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Capítulo 20

Sofía desapareció de Santa Catalina como por encanto. María corrió a casa de su prima cuando su madre le dio la noticia y pidió una explicación. Su tía tenía los ojos rojos y parecía agotada. Le contó que Sofía se había ido a Europa a visitar a unos amigos antes de empezar allí sus estudios. Estaría fuera un tiempo. Le había ido muy mal en el colegio, lo cual se debía a que en Buenos Aires había demasiadas distracciones, así que la habían mandado al extranjero como castigo. Anna le pidió disculpas por no haber dado a Sofía tiempo para despedirse. Había sido una decisión de última hora.

Naturalmente María no la creyó.

– ¿Puedo escribirle? -preguntó con los ojos llenos de lágrimas.

– Me temo que no, María. Necesita estar lejos de todo lo que aquí la distraía. Lo siento -replicó Anna, apretando sus pálidos labios y dando así por terminada la conversación. A continuación salió de la habitación. Cuando María se dio cuenta de que su madre ya no se sentaba en la terraza a tomar el té con su tía, supo con certeza que algo había ocurrido entre las dos familias.

El fin de semana posterior a la misteriosa desaparición de Sofía, Paco fue a dar un largo paseo a caballo con su hermano Miguel para contarle lo ocurrido. Salieron a primera hora de la mañana. Las hierbas altas brillaban bajo la pálida luz del amanecer y de vez en cuando una vizcacha brincaba somnolienta por la llanura. Paco y Anna habían decidido no revelar que Sofía estaba embarazada. No podían arriesgarse a que estallara el escándalo. Así que Paco se limitó a decirle a Miguel que Sofía y Santi se habían enamorado, embarcándose en una relación sexual.

Miguel se quedó horrorizado. Se sintió humillado al saber que su hijo se había rebajado a un nivel semejante. Que dos primos se enamoraran no era tan terrible. Esas cosas pasaban. Pero que tuvieran relaciones sexuales era algo totalmente irresponsable e imperdonable. Echó la culpa a su hijo.

– Es mayor que ella y debería haberse comportado como corresponde -concluyó.

Cuando un par de horas más tarde regresaron a la granja, Miguel estaba furioso. Entró en casa y se enfrentó de inmediato a Santi.

– Esto no saldrá jamás de las paredes de esta casa, ¿entendido? -ladró con los puños cerrados por la furia.

Chiquita rompió a llorar cuando se enteró de lo ocurrido. Sabía lo que eso suponía para la familia y que a partir de ese momento su relación con Anna no sería la misma. Se sintió culpable al saber que era su hijo quien había cometido la ofensa y por otro lado estaba tremendamente apenada por Santi, aunque no compartió sus sentimientos con nadie.

Miguel y Chiquita sabían que Sofía estaba en Ginebra con sus primos y acordaron con Paco y con Anna que debían mantenerlo en secreto a fin de que los dos amantes se olvidaran el uno del otro. Necesitaban pasar algún tiempo sin tener ningún contacto. Se asegurarían de que Santi no escribiera a Sofía. A pesar de lo mucho que éste les suplicó, le ocultaron el paradero de su prima.

Anna estaba tan dolida que se retiró del todo. Se mantenía ocupada en la casa y en el jardín y se negaba a ver a nadie. Estaba muy avergonzada, y no hacía más que dar gracias a Dios porque Héctor ya no estaba para ser testigo de su humillación. Paco intentaba calmarla diciéndole que la vida tenía que seguir y que no podía esconderse para siempre. Pero sus intentos por ayudarla sólo llevaban a nuevas discusiones que terminaban siempre con Anna echándose a llorar y negándose a hablarle.

Después de un par de semanas, Anna decidió escribir a Sofía en un tono calmado y explicarle por qué la había enviado a Europa. «No pasará mucho tiempo, cariño, antes de que vuelvas a estar en Santa Catalina y de que todo este episodio haya sido olvidado.» Le escribía con cariño porque se sentía culpable. Después de la tercera carta Sofía seguía sin responderle. Anna no lo entendía. Paco también le escribía. La diferencia entre los dos era que él seguía escribiendo a Sofía mucho después de que su esposa se hubiera dado por vencida.

– ¿Qué puedo hacer yo si no me contesta? No pienso gastar mi tinta. Además, estará de vuelta dentro de nada -se justificaba enojada.

Pasaron los meses y seguía sin llegar ninguna respuesta, ni siquiera para Paco.

