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Zina no tenía hermanos varones. Como era la mayor, había aprendido el izinduku. El arte marcial zulú solía estar reservado a los varones, pero había demostrado una habilidad y una saña poco comunes para una muchacha tan guapa. Su padre se marchó un día al bosque para tallarle un bastón a su medida. Se peleaba con los chicos, devolviéndoles hasta el último golpe, ajena a las burlas.
Su padre había sido destituido de su estatus por insubordinación a las autoridades bantúes, las cuales, con el pretexto de obedecer a las leyes del apartheid, habían permitido una autonomía relativa a los jefes tribales: no estaba dispuesto a ser uno de esos reyezuelos comprados por el poder blanco cuyas milicias no tendrían reparos en imponer el orden a golpe de porra en el interior de los bantustán. Habían destruido su casa con una apisonadora, habían matado a sus animales, expulsado al clan y dispersado a sus miembros en las chabolas vecinas.
Zina había decidido devolver los golpes. Como el ANC estaba prohibido, y sus miembros llevaban veinte años en prisión, se afilió al Inkatha zulú del jefe Buthelezi.
Había pocas mujeres combatientes en el Inkatha: a veces, sirviéndose del club de punto como tapadera, ayudaban a organizar reuniones políticas o a ocultar a simpatizantes blancos para evitar que fueran detenidos por el ejército o linchados por los comrades. Zina se había manifestado con los bastones zulúes que les estaba permitido llevar, y había amenazado al poder blanco desfilando con armas imaginarias, había impreso panfletos, atacado y huido de los militantes del ANC-UDF, que hasta entonces representaban a la oposición. A fuerza de aplacar su feminidad en los ámbitos masculinos, su parte amordazada había resurgido, volcánica: violencia vana, amores y desilusiones telúricas, hacía tiempo que Zina había tirado su corazón desde lo alto de un puente y esperaba a que una niña fuera a recogerlo, ella misma.
Los años de apartheid habían pasado, años de adulto: el combate político la había vuelto como la madera de los bastones que su padre tallaba para ella. Al abrazar a sus enemigos políticos, el presidente Mándela había puesto fin a las matanzas, pero el mundo, en el fondo, no había hecho sino desplazarse: hoy el apartheid ya no era político sino social, y ella seguía en lo alto del puente, inclinada sobre su gran corazón caído.
Pero Zina no perdía la esperanza, no del todo. Era una mujer inteligente: cultivaba su agilidad…
Ali Neuman descansaba sobre la cama de hospital, con una sonrisa pálida a guisa de bienvenida. Ella arqueó una ceja irónica:
– Y yo que creía que los reyes zulúes eran inmortales…
– No estoy muerto -dijo él-. Todavía no.
La bala de Gulethu había atravesado su costado izquierdo y resbalado por una costilla, a escasos milímetros del corazón. La fisura que tenía en el hueso le hacía soltar suspiros complicados. Reposo total, había recomendado el médico del hospital: una o dos semanas, hasta que el cartílago se consolidara de nuevo.
– ¿Cómo te has enterado de que estaba aquí?
– He leído tus hazañas en el periódico -se burló-. Enhorabuena.
– Doce muertos no es exactamente lo que yo llamaría una hazaña.
Los pájaros cantaban por la ventana de la habitación. Zina llevaba un vestido azul noche y un cordón trenzado al cuello, del que colgaba una piedra azul cobalto. Vio el ramo de iris que adornaba la mesilla:
– ¿Una admiradora?
– Peor todavía: mi madre.
Zina cogió el libro que había junto a las flores.
– ¿Y esto?
– Un regalo de Brian.
– ¿Un amigo?
– El último.
Zina leyó el título en voz alta: -Juan Pablo II: textos esenciales… Esbozó un gesto interrogativo de lo más encantador.
– Soy un poco insomne -dijo Ali, recurriendo a un eufemismo-: Brian espera poder dormirme con eso…
– ¿Y funciona?
– Por lo general me quedo roque nada más leer la portada.
Zina sonrió, a la vez que una gota de sudor rodaba entre sus pechos. En lo que dura un sueño, el rocío de su piel desapareció bajo su vestido.
– ¿Cuándo saldrás de aquí? -le preguntó.
– Dentro de un rato, para la conferencia de prensa.
– Huy seguro que tu médico estará encantado.
– Puedo andar.
– ¿Hasta dónde? ¿Hasta la puerta?
El tono era alegre, pero Ali no sonrió. Vio sus pies desnudos sobre el suelo plastificado, el reflejo de sus piernas a la luz del sol y el deseo que le atenazaba la garganta.
– Actúo el sábado en el Rhodes House -le dijo-. Es la última actuación de la gira.
– ¿Ah, sí?
Ali interpretaba mal un papel que, sin embargo, se sabía de memoria. No se habían dicho nada la otra noche en el camerino: él había huido de sus labios para contestar a la llamada de Janet Helms y se había marchado sin una sola palabra. Zina no sabía lo que pensaba, si todavía la creía sospechosa de matar a la gente, como en los tiempos del Inkatha; no sabía siquiera si seguía en lo alto del puente, esperando ese día que nunca llegaba.
Se inclinó sobre el río que corría, fue un impulso irresistible: un trozo de su alma se ahogó cuando rozó con la boca sus labios. No pensó más en la niña asomada al puente bajo la lluvia. Ali esbozaba un gesto hacia ella, el primero, cuando llamaron a la puerta.
La masa del mundo no tardó en separarlos.
Una gruesa señora negra cargada de provisiones irrumpió en la habitación, palpando el aire con su bastón. Josephina adivinó una silueta femenina junto a su hijo y se echó a reír:
– ¡Oh, os he interrumpido! ¡Oh! ¡Cuánto lo siento!
– No, si yo ya me iba -mintió Zina.
– Ji, ji, ji
Josephina dejó sus provisiones al pie de la cama antes de desplazar su quintal de grasa hasta Zina. Ali se la presentó, pero Josephina ya la estaba observando, con las yemas de los dedos.
– Ji, ji, ji
– Bueno, mamá, ya vale…
Pero Josephina estaba feliz: el rostro de la mujer era noble, sus formas, generosas, un dulce sauce inclinado sobre la cama de su hijo…
– Es usted zulú, ¿verdad? -le preguntó.
– Sí… De hecho, su hijo preferiría que lo fuera un poco menos…
Zina le guiñó el ojo al hombre que yacía en la cama y se marchó como una exhalación.
Ali palideció un poco más.
Apoyada en su bastón, su madre lo miraba como si fuera un superhombre:
– ¡Qué buen aspecto tienes, hijo!
Ali tenía en la boca el sabor de los labios de Zina, y en el corazón, un agujero negro.
Brian compró un león amarillo y rojo a los vendedores ambulantes, y una cebra para Eve: figuritas de alambre que hacían en los townships… Llamó al telefonillo; sentía la garganta un poco seca.
– ¿Sí? -dijo una voz de mujer.
– ¿Claire? Soy Brian…
– ¿Quién?
Calma blanca bajo el sol reventado.
Sensación de arenas movedizas en la acera.
Las veladas bien regadas de alcohol habían sellado su amistad: a Dan no le hubiera gustado que abandonara a su mujer con el pretexto de que él ya no estaba.
– Déjame entrar, Claire -insistió-: sólo un momento.
Primero hubo una fuerte densidad de silencio, seguida de un suspiro apenas perceptible y un clic electrónico que abrió la verja.
El sol inundaba el pequeño jardín de la casa. Eve y Tom se salpicaban dentro de una piscinita de plástico ante la mirada atenta de su tía Margot, que lo saludó con una sonrisa ocupada.
– ¡Tío Brian! ¡Tío Brian!
Los niños se lanzaron a su cuello como si fuera un poni, festejando sus regalos.
– ¿Dónde está Ali? -preguntó Tom.
– Se está pintando las uñas: vendrá a veros cuando se le haya secado el esmalte.
– ¿De verdad? -se maravilló Eve.
Claire estaba en la terraza, terminando de preparar las galletas que los niños acababan de amasar. Con el pretexto de un nuevo juego, Margot atrajo a los niños hacia la piscina. Brian se acercó a la mesa donde la joven se aplicaba en silencio.
– Te dije que prefería estar sola -dijo, sin levantar la cabeza.
Brian se metió las manos en los bolsillos para no fumar.
– Sólo quería saber cómo estabais.
– ¿Qué quieres saber exactamente?
– ¿Qué tal están los niños?
– ¿Has visto alguna vez a algún huérfano dar saltos de alegría?
– Estás viva, Claire -le dijo en tono amistoso.
– No estoy muerta: pequeño matiz.
La joven viuda levantó los ojos, pero la pena se la había tragado al interior de sí misma. Hasta el azul de sus iris estaba desleído.
– La situación ya es bastante complicada de por sí, ¿no crees?…
– Es verdad que podría ser peor -replicó ella, con una sonrisa feroz-: también está el cangrejo, que podría arrancarme el pecho. Pero, menos mal, tengo suerte, ¡ya vuelve a crecerme el pelo! Es fantástico, ¿no?
Sus manos temblaban sobre la masa de las galletas.
– ¿Has recibido mi paquete? -le preguntó Brian.
– ¿Las cosas de Dan? Sí… Tendrías que haber metido también sus manos en la caja: de recuerdo.
Su maldad la iba a hacer llorar. Se le estaban llenando los párpados hinchados de gruesos lagrimones. Brian ya no la reconocía. Sin duda ella tampoco a él…
– Vete, Brian -dijo-. Por favor.
Los gritos de los niños resonaban desde la piscina. Desamparado, Brian le besó el cabello sintético, mientras ella aplastaba a puñetazos las figuritas de galleta.
Las zonas entre dos aguas de Nyanga, Crossroads y Philippi concentraban la mayoría de los asentamientos ilegales. Esas zonas tenían sus propias leyes, sus shebeens y sus burdeles, su música y sus carreras de caballos. Algunos shacklords, los señores de los bajos fondos, imponían efímeros reinos. Sam Gulethu se contaba entre ellos.
Terminaron por encontrar el hangar, un antiguo plaza shop, que les servía de escondite, en la frontera con Khayelitsha. Las huellas y restos de ADN que había en las colillas confirmaban que la banda había vivido allí un tiempo. El hangar estaba habilitado como vivienda -dormitorio, cocina-, y las aberturas, protegidas con placas de acero: un cuartel general fácil de defender en caso de ataque de una banda rival, con un garaje cerrado y una callejuela que llevaba a las dunas del public open space vecino. Un 4x4 podía plantarse en la carretera nacional en pocos minutos, y en Muizenberg en menos de media hora. La policía no había dado con el stock de droga, pero sí había encontrado jeringuillas sin usar y residuos de marihuana por todo el hangar. Dos de los tsotsis abatidos en el ataque al Marabi eran viejos conocidos de la policía: Etho Mumgembe, un antiguo witdoeke, esos militares tolerados por el apartheid que se enfrentaban a la juventud progresista de los bantustán, y Patrice «Tyson» Sango, ex sargento reclutador en una milicia rebelde del Congo, buscado por crímenes de guerra. No se sabía qué había impulsado a los tsotsis a matarse entre ellos en el sótano, si Gulethu los había eliminado porque los perseguía la policía: habían encontrado sesenta y cinco mil rands en los bolsillos del «zulú». Sin duda, el dinero de la droga. Eso no decía nada de dónde estaba el stock, ni si todavía existía, si alguna mafia abastecía a la banda, pero los análisis toxicológicos explicaban el ataque suicida contra el cuartel general de los americanos: Gulethu y sus matones estaban colocados hasta las cejas de esa droga a base de tik que tenía el mismo índice de toxicidad que la que habían consumido los tsotsis destripados del sótano. ¿Se habrían hecho adictos ellos también? ¿Acaso los manipulaba Gulethu para llevar a cabo sus ritos criminales? El hangar estaba repleto de armas: revólveres de la policía con los números de serie rayados, granadas ofensivas, dos fusiles de asalto y bastones de combate zulúes. Uno de éstos, más corto, un umsila, todavía manchado de la sangre de Kate Montgomery tenía las huellas de Gulethu. El mechón de cabello de la joven y las uñas estaban escondidos en una caja de hierro bajo un colchón improvisado, junto con otros amuletos.
Gulethu no había tenido tiempo de elaborar su muti, y su «combate» contra los americanos le había salido mal: delirio guerrero, etnocida o suicida, fuera cual fuere el pensamiento arcaico del «zulú», sus secretos habían muerto con él.
De todas maneras, ya no había tiempo para elucubraciones psicológicas: la sala del palacio de justicia de Ciudad del Cabo estaba abarrotada, todo el mundo quería asistir a la conferencia de prensa del jefe de la policía, reinaba un ambiente febril. Fotógrafos y periodistas se apiñaban ante el estrado donde el superintendente, con su uniforme de gala, ofrecía las primeras conclusiones de la investigación.
Doce muertos, entre los cuales dos policías, seis personas ingresadas en el hospital en estado crítico: la intervención en el township de Khayelitsha se había saldado con una matanza. Con la campaña anticrimen del FNB, las elecciones presidenciales a la vuelta de la esquina y los objetivos político-económicos del dichoso Mundial de Fútbol, Karl Krugë se jugaba su jubilación anticipada con ese asunto.
Alabó a la policía criminal, que había aniquilado a la banda mafiosa y al asesino de las dos jóvenes, antes de confundir con su elocuencia a los asistentes: no había ningún resurgimiento de identidad zulú, ni miembros decepcionados del Inkatha dispuestos a enfrentarse al resto del país para reclamar la secesión o la independencia. No había tampoco grupos políticos extremistas, ni etnia pisoteada, tan sólo una banda de mercenarios vinculada a las mafias que traficaba con una nueva droga en la península, y su jefe, Sam Gulethu, un tsotsi embrutecido por años de violencia que se tomaba por el ángel exterminador, iluminado por alguna visión indigenista y un montón de creencias confusas, presa de una mezcla de brujería y tik, de venganza y de degeneración crónica. No era más que un cobarde que aprovechaba la ingenuidad de la juventud blanca para ajustar cuentas con sus viejos demonios.
El caso Wiese/Montgomery estaba cerrado. El país no era presa del caos sino de problemas coyunturales…
Al amparo de los flashes, Ali Neuman observaba la escena con un confuso malestar.
Acababa de hablar con Maia por teléfono. Habían quedado en Marenberg, donde había vivido Gulethu. Cada paso se le clavaba en el corazón, pero podía avanzar. Los periodistas se empujaban unos a otros ante el estrado, donde Krugë sudaba en su uniforme impecable… Neuman no esperó a que terminara la conferencia de prensa para abandonar el palacio de justicia.
Epkeen ni siquiera había ido.
La ruta de los vinos de Ciudad del Cabo era uno de los itinerarios más bonitos del país: los viñedos al pie de la montaña, la arquitectura de las casas solariegas francesas u holandesas, las escarpadas pendientes de roca que se recortaban sobre el azul del cielo, la vegetación frondosa, exuberante, los menús de los restaurantes… todo un paraíso terrenal, para quien pudiera permitírselo.
Brian solía almorzar todos los domingos con Ruby en La Colombe, un restaurante de alto copete regentado por un chef francés, cuando se gastaban el dinero de la semana en una comida. Cultivaban su fibra contestataria en los escasos locales underground de una ciudad abocada al tedio pastoral del «desarrollo separado», y aunque a menudo tuvieran serios problemas para llegar a fin de mes, con Ruby no se terminaba el fin de semana en un restaurante barato: su tren de vida consistía más bien en almuerzos en sitios caros, bien regados de Chardonnay y del Shiraz del valle, y luego ya verían. Pasaban horas a la sombra de los cipreses enamorados, o en remojo en la piscina del establecimiento, hablando de su famoso sello discográfico, de los grupos alternativos a los que iba a producir para darle por culo a ese régimen de desgraciados hijos de puta, antes de retozar entre la hierba… Qué tiempos aquellos. Pero las borracheras de los domingos al mediodía no duraron mucho: llegó David, se les fue haciendo cada vez más difícil llegar a fin de mes (como la mayoría de sus clientes negros no podía pagar sus servicios, era Ruby quien mantenía a la familia), la inquietud cuando la policía y los servicios secretos les buscaban las cosquillas o les amargaban la vida a golpe de pequeñas mezquindades administrativas o judiciales, por no mencionar las veces que lo habían dejado por muerto tirado en una cuneta y el temor a que llegara la fatídica llamada telefónica que anunciara que ya no se levantaría, los cuentos que le contaba él para tranquilizarla, su desconfianza enfermiza, y ese día en que Ruby lo había sorprendido en el centro con una mujer negra, en una actitud que no permitía albergar dudas al respecto…
La brisa hacía volar las cenizas en la cabina del Mercedes. Epkeen abandonó la carretera soleada y se adentró entre las viñas.
Ruby había reaparecido en su vida en un momento en que coleccionaba problemas y decepciones, tenía que haber alguna razón a la fuerza… Perplejo, sin saber cuál podía ser el significado de ese reencuentro, Brian conducía a toda velocidad por los campos.
La casa solariega de Broschendal tenía dos siglos y era uno de los viñedos más famosos de todo el país -los hugonotes franceses habían venido, como todos los emigrantes, con su cultura y los medios para desarrollarla-. Epkeen bordeó las parcelas de vid y llegó hasta la propiedad vecina, una antigua granja que se adivinaba al final del camino.
Lo recibió un concierto de cigarras en el patio castigado por el sol. Un perro de pelo corto y carrillos relucientes avanzó hacia él, enseñando los colmillos. Fuerte, corpulento, capaz de derribar a un hombre y mantenerlo en el suelo, el bullmastiff que guardaba la finca pesaba más de sesenta kilos.
– ¿Qué hay, gordo, te dan bien de comer aquí?
El perro desconfiaba. Con razón: a Epkeen no le daban miedo los perros.
La casa del dentista, una antigua granja remodelada con buen gusto, se extendía en la ladera de la colina. Dragones, cosmos, azaleas, petunias… el jardín que bordeaba las viñas, en el ala izquierda del edificio, llenaba el aire con sus efluvios. El afrikáner pasó por delante de la piscina de azulejos y encontró a su ex mujer a la sombra de un rosal trepador Belle du Portugal, medio desnuda sobre una tumbona.
– Hola, Ruby…
Adormilada bajo sus gafas de sol, no lo había oído llegar: la rubia cobriza pegó un brinco en su hamaca.
– ¡¿Qué estás haciendo aquí?! -exclamó, como si no creyera lo que veían sus ojos.
– Pues nada, ya ves: he venido a hacerte una visita.
Ruby sólo llevaba un bikini amarillo. Se cubrió con un pareo y fusiló con la mirada al bullmastiff que correteaba por el césped.
– Y tú, idiota -le dijo al perro-, ¡a ver si haces tu trabajo!
El animal pasó por delante de ellos, babeando, y se apartó para evitar a la Kommandantur, que lo tenía en su línea de mira. Brian se metió las manos en los bolsillos:
– ¿Ya sabe David los resultados de su examen?
– ¿Desde cuándo te interesas por tu hijo?
– Desde que he visto a su novia. ¿Podemos hablar en serio?
– ¿De qué?
– De Kate Montgomery por ejemplo.
– ¿Tienes una orden para entrar así en la casa de la gente?
Ruby apretaba el pareo contra su pecho, como si temiera que Brian pudiera abalanzársele encima.
– Necesito detalles -dijo él, concentrándose un poco-. Kate no tenía amigos, nadie ha podido contarme nada de ella, y tú eres la última persona que la vio con vida.
– ¿Por qué no mandan a un poli de verdad? -preguntó ella, con una sinceridad desarmante.
– Porque yo soy el más manta de todos.
Una sonrisita burlona se dibujó en los labios de Ruby. Al menos la hacía reír.
– Me temo que no tengo nada más que contarte -le dijo en un tono menos hostil.
– Aun así me gustaría que me ayudaras. Kate estaba colocada cuando la asesinaron: ¿estabas al corriente de su pasado de toxicómana?
Ruby suspiró.
– No… Pero no hace falta llamarse Lacan para darse cuenta de que estaba mal de la olla.
– Kate era adepta al cutting. ¿Sabes de qué va la cosa?
– Cortarse la piel y ver brotar la sangre para sentirse vivo, sí… Nunca la vi practicarlo, si es eso lo que te preocupa, ni organizar festines con los carniceros del barrio.
– El asesino laceraba a sus víctimas: quizá le prometiera aliviarla, o algo así…
– Te he dicho que yo no sabía nada de eso.
– El asesino sabía cuándo pasaría Kate por la cornisa -prosiguió Brian-: la esperó cerca de su casa para asaltarla, o para interceptarla… También es posible que tuvieran una cita, y que le tendieran una trampa. En cualquier caso, la muerte fue premeditada. Eso significa que el asesino conocía su horario y sus actividades.
– ¿Y eso ya que más da, si está muerto? El caso está cerrado, ¿no? Lo han dicho por la radio…
– Los horarios del personal los organizas tú. Quizá algún miembro del equipo de rodaje informara a Gulethu y empujara a Kate a una trampa, como en el caso de Nicole Wiese.
– ¿No decías que ya los habías interrogado?
– Pero no saqué nada en claro -confesó-. Me he informado sobre el grupo de death metal: sus chorradas satánicas, los pollos degollados y toda la pesca, ¿eso qué es, cosas de adolescentes o una fascinación por el esoterismo?
– Son todos vegetarianos -dijo Ruby.
Los neumáticos de un coche crujieron sobre la gravilla, seguidos del ruido de una puerta al cerrarse. Un melenudo alto y mal afeitado apareció en la otra punta del jardín, con un pantalón muy ancho y de talle bajo. David vio a sus padres junto a la piscina, se quedó un momento desconcertado y luego se les acercó a grandes zancadas.
– ¿Qué pinta él aquí? -le espetó a su madre.
– Eso mismo le he preguntado yo.
– ¿Qué tal el examen?, ¿bien?
– Métete en tus asuntos, los míos no te importan una mierda.
Epkeen suspiró, qué familia…
– Al menos tengo derecho a enterarme…
– No te hemos pedido nada -replicó David-. Mamá, por favor, dile que se vaya.
– Vete -le dijo Ruby.
Siempre a punto de llorar, Brian casi sentía ganas de reír.
– ¿No está Marjorie contigo? -le preguntó.
– Sí, está escondida entre las viñas, sacándote fotos para vendérselas a las revistas del corazón.
– Te quiero, hijo.
– Mira, Brian -intervino Ruby-: te he dicho todo lo que sabía de esa historia, es decir, nada. Y ahora, sé bueno y déjanos en paz.
– Dime al menos si has aprobado -insistió, volviéndose hacia su hijo.
– Primero de mi promoción -dijo David-. No hace falta que te sientas orgulloso, no es mérito tuyo.
La tensión se intensificó aún más.
– ¿Te importa hablarme en otro tono? -dijo Brian entre dientes.
Un hombre esbelto de cabello entrecano apareció entonces en la terraza: vio al hijo de Ruby, con la melena al viento, a ella medio desnuda bajo el pareo, a un tipo desaliñado y al perro guardián, que hacía círculos alrededor de ellos.
– ¿Qué pasa aquí? ¿Quién es usted?
– Hola, Ricky…
– No te lo he presentado -intervino Ruby, desde su tumbona-: Rick, éste es el teniente Epkeen, el padre de David.
El dentista frunció el ceño:
– Creía que era guardia de tráfico.
Brian dirigió una mirada a su ex, haciéndose el sorprendido, y ésta se sonrojó ligeramente; vaya, al parecer había ascendido…
– Bah, qué más da una cosa que otra -dijo ella.
Ruby se levantó de la tumbona, ajustándose el pareo, e irguió su metro setenta y cinco de estatura con agilidad felina.
Siempre había sido una calientapollas de primera categoría. El dentista la acogió en sus brazos con un gesto protector.
– ¿Qué está haciendo en mi casa? -preguntó.
– Investigar un asesinato. No tiene nada que ver con nuestros asuntos privados.
– Primera noticia -comentó David.
– Quédate al margen de esto, ¿quieres?
– Perdona pero se trata de mi madre.
– Que te calles te digo.
– Háblele un poco mejor a su hijo -intervino el dentista-: esto no es una comisaría.
– No recibo lecciones de un especialista del colmillo -gruñó Epkeen.
Rick Van der Verskuizen no se dejó impresionar.
– Salga de mi casa -dijo entre dientes-. Salga de mi casa o lo denuncio a sus superiores por acoso.
– Rick tiene razón -afirmó Ruby, acurrucada contra él-: estás celoso de nuestra felicidad, nada más.
– ¡Eso es! -añadió David.
– ¿Ah, sí? -dijo Epkeen, con hostilidad-. ¿Y a cuánto asciende tu nueva felicidad? Para una rebelde sin oficio ni beneficio, reconoce que no has salido mal parada…
La expresión de Ruby cambió bruscamente. Rick dio un paso hacia el policía:
– ¿Tiene usted una orden para venir a nuestra casa a insultarnos?
– ¿Prefiere que lo convoquen a la comisaría central? Rebuscando entre los papeles de Kate, he encontrado varias citas concertadas con su consulta.
– ¿Y qué? Me gano la vida curándole las caries a la gente.
– Seis citas en un mes. ¿Qué tenía, la rabia?
– Kate Montgomery tenía un flemón -se defendió Rick-. La atendía en prioridad por cariño a Ruby, y yo tengo una clientela exigente, caballero: una clientela que no suele tener que esperar para recibir un servicio. No se puede decir lo mismo de la policía.
En el rostro del afrikáner se dibujó una sonrisa.
– Conozco a Ruby como si la hubiera parido -dijo con maldad-: odia tanto a los hombres que siempre elige viejos verdes.
– Es usted repugnante -rugió Van der Verskuizen.
– Bien mirado, cuánta belleza hay en una caries…
El corazón de Ruby se puso al rojo vivo: se lanzó sobre Brian, pero éste se conocía sus ataques de memoria. La cogió por el codo y, con una simple presión, la mandó por los aires. Ruby resbaló sobre los azulejos, se libró de milagro de chocar con el borde del trampolín y cayó al agua turquesa de la piscina. Rick se precipitó hacia él, soltando unos tacos que Epkeen no oyó: lo agarró por el cuello de la camisa de seda y lo tiró también a la piscina, con todas sus fuerzas.
David, que no había movido un dedo, fulminó a su padre con la mirada.
– ¡¿Qué pasa?! -le ladró éste-. ¡¿Tú también quieres darte un chapuzón?!
David se quedó un momento sin voz: vio a su madre en la piscina, con el pareo flotando, a Rick salir del agua, escupiendo agua por la nariz, y a su padre en la terraza, con los ojos brillantes de lágrimas.
– Joder… -reaccionó el hijo pródigo-. ¡¡¡Pero tío, tú estás muy mal, tío, estás de la olla por completo!!!
Por completo.
Estaban empezando a hincharle las pelotas, todos ellos.
La gente se mezclaba poco en los townships, donde el racismo y la xenofobia florecían como en cualquier otra parte. La población negra se concentraba en Khayelitsha, y los coloured, en Marenberg: allí vivía Maia desde hacía años, y allí había conseguido su cupo de boy-friends para sobrevivir. Ali había vacilado antes de llamarla (no había vuelto a hablar con ella desde su separación), pero la muchacha había aceptado ayudarlo enseguida.
