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Cuando Teddy regresó a casa a última hora de la tarde, el lugar estaba silencioso y el fogón frío. Al principio no se preocupó, pensando que Ethel habría ido a un cine de la ciudad, Pero cuando cruzó el vestíbulo y miró por el balcón de la escalera de incendios, vio el auto de Ethel abajo, con las ventanas alzadas.
Nada se podía hacer excepto ir a la cama y estudiar. Probablemente ella se habría enfadado con él por alguna bobada y estaría con una amiga. Pero Ethel no tenía ninguna amiga. Bueno, se preocuparía por la mañana.
Se despertó a las seis menos cuarto sin la ayuda del despertador, se preparó el desayuno y salió de la habitación vacía del motel para atender su clase de instrucción electrónica por la mañana. No estaba preocupado todavía; lo que sentía era más bien como apuro. ¿Y si alguien le preguntaba dónde estaba Ethel?
Alguien lo hizo pronto.
– Su madre está muy enferma -dijo Teddy al instructor de Ethel en historia naval-. Súbitamente, se puso peor. -Dejó que el hombre supusiera se trataba de cáncer.
Fue a casa poco antes de mediodía; el lugar seguía mortalmente silencioso. Quizás había sucedido algo malo. Compró un periódico. Había un secuestro y las muertes de tráfico de costumbre. Nada sobre Ethel. Decidió ir a la Policía, solicitando su discreción. Quería mantener el asunto en familia, les dijo. Ellos no sabían en dónde empezar a buscar. Teddy no tenía ninguna sugerencia.
Tomó el almuerzo en la cantina de la base. La gente ya comenzaba a preguntarle cómo estaba la madre de Ethel.
Cuando llegó a casa se encontró un telegrama. No procedía de Tucson, sino de Tarpon Springs.
No te preocupes. Estoy bien. Sigue carta. Siempre, Ethel.
Podía haberla llamado a Florida, pero no lo hizo.
Teddy necesitaba que alguien le dijera cómo debía sentirse. Se confió al oficial de educación.
– Parecía tan feliz ayer por la mañana -le dijo.
– A eso es a lo que me refiero -dijo el oficial- cuando hablo de las mujeres en el servicio. Son inconstantes.
– ¿Y qué demonios se supone que debo hacer ahora, Coach?
– ¿Te dio alguna indicación de que pudiera hacer algo semejante?
– Recuerdo una conversación. «¿Es ésta la manera en que se supone ha de ser?», me preguntó. Era a la hora del desayuno y ella estaba sirviéndome el café y yo estudiaba. Cálculo. No levanté la cabeza. «¿De qué estás hablando?», le respondí. «Del matrimonio -me dijo-. ¿Es así el matrimonio?» «Supongo que sí -dije yo-. No he estado casado anteriormente.»
– ¿Y eso fue todo?
– En aquel momento no le di ninguna importancia.
– Bueno, si te sirve de consuelo, puedo informarte de que éste no es el primer caso. Ausencia no Autorizada: la Marina ya tiene un nombre para eso. ¿Sabes?, los entrenamientos son algo duros para nuestras compañeras de cola partida. Reclaman la igualdad, pero después no la quieren. Cuando reciben el trato riguroso que damos a cualquier otro hombre no pueden con ello. La Madre Marina no es la reina fascinante que ellas esperaban que fuese.
– Coach, ¿podría ir a Florida para hablar con ella?
– Es lo peor que podrías hacer. No la persigas; ella regresará al redil. ¿Puedo darte un consejo psicológico?
– Me gustaría que lo hiciera.
– Enfádate. Desahógate. Te sentirás mejor. Yo necesito un trago. ¿Y tú?
Tomaron unos cuantos tragos en el alojamiento del oficial, y después el viejo lobo de mar se quitó la camisa y mostró a Teddy sus tatuajes.
A la mañana siguiente llegó una carta.
Querido mío:
Siento haberte preocupado. Por favor no te enfades. He venido aquí para hablar con tu padre. Confío en él más que en nadie que conozca. Ahora estoy más tranquila porque estoy cerca de él. Hasta he imaginado un par de cosas.
La Marina no ha resultado ser lo que yo esperaba. Lo que yo hacía, en mayor parte, era memorizar listas de nombres y cifras, así como aprender a leer cuadrantes. No tenía mucho que ver con el mar. Como ese destructor clavado en tierra de la base.
Pero a ti te va bien. Así que me pregunté: «¿No se sentiría él mejor viviendo en los barracones, tal como hacía antes de que yo viniera a complicar su vida?»
Tú estudias mejor si no me tienes cerca. Yo he estado estorbándote. Tú no me lo has dicho porque eres un santo.
¿Cuándo regresaré? No lo sé. Diles que la Reina no irá al baile.
Te amo y siempre te amaré.
Ethel
El oficial de educación había preparado a Teddy para una carta en ese estilo, lo había preparado para que se pusiera furioso, y sentir que la ira era un alivio. Estaba durmiendo perfectamente cuando el teléfono lo despertó a las dos y media de la mañana siguiente.
Era Noola. Cobro revertido.
– ¿Qué sucedió? -le preguntó en voz baja.
– No te preocupes por mí, mamá -dijo Teddy-. Estoy bien.
– Pero, ¿qué sucedió? Ella está aquí, pero no cuenta nada. ¿Por qué te abandonó de pronto?
– Dice que está preparando algo.
– ¿Y qué quiere decir eso?
– Preparando algo en su mente, mamá, imaginando. Y no me preguntes el qué. Pero yo estoy bien, así que no te preocupes.
En Florida eran las cinco y media. Noola se había levantado muy temprano aquella mañana para que su llamada telefónica a Teddy fuese privada.
Todas las mañanas, el primer deber de Noola consistía en preparar un suministro fresco de yogur. Hirvió la leche, recordando a Ethel cuando irrumpió en su casa, la penúltima noche. Costa se había mostrado comprensivo.