Chiquita había intentado ver a Anna, pero ésta debía de haberla visto venir y se había encerrado en casa. La había llamado por teléfono unas cuantas veces, pero Anna se había negado a hablar con ella. No fue hasta que Chiquita le escribió una carta, suplicándole que hablaran, que Anna dio su brazo a torcer y dejó que la visitara. Al principio el ambiente era tenso. Se sentaron una frente a la otra con el cuerpo tenso, como anticipando un enfrentamiento que podía llegar en cualquier momento, y hablaron sólo de banalidades, como del nuevo uniforme de Panchito, igual que si no hubiera pasado nada, aunque sin dejar de vigilarse de cerca. No se vieron capaces de soportar la situación por mucho tiempo. Por fin Chiquita se derrumbó como un saco vacío y se echó a llorar.

– Oh, Anna, lo siento muchísimo. Es culpa mía -dijo entre sollozos, abrazándose a su cuñada con cariño. Anna se enjugó una lágrima que le caía por la mejilla.

– Yo también lo siento. Sé perfectamente lo fresca que puede llegar a ser Sofía. La culpa es de ambos -dijo Anna, deseosa de echarle toda la culpa a Santi a pesar de saber que Sofía también tenía su parte.

– Debería haberlo imaginado, debería haberme dado cuenta -se lamentó Chiquita-. No se me ocurrió pensar nada malo al verlos pasar tanto tiempo juntos. Siempre han sido inseparables. ¿Cómo íbamos a suponer que se comportaban irresponsablemente cuando estaban a solas?

– Lo sé. Pero ahora lo que importa es que Sofía va a estar unos años lejos de aquí sin tener contacto con nadie. Cuando llegue el momento de su regreso, ya habrá olvidado lo ocurrido.

– Probablemente se sientan ridículos -dijo Chiquita esperanzada-. Son jóvenes. No es más que un capricho de chiquillos.

Anna volvió a ponerse tensa.

– No se han comportado precisamente como un par de chiquillos, Chiquita. El acto físico del amor no tiene nada de comportamiento infantil, no lo olvidemos -añadió con frialdad.

– Tienes razón, por supuesto. No debemos tomarlo a la ligera -concedió Chiquita avergonzada.

– Santi es quien tenía experiencia sexual. Sofía, a pesar de todos sus pecados, era virgen y lo habría sido hasta su noche de bodas. Dios la perdone -susurró Anna, soltando un melodramático suspiro-. Ahora su marido tendrá que aceptarla como es. Material de segunda mano.

Chiquita estuvo a punto de recordarle que estaban en plenos años setenta, que el sexo se veía de forma diferente de cómo se veía en otros tiempos. Los años sesenta habían sido testigos de una tremenda revolución sexual. Pero, según Anna, esa revolución había tenido lugar en Europa y no había llegado a Argentina.

– Las mujeres europeas pueden rebajarse a la condición de la peor de las prostitutas -había dicho Anna en una ocasión-, pero mi hija llegará virgen a su noche de bodas.

– Sin duda Santi es de los dos quien tiene experiencia sexual. También es el hombre y asumo por completo la responsabilidad. No podré jamás justificar su actitud. De hecho, creo que lo que debe hacer es venir y disculparse en persona -dijo Chiquita, dispuesta a hacer cualquier cosa por impedir que su relación con Anna terminara ahí.

– En este momento no quiero ver a Santi, Chiquita -replicó Anna fría como el hielo-. Debes comprender que tengo los nervios de punta. Ahora ni siquiera puedo considerar la posibilidad de enfrentarme al hombre que ha seducido a mi hija.

A Chiquita le tembló el labio inferior y tuvo que apretar los dientes para no salir en defensa de su hijo. Pero guardó silencio a fin de conseguir hacer las paces con Anna.

– Las dos estamos sufriendo, Anna -admitió con diplomacia-. Suframos juntas y no nos hiramos con acusaciones. Lo hecho, hecho está y no podemos volver atrás en el tiempo, aunque haría lo que fuera por poder hacerlo.

– Sí, yo también -respondió Anna, pensando en la vida que había sido desperdiciada-. Que Dios me perdone -dijo, bajando la voz, una voz que parecía venir de lo más profundo de su garganta. Chiquita frunció el ceño. Anna había hablado casi en un suspiro y la otra mujer no estaba segura de si había hablado con la intención de que ella la oyera. Sonrió y bajó la mirada. Al menos podían hablar, aunque fuera una ardua conversación. Cuando Chiquita volvió a su casa, se tumbó en la cama y cayó en un tormentoso sueño. Quizá había abierto la vía de comunicación con Anna, pero sabía que pasarían años antes de que su relación volviera a la normalidad.