Gulethu, el «zulú», había vivido en Marenberg, y alguna de sus compañeras de infortunio podía haberse relacionado con él. De hecho, una de ellas consentía en contarle su experiencia a cambio de una pequeña cantidad de dinero, Ntombi, una chica del campo que ahora vivía en un hostel…
La ausencia de alumbrado público y la delincuencia habían recluido a los habitantes en sus chabolas. Neuman conducía muy despacio, descifrando las sombras furtivas que desaparecían bajo los faros del coche.
– ¿Estás seguro que no quieres un refresco?
Maia había comprado dos latas en el plaza shop de la esquina, creyendo que a Ali le gustaría.
– No… Gracias.
Se había puesto un vestido nuevo, pero su actitud, como si no hubiera pasado nada, incomodaba a Ali. Llevaban media hora dando vueltas por las calles destartaladas de Marenberg, la cortisona le había quitado la energía, se sentía cansado, irritado e impaciente:
– Bueno, qué, ¿dónde está ese hostel?
– En la siguiente a la derecha, creo -contestó Maia-. Hay una taberna abierta por la noche, según me ha dicho Ntombi…
Maia quería hablarle, decirle que no se preocupara por lo de la otra noche, no era nada, un vecino le había arreglado la pared del salón, pintaría otros cuadros, más bonitos, hasta puede que hubiera encontrado a alguien dispuesto a venderlos, en la ciudad; ya no se buscaría más boy-friends para llegar mejor a fin de mes, si es que a él no le gustaba. Ali podría venir más a menudo, o quedarse el rato que quisiera, no tenían más que seguir haciendo como antes, sus códigos, sus caricias, no tenían más que hacer como si nunca le hubiera dicho nada…
Maia le acarició la nuca:
– ¿Seguro que estás bien? Estás muy pálido…
Un perro salió corriendo de debajo de las ruedas del coche. Neuman torció a la derecha.
Pese a lo disuasorio de los precios, los mendigos del barrio se agolpaban ante la puerta blindada de la taberna, pidiendo en la reja algo con lo que palmarla con una sonrisa en los labios; el hostel en el que vivía Ntombi, una construcción de bloques de piedra con tejado de chapa ondulada, estaba un poco más lejos. Aparcaron delante de la puerta blindada.
En los hostels no había intimidad ninguna, la higiene era deplorable, las condiciones de vida, humillantes, y la tuberculosis y el sida campaban a sus anchas; eran lugares peligrosos, el más puro producto del urbanismo de control propio del apartheid. Albergaban a trabajadores inmigrantes, hombres solteros, ex convictos y algunas familias pobres y sin ataduras, reagrupadas alrededor del «propietario» de una cama.
La amiga de Maia practicaba el phanding desde su llegada a Marenberg hacía cinco años, y compartía lecho con un camello del barrio, residente permanente. Gracias a él, Ntombi no tenía una litera de cemento en un dormitorio abarrotado sino una verdadera habitación, con un colchón, una puerta que se cerraba con llave y un mínimo de intimidad.
El hostel de Ntombi lo regentaba un coloured de párpados caídos tan simpático como un petrolero a la deriva. Neuman lo dejó ocupado con el cuaderno escolar que hacía las veces de registro. Saltaron por encima de los tipos que dormían en el pasillo y se abrieron paso hasta la habitación número doce.
Ntombi los esperaba a la luz de una vela, con un vestido ceñido de color rojo vivo. Era una mestiza bastante rellenita, corpulenta, de cutis ya ajado: una vez hechas las presentaciones, acomodó a Maia y a su protector en la cama y les ofreció un brebaje naranja que sacó de su neverita portátil antes de abordar el tema que los había llevado hasta allí.
Ntombi había conocido a Sam Gulethu hacía cinco años, cuando su destino de chica del campo la había llevado hasta Marenberg. Ntombi era joven entonces, apenas veinte años, todavía no sabía cómo distinguir un boy-friend de un violador patentado. Gulethu la había tomado bajo su ala, dormían aquí y allá, al capricho de los trapícheos de su amante. Este se jactaba de pertenecer a una banda, pero ella no quería saber nada de aquello, sólo quería sobrevivir. Gulethu era un tipo raro. Se hacía llamar Mtagaat, «el Brujo», y según él tenía dones: sobre todo tenía pinta de estar mal de la cabeza…
– Estaba enfadado con todo el mundo -explicó Ntombi-. Sobre todo con las mujeres. Me pegaba todo el rato. A menudo sin razón… En fin…
Ntombi dejó la frase en suspenso.
– ¿Por qué le pegaba? -quiso saber Neuman.
– Deliraba… Decía disparates… Decía que yo estaba poseída por la ufufuyane.
La enfermedad endémica que afectaba a las jóvenes zulúes y, según la terminología, las hacía sexualmente «fuera de control»… Un delirio paranoico que le iba como un guante al personaje de Gulethu…
– Usted no es zulú -observó Neuman.
– No, pero soy una mujer. Para él era suficiente.
Ntombi paseaba la mirada por la habitación, como si hubiera un lobo acechando.
– ¿Estaba celoso? ¿Por eso le pegaba?
– No… -Ntombi sacudió la cabeza en un gesto de negación-. No… Yo podía decir lo que quisiera, le traía sin cuidado. Había decidido que yo tenía la enfermedad de las jóvenes: me castigaba por eso. Se enfadaba de pronto, se enfadaba muchísimo, y me pegaba con lo primero que pillaba… Cadenas de bicicleta, palos, barras de hierro…
Nicole. Kate. Blancas o mestizas, ya no importaba.
– ¿La drogaba?
– No.
– ¿Y él sí se drogaba?
– Fumaba dagga -contestó Ntombi-: a veces también bebía, con los demás… En esas ocasiones yo prefería evitarlos.
– ¿Se refiere a los demás miembros de la banda?
– Sí.
– ¿Venían del extranjero?
– Venían sobre todo del shebeen de la esquina.
Neuman asintió con la cabeza. Junto a él, Maia permanecía inmóvil y callada.
– ¿Tenía Gulethu un rito? -prosiguió-. ¿Tenía una manera fija de pegarle?… ¿Algo relacionado quizá con sangomas o con costumbres zulúes?
Ntombi se volvió hacia su amiga, que la alentó con la mirada. Entonces se levantó y, a la luz de la vela, se quitó el vestido.
La joven mestiza tenía la ropa interior blanca y unas feas cicatrices en el vientre, la cintura, las nalgas y los muslos… Su piel estaba cubierta aquí y allá de señales hinchadas y moradas, unas cicatrices extrañamente rectilíneas. El rostro de Neuman se ensombreció un poco más.
– ¿De qué son esas marcas?
– De alambre de espino… Me envolvía en alambre de espino…
– ¿Gulethu?
Neuman estaba pensando en Nicole, en los arañazos de sus brazos: hierro oxidado, según Tembo.
– Sí -dijo Ntombi-. Me decía que me desnudara, y me ataba con alambre de espino… La ufufuyane -repitió, estremeciéndose-. Decía que estaba poseída… Que si gritaba estaba muerta. Me dejaba así, tirada en el suelo, y me insultaba, me llamaba zorra, puta… y luego me pegaba.
Maia seguía impasible, sentada en la cama -ella también se había cruzado en su vida con más de un loco así.
Ntombi se estremeció en mitad de la habitación, pero Neuman ya no la miraba: Gulethu había querido atar a Nicole con alambre de espino, pero la universitaria no estaba tan ida como él pensaba. Se había defendido: entonces él la había golpeado hasta matarla…
Ntombi volvió a ponerse el vestido, lanzando ojeadas angustiadas a la puerta, como si temiera que su boy-friend fuera a aparecer de un momento a otro.
– ¿Le ocurría a menudo eso de enfadarse tanto?
– Cada vez que estaba excitado -contestó la mestiza-. Siempre con alambre de espino… Era lo que le gustaba a ese pervertido asqueroso… Los demás no estaban al corriente -añadió-.Decía que si se lo contaba, me arrastraría por todo el township atada al tubo de escape de un coche… Yo lo creía.
– ¿La violaba?
– ¡Oh, no! -exclamó ella, con una carcajada-. Eso, ni hablar…
Neuman frunció el ceño:
– ¿Por qué?
– Gulethu era una muía -dijo con desprecio.
Una muía: alguien que rechazaba todo contacto con el sexo opuesto, según la jerga de los townships… A Ali se le encogió el corazón. Gulethu martirizaba a las mujeres pero no las tocaba. Les tenía miedo. Nunca habría podido violar a Kate… Su muerte no era más que una puesta en escena.
Janet Helms había seguido la pista de Epkeen.
Frank Debeer, el gerente de ATD, era un ex kitskonstable, esos policías a los que se adiestraba en tres semanas, en tiempos del apartheid, para engrosar las filas de los vigilantes. Al caer el régimen, Debeer había trabajado en distintas empresas de policía privada y dirigía desde hacía tres años la agencia ATD de Hout Bay, una compañía de seguridad de las más florecientes: vigilancia, protección personal, tenía sucursales en todo el país. El Pinzgauer aparcado en el hangar de Hout Bay correspondía a la descripción del vehículo sospechoso, y Debeer, a quien la pregunta había pillado desprevenido, no negó haber patrullado aquella noche.
Janet Helms conocía todos los programas informáticos, los sistemas de seguridad, las estrategias de los mejores hackers para burlarlos… La operación era ilegal, pero Epkeen le había dado carta blanca; pirateó el sistema informático de la agencia de seguridad y, tras un recorrido laberíntico por la jungla tecnológica, consiguió la lista de accionistas de ATD y estudió sus activos bancarios.
Los dividendos se repartían hacia media docena de bancos, es decir, a otras tantas cuentas cuya numeración también consiguió averiguar. Esa maniobra era asimismo ilegal, y el resultado, aleatorio, pero su intuición era acertada: una de esas numeraciones de Hout Bay era la de la cuenta extranjera que alquilaba la casa de Muizenberg.
¿Evasión fiscal? ¿Financiaciones de operaciones ocultas y fondos reservados en un paraíso fiscal? Los dividendos de ATD se transferían vía un banco sudafricano, el First National Bank (el mismo que dirigía la campaña anticrimen), y revelaban un nombre: Joost Terreblanche.
Janet siguió investigando, pero apenas había información disponible: Terreblanche era un antiguo coronel del ejército que se había tomado la jubilación anticipada al salir elegido Mándela en las elecciones; no parecía residir ya en Sudáfrica. Había una dirección en Johannesburgo, de hacía cuatro años, pero a partir de ahí la pista se perdía. Por una simple cuestión de método, Janet hizo uso de sus recursos en los servicios de información y accedió, una vez más de manera ilícita, a los archivos del ejército.
Estos eran más precisos. Joost Terreblanche había ejercido en la provincia de KwaZulu durante el apartheid, con el grado de coronel, en el 77° batallón: esa unidad reclutaba y entrenaba hombres para operaciones de intervención en los bantustán. Frank Debeer había servido de kitskonstable en el mismo batallón…
Janet Helms rebuscó en los registros, los expedientes y las comisiones. Pronto apareció un nombre en la pantalla. Un nombre siniestro: Wouter Basson.
Wouter Basson (06/07/1959). Cardiólogo y químico. General de brigada y médico particular del presidente Pieter Botha. Inicia su carrera en 1984: temeroso de un ataque bioquímico por parte del bloque comunista, el general Viljoen, responsable de la defensa sudafricana, desarrolla una unidad especial encargada del Chemical and Biological Warfare (CBW) [42]. Nombre en clave: Project Coast.
Wouter Basson recibe la tarea de crear un laboratorio militar en Roodeplaat, un barrio a las afueras de Pretoria. Con la amenaza de Mándela y su programa (una voz, un voto), las autoridades caen en la cuenta de hasta qué punto les es favorable la demografía del país: Basson contrata a doscientos científicos, a los que el Civil Cooperation Bureau (CCB) encomienda la tarea de fabricar armas químicas -azúcar con salmonela, cigarrillos de antraceno, cerveza con talio, chocolate al cianuro, whisky a la colchicina, desodorante con salmonela thyphimurium- con miras a eliminar a los militantes antiapartheid en Sudáfrica, pero también en Mozambique, en Swazilandia, en Namibia… (El número de víctimas se desconoce hasta el momento.) Basson prosigue sus investigaciones ultrasecretas y concibe una molécula mortal, sensible a la melanina que pigmenta la piel de los negros. Estudios sobre la propagación de epidemias entre las poblaciones africanas, esterilización en masa de las mujeres negras a través de los depósitos de agua, etcétera. Pese a la firma de tratados de no proliferación bioquímica y el embargo antiapartheid, Reino Unido, Estados Unidos, Israel, Suiza, Francia, Irak o Libia colaboran en los programas del laboratorio hasta que, en 1990, el nuevo presidente De Klerk detiene la producción de agentes químicos y ordena su destrucción.
En 1993 se desmantela el Project Coast. Las actividades de Basson son objeto de investigaciones internas, pero en mayo de 1995 el gobierno de Mándela lo contrata para trabajar en el Proyecto Transnet, una compañía de transporte e infraestructuras, antes de ser readmitido como cirujano en la unidad médica de las fuerzas armadas.
En 1996, la Comisión Verdad y Reconciliación (CVR), dirigida por Desmond Tutu, investiga las actividades biológicas y químicas de las unidades de seguridad. Basson trata de abandonar Sudáfrica: es detenido en Pretoria con grandes cantidades de éxtasis y documentos oficiales confidenciales. Acusado de fraude fiscal y producción masiva de estupefacientes, Basson es acusado también de cerca de sesenta homicidios, consumados o en grado de tentativa, contra personalidades muy destacadas como Nelson Mándela y el reverendo Franck Chikane, consejero del futuro presidente Mbeki.
1998: Basson, apodado «Doctor Muerte», comparece ante la Comisión. Rechaza solicitar la amnistía. Hay sesenta y siete cargos contra él, entre los cuales posesión y tráfico de estupefacientes, fraude, 229 homicidios o tentativas de homicidio y robo. La acusación presenta 153 testigos, entre ellos, ex agentes de las fuerzas especiales que hablan de oponentes anestesiados o envenenados y arrojados al mar desde aviones. El juicio aún no ha concluido.
1999: el juez-presidente Hartzenberg, hermano del presidente del partido conservador sudafricano que oficiaba bajo el régimen del apartheid, reduce el número de cargos a cuarenta y seis.
2001: Basson presenta su defensa sobre la legalidad de su actividad. Varias figuras militares del apartheid aportan su respaldo, entre ellos el general Viljoen, antiguo jefe del Estado Mayor reconvertido en la política nacionalista afrikáner, y Magnus Malan, fiscal general del Estado cuando ocurrieron los hechos. Desaparecen de manera inesperada tres CD que recopilaban datos sobre los experimentos de Basson.
2002: Basson, que se ha declarado inocente en el juicio más voluminoso de la historia jurídica del país, es absuelto por el juez Hartzenberg.
El Estado sudafricano recurre ante el Tribunal Supremo, que deniega un nuevo juicio. Wouter Basson no será juzgado de nuevo. «Un día oscuro para Sudáfrica», declara Desmond Tutu.
Basson vive en la actualidad en un barrio elegante a las afueras de Pretoria. Ha recuperado su actividad como cardiólogo y ejerce en el hospital universitario de dicha ciudad.
NOTA: Joost Terreblanche, coronel del 77° batallón, participó en Project Coast hasta 1993, fecha de su desmantelamiento; era el encargado de las tareas de transporte del material, mantenimiento y seguridad de los locales donde se realizaban las investigaciones.
Neuman dejó el informe de la agente Helms sobre la mesa y miró a Epkeen. Se habían citado en un bar del Waterfront, el complejo comercial construido en los muelles de la ciudad; a dos pasos de la terraza, un grupo étnico de pacotilla tocaba sin ninguna alegría melodías a la carta para los turistas calzados con sandalias. Neuman no les había dicho por qué prefería quedar ahí y no en la central. Janet había acudido sin hacer preguntas, con sus fichas y su uniforme demasiado estrecho.
– ¿Tú qué opinas?
– Lo mismo que tú, gran jefe -contestó Epkeen-. Nos han dado pistas falsas. -Exhaló el humo de su cigarrillo, sin apartar la vista del documento de la agente de información-. La casa de Muizenberg, el Pinzgauer de la agencia ATD, la cuenta en el extranjero: parece que Terreblanche vuelve a estar en activo.
– Sí. El objetivo de la operación ya no sería el de intoxicar a la juventud como en tiempos del apartheid, sino eliminarla, pura y simplemente: la base de tik para enganchar al consumidor, y el virus para matarlo…
– Basson ya estudió el tema -comentó Brian-. ¿Crees que el cerdo ése está en el ajo?
Al otro lado de la mesa, con la nariz metida en un batido que no era precisamente lo que más le convenía dado su sobrepeso, Janet Helms se hacía la misma pregunta.
– No -dijo Neuman-. Basson está demasiado vigilado. Pero Terreblanche sí está metido en esto. El y sus cómplices.
– ¿Debeer?
– Entre otros.
La foca, que llevaba media hora tumbada al sol en el muelle, se zambulló en el agua, ante la admiración de los curiosos. El camarero le pidió a Epkeen que apagara su cigarrillo (era una terraza para no fumadores), pero éste lo mandó a paseo.
– Vale -resumió-. Supongamos que Terreblanche y sus compinches han fabricado una droga mortal y han utilizado a la banda de Gulethu para venderla por toda la costa. Supongamos que la casa de Muizenberg ha sido su escondite, que la banda estuviera encargada de vigilar los alrededores y que levantaran campamento al acercarnos nosotros, dejando algunos cadáveres en el sótano para alejarnos de la pista verdadera… Supongamos también que Simón y su banda fueran también pequeñas piezas del engranaje: bastaba un poco de tik o de Mandrax para controlarlos. ¿Para qué querrían administrarles a ellos también esa porquería de droga?
– Para limitar su esperanza de vida -dijo Neuman-. El período de incubación del virus es demasiado largo para que pudiéramos encontrarlo en Nicole o en Kate -explicó-, pero el surfista de False Bay y Simón contrajeron el mismo virus hace varias semanas: una cepa de sida, introducida en la droga… Eso significa que todas las personas que consumieron el producto están hoy infectadas. Sin un tratamiento rápido, les quedan sólo unos pocos meses de vida…
– Entonces el objetivo no eran los jóvenes blancos de la costa, sino los chavales del township.
– Eso parece.
Janet Helms tomaba apuntes en su libreta, con el regusto dulce del batido en los labios. El afrikáner soltó un taco para el fondo de su espresso.
– ¿Y dónde está Terreblanche?
– Por el momento, en ninguna parte -dijo Neuman.
– No he encontrado nada en los ficheros de la SAP -confirmó la mestiza-, ni en los diferentes servicios administrativos o médicos. Tan sólo una nota en los archivos del ejército.
– ¿Y eso cómo puede ser?
– Es un misterio -dijo-. Terreblanche tiene acciones de empresas sudafricanas pero hace años que ya no reside aquí. Me ha resultado imposible localizarlo en el extranjero. He rebuscado en los archivos del ejército, pero no hay prácticamente nada sobre él: sólo su hoja de servicios y su participación en el Project Coast del Doctor Muerte.
– Siempre podemos tratar de hablar de este asunto con el fiscal general para que abra una investigación -propuso Epkeen.
– Nos mandaría a hacer gárgaras -dijo Neuman-. No tenemos nada, Brian: sólo información obtenida de manera ilegal y un organigrama de hace veinte años sobre un asunto definitivamente archivado. Comprar una casa mediante una cuenta en el extranjero o patrullar en Pinzgauer la noche de un homicidio no es un delito que se pueda perseguir: necesitamos pruebas.
Por la megafonía, una voz grabada invitaba a los turistas a no aventurarse fuera de las verjas del complejo comercial, como si una horda de delincuentes estuviera esperando para desvalijarlos. Epkeen se encendió otro cigarro.
– Puedo ir a buscarle las cosquillas a Debeer -dijo.
– Con eso corremos el riesgo de alertar a Terreblanche -objetó Neuman-. No quiero que se nos escape… Janet -dijo, volviéndose hacia el aspirador de batidos-: trate de dibujarme el organigrama de los colaboradores de Basson en Project Coast, con sus coordenadas y toda la información que logre encontrar. Terreblanche pudo contratar a antiguos químicos para este asunto. Busque en los ficheros de los servicios especiales, en los del ejército… Poco importa cómo lo consiga.
Janet asintió por encima de los restos de batido. Sería capaz de piratear los ordenadores del Pentágono si se lo pidiera.
– ¿Puede introducirse en las redes informáticas sin dejar rastro? -quiso saber.
– Pues… sí… Con las contraseñas y un ordenador seguro lo tendría que conseguir… Pero, en fin, es arriesgado, capitán…
Se jugaba la carrera, a fin de cuentas.
– Ha habido demasiadas filtraciones en este caso -dijo Neuman-. Si la muerte de Kate fue una puesta en escena para acusar a Gulethu y cerrar el caso, eso significa que Terreblanche y sus cómplices tuvieron acceso a los informes de autopsia de la morgue. O incluso a nuestros propios ficheros.
– Pensaba que eran seguros -observó Epkeen.
– Los archivos del ejército que ha consultado Janet también lo son.
Brian hizo una mueca de amargura. La corrupción afectaba a todos los peldaños de la sociedad, desde el particular que compraba en la calle mercancía robada hasta las élites del poder: evasión fiscal, fraudes, irregularidades, tejemanejes financieros, dos terceras partes de los dirigentes estaban implicados.
– Janet, ¿se ve capaz?
La mestiza asintió con la cabeza, con rigidez militar.
– Sí, capitán.
Como una buena soldadita.
– De acuerdo: usted se ocupa de Project Coast. Brian, tú date una vuelta por la agencia de Hout Bay. Mira si puedes encontrar algo, documentos, lo que sea. No es casualidad que el 4x4 estuviera en las inmediaciones de la casa de Muizenberg, y si se han expuesto a dejar cadáveres en el sótano es porque querían esconder otra cosa.
Epkeen seguía el razonamiento:
– Sus propios rastros.
– Seguramente. Borrados por la sangre y la mierda.
A Janet se le quitaron las ganas de apurar su batido.
– ¿Qué crees tú que había en esa casa? -dijo Brian-. ¿Un laboratorio en el que fabricaban la droga?
– Eso ya nos lo dirás tú… Una visita discreta -precisó con aire entendido-. Yo me encargo del resto… Nos vemos mañana por la mañana, en el mismo sitio: digamos a las ocho. Hasta entonces -ordenó-, reduzcamos nuestras comunicaciones al máximo.
Neuman necesitaba autorización de Krugë para hacer una redada en condiciones en el township. Si, como creía, Gulethu había sido sacrificado en el ataque suicida contra el shebeen, Mzala y los americanos eran cómplices. Arrestarlos no sería coser y cantar, habría jaleo seguro…
El viento nocturno traía de vuelta al último ferry de Robben Island cuando terminaron de aclarar los detalles de su plan. Janet Helms fue la primera en marcharse, con sus cuadernos escolares y sus tacones, en busca de sus valiosas contraseñas. Neuman aprovechó que Brian se acercó a pagar a la barra para llamar por teléfono.
La bailarina contestó al primer timbrazo.
– ¿Qué? -rió-. ¿Has salido de tu sarcófago?
– Digamos que les tengo cariño a mis vendas de momia… ¿Te pillo en mal momento?
– Me subo al escenario dentro de tres minutos.
– Seré breve.
– Tenemos tiempo.
– No estoy tan seguro.
– ¿Por qué? ¿Me sigues tomando por una terrorista?
– Sí, por eso vas a ayudarme.
– Hombre, si lo dices así, con tanta amabilidad… ¿Ayudarte en qué?
– Busco a un hombre -dijo-, Joost Terreblanche, un antiguo coronel del ejército que se ha pasado al negocio de las empresas de seguridad, con cuentas numeradas en paraísos fiscales y ninguna transparencia en sus actividades.
Zina resopló.
– Eres un coñazo, Ali.
– Terreblanche ha desaparecido de nuestros ficheros, pero seguro que de los vuestros no.
– ¿De qué estás hablando exactamente?
– De los ficheros del Inkatha.
– Paso del Inkatha.
– No ha sido siempre así.
– ¡Ya no me meto en política! Ya sólo bailo y elaboro ridículas mezclas para pringados como tú: ¿no te habías dado cuenta?
Cayó una lluvia de besos muertos sobre la terraza vacía.
– Te necesito -le dijo él.
– No tanto como yo, Ali.
Miraba de reojo la entrada del bar, por donde Brian podía aparecer de un momento a otro. No quería que lo viera hablar con ella.
– Terreblanche colaboró con el doctor Basson -prosiguió el zulú en voz baja-. No testificó en la Comisión Verdad y Reconciliación y disfruta de cierta protección: su nombre ha desaparecido casi por completo de nuestros ficheros. Seguro que el Inkatha ha guardado un expediente sobre él, información a la que nosotros ya no tenemos acceso.
– Ya no formo parte del Inkatha -repitió Zina.
– Pero conservas contactos: uno de tus músicos es el hermano de Joe Ntsaluba, allegado del jefe Buthelezi: Joe es uno de tus viejos amigos, ¿verdad? -Al ver que ella no decía nada, insistió-: Terreblanche tiene una base de operaciones en alguna parte, en el extranjero o incluso en Sudáfrica.
– ¿Eso es todo lo que se te ha ocurrido para atraerme a tu trampa?
– Lo de la trampa lo dices tú. Yo quiero la cabeza de Terreblanche, no la tuya.
– ¿En serio?
Neuman notó que Zina vacilaba.
– Quedará entre nosotros -le aseguró.
La bailarina siguió pensándoselo al otro lado del hilo. El regidor le hacía gestos nerviosos por la puerta del camerino: era hora de subir al escenario.
– Tengo que dejarte -dijo.
– Es urgente.
– Ya te llamaré.
– Ngiyabonga <emphasis><strong>[43]</strong></emphasis>.
Neuman colgó justo cuando Brian salía del bar. El afrikáner tiró la cuenta a la papelera y vio a su amigo plantado en medio de la terraza, con aire inquietante.
– ¿Has hablado con la chica del Inkatha?
– Sí -dijo-. Va a indagar por su cuenta.
Las avenidas del Waterfront estaban ahora desiertas. Brian se acercó a él:
– ¿Qué pasa?
– Nada.
Pero por un momento le pareció que estaba a punto de llorar.
– Mándame un mensaje cuando vuelvas de Hout Bay -le dijo, para abreviar-. Nos vemos mañana por la mañana.
Brian asintió, con el corazón en un puño.
– Adiós, Casandra…
– Adiós.
Lo atenazó una sensación horrible, como si se vieran por última vez.
Todo el material estaba reunido, muestras, pruebas, disco duro… Terreblanche cerró la segunda maleta y alzó la cabeza hacia el gerente de la agencia, que acababa de entrar en la habitación.
– Alguien se ha introducido en nuestros ficheros -anunció Debeer.
– ¿Cómo que alguien se ha introducido en nuestros ficheros?
– Un hacker.
El rostro del ex militar cambió de color:
– ¿Qué hay en esos ficheros?
– Las cuentas de la agencia… El poli que vino el otro día buscaba un Pinzgauer -prosiguió Debeer-. Quizá hayan descubierto la relación con la casa.
La policía no había mordido el anzuelo. Conocía la existencia del vehículo… Terreblanche vaciló unos segundos, conectó los cables adecuados de su cerebro y no tardó en tranquilizarse: no podrían seguir la pista hasta él, a no ser que lo pillaran in fraganti. Era demasiado tarde. Todo estaba preparado, terminado; el laboratorio, destruido, y el equipo de investigación ya se encontraba en el extranjero. Sólo quedaba evacuar el material -el avión estaba listo- y borrar las últimas huellas… -¿Cuántos hombres quedan?