– Las mujeres deberían estar con la familia -dijo.
Mientras ponía la leche caliente en los tarritos, Noola estuvo pensando en cómo se había mostrado cortés a pesar de lo que sentía. Cuando mezcló las cucharadas de yogur restante del día anterior se acordó de la expresión desesperada en el rostro de Ethel cuando salía del taxi que la había traído desde el aeropuerto de Tampa. «¿Cuánto debía de costar un taxi desde allí hasta Mangrove Still?», estuvo pensando Noola. Cubrió los tarros llenos con viejos paños de cocina. No le gustaba lo que Ethel había hecho, y a pesar de lo que Teddy dijera, no seguía gustándole.
Costa había anunciado que aquella mañana enseñaría la ciudad a Ethel, y sus instrucciones para Noola fueron:
– Mi traje negro, ¡tenlo dispuesto!
Hacía demasiado calor para ese traje, pero Noola hacía tiempo que había renunciado a intentar convencer a Costa de nada. Desde que Ethel había llegado, se había mostrado todavía más dominante.
Cuando oyó a su marido gruñendo y suspirando en su habitación -el primer sonido que Costa dejaba oír cada mañana era una queja al Destino- se apresuró a preparar el café. Costa exigía que estuviera a punto cuando él entraba en la cocina.
Sí, la presencia de Ethel en la casa era un enigma; su hijo no le había aclarado nada. Pero Noola le conocía bien la voz y sabía cuándo estaba inquieto.
– Café -dijo Costa entrando en la cocina.
Ella se acercó arrastrando los pies en sus zapatillas, y cogiendo una taza por el camino.
– Hoy le enseñaré Tarpon -dijo Costa.
– ¿Y qué hay que ver? -comentó Noola-. ¡Una calle a lo largo del muelle, algunas tiendas viejas y ese parque lleno de vagabundos!
– Le explicaré, cuando caminemos por el muelle, lo que era antes. Se lo explicaré de tal modo que ella vea cómo era en los viejos tiempos. ¿Planchaste mi traje?
– Costa -le dijo la mujer-, ¿un traje negro con este calor?
– ¿Quién va a llevarlo, tú o yo?
Ella instaló la tabla de planchar.
– ¿Tienes camisa limpia para mí?
– En el cajón de tu cómoda.
Unos momentos después, Costa regresó con la camisa y le enseñó, como si ella lo hubiera arrancado expresamente, el lugar en donde faltaba un botón. Su gesto, al señalar ese lugar vacío, hacía innecesaria una reprimenda.
– Hoy comeré un par de huevos, dos, no uno -dijo Costa.
Noola puso los huevos a hervir. Cortó con los dientes una hebra de hilo blanco y puso el extremo en su boca afinándolo lo suficiente para que pasara por el ojo de la aguja de coser. Necesitó lentes para hacerlo; los ojos habían estado escociéndole.
– Hoy hay que pagar el dinero de la hipoteca -dijo.
– Págalo, pues.
– No lo tengo.
– ¿Cuánto piden?
– Igual que cada mes. Sesenta y dos dólares.
Costa hizo un gran gesto con la mano en el aire.
– ¿Qué son sesenta y dos dólares?
– Es lo que el Banco espera recibir de nosotros esta mañana.
– ¿Cuánto tienes?
– Necesito treinta y des dólares para llegar a esa cantidad.
– Diles que el mes que viene seguro. Habla a míster Mavromatis presidente allí; es un viejo amigo de mis días jóvenes.
– Habla tú con él. Es tu viejo amigo de tus días jóvenes.
– Hoy tengo trabajo. Tengo que enseñar a Ethel nuestra vida aquí.
– Míster Mavromatis dirá que hables con míster Cotter y míster Cotter…
– ¡Oh, Cotter! ¡Nada para preocuparse! Algo loco, seguro, pero hombre distinguido. Explícalo todo.
– ¿Y qué hay que explicar? No tenemos el dinero, esto es lo que sucede. ¿Cuánto dinero tienes?
– Tengo bastante, quizá, para que la chica pase buen día hoy. Es nuestra hija, Noola, ¿no? Primera vez aquí, ¿no? Prepara agua caliente, ¡a lo mejor quiere bañarse!
– Ayer noche se bañó. ¿Por qué no me das treinta dólares, Costa?
– Noola, hay cosas más importantes en mi vida que el Banco. Mil veces lo he dicho. Tenemos cinco años para pagar condenada hipoteca. Explica eso al bastardo, Mavromatis, ¡que el demonio joda a su madre! Dile que no me moleste más. Tengo otros problemas. Es viejo amigo, entiendes. Me admira mucho.
Recosido el botón, cortó con los dientes el extremo del hilo.
– Espero que hoy se porte como viejo amigo -dijo Noola.
– La oigo. ¡Rápido! Se está levantando.
– ¿Rápido qué?
– Pon café.
– Está listo. Tú lo has estado bebiendo.
– Por favor, Noola, no quiero riñas. Procura que todo sea bonito delante Noola, por favor. ¡Oh, mis huevos! ¡No los comeré duros!
Mientras Noola le servía sus huevos, que estaban en su punto, Ethel entró y les dio un beso a ambos.
– Hoy haremos gran vuelta -dijo Costa-, así que come mucho… huevos, querida niña, todo lo que quieras, tostadas, café, queso, miel, da fuerza.
– Hoy, en cualquier momento -dijo Ethel-, quiero lavarme algunas cosas.
– Dáselo a Noola -dijo Costa-. Ella lavará.
– Costa, Noola tiene suficiente trabajo sin lavar mi ropa interior.
– Vamos, desayuna, corre antes que haga mucho calor. Hoy te enseñaré Tarpon Springs. ¿Quieres baño?
– No puse agua a calentar -dijo Noola-. Ya te lo he dicho.
Una mirada de Costa le recordó que no debía pelearse con él delante de Ethel.
