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Al día siguiente, Costa encontró un medio de prolongar su visita. Propuso llevar a Ethel al aeropuerto de Tampa en bote.
– No exactamente allí -dijo Costa a la muchacha-, pero desde donde yo te deje, encontrarás fácilmente un taxi.
– ¿No se enfadará Noola?
– ¿Y cómo puede enfadarse? ¡Noola!
– Casi no has estado en la tienda desde que yo he venido.
– Durante treinta años, ¿quién ha traído el pan a casa? ¿Y la carne y el aceite? Ella sabe bien esas cosas, ella no dice nada.
Bajaron por el río Anclote a media velocidad. La tripulación se componía de Aleko el Levendis y un viejo capitán esponjero tuerto. La superficie del agua era tan lisa como una pieza de raso de color gris.
– Viene día caluroso -dijo el hombre de un solo ojo, al timón.
Dieron la vuelta hacia el Sur y siguieron la línea de la costa a una media milla de la orilla. Al frente, a su izquierda, estaba la playa Dunedin.
– Yo era propietario de casi toda esa playa, maldito estúpido -murmuró Aleko el Levendis-. Hace treinta años la vendí por nada. Oh, sí, cometí muchos errores y cuando los recuerdo me pongo triste.
Ethel caminó a proa, en donde estaría sola.
Había pescadores en pequeños esquifes y una pareja en un bote de remos vulgar. Ocasionalmente los vio sacar pescado.
Todavía sentía el cuerpo dolorido. Hubiera deseado disponer de otro día antes de tener que volver a casa.
Ethel había experimentado anteriormente el botón autodes-tructivo de su psique. Ahora estaba sufriendo el pánico del día siguiente.
Noola no la había besado al marchar. Eso era la tradición, el doble beso; era una costumbre. Pero Noola no se la había ofrecido.
Y el hombre corpulento sentado en la barandilla de popa que la miraba, plácido como la barriga de agua sobre la que navegaban. El ahora estaba de su lado, pero ¿y si él se volvía contra ella?
Cuando hablaban, estaba pensando Ethel, ¿qué habría dicho Noola sobre ella?
Después de todo, Noola se había criado en Astoria, Queens, había ido a una escuela pública de Nueva York, había oído la charla de las chicas en los lavabos. Algunas de sus compañeras de clase debieron de ser niñas como Ethel.
Costa se acercó a Ethel, sentándose encima de la cabina.
– Quisiera que tú me hubieses criado -le dijo Ethel.
– Bueno, ahora cuido de ti -respondió él.
– Haré cualquier cosa que tú quieras -le dijo Ethel-. Dime simplemente qué es lo que deseas.
– Tú sabes ya lo que quiero.
– ¡Tan pronto esté fuera de la Marina! Pero hablo de ello cada día. Esto es lo que necesito de Teddy: que me diga todos los días cómo quiere que yo sea. Como la doble línea en medio de la carretera en una curva que indica que no se puede cruzar…
Ethel paró de hablar; estaba acercándose a una confesión total y Costa no debería… no podría…
– El te lo dirá.
– No lo hace.
– No con palabras. ¿Qué es lo que esperas? Yo no lo digo a Noola con palabras. Pero ella lo sabe. Así tú también has de saber lo que Teddy necesita. Eres una mujer, puedes saberlo. Duermes con él, comes con él, sabes cuándo es feliz, ahora conoces a su padre, sabes cómo fue de niño, lo que yo le enseñé…
– Sí, sí, ya entiendo, pero… Sí.
Volvió la cabeza y miró por encima del agua apacible y los pájaros que se afanaban. Tucson, naturalmente, no tenía esta variedad y ella no conocía su nombre. Excepto por los pelícanos. Parecían tan torpes, tan incómodos en el aire. Pero en el instante en que daban su media vuelta y se inclinaban para zambullirse, primero el gran pico, en el agua perdiéndose de vista, eran una perfecta máquina pescadora.
Había otros, graciosos pajaritos trazando en el aire dibujos tan erráticos como los murciélagos por la noche y picando en la superficie. Eran como pequeñas cometas rotas; Ethel se sintió muy próxima a ellos.
– ¿Qué pájaros son esos pequeñitos?
– Golondrinas de mar.
– ¿Y qué persiguen?
– El pez gordo caza el pez pequeño en la superficie. Los lujaros esperan.
Ahora, enteramente tranquila, Ethel se tendió en la cubierta. En el cielo, las gaviotas seguían su curso.
– Las gaviotas vuelan derecho -dijo Ethel-, como si fuesen a alguna parte. ¿Cómo saben adonde van?
– Dios les enseña -respondió Costa.
