37250.fb2 Actos De Amor - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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8

Los recién casados pasaron la noche en «Breakwater Inn», un motel. Unos anuncios de neón palpitaban en el frente y a los lados. «El lugar donde permanecer, el lugar donde jugar» se proclamaba en caligrafía verde. Y debajo, en caracteres más modestos: «Colchones de agua disponibles, si se desea.»

El alivio del orgasmo les hizo dormirse inmediatamente. A la primera luz matutina, Ethel se deslizó entre los cobertores y excitó a su marido. Después se durmieron otra vez.

Cuando llegaron al lugar en donde se había celebrado la fiesta, ya eran las dos y la gente de Costa había desaparecido, adelantándose a la hora de dejar el alojamiento tomando un vuelo anterior. El gerente del hotel se quejó amargamente del ruido de la noche anterior y de la suciedad que había quedado. Un billete de veinte consiguió cerrarle la boca.

De regreso a su habitación, sentados en el colchón de agua, abrieron sus regalos. El sol de la tarde caía sobre el vestido de boda de Ethel, que ella había arrojado sobre una silla la noche anterior. Algunos de los invitados habían prendido billetes de cinco y de diez dólares en la falda; la fresca brisa de la bahía los hacía aletear.

Ethel encontró un juego de té para dos importado de Jamaica, una gran bandeja de mimbre con frutas confitadas, dos monstruosas esponjas de Rock Island, una caja gigante de caramelos praline de la medida de platos, y…

– ¡Justo lo que necesitamos! -exclamó al desenvolver una lamparilla de mesa hecha de conchas.

– Eh, Kit, mira esto -dijo Teddy -. De parte de tu padre.

Teddy leyó la nota: «Queridos hijos: El anexo es para ayudaros a recorrer vuestro placentero camino. Venid a visitarnos pronto. Os queremos.»

Teddy entregó el cheque a Ethel. Era por dos mil dólares.

Ethel lo miró como si se tratara de una curiosidad. Después lo rompió.

– ¡Qué estás haciendo! ¡Kit! ¿Qué demonios estás haciendo?

– No voy a aceptar más dinero de él.

– Bueno, pero también era para mí. Decía: «queridos hijos».

Ella asintió, pero no le respondió. Estaba abriendo una caja que contenía un juego de mantel y servilletas, bordado a mano.

– ¿Quieres mirar este bordado? -dijo-. ¡Oh, los ojos de esa pobre chica! ¿No hay nada de tu padre?

– Cuando me despedí me dio esto. No un regalo, sino un consejo.

– ¿Qué fue?

– Convierte esta mujer en esposa griega, pronto, hijo mío, sigue mi consejo.

– Pues adelante, estoy dispuesta. Haz de mí una esposa griega.

– De acuerdo. Pero, ¿por qué demonios rompiste ese cheque?

Ella estuvo pensando un momento, y entonces le dijo:

– En cierta ocasión tuve un amigo, Aarón, un muchacho judío que…

– ¿Querrás dejar en paz a todos tus viejos amigos, Kit? ¿Es que nunca tuviste amigas también?

– No, realmente no. Nunca. Aarón solía repetirme un viejo dicho favorito de su padre: «Si aceptas con una mano, antes o después vas a tener que dar con la otra.» Yo no voy a aceptar nunca más ni un céntimo de nadie. Ni de ti. Cuando se acepta dinero, el que lo da adquiere poder sobre ti.

– ¿Pero estará bien si yo lo acepto de ti, verdad?

– Oh, sí. Yo quiero tener poder sobre ti.

Ella lo embistió, haciéndole caer encima de la cama, que se agitó a su alrededor en gruesas olas. A horcajadas encima del cuerpo de Teddy, Ethel lo retuvo prisionero.

– Ahora mismo voy a darte por el valor de tus mil dólares -dijo.

– Pero si acabamos de hacerlo ¡por amor de Dios!

– Eso fue por la mañana. ¡Lo quiero otra vez! Oh, Dios, ¡eres tan miedoso! Vamos Teddy, haz de mí una esposa griega con tu herramienta griega gruesa y grande.

– Vas a tener que esperar, nena, porque no es gruesa ni grande. Está descansando.

– Entonces voy a lavarme la cabeza.

– Te la lavaste ayer.

– Pero esta mañana me la has empapado con tu fluido.

Salió rodando de la cama hasta el suelo, gateando hasta un rincón de la habitación en donde había todas sus pertenencias, todo lo que se había retirado para llevar aquel día que hizo la gran pila de vestidos que no quiso, guardadas dentro de una vieja maleta de cuero que su madre le había dado, usada ya. Había también dos bolsas de viaje. Abrió la que le convenía, y mientras él la observaba, revolvió entre el contenido. Se oyó un tintineo de cristal y un meneo de plástico. Al no encontrar lo que estaba buscando, Ethel dio la vuelta a la bolsa encima de la cama y vació su colección de auxiliares para la toilette femenina.

– ¡Jesús, cuántos chirimbolos! -exclamó Teddy.

– ¿Nunca habías visto nada parecido, eh? Creías que yo era una belleza natural con una complexión que no necesita de ayudas. Como una de esas modelos del jabón «Ivory» de la televisión o…

Teddy la interrumpió.

– He de hablarte de algo.

– ¿Sabes que aquí tengo cosas que ya había olvidado? ¿De qué?

– De un presupuesto. ¡Todo eso debe de haberte costado una fortuna!

– Supongo que sí.

– Bueno, en la Marina, tú… es decir, nosotros… no podremos permitirnos este tipo de ostentación.

– Teddy, acabamos de casarnos. ¿No podemos dejar pasar unos días sin hablar de presupuestos?

– Muy bien, de acuerdo. Hasta la próxima semana. -Cogió un frasco.- ¿Es esto lo que estás buscando? ¿Un champú natural con equilibrado pH nacido de la tierra? ¿Con sabor a fresa?

– No. Pero servirá.

– Aquí hay frambuesa, también, si prefieres frambuesas. ¿Con esto qué haces, te lavas el cabello o te lo bebes?

Ethel cogió el frasquito, y lo sostuvo entre los dientes mientras desabotonaba su blusa.

– ¿Qué es esto? ¿Jabón para los pies? ¿Necesitas un jabón especial para los pies? ¿Qué eres tú, alguna especie de Román secreto?

Dejando caer su falda, Ethel quedó desnuda.

– ¿Dónde está tu biquini?

– Se supone que las chicas no llevan bragas cuando están de luna de miel. ¿Nadie te ha dicho eso, griego?

Ethel desapareció en el cuarto de baño.

Le gustaba el agua muy caliente. Teddy vio aparecer pronto vapores que flotaban escapando por debajo de la puerta.

Se tendió en la cama y pensó en su felicidad. Se había casado con una chica llena de vigor: sin sostenes, sin bragas, siempre

dispuesta, luchadora y llena de espíritu… ¡vaya esposa! No le importaba que hubiera roto el cheque, se dijo. Realmente no quería sentirse obligado hacia el doctor Laffey por los dos mil dólares.

Se le ocurrió sorprenderla en la ducha y demostrarle lo feliz que le hacía.

Empapados, agotados de nuevo, y tan felices como era posible serlo, descansaron en el colchón de agua, haciéndolo rodar como el mar.

