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El autobús estaba lleno. Ethel encontró un asiento junto a la última ventanilla. Un hombre joven que leía un libro, estaba en el asiento del pasillo.
Ethel notó alivio al estar sola, sentirse libre, estar consigo misma; se sintió liberada del confinamiento.
El movimiento del autobús estimuló su cuerpo. Abrió la ventana para recibir la brisa y dejó reposar su cabeza en la parte superior del respaldo. Estiró las piernas y dejó que el autobús la meciera.
Se dio cuenta de que el muchacho junto a ella «accidentalmente» apretaba su rodilla contra la de ella. Pero no movió la suya. Pretendiendo mirar la carretera del otro lado, examinó a su vecino con el rabillo del ojo.
Tenía la nariz larga y los ojos bastante juntos. Por debajo del labio superior veía los extremos de sus dientes superiores frontales. Estaba dejándose el bigote. Ethel esperó que él la mirara.
Pero él no lo hizo. Prefería ser culpable.
Ethel sabía por qué ella apretaba su rodilla contra la de él. Se sentía perversa. Quería saber hasta dónde llegaría él. Ese muchacho era patético, ¡mendigar las migajas de aquel modo! ¿Qué mujer respondería a aquello?
¡La rodilla del muchacho estaba temblando!
Si ese chico tenía tan poca confianza en sí mismo, lo que ella estaba haciendo destruiría lo poco que él tenía. Era mejor que se detuviera inmediatamente.
Ethel se levantó. El autobús había llegado al cruce en donde la carretera de Tampa se desvía a Clearwater.
Hasta aquel momento, Ethel había tenido intención de ir a Clearwater.
– Perdóneme -dijo.
– Seguro -dijo el joven. Se aclaró la garganta. Dijo otra vez-: Seguro -y sonrió sin mirarla.
Ethel cruzó la carretera hacia donde el tráfico se dirigía a Tampa. Pensó compasivamente en el muchacho del autobús. ¡Cuan solitario debía de sentirse ahora! Pensó si habría tenido una erección. Ethel sabía que el movimiento de un autobús podía causar eso a un hombre joven.
La había afectado.
El día era caluroso, y se preveía más calor.
Decidió hacer autostop hasta Tampa.
¿Por qué se sentía de esa manera? Aquel muchacho no tenía ningún atractivo, no podía ser por él. Lo que había sucedido estaba enteramente dentro de su propio cuerpo, dentro de Ethel.
– Dios. -Respiró hondo. – ¡Oh, Dios!
¿Qué necesitaba? ¿Qué buscaba? Algo que ella misma no lograba comprender.
Sabía que si Noola la viera ahora con el pulgar alzado, pidiendo a cualquiera y a todos que la recogieran, Noola no sentiría ninguna compasión. El hecho simple era que Ethel no gustaba a Noola pero sí a Costa. Bueno, siempre había gustado más a los hombres que a las mujeres. Noola sólo era capaz de pensar en su hijito Teddy. Una manera segura de arruinar a un hijo.
Bueno, ella también sería así, si alguna vez tuviera un hijo.
Noola le había preguntado lo que Costa no se había atrevido… o no supo cómo hacerlo: ¿usaba algún contraceptivo?
– Tomo la pildora -respondió ella.
Noola había sacudido la cabeza.
– No quiero tener un bebé en la Marina -explicó Ethel por tercera vez. ¿Por qué no podía Noola comprender eso?
– ¿Cuándo, entonces? -había respondido. -Cuando la deje.
– Eso puede significar mucho tiempo.
– Lo hemos discutido -había dicho Ethel-, y Teddy está de acuerdo.
– Teddy está de acuerdo, pero Costa se está impacientando.
Eso rompió el hielo y ambas se echaron a reír.
Después, Noola la acompañó a la puerta de la habitación y allí remachó el argumento.
– Quizá sería mejor si tú estuvieras fuera de la Marina, como dices. Pero ahora él está allí. Y tú deberías estar en el mismo lugar. Es muy peligroso que los casados vivan aparte.
En fin, qué demonios podía responder Ethel a eso, excepto lo que hizo:
– Buenas noches -dejando que Noola cerrara la puerta detrás de ella.
Un auto se detuvo junto a Ethel. Era una camioneta de transporte. Eso ofrecía seguridad, pensó Ethel.
El conductor era un hombre alrededor de los treinta, un latino, pero no mexicano como los que ella había visto alrededor de Tucson, sino puertorriqueño, o quizá cubano, algo parecido.
Parecía haberla recogido para regañarla.
– ¿Qué es lo que demonios estás haciendo pidiendo que te lleven de esta manera? ¿No sabes que puedes tener problemas pidiendo que te lleven? ¿Qué es lo que te pasa?
– ¡Oh!
– ¿Oh, qué? ¿Qué significa «oh»?
– Lo que quiero decir es que tú no pareces ese tipo de persona.
– ¿Y cómo lo sabes? No lo soy, pero, ¿cómo demonios lo sabes tú?
– Mirándote. Puedo adivinarlo.
– ¿Estás tratando de decirme que cuando me viste acercándome por la carretera con el sol en mi parabrisas podías adivinar qué clase de persona era yo? ¿Qué crees tú, que soy idiota?
– Claro que no pienso eso.
– ¿Y tú qué eres, de todos modos… una especie de vagabunda?
– Déjame bajar aquí, por favor.
– Aquí no puedo parar. Te dejaré en el próximo semáforo; allí hay una parada de autobús. ¿Vas a Tampa?
– Creo que sí.
– ¡Tú lo crees! ¡Jesucristo! ¿Para qué vas a Tampa? Es una ciudad muy mala.
– De compras.
– ¿Para qué?
– Un vestido nuevo. Vaya, eres muy curioso.
– Bueno, pues tomas un autobús, ¡oyes!