– Cuatro contando conmigo -contestó Debeer-. Además de los dos empleados…
Esos no sabían nada. Podían dejar un vigilante en la agencia: los demás se irían con él… Terreblanche cogió el móvil y marcó el número de Mzala.
Las habitaciones situadas al fondo del shebeen se habían librado del tiroteo. Las barritas de incienso que ardían junto al cuchillo no ocultaban el olor a pies, pero a Mzala le traía sin cuidado. El jefe de la banda de los americanos, tumbado en el colchón que le servía de cama, disfrutaba de una felación cuando sonó su móvil -una ráfaga de metralleta que se había bajado de Internet, a sus hombres les hacía mucha gracia…-. Apartó a la gorda babosa en sujetador que le chupaba el glande, vio el número que aparecía en la pantalla -¿qué querría ahora ese imbécil?- y agarró a la chica por la cabeza para que reanudara su tarea.
– ¿Qué hay?
El ex coronel no estaba de humor para bromas.
– Esta noche vas a organizar una gran fiesta en honor de los americanos -anunció con una voz muy poco festiva-. Díselo a tus amiguitos, que acudan todos de punta en blanco.
– ¡Si les digo esas mismas palabras no creo que les motive mucho! -se rio el jefe-. ¿Y qué celebramos?
– La victoria contra la banda rival -contestó Terreblanche-, la pasta que os vais a repartir dentro de poco, lo que sea: crédito de alcohol ilimitado.
El Gato entornó los párpados, sin relajar la presión sobre la nuca de la chica, que seguía chupándosela.
– Muy amable, jefe… ¿De qué va esto?
– Sólo tendrás que vigilar lo que bebes -insinuó Terreblanche-. Yo aporto el polvo que hace soñar y el servicio postventa -añadió-. El único imperativo es que todos los elementos implicados estén presentes esta noche: tendremos que habernos largado al amanecer.
Mzala olvidó de pronto a la chica, con sus tetorras aplastadas sobre sus huevos: era la Gran Noche.
– O sea, que hay que dejarlo todo bien limpio y ordenado antes de marcharnos, ¿no?
– Eso es, todo bien limpio y ordenado… Me pasaré por la iglesia hacia las siete y media para darte el material.
– Vale.
– Otra cosa: no quiero ni la sombra de un testigo en este asunto. Ni uno solo.
– Puede confiar en mí -aseguró Mzala.
– Ni hablar-ladró el jefe-. Tendrás que traerme pruebas. Apáñatelas como quieras. Sin pruebas, no hay pasta: ¿está claro?
La mente del tsotsi flotaba sobre un colchón lleno de sangre.
– Muy claro -dijo, antes de colgar.
La chica que se la chupaba gemía, con su culazo en pompa, como si mil machos cabríos la montaran desde las estrellas. Mzala sonrió por encima de ella, que seguía lamiendo a buen ritmo… Pensaba en sus tetorras, que se balanceaban sobre sus huevos, su garganta rolliza que pronto recibiría su esperma, el cuchillo junto al colchón, y no tardó nada en correrse.
– ¿Necesita algo más, señor Van der Verskuizen?
Eran las siete de la tarde, y Martha había terminado su jornada.
– No, no, Martha -le dijo-, ¡ya puede irse a su casa! La secretaria le devolvió la sonrisa, cogió su bolso rosa que estaba detrás del mostrador y abrió la puerta:
– Hasta mañana, señor Van der Verskuizen.
– Hasta mañana, Martha…
Rick vio a la joven salir de la consulta. Acababa de contratarla, todavía estaba en período de prueba. Martha, una rubia recién salida de la agencia de empleo y que debía de tener el coño más apretadito de todo el hemisferio sur -¡ja, ja!-. Acababa de terminar con el último cliente, un arquitecto muy pesado que tenía una inflamación porque le estaban saliendo las muelas del juicio: había conseguido encasquetarle una serie de seis consultas. Cuando se tiene dinero, se gasta en cosas inútiles, ¿o no?
Llamaron a la puerta de la consulta. Martha había olvidado algo: sus bragas, tal vez, ja, ja… Abrió la puerta blindada, pero se le heló la sonrisa como si le acabaran de poner anestesia.
Ruby.
– Pareces sorprendido, ¿es que estabas esperando a otra persona?
– ¡Qué va, en absoluto! -exclamó, cogiéndola del brazo-. Pero como nunca vienes a la consulta… ¿Qué tal estás, cariño?
Rick había recuperado su sonrisa a lo George Clooney, la que les ponía a las celebridades locales para que vieran que estaban en el mismo bando. Llevó a su novia a su despacho privado, cuya inmensa cristalera daba a Table Mountain.
– Sólo tengo que coger unos cuantos papeles y estoy contigo…
– He hablado antes con tu antigua secretaria -dijo entonces Ruby con una voz demasiado tranquila-. Me ha dicho que mantienes relaciones muy estrechas con tus jóvenes colaboradoras.
– ¿Qué?
– No te hagas el sorprendido, haz el favor.
Ya había visto a Ruby en ese estado en otras ocasiones. No era eso lo que lo atraía en ella. Le gustaba su cuerpo salvaje, su energía, su fuerza y la esperanza que la había empujado a sus brazos, pero su lado incontrolable lo ponía en guardia contra toda idea de matrimonio…
– ¡¿Y bien, qué tienes que decir a eso?! -insistió.
– Fay es una víbora -dijo Rick entre dientes-, ¡una víbora que miente en cuanto abre la boca!
– En cualquier caso, tiene buena memoria cuando miente -observó Ruby-: sobre todo recuerda muy bien los nombres y las horas de las citas.
– ¿De qué estás hablando?
– Kate Montgomery venía siempre a última hora de la tarde, era tu última cliente -dijo-, justo cuando tu secretaria terminaba su jornada y se marchaba… ¿Qué opinas de eso?
– Por Dios, Ruby -dijo, con aire suplicante-, ¡eran los horarios que a ella le venían bien! ¡¿Qué te estás imaginando ahora?!
Ruby seguía dándole vueltas a su idea.
– Confiesa que te acostaste con Kate -le espetó.
– ¡Estás loca!
– ¡Confiesa que al menos intentaste acostarte con ella! Sus ojos echaban chispas de la rabia. Una loca. Vivía con una loca.
– ¡Pero, Ruby, te estoy diciendo la verdad! Nunca he tenido relaciones con Kate Montgomery. ¡Por Dios santo! ¡Le curaba los dientes!
– Con la polla.
El dentista cerró los ojos y tomó el rostro de Ruby entre sus manos. Nunca se había acostado con Kate. Ella nunca habría querido. O al contrario, quizá la joven no deseara otra cosa. De todas maneras, era una chica frágil, una chica problemática. Cuidaba de su clientela, tanto en sentido literal como figurado, y sobre todo le interesaba conservarla. Rick suspiró, de pronto se sentía cansado. Lo acosaban por todos lados, y ahora encima Ruby aparecía en su consulta como una fiera…
– Es el cerdo ese del policía -dijo por fin-: es el cerdo ese el que te ha metido todas esas porquerías en la cabeza, ¿verdad?
Un avión surcó el azul del cielo al otro lado de la cristalera. Ruby bajó la cabeza.
No quería verlo: se avergonzaba de su propia desesperación. La desconfianza y el resentimiento le jugaban malas pasadas. Siempre esperaba lo peor: no, más que esperar, lo provocaba. Se mordía la cola, como un cochino escorpión, se picaba con su propio veneno. Su necesidad de ser amada y protegida era demasiado fuerte. El mundo ya la había abandonado una vez cuando tenía trece años. Ruby se sentía confusa, atrapada entre dos realidades. No creía en ninguna de ellas. A dos pasos de allí, Rick esperaba un gesto suyo, un gesto de amor… Algo en su cabeza, sin embargo, seguía diciéndole que ella tenía razón; que, una vez más, la iban a traicionar. Ruby apretó los dientes, pero no pudo reprimir el temblor de sus labios. No podía controlarlo, no podía controlarlo.
– Tómame -murmuró-. Tómame en tus brazos…
Josephina había corrido la voz en los clubes y las asociaciones del township, compuestas en su mayoría por mujeres, voluntarias que luchaban por que no se hundieran las ratas con el barco. Los niños que buscaba su hijo eran niños perdidos. El propio Ali podría haberse encontrado en esa situación, si no hubieran huido de las milicias que habían asesinado a su padre. Y todos esos niños que iban a perder a sus madres por culpa del sida, esos huérfanos que pronto engrosarían las filas de los desdichados: si ellas no se ocupaban de ellos, ¿quién lo haría? El gobierno estaba ya bastante ocupado con la violencia en las ciudades, con el paro, el recelo de los inversores y ese Mundial de Fútbol del que todo el mundo hablaba…
Por suerte, Mahimbo, una amiga de las Iglesias de Sión, la llamó por fin: había visto a dos niños que correspondían a la descripción, diez días antes, en la zona de Lengezi, un niño alto y delgado con un pantalón corto verde y otro más bajito, con una camisa caqui y una cicatriz en el cuello. Había una iglesia en Lengezi, junto a un public open space, en la que trataban de dar de comer a los más necesitados. El pastor tenía una joven asistenta, Sonia Parker, que se ocupaba de prepararles una sopa al menos una vez a la semana: quizá los viera regularmente… La asistenta no tenía teléfono, pero terminaba su jornada a las siete, tras el último oficio.
Eran las siete y diez.
El autobús la dejó a un kilómetro, pero Josephina afrontó la caminata con buen ánimo. Subió la calle en penumbra y adivinó la silueta de la iglesia entre las sombras del anochecer. El barrio estaba desierto. La gente prefería ver la tele en familia, o en casa del vecino si tenía televisor, antes que vagar por las calles, por el peligro de cruzarse con algún loco furioso que acabara de salir de un shebeen… Un perro sin rabo la acompañó, intrigado por el bastón que la sostenía. La anciana recuperó el resuello en la escalinata de la iglesia, sudando la gota gorda. Unas pocas estrellas flotaban en un cielo azul petróleo. Josephina tanteó los peldaños de contrachapado, para asegurarse de que resistirían su peso, y subió su corpachón hasta la puerta de madera.
No tuvo que llamar, estaba abierta.
– ¿Hay alguien? -preguntó a las tinieblas.
Las sillas parecían vacías. El altar también estaba sumido en la oscuridad…
– ¿Sonia?
Josephina no distinguía ninguna luz, ni siquiera el débil resplandor de una vela encendida. Dio algunos pasos titubeantes por el pasillo de cemento.
– Sonia… Sonia Parker, ¿está usted ahí?
Josephina avanzó a tientas, ayudándose con su bastón y, conforme se iba acercando al gran Cristo colgado en la pared, notó un olor que le resultaba familiar. Un olor a hollín… Hacía poco que habían apagado las velas.
– ¿Sonia?
La gruesa mujer avanzó contoneando las caderas hasta el altar, cubierto con un paño blanco, y levantó los ojos a la cruz: desde lo alto de su martirio, el Hijo de Dios la observaba impasible.
De pronto, la temperatura se enfrió bajo las bóvedas de la iglesia, como si una corriente de aire le hubiera helado los huesos: Josephina sintió una presencia a su espalda, una forma todavía indistinta que acababa de surgir de detrás de una columna.
– Vaya, vaya, vaya… ¿Qué estás haciendo aquí, Big Mama?
Josephina se quedó petrificada: el Gato acechaba entre las sombras.
El viento nocturno, que se colaba por la ventanilla del coche, cubría el sonido distorsionado de los Cops Shoot Cops, que sonaban por la radio. Eran las dos de la madrugada en la M 63: Epkeen conducía deprisa, en dirección a la costa sur de la península, con el material tirado de cualquier manera sobre el asiento del coche. Según la información que Janet Helms había pirateado, la agencia de seguridad estaba vigilada por una cámara, situada en el exterior del edificio, que barría la entrada y buena parte del patio, pero no el hangar. Un vigilante armado, vestido con un uniforme con los colores de ATD, patrullaba fuera y se comunicaba por radio con su compañero de televigilancia. Una telefonista recibía las llamadas y estaba encargada de ponerse en contacto con los equipos del turno de noche que hacían su ruta por el sector.
Epkeen aminoró la velocidad en las inmediaciones de Hout Bay. La pequeña ciudad estaba vacía a esa hora. Pasó por delante de los restaurantes del puerto y del aparcamiento desierto, y dejó el Mercedes al final del muelle. El grito de una gaviota resonó desde el mar. Cogió el material del asiento del coche. Hacía años que no realizaba ese tipo de operación… Brian respiró hondo para librarse de los nervios, que le subían por las piernas. No vio un alma junto a los pontones. Se puso un pasamontañas negro, comprobó su arnés y se adentró a pie en la noche.
Los almacenes de la pesquería estaban cerrados a cal y canto, y las redes, recogidas. Se metió entre los palés y aguardó al amparo de las sombras de los hangares. El edificio de la agencia se recortaba sobre las nubes grises. Ya sólo se oía el sonido de las olas que lamían la quilla de los barcos y del viento golpeando contra las estructuras. Pronto apareció un haz de luz por el ala este de la antigua mansión aristocrática: el vigilante, con su gorra calada hasta las cejas. No tenía perro, pero sí pistola y porra, ambas colgaban de su cinturón de cuero… Brian calculó el ritmo de su ronda: tenía exactamente tres minutos y dieciséis segundos antes de que su álter ego se inquietara ante su pantalla de control… Dejó que el vigilante doblara la esquina y, rodeando el ojo de la cámara, corrió hacia el garaje.
Pasaron tres nubes bajo la luna intermitente. Brian empezaba a sudar bajo el pasamontañas, que apestaba a antipolillas. El vigilante reapareció por fin, tras doblar la esquina de la casa. Epkeen apretó con fuerza su porra, con la espalda apoyada contra el hangar. El haz de su linterna pasó delante de él… El hombre apenas esbozó un gesto: la porra lo golpeó en la nuca, a la altura de la médula espinal. Epkeen lo sujetó antes de que chocara contra el suelo y arrastró el cuerpo hasta dejarlo fuera de la vista. El vigilante, un blanco de pelo muy corto, parecía dormido. Empapó en cloroformo el algodón que tenía en el bolsillo y se lo apretó contra la nariz; eso bastaría para dejarlo fuera de combate varias horas… Dos minutos cuarenta: evitando la cámara que barría el patio, corrió hacia el ala sur de la agencia.
Unos barrotes de hierro impedían la entrada a la planta baja, pero las ventanas del primer piso no estaban protegidas. Se ajustó las correas de su pequeña mochila y, trepando por el canalón, subió hasta el balcón. Sacó el sacaclavos y lo encajó en el marco de la ventana, que cedió con un tremendo crujido. Epkeen hizo una mueca y se coló en el interior de la casa.
La habitación de la primera planta parecía un trastero: dos maletas cerradas con candado apoyadas en la pared, otras cajas apiladas… No se oía un solo ruido: Epkeen abrió la puerta con cuidado. Daba a un pasillo y a una fuente de luz que procedía de la planta baja… Un minuto: avanzó sin ruido hasta la escalera, olvidándose del segundero. Se oían voces abajo, un hombre y una mujer que reían en la cabina de televigilancia… Bajó las escaleras, con la porra en la mano.
– ¿Y te sabes el de la rubia que ve un barco en el desierto?
– ¡No!
– Pues mira, esto es una rubia y una morena que van en coche y de repente ven un barco en pleno desierto; entonces la morena le dice a la rubia…
El vigilante estaba sentado en una silla giratoria, de espaldas a la puerta. Junto a las pantallas de control, la telefonista se bebía sus palabras, con una sonrisa pintada en la cara. Entonces abrió unos ojos como platos, con una expresión de pánico, y gritó, llevándose las manos a la boca, pero demasiado tarde: la porra se abatió sobre la cabeza de su compañero. El vigilante giró sobre su silla y se desplomó a sus pies, unos piececitos rechonchos embutidos en unos mocasines con borlas que no se atrevían a moverse.
– No… -Quiso debatirse-. ¡¡¡No!!!
Dominando sin esfuerzo sus pobres aspavientos, Epkeen la sujetó del cuello y le apretó sobre el rostro el pañuelo impregnado en cloroformo. La telefonista se agitó un momento, antes de caer desmayada entre sus brazos, como una princesa. La tendió en el suelo, le administró su dosis de cloroformo al vigilante y se quitó por fin el pasamontañas maloliente, empapado en sudor. Estaba un poco mareado, pero no tenía tiempo que perder. Alertada por el silencio, no tardaría en acudir alguna patrulla…
El ordenador central estaba en un despacho de la planta baja. Janet Helms ya le había echado un vistazo. Epkeen rebuscó entre las carpetas colocadas en los estantes, vio hojas con cifras, informes, listas de clientes… Se necesitarían horas para espulgarlo todo. Desde el despacho vecino le llegó el timbre del teléfono, seguramente llamaban de la central de vigilancia. Subió al piso de arriba. Las cajas metálicas que había entrevisto antes estaban colocadas contra la pared, había también dos grandes maletas sin nombre ni destino… Sirviéndose del sacaclavos, Epkeen reventó el candado de una de ellas. En el interior había varias hileras de tubos cuidadosamente guardados, protegidos por paneles de goma espuma: centenares de muestras etiquetadas, con códigos incomprensibles. Sacó uno de ellos y examinó el líquido que contenía: sangre…
Se guardó la muestra en el bolsillo, lanzó una ojeada inútil hacia la ventana y forzó la cerradura de la otra maleta, que no tardó en ceder. Dentro había un disco duro, rodeado de polistireno. Epkeen lo dejó en el suelo y le quitó la estructura de metal. Unas bolsitas con polvo aparecieron bajo el haz de luz de su linterna, centenares de dosis en bolsitas individuales de plástico. La misma textura y el mismo color que la droga encontrada en la casa prefabricada… Entonces le pareció oír el ruido de un coche en el patio. En ese mismo momento volvió a sonar el teléfono en la planta baja.
Muy nervioso, Brian consultó su reloj: ya había pasado el cuarto de hora que se había dado. Volvió a ponerse el apestoso pasamontañas, metió el disco duro en su mochila, cogió dos bolsitas de droga y salió corriendo de allí.
1) Las personas que actualmente padecen deficiencias de neurotransmisores (NT) sufren numerosas enfermedades propias del hombre occidental: obesidad, depresión, ansiedad, insomnio, alteraciones de la menopausia, etcétera. Las personas depresivas sufren perturbaciones en distintas áreas del cerebro, responsables del humor y la regulación del apetito, el sueño, el deseo sexual y la memoria. Exceptuando la hipófisis, todas esas áreas forman parte del sistema límbico: en condiciones normales, reciben señales provenientes de las neuronas que secretan serotonina o noradrenalina. Una disminución de la actividad de los circuitos serotoninérgicos o noradrenérgicos podría favorecer la aparición de un estado depresivo. Según nuestros estudios, numerosas depresiones parecen ser el resultado de perturbaciones en los circuitos cerebrales que utilizan monoaminas como neuromediadores. Los antidepresivos más vendidos en Europa y en Estados Unidos, tales como el Prozac, funcionan aumentando artificialmente el nivel de serotonina en las sinapsis de las neuronas afectadas por esas enfermedades. Si se encontrara el gen que permitiera conseguir un índice suficiente y regulado de ese NT, podrían generarse «superhombres»: adiós a la obesidad, a la ansiedad, a la depresión y al insomnio. De la misma manera, uno podría someterse al estrés más terrible sin que la psique se viera afectada: el medicamento sería un éxito comercial sin precedentes, tendría un mercado de cientos de miles de personas.
2) Hemos centrado nuestras investigaciones en una enzima, la MAO. La enzima intracelular MAO (monoamina-oxidasa) modula la concentración sináptica y degrada las monoaminas (serotonina y noradrenalina). Su gen ha sido clonado, así como el resto de sustancias que permiten su regulación. Los fragmentos de ADN correspondientes a esta enzima se han introducido después con éxito en un AAV Este vector viral ha sido probado con éxito en monos. Se ha utilizado la terapia genética in vivo que consiste en inyectar el vector portador del gen de interés terapéutico directamente en el torrente sanguíneo, para alcanzar específicamente las células requeridas.
Dado que los efectos secundarios de este tipo de sustancias sólo pueden analizarse en cobayas humanos, hemos preparado y testado este ADN recombinado en determinadas personas.
Tras largos titubeos debidos a la hipertensión y sobre todo a reacciones suicidas o de máxima violencia, actualmente podemos afirmar que dichas pruebas han dado resultados positivos.
3) Por otro lado, hemos seleccionado una cepa de VIH-1-4 antes de proceder a la obtención de virus mutados en el gen de la gp41. Esta glucoproteína posee el péptido que corresponde a un ámbito responsable de la interacción con la caveolina, proteína de la membrana celular que, asociada a otros constituyentes de la membrana, está implicada en la internalización de elementos externos, como virus (por ejemplo). Este ámbito de gp41, llamado CBD1, desempeña una función importante en la infección de células por el VIH. La mutación, al contrario que las investigaciones llevadas a cabo por nuestros colegas, permite una penetración más importante y eficaz en los T4. El virus es, pues, capaz de infectar y de destruir a un 80% de los T4 en pocas semanas. Las personas infectadas por este «súper virus» mueren de enfermedades oportunistas antes incluso de que se las diagnostique como seropositivas.
El virus ha podido introducirse con éxito en el 100% de los sujetos tratados.
Epkeen releyó por tercera vez el documento.
La adrenalina de su organismo había vuelto a niveles normales tras su excursión nocturna a la agencia de Hout Bay: el ordenador ronroneaba en la habitación del fondo, la de David, abandonada desde hacía mucho tiempo -un póster de Nirvana colgaba aún de la pared, con la esquina izquierda despegada como señal de duelo…-.
El radiodespertador indicaba las 5:43. Epkeen empezaba a sentir sueño. Había quedado dos horas después con Ali y Janet, y no estaba seguro de haber comprendido todos los detalles del caso, y menos todavía el galimatías técnico del director del proyecto de investigación. Charles Rossow, así se llamaba. Especialista en biología molecular… Epkeen había abierto los iconos del disco duro que había robado de la maleta de Hout Bay y había encontrado ficheros de títulos sibilinos en los que había una serie de cuadros, detalles de experimentos y otros análisis redactados en una jerga casi incomprensible para un profano en la materia. Pero había entendido lo esencial: éxito comercial sin precedentes, virus… Ese fichero era pura dinamita.
Hizo dos copias del disco duro en sendas memorias USB y se las guardó en el bolsillo del pantalón… 5:52 indicaba el viejo despertador. Brian todavía olía mal debido al estrés que había pasado en su operación nocturna. Pensó en darse una ducha, se quedó ensimismado mirando los pósters de la habitación transformada en despacho… David. El hijo pródigo. Primero de su promoción. Un timbre estridente lo sacó de su letargo, el del fax que estaba junto a la impresora. Brian se inclinó bostezando sobre el aparato: no aparecía el nombre del remitente, ni el número siquiera… No tardó en desfilar una lista de nombres sobre el fino papel. Un mensaje de Janet Helms: tres páginas que constituían el organigrama de Project Coast.
Arrancó el rollo y recorrió el documento con la mirada. Había doscientos nombres en total, con las competencias y las especialidades de los diferentes colaboradores de Wouter Basson. Epkeen se fue directamente a la letra R y encontró lo que buscaba: Rossow. Charles Rossow, especialista en biología molecular.
Neuman estaba en lo cierto. Terreblanche había contratado al investigador para crear una nueva química revolucionaria: habían llevado a cabo experimentos secretos, disfrutando de la protección y la complicidad de numerosas personas. Le mandó un sms a Janet Helms como respuesta, confirmando la pista de Rossow -todavía quedaban dos horas antes de que la mestiza se reuniera con ellos en el Waterfront… Epkeen releyó el fax en detalle, desde el principio. Burger, Donk, Du Plessis… Terreblanche, Tracy Van Haas, Van der Linden… Estaba encendiendo otro cigarrillo cuando su mirada se detuvo al final de la lista: Van der Verskuizen. Nombre: Rick.
– Mierda.
Rick Van der Verskuizen figuraba en el organigrama de Project Coast.
El guaperas del peluquín también había trabajado con Basson y Terreblanche… Kate Montgomery. El dentista. Era él el cómplice, la persona que esperaba a la estilista en la cornisa…
Un ruido apagado le hizo aguzar el oído. ¿El crujir de la madera de las vigas, su imaginación, el agotamiento? Fuera, el viento soplaba. Contuvo el aliento y no volvió a oír nada más… Estaba a punto de darse una ducha cuando de nuevo percibió un ruido, esta vez mucho más cerca. Empezó a latirle muy deprisa el corazón. Esta vez no había duda: alguien subía la escalera… ¿David? El parqué gimió, muy cerca de él. Se arrimó a la pared de la habitación: los pasos se acercaban, ya sonaban en el pasillo, al menos dos personas… Vio el disco duro conectado a su ordenador, la funda de su arma sobre la colcha con estampado de indios pieles rojas; pensó en precipitarse sobre su pistola, pero cambió de idea en el último momento: la puerta se abrió de golpe y rebotó con gran estruendo contra la pared. Dos sombras irrumpieron en la habitación, Debeer y otro tipo, disparando una lluvia de balas con unas Walther 7,65 con silenciador; las plumas de la almohada volaron sobre la cama de David en el preciso momento en que Debeer pulverizaba el ordenador. Los matones buscaron su objetivo bajo una nube de yeso, vieron la silueta que escapaba por la ventana y dispararon justo cuando saltaba al vacío.
Una bala le pasó silbando junto a la oreja antes de ir a morir contra la fachada del vecino. Epkeen aterrizó sobre los arriates de flores y cruzó corriendo el césped. Cuatro impactos decapitaron inocentes tallos antes de empujarlo hacia el jardín. Sintió una punzada de dolor y se refugió en una esquina: unas voces ahogadas daban rienda suelta a su furia por encima de él. Los dos hombres se precipitaron a la escalera mientras él corría hacia la verja.
Debeer saltó desde la primera planta: poco ágil, cayó mal y ahogó un gemido al torcerse un tobillo. Blandió su arma en la noche pero no distinguió más que flores al otro lado de su silenciador.
Epkeen corrió como un loco por la calle vacía hacia el Mercedes, aparcado a diez metros. Tenía las llaves en el bolsillo y un retortijón de miedo en el estómago; abrió febrilmente la puerta, giró la llave de contacto y metió primera. Una silueta corpulenta apareció por la verja abierta. Los neumáticos del Mercedes chirriaron sobre el asfalto; el matón apuntó y disparó desde una distancia de veinte metros. El parabrisas trasero estalló en pedazos justo cuando Epkeen pisaba el acelerador. Los demás disparos se perdieron a sus espaldas.
Tomó por la primera calle a la derecha. No llevaba encima ni su arma ni su móvil. Un sudor frío le corría entre los omóplatos. Los trozos de cristal habían salido despedidos hasta el salpicadero.
6:01 indicaba el reloj. Entonces vio las manchas de sangre sobre el asiento.
