días antes de su asesinato. No tenía ninguna gana de que la policía viniera a husmear en mi vida privada.
– ¿Tantas cosas tiene que reprocharse?
– Aparte de haberlo conocido a usted, no.
Se instaló un silencio en el camerino.
– ¿Y bien? -insistió él.
Zina esbozó una mueca provocadora:
– Pues Nicole era una linda muñequita rubia que, mire usted por dónde, estaba feliz de pasar la noche en mi compañía. La experiencia le gustó, pero yo ya no tengo edad de jugar a la niñera: la cosa quedó ahí. Fue el miércoles, efectivamente. El sábado por la noche Nicole se pasó por mi camerino para saludarme y para recoger los frasquitos de iboga que le había preparado. Me lo había pedido ella, ¿y se le ocurre a usted mejor regalo de despedida que un filtro de amor?
Sus ojos brillaban sin alegría.
– ¿Le pagó?
– Lo mío no es el voluntariado.
– ¿Lo hace para llegar a fin de mes?
– La vulgaridad no va con usted, señor Neuman.
– ¿Y no le dijo Nicole con quién pensaba compartir tan valiosos frasquitos?
– Ya que insiste, le diré que Nicole y yo no hablamos mucho.
– Las mejores confidencias se hacen en la cama -observó él.
– Las chicas nos hablamos en silencio.
– En un silencio ensordecedor… -Se sacó la mano del bolsillo-. Stan Ramphele. ¿Le dice algo ese nombre?
Zina se inclinó hacia la foto que le mostraba, un negro de unos veinte años, bastante guapete el chaval…
– No -dijo.
– Nicole y Stan estaban colocados cuando murieron: una sustancia química a base de tik, que modifica el comportamiento. Extremadamente tóxica.
– Lo mío son las hierbas naturales, querido amigo -precisó la zulú-. El efecto de la iboga es más sutil… ¿Quiere probarlo?
– En otra vida tal vez.
– Hace usted mal, mis secretos son inofensivos -le aseguró.
– No las tengo todas conmigo.
– Soy bailarina -le dijo, mirándolo a los ojos-: no asesina en serie.
Neuman reparó en la pequeña cicatriz que tenía encima del labio.
– ¿Quién habla de otros asesinatos?
– Sus ojos están llenos de otros asesinatos… ¿Me equivoco?
Zina lo miraba como si lo conociera. Neuman cambió de tema:
– ¿Por qué no colaboró con la policía?
– Qué pesado es usted con sus preguntas.
– Y usted con sus respuestas.
Las facciones de Zina se agudizaron, a escasos centímetros de su rostro. La conversación viró bruscamente.
– Escuche lo que voy a decirle, Ali Neuman, escuche bien… He visto a policías pisotear el vientre de mi madre, todavía la oigo gritar porque estaba embarazada, y todavía oigo callarse a mi padre: ¡sí, todavía lo oigo callarse! ¡Y todo porque no tenían más derecho que ése, esos pobres negros! El hijo que esperaba no sobrevivió, y mi madre murió por ello. ¡Y cuando mi padre quiso denunciarlo, se le rieron en la cara, a él, un induna! Unos policías vinieron un día a decirle que había sido depuesto de su cargo de dirigente por insubordinación a las autoridades bantúes. Fueron también policías quienes vinieron a echarnos de nuestra casa, y la derribaron con una apisonadora. Los mismos que dispararon contra la multitud desarmada durante la revuelta de Soweto, matando a centenares de nuestros hermanos… Y ahora, sólo porque los tiempos hayan cambiado y una pueda tirarse a una blanquita sin que le den una kafferpack26 no crea que es motivo suficiente para que corra a sus brazos.
– No se trata de eso.
– Pues es lo que usted me pide -dijo Zina entre dientes-. Si no he colaborado con la policía es porque no confío en ella. En absoluto. No es nada personal, ya se habrá dado cuenta, a no ser que sea tan ciego como cabezota. Ahora me gustaría darme una ducha y que me dejaran en paz. Eso no quita que lo que le han hecho a Nicole me dé ganas de vomitar…Y deje de mirarme con esos ojos de serpiente, ¡siento como si me tomara por un maldito cobaya!
Las ratas del forense estaban lejos, y sin embargo en sus pupilas se reflejaba una matanza.
– Militó en el Inkatha -dijo Neuman.
– Hace tiempo.
– ¿Para combatir a los blancos?
– No -se irritó ella-: para combatir el apartheid.
– Había medios menos violentos.
– ¿Ha venido a hablarme de mi pasado o del asesino de Nicole?
– El tema parece incomodarle.
– Mi madre murió por ello. ¿No le parece motivo suficiente?
La bailarina recuperó su aire aristocrático, pero Neuman sintió que le había hecho daño.
– Discúlpeme -dijo, menos tenso-, no estoy muy acostumbrado a hablar con mujeres…
– Debe de sentirse solo.
– Como si estuviera muerto.
Zina sonrió, con el rostro lleno de polvo.
– Mi nombre zulú es Zaziwe -dijo.
«Esperanza»…
Pero, en sus pupilas, Neuman sólo vio una oscuridad sideral.
Ukuphanda: el término significaba literalmente arañar el suelo para alimentarse, como las gallinas en el gallinero.
En el contexto de los townships, el phanding -neologismo inglés- consistía para las mujeres en buscarse un amigo para conseguir dinero, comida o un techo. Esa clase de relación no era meramente transaccional, del tipo de «sexo a cambio de seguridad material»: se trataba también de dar con alguien que se preocupara por una, para escapar así de la brutalidad de la vida cotidiana. Era ésta una búsqueda que compartían numerosas mujeres jóvenes, y que la mayoría de las veces se traducía en una exposición a la violencia y al contagio del sida.
Maia no había escapado a la norma: se había convertido en objeto de competición entre hombres que, en el mejor de los casos, la consideraban como su propiedad. Su último novio, en respuesta a las habladurías de una vecina algo borracha, se había llevado a Maia a la orilla del río, la había desnudado, le había untado todo el cuerpo con detergente y le había ordenado que se lavara en el agua, para que aprendiera a no prostituirse con otros. Acto seguido, había cogido un látigo de cuero y la había azotado durante horas: seis, ocho, diez, Maia ya no recordaba cuántas… Acto seguido la había violado.
La habían encontrado al alba a la orilla del río, medio muerta.
Fue al ir a visitar a su madre en el dispensario cuando Neuman la vio por primera vez, tumbada en una cama en medio de otros enfermos. La joven apenas podía parpadear de tan hinchado como tenía el rostro por los latigazos. ¿Acaso fue porque las espantosas señales sobre su cuerpo le recordaron el martirio de su padre? ¿O quizá tuviera algo que ver su sonrisa al estrecharle la mano, o sus hermosos ojos oscuros y desamparados, que se lo bebían como un falso elixir? Fuera como fuere, Ali le prometió ese día que nadie volvería a hacerle daño nunca más.
La instaló en el township de Marenberg, habitado esencialmente por coloured, en una casita de ladrillo con ventanas de verdad y una puerta bien sólida a la que, de vez en cuando, él venía a llamar.
Al principio, Maia se había preguntado si ese poli alto de ojos de piedra no sería otro de esos locos, a la vez fascinados y horrorizados por el sexo de las mujeres -podía acariciarla durante horas, ir y venir sobre ella como una crema de doble filo- pero, después de todo, había conocido cosas peores. Su nuevo novio podía sobarla todo lo que quisiera, podía pedirle que blandiera el trasero para que él pudiera frotarlo con cubitos de hielo (código número tres), con la punta del dedo acariciarle el ano (código número cinco), podía penetrarla con todo lo que quisiera e incluso con lo que ella no quería, Maia no era muy tiquismiquis. Sobrevivía en Marenberg como podía: mediante el trueque, buscándose la vida, haciendo algún trabajillo aquí y allá, con la pintura, algún hombre que otro… Habían pasado dos años desde el principio de su relación, dos años en los que todo había cambiado. Hoy Maia acechaba sus pasos en la escalera, sus golpes con los nudillos en la puerta de su casa, su rostro, sus manos sobre su cuerpo, ella, que era su animal de compañía… Con el tiempo, la mestiza había pasado de la obligación al suplicio más dulce. Nunca antes nadie la había acariciado así. Nunca antes nadie la había acariciado en absoluto.
Era más de medianoche cuando Ali llamó a su puerta. Maia se despertó sobresaltada: no le había avisado de que vendría. Se puso el camisón que le había regalado hacía un mes, ahuyentó el sueño hasta la puerta de entrada, descorrió el cerrojo y se lo encontró ahí, con una expresión devastada.
Tenía la oreja vendada y una mirada dolorosa bajo la luna. Había ocurrido algo, Maia lo supo enseguida. Le puso la mano en la mejilla para consolarlo, pero él se zafó.
– Tengo que hablar contigo -dijo.
– Claro… Entra.
Maia no sabía qué decir ni cómo comportarse. Nunca habían hablado de amor. Nunca se había tratado de eso. Era ya un milagro que se dignara tocarla. Maia en el fondo se sentía impura, mancillada, sin honor, y él venía de una familia culta, un clan de alto rango, sin duda. Maia se imaginaba mil cosas -Ali no le hacía el amor por miedo a rebajarse, a comprometerse con una chica del campo, una mestiza que había ido de catre en catre y que él había recogido del arroyo-. Maia no sabía nada de sus sentimientos, de sus placeres extraños, pero albergaba esperanzas, pese a todo, porque era su naturaleza.
El hombre al que amaba no se tomó el tiempo de sentarse: su mirada la hizo retroceder hasta el sofá.
– No voy a volver más -dijo de pronto.
– ¿Qué?
– Teníamos un acuerdo: te libero de él.
Su voz ya no era la misma: venía de las tinieblas, de un lugar donde Maia nunca había puesto los pies, un lugar al que nunca iría.
– Pero… Ali… No quiero que me liberes. Quiero quedarme contigo.
Neuman no dijo nada. Miraba los cuadros orgullosamente expuestos en la pared del salón, dibujos ingenuos garabateados en trozos de madera, colores vivos para representar escenas de la vida en el township. Eran audaces, patéticos y malos.
– Seguiré ayudándote -le dijo-, si es eso lo que te preocupa.
Sentada en el sofá donde la había arrinconado, Maia apretó los dientes: ya no era cuestión de dinero, y él lo sabía muy bien. Le iba a estallar el pecho de rabia. Hasta él, que era tan bueno, la dejaba tirada como a una perra: la devolvía a su papel de animal de compañía.
– ¿Ya no me quieres en tu vida?
– Eso es.
Su maldad le hacía daño. Había pasado algo desde la semana anterior. No podía abandonarla así, sin darle una explicación.
– ¿Has encontrado a otra chica?… ¿Es eso? ¡¿Has encontrado a otra desgraciada que creerá que la salvarás?! A no ser que tengas varias -se sulfuró ella-. Un harén, así se llama, ¿no?
Se oyó como un disparo, a lo lejos, en la noche, o un portazo.
– Cállate -dijo Neuman, en voz muy baja.
– ¿Te la tiras?
– ¡Cállate!
– Dime -le espetó, con una expresión cargada de hiél-: ¿a ella sí te la tiras?
Ali le levantó la mano, y ella, por puro instinto, se protegió la cara. El golpe fue tan rápido que Maia sintió el desplazamiento de aire sobre su cabello despeinado: el puño le rozó la sien antes de estrellarse contra la pared, que crujió bajo el impacto. Maia dejó escapar un grito de estupor. Ali golpeó la pared con todas sus fuerzas, varias veces: destrozó uno por uno sus cuadros colgados, hizo añicos el tabique de contrachapado, con las manos desnudas. La madera salía despedida por toda la habitación mientras él se ensañaba, los fragmentos caían sobre su pelo, Maia gritaba para que parara, pero los golpes seguían cayendo sin fin: iba a hacerlo todo pedazos, a ella, la casa, su vida, a puñetazos.
La tormenta paró de pronto.
Maia gemía bajito, sin atreverse ya a moverse, acurrucada en el sofá. Se aventuró a mirar entre las manos con las que se protegía el rostro, muerta de miedo: Ali estaba de pie delante de ella, con el puño apretado, lleno de arañazos y de astillas, y con los ojos resplandecientes de rabia.
Salió de sus entrañas una suerte de maullido, un sonido que le heló la sangre:
– Cállate…
Un vestido rojo cruzó su campo de visión. Con una mano, la mujer se sujetaba el sombrero de paja que amenazaba con salir volando hasta el otro extremo de la Tierra, y con la otra se balanceaba con gracia sobre la playa inmaculada… Epkeen se cruzó con esa aparición etérea cuando una ráfaga de viento le escupió arena en el rostro.
Había dejado atrás las casetas de madera de colores que bordeaban el paseo marítimo, el puesto de socorro, las sombrillas dispersas y algún que otro desdentado que vendía fruslerías del township vecino; la playa de Muizenberg se iba vaciando a medida que se alejaba a orillas del océano, el viento removía el polvo y la arena, que se perdían a lo lejos, en el vaho del mediodía. Se volvió, pero la chica no era ya sino un punto rojo en la bruma del calor; apenas se distinguía la estación balnearia… Siguió caminando a duras penas por la arena blanda, escupiendo tabaco y alcoholes.
Brian había ido la noche anterior al bar de Long Street donde trabajaba Tracy. Quería hablar en serio con ella, pero la pelirroja no dejaba de extasiarse con los malabarismos de su joven colega al otro lado de la barra… Si le brillaban los ojos por tres cocteleras que daban vueltas en el aire, más valía dejar ahí la cosa, ¿no? Tracy no se lo esperaba en absoluto. Las palabras de Brian habían sido certeras, pero a la vez, no había dado ni una. Era un cero a la izquierda en rupturas. No tenía manual de instrucciones. El deseo se le había ido al garete. La muerte de Dan lo había vuelto perezoso. Decepción, amargura, tristeza, se habían separado sin ninguna esperanza de recaer…
Epkeen vio el emplazamiento de la choza y, detrás, la barbacoa entre las dunas y la cabaña carcomida. Quedaban señales de arena ennegrecida, el carbón volcado en el suelo… Sintió un escalofrío. La mestiza se lo había ligado arrimándose a su muslo cuando ya tenía pensado borrarlo del mapa. Ella y el tipo al que había arrancado media cara le habrían hecho a él lo que le habían hecho a Dan. Tal vez lo habrían hecho pedacitos a él también, y los habrían asado… Epkeen se pasó la lengua por los labios, sintió la sal del océano cercano y ahuyentó el miedo que le impedía pensar.
La playa se extendía hasta la reserva de Pelikan Park: la casa que buscaba no debía de estar muy lejos… Se ajustó las gafas de sol sobre la nariz y trepó a lo alto de una duna, balanceándose por la fuerza del viento. Colgadas del cielo, las gaviotas lo miraban fijamente con sus ojos enajenados. Distinguió a lo lejos la vía del tren y el esbozo de una alambrada que se extendía detrás de los arbustos maltratados por el viento que soplaba desde el mar. La M 3 estaba a dos kilómetros apenas, se llegaba hasta ella por una pista llena de baches… Brian bajó corriendo la pendiente hasta la entrada principal, cerrada por un grueso candado. De la verja colgaba un cartel medio corroído por la sal que prohibía el acceso a la propiedad privada, amenaza que ya sólo asustaba a las mariposas: trepó la verja, soltó un taco al arañarse la muñeca contra la alambrada y cayó de un salto sobre la arena del patio. Las gaviotas desaparecieron con un grito: trotando por el camino se aproximaba la silueta de una mujer a caballo…
Epkeen estaba aún junto a la verja cuando la amazona lo abordó, a lomos de un frisón de pelaje negro reluciente de sudor.
– ¡Buenos días!
Era una mujer morena de unos treinta y cinco años, alta, con unos ojos azules bastante impresionantes.
– ¿Se le ha perdido algo? -le preguntó.
– Digamos más bien que busco algo.
– ¿Ah, sí? -fingió sorprenderse ella-. ¿Y qué busca?
– Pues busco…
La mujer tiró de la brida del caballo que sólo quería galopar hacia el mar.
– ¿Suele pasear por aquí? -le preguntó Epkeen.
– De vez en cuando… Me cuidan el caballo en el club hípico, al lado del parque.
Pelikan Park, la reserva natural situada a varios centenares de metros… Epkeen olvidó las perlas de océano que brillaban encima de la verja y se volvió hacia la casa.
– ¿Sabe quién vive ahí?
La amazona sacudió la cabeza en un gesto de negación, curiosamente imitada por su montura:
– No.
– ¿Ha visto a alguien alguna vez?
La mujer volvió a sacudir la cabeza de lado a lado.
– ¿Algún vehículo? -insistió él.
El frisón tiraba de la brida. La mujer le hizo ejecutar unos pasos de baile, muy elegantes, y entonces su rostro se iluminó despacio, como si los recuerdos volvieran a su mente a oleadas, empujados por la brisa marina:
– Sí… Una vez vi un 4x4, una mañana muy temprano, franqueó la verja… A veces atajo por las dunas, pero lo normal es que vaya por la playa, siguiendo la orilla. ¿Por qué me lo pregunta?
– ¿Qué clase de 4x4?
La mujer se inclinó sobre la silla para relajar sus glúteos.
– Pues uno grande, oscuro, un modelo reciente, de los que revientan dunas… A decir verdad, apenas lo vi… No como a usted-dijo, cambiando de tema-: esto es propiedad privada, ¿no se ha fijado?
– Ha dicho que lo vio una mañana temprano: ¿hacia qué hora?
– Las seis… Me gusta montar por la mañana, cuando la playa está desierta…
De buenas a primeras a él también.
Sólo tenía que encontrar un caballo de temperamento depresivo al que le gustara la cerveza belga.
– ¿Y cuándo fue eso?
– No lo sé… -Se encogió de hombros. Llevaba una camiseta ceñida-. Hará unos diez días o así…
– Y desde entonces, ¿no ha vuelto a ver a nadie?
– Sólo a usted.
Sus perlas azules lo atravesaban como si fuera antimateria.
– Si le enseño una lista de vehículos similares, ¿cree que podría identificar al 4x4 en cuestión?
– ¿Es usted policía?
– A veces.
El frisón mordía su bocado, con el casco febril. La mujer dio una vuelta completa sobre sí misma.
– ¿Trabaja en el club hípico? -le preguntó él, al final del ballet.
– No. Me contento con montar… Tiene tres años -dijo, dándole palmaditas en el cuello al animal-, todavía es fogoso. ¿Le gustan los caballos?
– Prefiero los ponis -contestó él.
La mujer se echó a reír, lo que puso aún más nervioso al caballo.
– Ya decía yo que no tenía usted pinta de que le gustaran los caballos.
– ¿Ah, no?
– Es a mí a quien mira, y el animal siente que le tiene usted miedo -dijo ella, asintiendo con la cabeza-: de haberle gustado los caballos, habría hecho exactamente lo contrario…
– ¿Aun así me puede dar su número de teléfono?