– Sabes, no todas las que recoges son vagabundas.
– Tengo mis propias ideas.
– Bueno, pues están equivocadas. Yo soy una mujer casada.
– ¿Y quién no lo está? ¿Y qué tiene que ver eso?
– Mucho.
– A gastar el dinero del marido, ¿eh?
– Es mi propio dinero. Yo lo he ganado.
– ¿Sí? ¿Cómo? De acuerdo, de acuerdo. Tú lo ganaste, y no importa cómo. ¿Y qué va a pensar tu marido de lo que haces? ¿Va a gustarle?
– No lo sé.
– ¿Sabe él que estás haciendo esto?
– Hoy lo he hecho por casualidad. Mi marido confía en mí.
– No es una cuestión de confianza. Soy yo, el tipo que te recoge. ¿Y qué? ¿Confías en mí?
– Ahora sí.
– Bueno, esta vez has acertado, pero…
– La gente generalmente no te molesta, a menos que tú les des pie.
– ¿Qué es lo que pasa contigo… no lees los periódicos?
– No estoy interesada en política.
– ¿Y quién habla de política? ¿Es que no lees lo que está sucediendo? Todos se están volviendo locos en este país. Aquí, ¡lee!
Le dio el periódico sobre el que él estaba sentado. Ethel lo cogió pero no lo miró.
– ¿Puedo preguntarte de dónde eres?
– Santurce.
– ¿San…?
– ¿Eres tan estúpida que no sabes en dónde está Santurce?
– Soy bastante tonta en cuanto a geografía, sí.
– ¿Qué eres?
– Enfermera.
– ¡Enfermera! ¡Dios mío! ¿Ves lo que yo quiero decir, lo que está sucediendo? ¡Una enfermera! Haciendo autostop. ¡Jesús!
– No he tenido ocasión de viajar mucho.
– ¿Has oído hablar de Puerto Rico?
– Naturalmente que he oído cosas de Puerto Rico. No soy tan tonta.
– Cualquiera, quiero decir una chica sola, que espera en una esquina… Si yo fuese tu marido, ¿sabes lo que haría contigo?
– Bueno, es mejor que lo dejemos correr.
– Te llevaría a casa ahora mismo y te daría una paliza.
– ¿Estás casado?
– Claro que estoy casado. Pero mi esposa, también se volvió loca. Todo el mundo se vuelve loco. Especialmente las mujeres. ¡Zorras!
– No me hables de ese modo; no tienes ningún derecho.
– Tengo derecho sobre cualquier persona que hace autostop en la carretera.
– ¿Qué le sucedió a tu mujer?
– No quiero hablar de ella. Se fue a casa. Quiere a su papi más de lo que me quiere a mí.
– Bueno, es bonito amar a los padres, pero no más que al marido.
– Para cambiar, tienes razón.
– ¿Por eso te dejó realmente?
– Bueno, ¿por qué otra cosa crees tú?
– No lo sé. Te lo he preguntado.
– No le gusta estar aquí. Nunca pudo hacer amigos, dice ella, no tiene con quién hablar, dice ella. Yo le dije que no puedo ganarme la vida en Santurce. Aquí a lo mejor puedo hacer algún ahorrillo.
– Tú pareces ser… esta camioneta es bonita.
– Me defiendo muy bien, no te preocupes. Excepto hoy. Hoy es un fracaso. Huevos de ganso, ¡cero!
– Lo siento.
– Quisiera matar a todos hoy.
– ¿Por eso has sido tan malicioso conmigo?
– Sólo he tratado de hacerte entender lo peligroso que es lo que estás haciendo. Por tu propio bien.
– Oh, claro. Bueno, gracias.
– Me has encontrado en un mal día.
– Ya puedo verlo. ¿Qué ha sucedido?
– No te importa. Mira atrás.
Ethel se volvió en su asiento y miró a través de la ventanilla de la cabina. Se volvió después y miró al hombre. Miró sus manos en el volante. Eran fuertes y pesadas. Corno las manos de Costa.
– De acuerdo.
– ¿De acuerdo qué? -Ya he mirado.
– ¿Has visto esas barras de ventana?
– ¿Es eso lo que son?
– Eres estúpida. Aun siendo mujer. ¿Qué es lo que te parecieron?
– Barras de ventana, ¿no?
– Claro. Ese es mi negocio. Mira.
Alargó la mano hacia un gancho sobre el parabrisas y cogió una factura que dio a Ethel para que la leyera.
Ethel leyó en voz alta.
– «Julio Ramírez»…
– Dilo bien, Ju-li-o, por el amor de Dios. Dilo bien.
– Julio Ramírez. Herrajes. Trabajos por encargo. -Sigue. Lee el resto.
– Rejas para porches, barras para ventanas, parrillas, por encargo, barandas de balcones, escaleras… -Esa es mi especialidad. -¡Noventa y nueve dólares! ¿Es eso por…? -¿Te parece un montón de dinero?
– No lo sé.
– Tal como lo has dicho, pensé que quizá…
– No, no…
– Es muy barato por el trabajo que hago. Mira eso de ahí.
– Veo que ahí hay mucho trabajo.
– Tengo muchos encargos, y eso es la prueba. Tengo encargos p.ira seis meses. Ahora estoy haciendo una escalera muy bonita, curvada, como si pudieras subir al cielo con ella. Pero la mayor parte de mi trabajo son barras de ventana. ¿Sabes?, en ese país, ahora, hay muchos criminales. Como en Puerto Rico. Ahora la gente está haciendo lo que es necesario… poner barras a todo lo que esté a ras del suelo.
– Ya entiendo lo que quieres decir.
– ¿Lo que quiero decir? Tú no sabes lo que yo quiero decir. -Bueno, quizá no exactamente.