– Me bañé la noche pasada -dijo Ethel-. Estoy bien.
– Pues vamonos, arre caballito, nos vamos querida niña.
Ethel tardó algún tiempo en vestirse, pero ni la mitad del tiempo que tardó Costa en afeitarse, limpiarse los zapatos negros, ponerse la camisa, anudarse la corbata y vestir su traje negro.
Salieron como una pareja, el brazo de Ethel alrededor del codo de Costa, caminaron desde Mangrove Still («Un cracker <strong>[20]</strong> de los viejos tiempos fabricaba licor aquí», explicó Costa) hasta Tarpon Springs («Hubo tiempo cuando la bahía estaba llena del pez tarpón poniendo huevos. Ahora todos marcharon»).
Tan pronto como salieron de la casa, Noola hizo las tres camas, aseó las habitaciones y lavó los platos del desayuno. Ni Costa ni Ethel habían puesto los platos donde comieron los huevos a remojar en agua fría… Costa por orgullo; Ethel, pensó Noola, porque estaba acostumbrada a los sirvientes. Noola tuvo que limpiar esos platos rascando con un cuchillo.
En la habitación de Ethel encontró la ropa interior que Ethel quería lavarse. Noola estuvo examinándola. ¡Qué ropa tan ligera! Y transparente. No cubría nada. ¿Cómo se sostenían? ¿O cómo podían sostener algo en alto esos dos colgantes de red?
Aquí no había sirvientes; que la chica hiciera su trabajo. Se fue a su habitación.
Abrió el cajón de la cómoda en donde guardaba sus medias. En la parte de atrás encontró las medias grises enrolladas en donde guardaba el dinero ahorrado para la hipoteca. Estas medias eran también las que llevaba cada mes para su visita al Banco.
Tres billetes de diez, sólidamente atados. Su padre siempre había tenido algún dinero para evitar momentos de apuro como éste. Admitiendo la verdad, Costa tenía dinero cuando se casó con ella; él no tenía culpa de que se hubiera presentado la marea roja. Esa fue una faena de Dios conjurado con el Demonio.
Era mejor que se fuese. A pesar de lo que había dicho a Costa sobre el calor, Noola decidió ponerse el vestido negro. Resultaba más digno. Quitándose la bata, se puso el vestido por los hombros, tirando para acomodarlo al cuerpo y cerró la cremallera a un lado. Examinó las medias grises buscando puntos escapados, y después, cruzando un tobillo sobre la rodilla deslizó suavemente su mano hacia arriba, por encima de la vena hinchada detrás de la pantorrilla. Su madre había tenido venas varicosas. Llevó medias ortopédicas y siempre estuvo quejándose del dolor. Noola no esperaba nada mejor.
Se levantó de pronto y sucedió aquello. El doctor le había dicho que no tenía por qué preocuparse. Cuando estuviera un rato sentada, le dijo él, si se levantaba de súbito podía tener un breve episodio de vértigo. Noola recordaba esa palabra «episodio», y también:
– Usted ya no es una niña, mistress Avaliotis.
Se sentó en el colchón, dejó caer la cabeza y esperó que pasara. No tenía ganas de ir a ese Banco, no quería tener que mendigar a esos dos hombres, ni al viejo amigo de Costa, Mavromatis, ni a ese alocado y distinguido Cotter. De esto se trataba realmente, de darles lástima. Ni tan sólo sentía deseos de ir al centro de la ciudad. No le apetecía tener que preparar una buena cena: – Prepara algo especial -había ordenado Costa. No para festejar a una chica que había abandonado a su hijo sin ninguna explicación.
Noola estaba respirando con jadeo otra vez, pero por causa de su enfado, y no porque sintiera vértigo.
Estaba en una trampa, y de ésta no podía escapar, la trampa que suponía estar casada y ser madre, la trampa llamada bondad hacia todos, comprensión en todo momento, paciencia infinita. No se sentía amorosa o amable, comprensiva o paciente. Ni un ápice.
Faltaban quince minutos para las once y ya se sentía cansada. Se alzó lentamente, apoyándose en la cama mientras se acercaba al armario, y se inclinó, medio arrodillándose para coger sus zapatos. Tuvo dificultades para ponérselos, torciendo, tirando y encogiendo, porque eran demasiado estrechos. Noola sólo había calzado zapatillas durante casi una semana, desde el domingo, cuando, sin Costa, había ido a la misa en San Nicolás. Calzados ya, sentía la estrechez de sus zapatos de vestir, probablemente la razón por la que sus tobillos estaban hinchados.
Era mejor que se fuese y dejara de lamentarse. Utilizó el espejo para colocarse su pequeño sombrero púrpura con el adorno frontal de plumas. Parecía que un susto hubiera puesto las plumas de punta. Se guiñó un ojo y canturreó una marcha. En la secundaria, Noola había estado en el coro de Babes in Toyland y uno de sus números March of the Toys había sido un triunfo. Noola lo interpretó ahora, mirándose al espejo. ¡Resultaba tan ridicula!
– Deja ya de ser una niña, por el amor de Dios -se dijo en voz alta-. ¡Llora, niña!
Camino del recibidor pasó ante la puerta abierta de la habitación de Ethel. Allí estaban las transparencias pastel, esperando ser lavadas.
– ¡Oh, qué demonios, esta vez únicamente!
De pie, frente a un fregadero lleno de pompas de jabón, arremangadas las mangas de su vestido más digno, y el sombrero púrpura con sus plumas asustadas empujado hacia atrás de la frente, Noola lavó la ropa interior de su huéspeda.
¿Quién no podría perdonarle el que tirara fuertemente de la banda elástica alrededor de la cintura de las bragas? ¡Ninguna cintura debía ser tan pequeña, ningún abdomen tan liso! ¿Quién podría culparla de sentir cierta satisfacción secreta cuando las puntadas que sostenían el elástico cedieron, primero un poco y después tanto que un buen pedazo quedó suelto del borde de la pieza interior?