Ella asintió, y él sacó su libreta para apuntarlo. El frisón golpeaba el suelo con los cascos, muerto de impaciencia, con los ojos saltones fijos en el mar.
– Me llamo Tara -concluyó ella, antes de tenderle la mano por encima de la verja-. ¿Lo llevo a algún sitio?
– Otro día, si quiere… Iremos a cualquier parte.
Ella sonrió como un demonio:
– ¡Bueno, pues nada, qué se le va a hacer!
La amazona tiró hacia un lado de la brida del animal y, con un golpe del talón, liberó a la furia que bullía entre sus piernas. No tardaron en desaparecer, entre cielo y bruma… Epkeen permaneció plantado ante su pedazo de alambrada, escéptico, antes de regresar a la realidad.
El viento formaba remolinos en el patio. El sol, aplastante, estaba alto en el cielo, y las gaviotas parecían vigías… El afrikáner se volvió hacia el edificio, aislado bajo los pinos.
La casa descubierta por Janet Helms parecía una antigua estación meteorológica, con sus persianas cerradas y su antena oxidada. Fue hasta la puerta blindada e inspeccionó la fachada. Era una casa de un solo piso, no se veía ningún cartel que indicara que estaba vigilada por ninguna empresa de seguridad, no había más que un tejado inclinado y un tragaluz con barrotes tapado con cartones. Todo parecía cerrado a cal y canto, abandonado… Lo del 4x4 le había dejado una impresión extraña. Rodeó la casa.
Epkeen no tenía orden judicial, pero sí un pequeño sacaclavos, guardado en la funda de su pistola: pensaba forzar la puerta de atrás, pero no estaba cerrada. ¿Sería una casa ocupada? Empuñó su arma y se pegó contra la pared. Cargó la pistola, empujó la puerta despacio y echó un vistazo al interior. Las corrientes de aire se colaban por la puerta abierta, topándose con alguna que otra mosca. Apuntó hacia la penumbra. En la casa olía a cerrado, y Epkeen percibió también otro olor extraño, removido por el viento que soplaba fuera. Se dirigió a la habitación vecina, que estaba vacía; encontró el interruptor -la electricidad funcionaba- y una tercera habitación que daba al patio pero tenía las ventanas condenadas. En el suelo de cemento había una mesa de madera, manchada de pintura y, sobre ella, pinceles de cerdas endurecidas, trozos viejos de papel de pared arrancados y moscas que zigzagueaban nerviosas a su alrededor. Seguía flotando en el aire ese mismo olor desagradable que había notado antes.
Una puerta llevaba al sótano; Epkeen se inclinó sobre los escalones y, al instante, se llevó la mano a la cara. El olor venía de ahí: un olor a excrementos. Un olor espantoso a excrementos humanos… Pulsó el interruptor y contuvo el aliento. Una nube de moscas zumbaba en el sótano, miles de moscas. Bajó los escalones, con el dedo crispado sobre el gatillo. El sótano ocupaba toda la planta del edificio, era una habitación con todas las aperturas taponadas donde reinaba una atmósfera como de fin del mundo. Se estremeció, con los ojos helados, y contó tres cadáveres bajo la nube de moscas: dos hombres y una mujer. El estado espantoso de los cuerpos recordaba a los cobayas de Tembo. Con el cuero cabelludo arrancado y los miembros separados del cuerpo, reposaban en un charco de sangre coagulada, anegado de moscas. Cuerpos deformes, despanzurrados, sin dientes, con el rostro lacerado, irreconocible. Un campo de batalla a puerta cerrada, aislado. Una jaula… Levantó la mirada de los cadáveres y vio las paredes, cubiertas de excrementos. Alguien había untado de mierda toda la habitación, a altura humana…
Epkeen respiró por la boca, pero no sintió mucho alivio. Atravesó la nube de moscas protegiéndose con las manos. Había un lavabo al final del reducto, y una encimera de azulejos sobre la que alguien había vomitado. Vio dos cuchillos en el suelo, con el mango manchado. El zumbido constante y tenaz, el olor a excrementos y a sangre le daban náuseas. Se inclinó sobre los cadáveres y, con la mano, ahuyentó las moscas que se arremolinaban sobre los rostros. Uno de los negros tenía una herida enorme en la mejilla izquierda y tatuajes en los brazos: pese a estar desfigurado, reconoció al tipo de la choza, el que lo había seguido detrás de las dunas y al que había azotado con su knut… La chica descoyuntada junto a él debía de ser Pam. Le faltaba la mitad del cuero cabelludo… Sin respiración, Epkeen subió del sótano. Cerró la puerta tras de sí con un portazo y permaneció allí un momento, apoyado contra la pared.
Había desenterrado cuerpos de militantes abatidos por los servicios especiales, zombis que se pudrían en celdas, cuerpos calcinados por los vigilantes del Inkatha o los comrades <emphasis><strong>[36]</strong></emphasis> del ANC, gente sin piel y con una mueca en la cara a guisa de agradecimiento; nunca había sentido compasión, no era su tarea. Hoy ya no sentía más que asco… Corrió hacia la puerta y vomitó todo lo que le retorcía las tripas.
La comisaría de Harare era un edificio de ladrillo rojo rodeado de alambre de espino con vistas al nuevo palacio de justicia. Un constable asado de calor bajo su gorra montaba guardia en la verja de entrada. Neuman lo dejó ahí, enfrascado en sus musarañas, evitó a los borrachos a los que empujaban hacia las celdas y se presentó ante la chica de la recepción.
Walter Sanogo lo esperaba en su despacho, enjugándose el sudor bajo el ventilador perezoso. Estaba sepultado en casos abiertos, y no había encontrado respuesta a las preguntas de Neuman; los tres negros abatidos en la playa de Muizenberg no se contaban entre sus sospechosos, habían enseñado sus fotografías por todo Khayelitsha, pero no habían conseguido nada, ningún vínculo con ninguna banda organizada, ni nueva ni antigua. La mayoría de los homicidios de los que se ocupaban eran obra de bandas rivales, muchas de las víctimas no tenían papeles, los clandestinos se contaban por millones: por su vida y la de sus hombres, Sanogo les dejaba devorarse entre sí tranquilamente, en familia, por así decirlo…
– Me topé con uno de esos tipos hará unos diez días -dijo Neuman, señalando la foto del más joven-, junto al gimnasio en construcción. Se hacía llamar Joey.
Sanogo hizo una mueca de iguana al mirar la foto:
– Normalmente estos tipos se inventan unos apodos ridículos: Machine Gun, Devil Man…
– Había otro joven con él, era cojo…
– ¿Quién le dice que todavía anda por aquí?
– Estos tatuajes -cambió de tema Neuman, señalándole las fotos-, ¿le dicen algo?
Escorpiones en posición de ataque, y dos letras, «T. B.», todo ello trazado con tinta desleída… Sanogo indicó que no.
– ThunderBird -explicó Neuman-: una antigua milicia del Chad, infiltrada desde Nigeria. Han matado a uno de mis hombres y trafican con droga en la península. Una mierda nueva a base de tik.
– Mire, Neuman -dijo el capitán, con aire paternalista-, lo siento por su hombre, pero no somos más que doscientos policías para varias decenas de miles de personas. Apenas tengo agentes suficientes para lidiar con los enfrentamientos entre las compañías de taxis colectivos, cuando no se vuelven contra nosotros… Yo también perdí a un hombre el mes pasado: lo mataron como a un conejo, en la calle, para robarle el arma de servicio.
– Para que sus hombres estén seguros tendría que neutralizar a las bandas.
– No estamos en la ciudad -replicó Sanogo-: esto es la jungla.
– Pues tratemos de escapar de ella.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué piensa hacer: encontrar a cada cabecilla y preguntarle si sabe algo sobre quién asesinó a su agente?
– ¡Oh! No pienso ir yo solo -replicó Neuman, con una expresión helada-: se vendrá usted conmigo.
Sanogo se retorció nervioso sobre su silla de plástico.
– No cuente con ello -dijo, como si fuera algo evidente-: bastante trabajo tengo ya con los casos abiertos.
Su mirada se perdió sobre los expedientes amontonados.
– Joey tenía una Beretta M92 seminueva -dijo Neuman-. Los números de serie estaban rayados, pero seguro que provienen de un lote de la policía: ¿prefiere una investigación en profundidad sobre sus stocks?
El número de armas declaradas como perdidas superaba todos los límites tolerables, Neuman lo había comprobado. Armas por así decir volátiles.
Sanogo se quedó callado un momento -sabía cuáles de sus agentes alimentaban el tráfico, él mismo recibía regularmente sus «honorarios». Neuman lo miró fijamente, con desprecio:
– Reúna a sus hombres.
La proclamación de las zonas blancas había generado desplazamientos masivos de población, dispersado las comunidades y destruido el tejido social. Cape Flats, donde se había aparcado a los negros y a los mestizos, era una zona dividida en territorios controlados por bandas de delincuentes dedicadas a actividades diversas. Allí tenían una tradición que databa de antiguo, e incluso se habían transformado en sindicatos -considerando que el fenómeno de las mafias provenía del apartheid, mil quinientos tsotsis se habían manifestado ante el Parlamento para exigir la misma amnistía que los policías. Algunas bandas estaban a sueldo de los dueños de licorerías ilegales, los shebeens, o de los barones de la droga, para proteger su territorio. Otras formaban organizaciones piratas, que asaltaban a otras bandas para abastecerse de droga, alcohol y dinero. Estaban las bandas de carteristas que actuaban en los autobuses, los taxis colectivos o los trenes, las mafias especializadas en extorsión y, por último, las bandas de las cárceles, que controlaban la vida en prisión (contrabando, violaciones, ejecuciones y evasiones), y de las que todo recluso tenía que pasar a formar parte, lo quisiera o no.
Hacía años que el clan de los americanos controlaba Khayelitsha. Su jefe, Mzala, era temido y respetado. Mzala había robado de niño, matado de adolescente y purgado tres años de cárcel antes de hacerse un hueco entre los tsotsis del township. Eran su única familia, de él como de todos los demás; una familia que, a la primera señal de debilidad, no dudaría en pegarle tres tiros. Los americanos dirigían el tráfico de droga, la prostitución y el juego. Eran dueños también del Marabi [37], el shebeen más lucrativo del township, donde Mzala y sus adláteres habían establecido su cuartel general.
Dado que tres cuartos de la población estaban excluidos del mercado laboral, allí se concentraba la economía sumergida: escenarios por excelencia de la cultura popular, los shebeens los habían creado las mujeres del campo, que habían aprovechado sus conocimientos tradicionales para elaborar cerveza artesanal. Los shebeens eran tolerados pese a la fauna que gravitaba a su alrededor y a las bandas armadas que encontraban en ellos el medio de dar salida a sus stocks de droga y alcohol.
El Marabi era un garito sucio y abarrotado de negros pobres que se emborrachaban con la eficacia de los que no tienen dónde caerse muertos; brandy, ginebra, cerveza, skokiaan, hops, hoenene, barberton o mezclas más fuertes todavía, allí se vendía de todo sin autorización ni escrúpulos. La shebeen queen que regentaba el establecimiento se llamaba Dina y era una suerte de bruja gelatinosa con voz de cataclismo que hacía reinar el orden. Neuman la encontró al otro lado de la barra, con un vestido rosa de escote generoso, acosando a un viejo borracho para que bebiera más deprisa.
– ¿Dónde está Mzala? -preguntó.
Dina vio la placa de policía y el rostro poco amable que había detrás. Los borrachos que deliraban tumbados en camastros callaron. Los agentes del township habían neutralizado a los dos vagos que supuestamente debían vigilar la entrada del bar. Detrás venía Sanogo, refugiándose en la sombra de Neuman.
– ¿¡Y éste quién es!? -le espetó Dina al jefe de policía-. No…
La mujer hizo una breve contorsión por encima de la barra. Neuman le agarró la muñeca con fuerza:
– A callar.
– ¡Suélteme!
– Escúcheme o le rompo el brazo.
Inmovilizada como en una trampa para lobos, la shebeen queen se vio aprisionada contra la barra húmeda.
– Quiero hablar con Mzala -dijo Neuman con voz átona-. Por ahora será una charla amigable.
– ¡No está aquí! -gimió la mujer.
Neuman arrimó la boca a su oreja llena de adornos:
– No me tomes por un negrata… Venga, date prisa.
El dolor le llegaba hasta el hombro. Dina asintió con un gesto que hizo temblar todas sus carnes. Neuman la soltó como un muelle. La mujer profirió un taco, frotándose la muñeca -ese bestia no le había roto el brazo de milagro-, se alisó el vestido, que acababa de secar la barra como una bayeta y le dio una patada a uno de los tipos desplomados en el suelo. El zulú la miraba fijamente, con una expresión amenazadora. La mujer se escabulló al otro lado de la pared metálica.
Los clientes empezaron a murmurar. Sanogo indicó a sus hombres que los mantuvieran a raya.
Mzala dormía la mona en una de las habitaciones del fondo, en compañía de una chica que se había puesto de dagga hasta las cejas antes de chupársela sin pasión y ahora roncaba sobre su camastro. La irrupción de Dina lo sacó de su torpor. El jefe de la banda echó a la shebeen queen, rechazó a la sanguijuela y se puso la ropa que había tirada en el suelo. Los dos tsotsis que montaban guardia en la puerta del salón privado lo escoltaron al otro lado de la pared metálica que delimitaba su territorio.
Sanogo estaba allí, con su ejército. Había un tipo con él, un negro alto y musculoso que lo observaba desde los grifos de cerveza; llevaba la cabeza rapada, y su mirada era dura como una piedra. Su traje debía de valer unos cinco mil rands. Nada que ver con los otros polis…
– ¿Qué coño está haciendo aquí, Sanogo? -le espetó Mzala.
– Este caballero dirige la policía criminal de Ciudad del Cabo -contestó el superintendente, volviéndose hacia el interesado-: querría hacerle unas cuantas preguntas.
Neuman veía a Mzala por primera vez: un negro anguloso de ojos desleídos, vestido con una camiseta de una marca barata de whisky; tenía largas uñas afiladas, gruesas como si fueran de cuerno…
– ¿Ah, sí, no me diga?
Dos negros enmarcaban al jefe de la banda. De una patada en la entrepierna, Neuman convirtió al primero en estatua. El tipo se quedó un segundo desconcertado, antes de torcer la cara con una mueca. Su acólito tuvo la desgracia de moverse: Neuman apuntó a la pierna que sostenía el peso del cuerpo y, de un talonazo, le desencajó la rodilla. El negro dejó escapar un grito de dolor, retrocediendo hacia la pared metálica.
– Hoy no estoy muy pacífico -rugió Neuman, acercándose al cabecilla-. A partir de este momento, las preguntas las hago yo, y tú contestas sin hacerte de rogar, ¿entendido?
Mzala olía a sudor rancio y a puñalada trapera. Dina se arrimó a él como un pez piloto al tiburón.
– Aquí no encontrará nada -contestó, sin una mirada a sus hombres, vencidos a patadas-. Mejor haría en marcharse por donde ha venido.
– Y tú en cambiar de registro: hoy vengo a hacer preguntas, mañana puedo volver con los Casspir.
– ¿Cuál es el problema? -preguntó Mzala, algo más conciliador.
– Una nueva banda que vende droga en la costa -dijo Neuman-. Han matado a uno de mis hombres.
– No tengo ningún motivo para meterme con la pasma. Tenemos nuestros pequeños acuerdos, como en todas partes: pregúntele al jefe -dijo, tomando a Sanogo por testigo-. Nosotros los americanos nos contentamos con vender dagga. Somos legales -se defendió-: ¡joder, si hasta pago por mi licencia!
No era algo frecuente.
– ¿Y quién te hace la competencia?
– La mafia nigeriana -dijo Mzala-. Unos hijos de puta, hermano, unos verdaderos hijos de puta…
Su mueca despectiva se perdió en el escote de la shebeen queen.
– ¿Y dónde puedo encontrar a esos hijos de puta?
– A dos de ellos, en la fosa común -contestó Mzala-; otro, enterrado en cal viva; los demás se habrán largado. En cualquier caso, hace tiempo que no se les ha visto el pelo por aquí. ¡Y me extrañaría que volvieran esos maricones!
Se oyeron algunas risas. Neuman se volvió hacia Sanogo, que inclinó la cabeza para asentir: ajustes de cuentas entre bandas. Les dejaba hacer sin meter demasiado las narices en sus asuntos. El zulú le tendió las fotos digitales de los asesinos de la playa:
– ¿Habéis visto alguna vez a estos hombres?
Poco expresivo de por sí, el rostro de Mzala se congeló.
– No… Y mejor para mí, porque no tienen muy buen aspecto.
Su ironía no encontró eco.
– Qué curioso -dijo Neuman-, porque hace cosa de diez días vi a uno de ellos cerca del solar del gimnasio: es decir, en mitad de vuestro territorio.
Mzala se encogió de hombros.
– No tengo ojos en todas partes.
– Trafican con una nueva droga a base de tik.
– No sé nada de eso. Pero si es verdad, no debería tardar en enterarme.
– La mafia nigeriana controla el tik -prosiguió Neuman.
– Puede, pero no en nuestro territorio. Ya le he dicho que hace meses que no vemos a esos hijos de…
– Puta, sí, ya lo sé. ¿Y esos tatuajes?
– Un escorpión, ¿no?
– Oye, pues sí que sabes tú de animales, ¿no?
– Los reportajes de la tele, que te alimentan el cerebro -se burló Mzala.
– Una bala en la cabeza también alimenta que no veas. ¿Y bien?
El tsotsi tenía la mitad de los dientes podridos, tributo pagado a la malnutrición infantil, y los brazos, cubiertos de cicatrices.
– No puedo decirle nada -masculló-: no he visto nunca a esos tíos. Pero si los veo rondar por aquí, cuente conmigo para darles su merecido.
– Se estaban metiendo con este chaval -insistió Neuman, enseñándole la foto escolar-: Simón Mceli.
Mzala esbozó una sonrisa torva.
– Pero si parece un angelito.
– ¿Lo conoces?
– No. Me traen sin cuidado los niños.
Mzala sólo había tenido un hermano pequeño, todavía más ladrón que él, que se había matado como un imbécil, haciendo el ganso con su pipa.
– Stan Ramphele, ¿tampoco te dice nada ese nombre? ¿Y su hermano Sonny, que traficaba en la playa de Muizenberg?
El xhosa negó con la cabeza, como si Neuman fuera muy desencaminado.
– Nuestro negocio es la dagga y la defensa del territorio -repitió-: sus hermanos y lo que trapichearan en la costa no es asunto nuestro.
Neuman le sacaba una cabeza al jefe de la banda.
– Qué raro -le dijo bajito el zulú-, los tipos a los que busco se parecen mucho a ti, tienen la misma pinta de hijos de puta.