– Entonces, ¿por qué lo dices?
– Quiero decir sobre el mundo lleno de gente infeliz. Entiendo lo que tú quieres decir sobre eso.
– No infelices únicamente. Mentirosos, ladrones, gente terrible. Criminales. Como ese hombre -señaló el cargamento a su espalda- que han entrado cuatro veces en su casa. Se va a pescar, vuelve a casa, y la televisión ya no está; se va a las carreras con su mujer, y el secador de pelo desaparece. De modo que ha venido a mi taller. Le he enseñado lo que he estado haciendo para ese otro tipo y me ha dicho que de acuerdo, que lo haga también. De modo que hoy voy ahí para colocar esas barras y el tío me dice: «¡Llévatelas de aquí! ¡Con eso mi casa parecería una prisión!», me ha dicho.
– Ya entiendo.
– Tú no entiendes nada. De modo que yo le digo: «Usted las encargó, y aquí están.» Y él dice: «No quiero vivir en una prisión. Prefiero que me roben cada día.»
– Entiendo.
– ¿Qué? ¿Qué es lo que entiendes?
– Eso de vivir en una prisión.
– ¡Tío lechuzo, él las encargó! ¡Yo le enseñé cómo serían! -Entiendo lo que quieres decir.
– Una mierda tú entiendes, y perdóname. Pero ¡nada! ¡Nlente! ¡Nada! Eres tan boba… «Usted vive en una jungla -le dije a ese hombre-. ¿Qué es lo que quiere usted? No puede dormir, tiene un aspecto terrible, con ojeras. Cuando yo ponga esas barras en sus ventanas usted y su esposa podrán dormir bien, para cambiar, vale noventa…»
– Lo sé. El dormir lo es todo.
– Qué tonta eres… ¡Las chicas americanas sois tan tontas!
– ¿Son más listas las chicas de Puerto Rico?
– No, son peores. Quieren a sus papis más que a sus maridos.
– Así que, ¿por qué me recogiste?
– Pero, por lo menos, a ellas las tenemos a raya. No verás a ninguna chica de la isla haciendo autostop. ¿Lo entiendes?
– No supiste tener a tu esposa a raya, me parece, y perdóname.
– No juegues conmigo, jovencita, ¡no te burles de mí!
– No estoy burlándome…
– Debería llevarte a casa y darte una buena paliza para que no fueses por ahí haciendo autostop. No quiero que hagas eso nunca más, nunca más.
Ethel miró otra vez por la ventanilla de la cabina.
– Haces un buen trabajo -dijo Ethel.
– ¿Y cómo puedes decir eso? ¿Qué sabes tú del buen trabajo?
– Las miro y veo que es un buen trabajo.
– Deberías ver la escalera que estoy haciendo. Entonces sí que tendrías razón. Eso no es nada, eso que hay ahí. ¡Pesado! ¡Torpe! ¿Cómo demonios se puede hacer un trabajo artístico con barras de ventana? El hombre tenía toda la razón en no quererlas delante de sus ventanas. Las hice demasiado gruesas.
– Eso está bien.
– ¿Qué es lo que está bien?
– Que admitas eso, y que te fueses.
– Yo no me he ido. Son lo bastante buenas para él. Parece un puerco, deberías verlo, un hombre gordo y pesado; esas barras son perfectas para él.
Ethel soltó la carcajada. Ese tipo la divertía. La liberaba de sus preocupaciones.
– ¿De qué te ríes ahora? -le preguntó él.
– Del modo que hablas. Eres un artista, tienes razón.
– ¿Cómo lo sabes?
– ¿Puedo ver cómo trabajas?
– ¿Qué?
– Me gustaría…
– No.
– Sólo un ratito.
– ¿Qué es lo que estás tramando?
– Nada. Creo que ese trabajo es bello, del modo que esas barras están torcidas.
– Pensaba que a lo mejor tenías alguna otra intención.
– ¿Otra intención? ¿Oh, eso? No, yo no hago eso.
– Porque yo no tengo tiempo para esas cosas.
– Lo sé.
– Y no me gusta… -se interrumpió.
– ¿Qué? ¿Qué es lo que no te gusta?
– Las chicas frescas. ¿Lo entiendes, lista?
– Yo no soy una chica fresca.
– Todas las chicas de aquí vienen a mi taller, y dan vueltas, dan vueltas… ¿Qué demonios queréis?, grito yo. «Nada -me responden-. Nada. Sólo miramos, ¿de acuerdo?» ¿Sólo miran? Y una mierda, hombre.
Observó entonces que Ethel estaba llorando.
– ¿Y ahora qué es lo que te pasa? -preguntó.
– No tienes ningún derecho de ser tan cruel conmigo. ¿Por qué me hablas de ese modo? Yo no te he hecho ningún daño. ¿Cómo puedes ser tan rudo conmigo?
– Lo siento -dijo él- pero, sabes a lo que me refiero, ¿verdad?
– No. No sé a lo que tú te refieres. No me gusta que la gente sea ruda conmigo. No sé por qué la gente no puede ser amable hacia los demás. Ya es bastante difícil vivir sin que, además, haya que soportar siempre esas rudezas.
– Ya puedes decir eso otra vez, nena.
– Así que serás amable conmigo, ¿verdad?
– De acuerdo, ven a verme trabajar.
– No, olvídalo.
– Me gustaría que vinieras a verme trabajar, por favor, ¿de acuerdo?
– Sólo si tú realmente…
– Yo deseo realmente que vengas, ¿de acuerdo?
Ethel no respondió, mirando por la ventanilla del auto.
– ¿Tú eres casada, o algo parecido?
– Ya te lo he dicho.
– Quiero decir la verdad.
– Estoy casada, de verdad.
– ¿Amas a tu marido?
– Mucho, muchísimo.