Agustín y Rafael fueron informados de que Sofía se había enamorado de su primo y de que la habían enviado al extranjero para que se olvidara de él. Paco intentó quitarle importancia al asunto, pero los hermanos sabían que la situación era grave. Si habían enviado a Sofía a Europa debía de tratarse de algo más que de un simple enamoramiento. Rafael, en defensa de su hermana, se enfrentó a Santi y le culpó por ser tan irresponsable. Era mayor y había vivido en el extranjero. No tendría que haber dado pie a que aquello ocurriera. Sofía no era más que una niña y él le había arruinado el futuro.

– Cuando vuelva no quiero que te acerques a ella, ¿entendido? -dijo. Naturalmente, él no sabía que Sofía no tenía la menor intención de volver y que Santi se estaba preparando para reunirse con ella tan pronto recibiera noticias suyas.

Agustín estaba encantado con el escándalo. Disfrutaba intrigando y chismorreando y pasaba las horas tumbado sobre la hierba, analizando la situación con sus primos Ángel, Sebastián y Niquito. Se acercó a Santi con la esperanza de que éste se sincerara con él y le contara los detalles de la historia. ¿Se trataba de una aventura? ¿Llegaron a acostarse? ¿Qué habían dicho sus padres? ¿Qué iba a hacer cuando Sofía volviera? ¿La amaba? Pero, para su desilusión, Santi no reveló nada.

Fernando estaba feliz viendo a su hermano metido en problemas. Por fin había caído de su pedestal y se había hecho pedazos. Ya no era el héroe dorado. De hecho, Fernando estaba feliz por partida doble, ya que nunca había soportado a Sofía. No soportaba verla siempre pavoneándose, interviniendo en sus partidos de polo, siempre de acá para allá con Santi, mirando a los demás por encima del hombro. Los dos se lo tenían bien merecido. Eso sí que era matar dos pájaros de un tiro. Tenía la sensación de haber crecido un palmo.

Por mucho que Santi intentaba ocultar su dolor, éste se reflejaba en todos los rasgos de su rostro. Su cojera empeoró. Lloraba cuando se quedaba solo por las noches, y esperaba con impaciencia una carta que le diera la señal de que podía ir a reunirse con Sofía. Necesitaba estar seguro de que ella todavía le quería ahora que estaban lejos uno del otro. También quería que ella supiera que él la estaba esperando. Que la amaba.

Cuando María se enteró de que su hermano y su prima habían sido amantes le gritó a su madre:

– ¿Cómo has podido ocultármelo, mamá? ¡He tenido que enterarme por Encarnación! He sido la última en saberlo. ¿Es que no confiabas en mí?

Furiosa con sus tíos, los evitó. Culpaba a su hermano por haber implicado a su amiga en una situación tan terrible y esperaba la llegada de una carta de disculpa por no haberse despedido y por no haber confiado en ella. Estaba atónita al darse cuenta de que no había sospechado nada, pero cuando empezó a pensar en el verano, se acordó con tristeza de que siempre había sido la tercera en discordia. Santi y Sofía a menudo la habían excluido, dejándola jugando con Panchito cuando salían juntos a caballo, o jugando al tenis sin ella. Con el paso de los años se había acostumbrado de tal manera a la situación que no había sospechado nada. Siempre se había sentido agradecida por verse incluida y no había opuesto mayor resistencia cuando habían prescindido de ella. No la sorprendió no haberse dado cuenta de lo que estaba ocurriendo entre ellos. Nadie se había dado cuenta.

Sofía siempre había sido muy retorcida, pero María nunca imaginó que pudiera llegar a convertirse en víctima de sus propios planes. Se acordó de la pelea que habían tenido dos años atrás, cuando su prima le había confesado que estaba enamorada de Santi. Quizá sí la hubiera escuchado y hubiera intentado comprenderla esa vez, Sofía habría confiado en ella. Terminó resignándose al hecho de que si su prima le había ocultado la verdad, era en parte culpa suya, pero seguía estando enfadada y sintiéndose celosa y ninguno de los dos sentimientos disminuyó con el paso de las semanas mientras esperaba la llegada de noticias.

Un mes más tarde, cuando por fin llegó una carta a su casa de Buenos Aires, no iba dirigida a María sino a Santi. Él se había pasado las mañanas caminando de un lado a otro del vestíbulo como un oso enjaulado, a la espera de que un delgado sobre azul le liberara del profundo estado de desolación en el que se hallaba inmerso. Miguel había dado instrucciones a Chiquita para que examinara el correo y cogiera cualquier carta que pudiera ser de Sofía antes de que Santi pudiera encontrarla. Pero el corazón de Chiquita se había ablandado al ver cómo su hijo se hundía cada vez más en su mundo solitario e infeliz y había empezado a dejar el correo sobre la mesa el tiempo suficiente para que Santi pudiera verlo antes de que ella bajara las escaleras para seguir las instrucciones de su marido.