Un ligero viento de pánico barrió el shebeen. Junto a la columna, Sanogo miraba a unos y a otros; los policías, muy alertas, apretaban la culata de sus armas. No estaban en su territorio…
– Nosotros no sabemos nada -aseguró Mzala-. El nuestro es un negocio tranquilo. Sólo hierba, nada de polvo. Es demasiado caro para nuestra clientela y sólo trae problemas… -Escupió en el suelo-. Es la verdad, hermano: un negocio tranquilo…
Sus pupilas amarillas, sin embargo, afirmaban lo contrario. Neuman vaciló. O ese tipo decía la verdad, o tendrían que llevárselo a la comisaría para someterlo a un interrogatorio más serio, eso a sabiendas de que el resto de la banda seguramente ya había rodeado el shebeen y esperaba, fusil en mano, a ver cómo evolucionaban las cosas… Parecían haberse cerrado las filas alrededor de ellos. Siendo sólo nueve hombres, y mal armados, no tenían muchas probabilidades de salir de allí sin problemas.
– Deberíamos marcharnos -le susurró Sanogo por detrás. El jaleo de los clientes amontonados en el local se iba haciendo cada vez más fuerte; algunos empezaban ya a mirar por las ventanas abiertas. Bastaba un empujón, y la intervención degeneraría en un motín…
– Espero por ti que me hayas dicho la verdad -soltó Neuman a modo de despedida.
– Yo también -replicó Mzala.
Pero eso no quería decir nada.
Un torbellino de polvo atravesó el solar. Neuman se abrió paso por la basura. Los obreros se habían vuelto a sus casas, sólo quedaban los niños, atraídos por los vehículos policiales y el ruido del viento en los andamios del gimnasio. Latas de bebida vacías, envoltorios grasientos y trozos de chatarra cubrían el suelo. Neuman reconoció el tubo de hormigón por el que Simón se había escapado unos días antes. Una evacuación de agua, según los planos que había conseguido…
Sanogo y sus hombres se mantenían a distancia, a la sombra. Neuman se agachó y asomó la cabeza por la apertura del tubo: el conducto era apenas lo bastante ancho para que le cupieran los hombros. El haz de su linterna bailó un momento sobre las paredes de hormigón antes de perderse en la oscuridad… No sin esfuerzo, Neuman consiguió introducirse en el conducto.
Olía a orines, apenas podía levantar los codos; al final se puso a reptar, con la linterna entre los dientes. El tubo parecía hundirse en la oscuridad. Levantó la cabeza, y ésta chocó contra el hormigón. Iba haciendo más fresco a medida que avanzaba. Neuman reptó unos diez metros más antes de detenerse. Ya no olía a orines, sino a algo desagradable y fuerte: a descomposición.
Simón estaba allí, bajo el haz de su linterna: envuelto en una manta sucia hecha jirones. Tardó un tiempo en reconocerlo: su rostro estaba necrosado y lívido, su vientre, bajo la manta, devorado en parte por las ratas y otros animales… Neuman dirigió la luz de su linterna hacia los objetos que había allí tirados y reconoció el bolso de Josephina. Había también una botella de agua junto al cadáver, velas consumidas, un paquete de galletas vacío y una fotografía, que ni la humedad ni las ratas habían tocado y que el niño sujetaba aún entre los dedos. La fotografía de su madre.
Mzala tenía el apodo de el Gato, pues según decían, le gustaba jugar con sus víctimas antes de matarlas. Mzala sabía que su situación de jefe de banda era efímera, y el miedo, su mejor aliado. Ahora que Gulethu y el resto de su banda habían desaparecido, más le valía cuidar muy mucho de su capital. Por muy gato que fuera, los otros lo iban a linchar.
Por suerte, por fin habían dado con la umqolan, la vieja bruja que velaba por el chalado de Gulethu. Una cabaña en el asentamiento, o más bien un montón de tablas con pieles de animales, muertos desde hacía mil años, clavadas en la puerta. Mzala fue en persona a buscarle las cosquillas a la vieja loca y, como era su costumbre, la atormentó largamente. Los demás, aunque poco dados a la compasión, tuvieron que apartar la mirada. Entre dos sollozos, la umqolan le dijo lo que sabía: Gulethu había pasado dos días antes por su cuchitril asqueroso y se había llevado el dinero que ella le escondía, antes de marcharse, a toda prisa, con el Toyota y el puñado de hombres que lo acompañaban… A las siete de la tarde, el día de la matanza en la playa de Muizenberg… Los americanos vigilaban los accesos al asentamiento desde mucho antes del atardecer: a menos que hubieran huido a pie, Gulethu y su banda seguían por ahí -no se había encontrado el Toyota, ni siquiera calcinado-. Mzala martirizó a la umqolan para saber dónde se escondían los fugitivos, pero ésta cerró los ojos para no volver a abrirlos. Al menos no en ese estado. Mzala todavía sentía escalofríos, vieja bruja…
Los americanos se pasearon por el asentamiento con los bolsillos llenos de rands, y las lenguas se desataron. El Toyota estaba escondido bajo una lona en el patio trasero de un backyard shack: pintura, embellecedores…, habían empezado a maquillar el 4x4 para la huida. Gulethu y sus esbirros se escondían en un agujero cercano, excavado en el suelo, con una tela de saco por encima para taparse…
– ¿Qué esperabas, Saddam Hussein? -se burló Mzala, dirigiéndose al rostro lívido que colgaba de la viga del hangar-. ¿Una señal de los espíritus para tentar a la suerte, con tu coche pintado y tus tres chalados? Venga ya…
Qué desgraciado.
A Gulethu le ardían los intestinos. El Gato le tenía reservado un reencuentro de lo más emotivo, pero Terreblanche lo quería intacto… El jefe acababa de llegar, con su camisa caqui remangada enseñando los bíceps, acompañado de dos esbirros de cabeza rapada, blancos de pura cepa, a los que el Gato odiaba cordialmente…
– ¿Es él? -le preguntó Terreblanche.
– Sí.
Los pies de Gulethu no tocaban el suelo. Llevaba varias horas colgado de la viga y se retorcía entre muecas de dolor. Era un zulú de rasgos toscos, más cerca del primate que del hombre: barbilla prominente, frente baja, arco ciliar de retrasado congénito, y esos ojos marrones tan feos, trémulos de fiebre… Terreblanche hizo restallar su fusta contra la palma de la mano.
– Y ahora me lo vas a contar todo -le dijo-: desde el principio… ¡¿Me oyes, cara mono?!
Gulethu seguía retorciéndose, colgado de la cadena. Mzala le había metido guindilla por el recto, y la especia le iba quemando lentamente los intestinos… Terreblanche no necesitó utilizar la fusta: Gulethu contó lo que sabía. Su voz aguda y chillona no cuadraba con su relato, delirante. Estoico, Terreblanche escuchó las idioteces del zulú -ésa era la clase de espécimen que su hijo menor quería salvar, un cafre de pies de chimpancé, perverso y psicópata-. Se sacó dos bolsitas del bolsillo, las que llevaba encima Gulethu cuando lo encontraron. -¿Y esto qué es?
En el interior del plástico había un polvo verdoso y compacto.
– Plantas -contestó Gulethu, con un gesto de dolor-. Plantas mezcladas… Me las dio la umqolan…
– ¿Y qué pensabas hacer con ellas?
– Un ritual… El intelezi… Para curarme.
Un ritual zulú previo al combate… Terreblanche reflexionó bajo la chapa recalentada del hangar. Mzala acababa de decirle que un poli de la ciudad había ido esa misma mañana al Marabi, el jefe de la policía criminal, Neuman en persona. Ali Neuman… Terreblanche había conocido a su padre, Luyinda, un agitador político, al que habían matado a golpes: su mujer y su hijo pequeño habían cambiado de enclave y de nombre -Neuman, «hombre nuevo», una contracción del afrikáans y el inglés. Él también buscaba a la banda…
– ¿Papá se está quemando?
– Sí, mi vida.
– ¿Y adónde va?
– Papá va a subir al cielo para formar allí una nube muy bonita…
Tom suspiró, visiblemente circunspecto. A Eve también le parecía que el tiempo transcurría muy despacio. Su duelo tenía que pasar por la prueba del fuego, y Claire los tenía abrazados a ella, ante el horno que se había tragado el ataúd de Dan. La tristeza es contagiosa, Claire lo sabía, pero necesitaba la fuerza de sus hijos para borrar sus visiones de pesadilla. Los niños no sabían lo que le había pasado a su padre, sólo que lo habían matado unos hombres malos… La mujer temblaba ante el crematorio. Se preguntaba por qué le habían cortado las manos, le habría gustado oír las explicaciones de los asesinos, las razones que les habían llevado a hacer todo ese mal, si es que existían…
Por el horroroso hilo musical sonaba What Will You Say, una canción de Jeff Buckley que ella cantaba con Chris, su guitarrista negro. A Dan le encantaba: una voz como una onda en suspenso que se volvía trágica, Jeff y su sonrisa etérea, que, como su padre Tim, se había ahogado, una noche de borrachera, en el Misisipí… Claire no se sentía agotada pese a los calmantes: sólo violenta. El cáncer, la radioterapia, el pelo que se le había caído a puñados, a todo eso se había enfrentado con una valentía que no sabía que tuviera, pero nadie la había preparado para esto.
Ya de niña, bastaba una sonrisa y le brotaba la aureola de santa: para la gente, Claire era aquella a la que nunca le pasaría nada malo, era tan bonita… Tonterías. Todo falso. No era necesario bañarse de noche en el Misisipí. El angelito rubio que salía sonriendo en las fotos ya no tenía aureola, ni siquiera tenía pelo. Su marido había muerto: la había palmado.
Su hermana Margot no esperó al final de la cremación para llevarse a los niños a casa: reunir las cenizas y arreglar las últimas formalidades llevaría horas, y Claire necesitaba estar sola con él, por última vez.
Esperó hasta que se hubo marchado toda la familia, luego cogió la urna y condujo hasta su cala, junto a Llandudno. Era su peregrinación de enamorados, una manera de reencontrarse y, hoy, de separarse. Las olas lamían la playa desierta, un horizonte crepuscular en el que dispersaría sus restos. Claire apretó la urna contra su corazón y caminó entre la espuma, todo lo lejos que pudieron llevarla las piernas. Por el camino le iba hablando, palabras de amor, las últimas, antes de arrojar al agua lo que quedaba de él. Las cenizas flotaron un momento en la superficie, antes de que los torbellinos las arrastraran. También la urna se hundió, un Titanic agitado entre los remolinos…
– ¿Tienes hambre? -preguntó Margot-. He preparado pollo con ciruelas pasas.
Su plato preferido cuando eran niñas. Claire acababa de volver a casa.
– No, gracias.
Sus miradas se cruzaron. Compasión, desamparo. Hablarían mas tarde, cuando los niños se hubieran ido a la cama.
– ¿Qué le ha pasado a tu vestido? -dijo la hermana, para hablar de algo-. ¿Te has fijado?
El sol, al secarse la tela, había dejado círculos claros en su vestido negro. Claire no contestó. Los niños, sentados a la mesa de la cocina, apartaban los trozos de ciruela. Margot apretó el hombro de su hermana pequeña, aunque no sirviera de nada.
– Mamá -se quejó Eve-. Ya no me gustan las ciruelas pasas…
Claire reparó en la caja sobre el mostrador de la cocina.
– ¡Ah, sí! -dijo Margot-. Un amigo tuyo pasó antes a dejarte este paquete: uno alto y moreno, con pinta de estar medio dormido… -Se volvió hacia los niños-. Que sí, hombre, ¡pero si están muy buenas!
Se trataba de una caja de hojalata que costaba diez veces su precio en las tiendas de Long Street. Dentro, Claire encontró fotos de ella y los niños, ella y Dan, ella sola, entre los pájaros del parque Kruger… Había también un folleto de viaje a Europa, sus cuadernos de investigación, que Dan conservaba porque tenía fobia a los virus informáticos, dos o tres regalos elaborados por los niños en el colegio, y las palabras de otro, en una hoja blanca doblada por la mitad:
Dan no guardaba casi nada en los cajones de su mesa, lo tenía todo en su cabeza. Pensé que te gustaría conservar sus cosas. No sé qué decir, Claire: ¿amistad?, ¿ternura? Llama en cuanto puedas. Un beso también de parte de Ali.
Brian
Palabras como él, bellas y torpes.
Tara apareció en el despacho de Epkeen, y el mundo, durante un instante, se tornó azul Klein. La amazona había cambiado su atuendo de montar por un vaquero ceñido y una camiseta igual de sexy. Se paseó por la habitación desordenada como si estuvieran visitando juntos su primer apartamento, y se inclinó sobre la cristalera que daba al mercadillo de Greenmarket Square antes de volverse hacia Epkeen, que seguía su deambular, enfrascado en sus pensamientos.
– ¡No está mal la vista!
– Usted lo ha dicho.
Tara era tan guapa de espaldas como de frente.
– Gracias por venir -le dijo él, a modo de preámbulo.
– Hay que estar siempre dispuesto a ayudar a la policía -contestó, sin creerse ella misma lo que decía-. ¿Dónde me siento?
– Donde quiera.
Tara apartó las carpetas que estorbaban el paso y apoyó su generoso trasero en el borde de la mesa. Desde esa altura lo dominaba, se balanceaba por encima de él con aire alegre, visiblemente consciente de su propio encanto, hasta el punto de que Brian sintió que se mareaba… Abrió los iconos de la pantalla de su ordenador.
– ¿Nos va a llevar mucho tiempo?
– Eso depende de lo que recuerde.
– Apenas sé a qué día estamos hoy -bromeó Tara.
Era el 8. El día de la cremación de Dan.
– Pero haré un esfuerzo -añadió-, prometido.
– Bien, he preparado una selección de vehículos que coinciden con la descripción que usted me dio. Dígame sí, no o quizá.
– ¡Trato hecho!
Brian se preguntó de dónde saldría esa agitadora anatómica, redujo la tensión de la corriente eléctrica que lo atraía a ella y no tardó en volver a poner los pies en el suelo: la pantalla de su ordenador se llenó de 4x4. Tara sacudió su larga cabellera morena, en un signo de negación. Su atención era total, sus ojos azul cobalto lanzaban chispas luminiscentes al cristal líquido de la pantalla, los vehículos todoterreno desfilaban por decenas, con o sin barro, 4x4, 6x6, defensas frontales de todos los tamaños, modelos de todas las marcas, no, no, no, no, no, no, no, no…
– ¿Se ha fijado -dijo, al cabo de un rato-, que en las fotos al volante sólo salen hombres…?
– Las mujeres pasan de los 4x4, ¿no?
– Apasionadamente.
– Es usted de lo más… -Se volvió a la pantalla-. ¿No encuentra nada que se le parezca?
Tara hizo una mueca ante el modelo propuesto:
– No -dijo-. El mío era un todoterreno grande, alto…
– ¿Feo?
– Feísimo.
Hizo una mueca de asco.
Epkeen se fue directamente a la marca Pinzgauer.
No tuvo que esperar mucho.
– ¡Ese! -exclamó Tara-. ¡El Steyr Puch 712K!
La amazona tenía de pronto cinco años y medio, y a él el cerebro se le iba separando en cubitos azules.
– ¿Está segura de que es este modelo?
– Si no es ése, es primo hermano suyo.
– Lo vio usted a cien metros -comentó Epkeen.
– Tengo buena vista, teniente.
La mujer lo impresionaba, le daba miedo…
– Un Pinzgauer Steyr Puch de color oscuro -escribió en voz alta en su libreta-. ¿Alguna otra precisión?
– ¿Qué quiere saber? -preguntó ella, irónica-. ¿El color de los neumáticos?
– Me refería al conductor, o a si vio a alguien en los alrededores de la casa…
– Lo siento. No vi a nadie. Paso por ahí temprano por las mañanas -explicó-, tal vez dormían…
Epkeen hizo una mueca. Aislada en un extremo de la playa, la casa era un escondite seguro, con un acceso por la pista a la carretera que llevaba a los townships. No debía de haber cien mil modelos de ese Pinzgauer en la provincia…
– Bien… Le agradezco mucho su información.
– ¡De nada!
De un salto, Tara volvió a tierra firme. Parecían gustarle los saltos.
– Bueno -sonrió-, tengo que irme…
– ¿Adónde?
– ¡No es asunto suyo, teniente!
Cogió su bolso de lona, que había dejado sobre la mesa, se cruzó con la mirada líquida de Epkeen y reflexionó unos segundos.
– Tengo un par de cosillas que hacer antes de esta noche -dijo entonces, como si ocultara algo-. Me imagino que estará libre, ¿no?
– A mi lado el aire se enrarece -la advirtió él.
La adrenalina le latía en las venas. Tara sonrió y luego consultó su reloj.
– Mmm -calibró-, no necesito mucho más… A las siete en el bar de la esquina con Greenmarket, ¿le parece bien?
Los cadáveres encontrados en la casa de Muizenberg acababan de ser identificados. Pamela Parker, veintiocho años, toxicómana, vieja conocida de la policía por estar en la órbita de distintas bandas del township. Detenida varias veces por captar clientes en autobuses y estaciones. No tenía domicilio fijo, pero sí una condena por agresión, y se encontraba en libertad condicional. No se tenían noticias de ella desde hacía casi un año. Tenía una hermana, Sonia, de la que tampoco se sabía nada ni se la había visto. Francis Mulumba, veintiséis años, antiguo policía ruandés buscado por el Tribunal Penal Internacional por violaciones y asesinatos. Mujahid Dokuku, ex miembro del Movimiento por la Emancipación del Delta del Níger (MEND), un grupo rebelde nigeriano especializado en bunkering, el desvío de petróleo explotado por las multinacionales. Se había fugado dos años antes de la cárcel donde cumplía una pena de doce años por sus actividades en la guerrilla. Se sospechaba que había entrado clandestinamente en Sudáfrica, como miles de refugiados más, para engrosar las filas del crimen organizado…
La policía científica no había encontrado más que excrementos en las paredes del sótano, sangre de las víctimas y dos cuchillos de cocina que se habían utilizado en la matanza, con sus huellas en los mangos. Ni armas de fuego, ni droga: y eso que estaban colocados hasta las cejas con ese mismo cóctel a base de tik, a dosis que se aproximaban al estado de locura furiosa, según el protocolo del forense… ¿Se habrían refugiado en la casa para escapar a los controles de la policía en las carreteras? ¿Se habrían matado entre sí por el efecto de la droga, o les habrían ayudado como habían hecho con Stan Ramphele? ¿Era la casa el escondite en el que vivían y desde donde vendían la droga? Neuman se había topado con Joey, el más joven de la banda, hacía unos días en el solar de Khayelitsha: ¿por qué estaría maltratando a Simón? ¿Y dónde estaba su acólito, el cojo?
Neuman había recorrido el barrio que se extendía alrededor del gimnasio en construcción, sin enterarse de gran cosa: chavales de la calle como Simón Mceli los había a miles en el township. Lo habían mandado de aquí para allá, de descampado en campo de fútbol. Algunos le habían aconsejado que se fuera a tomar por culo en los barrios blancos. Superpoblación, miseria, sida, violencia: la suerte que corrían los chavales de la calle que venían de lugares cada vez más hacinados no interesaba a nadie.