– Así lo espero.
– Mi marido es un hombre maravilloso.
– Entonces, ¿por qué demonios te deja andar por ahí y meterte en líos?
– Yo no me meto en ningún lío.
– Porque has tenido suerte, porque soy yo, porque yo sé lo que está bien. Pero, suponiendo que fuese otra persona… ¡Bang!
– Si hubiese sido otra persona yo no hubiera ido a su casa… quiero decir, adonde trabajas.
El hombre permaneció silencioso durante algún tiempo, y entonces:
– Es mejor que te apees aquí. Parada de autobús. De acuerdo.
Ethel no respondió.
Apoyó la cabeza en la parte superior del asiento, blando y tibio, cerró los ojos y se dejó llevar por el suave traqueteo de la camioneta.
El hombre no se paró.
Su taller había sido una cuadra de caballos abandonada y convertida después en garaje, y abandonado nuevamente por estar construido de madera y no disponer de los armazones metálicos o del piso de cemento necesario para la maquinaria pesada utilizada en un garaje moderno. Pero el lugar resultaba perfecto para Julio.
Julio trabajaba en una barra de hierro de 4 X 4 que a golpes convertía en piezas planas que cortaba y adaptaba a los lados de su escalera curvada; trabajaba sobre un fuego abierto de carbón, con tenazas y un yunque, un martillo como un puño de metal y un gran depósito de agua. Seguro de su trabajo, ahora presumía un poco ante Ethel.
– Puedo tirar adelante sin ella, ya lo creo. Me refiero a mi mujer. Pero mi chica, echo tanto de menos a mi hija, maldita sea… mi mujer, quiero decir.
Golpeó la pieza, haciéndola cada vez más plana, la sostenía en lo alto, la dejaba de nuevo y seguía golpeando.
– ¿Cómo se llama? -gritó Ethel. -¿Mi hija? Ciela.
– Es un nombre muy bello. ¡Ci-e-la!
– Cierto. ¿Tienes hijos tú? ¡Bom, bom!
– Somos recién casados.
Julio dejó el martillo, examinó la pieza plana y dio su aprobación.
– ¡Ciela! ¿Sabes lo que significa?
– Dímelo.
– ¿Ves eso? -Lo sostuvo en alto para que Ethel lo viera. Estaba al rojo vivo. – ¿Ves esa curva? Perfecta. ¡Uniforme, lisa!
– Es bella.
– ¡Cíela! Cielo. Como si dijeras celestial, ¿entiendes?
– Es bello ese nombre, Ciela. -Después te enseñaré su retrato.
– Pareces acalorado -dijo Ethel-. ¿Quieres que te traiga un trago de agua?
– Sí. Arriba, vivo arriba. Ya puedes subir. No hay nadie.
Mientras Julio trabajaba en otra pieza, Ethel anduvo de puntillas por su alojamiento. Había una cocina pequeña en donde Julio comía, y un dormitorio. La cama estaba por hacer. Ethel la hizo.
Al hacerla recordó que las bragas que aquella mañana se había puesto eran viejas y usadas y se había soltado el elástico.
En el escritorio había la fotografía de una mujer joven, también puertorriqueña, pensó ella, sosteniendo un bebé. Ciela.
– Es una niña muy bonita, ésa de la fotografía -dijo Ethel a Julio cuando le llevó la bebida.
– Sí, una buena niña. Ahora tiene ya cuatro años.
– Tu esposa, ¿tiene la cara bonita? -preguntó Ethel.
– Yo así lo creía. Pero se fue a casa, a la isla. Me dijo: «Cuando ahorres bastantes dólares ven a buscarme; yo estaré allí.» Entretanto he oído decir que está con otro. Las mujeres han de estar con alguien. Así es como son. La verdad es que ella prefiere sus padres a mí. Así, muy bien, quédate con ellos, haz lo que te plazca, sé feliz, como dijiste, con tanta franqueza. ¿Eh? ¡Vigila!
Sumergió en el agua el fragmento de tira de metal trabajada.
Chisporroteó primero y siseó después; después quedó en silencio.
– Muy bien -dijo Ethel.
– ¿Dónde está tu marido?
– En la Marina.
– ¿Te gusta tu marido?
– Ya te lo he dicho. Le quiero. ¿Qué es lo que crees?
– Creo lo que sigo creyendo. ¿Cuándo has de marchar?
– ¿Qué hora es?
– La una. Ahora voy a dejar el trabajo para almorzar.
– Tengo que irme.
– ¿Justo cuando yo paro de trabajar? Espera hasta después del almuerzo. ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
– Me lavo las manos.
Subió la escalera impetuosamente. Los escalones trepidaron mientras él subía.
Ethel sabía que era ahora o nunca.
– Sube -dijo Julio.
Ethel no respondió.
– Vamos, sube, vamos. No dispongo de todo el día…
Costa estaba hablándole.
– Así que, ¿qué has hecho todo el día? -preguntó. La cena consistía en cordero guisado, cubierto de verduras, el inevitable arroz y yogur.
– Me fui al cine.
– Tonterías. -Costa masticaba. – Despilfarro de dinero.
– ¿Qué has visto? -preguntó Noola.
– Frank Sinatra y Cary Grant empujando un cañón por ahí. Creo que se trataba de España.
Ethel no sabía si Noola la había creído. Frente a su marido la mujer llevaba un velo.
Costa comió sin hablar. Ethel observó otra vez sus manos. Eran grandes, pesadas y fuertes como las de Julio.
¿Por qué debería Noola creerla? Ethel había visto esa película hacía algunos meses en San Diego y había observado que se anunciaba en el periódico del día anterior.
¿O fue en el periódico del domingo?
– ¿Qué te pasa Ethel? ¿En qué estás soñando? -Noola ahora estaba juzgándola abiertamente.
