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12

Ethel observó que Teddy había adelgazado. Mientras conducía lentamente, las luces de la calle iluminaban su cara y hacían visibles sus ojeras.

Mientras Ethel daba vueltas a sus pensamientos, observaba las manos de Teddy sobre el volante. No eran como las de Costa, eran como las de Noola. No eran de marinero, sino de oficial. Le acarició con una mano mientras le hablaba de sus lecciones de cocina y de la reacción de Costa a la comida única que ella había preparado.

Al llegar a su cruce, Teddy dio la vuelta alejándose del viejo lugar que habitaban.

– ¿Adonde vamos? -preguntó ella.

– A casa.

– ¿Y dónde está nuestra casa?

– Ya lo verás.

No insistió y siguió contándole sobre los platos griegos que le prepararía, sobre cada técnica culinaria que había aprendido.

Mientras hablaba, ella se imaginaba las manos de Teddy sobre las suyas, las suyas sobre las de él. Esta fantasía tenía lugar en un lugar suave, oscuro, en donde las luces estaban amortiguadas y los ruidos eran apagados.

– Tengo escrito todo lo que tu madre me enseñó. Te enseñaré mi libreta.

Ella le demostraría cuánto lo amaba. ¿Lo amaba? Podría. Todavía les quedaba una oportunidad.

– Todo comienza con el aceite de oliva -dijo Ethel-. ¡Todos los platos!

Deslizaría sus manos lentamente por encima del pecho de Teddy y hasta donde se le notaban las costillas. Seguiría hacia abajo por encima de su barriga ligeramente curvada, hacia arriba, y hacia abajo hasta el pelo púbico que brotaba de la pálida piel aceitunada. Sería muy gentil con su miembro, lo acariciaría ligeramente. Dejaría que sus dedos se deslizaran bajo su saquito, para palpar gentilmente sus piedras preciosas.

¿Sonreía Teddy? ¿Había adivinado quizá lo que ella estaba pensando?

– Y si no son cebollas, son ajos. Adoro el ajo ahora.

Y cuando se alzara su pene ella lo dejaría caer de nuevo. Le enseñaría a no precipitarse. Una chica de Tucson le había contado que era como entrenar a un perro a esperar su comida. Tenías que entrenar a tu marido a no tragar. Llámese incitación, llámese técnica: ella lo incitaría, cambiaría su técnica.

– ¡Yogur! Ahora ya podré preparar el nuestro -se oyó que estaba diciendo-. Es mejor que eso que se come la chica de la tele. Ya verás.

Se acoplarían, no joderían. Ella lo haría diferente de todos los que había conocido. Ella lo convertiría en el amante que ella necesitaba.

– He aprendido a hacer el tipo sencillo. Sin ningún sabor es el sabor que me gusta más.

No como Ernie, ni Aarón, ni Julio… ¡oh no Dios mío! Teddy no podría… en fin, nunca lo había hecho, nunca la tomó de ese modo. Vaya palabrita: «¡Tomar!» Todas esas fantasías machistas. ¡Un polvo! ¡Meterla dentro! ¡Partirla con su herramienta! ¡Darse un revolcón! No, ellos se unirían, se unirían en el amor.

– Mañana haré un poco -dijo Ethel-. Ya verás lo que quiero decir.

Ella comenzaría de nuevo y él comenzaría también de nuevo. Ethel veía el cuadro de sus cuerpos iguales en unión.

– Y creo que finalmente he aprendido el truco del arroz.

No sería la acometida animal, con toda la rapidez y dureza de que él era capaz, y ella aprovechando lo que pudiera. Ella conseguiría que todo fuese cabal. Esta era su gran oportunidad, quizá su última oportunidad.

Estaban entonces siguiendo curvas a la orilla de verdes campos. Teddy no había reaccionado a nada de lo que Ethel había dicho… ninguna de las reacciones que era de esperar. Parecía decidido y Ethel no tenía ninguna sospecha acerca de qué.

Recordó entonces los alrededores. Subían hacia el distrito de Mission Hill, una zona de casas viejas y nuevos bloques.

Continuando la conversación para llenar el vacío, Ethel le habló de Aleko y su amante.

El bloque al que se acercaban era el mismo que se suponía ella debía firmar el contrato el día en que desapareció.

– Nunca se casará con ella -dijo Teddy-. Los griegos no se divorcian. ¿Cantó para ti?