– Desearía -dijo Ethel- que aprendieras a disfrutar del amor en una cama. Quiero decir una cama ordinaria, cómoda. Cualquier lugar raro, no hay modo de detenerte. ¿En una ducha? ¡Paf! ¡Bang! En un auto con mi cabeza apretada debajo del volante, en una fiesta haciendo una escapada al piso superior, con preferencia en el cuarto de los niños con un bebé durmiendo en la cuna, en el ropero de un restaurante durante una tormenta, en una clase diez minutos antes de que entren los estudiantes, en el piso de la plataforma de un autobús escolar abandonado, en el retrete de un «Boeing 707» volando sobre Albuquerque… ¡oh no! Ese fue otro. Lo siento.

Teddy se volvió y se puso encima de ella, rodeándole la garganta con las manos.

– ¡Suéltame! – gritó ella-. Me estás estrangulando prematuramente. Espera a que haga algo malo.

– ¡Zorra!

– No puedo evitarlo. ¡Eres tan rudo! No puedo evitar el provocarte. ¡Y eres tan infantil!

– En qué quedamos, ¿cómo soy?

– Ambas cosas. Y por eso te amo. Te amo. Te amo de verdad. Y nunca, nunca, amé a otro. Y nunca lo haré.

– Habíame más y te soltaré.

– Tú eres el único, el más importante, ¡tú!

– Sigue.

– Lo más divertido es que estoy diciendo la verdad. Únicamente que no entiendo cómo es que en una cama normal, corriente…

– Esta no es una cama normal y corriente. Esto es una asquerosa vejiga vieja que ha soportado las mil prostitutas del puerto.

– Pero es divertido. -Ethel se soltó y dio la vuelta.- ¿Por qué no puedes…?

– No puedo agarrarte bien. Y tengo que perseguirte por esa mar retozona.

– Eso es lo que yo quiero. Que me persigas. ¡Persigúeme!

– Y cuando te cojo, no hay fondo sólido contra el que apoyarse.

– ¡Cuando encuentras algo contra lo que empujar, terminas demasiado pronto!

Teddy la cogió otra vez, pero ella se le escapó de entre las manos y Teddy se quedó rodando de un lado al otro, exagerando y riéndose.

– Siento odio por esta vieja barriga pendulante -dijo-. Cuando nos vayamos de aquí voy a clavar mi navajita suiza de acero inoxidable en su flaccido costado y lo dejaré escurrirse hasta la muerte. ¡Oh, Dios, Dios mío!

– ¿Qué sucede, mi vida? -Tengo tanto sueño.

– Ven aquí. Deja que mamaíta te sostenga.

Teddy se acercó a Ethel. Ella le aprisionó la cadera entre las piernas y apoyó la cabeza en el rincón suave entre su cuello y el hombro.

– Teddy, ¿no podríamos quedarnos aquí? -dijo-. En vez de una luna de miel, que realmente no deseo. ¿Teddy, no podríamos?

– Estar aquí cuesta cuarenta dólares por día -dijo Teddy- que multiplicado por treinta días suma mucho más de lo que ambos ganamos en un mes en la Marina. Mira, tú tienes una semana antes de que empiecen tus clases. Busquemos un sitio, quieres, que nos cueste como máximo doce dólares. Esto nos dejará algún dinero para comer después de pagado el alquiler. Ahora tú dispones de tiempo para buscar un apartamento. Porque, una vez hayas comenzado tus estudios, no lo tendrás. ¿De acuerdo?

– Soy tu obediente esposa griega.

Cuando Teddy llegó a casa tarde al día siguiente -terminó la luna de miel de un día y medio; él había vuelto a sus estudios- Teddy encontró a Ethel esperándolo en su auto.

– Hemos cambiado de casa -le gritó ella por el hueco de la ventanilla de su auto cuando él se acercó en su propio coche.

– ¿Adonde?

– Sígueme.

– ¿Cuánto nos va a costar? -fue la primera pregunta que Teddy hizo sobre su nuevo domicilio.

Estaba de pie en la ventana, en el primer piso, mirando al otro lado una colmena idéntica de dormitorios enfrente de la que ellos estaban. Abajo había la piscina de la comunidad, utilizada en aquel momento, al parecer, por todos los ocupantes de los moteles gemelos.

– Dieciocho cincuenta al día -dijo Ethel-. ¿Qué te parece?

– Mejor -respondió él.

– Ahora mira.

Teddy se volvió y vio a los pies de Ethel, con la abertura ampliamente abierta, el bolso que la tarde anterior estaba lleno de botellas, frascos y tubos. Ethel le dio la vuelta al revés. Estaba totalmente vacío.

– Y he dado de baja mi cuenta de crédito en el almacén. ¿De acuerdo?

– No tenías por qué hacer eso -le dijo él-. Por el amor de Dios, yo estaba bromeando. Lo siento.

Pero le dio un beso de agradecimiento.

Y se sintieron muy felices.

El hecho de que Ethel sintiera odio por ese lugar no significó nada para ella.

El primer día en la vida de una pareja de recién casados que termina sin el cumplimiento de un acto de amor, es un día incompleto, causa de extrañeza y especulación privada por ambas partes.

Habían transcurrido dos semanas y cinco días. Ambos disfrutaban de ese sentido de seguridad que proporciona el encerrarse en una rutina. Ajenos a la sujeción de tener que escoger, cada mañana se informaban con una rápida mirada a la hoja mimeografiada, de adonde tenían que ir, primero, después y más tarde; lo que debían hacer allí cuando llegaran, y en el caso de Ethel, las lecciones que debía aprender.

El sábado en que terminaba su tercera semana de entrenamiento, Ethel decidió meterse en la cocina. En el reducido espacio de la cocina, dos quemadores y un fregadero en el rincón, sólo cabía una persona. Preparar allí una cena con carne resultaba una proeza acrobática. Habían estado comiendo abajo, en el bar del motel, y un par de veces se arreglaron en la habitación con comidas preparadas para excursión. Ethel sabía que Teddy opinaba que ese sistema era caro, pero no diría nada al respecto porque, como ella, era demasiado feliz para arriesgarse a turbar el equilibrio privado entre los dos.

Aquella mañana Ethel sólo había tenido una clase. Siguió después una larga formación de marcha en todas direcciones por las soleadas plazas de la base en sus «azules», con pausas para recibir instrucciones, corrección, y, ocasionalmente, reprimendas, formuladas despectivamente por un robusto jefe instructor. Para escapar de su atención crítica, Ethel se las arregló para confundirse en medio de la aglomeración de chicas. Tan pronto como la marcha terminó, corrió a casa, se duchó, ordenó las cosas y procedió a sus compras. Por teléfono.

Tan pronto como Teddy llegó, Ethel corrió hacia él con un vaso de cerveza fría que ofreció con un beso y la información de que se quedarían a comer en casa.

– Carne -le dijo-. No te acerques a la cocina.

También tenía espinacas congeladas y cebollas fritas a la francesa congeladas. Había leído cuidadosamente las instrucciones e igualmente había sacado del flamante libro de cocina La alegría, de cocinar las instrucciones para preparar un filete antes de ponerlo al fuego.

Teddy murmuraba algo desde el otro cuarto.

– Me he encontrado con uno de tus instructores. Me ha dicho que lo estás haciendo muy bien.

– Sólo es cuestión de memorizar -respondió Ethel-. Listas. Siempre he tenido una memoria rápida.