– ¿Por qué?
– La manera en que estás mirando, ¿a nada? ¿Qué es lo que piensas?
Ethel confió en que la película la sacaría de apuros. ¿Sabía Noola lo suficiente sobre cine para saber si o no…?
– Estaba pensando en lo agradable que sois los dos -dijo.
– En una familia no son necesarios los cumplidos -dijo Noola-. Además, no somos tan agradables. Nadie lo es.
Ethel alargó la mano por encima de la mesa deslizando suavemente la palma sobre la mano de Costa.
– Me gustan tus manos -dijo-. Me hacen sentir segura.
Costa se encogió de hombros, cogió el hueso de una chuleta y lo mordisqueó.
Tenía que desprenderse de aquel periódico del domingo. Sabía dónde estaba, en el cuarto de estar… sobre la televisión, doblado en la página en donde se anunciaba el programa semanal.
– ¿Cuándo te vas mañana? -preguntó Noola.
– Mi avión sale a las cinco. Costa, a lo mejor podrías llevarme.
– Costa no conduce. ¿No lo sabías?
– Encontré a ese maldito Levendis -dijo Costa sin interrumpir su ingestión de comida.
¿Habría notado Noola su vestido nuevo?, pensó Ethel. Encontró uno muy parecido de forma y color al que Julio había destrozado. Los ojos de Noola no se habían detenido en él. Probablemente no se había dado cuenta.
– ¿En qué estás pensando ahora? ¿Soñando otra vez?
Noola sonreía… ¿afectuosamente?
Ethel no se había dado cuenta del largo rato que había transcurrido en silencio.
– En aquella ciudad hay gente terrible -dijo Ethel.
– Clearwater es una ciudad muy bonita -dijo Noola.
– Muchos griegos allí. -Costa seguía comiendo.
– Estoy hablando de Tampa.
– Te dije que no fueses a Tampa. – Costa cesó de masticar y la miró severamente. – ¿No te dije yo eso?
– Bueno, pues fui. Pero cuando vi la gente de esa ciudad, ¡Dios mío! Tú tenías razón.
– Claro que tengo razón.
– ¿En dónde compraste tu vestido nuevo? -preguntó Noola.
– He olvidado el nombre de la tienda. Justo en medio de la ciudad. Hay una etiqueta en la espalda, si realmente quieres saber dónde.
– No has traído el otro vestido, el que llevabas.
– Lo tiré. Ya estaba cansada y fastidiada de ese vestido. A propósito, ¿quién es san Judas?
Costa partió un pedazo grueso de corteza de pan y comenzó a rebañar la salsa de su plato.
– ¿Quién sabe? -dijo -. Alguna especie de santo romano.
– ¡Oh, san Judas! -había dicho Julio-. ¡Oh, Dios! ¡Madre de
Dios!
– ¿Quién es san Judas? -le había preguntado Ethel-. A los otros dos ya los conozco.
Julio estaba tendido de espaldas y ella apoyada en un codo, mirándolo. Ethel sabía que su expresión expresaba cierta burla porque estaba pensando: ¿cómo es que he venido a enredarme con este hombre?
– San Judas es el santo de lo imposible. Y eso eres tú… ¡imposible!
Ethel, durante la cena, sonrió. Recordó que aquello la había complacido.
– Siempre pensé que era imposible que yo consiguiera una chica como tú -había dicho Julio.
– Yo creo que es el santo de las causas perdidas -dijo Noola.
Mi nueva chica tan bella. -Julio le sonrió. Ya se mostraba posesivo, observó Ethel.
– ¿Por qué has preguntado eso? -dijo Noola.
– ¿Qué cosa?
– ¿Por qué has preguntado sobre san Judas, así, de repente?
– Lo he visto en muchos sitios de Tampa, en los escaparates… retratos y estatuillas y vasos altos de cera de colores, como cirios. Una lamparilla para san Judas. Todos le necesitamos.
– De acuerdo, ¡terminado! -anunció Costa alejando de sí el plato.
– ¿Has terminado? -le preguntó Noola a Ethel. Ethel le entregó su plato.
– No has comido mucho -dijo Noola. Iba a recoger lo que Ethel había dejado en su plato poniéndolo en el suyo para poder apilarlos-. ¿Seguro que has comido suficiente, Ethel?
– Sí -dijo Ethel-. Ya he terminado.
– Yo no he terminado -había dicho Julio -. No te levantes.
– ¿Qué hora es?
– ¿Y qué importa eso? ¿Sabes una cosa? Tienes el coño color naranja. Ya he visto muchos, pero nunca vi uno como el tuyo… de dentro, quiero decir. Y tienes tan poco pelo ahí, como una niña, casi como mi Cíela. Y también es naranja dentro. Nuestras mujeres tienen el pelo tan espeso ahí, tan negro y grueso.
Noola se levantó de la mesa, llevando los platos a la cocina. Ethel recordó que fue entonces cuando ella se había levantado para marcharse.
– No te vayas -le había dicho Julio. Esta vez se parecía más a una orden.
– Tengo que irme.
– Tú no tienes por qué hacer nada.
Intentó atraerla nuevamente a la cama.
– No lo hagas, por favor. Duele.
Julio la soltó profiriendo excusas; todavía no se mostraba malévolo.
– Quédate un poco -le había dicho -. Hoy ya no volveré al trabajo. No trabajaré nunca más si tú te quedas conmigo. ¿Qué te parece?
Ethel estaba buscando el sujetador en la cama revuelta.
– Tengo que irme de verdad. Perdóname.
– ¿Cuándo volverás?
– No volveré.
– Sí, has de volver. Tienes que volver.
– Yo no tengo por qué hacer nada.
– ¿Qué es lo que te pasa… no te gusto?
– Sí, me gustas.
– Mejor que sea así.