– ¡Oh, sí! ¡Me emocionó lo indecible, verlos tan unidos!

Teddy frenó enérgicamente. Estaban en una zona marcada con dos gruesas líneas en el suelo. Teddy salió del auto, tiró de la bolsa de Ethel y dio un portazo. Parecía desasosegado, a punto de pelear.

Ethel ya sabía en dónde estaba. El ascensor subía soltando un silbido. Ethel recordó ese detalle y el sistema de iluminación del pasillo en la parte inferior, de modo que la gente que pasaba parecía flotar.

Teddy abrió la puerta, y mientras tiraba de la llave se colocó a un lado, un funcionario en una ceremonia, abriendo paso para un invitado de honor.

Ethel entró y encontró una lámpara.

– ¿Puedo encenderla?

– Claro.

Teddy había amueblado enteramente aquel lugar con mobiliario sin barnizar.

Ethel se acercó adonde Teddy la esperaba, firme, y alzó invitadora sus labios.

Teddy la besó rápidamente, y encendió entonces la luz central.

– ¿Quieres ver el resto? -preguntó.

– Dentro de un momento.

Ethel se sentó en el sofá, indicando el lugar a su lado colocando allí la palma de su mano y esperó a que Teddy viniera junto a ella.

Teddy se sentó en la butaca opuesta, recibiendo sobre la cabeza la luz de la bombilla de ciento cincuenta vatios. Ethel observó que Teddy estaba todavía acumulando tensión por algún motivo.

Salió entonces de la habitación y al regresar traía en la mano un gran sobre de papel manila. Sacando de él un formulario mecanografiado, lo dejó en la mesita frente a Ethel.

– Es para un año -dijo -. He firmado.

– Bueno, muy bien, entonces -respondió ella.

Teddy volvió a colocar el formulario en el sobre manila y se sentó otra vez en la butaca frente a Ethel.

– ¿Qué aspecto tengo? -preguntó Teddy.

– Más delgado. Guapo.

– Guapo, por el amor de Dios…

– Estás convirtiéndote en un oficial.

– Todavía no. Pero estoy estudiando. Duramente. El oficial de educación se ha tomado realmente interés por mí.

Teddy parecía diferente: más vigoroso, más pulido, más firme en su conjunto, muy decidido, una persona de clase superior. Todo lo cual hacía que Ethel deseara que Teddy se quitara toda la ropa cuanto antes. Tenían que derribar los muros que se habían alzado entre ellos.

– Primero tenemos que hablar -dijo Teddy.

Era una orden.

– De acuerdo – dijo ella-. ¿Puedo apagar esa luz tan brillante?

– Yo lo haré.

Ethel lo observó mientras se movía por entre el mobiliario sin barnizar, colocado estudiadamente y el área central unida por los pesados brazos de madera y las patas derechas, de corte cuadrado.

– ¿Qué dijo mi padre? -preguntó Teddy al sentarse de nuevo.

– ¿Sobre qué?

– Tú me escribiste diciendo que habías ido allí para hablar con él.

– Ah, sí, claro.

– ¿Fuiste por eso realmente?

Ethel se dio cuenta de que Teddy estaba luchando con una pregunta reservada.

– ¿Fuiste…? -preguntó.

– ¿Si fui adonde?

– A ver a Ernie.

– ¡Ernie!

– Estoy intentando descubrir por qué te fuiste repentinamente del modo en que lo hiciste. Quiero decir, el motivo de verdad.

– No seas niño, Ernie vive en Arizona. Yo fui a Florida.

– Dijiste que querías descubrir lo que necesitabas… o algo parecido. ¿Lo hiciste? ¿Lo encontraste?

– Teddy, dame un poco de tiempo. No rne atosigues, Teddy.

– De acuerdo.

– ¿Quieres un poco de café?

– ¿Por qué no?

Ethel encendió la luz de la cocina. Recordó que la primera vez que vio el rincón para desayunar, le había gustado. Tenía una gran ventana que miraba al Este. Ahora le pareció estrecho, con una mesa sin pintar y cuatro sillas de respaldo derecho.

– ¿Dónde está la cuchara para medir? -preguntó en voz alta.

– La he estado buscando -respondió Teddy desde la otra habitación.

– Pon un poco de música, ¿quieres?

Ethel le oyó que se levantaba y se movía.

– ¿Te gusta este lugar? No me has dicho nada.