– Comprensión y apreciación de las funciones básicas de la democracia, ¿verdad? Sistemas y tradiciones de la Marina, ¿eh? La cosa se pondrá mucho más difícil, ya verás.

– Lo sé.

Teddy fue a la cocina y se colocó detrás de ella.

– ¿Y qué hay de tus notas de condición física?

– Dijo que yo estaba a la cabeza de los pesados. Es su modo de entender una broma.

Teddy le alzó la falda, ajustó su mano a la parte inferior del vientre de Ethel y la atrajo hacia él.

– Teddy, estoy cocinando.

– Y yo también. Deja que esa carne espere. No la pongas al fuego todavía.

– Justamente acabo de poner la tuya. Te gusta bastante hecha, ¿verdad?

– Sácala. Ya la pondrás después.

– Teddy, he comprado una buena cena; he trabajado toda la tarde para prepararla. Déjame ir. No hemos comido en casa durante toda la semana y tú mismo estabas gruñendo el otro día por este motivo. Así que ahora vamos a tener una buena comida. Y también tengo vino.

– ¿Y qué voy a hacer con esto? -preguntó, embistiéndola con ímpetu.

– Toma una ducha.

– No necesito una ducha. -Se alejó.- Hoy te he visto paseando por la base -dijo-, desde la ventana del oficial de educación.

– Mi jefe instructor es un maníaco. Nos ha hecho marchar arriba y abajo casi dos horas, sin ir a ninguna parte. Voy a dar la vuelta a tu filete.

– Deja que se queme un poco. Yo he querido decir, sola. Cada vez que te he visto estabas sola. ¿Todavía no has hecho ninguna amistad?

– Tú eres mi amigo.

Teddy también la había visto marchando, dando sus pasos con un gran esfuerzo aparente, dominando su inseguridad, con la cabeza y la nuca en tensión, como una colegiala dirigiéndose a alguna parte para recibir un rapapolvo.

– Yo nunca he tenido amigos -le dijo Ethel desde la cocina.

«Sólo amantes», pensó Teddy.

Fuera, alrededor de la piscina, era un sábado por la noche, la hora de preparar la comida, las familias estaban tumbadas en mantas alrededor de hornillos y pequeños hibachis <strong>[16]</strong> japoneses. En la piscina se apiñaban los cuerpos y el olor del cloro en el aire llegaba hasta el piso superior. Se oía un coro continuo de chillidos y gritos, la risa retozona de los niños mezclada con las órdenes y las protestas de sus padres. Y dominándolo todo, música de rock y el juego de pelota retransmitido por un buen número de transistores.

Ethel entró con el pan francés envuelto en papel de estaño, salió y regresó con la salsa de chile y la mantequilla, y después con las ensaladas en cuencos de madera.

– Todavía no he aliñado la ensalada. Lo aprendí de tu padre.

– Esa condenada piscina es como una casa de locos.

– Yo ya no la oigo.

– Me acuerdo de la piscina de tu padre, lo limpia y lo tranquila que estaba.

– También yo me acuerdo. Pero prefiero estar aquí. Contigo. Siéntate. Sirvo el vino.

En el momento en que Teddy se sentó se oyó el ruido de un choque de autos. Corrió a la ventana del cuarto de baño que daba a una zona de aparcamiento. Al retroceder, un hombre había chocado contra otro auto. Se oyeron gritos a dúo. Ambos estaban borrachos.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Ethel desde la cocina.

– Es la noche del sábado.

– Quiero preguntarte algo -le dijo Ethel mientras ponía la carne en la mesa.

– ¿Cuál es el mío?

– El negro. Teddy, ¿por qué no puedes estudiar aquí?

– Me he acostumbrado a estudiar en mi viejo cuarto.

– Creía que habían destinado un nuevo compañero de cuarto a Block.

– Suele estar allí por la noche.

– Pero tú sueles ir allí por la noche…

– Eh, Kit, ¿no irás a decirme ahora en dónde puedo estudiar, verdad?

– Naturalmente que no.

– Porque yo sé en dónde puedo estudiar y en dónde no puedo.

– Seguro. No te enfades. Pero, oye, Teddy…

– Eso es asunto mío. ¿Entendido?

– Estás enfadado.

– No. Si lo estuviera ya lo sabrías.

– Yo sólo quería decir que ésta es tu casa. ¿Por qué no puedes estudiar después de la cena mientras yo ordeno las cosas? Después leeré en la cama y te esperaré.

– Ya lo intenté. Y pensaba continuamente: ella me está esperando en la cama. Y tú te estás ahí mirándome de ese modo especial. Y entonces yo caigo. Y ya se ha pasado la noche. Y después tengo demasiado sueño para leer. -Pues no te miraré. Me volveré de espaldas. -Fuiste tú quien comenzó todo esto de que yo me convirtiera en oficial.

– Lo sé. Y pensé que podríamos trabajar juntos… -No, gracias. Realmente. No suelo ser así. Pero gracias. – De acuerdo. De todos modos, ya lo he dicho. ¿Cómo es el vino?

– Bueno. ¿Cuánto te costó?

– No lo preguntes. Lo he pagado con mis ahorros. -No quiero que hagas eso nunca más. Sólo nos engañamos a nosotros mismos cuando haces eso.

– Yo quería que tuvieras vino con tu filete. «Modo adecuado», ¿sabes?

Teddy criticó el melón.

– ¿Lo has encargado por teléfono? -preguntó.

Ethel admitió haberlo hecho.

– Un melón no puede comprarse por teléfono. Un melón has de tenerlo en tus manos, olerlo y apretar allí donde se supone ha de ser blando, en el ombligo. Incluso así, es una adivinanza. Pero es seguro que siempre te mandarán uno como éste si lo encargas por teléfono. Mi viejo llamaría a esto un jugo de melón.

– Pero ir a comprar melones lleva todo el tiempo. Me paso todo el día allí, recitándoles las listas que he aprendido de memoria la noche anterior y que olvidaré tan pronto las haya dicho. Entonces me hacen marchar y hacer ejercicios, arriba y abajo, y cuando llego aquí…

– La próxima vez compraré yo el melón, cuando regrese. ¿Cuánto costó este melón?

– No lo sé.

– ¿Qué quieres decir?

– Lo hice cargar en cuenta.

– ¿No preguntaste? ¿Y cuánto costó el filete… lo sabes?

– También lo compré a cuenta.

– ¡Jesús!

Ethel se bebió su vino de dos tragos.

– Creo que quizás esta misma noche -dijo Teddy- deberíamos tener una charla sobre nuestras posibilidades económicas. No quiero que pagues las cosas de tus ahorros. No sé cuánto dinero debes tener, pero no quiero que vivamos de él.

– ¿Por qué no te duchas mientras limpio todo esto?

– ¿Cuánto dinero tienes… te importa que lo pregunte?

– ¿En este momento? Unos cientos de dólares. Mi padre solía darme una asignación de cien dólares a la semana.

– ¿Pero tus vestidos y todos esos mejunjes de la perfumería?

– Cuentas de crédito. Mi padre me dio tarjetas de crédito.

– ¿Tu madre no es una mujer rica?

– La familia de mi madre posee minas al sur de aquí. Cuando ella muera yo seré bastante rica si acepto su dinero… pero no pienso hacerlo.

– De modo que tendremos que aprender a ser cuidadosos, ¿no es así?