El informe de la autopsia de Simón Mceli llegó esa misma tarde. Los distintos animales que habitaban en los conductos del solar habían dañado seriamente el cuerpo del niño, pero las lesiones en la zona próxima al tercer metacarpo correspondían a picaduras de insecto que se remontaban a una semana, lo que indicaba la fecha aproximada de la muerte. No había ningún impacto de bala, ni ninguna herida visible en las partes del cuerpo que no habían tocado los animales. Los pocos objetos que se habían encontrado junto al cuerpo -velas, cerillas, agua, alimentos, una manta- permitían pensar que Simón se había llevado consigo un kit básico de supervivencia. No había más señales de pinchazos, sólo las picaduras de los insectos. El niño sufría graves carencias de calcio, hierro, vitaminas y proteínas, y se habían encontrado rastros de productos tóxicos en su cuerpo: marihuana, metanfetamina y esa molécula que el laboratorio no lograba identificar.
Simón también estaba intoxicado. Más que eso, era adicto perdido. Eso podía explicar su estado famélico, la agresión contra Josephina, pero no las causas de su muerte. Simón había muerto por envenenamiento en la sangre, pero no lo había matado una sobredosis: había muerto de sida. Un virus fulminante.
Además de por la violencia, Sudáfrica estaba asolada por el VIH. El veinte por ciento de la población era portadora del virus, una de cada tres mujeres en los townships, y las perspectivas eran aterradoras: dos millones de niños perderían a sus madres en los próximos años, y la esperanza de vida, que ya había disminuido cinco años, iba a disminuir otros quince, hasta rondar los cuarenta años en 2020. Cuarenta años…
El gobierno le estaba echando un pulso jurídico a la industria farmacéutica, que no aceptaba distribuir medicamentos genéricos a las personas infectadas; por fin se había aprobado el acceso a los antivirales, con la ayuda de la comunidad internacional y de una campaña de prensa virulenta, pero el tema seguía candente. Para el gobierno sudafricano, una nación era como una familia unida, estable y nutritiva, que se desarrollaba plenamente en un cuerpo sano; una familia disciplinada: el presidente invalidaba las estadísticas de contagio, el índice de mortalidad y la violencia sexual que, según él, pertenecían a la esfera privada. Acusaba a la oposición política, a los activistas del sida, a las multinacionales y a los blancos, siempre dispuestos a estigmatizar las prácticas sexuales de los negros, recluidos al banquillo de los acusados: el «peligro negro», resurgimiento del apartheid. Por todo ello, el sida se consideraba una enfermedad banal vinculada a la pobreza, la malnutrición y la higiene, excluyendo explícitamente el sexo. Una enfermedad de consecuencias intolerables, sobre todo en materia de costumbres masculinas. Según ese punto de vista, y para contener la plaga, la política sanitaria del gobierno en un principio había preconizado el ajo y el zumo de limón después de las relaciones sexuales, así como ducharse o utilizar cremas lubricantes. El rechazo a los preservativos, considerados no viriles y un instrumento de los blancos, pese a las distribuciones gratuitas, completaba un panorama bastante desesperado de por sí.
Jacques Raymond, el médico belga de la organización Médicos sin Fronteras, que trabajaba en el dispensario de Khayelitsha, sabía de lo que hablaba: vacunas, pruebas, consulta a domicilio, foro de información, Raymond llevaba tres años recorriéndose el township de una punta a otra, y había perdido la cuenta de los muertos. Neuman pidió la ficha de Simón Mceli, y el médico no puso pegas: violencia, enfermedad, drogas…, la vida de los niños de la calle no tenía ningún valor en el mercado, ni siquiera valía un juramento de Hipócrates.
Raymond tenía un bigote pelirrojo impresionante, finas manos que la nicotina había vuelto amarillentas y un marcado acento francés. Abrió el archivador metálico de su despacho y sacó la ficha correspondiente.
– Sí -dijo, tras echarle una hojeada-, sí que atendí a este niño, hace veinte meses… Aprovechamos para hacerle un chequeo, pero Simón no era portador del virus: la prueba dio negativo.
– Según la autopsia -prosiguió Neuman-, el virus del que se contagió mutó a una velocidad poco frecuente.
– Puede ocurrir, sobre todo en personas de constitución débil.
– Simón estaba bien cuando lo examinó, ¿no?
– Veinte meses es mucho tiempo cuando se vive en la calle -contestó el belga-. Jeringuillas infectadas, prostitución, violaciones: los niños de la calle empiezan a drogarse cada vez más jóvenes, y con los miles y miles de tipos que piensan que van a curarse del sida desflorando a vírgenes, a menudo suelen ser las primeras víctimas.
Neuman conocía las estadísticas de asesinatos de niños, una cifra que ascendía a velocidad vertiginosa.
– Esas creencias las fomentan las sangomas del township -insinuó.
– Bah -dijo el médico, no muy convencido-: no todos son tan atrasados… También está la medicina tradicional… El problema es que cualquiera puede declararse curandero: después, es solo cuestión de persuasión, de credulidad y de ignorancia. Aquí, a los enfermos de sida se los considera unos parias; la mayoría está dispuesta a creer lo que sea para curarse. Los microbicidas no han estado a la altura de lo que prometían -añadió con amargura-: nuestras campañas para la utilización del preservativo son como predicar en el desierto…
Pero Neuman pensaba en otra cosa:
– ¿Cuánto dura el período de incubación, quince días?
– ¿Del sida? Sí, más o menos. ¿Por qué?
Simón había contraído el virus en los últimos meses: era adicto a la droga que circulaba por la costa. Nicole Wiese, Stan Ramphele, los tsotsis del sótano de la casa, todos habían sucumbido al cóctel al poco de consumirlo. Todos salvo De Villiers, el surfista abatido por la policía. A Neuman le surgió entonces una duda. Dio las gracias al médico belga sin contestar a su pregunta, atravesó la cola de enfermos que esperaba en el pasillo y salió del dispensario.
Myriam estaba fuera, en los escalones de entrada, fumando, con las manos cruzadas sobre las rodillas; fingía que no lo estaba esperando.
– ¡Hola! -le dijo. Los ojos le hacían chiribitas.
– Hola…
El zulú pasó por delante de ella sin apenas verla y llamó por teléfono a Tembo.
– Epkeen se había dejado el móvil encendido en el pantalón, abandonado como todo lo demás sobre el suelo del cuarto. Vibró tres veces antes de que sonara el timbre de llamada. El despertador roto al pie de la cama indicaba las siete y media de la mañana: Brian tanteó en la penumbra, encontró la causa de su incomodidad, vio el nombre que aparecía en la pantalla y contestó a la llamada en un susurro para no molestar al unicornio que dormía a su lado.
– ¿Le he despertado? -preguntó Janet Helms.
– Haga como si la escuchara…
– He seguido investigando la casa de la playa -anunció la agente de información-. El propietario sigue ilocalizable, pero he conseguido algunos datos. Para empezar, el terreno: una hectárea y media bordeando Pelikan Park, fue comprado hace algo más de un año. No se han planteado obras de reforma para renovar la casa, pero hay negociaciones entabladas para la extensión de la reserva vecina: el terreno podría, pues, pasar a encontrarse en zona protegida, lo que triplicaría su valor. Delito de explotación de información privilegiada o simple especulación, resulta difícil de determinar. Sea como fuere, la operación inmobiliaria se realizó con transparencia cero: me ha sido imposible obtener el nombre del propietario o de la sociedad que compró la casa pero, investigando, he encontrado un número de cuenta de un banco de las Bahamas. Estrictamente confidencial, como usted bien sabe. Puede hablar con el fiscal general, pero dudo mucho que consiga algo…
Epkeen encajó como pudo el aluvión de información que le soltaba Janet Helms tan de mañana y puso un poco de orden en sus ideas. Efectivamente, pedir que se entablara un procedimiento con tan pocos argumentos no llevaría a ningún lado, sólo a meses de papeleo tan complicado como inútil, puesto que un simple clic de ordenador bastaba para transferir la cuenta a otro paraíso fiscal.
– El mundo de la banca da asco -comentó.
– Si le sirve de consuelo, el de la información también.
– Pfff.
El animal alado se movió bajo las sábanas.
– He elaborado una lista con los 4x4 Pinzgauer Steyr Puch que hay en la provincia -prosiguió Janet-. Un parque privado de una treintena de vehículos, de los que tan sólo una cuarta parte son de color oscuro, es decir, un total de ocho vehículos. También he elaborado una lista de personas que han alquilado un modelo así estas últimas semanas. Si quiere echarle un vistazo…
– De acuerdo -suspiró Epkeen.
Arrojó el móvil sobre el montón de libros que constituía su mesita de noche y volvió a apoyar la cabeza en la almohada.
– Caray -dijo la voz a su lado-, vaya charlas te traes por las mañanas…
Tara debía de sentir calor bajo las sábanas, pero, con el brazo enrollado como un serpentín alrededor del edredón, el hermoso animalito no parecía tener ninguna intención de salir de la cama.
Brian se había encontrado con ella en el bar de Greenmarket en el que lo había citado. La amazona lo había embrujado con su franqueza, su buen humor y su porte decidido, parecía dispuesta a comerse el mundo. Tara tenía treinta y seis años y un caballo al que montaba siempre que podía; trabajaba de free lance para un gran estudio de arquitectos. No le contó nada de su vida privada, sus aficiones ni sus amores, sólo que le gustaba Radiohead y los tíos con los ojos verde agua como los suyos.
El final del sueño había tenido lugar en su casa, en el dormitorio del piso de arriba, donde habían hecho el amor con una confianza que les había durado hasta la mañana siguiente, era como si se conocieran de toda la vida.
– Epkeen -dijo, emergiendo de entre las sábanas-: no es un nombre afrikáner.
– Mi padre era procurador durante el apartheid -explicó él-: cuando cumplí los dieciocho, me puse el apellido de mi madre.
Tara venía de una familia británica liberal que había luchado contra los bóers en la guerra del mismo nombre. Lo agarró de la punta de la nariz:
– Mira tú qué listo…
De listo nada, Epkeen estaba como tonto por ella.
– ¿Tienes hambre? -le preguntó.
– Mmmm…
Su sonrisa de ángulos agudos lo empujó fuera de la cama. Se levantó, preguntándose cómo hacían las mujeres para estar tan guapas al despertarse por las mañanas. Tara le miró el culo mientras se paseaba por la habitación, en busca de la ropa que había dejado tirada por el suelo.
– Oye -le dijo-, pues para ser un caballo en las últimas tampoco estás tan mal…
– En realidad, éste no es mi verdadero cuerpo.
– ¿Ah, no?, pues a mí esta noche me había parecido que…
Brian se fue a la cocina, presa del vértigo tras el cual corría desde la adolescencia. No sabía si la noche anterior había estado a la altura, si lo estaría algún día, si todavía soñaba. Preparó un desayuno copioso y variado que subió humeante a la habitación. Tara estaba en el cuarto de baño. Dejó la pesada bandeja sobre la cama, inundó de té los huevos revueltos y se puso una camiseta. Su perfume flotaba en el dormitorio, una brisita entre las cortinas… Tara no tardó en salir, vestida y tan guapa como el día anterior.
Apenas le echó un vistazo al desayuno.
– Llego tarde -dijo-: me tengo que marchar pitando.
Su sonrisa isósceles parecía forzada de repente.
– ¿Ahora mismo? -preguntó él, meloso.
Tara consultó su reloj:
– Sí, ya lo sé, es una despedida un poco precipitada, pero se me había olvidado por completo que me toca a mí llevar a los niños a casa de la canguro esta mañana.
Despedida.
Canguro.
Tren fantasma.
– Pensaba que no tenías hijos.
– Yo no, pero mi pareja sí.
Tara cogió un frasquito de perfume francés, se echó dos nubecitas discretas y lo guardó visto y no visto en su maletita.
– ¿Huelo bien?
Le tendió el cuello, grácil y blanco; daban ganas de morderlo.
– Divinamente, yegüita -contestó.
Tara soltó una risita que no ocultó su apuro.
– Bueno, me voy.
– Aún es hoy, pero tú ya quieres que sea mañana -dijo él, ocultando mal su amargura.
– Mmm -asintió ella, como si comprendiera-. En cualquier caso, ayer estuvo genial.
Genial.
Brian quiso decirle que la mitad del placer era suya, pero Tara depositó un beso melancólico en sus labios antes de desaparecer como una ciudad bajo las bombas.
Un portazo y nada más.
Se acabaron los galopes y las carreras entre la espuma del mar. Sólo quedó la brisa blanda contra las cortinas, el café humeante sobre las sábanas y la impresión de estar como la cama: completamente deshecho…
Entonces vibró su móvil desde la pila de libros: Epkeen tuvo ganas de mandarlo al otro extremo del Atlántico, pero era Neuman.
– Vente para acá -le dijo.
Epkeen atravesó el seto de periodistas y curiosos aglutinados detrás de los precintos bicolores de la policía. Las olas se precipitaban sobre la playa de Llandudno y volvían a marcharse, cubriendo el horizonte de rocío aterrado… El arte de la caída, su vida podía resumirse en eso.
Neuman lo vio llegar desde lejos, desaliñado y de mal humor.
– Siento haberte despertado -le dijo.
Brian seguía pensando en Tara, en las estrategias fatales, en todo ese amor que se iba al garete… Se inclinó sobre la arena.
La joven estaba tendida a dos metros de allí, con los brazos en cruz, como si acabara de caer del cielo. Un vuelo macabro: Epkeen apartó la mirada del rostro de la chica. No había desayunado, y la huida de Tara le había dejado el estómago revuelto.
– Un tipo que hacia footing la encontró esta mañana -dijo Neuman-. A eso de las siete.
Una chica desfigurada, tumbada de espaldas. Las manos también estaban destrozadas. Epkeen encendió un cigarrillo, sentía el peso de la tristeza sobre los hombros.
– ¿No tienes ninguna chica viva que presentarme? -dijo, para darse algo de aplomo.
Ali no contestó. El viento levantaba la falda de la chica y escupía arena; Tembo se afanaba alrededor del cadáver, visiblemente preocupado. El equipo de la científica peinaba la playa. Una mujer blanca, de no más de treinta años, pelo rubio oxigenado y sucio, un rostro sin boca, sin nariz, sin nada… El cielo se estaba llenando de nubarrones negros. Neuman miraba fijamente el mar revuelto. Una gaviota se acercó a saltitos sobre la arena, a unos pasos de allí, e inclinó el pico hacia el cadáver. Epkeen la ahuyentó con una mirada torva.
– ¿Se sabe quién es? -dijo por fin.
– Kate Montgomery… Vive en una de las casas de ahí arriba, con su padre, Tony.
– ¿El cantante?
– Sí.
Tony Montgomery había conocido su hora de gloria en mitad de la década de los noventa; había sido un símbolo de la reconciliación nacional: por eso habían acudido en masa los periodistas…
– Aún no hemos podido contactar con él -dijo Neuman-, pero Kate trabajaba de estilista en un videoclip. Acabamos de hablar con el equipo de rodaje, que sigue esperándola… Se ha encontrado su coche a dos kilómetros de aquí, un poco más arriba, en la cornisa, pero su bolso no estaba dentro.
Tembo se dirigió hacia ellos, sujetándose el sombrero de fieltro, que amenazaba con salir volando. El también parecía triste y malhumorado. Les comunicó sus primeras impresiones con voz mecánica. Todos los golpes se habían concentrado en la cabeza y en el rostro: con un martillo, una barra de hierro, una porra… No se había encontrado el arma del crimen, pero las similitudes con Nicole Wiese parecían evidentes. El mismo salvajismo en la ejecución del crimen, el mismo tipo de arma. La muerte se situaba hacia las diez de la noche del día anterior. La ausencia de rastros de sangre sobre la arena podía indicar que el cuerpo había sido transportado hasta la playa. Esta vez sí se había producido violación, estaba comprobado.
Epkeen apagó su cigarro en la arena y se guardó la colilla.
– ¿Señales de lucha? -quiso saber Neuman.
– No -contestó el forense-, pero hay cortes en la cintura, son marcas antiguas… Los más recientes tienen varios días, los otros, semanas.
– ¿Señales rectilíneas?
Ali pensaba en las marcas extrañas encontradas en el cuerpo de la primera víctima. Tembo sacudió la cabeza despacio:
– No. Los cortes son poco profundos, lo más probable es que estén hechos con un cúter… Las uñas en cambio sí que han sido cortadas, visiblemente por un cuchillo… Vengan a verlo.
Se arrodillaron junto al cadáver. La punta de los dedos de la chica había sido toscamente mutilada. Tembo señaló la coronilla.
– También le han cortado un mechón de pelo -dijo.
Neuman rezongó. Mechón de pelo, uñas: cualquier sangoma podía conseguir ese tipo de ingredientes de manera más fácil… Vio la blusa rasgada de la chica, donde la sangre se había secado. Los tirantes del sujetador estaban seccionados, y el pecho, lacerado.
– ¿Escarificaciones?
– Más bien parecen letras -dijo Tembo. Levantó la blusa con la ayuda de un lápiz-. O números, grabados sobre la piel a punta de navaja… ¿Ven las tres oes?
La sangre se había coagulado sobre el pecho, pero los cortes, más oscuros, quedaban perfectamente visibles.
– O… lo… lo- descifró Neuman.
– ¿Eso qué lengua es? -reaccionó Epkeen-: ¿xhosa?
– No… zulú.
Os matamos: el grito de guerra de sus antepasados, retomado por la facción más violenta del Inkatha.
Una tormenta tropical se abatió sobre Kloofnek. Epkeen puso en marcha los limpiaparabrisas del Mercedes. Tara, que acababa de estallarle como una pompa entre los dedos; la chica de la playa, asesinada a golpes; los medios de comunicación, tras la pista del asesino, las estupideces que iban a contar; vaya mañana de mierda estaba teniendo. La situación tendía a repetirse últimamente. ¿Era todo consecuencia de la muerte de Dan? De pronto sintió ganas de tomarse unas vacaciones, bien largas, de marcharse lejos de ese país que meaba sangre, del mundo asediado por las finanzas y las élites reaccionarias, corrompidas por el dinero, y morirse de amor por la primera que pasara, emborrachándose en cualquiera de sus palacios ridículos, como en las novelas de Scott Fitzgerald… En lugar de eso, subió por la carretera llena de curvas de Tafelberg que llevaba al teleférico y encontró un hueco para aparcar en batería.
La lluvia martilleaba sobre el asfalto al pie de Table Mountain, cuya cumbre se adivinaba apenas entre la bruma algodonosa. Apagó la radio cuando sonaban a pleno volumen Girls Against Boys, le dio una moneda al chaval del dorsal chillón que indicaba dónde aparcar y corrió a las tiendas de souvenirs donde los turistas empapados esperaban el teleférico.