Ethel se dio la vuelta, tendiéndose sobre el vientre, colgó la cabeza sobre el costado y observó el surco de agua revuelta.
¡Qué segura se sentía junto a Costa! No había nada en el inundo, en aquel instante, que ella deseara, excepto estar allí en aquella embarcación.
Iba a decir:
– No tengo ganas de regresar -pero no lo hizo. Costa lo tomaría como lo que era, un menosprecio para su hijo.
– Los hombres del bote pequeño están sacando pescado – dijo Ethel. Costa estaba fumando el cigarro puro que ella le había traido de Tampa.
– Pronto, nada -respondió Costa, señalando.
Algunos peces grandes estaban surcando el agua, no tantos como un banco, una familia.
– ¿Qué son?
– Marsopas. Arrasan todo el pez, no dejan nada. Aspiradoras. ¿Ves?
Algunos de los pescadores habían visto las marsopas. Ponían ni marcha sus fuera borda y abandonaban el lugar.
Las marsopas estaban ahora alrededor de la embarcación. Ethel avanzó sobre la barriga hasta la misma proa del barco. Colgó la cabeza por encima del borde y allí estaba uno de los mamíferos nadando en perfecta formación con la embarcación. Y después otro a su lado. Ethel les podía oír la respiración. Avanzaban sin ningún esfuerzo. Ethel pensó que estaban intentando establecer cierta camaradería del modo que se mantenían al lado, rodando de uno a otro lado, para llamarle la atención.
– Me están mirando -dijo-. Quiero decir, me miran directamente.
De la parte de atrás llegó el ruido de disputa entre los hombres.
– ¿Por qué se pelean?
– Bobadas. La mujer murió hace veinte años.
Nuevamente la marsopa guía miró hacia arriba directamente a los ojos de Ethel.
– ¡Oh, están intentando hacer amistad! -exclamó Ethel.
– Cuando nosotros llegamos a este país -dijo Costa- ellas fueron nuestro primer amigo. Todos contra nosotros. Cuando estábamos en el fondo y veíamos marsopas en el agua, sabíamos, inmediatamente, que ningún tiburón se acercaría.
Entonces ella lo dijo.
– No quiero regresar.
Costa no respondió lo que Ethel temía dijera. Costa no respondió.
– Nunca he tenido una familia de verdad, antes -dijo Ethel.
– Ahora tú haces tu propia familia -dijo Costa-. Esta es tu oportunidad.
¿Esta es tu oportunidad? Naturalmente, Noola había hablado con él.
Ethel decidió no insistir en el tema.
La marsopa había desaparecido.
Costa se levantó y se encaminó a popa. Ethel le oyó hablar a los otros en griego.
El motor paró. Costa se acercó y tiró el ancla por la proa.
– Aquí hay arrecife -dijo-. Pescaremos nuestro almuerzo. Los primeros los utilizaron como carnada y cebo de anzuelo.
Comenzaron entonces a moverse alrededor del arrecife mientras Costa observaba a través de un barril con el fondo de cristal hasta que dieron con un buen lugar. Al cabo de diez minutos tenían treinta pescados, casi todos ellos, según dijo Costa, bonasíes pequeños.
Sobre un fogón de carbón humeaba una gran cazuela negra; Ethel percibía el olor del aceite de oliva hirviendo. El timonel tuerto arrojó un par de puñados de harina en un cuenco. Se empolvaron los pescados y se echaron en el sabroso aceite caliente. Los hombres comieron el pescado, cabeza y todo. La cabeza del pescado, explicó Costa, es buena para el cerebro humano.
Bebieron el vino todos de la misma botella.
Después del almuerzo, Ethel se quedó dormida en la cubierta anterior. Cuando despertó estaban pasando por debajo de un gran puente, con suficiente arco para permitir el paso de los trasatlánticos.
Ethel volvió la cabeza, y allí estaba Costa, sonriéndole. Pero sus ojos eran severos.
– ¿En dónde estamos? -preguntó ella.
– Bahía de Tampa -respondió él. Dijo entonces lo que había estado pensando -. La mayor parte de cosas que hemos de hacer en la vida no deseamos hacerlas.
Ethel miró a su alrededor. Estaban acercándose. A algo.
– He de hablar contigo -dijo Ethel-. Tú puedes ayudarme.
Costa asintió con la cabeza, esperó.
– Finjamos haber tenido un accidente -dijo Ethel, intentando suavizar las cosas-. Pasaremos juntos la tarde, iremos a ese restaurante español, aquel de Ybor City, con sus bellas lamparillas ligeras, adonde solías ir a buscar chicas cuando eras joven…
– ¿Quién te lo ha dicho?