Noola era humana.
Un vecino la vio caminando por la carretera -no había acera-, la recogió y la dejó en el kentron, en el parque de arbustos y bancos polvorientos en el centro de la ciudad.
Caminando la corta distancia que había hasta el Banco, pasó por una gran tienda de ultramarinos que ofrecía especialidades de importación, mercancías en latas y en barriles, envasados en aceite y en salmuera, la mayor parte procedente de la madre patria. En la tienda había una muchedumbre en medio de la cual percibió, cuando la gente que les rodeaba iba pasando, las dos cabezas: la de su marido con su negro cabello grueso, y la de su nuera, con su fino cabello dorado-rojizo. Por el ruido podía suponer lo que estaba ocurriendo, podía imaginar la escena: el propietario del lugar pidiendo a Ethel que probara la variedad de sus aceitunas, o el queso feta que sacaba del barrilito de madera con un tenedor, dejando escurrir la salmuera, ofreciéndolo en un pedazo de papel parafinado. ¿O sería una lata de yalanji dolma, las hojas de parra rellenas importadas de Grecia, que habían sido abiertas y ofrecidas a la visitante? El propietario, al parecer, quería tener el honor de preparar unos pequeños paquetes con los manjares favoritos de Ethel si ella le prometía concederle el honor de aceptar esos modestos regalos.
– Debes aceptarlos -Noola oyó que su marido gritaba-. Si no, él, será insultado. ¿Verdad, Manoli? Manoli, dale, no te importa lo que diga, ella demasiado cumplimentera, estilo americano. ¡Dale!
Noola apresuró el paso. Mientras bajaba por la calle oyó la cascada de elogios y los «ohs» y «ahs» de Ethel, las explosiones de risa y los gritos de sorpresa, en homenaje a Ethel.
¿Eran sinceros? ¿Estaba Ethel realmente tan complacida? Al parecer, su nuera era experta en aceptar regalos de tal modo que el donador se sintiera feliz.
Noola decidió realizar sus compras en otra parte de la ciudad.
La brisa arrancaba destellos del agua y el sol era caliente. Una procesión triunfal estaba entrando en la calle del muelle por la ribera del río Anclote. La gente acudía a las ventanas para verla pasar, los comerciantes abandonaban sus puestos de negocio, los jugadores de cartas, manteniendo las manos contra el pecho, acudían a las puertas de los bares, los marineros surgían de las bodegas de sus barcas pesqueras. Hasta los turistas, sin comprender nada, se detenían y observaban.
Costa, llevando la bolsa que le habían dado para transportar sus adquisiciones, caminaba lenta y gravemente al lado de Ethel y no un paso al frente como hacía con Noola. Estaba pendiente de Ethel, protegiéndola, mientras señalaba puntos interesantes y hacía presentaciones. Alrededor y detrás de ellos, iban los curiosos y los ociosos, chicos demasiado jóvenes para trabajar, antiguos residentes demasiado viejos, y también aquellos que tenían trabajo por hacer pero ninguna prisa por hacerlo aquel mismo día. Un hombre negro y viejo que hablaba perfecto griego, se unió a ellos y llevaba los regalos más voluminosos. Los perros protegían los flancos.
Cualquiera que ese día no conoció a Ethel, quedó marcado como un ciudadano de segunda clase.
– Mi hijo, el oficial, su esposa -decía Costa.
Todos escuchaban atentamente cualquier cosa que Ethel pudiera decir, con ese tipo de atención que nadie merece, reían más de lo que ella merecía, y comentaban continuamente y en dos lenguajes la gracia y el ingenio de la chica, y su profundo conocimiento. ¡Qué dulce es, gorgoriteaban, cuánta modestia, cuánta corrección! A juzgar por sus maneras, hubiera podido ser una chica griega. Finalmente fue éste el cumplido que le dedicaron.
Era evidente que había una persona ante la cual Costa deseaba exhibir a Ethel. Estaba de pie frente a su tienda para turistas; era un hombre más alto, y, aun a esa distancia, más descomunal que Costa. Era la figura fascinante del lugar.
– Ethel -dijo Costa-, te presento a Johnny Conatos. Johnny, aquí mi hija…
– Hija política -dijo Ethel-. Me alegro mucho de conocerlo míster…
– Conatos, Johnny Conatos. Hola, jovencita. De modo que tú eres ésa de la que todos hablan. No me extraña. Una chica bella, Costa.
– Mi hijo, Teddy, ¡sabe escogerlas! Ethel, ahora hablas con el auténtico número uno de los buceadores de los viejos tiempos, Tarpon. No yo. ¡Este hombre, aquí, Johnny Conatos! Hombre famoso. Estuvo en una película de Hollywood, allí todos lo conocen, de costa a costa.
– También tú eras uno de los buenos ahí abajo, en el fondo -dijo Johnny.
– ¿Cómo está Virginia, Johnny, chico? -preguntó Costa. Se volvió a Ethel-. Su esposa, mujer buena.
– Hace poco estaba aquí -dijo Johnny-. Ahora ha ido a casa a preparar la comida. ¿Cómo está Noola? -Se volvió a Ethel.- Buena mujer -dijo.
– Así es ciertamente -dijo Ethel.
– En casa preparando comida -dijo Costa.
– ¿Y cómo le va a Teddy en San Diego?
– ¡Bien! ¡Maravilloso! -Costa se volvió a Ethel. – El hijo de Johnny fue al mismo lugar.
– Así es como a Teddy se le ocurrió -dijo Johnny.
– Oh, él tuvo idea por sí mismo, de acuerdo -dijo Costa.
– Solía adorar a mi hijo Michael como a un héroe -prosiguió Johnny-. Todo lo que hacía Michael, Teddy lo repetía. Si Michael llevaba cierto suéter, esperaba una semana y se veía a Teddy llevando el mismo suéter…
– Por el amor de Dios, Johnny. ¡Teddy podía escoger su maldito suéter!