Ruby no conseguía conciliar el sueño. Tras interminables parlamentos y cascadas de llanto arrancadas a la nada que la oprimía, había terminado por acostarse con Rick. Su amante la había convencido de que nadie más ocupaba su corazón, ni su cama. No se puede decir que lo hubiera creído, no del todo, pero Ruby se sentía culpable. Otra vez lo iba a estropear todo por un arrebato. Como con la discográfica, cuando despidió a su grupo más importante con el pretexto de que su rock estaba degenerando en pop blandengue y que había vendido miles de copias con un sello comercial… Sí, tenía que calmarse. Tenía que concentrarse en su felicidad. Rick era un tipo legal. La quería. Se lo había dicho esa noche. Varias veces. Rick no era su padre…
El cielo estaba aún pálido sobre el jardín. Ruby se estaba tomando el café sentada en el taburete de la cocina, con la mirada perdida, cuando de repente la enfocó: Brian acababa de aparecer al otro lado de la cristalera.
Bajó de su asiento como un gorrión ante una miga de pan y abrió la puerta corredera que daba a la terraza.
– ¿Está despierto Rick? -le preguntó su ex en voz baja.
– Vete a tomar por culo.
– Ya no es tiempo de juegos, Ruby -le dijo, sin levantar la voz-: tu dentista trabajó con el servicio de inteligencia durante el apartheid, en especial en un proyecto de alto secreto, el Project Coast…
– Bla, bla, bla…
– ¡Joder, tía! -exclamó Epkeen sin levantar la voz-. Han entrado unos tipos en mi casa para matarme.
Ruby vio entonces su frente empapada en sudor, y el pañuelo que apretaba contra su costado izquierdo; eso de ahí era sangre, ¿no?
– Bueno, ¿dónde está la trampa esta vez? -preguntó, intrigada.
– No hay trampa. Quiero que te vayas: ahora mismo. Rick está implicado en el asesinato de Kate: sé que es difícil, pero tienes que creerme.
Las ideas se agolpaban en la cabeza de Ruby:
– ¿Tienes pruebas?
– Es sólo cuestión de tiempo.
Ruby quiso cerrar la cristalera, pero Epkeen encajó el pie en la abertura y la agarró del brazo.
– Joder, Ruby, hazme caso!
– ¡Me estás haciendo daño!
Sus miradas se cruzaron.
– Me estás haciendo daño -le repitió ella bajito.
Brian aflojó la presión de su mano. El pañuelo que mantenía apretado contra el costado goteaba: la bala había dejado un profundo tajo.
– Rick conocía tu horario de trabajo y, por lo tanto, también el de Kate, y…
– Rick no mató a Kate -lo interrumpió ella-: estaba conmigo en casa esa noche.
– Estaba contigo a la hora del crimen, sí. Llevaste a tu grupo de melenudos a su hotel, pasaste después por el club de hípica y volviste a casa hacia las nueve. Su consulta cierra a las siete: eso le dejaba dos horas para ir a Llandudno, interceptar a Kate en la cornisa y entregársela a los asesinos antes de volver a casa para tener una coartada. ¡Por Dios santo, ¿cuándo vas a abrir los ojos de una vez?!
Un hombre apareció en la puerta de la cocina.
– ¡¿Qué pasa aquí?!
Rick llevaba un pantalón corto y una sudadera de color beis. Sus voces debían de haberlo alertado, o quizá él tampoco durmiera.
– No intentes jugar conmigo -le dijo Epkeen-: acompáñame por las buenas a la central si no quieres que te pegue un tiro y me quede más ancho que largo.
– No tiene nada que hacer aquí -replicó Rick-. Le advierto que avisaré a mi abogado enseguida.
– Wouter Basson, Joost Terreblanche, el Project Coast: ¿no te dice nada todo eso?
El dentista conservó su aplomo.
– Ruby tiene razón, está usted loco de atar.
– ¿Ah, sí? 1986-1991, hospital militar de Johannesburgo: ¿qué curabas? ¿Lo que les quedaba de dientes a los prisioneros políticos? ¿O experimentabas nuevos productos con Basson, sobre cobayas humanos?
– ¡Vamos, hombre! -se impacientó Rick-. ¡Soy dentista, no torturador!
– Y yo soy policía, no tonto del haba: sudas como un cerdo, Ricky, y conozco ese olor: apestas a miedo.
El dentista se sonrojó. Mentía. Y no sólo a Ruby.
– Ni siquiera tiene una ord…
Epkeen lo agarró por los trapecios y lo tumbó en el suelo de la cocina.
– Trae esa bocaza -le dijo, haciéndole papilla el tendón.
Rick gimió de dolor. Ruby observaba la escena, desconcertada, cuando un hombre con pasamontañas apareció en la terraza. Una mano fuerte la agarró sin que le diera tiempo a esbozar un solo gesto: Ruby retrocedió con un grito de estupor y sintió el frío de un arma automática contra la sien.
– ¡No te muevas, poli!
Epkeen vio el rostro de Ruby, petrificado de miedo, y la Walther 7,65 apuntándole a la cabeza. Soltó al dentista, que gimoteaba a sus pies. Ahora eran dos los hombres que había en la terraza, armados hasta los dientes.
– ¡Las manos sobre la cabeza! -gritó el del pasamontañas, el que apuntaba a Ruby con su arma.
Epkeen obedeció, asqueado. Rick, con la cabeza gacha, se masajeaba el cuello mientras retrocedía hacia el interior de la cocina. Un cuarto hombre hizo irrupción en la habitación. De pelo entrecano muy corto, con entradas, y un cuerpo de músculos bien dibujados pese a aparentar más de sesenta años, Joost Terreblanche no llevaba pasamontañas pero sí un arma bajo su guerrera militar beis. Epkeen, con las manos en alto, buscaba una salida sin mucha esperanza de encontrarla: un culatazo en los riñones lo dejó fuera de combate.
Ahogó un grito en el suelo de la cocina, que no tardó en mancharse de sangre; se le había vuelto a abrir la herida.
Terreblanche atravesó a Rick con sus ojos metálicos: -No te va nada mal, VDV…
El dentista se cruzó con la mirada de Ruby, aterrada. No era el momento de dar explicaciones. Terreblanche calibró al poli tendido en el suelo a sus pies, incapaz de levantarse, y tomó impulso: la puntera de su bota militar le acertó de lleno en el hígado.
Un largo gemido se escapó de su garganta mientras rodaba contra la barra. El ex militar dio un paso hacia él.
– ¡No! -gritó Ruby.
Epkeen, a cuatro patas en el suelo, ya no sabía muy bien si estaba vivo o no: el talón de la bota le partió la espalda.
Janet Helms se comunicaba con los hackers a través de líneas seguras que compartían cuyas contraseñas de acceso cambiaban todos los meses y nunca en fechas fijas. Una manera como otra cualquiera de compensar su soledad y de perfeccionar su dominio del pirateo: ¡¿o qué se creían los de los servicios de inteligencia, que se había hecho hacker pagándose cursillos intensivos en institutos high-tech a doscientos rands la hora?!
Chester Murphy vivía en Woodstock, a dos manzanas del apartamento que Janet tenía alquilado. Chester huía de la luz del sol, era un verdadero vampiro y, como ella, se alimentaba principalmente de comida basura y de informática. Janet pasaba la noche en su casa, a razón de una o dos veces por semana, en función de las actividades del club. Chester no era guapo, con esa cara mofletuda y esa nariz de tapir, pero Janet lo apreciaba; nunca le había tirado los tejos.
Chester había creado una red de hackers, compuesta por doce miembros de identidad secreta que se lanzaban desafíos individuales o colectivos: ser el primero en introducirse en el disco duro de una institución determinada o de una empresa sospechosa de malversación de fondos, aliarse para piratear un sistema radar del ejército. La red que había creado era, hasta el momento, indetectable, autónoma y de una eficacia demostrada.
Chester no había hecho preguntas al ver aparecer en su casa a Janet hacia las diez de la noche: estaba en plena acción en el ordenador de su dormitorio… Janet se instaló ante la pantalla del salón, con sus latas de refresco, sus cuadernos y sus caramelos de menta. Se había hecho con sus valiosas contraseñas en el despacho de la comisaría y se sentía preparada y con ganas para piratear a medio universo. Tras varias horas dedicadas a tantear las defensas del enemigo, la agente logró por fin introducirse en algunos ficheros clasificados del ejército. Muchos se remontaban a los tiempos del apartheid. El organigrama de Project Coast lo consiguió hacia las cinco de la mañana; doscientos nombres en total, que le envió por fax a Epkeen, que se había marchado de excursión nocturna a Hout Bay… Este no tardó en contestarle, por sms: «Rossow».
Ya despuntaba el alba cuando Chester le dijo que se iba a la cama; Janet apenas lo oyó subir la escalera. Siguió con sus pesquisas y dio con cierta información interesante. Al contrario que Joost Terreblanche, Charles Rossow sí figuraba en varios epígrafes que se podían consultar en Internet y no ocultaba ninguna de sus actividades como químico: había trabajado para varios laboratorios destacados, al principio sólo nacionales, pero después también internacionales. No se mencionaba su colaboración con Basson, pues la página sólo hablaba de sus éxitos. Charles Rossow tenía actualmente cincuenta y ocho años y era investigador en biología molecular en Covence, un organismo especializado en la elaboración de ensayos clínicos en el extranjero financiados por grandes laboratorios farmacéuticos. Además, Rossow había firmado varios artículos en prestigiosas revistas y había centrado sus estudios en la secuencia del genoma, «un avance importantísimo para el conocimiento molecular del cuerpo humano».
Janet profundizó en el tema y comparó la información recabada.
Todavía no se conocía ni la composición de la mayoría de los genes, ni el lugar y el momento en que se expresaban en forma de proteína, pero el genoma era una caja de herramientas de suma utilidad: la etapa siguiente consistía en descubrir la totalidad de los genes, su localización, su comprensión y su significación, así como, sobre todo, el análisis de sus mecanismos de control. Gracias a la biología molecular, el conocimiento preciso del genoma humano y de los genomas de los agentes infecciosos y parasitarios conduciría de manera gradual a la descripción de todos los mecanismos de la vida y sus perturbaciones. A partir de lo cual sería ya posible actuar de manera específica para corregir las anomalías, curar o erradicar las enfermedades, o incluso, actuar en la prevención de las mismas: todo ello representaba un avance importantísimo en lo que a la condición humana y al porvenir de la humanidad entera se refería… Rossow proseguía, citando a Fichte, que si bien todos los animales estaban terminados, el hombre por el contrario estaba apenas esbozado: «El hombre aún no es, sino que será». Se trataba de un camino infinito hacia la perfección, o así dejaban presagiar los descubrimientos recientes: la fuerza de la investigación actual residía, en efecto, en su capacidad de modificar la naturaleza humana en sí. Se desmarcaría de la medicina tradicional por su aptitud para actuar sobre el propio genotipo del hombre, afectando no sólo a un individuo en concreto, sino a toda su descendencia. La biotecnología podría entonces llevar a cabo lo que un siglo de ideología no había podido realizar: un nuevo género humano. Crear individuos menos violentos, liberados de sus tendencias criminales; se podría así refabricar hombres, como un producto mal diseñado que se devuelve a la fábrica, en tanto en cuanto la biotecnología permitiría modificar sus taras, su naturaleza misma…
Con los ojos doloridos detrás de su pantalla de ordenador, Janet Helms empezaba a comprender lo que se tramaba: Rossow era el padre de la célula desconocida encontrada en la droga.
Las instancias políticas habían cometido un grave error al permitir que fueran los industriales quienes financiaran la investigación clínica. Cuando una empresa farmacéutica solicitaba la adjudicación de una autorización de comercialización, sólo ella podía proporcionar los elementos de evaluación del producto que se quería lanzar al mercado; así, era cada vez más frecuente la comercialización de medicamentos falsamente innovadores y muy costosos. Dicha empresa conservaba asimismo los derechos exclusivos, o lo que es lo mismo, ello abría la puerta a que ahora todo se redujera a una cuestión de conseguir patentes para todos y cada uno de los aspectos de la vida… Rossow y sus comanditarios se habían infiltrado en esa brecha abierta.
Janet dio con una dirección en Johannesburgo, en un barrio elegante de las afueras, estrechamente vigilado, pero no encontró nada en la provincia del Cabo. Orientó sus pesquisas hacia Covence, el organismo especializado en ensayos clínicos que había contratado a Rossow. Tenía actividades en la India, Tailandia, México, Sudáfrica…
– Hombre, esto quería yo encontrar -dijo bajito.
Las siete y cuarto. Janet Helms pasó un momento por su casa para darse una ducha antes de acudir a la cita en el puerto comercial.
El Waterfront estaba casi desierto a esa hora. Los comerciantes empezaban a abrir sus tiendas y colocaban los expositores con la mercancía en venta. La mestiza fue la primera en llegar al bar donde se habían citado. Tenía cinco minutos antes de que aparecieran los demás y un hambre de lobo. Se acomodó en la terraza y dejó a su lado sobre la mesa el cuaderno donde había apuntado la información que había ido recopilando durante la noche. Que no quedara ningún rastro informático, les había pedido Neuman…
El aire era fresco, y el camarero, indiferente a su presencia. Janet le hizo una señal y pidió un té con leche y galletas.
Estaba excitada pese a su noche en vela. Aparte de vengar a su amor perdido, ése era el caso de su vida. Una operación que, si resultaba un éxito, la catapultaría al equipo del capitán. Ascendería y trataría directamente con Neuman. Se volvería indispensable. Todo tendría que pasar por ella. Como con Fletcher. Neuman ya no podría trabajar sin ella. Terminaría por apartar a su actual brazo derecho, Epkeen, que no era en absoluto bien visto por el superintendente. El tiempo jugaba a su favor. Su capacidad de trabajo era inigualable. Janet sustituiría a Dan en el equipo de Neuman…
Consultó de nuevo su reloj -las ocho y once minutos…-. La brisa azotaba las drizas de los veleros, las lanchas de las compañías marítimas brillaban bajo el sol antes de la llegada de los turistas, el Waterfront despertaba despacio. El camarero pasó delante de ella, todo sonrisas, alertado por la joven rubia que acababa de instalarse en la mesa de al lado.
La luz se elevó por encima de la montaña frondosa. Las ocho y media. Janet Helms esperaba en la terraza del café donde se habían citado, pero nadie acudía.
Nunca acudió nadie.
El talón de una bota militar que le partía la espalda: ése fue su último recuerdo. Epkeen perdió el conocimiento. La realidad volvió poco a poco, hija del alba, y se coló entre las láminas de la persiana bajada: los ojos de Ruby, justo encima de él, bailaban en la atmósfera postboreal.
– Empezaba a creer que estabas muerto -le dijo bajito.
Y así era. Sólo que no se veía. Sus pupilas se estabilizaron por fin. El mundo seguía ahí, seminocturno, doloroso; una descarga eléctrica en la espalda, que le taladró la columna vertebral. Apenas era capaz de moverse. No sabía si podría volver a caminar. Pensaba a retazos, fragmentos de ideas que, incluso ordenadas, no tenían mucho sentido. Su espalda había sufrido, pero su cabeza también. Cayó en la cuenta de que estaba tendido en el parqué de una habitación oscura cuyo único horizonte eran los grandes ojos color esmeralda de Ruby…
– ¿Qué me ha pasado en la cabeza? -dijo.
– Te han golpeado.
– Ah…
Se sentía como un ahogado que hubiera subido a la superficie. Les habían atado las manos a la espalda con cinta adhesiva. Se giró sobre un costado para aliviar el dolor de sus riñones. De la cabeza ya se ocuparía más tarde.
– ¿Dónde estamos? -preguntó.
– En la casa.
Las persianas estaban bajadas, y el picaporte de la ventana, desmontado. Brian recuperó las estrellas desperdigadas a su alrededor:
– ¿Llevo mucho tiempo inconsciente?
– Media hora -contestó Ruby, sentándose en la cama-. Joder, ¿quiénes son estos tipos?
– Los amiguitos de Rick… Trabajó en un proyecto ultrasecreto con un ex militar, Terreblanche. El viejo del pelo al uno que me pegó.
Ruby no dijo nada, pero tenía tanta rabia que sentía ganas de vomitar. El cerdo de Brian tenía razón. El mundo estaba lleno de cerdos: el mundo estaba lleno de tipos como Rick Van der Verskuizen, que le contaba cuentos sobándole el culo y que, al final, la dejaría tirada por su amiguito maricón, el de las botas militares.
Brian quiso incorporarse pero renunció.
– ¿Sabes dónde está David? -preguntó.
– En Port Elizabeth, se ha ido a celebrar su diploma con Marjorie y sus amigos -contestó su madre-. No te preocupes por él, no volverá hasta la semana que viene…
Se oyó un ruido de pasos en el corredor. Callaron, a la expectativa. La puerta se abrió de par en par. Epkeen vio un par de botas militares sobre el parqué encerado, seguidas del cuerpo atlético de Joost Terreblanche por encima de él: una guerrera militar y unos ojos de rata que lo miraban fijamente.
– ¿Qué, poli de mierda, nos vamos despertando?
La voz cuadraba con los clavos de sus botas.
– Estaba mejor dormido.
– Vaya, así que eres un listillo… ¿Quién sabe que estás aquí?
– Nadie -contestó Epkeen.
– ¿Después de escapar de un tiroteo? ¡¿Te crees que soy gilipollas o qué?!
– Hijo de puta sería la palabra…
Terreblanche le aplastó la cabeza bajo su bota con suela de clavos y apretó con todo su peso. No era muy alto pero sí muy denso.
– ¿Qué has hecho al salir de tu casa? -gruñó.
– Venir aquí -contestó Brian, con la boca torcida por la botaza.
– ¿Por qué no has ido directamente con tus amiguitos polis?
– Para alejar a Ruby… Podrían tratar de utilizarla… para hacerme chantaje.
– ¿Sospechabas del dentista?
– Sí…
Apretó aún más la bota contra su cabeza:
– ¿Y de camino hasta aquí no has avisado a nadie?
– No llevaba el móvil -articuló-. Los otros me perseguían…
Debeer había encontrado el fax con la lista de nombres de Project Coast y había recuperado las muestras y el disco duro robado en Hout Bay. Pero el cabrón del poli había tenido tiempo de consultarlo… Terreblanche apartó la bota, que había dejado marcas en la mejilla de su prisionero: lo que contaba parecía cuadrar con lo que le había dicho Debeer.
Se sacó un objeto de la guerrera:
– Mira lo que te hemos encontrado en el bolsillo…
El afrikáner levantó la cabeza y vio la memoria USB. La suela de clavos le reventó la tripa. Por mucho que Epkeen se esperara el golpe no pudo evitar retorcerse de dolor sobre el parqué.
– ¡Déjelo! -gritó Ruby desde la cama.
Terreblanche no se dignó siquiera mirarla:
– Tú, putita, más te vale cerrar el pico si no quieres que te meta el mango de una azada por el culo. ¿A quién le has enseñado el contenido del disco duro?
Epkeen boqueaba como un pez fuera del agua.
– A nadie…
– ¿Seguro?
– No…
– No, ¿qué?
– … me dio tiempo.
Terreblanche se arrodilló y agarró al policía por el cuello de la camisa:
– ¿Has mandado una copia a la central?
– No…
– ¿Por qué?
Epkeen seguía boqueando, sin poder respirar.
– Las líneas… las líneas no eran seguras… Habían desaparecido demasiados nombres de los ficheros…
Terreblanche vaciló: sus hombres habían destruido el ordenador a tiros al atacar la casa de Epkeen, ya no tenían forma de saber lo que había podido hacer con los documentos.
– ¿Le has enviado una copia del disco duro a alguien más? ¿Eh? -Terreblanche se impacientó-. ¡Habla o me la cargo!
Desenfundó su arma y apuntó a la cabeza de Ruby. Esta se refugió contra la pared de la cama, asustada.
– Eso no cambiará nada -dijo Epkeen, con un hilo de voz-. Estaba examinando los documentos cuando sus hombres se lanzaron sobre mí…
La mano que sujetaba el arma estaba cubierta de manchas oscuras: al otro lado del cañón, Ruby temblaba como una hoja.
– Así que nadie conoce la existencia de esos ficheros…
Brian negó con la cabeza. Ese cabronazo le recordaba a su padre.
– No -dijo-. Sólo yo…
El silencio golpeaba contra las paredes de la habitación. Terreblanche bajó el arma y consultó su Rolex.
– Bueno… Eso ya lo veremos…
El sótano era una habitación lúgubre y fría que olía a barrica de vino. Epkeen trataba de aflojar sus ligaduras, sin mucha esperanza. Lo habían atado a una silla, con las manos a la espalda, y no veía más que un punto negro pues mantenían una luz intensa dirigida sobre su rostro.
Un hombre corpulento preparaba algo en la mesa vecina: le pareció distinguir a Debeer, y una máquina de aspecto poco alentador…
– Veo que no han perdido las buenas costumbres -les dijo a los militares.
Terreblanche no contestó. Ya había torturado antes a gente. Negros, en su mayoría. Algunos no pertenecían siquiera al ANC ni a al UDE Unos desgraciados, por lo general, que se habían dejado manipular por los agitadores comunistas. Thatcher y los demás los habían dejado tirados tras la caída del Muro, pero su odio por los comunistas, los cafres, los liberales y toda la escoria que estaba hoy en el poder no había menguado un ápice…
– Más te valdría ahorrar saliva -dijo, supervisando el montaje.
El jefe consultó su reloj. Les quedaba aún un poco de tiempo antes de salir para el aeródromo. La casa de VDV estaba aislada, nadie vendría a molestarlos. Al regresar a Hout Bay para recoger el material habían encontrado a los empleados y al vigilante sin conocimiento: alguien había entrado en la agencia y robado el disco duro. La pista del poli curioso era la acertada, pero el imbécil se les había escapado. Por suerte, Debeer había visto el fax que acababa de recibir, el organigrama de Project Coast y el nombre de DVD al final de la lista: seguramente el poli habría atado cabos…
Epkeen sólo tenía una idea en la cabeza: ganar tiempo.
– Fue usted quien se inventó toda esa historia del zulú -dijo-, ¿verdad?… Mantuvo a Gulethu con vida para que su ADN lo inculpara de la muerte de Kate y todo el mundo creyera que se trataba de un asesinato por motivos racistas. Gulethu vendía la droga a los niños de la calle de Cape Flats, pero quiso jugársela pasándoles algunas dosis a los jóvenes blancos de la costa. Él y su banda vigilaban la casa mientras Rossow elaboraba sus mejunjes… ¿Experimentos como los que hacían con el doctor Basson?
Terreblanche, con sus gruesos antebrazos peludos cruzados sobre el pecho, prestó atención.
– ¿Qué era la casa de Muizenberg?, ¿una unidad móvil de investigación, escamoteable gracias al Pinzgauer? Sabían que iríamos a meter las narices por la zona, así que se le ocurrió toda esa historia de campamento en la playa, plagadito de tsotsis… ¿Sobre quién probaban su producto milagro, sobre los niños de la calle?
Impasible, Terreblanche miraba a Debeer manejar su material.
– ¿No se les ocurrió probarlo con disminuidos psíquicos? -siguió diciendo Epkeen-. Se van menos de la lengua que los niños huérfanos y, entre nosotros, no sirven para nada…, ¿verdad?
Terreblanche se lo quedó mirando, con una mueca en la cara. El poli parecía haberse recuperado un poco… La máquina ya estaba casi preparada.
– Los blancos no iban a comprar droga en los townships, por eso subcontrataron a las bandas organizadas. Pero, mala suerte, Gulethu era un tarado de primera categoría… Fue él quien mató a Nicole Wiese, ¿eh?… Quiso cargarle el muerto a Ramphele sin saber lo que había en la droga: un producto milagro mezclado con el tik para probarlo sobre cobayas, y una cepa de sida para callarles la boca. Unas pocas semanas, ésa es la esperanza de vida, ¿no?
Debeer indicó con un gesto que todo estaba listo.
– Ahora las preguntas las hago yo -dijo Terreblanche, acercándose a la silla donde estaba atado Epkeen.
Le pasó la punta de su fusta por debajo de los ojos, una y otra vez, sin cansarse.
– Te lo pregunto por última vez: ¿quién conoce la existencia de los ficheros que robaste?
– Ya le he dicho que nadie. Tenemos demasiados escapes en nuestras redes informáticas.
– ¿Qué hiciste después de abandonar Hout Bay? Epkeen trató de alejar la tira de cuero que rozaba sus párpados.
– Volví a mi casa para descifrar el contenido del disco duro: sus matones aparecieron justo cuando estaba intentando comprender el significado.
– Pudiste darle una copia a tu jefe perfectamente -le rebatió el ex militar.
– No tengo jefe.
– ¿Neuman tiene una copia? -rugió Terreblanche.
– No.
– ¿Por qué?
– No tuve tiempo de dársela.
La fusta le acarició la nariz:
– ¿Por qué no la enviaste?
– Todavía estaba descifrando el contenido del disco duro -replicó Epkeen-. ¿Es que se lo tengo que decir en afrikaans?
– Mientes.
– Ya me gustaría a mí.
– Enviar la información por e-mail sólo habría llevado dos minutos. ¿Por qué no lo hiciste?
– Nuestras líneas no son seguras.
– Eso no impidió que recibieras un fax.
– Si hubiera mandado una copia a la central, no me habría llevado conmigo la memoria USB.
– ¿Existe otra copia?
– No.
Atado a la silla, Epkeen estaba empezando a sudar. Terreblanche dejó caer su fusta. Sus ojos húmedos se cubrieron con un velo: le hizo una seña a Debeer, que acababa de conectar los electrodos a la máquina que había sobre la mesa. El grueso afrikáner se sorbió la nariz subiéndose el cinturón del pantalón y luego se colocó a la espalda del prisionero. Lo agarró del pelo y le sujetó con fuerza la cabeza hacia atrás. Brian trató de soltarse, pero el poli de Hout Bay tenía mucha fuerza: Terreblanche le enganchó una pincita en el párpado inferior, y la otra en el otro párpado…
Los ojos de Epkeen ya estaban húmedos de lágrimas. Las pinzas le mordían la carne de los párpados como si fueran tenazas de metal; ya era bastante doloroso de por sí, pero eso no era nada comparado con lo que sintió cuando enchufaron la corriente.
Mzala no se reunió con los demás en Hout Bay como habían convenido, sino en Constantia, una zona de viñedos y mansiones aristocráticas en la que nunca había puesto los pies. Él también tendría pronto un palacio en el campo, vino y putas a mansalva. Un millón en dólares valía la pena hacer ciertos sacrificios… Mzala dejó una pequeña bolsa sobre la mesa del salón.
– Está todo aquí -dijo.
Advertido de su llegada, Terreblanche acababa de subir del sótano; abrió la bolsa y apenas se inmutó ante los trozos de carne sanguinolentos. Lenguas cortadas. Habría unas veinte dentro de la bolsa de tela, una masa viscosa que vertió sobre la madera pulida. El aspecto era repugnante, se trataba, en efecto, de lenguas humanas. Veinticuatro en total.
– ¿Están todos aquí?
Mzala sonrió con la misma expresión de satisfacción de un animal ahíto.
– Bien… Hay gasolina en el garaje. Quema todo esto en el jardín.
El cabecilla de la banda se puso a recoger las lenguas de la mesa.
– ¿Quién es la chica que está en la habitación? -preguntó como quien no quiere la cosa.
– ¿Quién te ha dejado entrar?
– La he visto por la ventana, al cruzar el jardín… No está nada mal la tía…
Mzala seguía sonriendo.
– Ni se te ocurra tocarle un pelo -le avisó Terreblanche-, todavía la necesito… intacta -precisó, a modo de advertencia.
– ¿Para qué la necesitas?
– Tú ocúpate de tu barbacoa en el jardín.