– ¿Sabes qué es lo que más me gusta de ti?
– ¿Qué cosa?
– Tus manos.
– ¿Y qué pasa con el resto de… ya sabes?
– Nada. Simplemente me gustan tus manos. Está aquí. Perdóname.
Julio se movió para que ella pudiera tirar de su sujetador que estaba debajo de la almohada. Ethel observó que cuando ella había dicho aquello de preferir sus manos, el pene se le había encogido de golpe. «¡Qué mecanismo tan raro es un pene!», pensó ella. ¡Con qué facilidad se turbaba! Ahora recordaba que ella se rió cuando notó que se le encogía como si hiciera una retirada.
– ¿De qué te ríes? -Julio se había cubierto con una sábana.
– Oh, es mi propia cabeza loca.
– ¿Alguna vez te habían jodido como yo lo he hecho? Dime la verdad. Te apuesto algo a que nunca lo hicieron, ¿eh? ¿Qué dices?
Ethel se inclinó dejando caer los pechos en las copas de su sujetador, incorporándose después y poniendo detrás las manos para abrocharlo.
– ¿Estás pidiendo alabanzas?
– Claro. ¿Por qué no? La verdad.
– Bueno, ¿cuál? ¿La verdad? Mi experiencia es que la mayoría de los hombres lo hacen del mismo modo, con algo de frenesí, como si no les gustara realmente o no estuvieran seguros de que van a mantenerla en alto. Así que la ensartan tan aprisa como pueden; nosotras nos cogemos adonde podemos, si podemos.
– Así nos hizo Dios.
– Dale la culpa a Dios.
– Naturaleza.
– Y a la Naturaleza. -Ethel buscaba sus bragas.
– Bueno, nena, afrontemos la realidad, vosotras no tenéis nada para joder.
– Podría decir algo, pero no voy a hacerlo.
– ¿Qué demonios eres tú… una de esas mujeres que quisieran ser hombre?
– Probablemente. -Había encontrado sus zapatos.
– Eso es lo que yo he pensado… tú eres una de ésas.
– Yo no soy realmente una de ésas nada.
«Oh, dejemos estar las bragas -pensó -. De todos modos están rotas.» Recogió su vestido del suelo y lo revolvió entre las manos.
– Ya sé lo que tú eres… tú eres una de esas mujeres que necesita un tipo diferente cada noche para estimularse. A lo mejor es eso, ¿eh?
– Ya te he dicho que yo no soy nada, ninguna de ésas. ¡No lo hagas! ¡No me hagas eso!
En pie, fuera de la cama, Julio había intentado agarrarla.
Ella había liberado su mano del agarrón.
– Supe lo que eras en el mismo momento en que subiste a mi vehículo.
– Bueno, pues te equivocaste.
Ethel estaba poniéndose el vestido, abotonándolo rápidamente.
– Todas vosotras, zorras alocadas, sois lo mismo. Sabía lo que tenías en el cerebro, desde que te vi.
– Pues no tenía esa intención, ¿sabes…? No tenía ni la más remota idea…
– Lo siento por tu marido -dijo Julio mientras se ponía los pantalones.
– Adiós.
– Es mejor que te peines, porque ahora pareces lo que eres.
Ethel se dirigió rápidamente al espejo.
Julio había ido al fregadero del rincón. De puntillas, se sacó el pene de la bragueta y se puso a enjabonarlo.
– Sí, siento lástima de tu marido -dijo -. Si es que tienes uno realmente.
– Tengo uno realmente y no necesita de tu lástima.
– ¡Debe de ser una especie de mariquita! Ethel cogió una botella del suelo y se la arrojó.
– ¡No te atrevas a decir eso! ¡Vale más que veinte como tú, cualquier día, cualquier día! ¡En su cuerpo no hay ni un solo hueso que no esté sano!
Fue entonces cuando él la persiguió de nuevo, y Ethel no deseaba recordar ese momento.
Noola volvió de la cocina para recoger el resto de los platos.
– La mayoría de la gente es mala -dijo Ethel a su suegra-, pero, ¿sabes?, en el cuerpo de Teddy no hay ni un solo hueso que no esté sano.
– ¿Por qué, entonces, viniste aquí?
– Ya te lo dije: quería conoceros un poco mejor. Pero voy a volver mañana. -Estaba ya harta del fisgoneo de Noola.
– Primero procura conocer bien a Teddy -dijo Noola.
– ¡Noola! ¡No sigas! -intervino Costa-. ¡Prepara café! La mesa estaba levantada y Noola salió de la habitación.
– Ella ama a su hijo -se excusó Costa-. Es una buena mujer. -Miró su reloj. – Las nueve. Lucha -dijo, y salió de la habitación.
– ¿Qué es lo que te ha sucedido hoy, Ethel?
– Noola había regresado, plegando el mantel-. ¿Te ha sucedido hoy algo?
– Sólo lo que he contado -dijo Ethel-. No sé qué quieres decir.
– Yo no sé lo que quiero decir -dijo Noola-, pero tú sí lo sabes. Estás tan pálida. ¿Eh? ¿Qué ha sucedido? ¿Nada? De acuerdo, pues no ha sucedido nada.
Guardó el mantel en el pesado aparador de roble y se fue a la cocina.
Ethel estaba nuevamente sola y la respiración se le aceleraba. Miró la fotografía enmarcada de Teddy colgada de la pared.
– Quizá tu marido no necesita mi piedad -había dicho Julio-. Quizá necesita la tuya… ¿Qué dices a eso?
– Nada.
Había hecho todo lo posible con su cabello, pero seguía hecho un lío. Se detuvo y compró un cepillo entrando en el lavabo de señoras de la estación de autobuses.
– Adiós -había dicho ella dirigiéndose a la puerta.
– Olvidas tus bragas.