– Solía seguir a mi hijo por aquí como un perro.
– ¡Vamos, Johnny, vamos, vigila lo que dices!
Pasó una oleada de turistas, del Medio Oeste, los hombres cargados con cámaras fotográficas, y las mujeres recién salidas de debajo los secadores de pelo.
– ¡Turistas! -exclamó Costa malhumorado-. Como moscas caen aquí. Kansas City, Kansas City, Madzouri, Johnny, ¿como hombre, cómo puedes vivir aquí, toda la ciudad hecha un infierno, turista, turista, turista?
– Vivo de ellos -dijo Johnny. Se volvió hacia Ethel-. Pero deberías haber visto este lugar en los viejos tiempos, jovencita. Doscientos botes esponjeros atracados a la orilla del río. Y los hombres. -Hizo un gesto a Costa con el puño, hacia sí mismo después y le dio entonces un buen golpe a Costa.- ¡Como nosotros! No como éstos…
– Skoopeethi -dijo Ethel-. Significa «basura».
– Así es, jovencita. Eh Costa, una chica lista. Me gusta.
– ¿Por qué no te trasladas donde estoy yo? -dijo Costa-. Allí muy bello, no se oye un ruido.
– Porque cuando no oigo un ruido no tengo pan en la mesa. Tengo grandes responsabilidades, Costa. No como tú. Tengo tres hijos. Tú uno. Cinco nietos. Tú nada. Sin querer ofender, perdóname, jovencita. ¡Me refiero hasta el momento!
– No te preocupes por eso -dijo Costa-. Verdad, Ethel, muy pronto, ¿verdad?
– No me preocupo por esta chica -dijo Johnny-. ¡Desearía ser otra vez un hombre joven, con esta chica aquí!
– Algunas veces yo pienso lo mismo allí -dijo Costa.
– Entonces deberías haberlos visto -dijo Ethel-. Noola, reían y se daban golpes mutuamente, esos dos vejestorios. Estaba temiendo que en cualquier momento se abalanzarían contra mí.
Ethel estaba desembalando un regalo bastante grande, una figura tallada de Cristo, cuyos ojos seguían a los pecadores de un lado a otro.
– ¡Oh, mira! No sabía que me hubiera dado eso, Noola, ¡mira!
– Esto es para recordarte que El está vigilándote cada minuto, de modo que vigila lo que haces -dijo Costa-. Noola, comamos, por amor de Dios.
Noola estaba en el fogón, poniendo la cena en una fuente; era cordero asado con tomates y quingombó.
– Siéntate, pues -dijo Noola.
– Y nos han dado… mira, Noola… tres clases de naranjas, esa mujer de la hacienda limonera…
– Grace -dijo Noola-, ese caballo enorme. En otro tiempo su amiga.
– ¡Calla! Noola, no hablemos de estas cosas en la mesa.
– Y toronjas también -dijo Ethel-. No debía haberlas aceptado todas.
– Le has hecho un favor -dijo Costa-. Algún día presumirá de esto. ¿Dónde está el yogur, Noola? Ethel, siéntate aquí. No comeré si tú no te sientas antes.
Ethel se sentó, pero no comió. Estaba mirando el contenido de una vieja caja de zapatos.
– Comed ya -dijo-, no me esperéis. Noola, por favor, siéntate.
Noola no se sentó. Había llenado el plato de Ethel con quingombó y cordero.
– ¿Quieres yogur encima o al lado? -preguntó.
– ¡Fijaos en éstas! -exclamó Ethel-. Todos me han dado fotografías de Teddy cuando era un muchacho. ¿Qué me has dicho? ¡Le ponéis yogur a todo!
– Da fuerza -dijo Costa.
– Noola, aquí hay una de ti… pareces tan joven. Aquí, ¡mira!
– Después. Ahora come tu cena.
– Oh, esto es maravilloso, simplemente maravilloso. Noola, por favor, siéntate.
– Voy a buscar el arroz.
– ¿Pero, cuándo comes tú?
– Cuando nosotros terminemos -dijo Costa.
– ¿Es que Teddy esperará que yo haga eso también? -Ethel preguntó, como en broma.
– Espero que sí -respondió Noola.
– Demasiado caluroso este maldito traje negro, Noola, por amor de Dios, ayer sudando como un cerdo. Dame algo ligero hoy. ¡Noola!
Así comenzó el segundo día de la luna de miel.
– Costa, escúchame, mientras ella duerme todavía vayamos hasta el agua y limpiemos los botes. Están sucios. La gente que ayer los alquiló, tenías que verlos, gorilas.
– ¿Quieres que apeste a pescado todo el día? ¿Es ésa tu intención?
Costa no se había acercado a «Las 3 Bes» el día anterior.
– Muy bien, lo haré yo misma -dijo Noola-. No me has preguntado lo que dijeron tus amigos de infancia en el Banco.
– ¿Y qué importa? ¿Qué?
– No. Dijeron que no.
– Ese hombre, Mavromatis, no es un banquero de corazón. El Gobierno de los Estados Unidos debiera mandarlo de vuelta a Kalymnos. Me da cinco mil asquerosos dólares y ahora quiere ocho mil e insulta a mi esposa también.
Cuando Ethel entró, besó a Costa, que le había ofrecido la mejilla.
Noola se dio cuenta de que Ethel tocaba continuamente a su marido.
Tan pronto como la pareja hubo salido, Noola se acercó a la ribera con un cubo, una escoba vieja y un cepillo de mano de cerda dura. Los botes estaban nauseabundos con los restos de carnadas, los desechos de las comidas a bordo, latas de cerveza y colillas, y en el Boston Whaler, vómitos.
Noola se arremangó el vestido y estuvo fregando hasta dejarlos limpios.