El dentista apareció en la puerta del salón. Rick no conocía al negro con cicatrices en la cara que hablaba con Terreblanche: no veía más que sus uñas afiladas y los movimientos de sus dedos manchados de rojo. Vio los pedazos de carne sanguinolenta sobre la mesa y balbució:
– ¿Cuan… cuándo nos vamos?
– Pronto -contestó el jefe-. ¿Has preparado tus cosas?
– Sí… Bueno, casi…
Mzala se tomaba su tiempo para recoger su botín. Rick se armó de valor para preguntar:
– ¿No hay otra opción con Ruby? Quiero decir…
– Demasiado tarde, muchacho -lo interrumpió Terreblanche-. Ahora ella también está implicada… Has jugado con fuego, VDV… El ex de tu novia investigaba el caso, hay que ser tonto…
– Ruby me dijo que era guardia de tráfico -se disculpó Rick.
– Anda ya…
– Es la verdad.
– ¿Es él el viejo amigo del que me hablaste? -se burló Mzala.
Se oyó un grito en el sótano. Allá abajo un hombre debía de estar pasando un mal rato. Mzala olvidó un momento sus lenguas:
– ¿Necesita que le eche una mano, jefe?
Terreblanche le indicó que no con un gesto.
– Hablaremos de eso más tarde -dijo, para zanjar el tema con el dentista-. Prepara tus cosas: el avión despega dentro de una hora.
– Sí… Sí…
Rick no había tenido el valor de despedirse de Ruby. Su pasado lo había alcanzado, errores de juventud que había que poner en el contexto de la época. Su silencio había tenido un precio (¡¿qué se imaginaba Ruby, que uno se convertía en íntimo de los famosos con una simple consulta de dentista en Victoria?! ¡¿Qué se había comprado esa finca con su pensión del ejército?!). Terreblanche había conservado informes de su puño y letra, experimentos llevados a cabo al margen de Project Coast, en los que figuraban los nombres de los prisioneros políticos. Si eso se filtraba a la prensa del corazón, el «dentista de los famosos» podía ir tragándose su instrumental. Rick había obedecido las órdenes, como antes. Kate Montgomery era una presa fácil: bastaba echar una ojeada a la agenda de Ruby y asunto arreglado. Pero su ex lo había echado todo a perder. Rick lo sentía por ella, y también por él: su vida fluía ante sus ojos, y sabía que nada podría contener la hemorragia. Tenía que abandonarlo todo, lo que había construido en los últimos veinte años, marcharse del país y empezar de cero…
El sol lamía las primeras parcelas de viñas más allá del jardín. Rick dio media vuelta y se dirigió hacia la habitación del piso de arriba. Se llevaría lo que había en la caja fuerte, unos dólares, algunas joyas…
Terreblanche le dejó dar dos pasos antes de desenfundar la pistola de calibre 38 encontrada en casa del policía: apuntó a Rick justo cuando éste llegaba a la cristalera y lo abatió como a un negro, de un balazo en la nuca.
Un blanco cachas con tupé montaba guardia ante la puerta de la habitación.
– Tengo que hablar con la chica -le dijo Mzala.
– ¿Lo sabe el jefe?
– Claro que sí puesto que me manda él.
El tsotsi sonrió, enseñando sus dientes amarillos. El imbécil abrió la puerta.
La habitación estaba sumida en la penumbra. La chica yacía en la cama, con las manos atadas a la espalda. Ruby le lanzó una mirada venenosa al negro alto y delgado que cerró la puerta tras de sí.
– ¡¿Qué quiere?!
– Calma, bonita, calma…
El hombre llevaba en la mano una pequeña bolsa de tela. Tenía las uñas mugrientas y afiladas. Vestía un pantalón ancho y una camisa con las mangas manchadas de sangre.
– ¡¿Quién es usted?! -le espetó Ruby.
– Tranquila… Tranquila…
Pero la cara del negro apestaba a vicio y a muerte; la contemplaba como a un trofeo. Una presa. El corazón de Ruby latía muy deprisa.
– No tengas miedo -le susurró-. No te dolerá…
Acariciaba su bolsa como a un animalito muy valioso. Intacta, había dicho Terreblanche.
– No te dolerá si te callas -precisó Mzala.
Ruby sintió ganas de romperle los ojos, pero no había la más mínima humanidad en ellos. El miedo trepó por sus piernas, que cerró con fuerza, arrimándose a la pared.
– Una palabra, me oyes -dijo el negro con voz melosa-: una sola palabra y te abro las tripas.
– Que te den.
– En tu boca, ¿te apetece? ¿Eh? -Sonrió-. Sí, claro que te apetece… Cuando se tiene una boca como la tuya, lo que se quiere es una polla bien gorda… La mía te va a gustar, bonita, la mía te va a gustar…
– Ven -lo interrumpió Ruby con aire amenazador-: verás qué dientes tengo.
Mzala seguía sonriendo, con un aire como ausente. Terreblanche había vuelto a bajar al sótano, dejándolo con el cadáver de su «viejo amigo» en el parqué del salón. Todavía quedaba una hora hasta que despegara el avión: había tiempo de divertirse un poco… El tsotsi metió la mano en su bolsa y sacó una lengua al azar. Ruby palideció. Quiso retroceder, pero ya estaba pegada a la pared. Mzala dejó el trozo de carne sobre su cabello.
– Si gritas -dijo-, te la tragas.
El Gato ya no sonreía.
Ruby calló, aterrorizada.
El hombre puso otra lengua sobre su oreja, visiblemente satisfecho: a la chica le temblaba todo el cuerpo, parecía un gorrión bajo la tormenta. Dentro de nada la tendría comiéndole de la mano -o, mejor dicho, comiéndole la polla, ja, ja, ja… Ruby apretó los labios mientras el tipo seguía adornándola, con una sonrisa cruel en sus facciones irregulares. Ahora tenía lenguas en el pelo, sobre los hombros… Una lágrima rodó por su mejilla cuando él le decoró el escote.
Mzala contempló su obra. La chica estaba ya a punto. El tsotsi se había empalmado, tanto que casi le dolía: se estaba sacando el miembro vigoroso cuando se oyó el sonido rítmico de unos pasos en el corredor.
Debeer entró el primero, sosteniendo a un hombre con muy mal aspecto. Terreblanche venía detrás. Vio a Ruby, que lloraba en silencio, y luego la sonrisa crispada de Mzala…
El mundo ya no estaba formateado, los datos se movían sin parar. El tiempo también se había vuelto poroso, gravitación cuántica en espiral. Epkeen dejó que los gametos bailaran en la química incierta de su cerebro: una vez enviada la materia a la otra punta del universo, se aferraba a las partículas de ideas que silbaban como meteoritos por encima de su cabeza. Al final de su desenfrenada carrera en pos de sí mismo, vio las pelusas de polvo sobre el parqué, y a Ruby junto a él… Las imágenes borrosas le arrancaban lágrimas que le quemaban los ojos.
– ¿Qué me han hecho? -murmuró.
– No lo sé -contestó ella con voz neutra-. Pero te has meado encima.
Brian se contentó con respirar. Le escocían los ojos de manera atroz; le dolían los músculos, los huesos, su cuerpo entero no era ya sino un largo quejido, y la leona que vislumbraba entre las hierbas quemadas tenía la expresión de los días en que la caza era mala. Calibró el estado de su pantalón.
– Joder…
– Tú lo has dicho.
También su camisa estaba empapada.
Se acordó de Terreblanche, de las descargas eléctricas, de su cerebro reducido a un transformador, de sus pestañas chamuscadas, de las palabras que le salían solas de la boca, de las culebras que había escupido en medio del dolor… Una duda espantosa le atenazó la garganta: ¿había hablado? Chispas incandescentes repiqueteaban bajo sus párpados, apenas distinguía a Ruby, tendida en la cama, ni las sombras sobre la pared… Epkeen esbozó un movimiento para incorporarse pero le dolía todo el cuerpo.
– Ayúdame, por favor…
– ¡¿Que te ayude a qué?! Joder, antes ha venido un tipo, un loco que me ha pegado lenguas por toda la cara! ¡Lenguas humanas! ¡Hostia! ¿No ves que estos tíos están locos? ¡¿No ves que nos van a matar?!
Ruby estaba al borde de un ataque de nervios.
– Ya lo habrían hecho -replicó Brian.
– Si alguien me hubiera dicho que moriríamos juntos… -rezongó ella.
– Ayúdame a levantarme en lugar de pensar en tonterías.
Ruby lo agarró de un brazo:
– ¿Qué piensas hacer?
– Ayúdame, te digo.
Las lágrimas de Epkeen caían solas sobre el parqué. Al ponerse en pie, se sintió como un faro en medio del mar, pero veía mejor las formas: las persianas bajadas, la ventana sin picaporte, el secreter, la silla coja de madera, y a Ruby, con las mandíbulas apretadas para no gritar… Era una tipa dura, no flaquearía. Pegó la cara a las láminas de la persiana bajada: se distinguían los frutales del jardín y las viñas que se extendían por las laderas grises de Table Mountain… Aunque lograran escapar, no llegarían muy lejos, maltrechos como estaban.
– Tenemos que largarnos de aquí -dijo.
– Vale.
Brian evaluó la situación: no era como para tirar cohetes.
– Si Terreblanche no nos ha liquidado todavía es porque piensa utilizarnos.
– ¿De qué, de rehenes? No vales nada en el mercado, Brian. Y yo menos todavía.
No se equivocaba. Señaló sus manos, aprisionadas bajo la cinta adhesiva:
– Tú que tienes buenos colmillos, intenta morder esto.
– Ya lo he intentado, listo. Mientras estabas fuera de combate. Pero está demasiado dura -le aseguró.
– Pero entonces yo no ejercía ninguna presión a la vez: vuelve a intentarlo.
Ruby resopló, se arrodilló a su espalda y buscó una grieta en la cinta.
– ¡Venga, muerde!
– Es lo que estoy haciendo -gruñó ella.
Pero la cinta era dura y estaba demasiado apretada.
– No lo consigo -dijo, tirando la toalla.
Los pájaros piaban en el jardín. Por más que pensaba, Epkeen sólo veía una solución: un truco de prisionero político… La sola idea, dado su estado, le arrancaba suspiros próximos a la agonía.
– ¿A qué distancia de aquí está la casa más cercana? -preguntó.
– A un kilómetro más o menos. ¿Por qué?
– No tenemos elección, Ruby… No veo que nadie vigile el jardín: con un poco de suerte, podrás llegar a las viñas antes de que nos alcancen. Corre a refugiarte sin mirar atrás y ve a casa de los vecinos a llamar a la policía.
– ¿Ah, sí? -Ruby fingió sorpresa-. ¿Y cómo me transporto hasta tus viñas? ¿En sueños?
– La ventana no tiene más que un simple cristal -dijo Brian en voz muy baja-: si consigo romperlo, tendrás alguna oportunidad de escapar. En diez segundos llegas a las viñas. Para cuando los tipos se den cuenta y reaccionen, ya estarás lejos.
Ruby frunció el ceño.
– ¿Y tú?
– Yo te sigo.
– ¿Y si hay alguien vigilando fuera?
– En el peor de los casos, te mata.
– ¿Y ése es tu plan?
– Al menos te hará ganar tiempo.
Ruby negó con la cabeza, su sonrisa de doble cara no la convencía demasiado.
– Olvidas una cosa, Brian: ¿cómo vamos a romper el cristal?
– Tengo la cabeza dura -dijo él.
Ruby hizo una mueca que torció su hermoso rostro.
– Romper el cristal a cabezazos: vaya birria de plan.
– Ya, pero mola.
Ruby se lo quedó mirando como si estuviera completamente loco:
– Sigues igual de chalado.
– Vamos -se impacientó él-, no perdamos tiempo.
Arrimó la silla del secreter bajo la ventana:
– Así podrás saltar más fácilmente… ¿Estás preparada?
Ruby hizo un signo afirmativo con la cabeza, concentrada en su objetivo. Sus miradas se cruzaron un instante: miedo, ternura y recuerdos mezclados. La besó en la boca sin que a ella se le ocurriera morderlo, retrocedió hasta la puerta y evaluó la trayectoria ideal. Ruby se mordía los labios, preparada para salir corriendo. Por fin, Brian apartó todo pensamiento de su mente y se lanzó de cabeza contra la ventana.
Según sus cálculos, tenía una probabilidad entre dos de no contarlo: su cráneo impactó contra el cristal, que se rompió. Ruby ahogó un grito. La cabeza de Brian quedó atrapada entre las láminas de la persiana, lo que impidió que saliera por la ventana: se quedó un segundo atascado antes de desplomarse entre los trozos de cristal.
La luz del jardín deslumbró a Ruby. El cristal de la habitación estaba roto en parte, y los árboles, a tan sólo unos metros de distancia. Se precipitó, olvidando las hojas de cristal que estriaban el cielo, se subió a la silla y franqueó la ventana con los ojos cerrados. De un salto, estaba fuera. Sus piernas se tambalearon sobre la tierra agrietada, sentía gotear sangre tibia sobre sus párpados, pero ya no pensó más que en correr. Se abrió camino entre los árboles, evitando las ramas bajas. Sólo quedaban diez metros hasta las viñas.
– ¡No la matéis! -gritó una voz a su derecha.
Ruby alcanzó los primeros cultivos. Dobló la espalda y corrió veinte metros en línea recta antes de torcer bruscamente a la izquierda. Los arbustos le arañaban la piel, las manos atadas a la espalda frenaban su loca carrera, pero recorrió, jadeante, otra hilera entera de vides antes de atajar hacia el norte. Alrededor de un kilómetro hasta alcanzar la casa de los vecinos. Ruby corría a través de las viñas cuando un golpe detuvo su trayectoria. Cayó de bruces contra el suelo. Un peso enorme se abatió de inmediato sobre ella. De sus labios escapó un grito de dolor: con la rodilla clavada en sus riñones, el hombre la sujetaba con fuerza. Acudieron de la casa, unas sombras surgían entre las viñas…
– ¿Dónde te creías que ibas, putita? -gruñó Terreblanche.
Ruby tenía la boca llena de tierra. El plan de Brian era un desastre. Y, decididamente, la vida no albergaba ninguna sorpresa para ella.
Epkeen esperaba apoyado en la pared de la habitación, grogui. El impacto no lo había matado, pero lo había dejado inconsciente. Un milagro: los guardias lo habían encontrado tirado en el suelo, entre los fragmentos de cristal y de persiana arrancada. Ocupados en perseguir a la chica que escapaba por la ventana, lo dejaron ahí con sus heridas abiertas y organizaron la batida. Ruby no llegaría muy lejos, Brian lo sabía.
De hecho, ahí volvía, con un buen corte en la frente. Su bonito vestido estaba hecho jirones, tenía arañazos en los brazos y la cara y los hombros llenos de sangre. Terreblanche la tiró sobre la cama, como un juguete que a nadie le interesa ya.
– Átales los tobillos -le ordenó a Debeer-. Y barre esos cristales: no se vayan a cortar, pobrecitos…
Humor de militar. Ruby lanzó una mirada desamparada a Brian, que tenía parte del cuero cabelludo arrancado. Debeer empezó por él.
– Ya los desatarás cuando estén muertos -dijo el jefe.
Era la segunda parte de su plan: la primera descansaba en mitad del salón, con la bala del poli en la nuca. Terreblanche había previsto eliminar a Van der Verskuizen y a su chica antes de llegar al aeródromo -parecería un robo con un desenlace fatal-, pero los últimos acontecimientos habían modificado sus planes.
– Ponles una primera inyección de cuatro centímetros cúbicos: deja que actúe el producto antes de pasar a la segunda… Estarán inconscientes y no opondrán ninguna resistencia.
Debeer asintió mientras su jefe borraba sus huellas del arma del policía.
– Después, matarás a la chica con esta arma -dijo, dejando el revólver sobre el secreter. No te olvides de los guantes, ni de dejar las huellas del poli en la pipa. Tiene que parecer un asesinato en un arrebato de locura, seguido de una sobredosis, ¿entendido?
– Afirmativo.
Debeer era el encargado de los trabajos sucios. No le gustaba especialmente, pero bastaba con no pensar en ello. El jefe dejó un maletín de cuero en el suelo: dentro había un torniquete, jeringuillas, droga, el mango de una azada…
– Viola a la chica antes de matarla -precisó-. Es importante para la autopsia… Luego te reúnes conmigo como hemos convenido.
Ruby se acurrucó en la cama, con los ojos fuera de las órbitas.
– Nadie creerá que se trate de un asesinato -dijo Epkeen desde la pared-: todo el mundo sabe que nos queremos con locura.
– ¡Sí! -aseguró Ruby.
Terreblanche no se dignó siquiera mirarlos:
– Ejecuta el plan.
La primera inyección fue como un trueno en un cielo ya negro. Epkeen sintió subir el calor hasta sus mejillas, propagarse en un espasmo a todos sus músculos y correr por sus dedos. La sensación de fuego era intensa, aunque más sutil que con las corrientes eléctricas de antes: pasó del dolor a la insensibilidad, se quedó a medio camino entre la indiferencia y la dinamita, evitando por poco la implosión. Por fin, una vez encajado el primer golpe, llegó el milagro: la colada de lava que arrastraba sus venas, los fragmentos de cristal clavados en su cabeza, en sus riñones, ya no sentía nada. La Tierra pulverizada bajo sus pies, el olor a piel y el fuego del incendio lo arrasaban todo desde el suelo hasta el techo. Un largo desgarro lo tumbó, como una llanura bajo la luna.
– ¡No me toques!
La voz surgió de ninguna parte. Brian abrió unos ojos hinchados.
– ¡No me toques, joder! -repitió la voz.
Epkeen se estremeció: Ruby estaba ahí, muy cerca de él. Sentía su aliento en la boca.
– ¡Pero… si no te estoy tocando! -protestó.
Miró a su alrededor y no vio más que una pesadilla: por Dios santo, sí, sí que la estaba tocando… Sin embargo no era él: esas manos, esos dedos… Ruby estaba ahí, a escasos centímetros. La sangre manaba de sus heridas, formaba manchas en su rostro, y él estaba tendido sobre ella, en otra parte… El deseo había huido del amor, desaparecido del infinito: vio sin creerlo cosas que no existían, Ruby tendida debajo de él con las piernas abiertas, los ojos le daban vueltas por efecto de la droga, las convulsiones, los dibujos de la colcha con estampado de piel de cebra, y siempre ese aliento femenino, en su cuello… Lo recordó todo de golpe: el sótano, su intento de escapar y la primera inyección.
Epkeen rodó sobre la cama y se dejó caer sobre el parqué de la habitación.
Los guardias habían acudido nada más romper el cristal, pero le había dado tiempo a meter uno de los pedazos debajo de la cama: buscó en las esquinas pero sólo vio oscuridad entre las estrellas. Por fin distinguió un tenue resplandor junto al rodapié. El trozo de cristal… Se dio la vuelta en el suelo y, con la punta del pie, lo acercó hasta él.
Unos pasos pesados se acercaban por el corredor. La llave giró en la cerradura. Epkeen se contorsionó y cerró los ojos en el momento en que la puerta se abría.
Debeer entró en la habitación. Llevaban media hora inconscientes. Avanzó hacia la cama y depositó el maletín junto a la chica. El poli también estaba letárgico, tendido en el suelo… El gordo se puso un par de guantes de látex y preparó sus utensilios; cuanto antes terminara ahí, antes podría irse al aeródromo. Empezó por arrancar lo que quedaba del vestido, reventó la goma del tanga y lo arrojó por los aires. Hecho esto, cubrió con un condón el extremo del mango de la azada y le abrió las piernas a la chica. Bastaba no pensar en ello.
– Enséñame el culo, putita…
Desde el suelo, Epkeen veía al afrikáner en la cama, de espaldas a él. Ruby ya no reaccionaba. Trató de cortar sus ataduras, pero la droga lo había dejado rígido, tenía los dedos entumecidos, casi insensible, quién sabe si no se estaría cortando las venas… Un tanga roto aterrizó sobre el parqué. Brian sentía calambres a fuerza de lacerar la cinta adhesiva, tenía mil pequeños cortes en los dedos, pero no conseguía nada. Debeer rumiaba insultos en afrikaans cuando, de pronto, sus manos se liberaron. Epkeen vaciló un segundo y se dio cuenta de que apenas podía moverse. Su cerebro enviaba órdenes que no producían ningún efecto. Vio a Ruby en la cama, la pierna que Debeer se había echado sobre el hombro para maniobrar mejor. La sensación de pesadez que lo mantenía clavado en el suelo desapareció durante una fracción de segundo: se lanzó sobre el gordo, echando espuma por la boca, de amor y de rabia. Una química mortal: el trozo de cristal se hundió en la garganta de Debeer, seccionándole la carótida.
La luna se difuminaba lentamente en el cielo. Neuman estaba definiendo el plan de ataque que más tarde pensaba presentarle al jefe de la SAP cuando recibió una llamada de Myriam. La joven enfermera había pasado delante de la casa de Josephina temprano aquella mañana, antes de empezar su turno en el dispensario: sorprendida al ver las persianas abiertas, Myriam había llamado a la puerta, sin obtener respuesta. Preocupada, había despertado a las amigas de la anciana. Una de ellas afirmaba que Josephina tenía una cita el día anterior por la tarde en la iglesia de Lengezi, en la frontera con Khayelitsha, con una tal Sonia Parker, la asistenta del pastor, por un tema de niños de la calle.
Neuman palideció.
Parker.
Pamela, la mestiza encontrada muerta en el sótano, tenía el mismo apellido…
Ali le dio las gracias al ángel de la guarda de su madre antes de consultar los ficheros de la SAP. No tardó en encontrar lo que buscaba: «Pamela Parker, nacida el 28/11/1978. Padres fallecidos. Una hermana, Sonia, domicilio desconocido…».
Neuman se llenó los bolsillos de balas y abandonó la comisaría desierta.
La zona arenosa que bordeaba Legenzi se extendía hasta el mar. Periódicos viejos, trozos de plástico, telas de saco, placas de chapa ondulada, las chabolas que bordeaban los public open spaces eran de las más míseras del township. Neuman cerró con fuerza la puerta del coche y echó a andar por la calle de tierra.
Un viento sordo golpeaba contra las puertas cerradas. Todo parecía desierto, abandonado. Se acercó, ahuyentado las sombras, y sólo vio una rata que pasó corriendo junto a él. La fachada de la iglesia se teñía de rosa a la luz del alba. Subió los peldaños de la escalinata y entró sin ruido por la puerta entreabierta…
El cañón de su arma apuntaba a las tinieblas. Las sillas estaban vacías, el silencio encerrado en una maleta en el fondo de su cabeza. No había nadie. Avanzó por el pasillo helado, sentía la tibieza de la culata en la palma de la mano. Distinguió la columna junto al altar, el paño blanco, las velas apagadas… Neuman se detuvo en mitad del pasillo. Había una forma negra detrás del altar, una silueta de contornos nítidos, que parecía colgar de la cruz… Josephina. Le habían atado las muñecas con una cuerda al gran Cristo de madera; su cabeza descansaba sobre su pecho, gacha, inerte, con los ojos cerrados… Ali se acercó a su rostro y le acarició los párpados. Se le había corrido el maquillaje, un rímel azul manchado de lágrimas. Acarició su mejilla con un gesto mecánico, largo rato, como para tranquilizarla. Pronto terminaría todo, sí, pronto terminaría todo… Se multiplicaban las imágenes en su cabeza, confusas. Le temblaban las mandíbulas. No sabía cuánto había durado, pero su madre ya no sufriría más: el Gato le había clavado un radio de bicicleta en el corazón.
Neuman retrocedió un paso y soltó el arma. Su madre estaba muerta. Se le había venido a los labios una bocanada de sangre que había manchado su vestido blanco y su hermosa piel negra, sangre coagulada pegada en su barbilla, su cuello, su boca entreabierta… Vio los cortes en sus labios… Tajos… Hechos con un cuchillo… Ali le abrió la boca a su madre y se estremeció: no tenía lengua. Se la habían cortado.
El grito le taladró las sienes. Zwelithini. La exhortación guerrera del último rey zulú, antes de la matanza de su pueblo…
Zwelithini: «que tiemble la tierra».
Beth Xumala vivía sumida en el miedo, como todos los policías de los townships -miedo de que derribaran su puerta en mitad de la noche y la violaran, de que la mataran para robarle su arma de servicio, miedo del asesinato ciego perpetrado en plena calle, miedo de las represalias si detenían a un tsotsi importante-pero le encantaba su trabajo.
– ¿Sabe disparar? -le preguntó Neuman.
– Era una de las mejores de mi promoción sobre blancos en movimiento -contestó la constable.
– Ésos no contraatacan.
– A éstos no les dejaré tiempo para hacerlo.
Stein, su compañero de patrulla, era un albino corpulento de uniforme impecablemente planchado. Él tampoco había imaginado nunca que algún día trabajaría con el jefe de la policía criminal de Ciudad del Cabo, y menos todavía en ese tipo de intervención. Se ajustó el chaleco antibalas y comprobó los cierres.
Los primeros rayos de sol despuntaban sobre la fachada acribillada de balas del Marabi. La guarida de los americanos estaba cerrada a cal y canto, la entrada, protegida por una valla metálica, y las ventanas, tapadas con tablones y placas de chapa. No había señales de vida. También la calle estaba extrañamente tranquila.
– Vamos -dijo Neuman.
– Tal vez deberíamos esperar a que lleguen los refuerzos -aventuró Stein.
– Limítense a cubrirme las espaldas.
Neuman no esperaría a los Casspir de Krugë, ni a la ayuda renuente de Sanogo. Armó el fusil de pistón que había encontrado en el maletero del coche patrulla y avanzó. Stein y Xumala vacilaron -les pagaban dos mil rands al mes por tratar de mantener la ley, no por morir en una operación suicida contra la banda más importante del township, pero el zulú ya había rodeado el edificio.
A su señal, los dos agentes treparon al tejado vecino. Neuman ahogó un gemido al aterrizar en el patio trasero del shebeen.
Avanzó evitando las papeleras reventadas y las latas de refresco diseminadas aquí y allá y llegó el primero a la puerta de hierro que daba a la sala de juego.
– Al primer gesto sospechoso, disparen -dijo en voz baja.
Los agentes estaban muy nerviosos. Neuman tendría que apañarse con ellos… El blindaje se remontaba a los tiempos del apartheid, y la cerradura, a los del Gran Trek43: Neuman inclinó el fusil de pistón y disparó dos veces seguidas. El cierre estalló en pedazos. Stein derribó la puerta de una patada. Neuman irrumpió en el salón privado: a la derecha, el almacén y las habitaciones de los tsotsis, a la izquierda, la de Mzala. Fue directo a su objetivo, entró por la puerta entornada y apuntó con el fusil al colchón del cabecilla de la banda.
Una mujer desnuda descansaba en la penumbra. Una mestiza rechoncha, a la que había visto el otro día con el Gato. Miraba el techo amarillento de la habitación, con los ojos desorbitados, degollada. Su ropa cubría el suelo de baldosas, pero el armario estaba casi vacío. Neuman se arrodilló despacio y le abrió la mandíbula. Ella tampoco tenía lengua…
– ¡Capitán! -gritó Beth desde el dormitorio de los tsotsis-. ¡Capitán!
El zulú se incorporó sin notar ya el dolor en las costillas. El agente Stein estaba llamando de nuevo a los refuerzos por radio desde el pasillo cuando volvió su compañera, lívida.
– Están todos muertos -dijo.