– Sí, así es.

– De esto es de lo que quiero hablarte.

Mientras Ethel fregaba la bandeja del horno con estropajo metálico -la grasa de la carne, anotó mentalmente, se cuece en el metal- Teddy se acercó a la cocina con la carta de Ernie en su mano.

– ¿Querías que yo leyera esto?

– No. Pero, seguro, ya puedes leerlo.

– Estaba abierto y en mi lado del escritorio, fuera del sobre, de modo que yo pensé… ¿Quién es Ernie?

– Un tipo que yo conocía.

Ernie se había encontrado a Carlita en la calle, le sonsacó la noticia del casamiento y la dirección de Ethel.

Teddy estaba releyendo la carta.

– Ya te hablé de él -dijo Ethel.

– ¿Cuándo?

– Ese día.

– ¿Cuando te fuiste a casa para preparar a tus padres para la visita de mi padre?

– Creo que sí. Sí.

– ¿Viste a tu viejo amigo entonces?

– Solíamos hablar mucho y quise que supiese que ya había encontrado al hombre que yo necesitaba.

– ¿Qué es lo que quiere decir aquí: «Sé que hay mucho que él puede aprender de ti.»?

– En general. Sobre la vida. Supongo.

– Yo creo que quiere decir alguna otra cosa.

– Oh, no. Ernie no es socarrón ni astuto.

– ¿Te acostaste con él?

– Naturalmente que no. ¿Qué te crees que soy?

– ¿Pero se lo contaste todo sobre nosotros?

– ¿Hay algo malo en ello?

– No me gusta que hables con otros hombres de nosotros, especialmente a tus antiguos enamorados.

– Mira, Teddy, no quiero ocultarte nada y tampoco quiero que tú ocultes nada de mí. Nunca. No dejemos que haya sombras en nuestra vida que pudieran salir a la luz algún día aciago. ¿Qué te parece si esta noche, en lugar de hablar sobre el presupuesto y toda esta aburrida cuestión, por qué no te hablo de todos aquéllos con quienes he estado y tú me cuentas…?

– No quiero oír hablar de ellos -interrumpió Teddy.

– Quiero que confíes en mí y si sabes exactamente el…

– ¡No quiero oír hablar de todo eso!

– Bueno -dijo Ethel- si es así como quieres que sigamos.

– Lo quiero.

– Pero no es «todo eso». Realmente no lo es, del modo que tú lo has dicho: «Todo eso.»

– Ahora somos felices. No hurguemos en el asunto.

– De acuerdo.

– Y no recibas más cartas, y si las recibes, no las dejes tiradas por ahí para que yo las lea.

– Yo no la dejé tirada para que tú la leyeras.

– Claro que lo hiciste. Te gusta fastidiarme de ese modo. Es uno de tus condenados trucos. No lo hagas más. No me gusta. No es gracioso ni divertido y no lo quiero. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– Si pusieras papel de aluminio debajo de la carne te ahorrarías ese trabajo.

– De acuerdo. Ahora quiero pedirte algo.

– ¿Qué?

– No quiero que me llames Kitten nunca más. Y tampoco Kit.

– ¿Lo hago?

– Casi siempre. Olvidémoslo, ¿quieres?

– De acuerdo. Comencemos de nuevo.

Cuando Ethel terminó de lavar los platos, Teddy estaba en la cama, apoyado en todos los cojines, una libreta multicopista en el regazo -estaba utilizando el dorso de las páginas del curriculum- y un bolígrafo de punta fina en la mano.

– ¿Quieres café? -le preguntó Ethel.

– Después no me deja dormir. Prepara un poco de Sanka <strong>[17]</strong> para los dos.

– Es caro -dijo ella.

– Menos que el café. Vamos, ven aquí conmigo.

Ethel se sentó al borde de la cama sin desnudarse.

– Hace tiempo que quería hablar de todo esto -dijo Teddy.

– Ya lo sé.

– No es una cuestión aburrida, como tú has dicho, y tampoco es un ataque contra ti. ¿Vas a meterte en la cama?

– Yo no me lo tomo de esa manera, como un ataque. Quiero solucionar nuestros problemas de dinero tanto como tú.

Ethel fue al cuarto de baño y se desnudó, excepto las bragas.

A él le excitaba quitárselas. Dejó encendida la luz del cuarto de baño y la puerta abierta algunos centímetros -un arreglo que ella había hecho entre la preferencia de Teddy por hacer el amor en la oscuridad y el placer que ella sentía al mirar su rostro cuando él culminaba su placer sexual.

Ethel se metió en la cama y lo observó mientras él trabajaba en sus números.

Entonces algunos ruidos provenientes de arriba la distrajeron.

– Escucha a esos ahí arriba -dijo Ethel-. Ese hombre ya está de nuevo metido en el asunto.

– ¿Y quién es ése? ¿Lo sabes?

– He leído su nombre en la lista junto a los botones de los timbres abajo. Jack no sé qué más.

– Probablemente Rabbit. [18] ¿Lo has visto alguna vez?

– Creo que sí. Es un tipo pequeño y flaco. Calvo como una bola de billar. No alzará más del metro sesenta.

– Ya lo he visto. Sí, seguro que es él.

– ¿Notaste sus manos? Tiene unas manos enormes.

– Eso ya es superstición sobre las manos.

– No las manos, los pulgares. Y la nariz. La nariz, sí es grande…

– Yo tengo una nariz grande y unas manos pequeñas, así que, ¿en qué me convierte eso?

– Algunas veces es grande, y otras es pequeña.

– Ya está bien, mira estos números, ¿quieres?

Los números cubrían una página.

– ¿No podríamos hacer esto por la mañana? -preguntó Ethel.

– Eso mismo dijimos la semana pasada, y comenzamos a juguetear y…

– Hagamos eso otra vez.

– Y ya era prácticamente de día cuando nos dormimos. Y después vino el domingo por la tarde y…

– Había dos partidos de fútbol…

– De modo que tampoco pensamos mucho ni buscamos un apartamento… No hagas eso.

– Sólo la sostengo.

– Y así comienza todo. No lo hagas. Esta noche veamos estos números y así terminamos con ello. Tenemos que hacerlo, estoy preocupado.

– Y estás furioso. ¿Qué te ha puesto casado… quiero decir… -se echó a reír- quería decir, qué te ha puesto furioso? [19] ¿La carta de Ernie?

– No. Pon atención. No, no estoy furioso. Quiero que pongas atención. Aquí. Mira esta página.

– Escucha a ésos ahí arriba.

A través del techo llegaba el ruido de persecuciones y juegos, murmullos y risas.

– Has de admitir -dijo Ethel- que es un hombrecito gracioso, aunque sea calvo y lleve lentes. Me gustaría saber a quién se ha traído hoy.

Su voz expresaba un dejo de admiración, pensó Teddy.

– Por lo visto siempre es una mujer distinta -dijo Teddy-. Algunas chillan, algunas gruñen y algunas gritan.

– Y algunas le devoran «gluc, gluc, gluc» -dijo Ethel-. ¡Ese bribonzuelo!

– Bueno, ahora veamos, pon atención -dijo Teddy -. En esta hoja, aquí… ¡Mira! No, no es ésa. Aquí. Mi paga en la base es de cuatrocientos cincuenta dólares con sesenta centavos. Tu paga es de cuatrocientos diecisiete dólares y treinta centavos.