Santi agradecía el gesto a su madre pero nunca lo comentó con ella. Ambos fingían no darse cuenta. Todas las mañanas él examinaba las cartas, en su mayoría dirigidas a su padre, y veía cómo sus esperanzas se frustraban con cada carta que descartaba. Lo que ni Santi ni Chiquita sabían era que María revisaba el correo en el vestíbulo del edificio cada mañana cuando se iba a la universidad, antes de que el portero lo subiera a su apartamento.

Cuando María vio la carta, la cogió y estudió la letra del sobre. No era la de Sofía y había sido enviada desde Francia, pero sin duda era de ella. ¿A quién más conocía Santi en Francia? No había duda de que era una carta de amor y había sido escrita y enviada de manera que nadie pudiera descubrirla. De nuevo la excluían. Sintió como si le hubieran abofeteado en plena cara. El dolor la agarró por el cuello y durante unos instantes se quedó sin respiración. Estaba demasiado enfadada para poder llorar. Los celos se apoderaron de ella y la consumieron hasta que sintió ganas de chillar de rabia por lo injustos que eran con ella. ¿No se había portado con ella como una buena amiga? ¿Cómo podía su prima darle la espalda así, sin más? ¿No era su mejor amiga? ¿Acaso eso no contaba?

María se fue a su cuarto con la carta y cerró la puerta con llave. Se quitó los zapatos y se tumbó en la cama. Se quedó en buen rato mirando la carta, decidiendo qué hacer. Sabía que debía entregársela a Santi, pero estaba tan enfadada que la ira la cegaba. No tenía la menor intención de dejar que se salieran con la suya. Quería que sufrieran como ella estaba sufriendo. Rasgó el sobre y sacó la carta. De inmediato reconoció la letra confusa de su prima. Leyó la primera línea. «A mi amor», decía. Sin leer el resto dio la vuelta a la página para confirmar que era Sofía quien la firmaba. Así era. «Mi corazón late de alegría al pensar que pronto estarás aquí conmigo. Sin esa promesa no creo que fuera capaz de seguir latiendo.» Luego había firmado con un simple «Chofi».

Así que, pensó María carcomida por la amargura, Santi va a ir a reunirse con ella. No se irá, decidió presa de la rabia, no puede irse él también. No, los dos no. Eso significa que planean huir juntos y no volver nunca. ¿Qué pensarán mamá y papá? Se morirán de pena. No puedo permitirlo. Santi se arrepentirá el resto de su vida. Nunca podrá volver a Argentina. Ninguno de los dos. Se le aceleró el corazón a medida que vislumbraba un plan. Si quemaba la carta, Sofía creería que él había cambiado de opinión. Ella pasaría los tres años en Europa. Para entonces ya se habría olvidado de su amor por Santi y volvería a casa como estaba previsto. Pero si Santi se reunía con ella ahora, ninguno de los dos volvería jamás. No podía soportar la idea de perderlos a los dos.

María anotó la dirección de Sofía en su diario, escribiéndola de derecha a izquierda por si Santi decidiera husmear en él, y volvió a meter la carta en el sobre. No leyó el resto. No podía torturarse leyendo los detalles de aquella relación, ni siquiera para satisfacer su curiosidad. Se dirigió solemnemente al balcón con una caja de cerillas. Prendió fuego al sobre y dejó que se consumiera dentro de una maceta hasta que no quedó nada de él, excepto un pequeño amasijo de cenizas que enterró en la tierra de la maceta con los dedos. Acto seguido se dejó caer al suelo y, escondiendo la cabeza entre las manos, dejó fluir libremente las lágrimas. Sabía que no debía haber quemado la carta, pero con el tiempo terminarían dándole las gracias. No lo hacía sólo por ella, o por ellos, sino por sus padres, cuyos corazones se habrían roto si Santi se hubiera marchado para siempre.

Odiaba a Sofía, la echaba de menos, deseaba por encima de todo tenerla a su lado. Añoraba sus cambios de humor, su petulancia, su ingenio y su humor irreverente. Se sentía herida y traicionada. Habían crecido juntas y lo habían compartido todo. Sofía siempre había sido egoísta, pero nunca la había apartado de ella. No como ahora. No podía entender por qué no le había escrito. Tenía la sensación de haber dejado de ser importante para ella. Le entraron ganas de vomitar al pensar que no había sido más que un cachorro fiel, siguiendo a Sofía a todas partes, nunca valorada. Bueno, ya estaba hecho. Sofía sufriría tanto como ella. Ahora se enteraría de cómo se sentía la gente cuando se la trataba como si no contaran. Cuando más tarde reflexionó sobre lo que había hecho, se sintió terriblemente culpable y se juró que jamás se lo diría a nadie. Cuando se miró al espejo ya no se reconocía.