Neuman encontró pósters de mujeres desnudas en las paredes llenas de grietas, un camping gas para las latas de conserva, botellas de cerveza vacías y un cadáver en cada litera. Eran todos miembros de la banda de los americanos. Otros yacían en el suelo, con la cabeza inclinada y la nariz en los charcos de alcohol que cubrían el suelo. Veintidós cadáveres, todos ejecutados de un balazo en la cabeza. Se habían cargado incluso a la shebeen queen -Neuman encontró su cuerpo detrás de la barra, entre botellas vacías y colillas de porro…-. Habían borrado del mapa a la banda de los americanos: todos sus miembros habían sido abatidos durante su sueño étnico, antes de cortarles la lengua.
Mzala no estaba entre las víctimas.
Neuman apretó con fuerza los bloques de marfil de sus mandíbulas: se lo robaban todo, hasta la muerte.
Dejó que los agentes llamaran a las ambulancias y salió sin decir una palabra.
Una pequeña multitud silenciosa se había apiñado delante del Marabi. Ali no quería pensar, aún no. Cogió su coche, sordo al estruendo de las sirenas de la policía, y condujo hacia Lengezi. Unas mujeres caminaban por la carretera, con un cesto o una palangana de plástico en la mano. Khayelitsha despertaba despacio. Aminoró la velocidad al pasar delante de la casa de su madre y se detuvo sin darse cuenta. El seto estaba podado, y las persianas, abiertas. Ali cerró los ojos para respirar y sintió rugir la ira en su interior. El monstruo en lo más hondo de sí mismo despertaba. Zwelithini. No dormiría. Ya no dormiría nunca más…
La señal de su móvil resonó en su bolsillo, qué absurdo. Neuman vio el sms de Zina y se le encogió aún más el corazón: «Nos vemos a las 8 en el Boulder National Park… XXX kiss…».
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Levantó la cabeza y vio la casa de su madre al otro lado del parabrisas, el sol acariciaba ya las persianas. Unos niños jugaban en la calle, con sus cochecitos de alambre… Neuman abrió la puerta del coche y vomitó sobre el seto el desayuno que no había tomado.
Las sirenas de policía ante la iglesia, la ambulancia, los agentes dispersando a los últimos curiosos, Myriam sollozando al pie de la escalinata, Neuman atravesó la realidad desolada con los ojos de otro.
Dos constables custodiaban el acceso a la iglesia. Neuman pasó delante de ellos sin verlos. El sacerdote metodista estaba en la entrada, era un hombre de pelo corto y entrecano, en sus ojos bailaban las llamas vacilantes de las velas. Con un gesto, Neuman le ordenó que se callara. Primero quería ver al forense.
Rajan trabajaba en el Hospital de la Cruz Roja de Khayelitsha, era un hombre canijo de origen indio al que Neuman había visto un par de veces en su vida. Rajan lo saludó, con una mezcla de apuro y compasión. Según sus primeras conclusiones, el crimen había tenido lugar en la iglesia, hacia las nueve de la noche. La lengua había sido seccionada, probablemente con un cuchillo, pero el causante de la muerte parecía ser un radio de bicicleta afilado, clavado en el corazón.
La ejecución favorita en Soweto, en los tiempos en que vigilantes y comrades ajustaban cuentas con el pretexto de la His toria… El horror pugnaba por hacerle perder pie, pero Neuman se movía lejos del suelo, en territorio zulú, donde enterraría a su madre junto a su esposo, cuando todo hubiera terminado…
En la iglesia reinaba un silencio helado, alterado apenas por el murmullo de la multitud congregada fuera. Los enfermeros esperaban con la camilla junto al altar.
– ¿Podemos llevarnos el cuerpo?
Rajan esperaba una palabra de Neuman.
– Sí… Sí…
Ali miró a su madre por última vez, y ésta desapareció bajo la cremallera de una bolsa de plástico.
– Sé que no lo consuela -murmuró el forense-, pero si en algo puede aplacar su tormento, parece que la lengua se seccionó post mórtem…
Ali no dijo nada. Tenía demasiadas culebras en la boca. La Historia no se repetía, tartamudeaba… Neuman se dirigió al sacerdote, que aguardaba junto a la columna.
– Mi madre tenía una cita con su asistenta -dijo, envolviéndolo con su sombra-. ¿Dónde está?
– ¿Sonia? Pues… en su casa, me imagino… Hay una casita anexa a la iglesia: allí es donde duerme…
– Enséñemela.
El sacerdote sudaba pese al frescor de la mañana. Salieron por una puerta disimulada.
La pequeña parcela de tierra al amparo del edificio pertenecía a la congregación. En ella habían plantado varias hileras de batatas, zanahorias y lechugas con las que la asistenta preparaba las sopas para los desheredados… Neuman abrió la puerta de su casita. Hacía ya calor bajo el tejado de chapa ondulada. En la habitación flotaba un olor a sudor mezclado con otro, penetrante, a sangre. Una joven negra yacía sobre un colchón. De su garganta cortada manaba un chorro de sangre negruzca.
– ¿Sonia?
El sacerdote lo confirmó con un gesto, sin expresión. Neuman inspeccionó el cuerpo. Visiblemente, la chica había tratado de defenderse: tenía marcas rojas en las muñecas y una uña rota. La hoja del cuchillo le había seccionado el esófago y luego la lengua… El asesinato había tenido lugar unas doce horas antes. Neuman echó un vistazo en derredor al mobiliario, las estanterías y la sopa que la muchacha había estado preparando en la cocina contigua…
– ¿Desde cuándo trabajaba Sonia para usted? -le espetó Neuman al hombrecillo asustado.
– Desde el año pasado… Fue ella quien acudió a mí… Una muchacha perdida, que quería expiar sus pecados ayudando al prójimo, respondiendo así a la llamada del S…
Neuman agarró al sacerdote de la sotana y lo estampó contra la pared.
– Hace ya tiempo que el Señor está mudo -dijo entre dientes-: a la hermana de su asistenta la mataron por una historia de droga suministrada a niños de la calle, y Sonia estaba en contacto con los que había por aquí. ¡¿Y bien, qué tiene que decirme?!
– Yo no sé nada…
– Un chico con un pantalón corto verde, Teddy y otro con una cicatriz en el cuello, ¿le suenan de algo?
El sacerdote se estremeció, entre las garras del coloso.
– ¡Sonia! -se atragantó-. Era Sonia quien se ocupaba de servirles la sopa…
Neuman pensó en el jardín, en las casetas…
– ¿Tienen animales?
– Gallinas… También algunos cerdos, conejos…
Arrastró al hombrecillo hasta el huerto. Hacinados en sus conejeras, los animalillos olisqueaban las rejillas: algo más lejos, las gallinas picoteaban entre la paja como si fuera agua hirviendo. Una construcción de piedra con tejado de chapa hacía las veces de porqueriza al fondo del jardín, junto a un abrevadero en el que había estancada un poco de agua salobre. Neuman desenfundó su Colt 45 y, de un balazo, reventó el candado.
Un olor nauseabundo lo recibió en el interior de la caseta. Los tres cerdos que se revolcaban en el fango acudieron gruñendo al otro lado de la barrera de madera: un macho, el más gordo, y dos hembras con el morro rosa cubierto de excrementos.
– ¿Qué les da de comer?
El sacerdote se había quedado en el quicio de la puerta.
– De todo… todo lo que pillo por ahí…
Neuman abrió la barrera del box y liberó a los animales. El hombrecillo quiso hacer un gesto para retenerlos -los cerdos iban a arrasar su preciado huerto- pero cambió de idea. Neuman se inclinó sobre la cloaca. Sacó su navaja y con la hoja removió la masa infecta en la que chapoteaba. Entre los desechos aparecieron unos huesos: huesos humanos… La mayor parte estaban roídos por los cerdos… Por el tamaño, parecían huesos de niño… Los había a montones…
El Boulder National Park albergaba una colonia de pingüinos del Cabo. Los animalillos brincaban libremente por la playa de arena blanca, y las olas estruendosas les servían de trampolín. Neuman caminó a zancadas regulares por la arena mojada.
Zina lo esperaba en las rocas, entre el rocío de mar que el viento arrojaba contra su vestido. Lo vio llegar desde lejos, como un gigante incongruente entre los pingüinos que se balanceaban, y se apretó con más fuerza las rodillas dobladas. El caminó hasta el arrecife, y dirigiéndose a ella, asesinó toda idea de amor:
– ¿Tienes el documento?
A su lado, sobre la roca, había una carpetilla de plástico. Zina quería hablarle de ellos dos, pero nada encajaba en ese decorado.
– Es todo lo que he podido conseguir -dijo.
Neuman olvidó los cohetes negros que explotaban en su cabeza y cogió la carpeta. El documento no tenía membrete ni mención que permitiera identificarlo, pero contenía un informe completo sobre el hombre al que estaba buscando.
Joost Terreblanche había trabajado para los servicios secretos durante el apartheid y figuraba entre los miembros de la Broederbond, la «Liga de los Hermanos», una sociedad secreta que reunía a la supuesta élite afrikáner, y de cuyas actividades poco se sabía. Pese a su implicación en Project Coast y en la desaparición de varios activistas negros, Terreblanche no había sido perseguido por la justicia. Eran pocos los procesos que habían prosperado, razón por la cual pocos antiguos miembros del ejército habían colaborado con la Comisión Verdad y Reconciliación de Desmond Tutu: algunas ramas de los antiguos servicios de seguridad se habían beneficiado así de una impunidad casi total pese a haber cometido graves violaciones de los derechos humanos. Terreblanche había abandonado el ejército tras la caída del régimen con el grado de coronel, y se había reconvertido en el negocio de la seguridad privada a través de varias empresas sudafricanas, en especial la agencia ATD, de la que era uno de los propietarios y accionistas. Según la fuente del informe, Terreblanche gozaba de protección en todos los ámbitos, tanto en Sudáfrica como en Namibia, donde el conflicto entre los dos países había permitido múltiples infiltraciones. Se sospechaba que había llevado a cabo operaciones paramilitares en distintos países de los Grandes Lagos (tráfico de armas y contratación de mercenarios). El informe mencionaba en especial una base situada en el desierto del Namib, una vieja granja muy vigilada en mitad de una zona protegida, donde Terreblanche llevaba a cabo sus actividades con total tranquilidad.
Namibia…
Las olas se estrellaban contra la playa, escupiendo pingüinos; Zina observaba al zulú, enfrascado en su lectura, extrañamente pálido bajo su máscara. Conocerse había sido algo parecido a una corriente de aire. Un impulso que nunca tendría que haber tenido lugar y que, sin embargo, los precipitaba el uno hacia el otro. No era el momento, pero nunca sería el momento.
– ¿Y si nos dejáramos de tonterías? -dijo ella.
Él levantó la cabeza, un tótem negro en mitad de la arena.
– ¿Crees que estoy ciega? -le preguntó con chulería-. ¿Crees que no veo cómo me miras?
Neuman se descompuso un poco más pero no contestó. En la superficie flotaban cadáveres, por docenas, exsangües.
– Nuestra gira termina mañana por la noche -le dijo-. Después, no sé… Me voy de la ciudad, Ali, a no ser que me retengas.
El ya no oía el tronar de las olas en la playa, ni los gritos de los pingüinos. El mundo se había vuelto del revés y se precipitaba hacia abajo. En caída libre.
– Lo siento -dijo Ali en voz muy baja.
Zina apretó los dientes, esos dientes tan bonitos que tenía.
– ¡Dilo otra vez! -exclamó-. ¡Venga: dímelo otra vez!
Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Se levantaba por la mañana con el olor de su piel, resistía al agua, al viento, al fuego bajo sus pies, su olor la esperaba en la cama, en su camerino, la seguía por los pasillos, las calles y el aire tibio de la noche, impregnaba el rocío del mar, su olor, su olor en todas partes.
Él bajó los ojos. Vio sus pies desnudos sobre la roca escarpada, el dibujo de sus tobillos, sus piernas y su vestido, que bailaba al viento…
– Lo siento…
Y Ali murió allí mismo, en medio de los pingüinos.
Los animales salían al caer la noche. Una pareja de órix pasó por la llanura, en busca de hojas tiernas que hubieran crecido con la última lluvia.
– ¿Qué coño hacen ahí esos idiotas? -rezongó Mzala desde la terraza de la granja.
El tsotsi estaba nervioso. Se la traían floja los animales, la arena y el desierto. Mzala sólo tenía unas cuantas ideas en la cabeza: dólares; Mozambique; jubilación anticipada; palacios y perras en celo.
– ¿Cuánto tiempo nos vamos a quedar aquí?
– El que haga falta -contestó el jefe-. Sería mejor que durmieras un poco…
El ex militar bebía roibos, cómodamente sentado en uno de los sillones de la terraza.
Mzala escrutó el desierto. Toda esa inmensidad lo deprimía. No tenía ganas de dormir. El speed, o más bien el miedo a despertarse con un cuchillo clavado en la espalda, lo mantenía despierto. Terreblanche odiaba a todo el que no se pusiera colorado al sol; el Gato había tomado ciertas precauciones que impedían que lo liquidara de inmediato, pero no cerraría los ojos hasta estar lejos de allí, con su dinero. Esa espera lo indisponía. Mzala no soportaba esperar. Aunque su estatus de jefe le otorgaba ciertos privilegios dentro de las fronteras del township, esa situación tocaba a su fin. La banda de los americanos había pasado a mejor vida, que descansaran en paz sus almas condenadas. Mzala había cumplido su parte del trato: había recogido los somníferos de la iglesia de Lengezi, de paso se había cargado a la otra putita que daba de comer a los cerdos y a la gruesa anciana que había aparecido de improviso y, para terminar, había quemado las lenguas con gasolina antes de seguir a los demás hasta la pista del aeródromo…
– ¿Qué le impide darme el resto de la pasta ahora mismo? -gruñó.
– Ya hemos hablado de eso -peroró Terreblanche-. Ahora las fronteras seguramente estarán vigiladas, y no me apetece que caigas en manos de la policía… Te irás al extranjero cuando no haya peligro.
No era verdad: podía desplazarse de un país a otro sin exponerse a dar con un funcionario puntilloso, pero el cabecilla de los americanos era un animal que, nada más embolsarse el dinero, se lo puliría en coches de lujo, joyas de oro y tías buenas para fardar. El disco duro estaba en lugar seguro, en manos de sus comanditarios, su fortuna y la de su hijo, aseguradas, pero la policía seguía alerta. Joost se haría el muerto hasta que el asunto se olvidara. Sólo entonces se reuniría con Ross en Australia. El dinero lo compraba todo. El dinero lo redimía todo…
– Eso no era lo acordado -se empecinó Mzala-: lo acordad era que una vez terminada la operación yo me largaría con mi parte.
– Nadie se marchará de aquí sin mi consentimiento.
– ¿Qué es eso?
– Sin que yo esté de acuerdo.
– Nuestro acuerdo era la pasta. Un millón. En metálico. ¿Dónde están mis dólares?
– Tendrás que esperar, como todos los demás -zanjó Terreblanche-. Y no hay más que hablar.
Mzala hizo una mueca en la oscuridad. Se preguntaba si el caraluna tenía el dinero ahí, guardado en una caja fuerte, o en algún escondite absurdo… El Cessna que los había llevado allí por la mañana se había vuelto a marchar con el material; ahora estaban solos en medio de ese desierto que no conocía.
Un silencio de plomo reinaba en la terraza, apenas alterado por la brisa de la noche. Los pájaros nocturnos habían callado. Los órix también se habían marchado… Mzala iba a encerrarse en su habitación, con su arma al alcance de la mano, cuando se oyó un grito cerca del hangar.
Neuman apagó el motor del 4x4 al borde de la pista para recorrer a pie los últimos kilómetros. El peso del estuche que llevaba en la mano le hacía daño en las costillas; según su mapa de la región, la granja estaba situada detrás de las dunas de Sossusvlei, al oeste, lejos de las zonas turísticas…
La luna lo guió por la llanura desértica. Caminó un kilómetro siguiendo la cruz del sur, notando en los bolsillos de su traje polvoriento el peso de los cargadores. Las dunas se recortaban en la oscuridad. Por fin distinguió una luz a lo lejos y una valla que delimitaba la granja.
Un avestruz huyó al acercarse él, centinela asustada. Neuman arrojó el estuche al otro lado de la valla antes de franquearla él. Apretó los dientes y se introdujo en la propiedad privada: unas veinte hectáreas, según la información de Zina, hasta los contrafuertes de las dunas de Sesriem. Se dirigió hacia la luz trémula, se detuvo a medio camino y evaluó la topografía del lugar. Se echó el estuche al hombro y, tras varios minutos de esforzada subida, llegó a la cima de la duna más alta. Se veía la granja de Terreblanche bajo la luz de la luna y el edificio prefabricado a un lado, junto a los cercados.
Neuman dejó el estuche metálico sobre la arena. El fusil era de la marca Steyr, con mira láser zoom x 6 y estaba provisto de silenciador y tres cargadores de treinta balas de calibre 7,62. Un arma de francotirador. Lo montó cuidadosamente y comprobó el funcionamiento.
Se secó el sudor de la frente y se tumbó sobre la cresta lisa. La arena estaba tibia, casi fresca. Barrió el lugar con la mira de infrarrojos, localizó la granja, el anexo -sin duda sería un almacén-.
Había dos hombres en la terraza, que parecían hablar entre ellos, y dos 4x4 en el patio… El edificio prefabricado estaba un poco más lejos, a cincuenta metros. Un guardia patrullaba, con un fusil ametralladora en bandolera. Otro fumaba en el camino que llevaba a la pista principal. Neuman lo enfocó con la mira y lo abatió de un tiro en la espalda. El hombre cayó de bruces contra el suelo. Dirigió el fusil hacia el patio y encontró al segundo hombre: el blanco bailó un momento en la mira antes de pivotar bruscamente bajo el impacto.
El tirador dejó de contener la respiración. No había señal alguna de agitación alrededor de los edificios: se aseguró de que los centinelas habían muerto en el acto y enfocó la terraza. Le pareció reconocer la silueta de Mzala junto a la columna cuando dos hombres salieron del almacén anexo: dos tipos con el cráneo rapado que transportaban unas cajas. Neuman siguió su movimiento -se dirigían a los 4x4- y apretó el gatillo. Mató al primero de una bala en la garganta y al segundo justo cuando se volvía hacia su compañero.
Un tercer hombre salió entonces de la granja: vio los cuerpos abatidos y desenfundó el revólver que llevaba en el cinturón. Neuman alcanzó a su objetivo en el hombro izquierdo antes de que una segunda bala lo lanzara despedido contra la puerta… Soltó un taco desde lo alto de la duna: al tipo le había dado tiempo a avisar a los demás.
Neuman dirigió el fusil hacia la terraza, pero las dos siluetas se habían refugiado en el interior de la casa. Un hombre en camiseta surgió del edificio prefabricado, con un arma en la mano: su cabeza saltó en pedazos. Sin duda en ese barracón dormían los hombres de Terreblanche. Se despertarían todos y organizarían el contraataque… Neuman apuntó a las paredes, cerca de las ventanas de la casa y, metódicamente, vació el cargador. Un tiroteo ciego que sembró el pánico al atravesar las paredes. Oyó gritos y el tableteo de las primeras ráfagas que rasgaban el silencio de la noche. Cogió el segundo cargador, que había dejado sobre la arena, lo metió en la recámara y disparó uno a uno treinta nuevos proyectiles: pronto el dormitorio de la tropa quedó como un colador. Un tipo trató de escapar, pero Neuman frenó su huida en seco de una bala en el plexo. Los supervivientes se mantenían ocultos en el interior.
Unas balas pasaron silbando a pocos metros de él, agujereando la arena. Al final habían localizado su posición… Neuman armó su último cargador y rebuscó entre las tinieblas. Vio a un hombre en la entrada del edificio prefabricado, con un fusil ametralladora en la mano, escondido detrás de la puerta: dirigía señales febriles a sus compinches, invisibles… Neuman disparó doce balas de calibre 7,62, que pulverizaron la puerta y lo que había alrededor. Herido en una pierna, un hombre se arrastraba para escapar del francotirador. Neuman lo remató de un tiro en la mejilla.
El zulú ya no respiraba, concentrado como estaba en su tarea. Una silueta cruzó el campo infrarrojo: el hombre salió corriendo del barracón y corrió en zig-zag hacia la granja. Neuman lo siguió en un baile macabro y, con una presión mínima sobre el gatillo, lo derribó de bruces contra el suelo.
Tenía los dedos rígidos, y la respiración, enterrada en el fondo de las tripas. Por fin se relajó. No había un solo movimiento bajo la luna… Abandonó el estuche del Steyr en su sudario de arena, recorrió la cresta y corrió duna abajo, gimiendo. Se oyó entonces un ruido de puertas de coche cerrándose en la noche. Neuman paró de correr, jadeante, y dirigió la mira del fusil hacia la granja: un 4x4 escapaba hacia el oeste, levantando una nube de polvo.
Disparó seis balas a ojo, que se perdieron entre la niebla…
Un silencio de muerte se abatió sobre la extensión desértica. Neuman no pensaba en nada. Sólo quedaba el viento nocturno que soplaba entre los tablones destrozados, el fusil que sostenía como un desesperado y el Toyota aparcado en el patio.
Las huellas de neumáticos se perdían en dirección al mar: cien kilómetros de dunas y de llanuras de piedras a través de uno de los parques nacionales más grandes del mundo. Neuman seguía las líneas paralelas que corrían bajo los faros, agarrado con fuerza al volante para atenuar el dolor en las costillas.
Había descubierto siete cuerpos en el edificio prefabricado, entre los cuales el de un joven blanco que se sujetaba el vientre, temblando, y al que había dejado morir allí mismo, sin rematarlo. Quitando los cadáveres del patio, la granja estaba vacía: había encontrado armas y munición en el almacén, pero Terreblanche y Mzala habían escapado. Su intención sería llegar a la pista de Walvis Bay atajando por el desierto, pero Neuman no se despegaría de ellos. Había evacuado todo pensamiento parásito que pudiera impedirle realizar su tarea. Inspeccionaba las dunas al otro lado del parabrisas, cada vez más altas conforme se adentraba en el Namib. El Toyota se bamboleaba sobre la arena blanda, dando bandazos, y a cada brinco sentía una punzada de fuego en el costado. Se agarró con más fuerza al volante.
Un chacal pasó corriendo delante de sus faros. Neuman conducía, ardiente de fiebre, cuando después de un cambio de rasante los vio de pronto: dos puntos rojos fosforescentes, entre las dunas… Neuman se detuvo a trescientos metros y apagó los faros en lo alto de una loma. Abrió la puerta del vehículo y los observó con la mira infrarroja del Steyr. El 4x4 parecía bloqueado. Se habían atascado en la arena. Alertado por los faros del Toyota, Mzala había soltado la pala para refugiarse detrás de la carrocería: Terreblanche se reunió con él, un fusil ametralladora en la mano. Ahora estaban los dos escondidos detrás del gran todoterreno, acechando a un enemigo invisible…
Neuman apoyó el cañón del Steyr sobre la puerta del Toyota y apuntó al depósito. Disparó cinco proyectiles, en vano. Era un vehículo blindado…
Neuman vaciló, sentía la camisa empapada en sudor. Por fin dejó el fusil en el asiento del copiloto, abrió su navaja y se sentó al volante. El 4x4 era un vehículo blindado, pero no el Toyota… Un plan sencillo, suicida.
Los neumáticos patinaron sobre la arena antes de agarrar: empezó a bajar la pendiente de la loma. Doscientos cincuenta metros, doscientos: encendió los faros, bloqueó el acelerador con la punta de la navaja y se lanzó sobre su objetivo. Dos cañones surgieron del capó del 4x4: Neuman cogió el fusil del asiento y saltó en marcha.
El parabrisas, el capó, los asientos, el radiador, las ráfagas de metralleta lo pulverizaron todo sin modificar la trayectoria del vehículo lanzado hacia ellos: el Toyota chocó contra la parte trasera del 4x4 que, pese al impacto, apenas se movió. Terreblanche y Mzala se habían dirigido a la duna para escapar de la colisión: surgieron de la oscuridad y apuntaron con sus armas hacia el Toyota accidentado. El capó estaba destrozado, el parabrisas había saltado en pedazos y la puerta estaba llena de agujeros de bala, pero no había nadie en su interior.
Neuman había rodado sobre la arena cien metros más lejos, recuperado su fusil y tomado posición: con los codos en el suelo, apuntó al depósito del Toyota, que explotó con la tercera bala. Un haz de fuego iluminó un instante el valle de arena. Neuman ya no veía a sus objetivos, ocultos por la pantalla de humo. Las llamas alcanzaron rápidamente el vehículo blindado. Mzala y Terreblanche, refugiados detrás de la carrocería, retrocedieron un paso. Dispararon una nueva ráfaga a ciegas, y otra más, que se perdió a varios metros de él. Presa del fuego, el depósito del 4x4 explotó a su vez. La deflagración sorprendió a Mzala: el beso de fuego lo arrastró en su aliento.
Neuman oyó el grito del tsotsi antes de distinguir su silueta: la antorcha humana giró sobre sí misma, buscando huir de las llamas que la consumían. Mzala dio unos pasos torpes en la arena y agitó los brazos para zafarse del abrazo mortal, pero el fuego lo perseguía: rodó por la arena, gritando a pleno pulmón… Neuman buscó el otro objetivo con la mira, barrió la noche, pero el humo opaco ocupaba todo el espacio. Terreblanche parecía haberse desmayado… A pocos pasos, Mzala seguía gritando en su tortura. El olor a carne quemada llegaba hasta él. El Gato gesticulaba, golpeando el suelo, en vano: Neuman lo remató de una bala en el pecho.
Gotas de fiebre perlaban su rostro. Ali reptó unos veinte metros, amplió el zoom y por fin localizó a Terreblanche, que había trepado a la cima de la duna: no tenía fusil, sólo un revólver en el cinturón… La mira del Steyr se fijó sobre su hombro en el preciso momento en que desaparecía al otro lado de la duna.
Las llamas crepitaban, esparciendo un humo negro. Neuman inspeccionó la cresta por la que Terreblanche había desaparecido y se incorporó lentamente. La caída de antes le había reavivado el dolor en las costillas. Rodeó el brasero que rugía y siguió la cresta, que serpenteaba bajo la luna. Las huellas llevaban a la cima, que coronó tras una escalada laboriosa. El viento de las alturas apenas lo refrescó. Frente a él, las olas de arena se extendían hasta donde alcanzaba la vista… Encontró huellas de pasos en la falda lisa de la duna: se dirigían al oeste… Neuman soltó un taco. Nunca lo alcanzaría a pie, no con ese dolor en las costillas.
Comprobó la recámara de su arma y se estremeció al ver el cargador: sólo le quedaba una bala.
Un viento tibio soplaba en las alturas. Ali se tumbó y barrió el horizonte. Campos de montículos de contornos borrosos se sucedían unos a otros, monótonos. Pronto aparecieron unas huellas en la mira de infrarrojos, un trazado rectilíneo… Siguió la trayectoria y dio con la silueta del fugitivo. Caminaba a zancadas regulares, con un revólver en la mano. Trescientos metros, a vuelo de pájaro… Neuman contuvo el aliento, olvidó hasta el vacío que había en su cabeza y apretó el gatillo.
El disparo rasgó el silencio.
El hombre se desplomó sobre la arena.