– Me gustaría espiarlos -dijo Ethel-. ¿No te gustaría a ti?

– No. Esta cifra es nuestra asignación básica para alojamiento, noventa y nueve con treinta cada uno, lo que suma, para los dos a ciento noventa y ocho con sesenta. ¿Vas entendiendo hasta aquí?

– Es una bonita cifra de dinero.

– ¡Dios mío!

– ¿Qué pasa?

– Que no lo es. Tú no tienes ni idea del dinero que necesitamos para vivir.

– Pues dímelo.

– A eso voy. Me gustaría que ese tío disparara ya su carga y terminase de una vez.

– Sí, pero comienza de nuevo, como hizo la otra noche, al cabo de media hora.

– Bueno, eso por lo menos nos daría media hora de tiempo -dijo Teddy-. Sigamos.

– Por qué no esperamos hasta que él haya terminado y entonces…

– Debe de ser alguna especie de monstruo sexual. A lo mejor tiene unas gemelas ahí arriba. A lo mejor son dos chicas. Mira, ¿quieres mirar de una vez?

– ¿Qué es esto? ¿Qué significa COMRATS? ¿Es un animal?

– No sé lo que quiere decir, quizás asignación de subsistencia.

Cada uno de nosotros tenemos dos dólares y setenta y cinco centavos al día, que para treinta días del mes suma setenta y nueve con cincuenta por dos.

– ¿Por qué, por dos?

– Porque somos dos. Estás tú y estoy yo. Y esto suma dos. No estás poniendo ninguna atención.

– Teddy, ¿nosotros también hacemos ese ruido?

– Espero que no. Parece como si él le estuviera haciendo daño.

– Yo no creo que él le haga daño.

Tumbados de espaldas, uno al lado del otro, ambos miraban al techo. Teddy cogió de nuevo su papel.

– Ahora voy a sumar -señaló -. Suma, como ves, mil doscientos veinticinco dólares y cincuenta centavos.

– ¿Al mes? Esto es mucho dinero.

– Nena, del dinero tú sabes muy poco.

– He gastado dinero durante toda mi vida, así que algo debo conocer sobre ese tema.

– ¡Exactamente! Sabes cómo gastarlo. Pero ahora vas a tener que ahorrarlo, que es algo muy distinto. Esta hoja, ahora, son nuestros gastos. El alquiler que pagamos por esta caja de paredes y techo de papel es de dieciocho dólares y sesenta centavos por treinta, que suma, con impuestos y extras de todas clases incluyendo esta maldita televisión que no funciona y donde siempre está nevando, casi seiscientos dólares de nuestros mil doscientos veinticinco, sólo para eso.

Comenzó entonces un golpeo rítmico que culminó en unos gritos de dolor extremo o de exultación, era difícil decirlo.

– Te digo que le está haciendo daño -dijo Teddy.

– Es él el que hace ese sonido -dijo Ethel.

– Es ella.

– Es él. Algunos hombres hacen ese ruido cuando terminan.

Inmediatamente Ethel supo que había dicho algo que no debía. No tenía que mirar la cara de Teddy para saberlo.

– Ya han acabado -dijo Teddy-. ¿Crees que ahora podremos terminar esto?

– ¡Claro!

– De modo que nuestro alquiler se lleva por lo menos la mitad de lo que conseguimos de nuestra generosa Marina norteamericana. Ahora viene otra página en la que he anotado…

– Teddy. -¿Qué?

– Es mejor que termines tus matemáticas antes de que ese sinvergonzón comience otra vez ahí arriba.

– ¡Te he dicho que no hicieras eso!

– Ni tan siquiera me he dado cuenta que lo hacía.

– Aquí. ¡Mira aquí! Esto es la suma y sigue. ¿Lo ves? Vamos a tener que pensar cómo lo hacemos para usar únicamente un auto.

– ¿Por qué? ¿Y cuál de los dos?

– El porqué es obvio. ¿Cuál? Cualquiera.

– No podemos hacer eso.

– Vamos a tener que hacerlo.

– Ahora me gustaría haber guardado ese cheque. Estoy bromeando. Ah, ¿por eso estás furioso conmigo? Porque yo rompí…

– Yo no estoy furioso contigo. Oye. Mira. Esta cifra es el dinero que necesitamos si más adelante hacemos un viaje a Florida. Esto es para la cuenta del supermercado. Me gustaría que cancelaras también esa cuenta de crédito.

– De acuerdo. Por eso estás furioso conmigo.

– Ya te he dicho que yo no estoy…

– Pero has estado rechazándome toda la noche.

– Pues si quieres saber lo que pensé cuando rompiste el cheque de tu padre, te lo diré. He observado que sólo los que son muy ricos y los que son muy pobres tienen esas ideas tan puras sobre el dinero. Los pordioseros y los multimillonarios. Mi padre y tú. Pero, para mí, la psicología no se mezcla con el dinero. El dinero es dinero nada más. Como el dinero que gano en un juego de póquer. No tiene rostro. Y es mejor tenerlo que no tenerlo. ¿En qué te hubiera perjudicado aceptar ese cheque? ¿Por qué tenía que preocuparte? No tienes que alimentarlo, ni se ensucia, así que no tienes que sacarlo a pasear tres veces al día. Se queda ahí quietecito y espera tranquilamente el día en que lo necesites. Tú, no yo. Para el día en que yo esté realmente furioso contigo.

– ¿Qué demonios están haciendo ésos ahí arriba ahora? -preguntó Ethel.

Se oían risas y charla rápida e íntima. Y más risas.

– Seguro que se están felicitando mutuamente -dijo Teddy con sequedad-. De acuerdo. No has oído lo que te he dicho. De acuerdo. Ahora mira, aquí hay toda una lista de artículos, y cuando lo sumas todo, que es lo que he hecho yo aquí y lo restas de la suma de la cifra de lo que ha quedado después que hemos restado el alquiler de la cantidad que la Marina nos da y dividimos la cifra restante por treinta…

– ¿Treinta?

– En un mes hay treinta días y algunas veces treinta y uno, lo que nos da unos catorce dólares por día, según me sale a mí, para comer. Alimento. ¿Has entendido hasta aquí?

– Me he perdido en la mitad de alguna parte.

– El punto importante, es que hemos de conseguir un apartamento. No podemos seguir pagando la mitad de nuestros ingresos para vivir en una covacha con una asquerosa piscina comunitaria y una pringosa barbacoa a un lado, un aparcamiento que funciona las veinticuatro horas de un día al otro, y un conejo supersexuado encima que cada media hora satisface sus apetencias. Maldita sea, Ethel, necesito que tú me ayudes en esto; quiero que me ayudes a mantener el equilibrio.

No era que se hubieran enfadado. Nadie hubiera podido decir qué era lo que hizo imposible que esa noche se amaran. Pero por primera vez estuvieron tendidos en la cama, uno junto al otro, entre las frescas sábanas, se desearon las buenas noches, y se durmieron.

Al día siguiente Ethel preparó el café mientras él se puso una bata y bajó a buscar los periódicos. Teddy estuvo leyendo los resultados de la pelota mientras ella preparaba pancakes. Eran buenas y cuando Ethel vio que él estaba satisfecho y complacido, se arrodilló al lado de su silla y le dijo algo que le hizo sentir mejor todavía.