– ¿Dónde están, lo sabes?
– A lo mejor es que no las necesitas, ¿eh? Julio había lavado su pene y estaba secándolo con una toalla. -Mira en la cama -dijo a Ethel.
Ethel separó la sábana.
– Eh, qué demonios… no me tires la sábana al suelo. ¡Tengo que dormir sobre esa maldita sábana!
– Lo siento.
– Aquí están, en el otro lado, en el suelo. Julio se miraba el pene antes de tapárselo. Ethel volvió las bragas al derecho y comenzó a ponérselas.
– ¿Por qué presumes tanto de maneras finas? Volverse de espaldas, ¡por el amor de Dios! Te he visto de frente; es naranja. ¿Por qué tantos remilgos de repente?
– La próxima vez -le dijo Ethel- lávate antes de hacer el amor con una señora, no después.
– Yo no he visto ninguna señora por aquí, sólo una perra en celo. ¿Es a ella a quien te refieres?
– ¿En qué te convierte eso a ti?
– De mí no te preocupes. Yo sé muy bien lo que soy. Una mierda, como tú.
– Habla por ti.
Recogiendo su bolso, casi lo olvidaba también, Ethel estaba a punto de irse.
– Eres igual que mi mujer, parecida a uno de esos niños ángeles que hay en el altar de la iglesia. Con mucha prisa para ir a casa junto a mami y a papi. «Te espero», me escribió. Y luego me entero de las noticias. Me esperó, sí, me esperó: dos semanas justas.
– Quizás, en parte, tú tengas la culpa. ¿Has pensado en eso alguna vez?
– Ella sigue todo el ritual… misa cada domingo, comunión, confesión, escuela dominical, rezos cada noche antes de meterse en la cama. ¿Crees que rezaría antes de acostarse con ese tipo?
– De modo que todas nosotras somos falsas, pero vosotros, los hombres, vosotros…
– Sí, ya las he conocido todas, pero ninguna tan falsa como tú, nena. ¡Das náusea!
Ethel se volvió y le golpeó en la cara con el bolso.
– ¡Buen disparo! -exclamó Julio, sonriendo-. ¡Sí, tú eres la campeona! «Me gusta ver a la gente cuando trabaja», vaya… ¿Cuántas veces habías dicho eso ya, señora?
– Adiós.
– ¿Te gustaría verme trabajar otra vez? ¿Eh?
– Ya sé cómo trabajas.
– Pero, si me golpeas, esto quiere decir que quieres verme trabajar un poco más… ¿qué dices a eso? Eh, que estoy hablando contigo.
Julio la cogió del brazo, le hizo dar una vuelta, y la miró, afirmando con la cabeza en reconocimiento.
– Creo que antes te he tratado demasiado bien. Ahora voy a demostrarte lo que eres realmente.
– No hagas eso.
– Porque, en tu corazón, eres una puerca, ¿sabes? «Me gusta ver a la gente mientras trabaja», ¡vaya! De acuerdo, tú te lo buscaste.
– ¡No sigas, no sigas! No te quiero más.
– Sí, eres igualito como mi mujer… me excita, me rechaza, como un grifo. ¡Ahora! ¡Ahorano! ¡Vamos! ¡Acabaya! ¡Mierda, señora!
– Estás rasgando mi vestido.
– Que se joda tu vestido.
Tiró de ella y ella le dio un rodillazo en la ingle.
– No sigas, maldito seas -dijo Ethel-. ¿Qué te crees que soy yo?
– Sé bien lo que tú eres. Muy bien, golpéame. Vamos. Golpéame otra vez.
– ¡No lo hagas! No podré salir a la calle…
– ¿Te estoy rompiendo el vestido? ¡Pues quítatelo!
La soltó por un momento. Ella corrió hacia la puerta. Julio la agarró y la arrojó contra la cama.
– De acuerdo, no te lo quites. Déjalo puesto. Yo tampoco me quitaré los pantalones. Mira, aquí, mira, ¿lo ves? Vamos ahora.
La retuvo por la nuca mientras le sacaba las bragas. Las piernas de Ethel se agitaban en el aire.
Acabó tumbándose quieta y se cubrió los ojos con el antebrazo. ¿Qué diferencia había ya? Si seguía luchando tendría marcas en la cara y en el cuerpo que no sabría cómo justificar. Lo otro lo lavaría.
Con los ojos cerrados, silenciosa, esperó que aquello terminara…
Con los ojos cerrados, silenciosa, oía el ruido de los combates de lucha libre desde la otra habitación.
– También he hecho para ti -le dijo Noola cuando iba de la cocina a la habitación de delante llevando el café a su marido.
– Gracias -dijo Ethel, siguiendo hasta donde Noola había dejado la pequeña taza de bordes dorados llena de espeso café azucarado.
– Te ayudaré con los plazos -dijo Ethel a Noola.
– No es necesario. Casi ya están terminados -dijo Noola mientras salía de la habitación.
Ethel se recordó que debía asegurarse de arrancar la página de espectáculos del periódico del domingo cuando se fuese a la cama.
El café estaba demasiado caliente para poder beberlo. Costa sopló por encima de la taza para enfriarlo y sorbió después ruidosamente. Seguía fascinado con aquellos rudos gigantes que, alegremente, se arrojaban al suelo dándose golpes con los codos y los puños. Ethel sabía que todo era un truco, pero los contendientes aparentaban inteligentemente una lucha convincente.
Ella había luchado cuando Julio le había dado la vuelta y apretado, el rostro contra la cama.
– Eres un animal -había dicho él-. Así es como se hace a los animales. -La había golpeado en los hombros con el puño para que se estuviera quieta.
– ¡Eso hace daño! No hagas eso. ¡Lo odio!
– ¡Ahora no vas a poderme olvidar, perra!