– Me gusta.

– Pero no me habías dicho eso.

– Antes de irme, lo dije.

– Pero entonces desapareciste. ¿Te gusta el modo en que lo he arreglado?

– Todo este mobiliario… ¿Lo has comprado?

– Había unas rebajas. -Teddy se acercó a la puerta de la cocina.- Lo compré barato. Pensé que a lo mejor pintándolo de blanco… ¿No te gusta? -Se echó a reír.- Es como un hospital, ¿verdad?

– ¿Puedo hacer algún cambio?

– Haz lo que te plazca. Es tu casa.

– ¿El dormitorio es del mismo material?

– Sí. He puesto un tablón de madera bajo la mitad de la cama. Ya sé que a ti te gusta blanda.

– Veamos cómo está. Ven.

– Primero he de decirte algo.

La cafetera estaba en el fogón con el fuego encendido. Ella se volvió hacia donde Teddy estaba en el umbral de la puerta y se apoyó contra él, colocando su rodilla entre las de Teddy, y besándolo. Los labios de Teddy no cedieron.

– ¿No podríamos hablar después? -preguntó ella-. Siempre es agradable cuando hablamos en la cama. Te he echado de menos, Teddy; he estado pensando mucho en ti.

– Quiero que hablemos ahora. Ahora mismo.

Ethel se sentó en la butaca que antes había ocupado Teddy. El se sentó en medio del sofá, en el borde, y se inclinó con los codos sobre las rodillas y la cabeza baja.

– De acuerdo -dijo ella-. Adelante.

– Me han sucedido muchas cosas mientras tú no has estado aquí.

– ¿Cómo se llama ella?

– No es eso. Pero algo parecido.

– ¿Como qué?

– Una noche estaba sentado en el «Ship's Bell», en aquella mesa al fondo donde solíamos sentarnos, ¿te acuerdas?

– Me acuerdo, sí.

– Supongo que yo tendría un aspecto triste, porque esa chica se acercó, se sentó junto a mí, puso sus labios en mi mejilla y me besó, y Dios, pensé yo, Cristo, había tanta ternura en aquel beso, era tan cariñoso, como si se estuviera besando a un bebé dormido.

– ¿Entonces te fuiste a casa con ella?

– No era necesario. Aquello era todo lo que yo necesitaba.

– ¿Qué era lo que tú necesitabas?

– El contacto de otro humano. ¿Puedes entender eso?

– Chiquillo, eso es todo lo que yo he deseado siempre de ti.

– Ya no fuiste más de esa manera… justo después de habernos casado.

– Lo mismo hiciste tú.

Permanecieron sentados en silencio.

– ¿Era ella tan bonita como yo?

– No. Pero eso no importa nada. Simplemente ella me dijo que sabía que yo necesitaba un contacto humano, del modo que tú… No des más vueltas, Ethel.

– Estoy sentada aquí.

– Tus ojos… están dando vueltas. ¿Qué demonios estás pensando?

– El café. Está saliendo. Ya debe de estar en este momento.

Ethel se levantó. Se detuvo entonces. Estaba muy irritada y muy cansada por todo. Nada iba a ser como ella había esperado.

– Acéptame de nuevo si piensas hacerlo -dijo- y si no quieres… ¡no lo hagas!

Teddy no respondió.

– Dime qué es lo que deseas; nunca me dices qué es lo que quieres. Yo no soy adivina, no leo el pensamiento. ¿Cómo puedo yo saber lo que tú sientes? Algunas veces desearía…

– ¿Qué? Me gustaría saberlo. ¿Qué?

– Me gustaría que me gritaras. Me gustaría que me pegaras. Zarandéame si estás enfadado.

– ¿De qué serviría eso?

– ¿Sabes lo que me preocupa? Que no me dirás nada, y seguirás sin decir nada, y un día, de aquí a unos cuantos años, mientras yo duerma, me cortarás en pedacitos…

– ¿De qué estás hablando?

– Estoy tratando de decirte que no sé lo que hay en tu cabeza. ¡No es posible que siempre estés tan controlado! Vamos. Aprovecha la oportunidad. Dime lo que esperas de mí antes de que sea demasiado tarde. Y si no quieres nada, ¡dímelo! Di algo, por favor, Teddy, ahora, Teddy, por favor.

Fue un esfuerzo.

– Me gusta este lugar -dijo Teddy.

– ¿Y qué?