Se podía trepar hasta la cima por los senderos escarpados, pero la lluvia y los atracos que se habían multiplicado en los últimos meses habían terminado por disuadir hasta a los más temerarios. Los turistas que se amontonaban allí eran en su mayoría gordos y paletos, e iban vestidos como campesinos en una boda; Epkeen lo veía todo negro, pero un trocito de cielo azul asomaba ya bajo el gris antracita. El teleférico se puso por fin en marcha. La cabina pasó rasando por encima de las faldas de la montaña, un kilómetro de desnivel bajo el traqueteo de los aparatos digitales. Empujadas por el viento, las nubes envolvían las cumbres formando una suerte de humo, y poco después llegaron. Epkeen dejó a los turistas extasiados ante las vistas de la ciudad y, sin dignarse contemplar el océano agitado, tomó el sendero que llevaba a Gorge Views.
Tony Montgomery había cantado a la reconciliación nacional, y algunos de sus éxitos habían dado la vuelta al mundo. Loving Together, A New World, Rainbow of Tears, cantados en varias lenguas -como el nuevo himno sudafricano- habían hecho de él una estrella. A Epkeen las letras de sus canciones le parecían empalagosas a más no poder, y la música, mala de cojones, pero sus intenciones loables lo habían hecho popular. Montgomery tenía una hija, Kate, a la que mantenía apartada de la fama.
Kate Montgomery tenía veintidós años. Vivía en Llandudno, en la costa este de la península, y trabajaba de estilista en un videoclip -Motherfucker, un grupo local de death metal-, que se estaba rodando en la cumbre de Table Mountain…
Una landa llana y verde se extendía entre los juncos; Epkeen se cruzó con una ardilla gris y siguió a la bandada de mariposas que lo escoltaba por el sendero. El emplazamiento del rodaje, dos kilómetros más allá de las rocas, estaba delimitado por vallas metálicas; dos cerberos negros con gafas molonas y muecas de hastío, de pie ante las vallas con las manos cruzadas sobre la bragueta, apenas se inmutaron al ver su placa.
Al contrario de lo que se había imaginado, ni la tormenta ni el asesinato de la estilista habían interrumpido el rodaje: una docena de personas se ajetreaba alrededor de las tiendas asoladas y de los decorados barridos por la lluvia y el viento -sobre todo un cebú barroco de papel maché, con cuernos de diablo, que yacía en el suelo, cabeza abajo. El personal sacaba el material de debajo de las lonas, en un ambiente de agitación extrema. Epkeen avanzó, evitando los charcos. Un poco más lejos apareció un grupo de melenudos de aspecto gótico metal, maquillados como Batgirls de tres al cuarto. El primero se quejaba a gritos de que su guitarra estaba empapada y que se iba a electrocutar: los otros se partían de risa.
– ¿Quién es el responsable aquí? -le preguntó Epkeen a la primera con la que se encontró, una chica bajita y gordita vestida con un cortavientos amarillo fosforito.
– ¿El señor Hains? Debe de estar en la productora, pero por algún sitio andará su asistente… Mire, ahí mismo la tiene -dijo, señalando a una rubia cobriza que hablaba con el tramoyista principal.
Ruby.
Ruby con un vestido ceñido y los tacones hundidos en el barro… Se volvió al sentir su presencia; durante un segundo, la estupefacción se leyó en su rostro, pero se repuso y lo fulminó con sus ojos verdes.
– ¿Qué haces aquí?
– ¿Y tú?
– ¡Pues yo trabajar, mira tú por dónde!
Hacía diez meses que no se habían visto. Estaba morena y se había dejado el pelo largo, pero pese a su vestido resultón, su maquillaje y sus zapatitos monos llenos de barro, nada podía cambiar sus aires de chicazo en guerra con el mundo entero.
– Ya tengo bastante con aguantar a cuatro imbéciles que apestan a cerveza -se impacientó Ruby-, ¿qué quieres tú ahora?
– Hablar contigo de Kate Montgomery -dijo Brian-: llevo la investigación.
– Mierda.
– Tú lo has dicho -asintió Epkeen-. Nadie me había avisado de que tú formabas parte de la historia, pero a partir de este momento, te olvidas del hombre de tu vida y contestas al detective, ¿de acuerdo?
El sol, que había vuelto a aparecer, iluminaba su piel de arena.
– ¡¿De acuerdo?! -insistió, llevándosela a un lado.
– ¡Oye, no hace falta que me grites!
– Parece que lo haces aposta… Bueno, cuanto antes empecemos, antes terminaremos.
Ruby estaba de acuerdo.
– En ese caso, exijo que se me trate de usted -declaró.
Epkeen ni siquiera suspiró.
– ¿Es usted la responsable del rodaje?
– Sí.
– ¿Regidora?
– Asistente de producción -precisó ella.
– Es lo mismo, ¿no?
– ¿Está usted aquí para discutir sobre mi trabajo o para investigar?
– ¿Conocía bien a Kate?
– Un poco.
– ¿Ya habían trabajado juntas alguna vez?
– No, ésta era la primera vez.
– La conocía, pues, de manera privada.
– Kate venía de vez en cuando a cenar a casa, entre otros amigos. Nada más.
– ¿Qué clase de amigos?
– A medio camino entre lo opuesto y lo contrario que usted.
– Gente del mundo del espectáculo, me imagino.
– Buena gente -insinuó ella.
– ¿Cuándo terminó el rodaje ayer?
– Hacia las siete… Se estaba poniendo el sol.
– ¿Cuándo vio a Kate por última vez?
– Precisamente a eso de las siete. Bajamos juntas en el teleférico.
– ¿Había quedado Kate con alguien?
Ruby se apartó de la cara los mechones del pelo que el viento de las alturas zarandeaba.
– No tengo ni idea. Kate no me dijo nada. O sí, ahora que me acuerdo -se corrigió-: me dijo que se iba a acostar temprano. Al día siguiente nos esperaba una jornada de trabajo muy dura.
– ¿Su empresa contrató a la estilista?
– Sí. Kate empezó el rodaje ayer, como todos los demás.
Ruby ya no fumaba: mordisqueaba metódicamente una cerilla que había sacado de una caja.
– ¿Tenía alguna relación especial con algún miembro del equipo? -quiso saber Epkeen.
– ¿Quiere decir anal?
– Muy gracioso. Ahora que lo dice, creo recordar que era usted ferviente partidaria de esa clase de relación.
– Es usted un grosero.
– Se le disculpa esta salida de tono, pero será la última. Volviendo a lo que nos ocupa: ¿tenía Kate alguna relación especial con algún miembro del equipo?
– ¡No!
– ¿Consumía drogas?
– ¿Cómo quiere que lo sepa?
– El negocio del espectáculo es un aspirador de coca, no me diga que no lo sabía.
– Yo no trabajo en el negocio del espectáculo -gruñó Ruby.
– Sin embargo vive con el dentista de las estrellas; debe de tener cenas apasionantes con presentadores de televisión, modelos, publicistas…
Ruby pretendía odiar la vulgaridad del dinero y la mayor parte de la gente relacionada con ese mundo.
– ¿Adónde quiere llegar, inspector Gadget?
Los ojos de Ruby tenían un brillo perverso.
– ¿No le pareció que Kate estaba distinta últimamente? -prosiguió Epkeen.
– No.
– ¿Irritable? ¿Impaciente?
– No.
– ¿Le conoce algún amante?
– No especialmente.
– ¿Eso qué quiere decir, que cambiaba a menudo de amante?
– Como todas las chicas de veintidós años que no cometen la estupidez de enamorarse del primero que pasa.
Veintidós años: la edad de Ruby cuando la conoció en el concierto de Nine Inch Nails. En otra vida.
– ¿Tenía Kate preferencias? ¿Un tipo de hombre en particular?
– No lo sé.
– ¿Hombres negros?
– Le he dicho que no tengo ni idea.
– ¿Cena a menudo con gente a la que no conoce?
Ruby arqueó una ceja finamente dibujada con lápiz de maquillaje. No hubo más reacción que ésa.
– ¿Y bien?
– Kate tenía veinte años menos que yo -se impacientó-, y era una chica angustiada muy reservada. ¿Hay que repetirle las cosas diez veces para que las comprenda?
– Dieciocho -contestó-: es la teoría de John Cage.
– ¿Ahora le interesa el arte conceptual?
Intercambiaron una sonrisa cáustica.
– ¿Nadie trató de ver o de ponerse en contacto con Kate ayer? -continuó Epkeen.
– No, que yo sepa.
– ¿Le habló alguna vez de algún ex?
– No.
– ¿De alguna cita?
– No -se impacientó Ruby-. Le repito que teníamos un día muy duro de rodaje. Nos separamos en el aparcamiento, yo me fui a buscar los cabestros al club de hípica y ya no la volví a ver…
Epkeen sintió un escalofrío, pese a que había vuelto a lucir el sol.
– ¿Cabestros?
– Ya sabe, esa especie de correas largas que se les colocan a los caballos al cuello cuando se ponen nerviosos -ironizó ella.
– ¿Qué pasa con ellos?
– Están en el guión del videoclip -explicó la asistente de producción-: «unas furias se abaten sobre los cuatro demonios de la noche, les ponen un cabestro al cuello y los azotan para que tiren de su reina…». ¿No le gusta el imaginario del death metal, teniente?… Y eso que le gusta hacer de caballo, ¿no?
Lo invadió una duda. Enorme.
Tara.
Su encuentro inesperado en la playa. Su noche de amazona.
Brian conocía a su demonio de memoria: la sonrisa de oreja a oreja que lucía Ruby era demasiado bonita para ser honrada. Había contratado a Tara para seducirlo, había contratado los servicios de una profesional para embrujarlo y luego dejarlo tirado, como una mancha de semen en las sábanas…
– ¿No se encuentra bien, teniente?
Ruby seguía sonriendo, con la indiferencia criminal de la gata ante el ratón.
– ¿Qué club de hípica? -preguntó.
– Noordhoek.
Epkeen se recuperó de sus sudores fríos. Noordhoek: nada que ver con la playa de Muizenberg, donde había conocido a la amazona… Joder, se estaba volviendo paranoico del todo con esas historias.
– ¿Qué vehículo tenía Kate cuando se separaron en el aparcamiento? -prosiguió, ya recuperado del susto.
– Un Porsche Coupe.
Habían encontrado el coche en la cornisa, a dos kilómetros de su casa… Plantada en medio de la brisa, Ruby lo miraba con un aire lacónico.
– ¿Es todo lo que puede decirme?
– Me estoy esforzando al máximo -replicó ella.
– Pues no aporta usted gran cosa, señorita.
– Señora -rectificó ella.
– ¿Ah, sí? ¿Desde cuándo?
– ¡No pensaría usted que iba a invitarlo a mi boda! -se burló, disfrutando el momento.
– Le habría llevado unas flores de hierro -dijo Brian, haciéndole ojitos.
– Qué bien conoce la sensibilidad de las mujeres… Y ahora, si tiene alguna pregunta inteligente que hacerme, encuéntrela rápido, porque tengo otros cuatro especímenes de su estilo con los que lidiar, la lluvia nos ha desbaratado el decorado, y vamos con retraso.
– The show must go on.
– ¡¿Cómo que The show must go on?! -repitió ella, sin entenderlo.
– La muerte de Kate no parece haberla conmovido demasiado.
– Por desgracia para mí, ya he pasado el duelo de muchas cosas…
Una perla de ternura se precipitó contra el rompiente.
– Seguramente vuelva a hacerle algunas preguntas más -le dijo Epkeen.
El equipo técnico ya estaba ocupando su lugar. Ruby se encogió de hombros: -Si eso lo divierte…
Una violenta ráfaga de viento los hizo tambalearse. Brian sacudió la cabeza.
– Sigues igual que siempre, ¿eh?
En Sudáfrica ejercían sesenta mil sangomas, de las cuales, varios miles sólo en la provincia del Cabo: sacrificios, emasculaciones, rapto y torturas a niños…, con el pretexto de curaciones milagrosas se cometían regularmente los asesinatos más abominables, promovidos la mayoría de las veces por adeptos ignorantes y bárbaros.
El mechón de cabello y las uñas cortadas daban pie a la hipótesis de que el asesino buscaba elaborar un muti, un remedio, o alguna pócima mágica. Un muti… Para curar ¿qué? Después de las desafortunadas declaraciones de la ministra de Sanidad con respecto al sida, ese tipo de historias desacreditaban a todo el país…
Neuman había rebuscado en el Criminal Record Center (CRC), el órgano de la policía que recopilaba los datos de todos los criminales de los últimos decenios y, en especial, aquéllos relacionados específicamente con crímenes rituales: varios centenares oficialmente, sólo en los diez últimos años. Miles, en realidad: niños mutilados, con los brazos, el sexo, el corazón o los órganos arrancados, a veces en vivo, para que el muti fuera más «eficaz», testículos y vértebras vendidos a precio de oro en el mercado de la superstición, el museo de los horrores estaba en auge, con una multitud de incrédulos anónimos, asesinos por poderes, y las estadísticas en progresión constante. No había encontrado nada.
El equipo de la policía científica había invadido el chalé de Montgomery, pero no había encontrado indicios de allanamiento. El sistema de seguridad funcionaba, y no faltaba nada en la vivienda. Así pues, Kate no había tenido tiempo de pasar por casa después del rodaje, o lo había hecho en compañía de su asesino, lo que no parecía muy probable: alguien los habría visto juntos, empezando por la cámara de vigilancia de la entrada, cuyas cintas no aportaban ninguna prueba. En la cuneta, a dos kilómetros apenas de la casa, habían encontrado su Porsche Coupe. Como en el caso de Nicole, el asesino había elegido un lugar aislado, sin testigos potenciales: la carretera de la cornisa salía de Chapman's Peak y serpenteaba entre la vegetación antes de llegar al pueblecito elegante de Llandudno. A bordo del vehículo sólo se habían encontrado las huellas de la víctima. El asesino la había interceptado en la cornisa. O Kate se había detenido por propia voluntad, sin recelo, como Nicole Wiese. Según la información recogida por Epkeen, la estilista debía llegar a Llandudno hacia las siete y media de la tarde. Su muerte se había producido a las diez: ¿qué había hecho en ese intervalo? ¿La habría drogado el asesino para que no ofreciera resistencia? Dos horas durante las cuales la había secuestrado, para preparar su sacrificio, ololo, «os matamos», sobreentendido: los zulúes…
Zaziwe: «esperanza»…
¿Asociación de ideas, puro azar, coincidencia? Neuman presintió la trampa. Estaba ahí, ante sus narices. Una tentación divina, una llamada, cuyo eco parecía resonar desde siempre. Una trampa en la que caía…
Zina Dukobe había sido miembro activo del Inkatha y recorría desde hacía diez años todo el continente con su grupo de artistas: no figuraba en ninguna organización política desde las elecciones democráticas, pero todos sus músicos estaban, o habían estado, en contacto con el partido zulú. Neuman elaboró una lista con las giras que había realizado el grupo en Sudáfrica, las fechas de residencia, y las comparó con los múltiples crímenes no resueltos ocurridos en esos períodos. Tras comparar los datos de la CID (la policía judicial) y de las diferentes fuerzas de seguridad, constató que se habían perpetrado seis homicidios en Johannesburgo durante una gira del grupo en 2003. Una de las víctimas, Karl Woos, era el director de una cárcel de alta seguridad durante el apartheid: lo habían encontrado muerto en su casa, envenenado con curare, probablemente víctima de una prostituta.
Neuman profundizó en su investigación y no tardó en toparse con otro caso no resuelto: Karl Müller, antiguo comisario de policía en Durban, había sido encontrado en el interior de su vehículo en una carretera secundaria, con una bala en la cabeza. Su revólver había aparecido cerca del cuerpo, sin carta que explicara un posible suicidio (14 de enero de 2005). El grupo había estado allí en esa misma época: habían actuado una semana en las discotecas de la ciudad, antes de volver a marcharse, al día siguiente del asesinato…
Bamako, Yaoundé, Kinshasha, Harare, Luanda, Windhoek: Neuman amplió sus pesquisas a todas las ciudades en las que había actuado el grupo zulú. Los datos eran inexistentes o de acceso restringido. Por fin, encontró la pista de una muerte sospechosa en Maputo, Mozambique: Neil Francis, un oficial de los servicios secretos del apartheid que se dedicaba ahora al comercio de diamantes, fue encontrado al pie de un acantilado con el cráneo destrozado.
Agosto de 2007: el grupo de Zina había pasado diez días en la ciudad…
Neuman reconstruía el puzle de los fragmentos perdidos en lo más hondo de sí mismo cuando recibió el correo electrónico de Tembo. El forense había realizado un análisis complementario sobre De Villiers, el surfista adicto a la nueva droga abatido durante el atraco: según las muestras de sangre almacenadas, De Villiers había contraído el virus del VIH.
El virus se había desarrollado hacía poco tiempo pero, como en el caso de Simón, de manera espectacular: una esperanza de vida inferior a seis meses.
La intuición de Neuman era acertada, lo cual no lo tranquilizó en absoluto. ¿Qué había en esa droga?, ¿muerte? ¿Y qué más?
A fuerza de extenderse, el township había terminado por llegar hasta el mar.
Los niños iban a jugar al fútbol a la playa, para gran alborozo de los turistas en sus minibuses, los cuales, gracias al touroperador y a una visita relámpago al township, se lavaban la conciencia por cuatro perras. No se veía uno solo en las discotecas negras de los barrios populares de Ciudad del Cabo -las únicas en las que se registraba al cliente a la entrada-, ni de hecho al más mínimo blanco, una lástima para la juventud local.
Allí, junto a las dunas que separaban la playa de los asentamientos, había visto Winnie Got a Simón por última vez, con los desarrapados que constituían su banda: muerto Simón, esos chavales eran los últimos testigos del caso… Neuman aparcó el coche al final de la pista y caminó hacia el océano en ebullición. Los gritos de los niños, que el viento arrastraba, se oían desde lejos. Bajo el sol, la arena de la playa era de un blanco cegador. Una jauría con pantalones cortos corría detrás de una pelota de goma espuma medio carcomida. No había tiempo para hacerse pases, todo era una melé general en las cuatro esquinas del campo y clamores espectaculares a cada saque; mientras tanto, los porteros daban saltitos y se balanceaban entre dos jerséis tirados en la arena.
La sombra del zulú pasó sobre el peso pluma que defendía sus porterías invisibles.
– Estoy buscando a dos niños -dijo Neuman, enseñándole la foto de Simón-: chicos de por aquí, que tendrán unos diez o doce años.
El pequeño portero retrocedió un paso.
– Uno de ellos es algo mayor, lleva un pantalón corto verde. Iban con este chico, Simón… Me han dicho que venían a jugar al fútbol con vosotros.
El niño miraba a Neuman como si fuera a lanzársele a la yugular.
– No… no lo sé, señor… Tiene que preguntar a los demás -dijo, señalando el tropel de chavales.
Eran al menos treinta los niños que se peleaban alegremente por el balón bajo el sol.
– ¿De quién es la pelota?
– De Nelson -contestó el peso pluma-. El que tiene la camiseta de los Bafana Bafana…
La selección nacional, que no estaba muy en forma, según decían, pese al mundial, ya a la vuelta de la esquina.