Al llegar una segunda carta, poco después de la primera, María sintió que la culpa le trenzaba un nudo en el estómago. No esperaba que Sofía volviera a escribir. Metió a toda prisa la carta en el bolso y más tarde la condenó al fuego como había hecho con la anterior. Después de eso, revisó el correo todas las mañanas con la pericia de un ladrón profesional. Atrapada por sus anteriores decepciones, habría sido incapaz de detenerse aunque hubiera querido.

Los fines de semana ya no eran lo mismo desde la marcha de Sofía. Todo lo que quedó tras su partida fue un amargo residuo de animosidad entre las dos familias que amenazaba con destruir su tan valorada unidad. El verano fue desvaneciéndose a medida que se acercaba el invierno. El aire olía a hojas quemadas y a tierra mojada. La melancolía se había adueñado de la estancia. Cada una de las familias se encerró en su propia intimidad. El asado de los sábados fue barrido por la lluvia, y con el paso de los días la tierra quemada donde había estado la barbacoa no fue más que un charco de agua mohosa que simbolizaba el fin de una era.

A medida que las semanas se convirtieron en meses, Santi se desesperaba cada vez más al no tener ningún tipo de comunicación con Sofía. Se preguntaba si le habían impedido escribirle. Sin duda era parte de la estrategia para que se olvidara de él. Su madre estaba de su lado, pero se mostraba muy realista. Debía seguir adelante con su vida, le decía, y olvidarse de Sofía. Había muchas otras chicas con las que salir. Su padre le recomendó que dejara de ir por ahí «lloriqueando». Se había metido en un lío. «Nos pasa a todos en algún momento de nuestra vida; el secreto está en superarlo. Concéntrate en tus estudios; con el tiempo te alegrarás de haberlo hecho.» Estaba claro que ambos estaban muy decepcionados con él, pero no tenía sentido hacer que el chico sufriera más de lo que ya sufría. «Ya le hemos castigado bastante», se decían.

Sofía llenaba todos sus momentos, tanto cuando caía en uno de sus atormentados sueños como cuando galopaba furioso por la llanura. Pasaba los fines de semana en la estancia reviviendo sus días con Sofía, pasando la mano con nostalgia por el símbolo que habían grabado juntos en el tronco del ombú. Se torturaba recordándola hasta que se echaba a llorar como un niño. Lloraba y lloraba hasta quedarse sin fuerzas.

En julio de ese año Juan Domingo Perón, presidente de la república de Argentina, murió después de sólo ocho meses en el cargo, tras su regreso del exilio el anterior octubre. Amado por unos y odiado por otros, Perón había estado en el ojo del huracán durante treinta años. Su cuerpo no fue embalsamado y el funeral fue muy sencillo, de acuerdo a sus propias instrucciones. Isabel, su segunda mujer, se convirtió en presidenta y el país entró en un claro y gradual declive. Debido a su escasa preparación intelectual, Isabel se puso en manos de su maquiavélico consejero, ex policía y astrólogo, José López Rega, apodado «El Brujo», que según decía podía despertar a los muertos y hablar con el Arcángel San Gabriel. Llegaba incluso a articular los discursos de Isabel al mismo tiempo que ésta los pronunciaba, afirmando que las palabras procedían directamente del espíritu de Perón. Pero la sangre estaba empezando a derramarse sobre el país y ni Isabel ni López Rega conseguían impedirlo. Cuando las guerrillas iniciaron la revuelta, se vieron enfrentadas a los escuadrones de la muerte de El Brujo. Paco predijo que no pasaría mucho tiempo antes de que la presidenta fuera depuesta.

– Es una bailarina de club nocturno. No entiendo por qué se ha metido en política. Debería dedicarse a lo que en realidad sabe hacer -refunfuñaba.

Tenía razón. En marzo de 1976 los militares derrocaron a Isabel con un golpe de Estado y la obligaron a guardar arresto domiciliario. Con el general Videla a la cabeza, decretaron una guerra sangrienta contra todo aquel que se opusiera a ellos. Los sospechosos de subversión o de actividades antigubernamentales fueron apresados, torturados y asesinados. El Gran Terror había dado comienzo.