– Voy a quedarme aquí.

– ¿Y?

– En la Marina.

– Eso ya lo sé.

– En lo que juntos comenzamos. ¿Recuerdas cómo hablabas tú?

– Y de mí, ¿qué es lo que quieres?

– Quiero que te decidas. No puedo vivir con esa especie de incertidumbre tuya. Me inquieta. No puedo trabajar. No quiero vivir con una persona que…

– ¿Quieres que me quede aquí contigo o no lo quieres? ¡Dímelo!

– Estoy tratando de ser justo contigo -dijo Teddy-. A lo mejor yo no deseo lo que tú deseas.

– Al cuerno lo que yo deseo. Yo quiero lo que tú quieras.

– Pero no es así. Me lo acabas de demostrar.

– El café está hecho.

Ethel corrió a la cocina, sacó el café del fuego, y volvió corriendo a la sala de estar y fue junto a Teddy, en el sofá, besándolo con toda su ansiedad para despertarlo a compartir sus sentimientos.

– Te quiero -le dijo ella-. Te quiero de verdad.

– No hagas eso, maldita sea, Ethel, no hagas eso. Porque no tenías por qué abandonarme como lo hiciste. Eso fue algo terrible, humillante frente a todos, dejándome que te hiciera quedar bien con mentira sobre mentira, sobre mentira…

– ¿Por qué no les dijiste la verdad… que yo soy una zorra inútil?

– No hagas eso, no me beses de ese modo. Eso no resuelve absolutamente nada.

– Cuando ella lo hizo, resolvió algunas cosas.

Ethel siguió besándolo insistentemente, no para engañarlo o seducirlo, sino porque parecía tan honesto y tan puro; estaba besando a un chiquillo perplejo.

– He de arreglar esto – dijo Teddy – para tener la seguridad de que no va a estallar otra vez en mi cara.

– Ya está arreglado.

– No para mí. Voy a dar un paseo. Y tú piensa sobre todo esto. Si quieres irte, vete ahora. No dentro de seis meses, ni cuando yo no lo espere, no en el momento en que más me duela. Ahora puedo aceptarlo. Tú no tienes que hacer nada por mí, o porque sientas pena de mí. Yo puedo vivir sin ti, he descubierto eso, y puede ser que esté mejor… mucho mejor, al menos respecto a mis estudios.

Teddy se levantó y quedó de pie, casi formal.

Ethel se echó a llorar.

– No llores -dijo Teddy-. ¡No sigas! Por favor. -Añadió entonces. – Cuando vuelva, si te has ido, no me enfadaré contigo. Admiraré tu sinceridad. Entenderé por qué te has ido.

– Eres tan bueno, Teddy…

– ¡No lo soy! ¡Lo que tú llamas bondad es debilidad! Lo he descubierto, de modo que hoy, esta noche, la cosa va a quedar resuelta de uno u otro modo. ¡Esta noche! Yo voy a salir y…

– No tienes por qué salir.

– Tengo ganas de salir.

– Estaré aquí cuando regreses, así que, ¿para qué el paseo?

Teddy se detuvo en la puerta.

– ¿Sabes? -le dijo ella-, es la primera vez, desde que nos hemos casado, que me has dicho sinceramente lo que sentías.

– Así lo creo.

Teddy no se fue.

– Debió de ser un infierno hacerlo. Pero es la primera vez que has roto tu silencio y es la primera vez que yo me he sentido cerca de ti. ¿No te das cuenta, chiquillo, lo que fue para mí?

Ethel se levantó y se dirigió lentamente hasta Teddy. Se quedó frente a él sin tocarlo.

Pronunció las palabras siguientes como si fuesen un mensaje de amor.

– Vivir con alguien y no tener ni la menor idea de sus sentimientos. Cuando alza una muralla frente a él.

– Lo siento.

– ¡Trabajador! ¡Laborioso! ¡Aplicado! ¡Respetuoso!

– Lo siento.

– ¡Disciplinado! ¡Siempre correcto! ¡Nunca expresando lo que piensa! ¿Cómo he de saber yo lo que he de hacer? Esto es lo que yo digo: hazte cargo de mí.

– Lo intentaré.

– ¡Sé como tu padre! ¡Ordéname! ¡Lo necesito!

Había una habitación sobrante, un dormitorio o un posible cuarto para niños, sin muebles. Estaba oscuro y los últimos inquilinos habían dejado una alfombra en el suelo. Ethel lo llevó allí y lo desnudó.