Ethel, entretanto, fue llevada a dar un paseo por el río. Se le enseñó el lugar en donde los botes de los buceadores solían atracar, cincuenta o sesenta en hilera. Sus nombres eran un collage: el Eleni, el Anlromache, el Poseidón, el Venizelos, el Eleftheria, el Nereus y Symi, el General Van Fleet, todos recordados con una especie de veneración, como el recuerdo de muchachas bellas y bien disciplinadas.
Durante la «gran» guerra, uno de los botes fue llamado Joseph Stalin, pero fue corregido más tarde.
Siguió un refrigerio en grupo. Mientras comían la salpa frita, un tal Aleko Iliadis, un tipo cincuentón de rostro astuto que no hacía nada en un día que no hubiera hecho el día anterior, incluyendo el ir a las carreras cada tarde, les ofreció su auto y sus servicios como chófer. La llevaría a las carreras, dijo a Ethel, y por el camino la deleitaría con la gloriosa historia de los griegos en Tarpon Springs.
– Debe ganar todas las carreras -avisó Costa al hombre.
Ethel apostó de capricho en ocho carreras, ganó dos, y no perdió en ninguna… que ella supiera.
En el camino de regreso quedaron encallados en un embotellamiento de tráfico y Aleko aprovechó la oportunidad para ponderar los logros de los primeros pioneros que pusieron el pie en el golfo de México, y siguieron adelante, a pesar de la hostilidad y los contratiempos, hasta conseguir una fortuna.
– ¿Y usted? -le preguntó Ethel.
– Yo desperdicié mi vida -dijo- felizmente. Ese fue mi talento.
Aleko preguntó a Ethel en un susurro si querría hacer el honor de visitar a su amiga.
– Está en Clearwater -le dijo-. Estamos cerca.
A Costa no le gustó la idea, pero finalmente accedió.
– Hombre casado -murmuró en la oreja de Ethel-. Maldito idiota. Por eso lo llaman el Levendis. Aleko el Levendis. Significa vivir únicamente para el placer. ¡Bastardo!
Se detuvieron frente a una casa en una vecindad de construcciones idénticas. La «amiga» resultó ser una agradable cincuentona. Tenía hijos mayores, fruto de un matrimonio anterior con un cantante de ópera, un bajo que la había abandonado para dedicarse a un nuevo campo, una graciosa del teatro de dieciocho años.
Aquello había sido perdonado. Lo que contrariaba a la dama era que su placentero amante no se hubiera divorciado de su mujer para casarse con ella. Empezaba a convencerse de que jamás lo haría.
Después de saborear algunas cucharadas de cerezas confitadas acompañadas de vasos de agua, Aleko el Levendis llevó a su amiga junto al piano, en donde ella desplegó una encantadora voz, fina pero auténtica, una voz del mes de mayo. Su amante la condujo a través de Dalla Sua Pace. Mientras ella hacía honores a Mozart, Aleko la miraba por encima del teclado, y en sus ojos había el testimonio de un sentimiento genuino, casi una especie de adoración. Era evidente que amaba a esa mujer… por lo menos cuando ella cantaba.
Ethel rompió en un llanto incontrolable, alargando su mano para aprisionar la de Costa. Escucharon La Paloma, también unidas sus manos.
– Está pensando en su marido en California -dijo Costa.
– Ni tan siquiera tengo una sola razón para llorar -dijo la soprano.
– ¿Por qué no os casáis vosotros dos? -suplicó Ethel-. Quiero que os caséis.
– Vamos, Costa, vamonos -dijo Aleko, mirando su reloj.
– Entras, te santiguas, y ahora quieres irte -se lamentó la mujer.
El Levendis hizo salir a Costa.
– Ha arruinado mi vida -la amiga cincuentona dijo a Ethel cuando ellos se marcharon-. Dile que se case conmigo. A lo mejor a ti te escucha.
Ethel la abrazó y le dijo que haría todo cuanto pudiera.
– ¿Cómo he podido arruinar su vida? -preguntó Aleko mientras regresaba a la carretera de Tarpon-. Ya estaba arruinada no sé cuántas veces cuando nos conocimos.
– Pero tú le diste esperanzas -dijo Costa.
– Es verdad, le he hecho ese contrafavor.
– Le contaste mentiras, maldito idiota.
– Pero la verdad es lo que ella ha dicho: su vida está arruinada, mi vida está arruinada. Dime, ¿hay alguien cuya vida no esté arruinada?
– Mi hijo -respondió Costa-. Su vida no lo está.
Cuando llegaron a casa, Noola ya tenía preparada la cena.
Aleko besó la mano de Ethel cuando se separaron.
– Deja esas tonterías -dijo Noola-. Ve a casa, Levendis. Tu mujer te está esperando.
Teddy llamó aquella noche.
En su conversación no hubo nada dramático.
– Tu madre va a enseñarme a cocinar -dijo Ethel.
– ¿Cuándo volverás? -le preguntó Teddy.
– Ya te avisaré – respondió Ethel-. Me gusta estar aquí. Es tan tranquilo… y quiero mucho a tus padres. Gracias por tus padres.
– ¿Me amas? -preguntó Teddy.
– Oh, sí, sí -dijo Ethel-. Créeme. Espera: tu padre quiere hablar contigo.
– Hola, chico, Teddy -dijo Costa. Escuchó entonces, sonriendo y moviendo la cabeza hacia.Ethel-. No te preocupes, no te preocupes ahí -dijo Costa-. Cuidamos bien de ello, aquí está tu madre.
Noola habló en griego en un susurro.
– Tu hijo parece preocupado -le dijo a Costa cuando colgó el teléfono. No miró a Ethel.
Ethel se ofreció, como la noche anterior, a ayudar a lavar los platos. Esta vez, cuando Noola rehusó, lo hizo como una repulsa. Noola evitó sus ojos.
Frente al aparato de televisión había dos butacones con un tapizado grueso. Aquélla en que Costa acomodó a Ethel tenía los muelles rotos, lo que hacía parecer mucho más altas sus bandas almohadillas. El butacón de Costa era igualmente profundo, pero él lo llenó con su corpulencia.