– ¿Por qué no te cuidas tú de nuestras finanzas? -dijo ella-. Dame cada día lo que corresponda. Dime cuánto puedo gastar ese día y ni un céntimo más. Yo no pasaré de la raya si tú me dices dónde llega. No habrá más carne porque tú no me habrás dado suficiente dinero para comprar carne y yo iré a la tienda y buscaré las gangas y me olvidaré del vino. De acuerdo. Ahora todo está en tus manos.

– ¿Estás segura de que estarás conforme con eso?

– Esto es lo que he deseado siempre… que me dijeran el qué y el cómo y el cuándo y cuánto. Así que dímelo.

Teddy seguía dudando. Pensó que a ella debía de parecerle que perdía algo de su dignidad.

– ¿Realmente es eso lo que quieres? -preguntó.

– Esto es lo que quiero -respondió ella-. De este modo tú serás feliz, que es todo lo que yo deseo en este mundo. Que tú seas feliz.

Ahora Ethel volvía a convertirse en su novia-niña y Teddy estaba contento con ella. Ella se sintió complacida de que él la deseara en mitad del día. Hasta renunció a mirar el juego de los «Rams» por ella.

No se levantaron de la cama hasta las tres y media de la tarde. Ya era demasiado tarde para salir a buscar un apartamento.

En la primera página del Hoist, el semanario del centro de entrenamiento naval, se leía en grandes titulares: EL MARINERO ETHEL AVALIOTIS ESCOGIDA POR LAS ABEJAS MARINERAS COMO REINA PARA PRESIDIR LOS ACONTECIMIENTOS DE GALA DEL PRÓXIMO MES. Debajo, al lado de dos atractivas fotografías, se decía: «La joven de veintiún años miembro del centro ha sido nombrada Reina de las Abejas del Mar 1975 para la zona de San Diego. Comenzará su reinado en los dos acontecimientos de gala del próximo mes, según ha anunciado hoy el club CPO de Anfibios.»

– ¿Es ésta tu mujer, Avaliotis? -le preguntó el oficial de educación. Tenían una reunión en el despacho del oficial.

– Sí, señor -respondió Teddy.

– Es muy atractiva -dijo el oficial.

– Sí, señor -respondió Teddy.

El teniente de relaciones públicas que es quien había solicitado la reunión, dijo:

– Mira estos retratos, Coach.

– Los veo.

Uno era de Ethel, unos dos metros y medio por encima del suelo, en la silla de un contramaestre, y el fotógrafo retratándola, desde abajo. La otra, muy cercana, destacaba su pecho en silueta.

– ¿Cuál es el problema? -El oficial de educación dejó el periódico.

– Ella aceptó. Dijo que lo haría, señor -respondió Teddy-. Pero cuando vio esas fotografías cambió de opinión.

– He estado razonando con ella, Coach -dijo el teniente de relaciones públicas-. Le he soltado el discurso del almirante Zumwalt, de cómo debemos llevar nuestro servicio hasta el corazón de la vida americana, etcétera. La aturrullé de verdad, honestamente claro. Pero ella seguía sacudiendo su cabeza, que, no me importa decirlo Avaliotis, es una cabecita muy linda. Espero que sepas apreciar lo que tienes, chico.

– Lo aprecio -dijo Teddy.

– Sigo sin comprender en dónde está el problema -dijo Coach.

– Bueno, aquí, señor. -El teniente de RP cogió el Hoist y leyó: «Reinará en el baile de las Abejas del Mar de San Diego dentro de dos semanas a partir de mañana, y tres semanas después en el baile de los Ingenieros Civiles de la Marina.» Estos tipos ya se han comprometido haciendo propaganda, y pasaremos nuestros apuros para dar la marcha atrás en este asunto.

– Nadie va a volverse atrás – dijo Coach-. ¿Es que no estamos todavía en la Marina? ¿Has dicho que estuviste razonando con ella? ¡Cristo! ¡Razonando! -El rostro de Coach se puso rojo, una demostración biológica que informaba a todos los que le veían que el pequeño fusible del hombre estaba a punto de fundirse. – ¿Por qué, de pronto, estamos obligados a razonar con un miembro de la Marina? ¡Se le dice que es una orden y se ha terminado, muchacho! -Miró su reloj de pulsera.

– No creo que eso dé resultado, Coach -dijo el teniente de RP-. Creo que lo que aquí tenemos es un trabajo doméstico. -Se volvió a Teddy. -Este es un asunto en el que tú debes meter mano, Avaliotis.

Teddy asintió, mirando después ansiosamente a su oficial de servicios educativos.

– Coach -dijo el teniente de RP- quiero que comprendas por qué estoy tan alterado y preocupado que te he mezclado en esto. La Prensa nos dedicará más tinta con Avaliotis, hembra, que con cualquier otra E-Uno que haya ingresado en la base este año. Quiero decir, publicarán estas fotografías -dio una palmada en su ejemplar del Hoist- ¡en cualquier parte! Esta condenada chica es una belleza. -Golpeó nuevamente las fotografías.- ¡Y quiero decir una belleza!

– Deja el asunto en manos de mi muchacho aquí -dijo Coach. Sonrió a Teddy amistosamente-. Porque este muchacho es un muchacho griego y ellos son quizá los últimos que se resisten a la ola femenina que va a arrollarnos a todos. -Se levantó. La reunión había terminado.

– Yo me dejaría arrollar por ella en cualquier momento -dijo el teniente a Teddy mientras cruzaban el umbral de la puerta.

Camino de casa, Teddy estuvo pensando en la manera de enfocar el asunto con Ethel. No iba a resultar fácil. Esta era ya la segunda vez que había salido su fotografía en el Hoist. La primera vez no estuvo en absoluto satisfecha. Y tampoco él.

Dos números antes, antes de todo ese jaleo de la Reina del Baile, el Hoist había publicado su fotografía juntos en su primera página. Teddy estaba de pie junto a su «Ampex» y Ethel a su lado, mirándolo admirativamente. Teddy, la mano en una «abrazadera» parecía un modelo de lo mejor que la Marina podía ofrecer, y Ethel como lo que se la llamaba, un Kiwi, que significaba «criatura sexy». Todo eso estaba muy bien.

Era el comentario lo que había enfurecido a Teddy.

El titular decía: PROBABLEMENTE NO SE PASAN LAS VEINTICUATRO HORAS DEL DÍA ESTUDIANDO. El párrafo que seguía era en la misma línea. «Pero, por lo menos, tienen una nueva oportunidad ante ellos. Se trata de Teddy y Ethel Avaliotis. El estudia para NROTC. Ella es radar B en la escuela y progresa excelentemente en sus estudios.»

Se citaban entonces las palabras de Ethel:

«Creo que al estar ambos aquí, esto nos une más. Si yo no estuviera también en la Marina no tendría ninguna idea de por qué a veces viene a casa tan preocupado y no podría ayudarlo.»

– ¿Y cuándo demonios he regresado a casa angustiado? -Teddy había inquirido.

– Yo no dije angustiado -respondió Ethel -. Esa palabra la pusieron ellos; ellos la imaginaron.

– No es posible que ellos la imaginaran -dijo Teddy-. Yo ¡angustiado! Santo Dios, todo el mundo en la base lee este periódico.