Cuando terminaron, Teddy salió de la habitación.

Ethel lo siguió. Teddy estaba en el cuarto de baño, de puntillas, lavando su pene en el lavabo como era su costumbre. Cuando comenzó a secarlo con la toalla, Ethel se fue al dormitorio. Teddy había hecho las camas al estilo de los barracones. Ella se metió entre las sábanas suaves y frías.

Le podía oír lavándose los dientes. Siguió el silencio; Teddy estaba usando las cerdas suaves. Teddy hacía lo que el dentista de la base le había dicho.

– Estos últimos días no he podido trabajar bien -dijo mientras se metía en la cama-. Estaba pensando en tu regreso.

Ethel se colocó contra él, poniendo una pierna sobre las de Teddy.

– Gracias -dijo él- por comprender.

– ¿Qué?

– A mí. Tenía que dejar las cosas arregladas, ¿sabes…?

– Hum…

Teddy le sonrió y la besó.

– Estoy intentando prepararme para los exámenes -dijo-. Son fuertes. Supongo que tú has quedado atrás.

– ¿Atrás, dónde?

– En tu trabajo.

– Supongo que sí -respondió Ethel-. Bastante atrás.

– Estoy contento de que hayas vuelto -dijo él.

– También yo -respondió Ethel.

Ella creía que Teddy se había dormido, pero él dijo:

– ¿Sabes lo que estuve pensando mientras estabas fuera? Por qué demonios llegaste a ingresar…

– Para que estuviéramos juntos.

– Podíamos estar juntos sin necesidad de ingresar.

– Y porque en la Marina te dicen exactamente lo que has de hacer y pensé que yo necesitaba eso. Pero resultó que no era así. Yo no deseaba hacer nada de lo que la Marina me decía debía hacer. Yo quería hacer lo que tú me dijeras que hiciera. Y tu padre. Quiero formar parte de tu familia. Pero, principalmente, de ti, chiquillo, completamente de ti, en todos los aspectos, de ti y de nadie más y de nada más. Por eso quiero irme de la Marina, porque deseo estar contigo completamente y en todos…

Teddy se había dormido; Ethel le oyó la respiración. No roncaba como su padre. El sonido que Teddy hacía era el de un bebé, la misma respiración suave de inspiración y espiración.

Permaneció despierta largo rato, escuchando los sonidos del cuerpo de Teddy. Y recordó a Julio, de pie, de puntillas delante del lavabo enjabonándose.

¿Por qué esos dos hombres tan diferentes seguían el mismo ritual después de haber hecho el amor? ¿Por qué tenían tanta prisa en quedar «limpios»?

En fin, ella también había oído que las chicas hablaban sobre «lavarse después»…

Todos los esfuerzos de Ethel se concentraban ahora en ser una esposa. Decidió dedicarse al mobiliario sin barnizar. Cuando Teddy regresara del trabajo, decidió ella, entraría en un ambiente tan diferente como fuese posible del ambiente en el Centro de Entrenamiento Naval.

Compró revistas del hogar: Woman's Day, Ladies' Home Journal, Good Housekeeping y hasta House and Garden. En una de ellas encontró un esquema de una sala de estar económicamente amueblada, donde todo era bajo, las sillas poco más que apoyos para la espalda, y un lado completamente ocupado por un diván bajo, un colchón cubierto con un tejido oriental. Para darle ambiente en la pared había mantas indias (ella las sustituiría con los estampados batik que había visto en el escaparate de una tienda local de hippies), y las lámparas colgaban del techo hasta casi medio metro del suelo. La poca luz que se admitía del exterior se filtraba a través de unas persianas de junquillo.

En una de las películas favoritas de Ethel vistas en televisión, Marruecos, con Marlene Dietrich y Gary Cooper, todas las aberturas de ventana estaban cubiertas con mamparas rayadas y la luz caía sobre las caras marcando líneas. Marruecos se convirtió en su inspiración.

La cena tenía que servirse en una mesa que no se alzaba más de treinta centímetros sobre el suelo; el jefe de la casa podía tenderse entre platos como un rey oriental.

Representaba correr un gran riesgo -Teddy podía no estar absolutamente de acuerdo con todo eso-, pero Ethel decidió llevarlo a cabo. Planeaba una sorpresa explosiva.