Los disparos -en la televisión había una película del Oeste- no mantuvieron despierto a Costa. Ethel ya conocía su hábito ahora: tres cervezas acompañando a una pesada comida, y su primera hora de sueño hundido en su butacón.
Cuando Ethel vio que Costa se había dormido se dirigió a la cocina; había notado la hostilidad en el trato de Nooía y deseaba repararla. Apoyada en el marco de la puerta, contemplando a Noola que fregaba los cacharros, Ethel intentó trabar conversación.
– Creo que ya he conocido hoy a todos los de aquí -dijo-. Ha sido como pasear con un dios. Aquí, tu esposo es el amo.
– Puede producir esa impresión.
– ¿Cuál es su secreto? Siempre está seguro de sí mismo.
– Deja las dudas para nosotras.
– ¿Estás enfadada con él esta noche?
– Oh, no, no.
– Ya sé que algunas veces dice alguna tontería, pero… me gustaría realmente descubrir su secreto. ¿Cómo es que él está tan seguro de que tiene razón? ¿Tan seguro de todo? Mi padre es un liombre brillante y se comporta como si estuviera absolutamente seguro de todo, pero cuando se le conoce de verdad, no lo está. Al principio se burló de Costa, pero finalmente…
– Terminado -dijo Noola. Desconectó una luz y puso la mano en el otro interruptor esperando que Ethel saliera de la cocina.
Ethel volvió al butacón que Costa le había designado. Noola se dirigió a la mesita entre los dos butacones, y se inclinó hacia el estante inferior cogiendo una costilla de costura.
– Adivino que estoy en tu butacón -dijo Ethel.
– Quédate ahí. -Noola se encaminó al sofá, sentándose bajo la fotografía oficial de la graduación de su hijo. Colocó un huevo de madera dentro de la media blanca de hilo grueso que iba a zurcir. No dijo palabra.
Ethel tuvo tiempo de examinar la habitación. A cada lado del sofá en donde estaba sentada Noola había dos muñequitas pintadas. En la pared, detrás de Costa, que dormía, había una gran fotografía retocada en colores de Teddy en el día de su graduación, con sus padres de pie a cada lado, orgullosamente erguidos. En la mesita, entre el padre dormido y ella misma, había dos grandes álbumes de fotografías: la carrera atlética de Teddy en la secundaria. Detrás de ellos una Biblia oprimida entre los colmillos de unos exuberantes elefantes de hierro.
Las ventanas estaban cerradas; Ethel había notado que las persianas permanecían cerradas durante el día y la noche.
Intentó de nuevo promover una conversación.
– Estoy agotada -dijo.
– Has caminado mucho hoy. Y ayer.
– No ha sido el caminar.
– ¿Ah, no? ¿Y qué, entonces?
– Todos esos elogios, una tensión. No soy tan encantadora como toda la gente cree que soy.
– Nadie lo es.
– He estado fingiendo. Todo el día.
– ¿Por qué lo haces?
– Me han criado de esa manera. Mi madre. Esa es otra de las razones por las que admiro tanto a Costa. Siempre se muestra tal como es.
– La próxima vez sé tú misma.
– Entonces no voy a gustarles.
– Probablemente no.
Ethel esperó, pero Noola no añadió nada más.
«Seguro -pensó Ethel- que está muy enfadada conmigo.»
Ethel observó también, con todo lo demás, que el aire estaba enrarecido. ¡No era de extrañar! Ni una ventana abierta. Hubiera querido salir. El día no había terminado todavía. ¿O sí? ¿Ahora? ¿A las nueve? Pero, ¿adonde iría? ¿Y cómo explicaría su impulso a esa mujer, ahí sentada, tan hermética y silenciosa?
¿Y por qué demonios sentía la necesidad de excusarse por todo ello?
– Deseaba tanto que me aceptaras bien, Noola -dijo.
– Nunca me apresuro -dijo Noola. Sin añadir nada.
Ethel se sintió atrapada entre el grueso tapizado de los costados de su butacón, invadida por las imágenes de la televisión. ¿Cómo escapar? Olvidando.
«Bueno, maldita sea, di algo -pensó Ethel-. Vaya carácter -pensó-. Cuando se irrita, lo disimula.»
– Bueno, ¿y Teddy? ¿Qué dijo Teddy? -Ethel lo intentó una vez más.
– Está bien. -Noola miró a su marido dormido.
– ¿Está preocupado? -persistió Ethel.
– Bueno, eso sería natural, ¿no crees? -dijo Noola-. Dice que te fuiste sin decírselo. ¿Por qué?
«Cristo, no puedo explicarle el porqué», pensó Ethel.
Costa roncaba ligeramente. Ethel se volvió para mirar aquel corpulento hombre dormido, observando el movimiento de su pecho al respirar.
– ¿Por qué no estás con él? ¿Por qué estás aquí? -preguntó Noola.
No había alzado la mirada del huevo de madera sobre el que estaba zurciendo el grueso calcetín blanco de su marido.
– Para conoceros mejor -dijo Ethel.
Noola miró entonces a la joven y le dijo:
– Mis hombres, son como niños, no saben nada. Pero yo fui a la escuela en Asteria, Queens, y yo sé que ninguna mujer deja a un hombre, aunque sea un solo día, sin una razón mejor que ésa.
«Un lenguaje directo -pensó Ethel-. Muy bien.»
– No quiero estar en la Marina -dijo.
– ¿Qué es lo que quieres?
– Quiero ser como tú.
Noola se echó a reír.
– ¿No me crees?
– Te creeré cuando te crea.
– ¿Qué significa eso?
– Tú estás hecha de un material diferente al mío. No sé cómo o por qué, pero sé que eres diferente. No te comprendo.
– Nunca tuve una familia. Quiero vivir en una familia.
– Tened hijos. Construye tu propia familia.