Alrededor de la esfera de goma espuma reinaba la confusión más absoluta: Neuman tuvo que confiscar el objeto codiciado para hacerse oír. Al fin se llevó aparte al tal Nelson, rodeado enseguida por sus jugadores, y les explicó lo que andaba buscando. Los niños se apiñaban a su alrededor como si fuera a repartir caramelos. Al principio todo fueron expresiones de ignorancia, pero la foto avivó los recuerdos. La banda se había dejado ver un tiempo por la playa, hasta habían tratado de jugar con ellos al fútbol, pero aquellos chicos iban de duros, hacían muchas faltas para robar el balón…
– ¿Cuándo vinieron por última vez? -quiso saber Neuman.
– No lo sé, señor… Hará quince días, tres semanas…
Nelson miraba de reojo el balón que el gigante sujetaba bajo el brazo, era suyo y no tenían otro.
– ¿Cuántos niños había con Simón?
– Tres o cuatro…
– ¿Me los puedes describir?
– Recuerdo a uno alto con un pantalón corto verde… Se hacía llamar Teddy… Luego había otro, más bajito, con una camisa militar.
– ¿Una camisa caqui?
– Sí.
– ¿Qué más?
– Bah…
Los chavales armaban jaleo a su espalda, lanzándose pullas en argot.
– ¿No tenían ninguna señal especial? -insistió Neuman-. Un detalle en la cara, tatuajes…
Nelson se concentró.
– El más bajito -dijo por fin-, el de la camisa militar, tenía una cicatriz en el cuello. Aquí -dijo, señalándose el nacimiento delgaducho de los trapecios-. ¡Una cicatriz con pinta de habérsela cosido él mismo!
Los demás se echaron a reír, dándose palmadas en los muslos y empujándose entre ellos más todavía.
– ¿Nada más? -preguntó Neuman.
– ¡Eh, señor! -se rio a su vez Nelson-. ¡Que no soy una cámara Divis!
Los niños ya sólo tenían ojos para el pedazo de goma espuma. Neuman lo arrojó lejos, por encima de sus cabezas. Los chavales se lanzaron tras él al instante, gritando como si cada uno acabara de marcar un gol.
Neuman recorrió los public open spaces, esas zonas de arena invadidas por las malas hierbas en las que se refugiaban los delincuentes. Se cruzó con algún que otro fantasma, gente a la que habían echado de los townships o de los asentamientos, pero no obtuvo ninguna información sobre los niños. El viento que barría la zona lo borraba todo, hasta el recuerdo de los muertos.
Neuman caminó hasta las dunas peladas, ya no veía más que latas vacías de coca-cola, envoltorios de plástico y golletes de botella que servían de pipa para meterse tik o Mandrax. El lugar, desierto, era inquietante, un paisaje lunar en el que ni siquiera erraban los perros, por miedo a que se los comieran… Pero el resto de la banda tenía que estar en alguna parte… Habían huido del asentamiento y de la playa tres semanas antes, y nadie los había vuelto a ver. Simón se había refugiado en el township vecino, donde había crecido, él solo. La banda se había unido así. Habían huido para escapar de los camellos: Neuman se había topado con dos de ellos en el solar. Epkeen había abatido a Joey, pero su compinche no estaba entre los cadáveres encontrados en el sótano: el cojo…
Neuman regresó hacia la pista que bordeaba la tierra de nadie. Su coche esperaba en la grava ardiente, sobre el capó se dibujaban espejismos etílicos; accionó la apertura a distancia.
Un niño salió entonces de una zanja vecina. Un negro bajito de unos doce años, con una camiseta mugrienta y sandalias de suela de neumático. Provocó un pequeño derrumbamiento al trepar la zanja, dio un paso hacia Neuman pero se quedó a cierta distancia de él. Su cabello crespo estaba gris de polvo. Retorcía un trozo de alambre entre las manos sucias y ahuyentó las moscas que se le apiñaban alrededor de los ojos.
– Hola…
Unos ojos enfermos que, al supurar, habían formado costras amarillentas. -Hola.
Cosa rara, el niño no pedía moneda alguna: lo observó desde lejos, junto a la zanja donde esperaba, triturando su trozo de alambre. Neuman tuvo una sensación como de malestar, todavía difusa. El niño le recordaba a los conejos enfermos de mixomatosis, que se quedaban plantados sin moverse, esperando la muerte…
– ¿Vives aquí? -le preguntó Ali.
El niño indicó con un gesto que sí. Su pantalón de chándal estaba hecho jirones a la altura de las pantorrillas, y no llevaba gorra. Neuman sacó la foto de Simón.
– ¿Has visto alguna vez a este chico?
El niño se alejó las moscas de los ojos y dijo que no con la cabeza.
– Forma parte de una banda de chicos de la calle: uno alto con un pantalón corto verde y uno más bajito, con una camisa militar y una cicatriz en el cuello…
– No -dijo-. No lo he visto nunca…
Aún no le había cambiado la voz, pero la mirada que le lanzó ya no era la de un niño.
– Veinte rands, sir… -El pequeño harapiento se llevó la mano al pantalón-. Veinte rands por una pipa, ¿le apetece, sir?
Josephina era una de las «madres» de la Bantu Congregational Church, una congregación de las Iglesias de Sión implantada en el township: despreciando las oraciones sosas de los europeos, los sionistas cantaban juntos, lo más alto posible, sin dejar nunca de bailar.
Neuman se abrió paso a través de la multitud y encontró a su madre delante del estrado, entre otras cantantes transidas de amor. Josephina sacudía su prodigiosa corpulencia, alabando al Señor con un fervor a la medida del predicador que, esa tarde, ofrecía su show: los asistentes contestaban, cantando todos juntos, extáticos… Ali se quedó un momento observando a su madre que, con la frente empapada en sudor, sonreía al vacío. Parecía feliz… Una bocanada de ternura le encogió el corazón. Se acordaba del 27 de abril, el día de las primeras elecciones democráticas, cuando fueron juntos a la oficina de voto de Khayelitsha… Recordó la fila de gente vestida como para una boda, negros y mestizos que hacían cola preguntando a los que volvían de la cabina si no habían tenido problemas; existía el temor de equivocarse de candidato (eran diez en la lista), de no poner la cruz en la casilla adecuada, o de que se saliera de la casilla, lo que anularía el voto, se veía con recelo lo de la tinta en los dedos [38], porque se podían dejar huellas dactilares en la papeleta de voto, que, según se decía, lo podían traicionar a uno: si se votaba al ANC, ¡¿quién le aseguraba a uno que las autoridades no lo metería preso?! Ali volvía a ver a Josephina entrar en la cabina electoral con su lista de candidatos, temblando, y el grito de horror que soltó: la pobre se había equivocado, había puesto una cruz en la casilla de Makwethu, el primero en la lista, cuyo cabello gris recordaba al de Madiba [39]. Calmaron sus gritos de desesperación entregándole otra papeleta, y Josephina se aplicó para rellenarla como convenía, sin salirse de la casilla, pero repasó tantas veces la cruz que agujereó el papel… Ali recordaba rostros, manos que apretaban documentos de identidad, con los dedos exangües, gente que votaba llorando, los que parecían ebrios al salir de la cabina, y la fiesta indescriptible que siguió al resultado de las elecciones, hasta las abuelas se echaron a la calle con sus mantas para unirse a los bailes y al concierto de bocinas…
La muy cabezota de Josephina tenía razón. Simón había muerto con las ratas abrazado a la fotografía de su madre: su destino era parte del de ellos, esa parte de África por la que su padre y él habían luchado.
Esperó hasta el final de la homilía para llevársela fuera.
Gente endomingada los saludó con un respeto algo cómico mientras salían cogidos del brazo de la iglesia de Gxalaba Street.
– He oído las noticias en la radio -le dijo Josephina en tono confidencial-: sobre el nuevo asesinato, y eso de las marcas que tenía el cadáver… ¿Es verdad lo que dicen de ese zulú?
– Sí, como lo de la muerte de Kennedy.
– ¡Ji, ji!
Ali gruñó; la información se había filtrado a los medios: ¿cómo se habían enterado?
Colgada de su brazo como una corchea, Josephina se sacudió el vuelo de su largo vestido blanco para darse un poco de aire. Hablaron de Simón, y la calle de pronto se les antojó mucho menos alegre. Ali le explicó las circunstancias de su muerte, el sida, la droga que lo había intoxicado, el resto de su banda, desaparecida sin dejar rastro, a la que había que encontrar: la madre escuchaba a su hijo, asintiendo con la cabeza, pero pensaba en otra cosa…
– Sí -no tardó en decir-: Simón debía de sentirse muy débil para atacar a alguien como yo… Sabe que me ocupo de los más desfavorecidos: era también una llamada de socorro.
– Pues vaya una manera rara de pedir ayuda.
– Iba a morir, Ali…
Dos gruesas arrugas surcaban su frente.
– Hará unos quince días vieron a los chavales que iban con él en las inmediaciones del asentamiento -dijo Ali-: lo más probable es que sean inmigrantes. El más alto, Teddy, lleva un pantalón corto verde; el otro, una camisa caqui, y tiene una cicatriz muy fea en el cuello. Se han volatilizado, y yo creo que se están escondiendo en algún lugar del township: quizá los haya visto alguna de tus amigas.
La congregación se ocupaba de los enfermos de sida, a los que sus parientes ocultaban por miedo a los rumores y a que castigaran a las familias con alguna maldición, y luego los dejaban pudrirse en su escondite. Las ramificaciones de las mujeres voluntarias podían llegar hasta todos los Cape Flats; las lenguas podían soltarse mejor que con la policía.
– Lo comentaré a mi alrededor -aseguró Josephina-. Sí, me voy a ocupar de este asunto desde ahora mismo…
– Lo que te pido es que se lo digas a tus amigas -la frenó Ali-, no que te pongas a recorrer el township de punta a punta. ¿Te has enterado bien?
– ¡Anda, ni que estuviera enferma! -se ofuscó Josephina.
– Pues sí, mamá, estás enferma. Y vieja.
– ¡Ji, ji!
– Hablo en serio. Simón consumía droga, y esos chavales también. Sin duda estarán enfermos, pero que nadie se acerque a ellos, ¿entendido? Sólo quiero localizarlos.
Josephina sonrió, acariciándole la cara, como hacía cuando era niño, para calmarlo.
– No te preocupes por tu anciana madre, ¡estoy perfectamente! -dijo, pasándole las manos agrietadas por todo el rostro-. Tú, en cambio, deberías dormir más: tienes fiebre, y sólo se ven ojeras debajo de esos ojos tan bonitos que tienes…
– Te recuerdo que eres medio ciega.
– ¡No se engaña a una madre tan fácilmente!
La gruesa anciana se izó de puntillas sobre sus zapatitos dorados para besar a su rey zulú.
Ali se marchó al anochecer, con el corazón en el fondo de un pozo.
Las cortinas de los cuartos oscuros estaban corridas. En la habitación exigua flotaba un olor a incienso algo empalagoso. La luz se reducía a un pequeño foco rojo. Estaba tumbado sobre la camilla acolchada, con los brazos doblados; brazos duros como una piedra, que la joven masajeaba con ayuda de ungüentos perfumados.
– Relájese -le dijo.
Por mucho que la masajista cubriera con aceite su hermoso cuerpo y redujera las tempestades atrapadas bajo su piel, el hombre seguía contestando con bloques de energía negativa que ella encajaba sin decir nada, al menos había cerrado por fin los ojos… Le masajeó los músculos de los hombros, dibujó círculos expertos, bajó por los riñones hasta las nalgas, volvió a subir despacio, apartando las partes carnosas, que no tardó en reblandecer con largas caricias lubricadas. La chica cesó por fin su prestación erótica, contempló su obra y, molida, desapareció detrás de las cortinas.
Apenas oyó los pasos que se acercaban a la camilla, pasos ligeros… una chica que no llegaría a los cincuenta kilos: ¿lo había visto ya allí alguna vez?
Depositó sus objetos metálicos sobre la mesita y se acomodó sobre él.
– ¿Se encuentra bien?
No.
– Sí.
– Bien…
La chica eligió entre sus utensilios. Las imágenes seguían desfilando bajo sus párpados cerrados, imágenes de muerte, de fuego, de golpes que llovían sobre él, desmembrado, pero de nuevo esa noche las lágrimas rodaban por donde no debían: dentro de sí mismo.
No dormiría. O quizá sí. O más tarde. O nunca. Con Maia se habían ido sus últimas ilusiones. Ya no las quería… Ya sólo quería a Zina. Lo había embrujado: sus ojos de noche estrellada, su gracia de animal libre, la pólvora y las brasas bajo sus pasos, todo le gustaba, más que eso… Se ahogaba en su armadura. Su piel no valía nada. Se sentía como un animal en un zoo: daba vueltas en su jaula, como las ratas de Tembo…
La chica había cogido un objeto de la mesita, que manejaba con una habilidad casi clínica; al final del insomnio, se dejó penetrar.
Madera cara, hormigón tintado, ventanales de aluminio, paredes de cristal, las casas construidas en la colina frondosa de Llandudno eran todas obra de arquitectos destacados. Tony Montgomery había vuelto de Osaka vía Tokio y Dubai. El cantante había anulado la gira de galas que, después de Asia, debía llevarlo a Europa y Estados Unidos, cortando en seco la campaña de promoción de su último álbum (A Love Forever, la discográfica no se había estrujado mucho la cabeza).
Montgomery era el tipo de cincuentón que preconizaban las revistas masculinas, llevaba una vida de VIP recorriendo la aldea global, y tenía unas manos bonitas y cuidadas, unas manos que, esa mañana, no sabían estarse quietas. Stevens, su guardaespaldas y chófer, lo había avisado de la visita de un oficial de policía, un tipo alto y despeinado al que el cantante apenas prestó atención. Epkeen lo encontró junto a su piscina, envuelto en un quimono de seda que le llegaba hasta los muslos bronceados, presa de la confusión más absoluta. Montgomery acababa de llegar de la morgue, donde había identificado a su hija, y un torpor macabro mantenía su vista fija en el océano, desde la terraza de su villa. El hecho de no haber visto a Kate desde hacía cuatro meses terminaba de aniquilarlo. Tony Montgomery apenas pisaba Sudáfrica, ya que sus giras mundiales se sucedían unas a otras; tanto es así que no tenían, por decirlo de alguna manera, ningún amigo o conocido en común…
Epkeen metió la mano en el agua de la piscina para refrescarse un poco y la mitad fue a parar a su libreta. Había interrogado a los allegados de Kate: su tía, una excéntrica vestida de Prada que estaba como en otro mundo, Sylvia, una antigua amiga drogadicta, el equipo de rodaje, que no sabía nada, vecinos que no habían visto nada, otra gente a la que la muerte de Kate traía sin cuidado…
– ¿Cómo es que la madre de Kate no ha dado señales de vida? -quiso saber.
– Nunca se ha interesado por su hija…
– ¿Hasta ese punto?
– Helen vive en Londres desde hace años -explicó Montgomery-. Nos separamos nada más nacer Kate.
– ¿Y la custodia se la dieron a usted?
– Sí.
– ¿Pese a todas sus giras? -fingió extrañarse Epkeen.
– Por aquel entonces yo no era famoso.
– ¿Quiere decir que Kate fue abandonada por su madre?
– De alguna manera, sí.
El afrikáner asintió: eso explicaba bastantes cosas…
– ¿Sabe si su hija se drogaba?
– Bah… Me imagino que Kate tomaría de vez en cuando algo de cocaína para divertirse, como todos los jóvenes de su entorno… Por desgracia no puedo informarle mucho al respecto.
– ¿De qué solían hablar Kate y usted?
– Sobre todo de su trabajo… El estilismo marchaba bien.
Habría dicho lo mismo del mercado del plátano.
– ¿Le presentaba usted gente?
– No. Kate sabía apañárselas sola.
– ¿Tenía usted amigas o amantes con las que su hija pudiera haber tenido una relación más estrecha?
– Es de notoriedad pública que soy homosexual.
– Pues sí que tiene usted suerte… ¿Entonces no conoce a nadie que pueda darme información sobre su hija?
– Desgraciadamente, no.
– ¿Y le hablaba a usted de sus novios, sus ligues?
– Kate sentía pudor conmigo -contestó su padre-. Me parece que los chicos no le interesaban mucho…
Epkeen encendió un cigarrillo.
– Pensamos que su hija ha sido víctima de un asesino en serie -dijo-, un zulú que posiblemente pertenezca a alguna banda organizada del township. Debajo de todo eso hay una historia de tráfico de drogas. Alguna persona ha debido de servir de intermediario, o de cómplice…
– Mi hija no es una delincuente -afirmó Montgomery-, si es eso lo que insinúa.
– Eso mismo decía Stewart Wiese de su hija… ¿Lo conoce?
– ¿A Stewart Wiese? Sí, coincidí con él una vez, hace años, después de la victoria en el campeonato del mundo…
Las dos chicas no se conocían, Epkeen ya lo había comprobado.
– ¿No hay ninguna razón para que alguien tenga algo contra usted o contra Wiese?
– ¿Quitando el hecho de que seamos famosos?
– Quiero su opinión, no la de la prensa sensacionalista.
– No… -Montgomery sacudió su cabello, peinado de peluquería-. Alguien puede ir detrás de mi dinero, pero no de Kate. Kate es inocente. Era una chica normal y corriente por completo.
– Su hija estuvo ingresada en una clínica -comentó Epkeen-: tres meses, según consta en los ficheros de la institución. Una primera vez cuando tenía dieciséis años, y otra a los dieciocho.
Montgomery recuperó el color.
– Eso pertenece al pasado -contestó.
– ¿Una cura de desintoxicación?
– No, una cura de reposo.
– ¿Tan cansado está uno a los dieciséis años?
– Las crisis de adolescencia, ¿no sabe nada de eso? De todas maneras, eso fue hace mucho tiempo -se irritó-. Y no veo qué relación puede tener con el asesinato de mi hija.
El cantante no estaba acostumbrado a que le hablaran con ese tono. Estaba rodeado de gente que se pasaba el día recordándole lo fantástico que era.
– Deje de tomarme por tonto, Montgomery -dijo Epkeen-. Su hija hizo dos curas en una clínica especializada y, a esa edad, no hay muchas opciones: o se drogaba, o quiso poner fin a su vida. O ambas cosas a la vez. Kate no se sentía muy bien, siento mucho que se entere por mí: se han hallado decenas de cortes en su cuerpo, heridas que se hacía ella misma regularmente. Cutting, en la jerga médica: un intento de volver a la realidad para evitar el derrumbamiento psíquico total… -Epkeen le escupió el humo de su cigarrillo en la cara-. Hable o lo ahogo en su piscina de oro.
– ¿Algún problema, señor Montgomery? -inquirió Stevens.
– No, no…
El gluglú de la piscina cubrió el suspiro de la estrella.
– La madre de Kate era una actriz de talento pero algo… especial. Creía que había entendido que formar una familia no iba conmigo, pero se quedó embarazada y quiso tener al bebé convencida de que así me conservaría a su lado… Como mi carrera empezaba a despegar, Helen regresó a Inglaterra, dejándome a la niña… Era su venganza… Ya adolescente, Kate quiso volver a encontrarse con su madre pero la cosa no salió bien.