Pieza por pieza, acumuló los materiales que necesitaba en el cuarto de trastos en el sótano del bloque. Compró una pequeña sierra para acortar las patas de las mesas y las sillas, y algunos dedales de goma para colocar en los extremos. Finalmente un juego de bombillas de color; no era admisible la luz blanca.

Llegó el día. Ethel dijo que no se sentía bien, y que no iría a clase.

Cuando Teddy llegó a casa aquella noche, entró en un…

– Un serrallo, por el amor de Dios -dijo riendo nerviosamente.

Dijo a Ethel que le gustaba y que la cena, langosta al curry, era formidable y que era agradable tenderse en el suelo, con la cabeza encima de una almohada entre plato y plato, incluso entre bocado y bocado. Ambos podían tenderse en el mismo lado de la mesa y la cena podía interrumpirse para los juegos personales.

Todo bajó fácilmente con la ayuda del «Soave Bolla», que recordó a Teddy lo que ella esperaba que le hiciera recordar, su boda.

Pero al cabo de pocos días, Ethel se dio cuenta qde que Teddy de nuevo estudiaba en el alojamiento de su antiguo compañero de cuarto en la base. Y cuando le preguntó la razón, él respondió:

– Este lugar, ¿no es más apropiado para el amor?

– Yo estudio perfectamente aquí.

– Bueno, estupendo.

– Estoy contenta de que el lugar te parezca bien para algo.

– Por la noche, es un lugar formidable -dijo él.

Teddy no podía razonablemente poner objeciones, pues Ethel, que estudiaba allí (él no sabía cuándo ni podía entender cómo), progresaba en sus estudios. Aquello para lo que él necesitaba días, ella lo dominaba en unas horas y más tarde lo repetía ante su instructor. Al principio, el hombre pensó que ella no podía saber realmente de lo que estaba hablando, su tono era demasiado «femenino». Pero cuando le pidió que le explicara las lecciones, ella lo hizo a la perfección.

La Pascua brindó a ambos unos días de vacaciones. Volaron a Florida.

– No vas a creer esto, papá -dijo Teddy a Costa- pero sus notas son mejores de lo que eran las mías.

– Tienes razón -respondió Costa-. No lo creo.

Estaban cenando; Ethel, observó Teddy, estaba familiarizada con su cocina y sus rituales. Ayudó a Noola a servir la comida, y especialmente mantuvo lleno el plato de Costa. Teddy se sintió satisfecho al ver las buenas relaciones de su esposa con su padre.

– ¿Sientes algo mágico? -le preguntó cuando se fueron a la cama-. Porque un par de días antes de que viniéramos a casa mi padre consultó a ese viejo de Tampa en quien tanto confía y ese excéntrico santurrón vino aquí con un niño pequeño y, mientras el cura recitaba las plegarias del caso, el chico estuvo revolcándose en nuestro colchón, este colchón sobre el que estamos ahora. ¿Sientes alguna magia?

– ¿Es que Costa no sabe que tomo la pildora?

– Ellos no tenían pildoras en la isla de Kalymnos.

El día siguiente era domingo, día en que Costa solía visitar la tumba de su padre. Anunció a Teddy que iba a llevarse a Ethel; parte de su enseñanza en las doctrinas familiares.

Fueron caminando hasta Tarpon Springs. En la Pascua, las vallas de las casas de la comunidad griega estaban recién pintadas de blanco. Dieron la vuelta hasta detrás de un almacén de licores y hallaron una vieja carretera inclinada descendiendo por entre viejos robles de los que el musgo negro de Florida colgaba como mortajas desgarradas. Más allá de los árboles, Ethel vio un pequeño estanque, y un cementerio al lado. Algunas de las tumbas tenían lámparas colocadas al extremo de pértigas, «luces eternas» alimentadas por gas propano. No había nadie.

Costa fue directamente a su objetivo. En la lápida, protegido detrás de un vidrio, había una fotografía del padre de Costa, y debajo algunas ofrendas: un tiesto con narcisos y otro tiesto menor con violetas africanas.

Costa se sentó al pie de la lápida e indicó a su nuera un lugar a su lado. Se volvió entonces hacia el retrato.

Ethel estudió la imagen; era todavía más feroz y más obstinada de lo que ella había esperado, los ojos permanentemente semicerrados de mirar al mar, riguroso y brillante.

– Un tipo duro -dijo Costa.