Y había continuado, muy irritado con el asunto, diciendo que, en lo sucesivo, no volvería a repetirse esa publicidad asquerosa de él-ella, nunca más.

Esto le haría difícil que ahora tuviera que volverse atrás y convencerla de que había prometido a su oficial de servicios educativos de que él, Teddy, convencería a su esposa.

Estaban cenando en el restaurante del motel.

Cierto instinto masculino de griego hizo presentir a Teddy que su táctica debería encaminarse a hacer sentir a Ethel culpable de algo, y atacarla entonces por el flanco.

– ¿Cómo está el filete suizo? -preguntó.

– No está mal -dijo ella-. ¿Y qué tal tu pastelillo de queso?

– Horrible. Precocinado. Pesado y húmedo. -Rechazó la mitad que no había comido. – Estoy deseando comida casera.

– Tan pronto como tengamos un lugar…

– Estoy empezando a creer que este maldito motel te gusta…

– No, no es así.

– Esta mañana he visto a uno de esos pequeños bastardos del otro edificio meándose en la piscina.

– Bueno, nosotros no nos metemos en la piscina. Y en cuanto a la comida casera, también me gustaría. Pero estoy ocupada todo el día en la base. No sé de dónde podría sacar el tiempo para trasladarnos, aunque encontrara un sitio que nos gustase. A propósito, he hecho lo que me dijiste: he anulado nuestra cuenta de crédito del supermercado.

– Ya era hora. Este final de semana busquemos de verdad… ¿querrás hacer eso por mí? Aunque no creo que ese apartamento que vimos el domingo pasado estuviese tan mal.

– ¿No?

– A ti parecía gustarte también. Al principio. Miraste hacia fuera por la ventana; estuviste ahí mirando mucho rato.

– Debajo de aquella ventana no había piscina, era un alivio.

– Entonces, al parecer, cambiaste de idea. Ya sabes que no vas a encontrar un lugar que te guste tanto, como aquellos a los que estabas acostumbrada, ¿ya sabes eso, verdad?

– ¿Estás diciéndome otra vez que soy una niña mimada? Durante toda mi vida todos me han estado diciendo lo mismo. Estoy empezando a creerlo… -Suspiró. – Dios mío, esta noche me gustaría escuchar un poco de música. Subamos y veamos si en la radio hay un poco de música de otros tiempos, que sea muy antigua.

– ¿Y qué hay de lo que te he preguntado?

– No me quedan fuerzas para discutir esta noche, Teddy. Encuentras un lugar, me dices que te gusta y nos cambiamos. Yo iré adonde tú quieras que vaya… ¿Te parece bien así?

– No te estaba riñendo, Kit.

– Ethel. Has hablado como si yo tuviese la culpa de que estemos aquí todavía. A lo mejor la tengo.

– A propósito, han estado hablándome sobre tu cambio de parecer respecto a ese asunto de ser reina.

– Teddy, por favor, no quiero hablar de ello esta noche.

– ¿Leíste el artículo del Hoist o únicamente miraste las fotografías?

– Leí el artículo. Hasta donde pude resistir. ¿Cómo es que en la Marina te endosan las mismas patrañas como lo hacen fuera?

– Porque es la «nueva Marina… parte del corazón de la vida americana».

– Ese tipo de relaciones públicas habló y habló sobre eso. No sabría decir si hablaba en serio.

– Están intentando hacer el servicio más atractivo para mucha gente, ahora que ha terminado la obligatoriedad y todo eso. Lo que no está mal, supongo que estarás de acuerdo. Así que creo que deberías pensarlo otra vez…

– Yo creía que a ti no te gustaba que yo hiciera ese papel.

– Bueno, generalmente hablando no, pero…

– Pero esta vez han estado hablando contigo.

– Sí. Así que, maldita sea, creo que deberías pensarlo otra vez.

Ethel se levantó y salió del restaurante.

Teddy se comió su pastelito de fresas. Después se comió el de Ethel.

– ¿No va a volver la señora? -preguntó la camarera.

– Está enfadada conmigo -dijo Teddy-. Y ahora yo estoy enfadado por ello. ¿Cómo has conseguido estar casada durante tantos años, Ginny?

– Mi marido es portugués. Me rompería todos los huesos si fuera por ahí haciendo el tonto. Esto es lo que consigue mantener unido un matrimonio: el terror.

Arriba, Teddy la vio, encogida como un puño, en su lado de la cama, dando la espalda al lado en que él solía dormir.

Teddy decidió que la camarera tenía su punto de razón. Terror, del tipo silencioso. Abrió el cajón inferior del escritorio, sacó la manta extra y se fue al saloncito, cerrando la puerta tras sí, y tendiéndose en el sofá.

Durmió desnudo y la manta de nailon verde era rasposa, pero Teddy tenía un don: nada podía mantenerlo despierto.

Ethel, agachada al lado del sofá una hora más tarde, tuvo trabajo para despertarlo.

– Teddy, no te enfades conmigo, Teddy -murmuró-. No puedo dormir cuando tú te enfadas conmigo. Vuelve a la cama ahora, por favor, Teddy.

– No me hagas eso nunca más -dijo Teddy cuando se dio cuenta de lo que estaba sucediendo-. ¡No te atrevas nunca más a dejarme plantado! ¡Y en un restaurante lleno de gente! ¡Para que todos los que están en la tasca, incluyendo a la maldita camarera, puedan reírse de mí! Me convertiste en un hazmerreír ahí abajo, Kit.

– Lo siento, esta noche estoy muy nerviosa. Quizás es que empiezo el período. No sé qué es lo que me ha trastornado tanto. Vuelve a la cama, Teddy. Por favor, vuelve.

– Vuelve tú a la cama. Yo dormiré aquí hoy.

Ethel levantó la cobertura verde y se tendió junto a él. Arremangó la bata que se había puesto y deslizó una pierna entre las piernas de Teddy.

Teddy podía sentir la ansiedad de Ethel.

– Tú eres la única razón por la que estoy aquí, Teddy -le dijo ella-. Tú eres la razón de mi vida.

Ethel le besaba, y sus labios eran tiernos y sumisos.

– No sigas -le dijo Teddy-. Ahora no deseo eso.

– Sí, sí que lo deseas. Tú siempre me deseas. Esa es la única cosa de la que estoy muy segura en mi vida. Pero quiero decirte que yo no posé para esas fotografías. Ese fotógrafo estaba por ahí como distraído, y cuando yo me quité el abrigo comenzó a retratarme de un lado y de otro, dando vueltas a mi alrededor como si no tuviera idea de lo que estaba haciendo, hasta que yo tuve el sol detrás de mí y así fue como consiguió sacarme de esa manera.

Gentilmente Ethel le atrajo hacia sí de nuevo.

Teddy seguía resistiéndose.

– «Levante la mano -me dijo-. Estire el cuello.» Y como una perfecta idiota yo hice lo que él decía. Ya viste el resultado.

– Pareces una cualquiera y no mi mujer. Y esa otra fotografía… se te puede contemplar por debajo de tu vestido.

– Lo sé. Lo siento. No hablemos más de ello. Busquemos un poco de música…

– Pero esas fotografías… sólo se habla de eso hoy, ¡lo sabes muy bien! Así va el mundo hoy.

– Lo que realmente me ha sacado de quicio es el artículo. «Con Avaliotis siempre se sabe lo que sube a bordo antes de que se pueda comprobar mirándola a la cara.»