– Entonces empezó a drogarse -lo ayudó Epkeen-. Quizá ahora tuviera una recaída.
– No lo sé…
– La internó tras un intento de suicidio, ¿es eso?
– Ocurrió una vez -contestó Montgomery-, no quería que volviera a ocurrir.
– ¿Por qué ocultarlo?
– ¿El qué?
– Que su hija es una ex toxicómana depresiva.
– Con la cura de reposo y el seguimiento psicológico, Kate salió del hoyo -dijo-: ¡no veo que sea necesario hacer publicidad sobre el tema!
– Trato de saber qué tipo de presa era su hija -replicó Epkeen-. Alguien la atrajo a una trampa. Kate era vulnerable, y la droga parece la pista más evidente.
Montgomery toqueteaba nervioso su anillo de diamantes.
– Mire, teniente -dijo por fin-, aunque no he estado muy presente en la vida de mi hija, sí sé un par de cosas sobre ella:
Kate tuvo una infancia y una adolescencia difíciles, intenté pagarle los mejores colegios. Su vida no fue siempre un camino de rosas, pero Kate peleó, y se reconstruyó ella sólita. La droga ya no le interesaba. Quería vivir su vida, nada más. Quería vivir, ¿lo entiende?
– Sí, a golpe de cúter.
Brian no creía mucho en el azar, más bien en la conjunción de trayectorias. Volvía a la central tras su entrevista con Montgomery cuando, saliendo de su despacho como un obús, Janet Helms fue a parar literalmente a sus brazos.
– ¡¿Ha recibido mi mensaje?!
Epkeen retrocedió para hacer balance de la situación:
– No.
– He identificado un vehículo que podría corresponder a lo que busca -anunció la agente de información-: un 4x4 de marca Pinzgauer Steyr Puch, modelo 712K, filmado por la cámara de vigilancia de una gasolinera la noche del drama.
La muerte de Fletcher. Los ojos redondos de Janet estaban rojos de dormir poco y mal, pero la tristeza había dejado paso a una suerte de excitación. La siguió hasta el despacho vecino.
– La gasolinera en cuestión se encuentra en Baden Powell, la carretera que bordea False Bay hasta Pelikan Park -explicó, tecleando en su ordenador-. A las tres y doce de la madrugada… No se distingue la cara del conductor detrás de las lunas tintadas, y la matrícula resulta ilegible.
Epkeen se inclinó hacia las franjas grises de la pantalla. La carrocería era oscura. No se distinguían más que las manos del conductor, un blanco, o un mestizo…
– He investigado un poco -prosiguió Janet-: últimamente no se ha denunciado el robo de ningún Pinzgauer de ese modelo. He encontrado un 4x4 robado en la provincia del Natal hace dos meses, y otro en Johannesburgo a finales de año, pero ambos fueron quemados después de utilizarse en atracos a furgones de dinero. Así que he elaborado una lista de todos los Pinzgauer que están en circulación…
Badén Powell estaba apenas a dos kilómetros de la casa, y se podía llegar desde la pista.
– ¿En qué dirección iba el 4x4 cuando fue filmado? -preguntó Epkeen.
– Hacia el oeste. Es decir hacia Ciudad del Cabo.
O lo que es lo mismo, el camino opuesto al de los townships.
– ¿Alguno de los propietarios es de origen zulú?
– No, ya lo he comprobado. En lo que al color se refiere -prosiguió-, sólo tres vehículos coinciden con la descripción. He llamado a las agencias de alquiler, pero ninguna alquiló ese modelo el día del asesinato de Dan. En cuanto a las compañías privadas, sólo hay tres que lo utilicen: una agencia de turismo especializada en safaris, pero el vehículo no estuvo disponible durante toda la semana en cuestión. Queda un viñedo en el valle cerca de Franschoek, con el que no consigo ponerme en contacto, y ATD, una empresa de seguridad y policía privada. Quizá valga la pena ir a echar un vistazo…
Epkeen asintió. Janet Helms olía a lila.
Neuman no sabía quién le había filtrado la información a los medios de comunicación (según el forense, la mitad del equipo vendería hasta a su madre al primero que pasara, y la otra mitad al que pusiera un cero más en el cheque), pero, en plena campaña anticrimen, las revelaciones acerca del asesinato de Kate tuvieron un efecto desastroso. El salvajismo en la ejecución, la violación, el mechón de cabello y las uñas fetiche, la reivindicación tribal grabada en letras de sangre sobre el cuerpo de una joven blanca: el mito del «zulú» se cultivaba ya en todas las redacciones.
Primera etnia del subcontinente africano, los zulúes habían traumatizado a toda una época al aniquilar a un regimiento inglés [40] -antes de que éstos los aniquilaran a ellos-. Encargados de desbrozar los territorios hostiles, los pioneros bóers habían combatido a los zulúes con la misma saña, antes de hacinarlos en los bantustán del apartheid.
Ololo, «os matamos», se interpretaba como una advertencia y una amenaza contra la población blanca, la reminiscencia de una forma de etnocidio surgida de la mente enferma del asesino.
Los asesinatos reavivaban un pasado turbio, voluntariamente ocultado en nombre de la reconciliación nacional. La caída del Muro, el carácter ineluctable de la globalización y la personalidad tan especial de Mandela habían vencido al apartheid y a las guerras intestinas -todo el mundo recordaba la llegada al poder del líder del ANC, cuando el xhosa había levantado los brazos de sus peores adversarios, De Klerk, el afrikáner, y Buthelezi, el zulú, en señal de victoria. Nicole Wiese y Kate Montgomery eran las hijas de dos símbolos nacionales, el campeón del mundo del primer equipo multirracial y la voz de la nación arco iris: atacar esos dos símbolos era sencillamente inaceptable. En las redacciones más conservadoras, se leía entre líneas la mancha histórica de la violación de una blanca por un negro, esa vieja idea de promiscuidad en la que se mezclaban biología y política. Y para empeorar aún más las cosas, a todo ello venían a añadirse las sospechas de violación y de corrupción que pesaban sobre Zuma, el líder más populista del ANC…
Neuman salía de una entrevista difícil con el jefe de la policía cuando recibió el informe detallado de Tembo: el arma que había matado a Kate Montgomery era el mango de una azada, un bastón o una suerte de maza (la víctima tenía astillas de madera incrustadas en el cráneo). No se habían encontrado restos de esperma, pero sí de la droga que circulaba últimamente, que había dejado a la joven en un profundo estado de estupor. Había sido atada y amordazada con cinta adhesiva. El crimen era similar al de Nicole Wiese, salvo por la extraña mezcla que Kate tenía pegada en el pelo: un mejunje de hierbas.
No se trataba de una pócima de iboga, como había creído el forense en un primer momento, sino de una mezcla elaborada con dos plantas y una raíz, la uphindamshaye, la uphind'umuva y la mazwende. Mezcladas en forma de polvo, constituían la base del intelezi, un ritual zulú previo al combate.
El intelezi podía insertarse bajo la piel en forma de polvo, o se podía dejar macerar en la boca antes de escupírselo al enemigo en la cara. Era lo que le había ocurrido a Kate…
En la mirada de Neuman brilló una chispa malévola: al escupir sobre su víctima, ese loco les había desvelado su ADN.
La sala eléctrica, los altavoces rugiendo en el escenario lleno de humo, el acople de los micrófonos, que sonaba como el grito de una sirena, imágenes de matanzas proyectadas sobre placas de metal, Soweto 76, las revueltas del 85, las del 86, rostros de ahorcados, de torturados, Zina en trance bajo el redoble de los tambores, su gran cuerpo humeante y sus ojos de loca que lo perseguían todas las noches…
– Tenga cuidado -le dijo al verlo ante la puerta de su camerino, o le pasará como a la pobre Nicole…
El 366 era el local de Long Street donde el grupo actuaba aquella noche. Zina sabía que Ali volvería. Todos volvían.
– Ya no se trata de Nicole sino de Kate -le dijo él-: Kate Montgomery… ¿Está al corriente?
Zina suspiró, exasperada, abrió la puerta de su camerino y la cerró tras él.
– ¿Por qué viene a hablarme de esa chica?
La bailarina cogió una toalla que había sobre el tocador y se secó los brazos empapados en sudor. Neuman extrajo un papel doblado de su bolsillo.
– Me gustaría que le echara un vistazo a esto -le dijo.
– ¿Qué es, una declaración de amor?
– No. El resumen del informe de la autopsia.
– No ha cambiado, sigue siendo un experto en cómo hablar con las mujeres.
– Uno no se encuentra todos los días con alguien como usted.
– ¿Cómo debo tomarme eso?
– Depende mucho de usted -dijo, tendiéndole la hoja de papel.
La bailarina la leyó con aire desenvuelto.
– Uñas cortadas, mechones de pelo -comentó-, es el kit básico para un remedio de charlatán. Un muti que querrá elaborar… ¡Vaya!, veo que también hay plantas raras, uphindamshaye, uphind'umuva, mazwende… ¿Es que no tienen botánicos en la policía?
– Lo que no tenemos sobre todo son culpables.
– Pues no faltan en Sudáfrica.
– Es usted una inyanga, ¿verdad?: una herbolaria…
– Y yo que creía que usted pensaba que lo mío era elaborar pócimas para jovencitas frívolas.
– Me equivocaba con respecto a usted.
– Yo también, si eso lo tranquiliza.
No.
– ¿Esas plantas raras forman la base de un intelezi?… -preguntó.
– ¿Por qué hace preguntas cuyas respuestas ya conoce?
– Es mi trabajo, mire usted por dónde. ¿Y bien?
– Sí -confirmó Zina-: un ritual zulú previo al combate.
– ¿Puede decirme algo más?
La bailarina buscó en sus ojos, pero en ellos ya no se reflejaba nada.
– La composición del intelezi varía en función de si lo que se busca es debilitar al adversario o reforzar el arma del guerrero -dijo-. Vista la composición de éste, yo diría que se ha empleado para reducir la fuerza del adversario.
– Matar salvajemente a unas chicas a golpe de maza, yo a eso no lo llamaría combate.
– Quizá no sea con chicas con quien busca medirse -observó ella.
– ¿Con quién entonces, con la policía?
– Con usted, con el gobierno, con los blancos que llevan las riendas. Si su hombre se cree un guerrero zulú, se siente capaz de desafiar al mundo entero.
Neuman no sabía si era la droga lo que le daba al asesino esa sensación de ser invencible, si tenía intención de llevarle el muti a alguna de las sangomas del township, si atacaba a esas chicas por racismo, por cobardía o por locura pura y dura: su mirada se perdía en los dibujos naranja de la moqueta.
– ¿De qué tiene miedo? -le preguntó ella a bocajarro.
Neuman levantó la cabeza.
– En cualquier caso, no de él.
– Le tiemblan las manos -observó ella.
– Puede ser. ¿Quiere saber por qué?
– Sí.
Aunque estaba inmóvil, las piernas de Neuman no lo sostenían.
– Tengo una lista de los crímenes cometidos en las ciudades en las que estuvieron de gira -soltó de golpe-, usted y su grupo: hay al menos tres asesinatos no resueltos, todos de ex altos funcionarios que ejercieron su cargo durante el régimen del apartheid.
La bailarina se ajustó la toalla al cuello. No esperaba oír eso. Sus ojos le habían mentido. No la quería. Le tendía trampas. Desde el principio, la estaba acorralando, como el cazador a su presa.
– ¿Envenenó a Karl Woos con uno de sus filtros de amor? -le preguntó.
– No soy una mantis religiosa.
– Woos, Müller y Francis no testificaron en la Comisión Ver dad y Reconciliación -dijo-: ¿los liquidó por la impunidad de la que disfrutaron? ¿Sigue usted ajustando cuentas con el pasado?
Zina retomó su postura de ex militante.
– Le habla a un fantasma, señor Neuman.
– ¿Ha matado usted en nombre del Inkatha?
– No.
– ¿Podría matar en nombre del Inkatha?
– Soy zulú.
– Yo también: nunca he matado por ello.
– Lo habría hecho por el ANC -dijo ella entre dientes-. Lo habría hecho por vengar a su padre.
Sabía lo de su padre.
– Sigue militando en el Inkatha -dijo Neuman bajito-. Al menos extraoficialmente…
– No. Lo que hago es bailar.
– Eso es simple miel para atraer a las abejas.
– Odio la miel.
– Otra vez miente.
– Y usted delira: le guste o no, lo que hago es bailar.
– Sí, bailar… -Neuman dio un paso hacia el tocador, donde la había arrinconado-. ¿Su próximo objetivo está aquí, en Ciudad del Cabo? ¿Ya ha establecido contacto con él?
– Está usted delirando -repitió ella.
– ¿Ah, sí?
Un breve silencio saturó el aire del camerino. Zina le cogió las manos, que ardían por la fiebre y, con decisión, posó los labios sobre los suyos. Neuman no se movió cuando la mujer le introdujo la lengua en la boca: él era su objetivo…
Zina lo estaba besando, con los ojos muy abiertos, cuando la melodía de su móvil sonó en su bolsillo.
Era Janet Helms.
– He encontrado el ADN del sospechoso en nuestros ficheros -dijo.
Sam Gulethu, nacido el 10/12/1966 en el bantustán de KwaZulu. Su madre, sin profesión, fallece en 1981, y su padre, dos años antes, en las minas. Deja su aldea natal cuando es aún un adolescente antes de vagar sin rumbo en busca de un pass para trabajar en la ciudad. Acusado de asesinar a una adolescente en 1984, cumple una primera pena de seis años en la cárcel de Durban. Entra en las filas de los vigilantes del Inkatha en 1986, en la época del estado de emergencia [41], hasta el final del régimen segregacionista. Sospechoso de varios asesinatos de opositores durante el período de agitación que precedió a las elecciones democráticas, Gulethu es amnistiado en 1994. Se vuelve a encontrar su rastro en 1997, cuando es condenado a seis meses de prisión por tráfico de estupefacientes, y después a dos años por robos con violencia, penas que cumple en la cárcel de Durban. Se traslada a la provincia del Cabo, donde pasa a formar parte de distintas bandas del township de Marenberg. Tráfico de marihuana, atracos en autobuses y trenes. Es condenado de nuevo en 2002, esta vez a seis años de prisión por agresión, secuestro y torturas, pena que cumple en la cárcel de Poulsmoor. Sale en libertad el 14/09/2006. No acude a ninguna de las citas concertadas con los servicios sociales de Marenberg, ciudad en la que se suponía que debía elegir domicilio. No se le conocen actividades de sangoma. Probablemente habrá vuelto a integrarse en alguna de las bandas del township. Signos característicos: marcas de viruela en el rostro, ausencia de un incisivo en la mandíbula inferior, araña tatuada en el antebrazo derecho…
Neuman miraba fijamente la pantalla del ordenador de Janet Helms, a cuyo despacho en la comisaría central había acudido de inmediato. Marenberg: el township donde vivía Maia, el tatuaje, Poulsmoor… los datos se solapaban. Pese a algunas zonas oscuras, la pista de Gulethu parecía la buena. Los vigilantes que habían mantenido el orden en los bantustán a golpe de porra se habían quedado en su mayoría en los townships: mal vistos, sin trabajo, acababan cayendo en las redes de las bandas armadas y las mafias que se habían implantado allí. Gulethu había podido formar una nueva banda tras salir de prisión, con todo el que hubiera pillado en la calle -antiguos miembros de milicias, niños soldado, putas, yonquis…-; Gulethu y Sonny Ramphele habían estado internados en la misma cárcel de Poulsmoor, el zulú debía de estar al corriente del tráfico de drogas en la costa; había montado un negocio con el hermano de Sonny para dar salida a su mercancía entre la clientela blanca, más lucrativa que los muertos de hambre del township. Stan le habría comentado algo en algún momento sobre su tatuaje y sobre su fobia a las arañas… El joven xhosa habría podido servirle de gancho para atraer a Nicole Wiese, a cambio de dinero, sin saber éste que la iba a matar. Una vez que Stan se había «suicidado», ¿quién había entregado a Kate Montgomery al zulú?
Neuman no podía apartar los ojos de la foto antropométrica que aparecía en la pantalla. Gulethu no era feo: era espantoso.
Hout Bay era el puerto pesquero más importante de la península. Los primeros barcos volvían de alta mar, con una nube de gaviotas detrás. Epkeen saludó a la colonia de leones marinos que vivía en la bahía, pasó por delante del pintoresco Mariner's Wharf y de las marisquerías que bordeaban la playa y aparcó el Mercedes delante de los puestos del mercado.
Mujeres muy engalanadas colocaban sus juguetes de madera antes de la llegada de los turistas. La agencia ATD estaba un poco más lejos, al final de los muelles. Una de las agencias de seguridad más importantes del país. Nombre del responsable de Hout Bay: Frank Debeer.
Epkeen dejó atrás los almacenes de refrigeración donde obreros negros esperaban el botín del día, y se dirigió a la agencia, un edificio con columnas aislado de la actividad del puerto. No había nadie en la entrada, tan sólo un Ford con los colores de la empresa asándose en el patio. Fue hasta el hangar vecino y empujó la pesada puerta corredera: otro Ford abigarrado acechaba en la penumbra, ocultando apenas las líneas oscuras de un 4x4 Pinzgauer.
Había un nido de golondrinas bajo las viguetas metálicas. Epkeen se acercó al vehículo y comprobó la puerta: cerrada. Se inclinó sobre las lunas tintadas: era imposible ver el interior del habitáculo. La carrocería estaba como nueva, sin rastro de pintura fresca… Estaba inspeccionando las escasas marcas de tierra en los neumáticos cuando resonó una voz a su espalda:
– ¿Busca algo?
Un blanco gordo con un pantalón de faena azul se acercaba desde el patio: Debeer, un afrikáner de mediana edad con gafas de sol de cristales de espejo y una enorme barriga cervecera. Epkeen enseñó su placa a las golondrinas.
– ¿Es usted Debeer?
– Sí, ¿por qué?
– ¿Es suyo este juguete? -preguntó, señalando el coche.
El tipo se colocó los pulgares bajo la tripa, en las trabillas del cinturón.
– Es de la agencia. ¿Por qué?
– ¿Lo utilizan a menudo?
– Para las patrullas. Le he preguntado que por qué lo quiere saber.
– Aquí las preguntas las hago yo, y no me hable con ese tono: ¿qué patrullas son ésas?
La mirada que intercambiaron era como una pax americana en ese principio de milenio.
– Nuestro trabajo -rezongó Debeer-. Somos una agencia de seguridad, no de información.
– Supuestamente, la policía privada debe colaborar con la SAP -replicó Epkeen-, no ponerle la zancadilla. Estoy investigando un homicidio: usted es el jefe, así que va a contestar a mis preguntas o le prendo fuego a su agencia. ¿En qué consisten sus patrullas?
El afrikáner metió tripa en un gesto de impaciencia.