– Tiene tu mismo aspecto, papá -dijo Ethel.

– Era mejor hombre que yo. Algunas veces me cuesta decidir. ¿El? Nunca. Lo sabía todo. Quiero decir, lo que debía saber. No leía libros, etcétera, no se preocupaba por todo eso.

– ¿Murió aquí?

– Murió en la cama donde tú duermes ahora. Cuando murió di la habitación al chico Teddy. También mi padre tenía ese nombre, pero nada de Teddy con él. ¡Theophilactos! Capitán Theo en el bote.

– Parece mucho del viejo mundo -dijo Ethel-. ¿Comprendes lo que quiero decir?

– No.

– Igual que tú te sientas a la mesa: «¡Noola, la sopa! ¡Noola, la carne! ¡Noola, mi café!» Ella está allí para servirte.

– Mi padre, peor. Cuando sentados a la mesa con él, nadie habla. ¡Míralo!

Ethel miró a Costa en su lugar. Impulsivamente lo abrazó.

– ¿Por qué haces eso? -preguntó él.

– Porque te quiero, papá, y quiero que sepas que haré cualquier cosa para que seas feliz.

– Una manera.

– La sé.

– También hablo por ese hombre. -Indicó la fotografía y la lápida.

– Lo sé.

– Noola me ha dicho que pones algo ahí dentro -dijo.

– Tomo la pildora.

– ¿Pildora?

– Eso es. Pero el día que salga de la Marina, no lo haré más -dijo Ethel.

– ¿Prometes?

– No tengo espera. Ya le dije a Teddy…

– Ahora te digo secreto. Noola furiosa contigo. Ella cree que tú haces daño al chico. Ya sabes cómo ella es. Noola es una leona, ya lo ves.

– Me gustaría que me quisiera.

– No esperes eso de las madres. ¡Mucho menos de mujer griega! Ahora, escúchame.

– Estoy escuchando.

– ¿Marina para mujeres? Puedo asegurarte, ¡nada bueno! Quiero que lo dejes mañana. Porque así sé que podré tener un nieto.

– Yo quiero lo que tú quieres.

– Abandona. Yo explico a Theophilactos, explico bien, no te preocupes.

– El problema no es Teddy, sino la Marina. Una vez te alistas no puedes dejarlo así como así.

– Esto es demasiado importante para dejarlo. Diles que yo he dicho…

– No es tan fácil.

– Entonces yo les digo. Voy allí, y arreglo todo.

Ethel se echó a reír.

– Crees que puedes hacerlo todo, ¿verdad papá?

– Todo lo que está bien -respondió Costa.

Ethel buscó en su bolso y sacó una cajita pequeña de color azul.

– Te prometo -dijo- que el día que salga, yo…

Azorado, Costa desvió la cabeza. -Bueno, bueno… -dijo.

– El día que salga tiraré esto.

– Si te molestan, déjalos. Ven aquí. ¿Cómo demonios te encontrarían aquí? ¿Qué crees?

– Esto es lo que yo estaba pensando -respondió Ethel.

– Así que, ¿terminado? -dijo Costa.

– De acuerdo, papá.

En cuanto a él se refería, con ello se cerraba la cuestión. Sacó una escobilla del bolsillo de atrás y barrió la lápida de piedra gris.

– Ve, trae agua -ordenó, señalando el estanque-. Ten cuidado, serpientes.

Encontró un viejo bote de café colgado de un clavo en un árbol. No vio serpientes, pero sí peces, grandes peces, que lompían la superficie del agua.

– Mújoles -le dijo Costa cuando ella regresó-. Yo no como ese pescado. Para negros.

Sacó un pañuelo de su bolsillo de atrás, lo empapó en el agua y lavó cuidadosamente el cristal que protegía la fotografía. Al nacerlo le habló del linaje que ella debía continuar.

– La gente griega, en lo que llaman Grecia ahí abajo, muy mezclada, quién sabe cómo, albaneses, rumanos, búlgaros, egipcios, hasta turcos. ¡Dios sabe qué clase de bárbaros! Servios también, sirios, yugoslavos, italianos, toda clase de basura, ¿sabes? Pero en Kalymnos, en la isla donde yo nací, próxima a Turquía no importa quién vaya allí, soldados, marinero, mercader, no nos mezclamos con nadie. ¡Ahora tú!