Neuman se acercó apuntando con su Colt, pero Terreblanche ya no se movía. Yacía en el suelo, con su automática al alcance de la mano, medio desvanecido… Ali arrojó el arma lejos y se arrodilló junto al herido. Tenía la frente empapada en sudor. Le palpó el pulso y vio que aún respiraba. Neuman levantó la camiseta color caqui, manchada de sangre: la bala le había dado en un riñón, evitando por poco el hígado.
Terreblanche abrió los ojos mientras Neuman evaluaba la herida.
– Tengo dinero… -masculló-. Mucho din…
– Cierra la boca o te dejo morir aquí mismo.
Devorado por los chacales: un final feliz… Pero Neuman lo quería vivo. Los documentos relativos a los experimentos habían desaparecido, también todo resto del laboratorio y los testigos… No había encontrado nada en la granja. Muerto Mzala, traer de vuelta a la ciudad a ese hijo de puta era su última oportunidad.
Terreblanche estaba pálido bajo la luz de los astros. Neuman vio entonces una picadura en su antebrazo: a todas luces, una picadura de araña… Presionó la carne alrededor: manó un fino chorro amarillo. Una araña de arena. Algunas podían resultar mortales.
– Ese puto bicho me ha picado -maldijo el herido.
La noche era aún negra, las dunas, contornos borrosos bajo las estrellas. Neuman levantó al hombre tendido en el suelo y, sin una palabra, lo ayudó a caminar.
Tardaron casi una hora en alcanzar las carcasas humeantes.
El zulú sudaba sangre y agua, y Terreblanche no había dejado de gemir en todo el trayecto: se desplomó junto a los 4x4, sin fuerzas. Un olor acre emanaba aún de los vehículos, y todo el valle apestaba. Los restos de Mzala descansaban algo más lejos, una forma negra y consumida que le recordaba a su hermano Andy… Muy ocupado en vendarse la herida con un pañuelo, Terreblanche no le dirigió una sola mirada a su cómplice: tenía la tez cérea a las primeras luces del alba. El veneno empezaba a hacer efecto… Neuman comprobó de nuevo el funcionamiento de su móvil, sin éxito: no había cobertura.
Un velo de inquietud le ensombreció el rostro.
– ¿A cuántos kilómetros está la pista? -le preguntó a Terreblanche.
El ex militar apenas levantó la cabeza.
– Walvis Bay -dijo-. A unos cincuenta.
– ¿Y la casa más próxima?
El otro hizo un gesto evasivo…
– Por aquí no hay más que arena…
Neuman hizo una mueca. La granja estaba a más de treinta kilómetros… Calibró el azul del cielo sobre la cresta de las dunas. Los vehículos no funcionaban y no acudía nadie a rescatarlos: sin embargo hacía más de una hora que se habían incendiado…
Terreblanche desgarró un trozo de su camiseta para sustituir al pañuelo empapado. La sangre empezaba a coagularse, pero la herida le dolía de manera espantosa. Se le estaba hinchando el brazo. Miró de reojo al policía negro que escrutaba el cielo, preocupado, como si esperara alguna señal. Terreblanche comprendió entonces por qué:
– ¿Sabe alguien que estamos aquí? -preguntó.
– No.
El desierto del Namib era uno de los lugares más calientes del mundo. A mediodía, la temperatura alcanzaba los cincuenta grados a la sombra, setenta al sol: sin agua, no aguantarían ni un solo día.
Hace tiempo que los científicos sabían que los genes no eran objetos sencillos: las relaciones entre genotipo y fenotipo eran tan complejas que impedían toda descripción elemental de los genomas de una persona y los fenómenos patológicos que sufría. Esta complejidad de la materia viva aumentaba aún más si se tomaban en cuenta los aspectos diversos de la estructura social en la que cada uno está insertado, su modo de vida y su entorno, que contribuían al determinismo a menudo imprevisible de las enfermedades -un indio de la selva amazónica no padecía siempre los mismos males que un europeo-. Poco importaba, pues las investigaciones llevadas a cabo por los laboratorios farmacéuticos no estaban destinadas a los países del sur, que no podían costearlas. Dado que las limitaciones éticas y jurídicas eran demasiado rigurosas en los países ricos (en especial el código de Núremberg, adoptado paralelamente a los juicios a los médicos nazis), los laboratorios habían deslocalizado sus ensayos clínicos, que ahora se ubicaban en los países «de bajo coste» -India, Brasil, Bulgaria, Zambia, Sudáfrica- donde los cobayas, en su mayoría personas pobres y sin cuidados médicos, podrían gozar de los mejores tratamientos y de un material puntero a cambio de su colaboración. Dado que para que un medicamento fuera aprobado antes había que probarlo en miles de pacientes, los laboratorios habían subcontratado dichos ensayos clínicos a organismos de investigación, entre los que se contaba Covence.
Tras años de búsqueda, Rossow había elaborado una nueva molécula capaz de curar los males que aquejaban a millones de occidentales -ansiedad, depresión, obesidad…-, un producto que garantizaría un volumen de negocios extraordinario.
Sólo quedaba probarlo.
Con sus townships cada vez más abarrotados, Sudáfrica y la región del Cabo en particular constituían una cantera excelente: no sólo los pacientes eran innumerables y vírgenes de todo tratamiento, sino que también ocurría que, tras las dramáticas conclusiones vinculadas a problemas de degeneración y otros efectos no deseados del producto que se estaba experimentando, se había hecho imposible proseguir dicha investigación de manera transparente. Frente a la competencia encarnizada de los laboratorios, la rapidez era una baza crucial: se había optado pues por una unidad móvil situada cerca de los townships donde se realizarían las pruebas sobre cobayas dóciles y sin ataduras, niños de la calle, de los que nadie se preocuparía.
Para limitar los riesgos, se les inoculaba el virus del sida, extremadamente eficaz. La ventaja era doble: la esperanza de vida de los sujetos se limitaba sobremanera, y la enfermedad, endémica en Sudáfrica no despertaría sospechas si algo salía mal.
Encargado de la operación, Terreblanche había aprovechado las zonas sin ley para hacer un trato con Mzala, cuya banda controlaba Khayelitsha, el cual a su vez había subcontratado el tráfico de la droga a Gulethu y su banda de mercenarios, que se movían por las zonas fronterizas entre el township y los asentamientos ilegales. Gulethu y sus muertos de hambre habían distribuido la mezcla por esas áreas sin despertar sospechas: el tik enganchaba a los chavales, y luego los trasladaban de noche al laboratorio de Muizenberg, situado junto al township, para evaluar la acción de la molécula. Los que sobrevivían morían de sida y terminaban en la porqueriza de Lengezi. Al tratar de jugársela, vendiendo la droga por su cuenta, Gulethu lo había mandado todo al traste.
Epkeen se moría de calor pese a que la habitación de hospital tenía aire acondicionado. Lo habían molido a palos, arrancado el cuero cabelludo y torturado en la silla eléctrica. Al otro lado de la cama, Krugë escuchaba su relato sin decir palabra. La policía había encontrado una veintena de cadáveres en el township, entre ellos el de la madre de Neuman, y huesos humanos detrás de la iglesia de Lengezi… Por el momento, la prensa no estaba al corriente de nada.
– ¿Sabe dónde está Neuman? -preguntó el jefe de la SAP.
– No.
Epkeen apenas volvía en sí cuando apareció Krugë para interrogarlo. El grueso policía apoyó la papada en el cuello de su camisa.
– Si hay pruebas de lo que dice -suspiró-, tendrá que enseñármelas… No tiene nada, teniente.
Una bandada de cuervos pasó delante de sus ojos encerrados tras unas rejas:
– ¿Cómo que no tengo nada?
– ¿Dónde están sus pruebas?
– El secuestro en casa de Van der Verskuizen, el cadáver de Debeer, Terreblanche huido: ¿qué más necesita?
– No tenemos un solo testigo de todo eso -replicó Krugë-: ni uno solo.
– Claro, como que están todos muertos.
– Ese es el problema. Nadie sabe de dónde salen los huesos encontrados detrás de la iglesia del township, ni quién los puso ahí. Ahora que Neuman ha desaparecido sin dejar rastro, no tenemos ninguna explicación. En cuanto a lo que ocurrió en casa del dentista -añadió-, no hemos encontrado huellas. O bueno, sí: las suyas.
– Lo han borrado todo, lo sabe muy bien -replicó Brian desde su montón de almohadas-. Lo mismo hicieron con la casa de Muizenberg. La cuenta en el extranjero es…
– Información obtenida de manera ilegal -lo interrumpió Krugë-. La agente Helms nos lo ha contado todo sobre su manera de proceder.
El rostro de Epkeen palideció un poco más bajo la luz artificial. Janet Helms los había traicionado. Los había dejado en la estacada cuando estaban a punto de alcanzar su objetivo. Se habían dejado engañar por sus putos ojos de foca…
– Terreblanche y Rossow participaron en el Project Coast del doctor Basson -repitió el afrikáner sin perder la calma-. Terreblanche tenía las aptitudes y la logística necesarias para organizar una operación de esa envergadura. Covence les ofrece una tapadera legal: sólo hay que interrogar a Rossow.
– ¿Usted qué se cree, teniente? ¿Qué va a atacar a una multinacional petroquímica con eso? Terreblanche, Rossow o Debeer no figuran en ninguno de nuestros ficheros. Nada corrobora lo que usted insinúa… -Krugë se lo quedó mirando fijamente, como un conejo entre los faros de un coche-. ¿Sabe lo que va a ocurrir, Epkeen? Que lo atacarán a usted con un regimiento de abogados. Encontrarán cosas sobre usted, sus costumbres disolutas, su hijo, que ya no quiere ni verlo, y sus peleas con su ex, cuya separación no ha digerido todavía. Lo acusarán de haber asesinado a Rick Van der Verskuizen.
– ¿Qué?
– Nos habría encantado escuchar la confesión del dentista -reconoció Krugë-: por desgracia, lo encontraron muerto en su salón, de un tiro en la nuca disparado con su arma de servicio.
– ¡¿Qué quiere decir?! Nos secuestraron y a mí me torturaron para que revelara lo que sabía tras mi visita a la agencia de Hout Bay, antes de inyectarnos droga suficiente para dejar grogui a un búfalo. La porquería que tengo en la sangre, el cadáver de Debeer, las pruebas contenidas en el maletín, ¿tampoco cuenta todo eso?
Krugë no daba su brazo a torcer:
– El arma que mató al dentista fue encontrada en la habitación con sus huellas: lo van a acusar de esa muerte. Eso desacreditará su testimonio y el de su ex, a la que pintarán como a una loca furiosa de humor caprichoso capaz de todo para castigar a un hombre adúltero, incluso de aliarse con su mayor enemigo…
Dirán que se volvió usted adicto a esa famosa droga -prosiguió-, que quiso vengarse y liquidó al camello, a Debeer, en un arrebato de violencia extrema…
– Todo es una puesta en escena -se irritó Epkeen-, eso lo sabe usted también.
– Demuéstrelo.
– ¡Pero bueno, eso es ridículo!
– No más que esa historia suya de complot industrial -dijo el jefe de policía, hundiendo el dedo en la llaga-. Después de lo que ocurrió durante el apartheid, debería saber que Sudáfrica es el país más vigilado en materia de investigaciones médicas, en especial en todo lo que tiene que ver con experimentos sobre cobayas humanos. Tendrá que convencer a los jurados de sus alegaciones… Provocó una matanza de tres pares de narices en esa casa -añadió, con una mirada torva-. Y las fotos tomadas en la habitación donde los encontraron no dicen mucho en su favor…
– ¿Qué fotos?
Una chispa de recelo animó un momento sus ojos inexpresivos.
– No ha visto en qué estado dejó a su ex mujer -dijo-. Las manos atadas a la espalda, su sangre por todo su cuerpo, su ropa hecha jirones, arañazos, golpes, agresiones sexuales… Eso ya no es amor, Epkeen, eso es rabia… Cuando lo encontraron, daba vueltas alrededor de la cama, como un animal salvaje.
Sintió un escalofrío en la espalda. Un león. Un puto león que defendía su territorio…
– No he violado a mi mujer -dijo.
– Sin embargo es su piel lo que se encontró bajo sus uñas, Epkeen: ese detalle será decisivo ante un jurado…
Brian se tambaleó un instante sobre la cama de hospital y recuperó el equilibrio agarrándose al vacío: la droga, las ratas del forense, la última fase, la de la agresión…
– Nos drogaron -protestó en voz baja-. Lo sabe tan bien como yo.
– Sus huellas están en la jeringuilla.
– Porque querían cargarme el muerto. Joder, Debeer tenía guantes de látex cuando lo encontraron, ¿no?
– Eso no explica nada. Eso al menos es lo que defenderán ante un tribunal… Pase lo que pase, lo que pueda decir sobre una complicidad entre un supuesto laboratorio fantasma y un grupo paramilitar dirigido por un antiguo coronel del ejército podrán volverlo contra usted: su visita nocturna a la agencia de Hout Bay, aparte del hecho de que de ella no queda ningún documento, de todas formas se declarará nula por vicio de forma.
– Todo está en la memoria USB.
Krugë abrió las manos en señal de buena fe:
– Pues enséñemela, estoy deseando verla…
Brian sentía un sabor infecto en la boca y estaba mareado. Ruby, Terreblanche, Debeer, las inyecciones, la desaparición de Ali, la información, todo se agolpaba en su cabeza, y el mono se anunciaba espantoso… Escrutó el rostro fofo del superintendente, que seguía impasible al otro lado de la cama.
– ¿Está usted implicado, Krugë?
– Atribuiré su comentario a su estado de confusión mental -rugió el jefe de la SAP -, pero tenga cuidado con lo que dice, teniente… Mi única intención es advertirle: la industria petroquímica es uno de los lobbys más poderosos de este maldito planeta.
– Y uno de los más corruptos también.
– Mire -dijo, en un tono más conciliador-: lo crea o no, estoy de su parte. Pero vamos a necesitar argumentos muy sólidos para convencer al procurador de que inicie un proceso judicial, registros… También habrá que desmontar una a una todas las acusaciones que puedan dirigir contra usted, y no tenemos más que su palabra.
Estupefacto, Epkeen escuchaba al jefe de la policía.
– ¿Y mis ojos? -le espetó con hostilidad-. ¿Me los he quemado porque sí, por gusto?
– Solicitarán exámenes psiquiátricos y…
Brian levantó la mano como quien tira la toalla. Había vuelto a la vida demasiado tarde. La situación era absurda. No habían pasado por toda esa mierda para acabar ahí, en una cama de hospital.
– No voy a iniciar ningún proceso contra usted -anunció Krugë para poner fin a la conversación-: no por el momento. Pero le aconsejo que se mantenga a raya hasta que hayamos aclarado todo esto. De todas maneras, está retirado del caso. Gulethu asesinó a las muchachas: ésa es la versión oficial. Nadie maneja los hilos de un complejo industrial mafioso: no hay más que un fiasco lamentable y mi cabeza en el tajo. El caso está cerrado -insistió-, y le ruego que lo considere así. Eso sin mencionar que anoche se cometió un nuevo crimen: Van Vost, uno de los principales financiadores del Partido Nacional, ha sido víctima, según parece, de una prostituta negra…
– ¿Dónde está Ruby? -lo interrumpió Epkeen.
– En la habitación de al lado -contestó el grueso policía con un gesto de cabeza-. Pero no cuente demasiado con su testimonio.
– ¿Por qué, es que también le ha cortado la lengua a ella?
– No me gusta su sentido del humor, teniente Epkeen.
– Pues hace mal, no vea lo que se divierte uno después de una sesión de tortura.
– Se extralimitó y actuó de manera inconsiderada -se irritó Krugë-. Lo hablaré con Neuman en cuanto aparezca y aplicaré las medidas pertinentes.
– Enterrar el caso, ¿a eso se refiere? ¿Tiene miedo por su puto Mundial de Fútbol?
– Vuelva a su casa -rugió Krugë-, y quédese ahí hasta nueva orden. ¿Entendido?
Epkeen asintió. Mensaje recibido. Destino a ninguna parte.
El jefe de la policía salió de la habitación dejando la puerta abierta. Masculló unas palabras inaudibles en el pasillo y se alejó. Janet Helms no tardó en aparecer. Llevaba su uniforme ceñido y una bolsa de plástico en la mano.
– Le he traído ropa limpia -dijo.
– ¿Qué quiere, una medalla?
La mestiza avanzó tímidamente, se cruzó con la mirada acusadora de Epkeen y dejó lo que traía en la silla junto a la cama.
– Krugë le ha comido el tarro, ¿eh? -le dijo él con altivez.
Janet bajó la cabeza como una niña a la que estuvieran regañando, triturándose los dedos.
– Todo lo que hemos reunido es indefendible ante un tribunal -se justificó-. No tenía elección. Está en juego mi carrera… -Levantó sus grandes ojos húmedos de lágrimas-. No tenía noticias de usted desde ayer por la mañana… Pensé que lo habían matado…
Epkeen no se creía sus excusas.
– ¿Tiene información sobre Rossow? -le espetó.
La agente Helms apretó sus labios oscuros.
– ¿Lo ha localizado? ¿Sabe dónde se lo puede encontrar?
– No estoy autorizada a hablarle de ello -dijo por fin.
– ¿Orden del jefe?
– El caso está cerrado -se defendió ella.
– Se olvida de Neuman… Krugë le ha pedido que me sonsaque, ¿es eso?
Janet Helms tardó un momento en responder.
– ¿Sabe dónde está?
– Si así fuera, hace tiempo que me habría largado de aquí -dijo Epkeen en tono perentorio.
La agente de información suspiró. Era obvio que no se decidía a hablar. Brian la dejó debatirse consigo misma un rato más. Esa chica lo asqueaba. Ella lo percibió.
– Hay algo que no les he dicho a los hombres de Krugë -dijo por fin-. Falta un fusil Steyr de la armería… El capitán Neuman firmó el volante para poder llevárselo: ayer por la mañana.
Un arma de francotirador.
El corazón de Brian se puso a latir a mil por hora: Ali iba a matarlos. A todos.
Con o sin el consentimiento de Krugë.
Brian caminaba sobre un alambre invisible en el pasillo del hospital de Park Avenue. Como el médico se negaba a darle el alta en su estado, había firmado un escrito de descargo, para que lo dejaran de una vez en paz, y había pedido ver a Ruby Petición denegada: acababa de salir del coma y descansaba después de la triterapia de emergencia que acababan de administrarles a ambos… Llamó a Neuman desde el teléfono del hospital, por si acaso, pero no había cobertura.
El asfalto se reblandecía bajo el sol de mediodía cuando el afrikáner salió del edificio público. Sólo veía un filtro turbio detrás de sus ojos quemados, lo demás se diluía. Sentía ganas de vomitar. Náuseas. Se compró unas Ray Ban de diez rands en los puestos del mercadillo de Greenmarket, se hizo con un móvil y recogió su coche en el sótano de la comisaría. La luna trasera estaba pulverizada y el parabrisas tenía una raja de parte a parte, pero el Mercedes arrancó a la primera…
And then, she… closed…
Her baby blue…
Her baby blue…
Oh… her baby blue… EYES!!!
Las cenizas revoloteaban en el habitáculo del Mercedes. Epkeen tiró el cigarro por la ventanilla y subió hacia Somerset. Le seguía doliendo terriblemente la cabeza, y su conversación en el hospital lo había dejado hecho un manojo de nervios. Krugë enterraba el caso por motivos que se le escapaban, o más bien que lo superaban. Pero Brian no se dejaba engañar tan fácilmente. Frente a la competencia de los mercados mundiales, los Estados soberanos apenas podían hacer nada para poner coto a las presiones de las finanzas y del comercio globalizado, so pena de ahuyentar a los inversores y amenazar su PNB: hoy en día, el papel de los Estados se limitaba a mantener el orden y la seguridad en medio del nuevo desorden mundial dirigido por fuerzas centrífugas, extraterritoriales, huidizas, inasibles. Ya nadie creía de verdad en el progreso: el mundo se había vuelto incierto, precario, pero la mayoría de los que partían el bacalao estaban de acuerdo en sacar tajada del pillaje que llevaban a cabo los filibusteros de ese sistema fantasma, mientras esperaban el final de la catástrofe. Los excluidos iban quedando relegados a las periferias de las megalópolis reservadas a los ganadores de un juego antropófago en el que la televisión, el deporte y la mediatización del vacío canalizaban las frustraciones individuales, a falta de perspectivas colectivas.
Obligado o forzado, Krugë era un tipo pragmático: no iba a poner en peligro las inversiones en el país que se preparaba ya para organizar la gran feria del balón por una banda de niños de la calle, cuyo destino oscilaba entre un casco de botella lleno de tik y una bala perdida. Neuman era su única esperanza, una esperanza que llevaba casi dos días sin dar señales de vida…
Epkeen volvió a su casa a toda velocidad y, totalmente hecho polvo, se tumbó en el sofá del salón. La inyección de Debeer lo había sumido en un estado aterrador, y la noche que había pasado delirando en el hospital había terminado de dejarlo K. O. Un caballo muerto en el fango. Se quedó así un momento, juntando los trozos de sí mismo dispersos por ahí. La atmósfera de la casa de pronto se le antojó siniestra. Como si ya no fuera suya, como si las paredes quisieran echarlo… ¿El fantasma de Ruby, espectro contaminado por el virus, que venía a vengarse de él? Ahuyentó esos delirios de yonqui en pleno mono, se tomó dos analgésicos y puso el último disco de Scrape. A todo volumen, ya se encargarían los cuervos de limpiarlo todo… De hecho, pronto pasó un velo negro por encima de él, desplomado sobre el sofá. La música rugía en el salón, tan fuerte como para arrancarle la piel al cielo. Las ideas se le fueron organizando despacio en la cabeza… Qué más daba ya el doble juego de Janet Helms: Ali había roto el contacto para tener las manos libres. Y si había sacado un arma de francotirador de la armería era porque sabía dónde estaban los asesinos…
Mzala: huido.
Terreblanche: inencontrable.
La banda de los americanos: liquidada.
Los niños: un montón de huesos.
Epkeen dio mil vueltas al enigma en su cabeza abollada por los golpes y por fin comprendió: la bailarina del Inkatha.
La Rhodes House era la discoteca elegante del City Bowl, donde se reunían entre dos rodajes las modelos y las estrellas de la publicidad, una actividad lucrativa que se explicaba en parte por la luz excepcional de que gozaba la región.
Una clientela masculina satisfecha de sí misma acudía en masa aquella noche bajo la mirada del portero, un chavalín cachas: el que no estuviera moreno y no llevara una camisa blanca abierta sobre el pecho tenía pocas probabilidades de entrar. Con su vendaje en la cabeza, sus andares de robot oxidado y sus ojos escarlatas, Epkeen parecía estar en las últimas. Le enseñó la placa al tipo que permitía la entrada al local y encontró hueco en el bar, situado por encima del escenario.
Llegaba al final de la actuación. Entre tambores zulúes y pared de sonido eléctrico, Zina arrancaba las cuerdas de una guitarra incandescente bajo los resplandores cegadores de los focos. Brian entornó los párpados para calmar su vértigo, con los nervios en fusión. Breve momento de osmosis. Al final del seísmo, Zina se desvaneció hecha humo, bajo un diluvio de acoples de micrófono…
Las luces se encendieron poco después y sonó un hilo musical que cubría las voces. Brian quiso pedirse una copa, pero el camarero, un tío engominado, fingía no verlo. Una vez terminada la atracción de la noche, las modelos volvieron a la pista de baile donde los casanova vestidos de Versace ligaban con su sombra malhumorada. Epkeen acechaba la salida de los artistas, sintiéndose para el arrastre. La triterapia le daba unas náuseas de caballo. La líder del grupo salió por fin de su camerino; Epkeen se presentó en medio del jaleo y la acompañó al bar. Llevaba un vestido escotado e iba descalza. Era un bellezón.
– Ali me había hablado de una antigua militante del Inkatha -le dijo al llegar a la barra-, no de una furia eléctrica.
– Ali me había hablado de un amigo -replicó ella-, no de una momia.
– ¿Le gusta mi vendaje?
Zina hizo una mueca al ver sus heridas.
– ¿Es de adorno?
– En realidad, me duele horrores.
La bailarina arqueó una ceja.
– Es usted bastante gracioso para ser blanco -le dijo bajo los focos.
– ¿Quiere que la invite a una copa?
– No.
De todas maneras, los clientes habían asaltado literalmente al camarero engominado. Zina se acodó a la barra húmeda.
– ¿Quería hablar conmigo?
– Ali no da noticias desde ayer -dijo Epkeen-. Lo estoy buscando. Es muy urgente, para serle sincero.
El sonido del bajo vibraba en los altavoces. El rostro de Zina no traducía la más mínima emoción.
– No parece sorprendida -observó Epkeen-. Antes de desaparecer fue a verla a usted, ¿verdad?…
Zina olvidó sus vendajes y se zambulló en sus ojos verde agua.
– Nos vimos, sí…
– ¿Para hablar sobre Terreblanche?
La bailarina asintió con la cabeza. Al afrikáner se le aceleró el pulso.
– Es importante -le dijo-. ¿Tiene usted alguna información sobre él?
Un velo de melancolía ensombreció el rostro de la bailarina.
– Sé que Terreblanche compró una granja en Namibia -dijo por fin-. Hace dos años, a través de una sociedad… Una antigua base de entrenamiento en pleno desierto del Namib. Eso parecía interesar a su amigo. No yo.
Epkeen no vio las perlas que surgieron en sus ojos. Namibia: al romper el contacto, Ali rompía también sus vínculos con la ley. Epkeen sintió un subidón de adrenalina. Apuntó los datos en su cajetilla de tabaco y se volvió hacia la africana escultural, que seguía acodada a la barra.
– ¿Hay alguna posibilidad de que nos volvamos a ver con vida? -le preguntó.
Zina sonrió en medio de la fauna nocturna.
– Lo siento, hermoso príncipe: a mí el que me gustaba era el rey zulú…
Una bonita sonrisa, como ella, hecha pedazos.
Un camión de ganado pasó rugiendo por las ventanillas del Mercedes. El del taller le había arreglado la luna trasera con cinta aislante negra, pero el sol le mordía a través de la ventana del conductor. Epkeen llevaba horas conduciendo por la N 7 en dirección norte, hacia la frontera con Namibia. Había atravesado el Veld, el país afrikáner, quinientos kilómetros de colinas amarillas y llanuras desérticas donde no crecía nada más que viñas, y alguna que otra granja arrojada ahí, en mitad de la nada, como un hombre al agua. La imagen de Ruby contaminada se le venía a la cabeza al ritmo de las líneas discontinuas sobre el asfalto; ¿y si la triterapia de urgencia no funcionaba?, ¿y si el virus mutante resistía al tratamiento de choque? Se volvía a ver en la habitación, temblando por ella, cuando Terreblanche la había apuntado con su arma, y luego inconsciente, tendido sobre su cuerpo ensangrentado…
Llegó a Springbok al alba, agotado.
Springbok era la última etapa antes de la frontera con Namibia; la edad de oro de la explotación minera había pasado, hoy en día ya no había más que hamburgueserías de rótulos chillones, iglesias, algunas tiendas especializadas en la caza del venado y una colección de piedras semipreciosas detrás de un escaparate, el orgullo de Joppie, el dueño del Café Lounge. Epkeen aparcó el Mercedes en la puerta del local, el único abierto a esa hora en la gran calle desierta.