– Ahora en la Marina es posible hacer eso. Pero, ¿es lo más conveniente? Cuando tengamos hijos no quiero trabajar.
– No me importa -dijo Noola- que estés o no estés en la Marina. Pero si haces algo que pueda herir a mi hijo, nunca te perdonaré.
– Estoy intentando ser… -Se detuvo.
– ¿Qué? Eso es lo que yo no entiendo. Dime la verdad.
– Lo que él quiere realmente.
– Así lo espero. Es un buen muchacho y no merece ser herido.
– ¿Y quién va a herirle? -exclamó Ethel. Se forzó a hablar más tranquilamente-. Teddy es tan bueno que no me ha pedido que sea lo que él realmente desea… alguien como tú.
– Tú crees que puedes ser eso para él… ¿Lo que él desea?
– ¿La verdad?
– Si la conoces y puedes expresarla.
– No lo sé. Algunos días estoy muy desanimada y quisiera romperlo todo. ¿Te has sentido alguna vez así?
– No.
Costa se levantó de pronto y se fue a la cama. Noola lo siguió. Ethel se había sorprendido al ver que míster y mistress Avaliotis dormían en cuartos separados, como sus propios padres.
Al día siguiente, Noola vino más temprano de la tienda e introdujo a Ethel en la cocina griega. La enseñó a preparar su propio yogur, a rellenar zucchini tiernos con cordero (¡nunca buey!), cómo preparar el arroz para que quedara seco, cada grano separado, cómo preparar sopa de huevo y limón y café turco.
Ethel tomó notas en una libreta y al principio Noola parecía animarla. Pero eso no duró. Estaba cumpliendo únicamente con su deber, pensó Noola, y le resulta un endemoniado esfuerzo.
Noola causó inquietud en Ethel.
Ethel causó inquietud en Noola.
Quedó fascinada con la rolliza barriga de su suegra. La imaginaba desnuda. ¿Llevaría Noola alguna especie de corsé o faja? Esa acumulación de grasa y carne parecía tan bien empaquetada, con una forma tan igual y simétrica… Como las pantorrillas firmes de la danzarina, el antebrazo supermusculoso del profesional del tenis, el caminar de puntillas, como los palomos, del vaquero, o la espalda doblada de la viuda, aquella exageración abdominal era reflejo de algo: de la sumisa ama de casa.
¿Era aquello lo que todos ellos querían que ella fuese?
¿Era aquello lo que ella quería ser?
Al día siguiente, Ethel anunció que aquella noche ella prepararía la cena.
Insistió en hacerlo todo sola: la compra, a pie, la preparación y sazonado de la carne para rellenar los zucchini tiernos, el guisado de los pedazos de cordero en aceite de oliva, cebollas y tomates antes de añadir las judías verdes.
Dejó el arroz para lo último.
Agotada y satisfecha -aunque no dispuesta a repetir la experiencia al día siguiente- pidió a Noola que vigilara el arroz, abrió las ventanas de su habitación y se tendió.
El olor de comida quemada la despertó.
Su temor quedó justificado en la cocina. ¡El arroz!
Buscó a Noola en el porche.
– ¿Pero no te ha llegado el olor a quemado?
– No. ¿Qué ha sucedido?
– Se ha quemado el arroz. Está pegado en el fondo de la cazuela.
– Quizás es que no pusiste mantequilla suficiente.
– Puse la que tú me dijiste. Creía que tú ibas a vigilarlo por mí.
– Mira, Ethel, una cocinera nunca debe dejar al cuidado de los otros lo que ha dejado en el fuego.
– Tú querías que se pegara, ¿no es verdad?
Noola se levantó.
– No te preocupes -dijo-. Voy a preparar más arroz.
– Eso es lo que tú querías.
Noola entró en la casa.
Costa no se impresionó con la comida.
– Enséñale más -dijo a su mujer.
– Inténtalo otra vez mañana -dijo a Ethel. Ethel tampoco tuvo gran opinión de esa comida. -Noola, café -dijo Costa.
– Yo lo prepararé -dijo Ethel. Pero Noola ya había ido.
– Deja que lo haga ella -dijo Costa-. Mañana prueba otra vez -repitió.
«¿Una orden o una sugerencia?», pensó Ethel.
– Mañana me voy a Tampa -dijo.
No se le había ocurrido hasta que lo hubo dicho.
– ¿Para qué? -quiso saber Costa.
– Para comprarme un vestido bonito para regresar.
– ¿Qué pasa con ese vestido?
– Quiero tener un aspecto maravilloso.
– ¿Qué diferencia en cómo tengas aspecto? El estará contento de verte.
– ¿Lo crees así?
– Seguro. ¿Qué te pasa a ti?
Ethel ahora dudaba de todo. Sabía lo que estaba aproximándose: uno de sus días malos; ya había estado ahí antes. Problemas.
– Ve a Clearwater -ordenó Costa-. Tampa mala ciudad. Muchas tiendas bonitas en Clearwater. Allí donde ella compró vestido para tu boda. ¿No te gusta ese vestido? ¿Eh? ¡Clearwater!
– Muy bien -dijo Ethel.
«Me iré a cualquier maldito lugar que a mí me guste», se dijo a sí misma.
Al día siguiente Costa se fue apresuradamente a «Las 3 Bes», murmurando algo sobre el cebo vivo que tenía que ser repuesto.
– Noola no entiende eso -dijo malhumorado.
Se había terminado la luna de miel. Noola debió de haber informado a Costa que Ethel había abandonado a su hijo sin ninguna explicación o excusa.
Inesperadamente, Aleko el Levendis apareció.
– Costa quiere que te acompañe hasta el autobús de Clearwater – dijo.
¿Escolta o guardia?, estuvo pensando Ethel.
<a l:href="#_ftnref20">[20]</a> Miembro de la clase baja entre la población blanca al sur de los Estados Unidos. (Nota del Traductor.)