– Lo sé. Pero tú ya has corrido mundo, ¿por qué te molesta tanto? La Marina no es diferente de todo lo que hay por ahí.

– Yo creía que sí lo era.

– Lo que está mal es que estuvieras de acuerdo en principio, y una vez lo tuvieron todo organizado a tu alrededor… Quiero decir ¿por qué tuviste que estar de acuerdo al principio?

– Estos tipos de la Abeja de Mar me acorralaron, tipos normales, agradables, hasta un poco rudos, y uno de ellos me sonreía con simpatía, y de pronto me encontré diciendo que «sí, claro, me gustará, será divertido», y todo ese parloteo de chica que odio más que nada en el mundo cuando lo oigo de otra muchacha. Supongo que es simplemente una costumbre en mí para mostrarme amable diciendo que sí cuando debería decir que no, y dando la impresión de que soy una chica fácil de llevar cuando tú sabes que no es así. Entonces, después, cuando vi las fotografías, me di cuenta de que otra vez estaba haciendo algo porque alguien me estaba manejando y no porque yo lo deseara.

– Pero oye, Ethel, mira…

– Y me acordé de lo enfadado que tú estabas la otra vez cuando se metieron con nosotros en aquel periódico y tú dijiste que nunca más querías vernos envueltos en un asunto de mierda como ése y yo pensé que tú tenías razón. ¿Es que has cambiado de parecer?

– Sigo pensando lo mismo, pero precisamente esta vez, ya que tú dijiste que lo harías…

– Es que si sigues pensando lo mismo creo que debemos aferramos a eso, porque tu manera de pensar es acertada. Y eso es lo que merece mi respeto.

– Sí, claro, pero yo creo que no deberías romper tu palabra.

– Bueno, en ese caso… si eso es lo que tú deseas. ¿Lo quieres? ¿Realmente? De acuerdo. Si tú lo deseas, yo lo acepto. A lo mejor es la solución más fácil. Hagámoslo y olvidémoslo. Afrontarlo. ¿Es eso lo que tú quieres decir? ¿Aceptarlo como una lección?

– Sí. Vamos, volvamos a la cama. Levántate.

– De acuerdo. Si es eso lo que tú opinas, si es de verdad que opinas eso.

– Vamos, cariño, levántate.

– De acuerdo. Veamos si hay música decente en la radio. Antes busqué y no había nada. Pero ahora ya es más tarde y todos los fanáticos están escuchando, esto es lo que me gusta, esa maldita subcultura. Echo de menos, más que nada, mi tocadiscos, Teddy. Espera un momento… deja que primero ponga alguna música.

Pero Teddy tiraba de Ethel hacia la cama.

Un par de minutos después, Teddy decía:

– Ve a ponerte eso dentro.

– Ya no me hace falta -dijo ella-. He comenzado a tomar la pildora. De este modo estaré siempre dispuesta cuando tú quieras. Ya sé que no te gusta esperar. Mira. Como todo lo que hago, lo hice por ti. A punto en el momento que tú quieras.

Lo sorprendente del asunto, es que Ethel se sintió complacida con el incidente del Hoist, porque vino a interferir en lo que se estaba convirtiendo en rutina. Ella deseaba a Teddy en muchas diferentes ocasiones, pero él la deseaba siempre a la misma hora, es decir, un par de horas después de haber cenado, cuando había terminado su lectura y su estudio. Esta regularidad había comenzado a alarmar a Ethel. Antes de casarse, ella tenía la palabra en cuándo, dónde, y hasta en cómo. Ahora era Teddy el que conducía el juego, únicamente él, y era siempre a la misma hora y de la misma manera. De hecho, se había convertido en parte de su rutina profesional, con el propósito de conseguir un relajamiento para un sueño reparador.

Así lo creía Ethel.

La única vez que ella se quejó de eso, la respuesta de Teddy fue:

– Sexo, sexo, sexo. ¿Es que nunca piensas en otra cosa?

Teddy no hubiera podido precisarlo, pero lo que él realmente esperaba de Ethel es que ella se pusiera en pie cuando él entraba en una habitación, se acercara a él con actitud de evidente adoración y le ofreciera el beso de la veneración familiar. Por la mañana, antes de que él se marchara, ella debería inspeccionarle cuidadosamente para comprobar todos los indicios de una salud perfecta, examinar su atuendo para asegurarse de que todos los botones estaban firmemente sujetos, sus hombros para cerciorarse de que estaban perfectamente cepillados, y hasta sus zapatos, para que él apareciera ante el mundo igual que era para ella: perfecto en todos los sentidos. A la hora del desayuno debería encontrar el café dispuesto cuando se sentara en su sitio a la cabecera de la mesa, añadiéndole la leche en la proporción que él quería. Mientras se tomara su desayuno -o cualquier otra comida- ella debería estar atenta, con preferencia de pie, para asegurarse de que él encontraba aceptable lo que ella le había preparado, vigilando atentamente para llenar de nuevo su plato si era necesario, y si, finalmente, él se sentía satisfecho con la comida y quería premiarla aunque fuese con el elogio más casual, ella debería mostrarse extraordinariamente agradecida por sus alabanzas.

En otras palabras, Teddy era el hijo de su padre, y consideraba como modelo de esposas a su madre, Noola.

Al día siguiente Teddy fue a la oficina de servicios de educación y le dijo a su mentor cómo había manejado la situación, hasta el último detalle.

Coach se echó a reír.

– Algunas veces hay que mostrarse duros con ellas -comentó-. De otro modo olvidan quién es el amo.

El domingo siguiente Teddy llevó a Ethel otra vez al apartamento que él había encontrado y ella no había dado respuesta todavía. Esta vez, quizá porque Teddy se había mostrado muy amoroso la noche anterior, Ethel dijo que le gustaba. Fuese cual fuese el alquiler, ella estuvo de acuerdo en que debían firmar inmediatamente el contrato.

Teddy se acordó, más tarde, de lo feliz que ella parecía sentirse con ello.

– Ahora podemos realmente aligerar un poco el presupuesto -dijo él-. Por ejemplo, salgamos esta noche. Vayamos a un restaurante en donde tienen esos caracoles marinos tuyos, el «Fish Factory». ¿Qué te parece eso, el lugar en donde llevamos a papá la noche que os conocisteis… eh, qué te parece, Kit?

– Ethel -dijo ella.

El encargado de los alquileres insistió en que depositaran los dos últimos meses de alquiler cuando firmaron el contrato. La Marina, dijo, solía embarcarse sin aviso.

– ¿Qué período cubre ese contrato? -preguntó Ethel.

– Un año -respondió el encargado-. ¿De acuerdo?

Teddy dijo que sí, que estaba bien, y que ellos volverían con el dinero al día siguiente por la tarde, que era lunes, y firmarían el papel.

La mañana siguiente fue la mañana en que Ethel desapareció.


  1. <a l:href="#_ftnref16">[16]</a> Fogones a carbón. (Nota del Traductor.)

  2. <a l:href="#_ftnref17">[17]</a> Café descafeinado. (Nota del Traductor.)

  3. <a l:href="#_ftnref18">[18]</a> Conejo. (Nota del Traductor.)

  4. <a l:href="#_ftnref19">[19]</a> Juego de palabras: to be married, estar casado. To he mad, estar furioso o loco. (Nota del Traductor.)