– ¡Eso hace daño!
– La próxima vez acuérdate de lavarte antes de joder a un hombre, no después.
Ethel se puso la mano en la boca, y la mordió fuertemente.
– Ahora, ¿dónde está tu papi, eh perra? Vamos, ya puedes comenzar a gritar. jPapi! ¡Papi! ¡Socorro! ¡Socorro! -Comenzó entonces a despotricar en español, y Ethel no supo lo que estaba diciendo.
Abajo, alguien golpeó en la puerta.
– ¡Ramírez! ¡Eh, tú, loco Ramírez! ¿Te has vuelto loco otra vez? ¿Eh? ¿Estás bien ahí arriba, Ramírez?
– ¡Vete a hacer puñetas! ¡ Largo de mi puerta! Claro que estoy bien. ¡Vete!
El rostro de Ethel estaba hundido en la sábana. No se movió.
De pronto Julio salió de Ethel, se sentó y examinó su miembro viril.
– ¡Maldita sea! ¡Mira lo que has hecho!
Se dirigió al lavabo, se bajó los pantalones por debajo de las nalgas abriendo las piernas para sostenerlos. Se enjabonó otra vez, se aclaró, y examinó entonces un pequeño corte, frunciendo el entrecejo y maldiciendo.
Ethel repasaba su vestido. Había sido maltratado y la chica no llevaba enaguas.
– Maldita seas -dijo Julio-. Me has cortado.
– ¿Cómo voy a irme de aquí? -dijo Ethel, hablando consigo misma-. ¡Mira este vestido!
– ¡Zorra! ¡Más que zorra! -Sosteniendo su pene mojado y sangriento, Julio se dirigió al botiquín industrial que había en la pared, cerca del lavabo; encontró un rollo de gasa y comenzó a arrollarlo alrededor de su pene.
Ethel necesitaba una toallita. Volviendo al lavabo vio lo que Julio estaba haciendo.
– ¿Qué ha sucedido?
– Me he cortado. La cremallera.
– Supongo que ha sido por culpa mía.
Julio volvió a meter su pene, ahora convertido en un rollo de vendaje, dentro de los pantalones y subió la cremallera.
– Vamos, vete ahora mismo -dijo a Ethel-. Tengo trabajo.
– ¿Puedo utilizar un momento el lavabo?
– No.
– Mira este vestido. ¿Tienes un alfiler o algo? ¿Cómo voy a salir de aquí?
– Del mismo modo que has entrado. Vamos, vete antes de que te mate.
Fuera, el sol quemaba.
Caminando calle abajo a cortos pasos, Ethel sintió que el semen de Julio se le escurría entre las piernas y sintió pegajosa la ingle.
En la parada del autobús se ajustó nuevamente el vestido, dándole un nuevo pliegue para mantenerlo unido.
Subió al primer autobús que vino, que la llevó al centro de St. Petersburg, vacío a esta hora del día, una plaza sin sombras circundada por unos grandes almacenes, una torre de oficinas y un gran edificio del periódico, todo ello en un color claro. El calor del sol se reflejaba en aquel que permaneciera en el espacio central.
El vestido nuevo que se compró era lo más parecido que pudo encontrar al vestido que tuvo que tirar.
Cuando Costa quedó dormido en su butacón, Noola, que había estado zurciendo sus gruesos calcetines blancos, se levantó y apagó el televisor. El único ruido que se percibía en la casa provenía del calentador de agua de la cocina.
El silencio inquietó a Costa. Se levantó, y como un niño que se va a la cama ya medio dormido, salió de la habitación. Noola comenzó a recoger las tazas de café.
– Cuando yo era una niña, en Asteria -dijo -, ocurrió un terrible accidente en nuestra vecindad. Yo estaba en casa y oí el estruendo desde el otro lado del bulevar Ditmars y salí corriendo calle abajo. Era un muchacho griego que había ido a la misma escuela que yo. Había chocado contra un poste de telégrafos, en el auto de su tío, frente a la iglesia de Saint Demitrios, que en aquellos días estaba junto a los rieles del ferrocarril de Pennsilvania. El despoti declaró que había sido un milagro de nuestro santo, pues el muchacho salió del auto sin un rasguño, aunque el vehículo quedó totalmente destruido. Me acuerdo de cómo estaba el chico, de pie en la acera, el rostro tan blanco como el papel, tan pálido como tú misma ahora; esto es justamente lo que me ha hecho recordarlo. No te has bebido el café.
– Es igual. Llévatelo. ¿Estaba borracho ese chico, porque a veces, cuando han bebido…?
– No, tenía gafe con los accidentes, así lo decían, porque un año después tuvo otro accidente, pero esta vez no fue enfrente de la iglesia de Saint Demitrios y no hubo milagro. Tuvieron que sacar al chico a trozos de aquel auto.
Llevó las tazas a la cocina, volvió, cogió la lista de espectáculos del fin de semana de encima del aparato de televisión, y dijo:
– Hay mucha agua caliente, ¿por qué no te bañas? -y siguió a su marido hacia el fondo de la casa.
Mientras la bañera se llenaba, Ethel repasó su cuerpo, buscando marcas delatoras. No encontró ninguna, únicamente algunos puntos rojizos que, por experiencia, sabía habrían desaparecido por la mañana.
Se lavó el pelo en la bañera, utilizando el champú infantil de «Johnson's», después de lo cual se dejó caer en la bañera, con su fino cabello flotando en el agua humeante. Suavizó el escozor apretando un paño caliente contra su cuerpo.
Se volvió entonces, sumergió el rostro y se mantuvo de aquel modo todo el rato que pudo resistir la respiración. Se sentía de aquella cierta manera que había sentido en los peores momentos de su vida, cuando, durante semanas enteras, no sabía por qué había procedido como lo había hecho.