– Nuestras patrullas cubren toda la península -dijo-. Depende de las llamadas que recibamos. Aquí abundan los robos.
– ¿Patrullan de noche?
– Las veinticuatro horas -replicó Debeer-: lo pone en todos nuestros rótulos y carteles.
Las golondrinas se pusieron a piar bajo las viguetas del hangar.
– ¿Quién utilizó este vehículo el jueves de la semana pasada? -preguntó Epkeen.
– Nadie.
– ¿Cómo puede saberlo sin consultar sus registros?
– Porque quien lo utiliza soy yo -contestó.
– Este vehículo fue filmado en Badén Powell a las dos de la madrugada -anunció Epkeen- del jueves pasado.
Se estaba tirando un farol.
Debeer hizo una mueca que se perdió en su papada.
– Puede ser… Yo tenía el turno de noche la semana pasada.
– Pensaba que me había dicho que nadie había utilizado el Pinzgauer.
– Nadie aparte de mí.
El tipo jugaba a hacerse el tonto.
– ¿Recibió una llamada por alguna urgencia? -quiso saber Epkeen.
– No esperamos a que desvalijen a la gente para patrullar-replicó el responsable.
– Así que patrulló esa noche por Badén Powell.
– Si usted lo dice.
Debeer echó los testículos hacia delante, en un gesto provocador: era un chulo prepotente. Epkeen se cruzó con su propio reflejo en las gafas del gordo: no era muy brillante que digamos.
– ¿Patrulla usted solo?
– No necesito a nadie para hacer mi trabajo -aseguró el grueso afrikáner.
– ¿No trabajan por parejas?
– Pasamos más tiempo dando parte de los robos con allanamiento cuando ya se han producido: a veces, basta ir uno solo.
Menos mano de obra igual a más beneficios, aunque el resultado fuera que se descuidara el trabajo: un clásico de la época que no lo convencía mucho. Epkeen se sacó una foto de la cazadora.
– ¿Reconoce esta casa?
Debeer habría leído cinco líneas de chino con el mismo interés.
– No me suena.
– Una casa entre las dunas, junto a Pelikan Park. No la protege ninguna empresa de seguridad: un poco extraño para una casa aislada, ¿no le parece?
Se encogió de hombros:
– Si a la gente le gusta que le roben, allá ella.
– Esa casa está en su sector: ¿no trató nadie de captar a los propietarios como clientes de su empresa?
– Soy director de la agencia, no comercial -rezongó Debeer.
– Ya, pero también tiene toda la pinta de ser un mentiroso. Me da a mí que miente como respira…
– No respiro: por eso me dieron este puesto.
Sobre sus anchas caderas colgaban una porra, un móvil y su arma de servicio.
– Es usted ex policía, ¿verdad? -le dijo Epkeen.
– No es asunto suyo.
– ¿Puedo echarle un vistazo al vehículo?
– ¿Tiene una orden?
– ¿Y usted tiene alguna razón para no enseñarme lo que hay dentro?
Debeer dudó un momento, emitió un sonido de lo más desagradable con la boca y se sacó una llave del bolsillo. Los faros del Pinzgauer parpadearon.
El 4x4 olía a desinfectante para váter. La parte de atrás estaba acondicionada para transportar mercancías. Epkeen inspeccionó el habitáculo: todo estaba limpio, no había el más mínimo residuo en el cenicero, ni siquiera una mota de polvo en el salpicadero…
– ¿Qué suele transportar en este coche?
– Depende de la intervención -contestó Debeer a su espalda.
Dentro cabían ocho personas. Epkeen salió del vehículo.
– ¿Lo ha limpiado hace poco?
– Eso no está prohibido, que yo sepa.
– Tiene gracia -dijo Epkeen, volviéndose hacia el Ford-, el otro coche, en cambio, está bien guarro.
– ¿Y qué?
El sudor le había formado cercos bajo el uniforme. Epkeen sintió que el móvil vibraba en el bolsillo de su pantalón. Salió del hangar para contestar a la llamada -era Neuman- mientras fulminaba con la mirada al director de la agencia.
– ¿Dónde estás? -le preguntó el zulú desde el otro extremo de las ondas.
– En Hout Bay, con un gilipollas.
– Pues pasa. Hemos recibido un regalito. Reúnete conmigo en la comisaría de Harare -ordenó.
Epkeen rezongó, guardando el móvil. Debeer lo miraba tras el cristal de espejo de sus gafas, a la sombra del hangar, con los pulgares encajados en las trabillas del pantalón.
En el despacho de Walter Sanogo flotaba un olor desagradable, apenas disipado por las aspas del ventilador. Neuman y Epkeen estaban delante de él, en silencio ante lo que se avecinaba. El jefe de la comisaría sacó la bolsa de plástico de la nevera portátil que tenía a los pies y la dejó con cuidado sobre la mesa. En su interior había una esfera, una cabeza humana, cuyos rasgos negroides se adivinaban bajo la siniestra capa de plástico…
– La han encontrado esta mañana en una papelera de la comisaría -dijo Sanogo con voz neutra.
Desató las asas de la bolsa de plástico y descubrió la cabeza decapitada de un joven negro, de labios y pómulos tumefactos, que los miraba fijamente con una mueca monstruosa. Le habían cortado los párpados cerrados en sentido longitudinal, de manera que sólo quedaba una raja sanguinolenta a guisa de mirada. Una mirada cortada a cuchilla… El Gato se había divertido un poco antes de entregarle el despojo a su amo.
– ¿Un regalo de Mzala? -preguntó Neuman.
– Parece que el Gato ha marcado su territorio con este regalito.
Quizá Walter Sanogo pensaba que resultaba gracioso.
Neuman se arrodilló para quedar a la altura de la cabeza: se había cruzado con ese chico hacía diez días, en el solar, con Joey… El cojo.
– ¿Conoce a este hombre?
– No -contestó el policía del township-. Debe de venir del extranjero, o de los asentamientos…
– Me topé con él en Khayelitsha hará unos diez días -dijo Neuman-. Estaba pegando al niño que asaltó a mi madre…
Sanogo se encogió de hombros.
– He enviado una patrulla hacia las dunas de Cape Flats para encontrar el resto del cuerpo -dijo-: los lobos suelen abandonar ahí sus carroñas.
Neuman observó la cabeza decapitada sobre el escritorio, con los párpados recortados.
– En ese caso vamos a decirle unas palabritas al jefe de la jauría.
Mzala jugaba a los dardos en el salón privado del Marabi. El shebeen ya estaba abarrotado de muertos de hambre tirados por el suelo, sordos a los insultos que Dina les soltaba, como huesos a aves de presa.
– ¡Consumid algo, chusma, más que chusma, que esto no es un hammaml
La shebeen queen vio entonces al poli negro y alto en la entrada de su establecimiento, seguido de la brigada entera de agentes de Sanogo, y dejó en paz a los clientes. Neuman se abrió paso a través del tropel de borrachos pasmados, con Epkeen cubriéndole las espaldas.
– Usted…
– Tú, cállate, no es la primera vez que te lo digo.
Con una sola mirada, Neuman hizo retroceder a la mujer detrás de su mostrador. Pasó delante de la columna y abrió la puerta metálica que llevaba al salón privado de los americanos. Un ventilador ruidoso removía el aire lleno de humo. Tres tipos tirados en jergones aguardaban su turno para jugar: concentrado delante de la diana, Mzala parecía descansar.
– ¿Les ha gustado mi regalo? -dijo, a la vez que lanzaba el dardo.
Se clavó muy lejos del blanco.
Dos tsotsis de ojos rojos salieron del pasillo y se colocaron uno a cada lado del jefe de la banda. Epkeen los tenía en su línea de mira, ocultaban un arma debajo de la camisa. Los otros tres parecían dormir. Sanogo se apoyó contra la pared metálica, junto a la shebeen queen, que había acudido también.
– ¿De dónde sale esa cabeza? -preguntó Neuman.
– De no muy lejos de aquí: hacia Crossroads, en el límite del township, donde trataba de vender su mercancía… No era una buena idea -añadió Mzala, con una sonrisa dura.
Iba a lanzar un nuevo dardo, pero Neuman se interpuso entre la diana y él:
– Así que le cortó la cabeza.
El tsotsi adoptó un aire contrito que no le pegaba ni con cola.
– No tengo nada contra los polis -dijo-, pero no me gusta enterarme de lo que pasa en mi casa por el ojete de la vecina. Esa historia que me contó usted casi me quita el sueño: eso de que el territorio de los americanos no está bien protegido… -Chasqueó la lengua-. Usted es un tipo evolucionado, entiende lo que es la propiedad privada… Había que enviarles una señal contundente a esos hijos de puta extranjeros.
– ¿La mafia nigeriana?
– Eso parece. Esos perros, echas a diez y vuelven cien.
El Gato sonreía, enigmático.
– ¿Cómo sabes que son nigerianos?
– Hablaban dashiki entre ellos, y das una patada y salen diez bandas de ésas: si no me cree, no tiene más que preguntarle al capitán -dijo, señalando con la nariz a Sanogo.
Este no dijo nada. Dos de sus agentes montaban guardia en la entrada del shebeen, los demás vigilaban a los borrachos en la sala.
– ¿Quién es su jefe? -quiso saber Neuman.
– Uno de esos putos negratas, me imagino.
– Le has cortado los párpados con una cuchilla, no creo que lo hicieras sólo por deporte. ¿Y bien, qué tienes que contarme?
El tsotsi se limpió la palma de la mano en la camiseta blanca desgastada.
– No les pregunté cómo se llamaban, hermano: no eran más que putos perros nigerianos… Un territorio no se comparte: y menos el de los americanos.
Ningún movimiento hostil por el momento. Epkeen echó un vistazo por la ventana de barrotes que daba a la calle: fuera, unos niños con pantalón corto hacían el ganso a distancia, contenidos por sus hermanos mayores.
– ¿Dónde está el resto del cuerpo? -preguntó Neuman.
– ¡Lo hemos tirado allí de donde venía ese hijo de puta! -exclamó Mzala, sacando pecho ante su corte-. Al otro lado de las vías del tren…
La vía férrea separaba Khayelitsha de los asentamientos.
– ¿La banda es de esa zona?
– Eso parece, tío.
– ¿Y qué coño hace en vuestro territorio?
– Ya se lo he dicho: intenta pasar droga.
– ¿Qué droga?
– Tik. Al menos eso es lo que nos dijo el tipo… Ya no tenía razones para mentir -añadió con una sonrisa burlona-. Esas hienas se movían por nuestro territorio, desde hacía ya tiempo al parecer… Eso no se hace, estará de acuerdo conmigo. Nosotros somos americanos, no nos va eso de compartir.
– ¿Sabes que resultas gracioso? -Neuman le tendió la foto de Gulethu-. ¿Conoces a este tío?
– Bah…
– Gulethu, un tsotsi de origen zulú. Estuvo en varias bandas de los townships antes de pasar una temporadita a la sombra. Se le atribuyen varios asesinatos, principalmente los de dos chicas blancas.
– ¿Es él el zulú del que hablan los periódicos?
– No me digas que sabes leer.
– Tengo chicas que han aprendido para mí -dijo, volviéndose hacia la mestiza medio tumbada en el sofá-. ¿A que sí, preciosa, a que tú sabes un huevo de lectura?
– Claro -contestó la cortesana; el pecho se le desbordaba de la camiseta ceñida roja-: ¡hasta tengo la Biblia escrita en el culo!
Hubo unas cuantas risotadas. Los pechos de la chica temblaban al compás de su risa.
– ¿Y bien? -se impacientó Neuman.
– No -dijo Mzala-: nunca he visto a ese tío.
– ¿Dónde se esconde el resto de la banda?
– En los Cape Flats, en un antiguo plaza shop según el tío este, junto a la vía del tren… No he ido a comprobarlo. Apesta a mierda en toda esa zona.
Mzala sonreía, enseñando sus dientes amarillos, cuando de pronto los cristales de las ventanas saltaron por los aires. Acribillaron a balazos a los dos policías que montaban guardia en la entrada antes de que les diera tiempo siquiera a blandir sus armas, y el rótulo y la puerta estallaron en pedazos. Un Toyota con la lona abierta se detuvo delante del shebeen: los tres hombres que iban detrás descargaron una lluvia de fuego sobre el local. Los clientes retrocedieron bajo el impacto de los proyectiles: un hombre cayó de bruces al suelo, otro se desplomó delante del mostrador, con el cuello roto. Los más fuertes huían empujando a los borrachos estupefactos, abriéndose paso a puñetazos: una ráfaga le arrancó la mandíbula a un policía atrapado en el tumulto, y lanzó un grito salvaje. Neuman se había tirado al suelo. Los cuerpos caían a su alrededor, y los que aún estaban en pie corrían a refugiarse a la sala de juego. Disparos de AK-47. Presa del pánico, otros trataban de huir por las ventanas, donde los esperaban los asaltantes para devolverlos al interior como peleles sanguinolentos. Neuman buscó a Epkeen con la mirada y lo encontró a ras de suelo, pistola en mano. Refugiado contra la pared, Mzala gritaba órdenes por su teléfono móvil. Los clientes se precipitaban hacia la puerta metálica, ametrallados a quemarropa: las balas seguían lloviendo, en medio de una explosión de yeso, vasos, botellas y carteles publicitarios… Mzala y sus hombres se colocaron a ambos lados de la ventana del salón privado y dispararon a su vez.
Sanogo y sus hombres se habían replegado en la confusión más absoluta, siete agentes de uniforme, entre ellos uno con la barbilla hecha pedazos, que sujetaba a otro recién incorporado al cuerpo, que estaba aterrorizado. Las balas volaban por encima del mostrador, donde se escondía Dina, con la cabeza entre las manos. Neuman reptó en medio del tumulto y siguió a Epkeen por la puerta de servicio. Sonaron otros disparos en la calle, que hacían eco a los estertores de los heridos.
Siempre alerta, los americanos habían acudido enseguida para un contraataque relámpago: sepultaron bajo las balas al vehículo enemigo, aparcado delante de su cuartel general, lo que puso fin al diluvio de fuego.
Epkeen y Neuman aparecieron en el patio del shebeen, un callejón sin salida en el que se amontonaban cajas de madera y latas de maíz molido. Vieron los tejados de chapa ondulada y treparon por el canalón. Asustados, los viandantes habían huido; se oían gritos en las callejas vecinas. Los tres negros de la parte trasera del Toyota se habían dado la vuelta y contestaban ahora a los tiros de los americanos que habían acudido a ayudar a sus compañeros. Se dispararon unos a otros durante un breve momento: uno de los negros se desplomó contra la lona del Toyota; el conductor arrancó el motor y se alejó a toda velocidad. Un cuarto tirador cubría su huida disparando desde la puerta del vehículo. Epkeen y Neuman tiraron a su vez desde los tejados, vaciando sus cargadores sobre los tres tsotsis de la parte trasera del todoterreno.
Saltaron del tejado envueltos en una nube de pólvora.
El Toyota ametrallado hizo eses en la calle antes de chocar con una casita de ladrillo, contra la que se empotró con un ruido sordo. El tsotsi sentado en el asiento del copiloto saltó por la ventanilla y huyó gritando. Epkeen y Neuman acudieron corriendo, mientras recargaban sus armas. Los tipos de la parte trasera del Toyota ya no se movían, tenían el cuerpo acribillado a balazos. La sombra de Ali se proyectó por detrás de Epkeen, que apuntó al motor humeante con su pistola: la cara del conductor descansaba sobre el volante, con los ojos abiertos. La bala le había salido por la boca… El afrikáner levantó la cabeza, vio a gente correr en todas direcciones, y distinguió a Neuman en el otro extremo de la calleja, ya le sacaba cien metros de ventaja.
El tsotsi que había huido del vehículo empuñaba un AK-47: lanzó una ráfaga a ciegas antes de doblar la esquina de la calle. Volvió a aparecer enseguida, andando hacia atrás y disparando en todas las direcciones. Los americanos habían cercado el perímetro, impidiendo así toda huida. Un coche destartalado surgió entre una nube de polvo y se detuvo en seco.
Acorralado, el tsotsi se volvió hacia Neuman y, con los ojos desorbitados, lo apuntó con su AK-47. Un negro de facciones espantosas, que parecía desafiarlo en su locura: Gulethu.
Neuman disparó en el preciso momento en que éste apretaba el gatillo.
Los hombres de Mzala salieron del coche, arma en mano. Gulethu yacía sobre el suelo de tierra, con una bala en la cadera. Guiñó los ojos bajo el sol: vio a los americanos al cabo de la calle y trató de agarrar su AK-47, sin conseguirlo. Sonrió como un demente, apretando el amuleto que colgaba de su cuello; los hombres de Mzala lo remataron de una ráfaga a quemarropa.
Neuman quiso gritar pero sintió un dolor intenso. En un gesto instintivo, se llevó la mano a la tripa: cuando la retiró estaba roja, y la sangre caliente corría por su camisa…
<a l:href="#_ftnref29">[29]</a> Miembros de las milicias que operaban en los bantustán, contratados por jefes locales comprados por el poder.
<a l:href="#_ftnref30">[30]</a> United Democratic Front (UDF) fue una importante coalición antiapartheid fundada en la década de los ochenta que englobaba a cerca de cuatrocientas organizaciones juveniles, religiosas y estudiantiles, así como sindicatos. Uno de sus líderes más destacados era el reverendo Desmond Tutu. (N. dela T.)
<a l:href="#_ftnref30">[31]</a> En la década de los ochenta hubo el triple de crímenes interétnicos que de víctimas por balas de la policía.
<a l:href="#_ftnref32">[32]</a> En 1996, por iniciativa de Desmond Tutu, los verdugos del apartheid fueron invitados a contar los atropellos cometidos por el régimen a cambio de una amnistía.
<a l:href="#_ftnref33">[33]</a> Primer ministro en el seno de una tribu, guardián y exégeta de las Mthetwa, las leyes tribales.
<a l:href="#_ftnref34">[34]</a> El país gastaba cinco veces más dinero en un estudiante blanco que en uno mestizo, y diez veces más que en uno negro.
<a l:href="#_ftnref34">[35]</a> Nombre dado al tinte violeta utilizado en los cañones de agua en África. Los occidentales, en cambio, temen al tinte verde.
<a l:href="#_ftnref36">[36]</a> Unidades de autodefensa de los bantustán.
<a l:href="#_ftnref37">[37]</a> Este término designa a la vez un estilo de música y un estilo de vida, y también se emplea como insulto.
<a l:href="#_ftnref38">[38]</a> La gente tenía que poner la mano en un detector de tinta, para evitar que votaran dos veces.
<a l:href="#_ftnref38">[39]</a> Apodo cariñoso con el que se conocía a Nelson Mándela.
<a l:href="#_ftnref40">[40]</a> El ejército inglés tenía la reputación de ser el mejor del mundo.
<a l:href="#_ftnref41">[41]</a> Los criminales que cumplían largas condenas eran liberados con la promesa de anular su juicio si mataban a miembros del UDF de Desmond Tutu en incursiones realizadas en los townships con ayuda de la policía.