Sonaba en sordina una melodía de bóeremusier <emphasis><strong>[44]</strong></emphasis>. Plantado detrás de su mostrador lleno de escudos y mecheros vacíos pegados a modo de decoración, Joppie hablaba en afrikaans con otro paleto de trescientas libras de peso, tan grácil y elegante como una vaca cagando. Cabezas de springbok y de órix, que lucían para siempre en sus rostros una expresión de soberana indiferencia, adornaban las paredes…
– ¿Qué hay? -masculló el dueño.
Hasta su voz llevaba camisa de cuadros. Epkeen le pidió en inglés un café y se instaló en la terraza que daba a la calle principal. Se tomó una taza de agua caliente negruzca y esperó hasta que la armería abriera sus puertas para comprar un fusil de caza y una caja de cartuchos.
El vendedor no le puso pegas al ver su placa de oficial de policía.
– ¿Se ha peleado con un springbok? -bromeó el tipo, mirando de reojo sus heridas.
– Sí, una hembra.
– Ja, ja!
Un tropel de rubias embutidas en vestidos de volantes salía de la iglesia cuando Epkeen guardaba el fusil en el maletero. El café se le había puesto de pie en el estómago, como el ambiente de aquella ciudad perdida. Reanudó su viaje, saludando a las gruesas majorettes con una nube de polvo.
La frontera con Namibia estaba a unos sesenta kilómetros de allí. Brian detuvo el Mercedes delante de las casetas que hacían las veces de puesto fronterizo y estiró sus músculos maltratados por la carretera.
En verano, cuando el sol lo quemaba todo, no había muchos turistas. Dejó a una pareja de ancianos alemanes vestidos como para un safari ante el mostrador de inmigración, presentó su solicitud a la constable que se ocupaba de estampar sellos y consultó el registro de entradas: Neuman había cruzado la frontera dos días antes, a las siete de la tarde…
Trozos de neumáticos reventados, algún coche hecho polvo, un camión cruzado en medio de la carretera, un cuerpo bajo una manta, la Bl que atravesaba Namibia era una carretera especialmente peligrosa pese a las obras que se habían realizado los últimos años. Epkeen llenó el depósito y el radiador en la estación de servicio de Grünau, se comió un bocadillo a la sombra del mediodía y compartió un cigarrillo con los vendedores de mangos que dormitaban bajo sus sombreros de tela. La temperatura aumentaba conforme uno se adentraba por el desierto rojo. Las ovejas se habían refugiado bajo los escasos árboles, y los camioneros dormían la siesta bajo los ejes de sus vehículos. Llamó a Neuman por quinta vez aquella mañana: seguía sin haber cobertura.
– Pero qué coño haces, joder…
Brian hablaba solo. Los hombres solos siempre hablan demasiado, o no abren la boca… Una réplica de película. O de un libro. Ya no sabía… Dejó a los vendedores de la aldea de chozas de piedra que bordeaba la nacional y siguió su camino hacia Mariental, cuatrocientos kilómetros de línea recta a través de las mesetas peladas por el viento.
Poca gente vivía en el horno namibio: descendientes de alemanes que habían aniquilado a las tribus herero al principio del siglo pasado y que hoy en día trabajaban en el comercio o la hostelería, y algunas tribus nómadas, los Khoi Khoi. Lo demás pertenecía a la naturaleza. El Mercedes cruzó las áridas llanuras bajo un sol incandescente.
Según la información de la antigua militante del Inkatha, Terreblanche había establecido su base en una reserva junto a las dunas de Sesriem: no llegaría antes del anochecer… Una vieja locomotora que tiraba de unos vagones destartalados escupió su humo negro a la salida de Keepmanshoop, antes de desaparecer entre las rocas. Los kilómetros desfilaban, espejismo permanente bajo los vapores del asfalto. Brian tenía la garganta seca pese a los litros de agua que había bebido, y sentía los ojos como si se los hubiera secado con un secador eléctrico. La policía de la frontera tenía su descripción, Krugë podría reprocharle haber actuado sin autorización, pero le traía sin cuidado. El Mercedes, lanzado a todo gas, de momento aguantaba el tirón. Después de conducir kilómetros y kilómetros en un horno, Epkeen abandonó la nacional birriosa y tomó la pista de Sesriem.
Ya no se cruzó más que con springboks poco hostiles que descansaban a la sombra de arbolillos enclenques, un gran kudú que escapó corriendo al verlo acercarse y un niño en bicicleta que llevaba una botella de agua hirviendo en la cesta. Llegó a las puertas del Namib con las primeras luces del crepúsculo.
El parque de Sesriem era fantasmagórico en esa época del año. Estiró las piernas en el patio y preguntó al afable funcionario que repartía los billetes de acceso a la reserva, pero ningún «Neuman» figuraba en sus fichas.
– No he visto más que turistas aislados -dijo, consultando su registro-. Blancos -precisó.
Epkeen volvió a llenar el depósito y el radiador antes de adentrarse en el desierto. La granja de Terreblanche estaba a unos cincuenta kilómetros, en algún rincón del Namib Naukluft Park… Tiró lo que quedaba de su bocadillo al suelo del coche y se reconcilió con un cigarrillo.
Una urraca despanzurraba a un chacal atropellado cuando el Mercedes abandonó el sector de alquitrán. Las dunas de Sossuswlei eran de las más altas del mundo: rojo, naranja, rosa o malva, los colores variaban según las perspectivas y la curva del sol en el cielo. Un paisaje dantesco que Epkeen apenas miraba, enfrascado como estaba en el mapa. Siguió la pista principal durante unos doce kilómetros, tomó hacia el oeste y no tardó en detenerse ante una barrera metálica.
Un cartel en varias lenguas prohibía el acceso a la finca, protegida ostentosamente por kilómetros de alambrada: Epkeen derribó la verja y se adentró por la pista llena de baches.
Una tormenta cruzó el cielo como en alta mar, estriando el horizonte con surcos eléctricos. Ali le llevaba cerca de dos días de ventaja: ¿qué había hecho durante todo ese tiempo?
Nubes coléricas corrían velos de lluvia sobre la llanura sedienta; Brian atisbo por fin una construcción a la sombra de las dunas, una granja prolongada por barracones prefabricados.
La manada de órix que descansaba en la llanura huyó despavorida cuando el hombre detuvo su vehículo al borde de la pista. La granja, a lo lejos, parecía desierta. Cogió unos prismáticos de la guantera e inspeccionó el lugar. La granja bailó un momento en su línea de mira: el viento le había quemado los ojos, pero no descubrió ningún movimiento. Unos halcones volaban en círculo en el cielo anaranjado… Vio entonces una mancha en el camino. Un hombre. Tendido, inmóvil. Un cadáver… Había otros más junto a los anexos prefabricados, al menos seis, que las urracas se disputaban; y otro más en el patio…
Neuman y Terreblanche habían esperado a la sombra de las carcasas calcinadas, pero no había aparecido nadie: la matanza en la granja, los disparos, la explosión de los depósitos, los vehículos incendiados, todo había pasado inadvertido. Las dunas gigantes debían de haber ocultado el fuego, y la noche, las columnas de humo. El sol había trepado a lo alto del cielo, un sol que te mordía la piel, hacía hervir la chapa e impedía estar mucho tiempo de pie. Seguían esperando y no llegaba nada. Ningún avión de reconocimiento que cruzara el azul del cielo, ninguna nube de polvo levantada por alguna patrulla de Rangers… El horizonte seguía de un azul cobalto, puro y desesperadamente vacío.
Un lagarto amarillo se refugió bajo la arena ardiente.
– Nos vamos a asar aquí -vaticinó Terreblanche, apoyado contra el flanco ennegrecido del Toyota.
Ya no manaba sangre de su herida, pero su rostro carmesí tenía surcos largos y profundos. El veneno de la araña se había extendido por su cuerpo y había empezado a paralizarle los miembros. El calor no disminuía. Se le habían incrustado granos de arena en los labios cortados, y un resplandor enfermizo gravitaba en el fondo de sus ojos, la sed.
– Ahorra saliva para tu juicio -le dijo Neuman.
– No habrá juicio… No tiene ninguna prueba…
– Sólo tú… Y ahora cierra el pico.
Terreblanche calló. El antebrazo le abultaba casi el doble que antes. El agujero de la picadura se había necrosado, la piel se había vuelto amarilla antes de tornarse azulada. Neuman lo había esposado a la carrocería, aunque no estaba como para escapar. La sombra de las nubes jugaba sobre las crestas de las dunas fabulosas.
Ya no se oyó nada más que el silencio inmortal sobre el desierto inmóvil.
Siguieron esperando, bajo su refugio improvisado, sin intercambiar una sola palabra.
Se estaban asando a fuego lento.
Nadie vendría.
Hasta su misma existencia en lo más hondo de la reserva era un secreto. Nadie sería declarado desaparecido porque Joost Terreblanche no existía, se había fundido en el caos del mundo. Había establecido su base en Namibia con la complicidad de personas que se cuidaban muy mucho de meter las narices en sus asuntos, un escondite donde hacerse el muerto, hasta que todo el revuelo pasara. Nadie se preocupaba de su suerte. Los habían olvidado en el fondo de un valle de arena, en un océano de fuego en el que iban a morir de sed.
Cayó la noche.
Neuman tenía lágrimas como cuchillas en la garganta. Incorporó su tronco dolorido y dio unos cuantos pasos. A la sombra del Toyota, el ex militar apenas reaccionaba. Su boca no era ya más que una manzana arrugada, y sus rasgos, los de un moribundo. Demasiada sangre perdida en el camino, reservas de saliva agotadas, brazo deforme.
Neuman lo sacudió con el pie.
– Levántate.
Terreblanche abrió un ojo, tan vidrioso como el otro. El sol había desaparecido detrás de la cresta. Quiso hablar, pero tan sólo acertó a emitir un silbido apenas perceptible. Neuman le quitó las esposas y lo ayudó a levantarse. Terreblanche apenas se mantenía en pie. Lo miraba con una expresión extraña, como si ya no estuviera a este lado del mundo… Neuman se volvió hacia el oeste.
– Vamos a dar un paseíto -dijo.
Treinta kilómetros a través de las dunas: tenían una probabilidad de llegar a la granja antes del amanecer, una probabilidad entre mil.
Epkeen peinó los edificios y registró los bolsillos de los cadáveres que cubrían el suelo. Nueve alrededor de la granja y otros cuatro en el barracón. Todos paramilitares, abatidos por balas de grueso calibre. 7,62, según el trozo de acero que extirpó de una herida. El mismo calibre que el del fusil Steyr. La pista era la buena, pero ni Terreblanche ni Mzala estaban entre las víctimas. ¿Habrían huido? Brian inspeccionó los alrededores, pero el viento y la tormenta habían borrado todas las huellas.
El afrikáner abandonó sus pesquisas con la llegada del crepúsculo.
Avisó a las autoridades locales de la matanza perpetrada en la granja y encontró refugio en el Desert Camp, un lodge en la linde de la reserva.
Como era verano, el hotel estaba casi vacío; aparcó su montón de polvo ante la llanura inmensa y negoció las llaves con la pequeña namibia de la recepción. El hotel tenía una minúscula piscina de azulejos que daba al desierto rojo. Las tiendas también eran de primera categoría, tiendas de selva de materiales ingeniosos, con cocina exterior, cuarto de baño marroquí y múltiples aberturas a la naturaleza que rodeaba el lodge. Brian se dio una ducha fría y se tomó una cerveza contemplando el anochecer. La sabana se extendía, fabulosa, hasta los montes esculpidos del Namib… Ali estaba allí, en alguna parte…
Brian abandonó la terraza y caminó hacia el desierto. A lo lejos pasó un avestruz. Molido, se tendió al pie de un árbol muerto. La arena estaba tibia bajo sus dedos, y el silencio era tan total que devoraba la inmensidad… Pensó en su hijo, David, que se había ido de juerga a Port Elizabeth, y en Ruby, que estaría aburrida, triste y dolorida en su cama de hospital… Brian no sabía si estaban salvados, si el virus mutaría, si ella le guardaba rencor. El rostro de Ali ocupaba todo el espacio… ¿Por qué no lo había avisado? ¿Por qué no le había dicho nada?
Cien, miles de estrellas aparecieron en el cielo. Batiendo mucho las alas, un búho se posó en la rama del árbol muerto bajo el que descansaba: un ave nocturna de plumas blancas y cuidadas, que lo miraba con sus ojos intermitentes… Había caído la noche por completo. Enjambres de estrellas se empujaban a todo lo largo de la Vía Láctea, estrellas fugaces surcaban el cielo.
Brian se quedó ahí tumbado, con los brazos en cruz sobre la arena naranja y tibia, contando los muertos: un cortejo que, como él, flotaba en la nebulosa…
– ¿Dónde estás?
Desde lo alto de su raquítica rama, el búho no sabía. Observaba al humano, hierático.
Breve momento de fraternidad: Epkeen se durmió a la luz de un porro de Durban Poison que, al borde de la desesperación, terminó de dejarlo KO.
La luna los guió hacia el horizonte entumecido, testigo mudo de su vía crucis. Terreblanche llevaba un rato divagando sumido en un semicoma, con la tez cada vez más pálida bajo el astro blanco. Una costra amarilla cubría ahora la herida de su brazo. Avanzaba como una marioneta coja, con la mirada perdida en el fondo del tiempo. Por fin, tras cuatro horas de marcha forzada a través de las dunas, el ex coronel se desplomó.
Ya no volvería a levantarse. La sangre perdida, el veneno de la araña, el día pasado al sol y la marcha habían terminado de deshidratarlo. No habían recorrido más que un puñado de kilómetros: la granja estaba lejos todavía, al final de la noche. Neuman apenas trató de hablarle: tenía la garganta tan seca que de su boca salió un tenue silbido. A sus pies, Terreblanche parecía ahora un anciano. Trató de reanimarlo, en vano. El militar ya no reaccionaba. Sin embargo, sus labios se movían, agrietados por el calor.
Ali le puso una de las esposas en la muñeca, él se enganchó la otra y empezó a arrastrarlo por la arena.
Cada paso le partía en dos la costilla herida, cada paso le costaba dos vidas, pero para el zulú su carroña era muy importante: ya era lo único que le importaba.
Cien, doscientos, quinientos metros: le hablaba para darse ánimos, le hablaba a esa basura inanimada para no pensar más, ni en su madre ni en nadie. Lo arrastró así durante dos horas, tan lejos como podían llevarlo las piernas, sin preguntarse si Terreblanche respiraba todavía. Ali caminaba sobre una línea imaginaria. Pero sus fuerzas flaqueaban. Su camisa, antes empapada, estaba ahora tan seca como su piel. Ya no le quedaba sudor. Ya no se mantenía en pie. Y encorvado, de milagro. El esfuerzo lo había devorado por completo. Sus muslos eran de madera y de cristal a la vez. La garganta, sobre todo, le quemaba de manera atroz. Se tambaleaba, arrastrando su carroña, bajaba las pendientes, trepaba a las cimas de las dunas y volvía a caer del otro lado, delirando. Su carroña estaba muerta. Mierda. Siguió arrastrándola, unos metros más, pero sus fuerzas habían huido del todo: Ali veía doble, triple, ya no veía nada. La granja estaba demasiado lejos. Pensaba a retazos. Ya no tenía saliva en las ideas. El hermoso engranaje de su cuerpo se había quedado sin aceite.
Se dejó caer entre los flancos de una duna.
Un silencio estruendoso planeó sobre el desierto. Ali distinguía apenas los ojillos de cromo que lo observaban desde la bóveda celeste. Una noche negra.
– ¿Tienes miedo, pequeño zulú? Dime, ¿tienes miedo?
Nadie lo sabía. Ni siquiera su madre: había que descolgar el cadáver de su padre, los jirones de piel, que se desprendían con el agua clara; estaba Andy, reducido a una cosa negra y retorcida, el entierro, los muertos que llorar, el sangoma ignorante que lo había auscultado, tenían que organizar la huida… Nadie sabía lo que los vigilantes le habían hecho detrás de la casa. El cuerpo lacerado de su padre, las lágrimas negras de Andy, su pantalón lleno de pis, el olor a caucho quemado, todo iba demasiado deprisa. Los vigilantes le separan las piernas detrás de la casa, él grita, aterrorizado, los tres hombres con pasamontañas le destrozan los testículos a patadas, los perros de guerra se encarnizan para dejarlo impotente: la película volvió a proyectarse una última vez en la pantalla negra del cosmos.
Ali abrió los ojos. Sentía los párpados pesados, pero, lentamente, una impresión de ligereza desconocida absorbía su mente… ¿Fin del insomnio? Ali pensó en su madre a la que tanto quería, una imagen de ella feliz, estallando en una gran carcajada de ciega, pero otro rostro no tardó en invadir todo el espacio. Zina, Zaziwe, ese sueño repetido mil veces cuando, de noche, su olor a selva lo envolvía y lo arrastraba lejos del mundo, con ella… Una brisa tibia sopló y alisó la arena bajo la luna.
Ali cerró los ojos para acariciarla mejor. Y ahí se quedó.
– ,Ha visto a mi bebé? Oiga, señor… ¿tiene a mi bebé?
Una vieja vestida de harapos se acercó a los surtidores de gasolina. Epkeen, que se estaba asando bajo el tejado de chapa, apenas le prestó atención. La khoi khoi venía de la aldea vecina, una veintena de míseras chozas sin agua corriente ni electricidad, junto a la estación de servicio. Hablaba con los chasquidos característicos de su lengua, una mujer sin edad, con el rostro cubierto de arena.
– ¿Ha visto a mi bebé? -repitió.
Epkeen salió de su letargo. La vieja sostenía un viejo trapo mugriento contra su pecho y lo miraba, implorante… El de la gasolinera trató de alejarla, pero la mujer volvía a la carga, como si no lo oyera. Se pasó el día deambulando así. Acunaba su trapo repitiendo la misma frase, siempre la misma, desde hacía años, a cada automovilista que venía a llenar el depósito:
– Señor… por favor… ¿ha visto a mi bebé?
Se había vuelto loca.
Decían que su bebé dormía en la choza cuando, al volver del pozo, su madre vio a unos babuinos llevárselo. Los monos raptaron al niño. Los hombres de la aldea organizaron enseguida una batida, lo buscaron por todo el desierto, pero nunca encontraron al bebé, sólo un pañal hecho jirones entre las rocas. Ese trapo que desde entonces la madre llevaba siempre encima, y al que acunaba, para calmar su dolor…
Habladurías.
– ¿Ha visto a mi bebé?
Epkeen se estremeció pese al calor. La vieja khoi khoi le suplicaba, con sus ojos de loca…
Entonces recibió la llamada del puesto de Sesriem: un Ranger había encontrado las carcasas calcinadas de dos vehículos en el desierto, y un cuerpo humano, sin identificar…
Dos 4x4.
Dos montones de chapa encajados en la arena ardiente del Namib Naukluft Park. Las llamas habían ennegrecido las carrocerías pero Epkeen contó varios impactos -balas de grueso calibre, una de las cuales había perforado el depósito del Toyota… El cadáver yacía a unos metros, carbonizado. Un hombre, dada la corpulencia. El tejido de su ropa se había fundido sobre la piel hinchada que, al agrietarse por efecto del calor, reabría heridas que se disputaban las aves carroñeras y las hormigas. Una bala le había perforado el pecho. Un hombre de estatura media. Hubo que quitarle las botas para ver que se trataba de un negro… ¿Mzala?
Epkeen se inclinó sobre el AK-47 tirado en el suelo, junto a las placas metálicas, y comprobó el cargador: vacío… Un silbido le hizo levantar la cabeza: el Ranger que lo acompañaba le hacía gestos desde lo alto de la duna. Roy, un namibio locuaz de enigmática sonrisa. Había encontrado algo…
A mediodía, el sol lo aplastaba todo; Epkeen se ajustó la gorra, empapada de agua, y subió la pendiente de la duna a pasitos metódicos. Su cuerpo debilitado era presa de oleadas de náuseas. Se detuvo a mitad de camino, con las piernas tambaleantes. El guarda del parque lo esperaba más arriba, en cuclillas, impasible bajo su visera. Brian lo alcanzó al fin, con los ojos llenos de estrellas después de la ascensión. Allí, en el suelo, había un arma, medio tapada por la arena, un fusil Steyr con mira de precisión…
El namibio no decía nada, con los ojos medio cerrados por la viva luz del desierto. Abajo, las carcasas de los coches parecían minúsculas. Epkeen observó la extensión vacía. Un valle de arena roja, incandescente… Atrapados, sin cobertura ni medio de locomoción, Neuman y Terreblanche se habían marchado a pie y habían atajado por las dunas para encontrar la pista. El viento había borrado sus huellas pero habían caminado hacia el este, en dirección a la granja…
Avanzaron cerca de una hora bajo un calor aplastante sin cruzarse con el más mínimo animal. El Ranger conducía con seguridad, en silencio. A Epkeen tampoco le apetecía hablar. Con los prismáticos en la mano, espiaba las crestas y los escasos árboles perdidos en el océano de arena. Cielo azulón, tierra escarlata, y ni un alma en esas tierras desoladas. El termómetro del jeep indicaba cuarenta y siete grados. El calor borraba los relieves, bailaba en volutas turbias en la lente de los prismáticos. Espejismos en suspensión…
– La pista ya no queda lejos -anunció Roy con voz neutra.
El jeep brincaba sobre la arena blanda. Epkeen distinguió entonces una mancha negra, a su derecha; a unos doscientos metros más o menos, contra las faldas de una duna. Alertado, el namibio bifurcó enseguida. Los neumáticos patinaban en el desnivel; ante el riesgo de quedar atrapados en la arena, el guarda detuvo el vehículo al pie de la loma.
Una nube de polvo acre pasó delante del parabrisas. Epkeen cerró la puerta del jeep, sin apartar los ojos de su objetivo, una forma, un poco más arriba, medio tapada por la arena… Subió a lo alto de la duna, protegiéndose del viento seco y ardiente que le mordía la cara, y pronto aflojó el paso, jadeante. No había un hombre tumbado contra la duna, sino dos, uno al lado del otro, de cara al cielo… Brian recorrió los últimos pasos como un autómata. Ali y Terreblanche descansaban sobre la arena, con la ropa hecha jirones, irreconocibles. El sol había reducido sus cadáveres a dos cepas consumidas, dos esqueletos raquíticos que el desierto había devorado… El sol se los había bebido; los había vaciado. Brian se tragó la saliva que ya no tenía. La muerte se remontaba a varios días ya. Los huesos sobresalían sobre sus rostros resecos, el de Terreblanche se había vuelto negro, su piel era una hoja seca que se resquebrajaba al tacto, y tenía una sonrisa espantosa sobre los labios arrugados… Se habían cocido. Hasta sus huesos parecían haber empequeñecido.
Epkeen se inclinó sobre su amigo y se tambaleó un instante bajo el calor abrasador: Ali todavía mantenía a su presa esposada, a dos kilómetros apenas de la pista…
No vendría mucha gente a recibir los restos mortales de Ali.
Brian no tenía el teléfono de Maia -ni siquiera sabía cómo se llamaba-, Zina se había marchado de la ciudad sin dejar una dirección, y Ali no tenía más familia. Su cuerpo llegaba de Windhoek, por avión especial. Epkeen se encargaría del traslado al país zulú, junto a sus padres y sus antepasados, que, tal vez, lo estuvieran esperando en alguna parte…
La búsqueda en tierras namibias se había saldado con un fracaso. Neuman sólo había dejado muertos tras de sí, ninguna prueba de la más mínima complicidad entre la industria farmacéutica y las mafias del país. Krugë había evitado un incidente diplomático, y nadie quería publicidad sobre el caso. Los cuerpos de Terreblanche y de sus hombres quedaron a disposición de las autoridades namibias que, por intereses recíprocos, no abrirían ninguna investigación… Por sentimiento de culpa, por repulsa, Epkeen había entregado la placa y todo lo que la acompañaba. Se había pasado toda su vida adulta buscando cadáveres, Ali era la gota que colmaba el vaso.
Estaba harto. Entregaba el testigo. A partir de ahora se ocuparía de los vivos. Empezando por David. Al volver de Java, el hijo pródigo había abierto el correo y lo había llamado por teléfono…
Corrupción, complicidad, Terreblanche y sus comanditarios gozaban de protección en todos los niveles de la sociedad, y ésta alcanzaba hasta las líneas de comunicación de la policía, que no eran seguras: Epkeen había echado al correo una de las dos memorias USB antes de ir a casa de Rick, aquella noche, con su nombre escrito en el sobre como única explicación. No había hablado bajo tortura. Nadie conocía la existencia de esos documentos. David tendría tiempo de seguir la pista, blindar su investigación y, sobre todo, elegir sus aliados. Un bautismo de fuego, que tal vez los reconciliaría…
Brian no tuvo que cruzar el jardín, Claire salió la primera de la casa. Corrió hasta él y se refugió en sus brazos.
– Lo siento… Lo siento…
Claire se agarró a él como si fuera a escaparse. Quería decirle que había sido injusta con ellos, hacía días que lo pensaba. Tenía que hablar con ellos, pero la muerte de Dan la había dejado sin voz, con el corazón cosido: ahora era demasiado tarde… Demasiado tarde… Brian le acariciaba la nuca mientras lloraba. Sintió la pelusilla rubia que empezaba a crecer por debajo de la peluca y la abrazó fuerte a su vez. El también temblaba: ya sólo quedaban ellos dos…
Levantó la cabeza de la joven y le secó las lágrimas con el dedo.
– Vamos…
El sol se ponía despacio en el Veld junto a la pista del pequeño aeródromo. Claire tampoco decía nada. Esperaba, como él, una señal del cielo. Las hierbas dobladas por el viento se teñían de esmeralda, algunas nubes rosa se dilataban en el horizonte, pero no se veía ninguna señal. Brian pensaba en su amistad, en sus silencios, en el pudor que mostraba siempre Ali ante las mujeres, en la mirada triste que tenía cuando se lo sorprendía solo… Fuera lo que fuera lo que había ocurrido, Ali había muerto con sus secretos.
Epkeen aguzó el oído. Las finas alas de una avioneta aparecieron en el horizonte, un punto plateado en el crepúsculo. Claire se apartó el mechón que bailaba sobre su mejilla.
– Aquí está -dijo bajito.
El ruido de las hélices se acercó, más sordo. Aguardaban junto a la pista cuando se oyó una voz:
– Brian…
Se volvió y vio a Ruby en la pista. Llevaba un vaquero negro ceñido, el pelo corto y tenía una gran herida en el antebrazo. No se habían vuelto a ver desde el hospital… Saludó a Claire con un gesto y avanzó tímidamente:
– Me he enterado por David… De lo de Ali…
Sus ojos eran del color del Veld, pero algo se había roto por dentro. Brian no preguntó el qué. Alzaron la cabeza al cielo que, como Ali, no terminaba de desaparecer. El bimotor había iniciado el descenso y se preparó para aterrizar. Ruby tomó la mano de Brian y ya no la soltó. Le sentaba bien el pelo corto. El vaquero negro también… Brian sintió una violenta oleada de ternura que no tardó en invadirlo por completo. Ruby temblaba en su mano, pero la pesadilla había terminado: no se iba a morir. Todavía no. La protegería de los virus, de los demás, del tiempo… Le contaría lo de Maria… Se lo explicaría… Todo… Le…
– Ayúdame, Brian…
<a l:href="#_ftnref42">[42]</a> Unidad de guerra química y biológica (N. de la T.).
<a l:href="#_ftnref43">[43]</a> «Gracias.»
<a l:href="#_ftnref44">[44]</a> Música tradicional bóer.