– Ted.
– ¿Cómo sabe él lo que yo hacía antes de que naciera él?
– ¿Y qué dices sobre mi proposición?
– Teddy está esperándote.
A pesar de ello, Ethel observó que la idea no le disgustaba.
– Lo llamaré -dijo presurosa-. Cada noche está en casa, estudiando. Tú hablas con él, así sabrá que es legítimo. No tenemos por qué explicarlo todo, ¿verdad?
– A tu esposo, tú debes explicarlo todo.
Ethel hizo acopio de fuerzas y comenzó de nuevo.
– No quiero regresar -dijo-. Quiero quedarme aquí contigo.
– Tienes que estar donde tu esposo está, ¿de qué estás hablando?
Pasó de la raya, pero no le importó.
– Tengo miedo de que algo malo va a suceder.
– Confía en Teddy, díselo, siempre puedes confiar en Teddy.
Ethel podía ver que el viejo estaba asombrado y confundido; no comprendía nada.
– Vuelve -le dijo-. Descubre lo que él quiere. Hazlo.
Ethel estaba a punto de contárselo todo.
– Yo no soy fuerte, ¿sabes? Yo no soy una chica fuerte.
– Estarás perfectamente cuando tengas hijos.
– ¿Lo crees de verdad?
– Cuando tengas hijos, la vida, ¿sabes?, es simple.
– Yo vine al mundo sin un manual de instrucciones -dijo Ethel-. Siempre estoy pensando que hay algo que debería estar haciendo y no lo hago.
– Nadie sabe lo que ha de hacer. Pero, para mujer, es más fácil. Se supone continuará familia. Crear nuevos pequeños mejores que los viejos, pequeños más listos, más fuertes. Cuando eso se ha hecho, uno muere feliz.
– ¿Crees que yo puedo enseñar a los chicos cómo han de ser cuando yo no lo sé ni para mí?
Ethel vio que, por primera vez, Costa estaba asustado.
– Dímelo -le dijo ella-, dime la verdad.
– Cuando miras la cara de un niño, sabrás lo que has de decir. Todo será claro entonces, porque tu propósito en la vida será claro. Para esto has venido a la tierra.
– ¿Sólo eso?
– Sólo eso. ¿Qué pasa con tu padre… no te ha enseñado nada?
– Tú me enseñas. A él no le creo. Te creo a ti.
– De otro modo vas cada día como el tiempo… aquí, allí, cada día diferente. Se cree en una sola cosa sencilla, el resto es fácil. Estás aquí para continuar mi familia. En la iglesia tú dijiste de acuerdo, tomo ese encargo. Eso es muy importante para mí. Yo conozco mi familia, quiénes fueron, los nombres, los lugares, las casas, los trabajos que hicieron durante centenares de años. Cuando uno se casa en mi familia, eso es lo que se espera de uno. ¡Eso! ¡Nada más! ¡No juegues con eso! ¡No hagas tonterías por ahí! Oh, créeme, no quiero enfadarme contigo.
Ethel miró la plácida agua grisácea.
– ¿Entiendes lo que yo digo?
– Sí.
– ¿Crees?
– Sí, creo.
– Dame tu palabra de que crees, y, porque crees, eso es lo que vas a hacer.
– Haré todo lo que pueda.
– ¡Nada todo lo que pueda! Hasta ahora no basta. Has de crecer, ser mayor, más fuerte, en mi familia, mayor, más fuerte.
– Todo el tiempo estoy asustada. ¿Por qué estoy asustada? ¿De qué?
– De ti misma.
– Eso es cierto.
– Y porque estás sola. Te has casado en iglesia, de acuerdo, pero todavía no en tu corazón. Has de volver atrás y casarte en tu corazón. No necesitas al maldito cura para eso. Ahora yo quiero tu palabra.
– ¿Qué palabra?
– Que vas a hacerlo.
– Lo intentaré.
– Deja esas palabras americanas: «Lo intentaré… en cierto modo…» Eso no es claro en nuestro país. Oigamos: Lo haré. Lo prometo. Voy a hacerlo.
– De acuerdo.
– No, de acuerdo, quedar bien nada más. Quiero las palabras, las mismas palabras mías.
Habían llegado al interior de la bahía. Se había alzado un viento ligero y el agua se movía sin llegar a oleaje.
– Lo haré -dijo Ethel.
Lo besó. Eso zanjó la cuestión.
Cuando entraron en el muelle, ella se acercó a Costa y le dijo:
– Te quiero.
– Yo no deseo que me quieras a mí -le respondió él-. Yo quiero que obedezcas a mi hijo.