Detuvo su tarea y la miró, midiéndola. Ella sintió un escalofrío.

– Tú. La primera vez nueva sangre. Te vigilo bien, recuerda, antes de decir de acuerdo. Mi padre, te garantizo totalmente, no hubiera dado el permiso. Diría no. En seguida. Una mirada, ¡no! Míralo.

Ethel miró la fotografía y supo que Costa decía la verdad. Iba más allá de la imaginación el pensar que el viejo Theophilactos la hubiera aceptado.

– Yo veo lo que eres -dijo Costa.

– Sí. Ya entiendo.

– La primera de fuera.

– Sí, ya entiendo.

Ethel permaneció sentada, cabizbaja y silenciosa, mientras Costa lavaba la piedra. Ahora tenía una familia, una familia superviviente de guerras e invasiones, de conquistas y esclavitud, de hambres y otras plagas. La familia sobreviviría aunque ella fallase. Pero ella no fallaría. Junto a esa tumba, Ethel aceptó el papel que le había correspondido.

Se lo dijeron a Teddy durante la cena.

Teddy se puso furioso.

– No puedes hacer eso -dijo.

– ¿Por qué, cariño? -preguntó Ethel.

– Porque firmaste un contrato, diste tu palabra a la Marina. No es algo que puedas abandonar de esa manera. Además, ellos vendrían a buscarte.

– ¿Y cómo sabrán dónde estoy?

– Me lo preguntarán a mí.

Costa habló entonces.

– Tú no lo digas -dijo.

Teddy se volvió hacia su padre.

– Ya sabía que esto era idea tuya -dijo.

Costa repitió.

– Diles que no sabes nada.

– No puedo hacer eso.

– De acuerdo entonces.

– De acuerdo, ¿el qué?

– Deja que vengan a buscarla.

– Sí, ya sabía yo que eras tú, papá. Desde el primer momento que la viste, me has hecho la vida imposible. ¿Cómo podía yo tratarla del modo que tú lo has hecho, llevándola por toda la ciudad, y todo el mundo besándole el trasero…?

Inesperadamente, Noola intervino.

– Tiene razón, Costa. La has mimado. Todos haciéndole regalos, como si fuese un honor el conocerla, y ese viejo bobo de Aleko Iliadis, haciéndole de chófer particular con su arruinado «Chevy» y diciéndome que lavara la ropa interior de la chica.

– ¿Cómo podía yo esperar que regresara a la base, en donde la vida es disciplinada y honesta? -preguntó Teddy-. Bueno, ya no lo espero. Pero te diré algo, cuando la Marina venga en su caza, que como hay Dios va a venir… -Teddy se volvió hacia Ethel- yo no voy a mentir y mentir y mentir por ti, no lo haré otra vez. Estás haciendo algo que no está bien y yo estoy en contra y no quiero tomar parte.

Comieron silenciosamente. De vez en cuando Teddy miraba de Ethel a su padre, y ellos se dieron cuenta de lo enfadado que estaba y la amargura que tenía, y de que era permanente.

Cuando Noola se levantó para quitar la mesa, besó a su hijo.

Costa no tenía nada que decir. Como de costumbre, se sentó frente al aparato de televisión y estuvo mirando un western. Tenía lo que deseaba y no dudaba de que todo estaba bien.

Más tarde, cuando estuvieron solos en su dormitorio, Ethel intentó hacer las paces con su marido. Pero él la rechazó.

Permanecieron tumbados en la oscuridad, uno al lado del otro, sin hablar.

– No quiero que hagas eso -dijo Teddy finalmente -. Lo que estás haciendo.

Ethel no respondió.

– ¿Estás dormida?

– No -dijo ella-, ya te he oído. Este fue todo su comentario.

Algo más tarde, Ethel lo oyó reír, una especie de risa sarcástica, y le preguntó:

– ¿Qué es eso tan divertido?

– Algo que me dijiste hace tiempo.

– ¿Y qué era?

– «Quiero obedecerte.» ¿Te acuerdas que lo dijiste? «Quiero que me pegues -dijiste-, que me sacudas cuando no haga lo que tú me digas.» ¿Te acuerdas?

– Bueno, pues aquí tienes tu oportunidad -dijo Ethel-. Adelante.

Teddy no se movió.

– Ahora ya es demasiado tarde -dijo él-. Quizás ayer, pero después…

– A lo mejor es que no te importa demasiado -dijo Ethel.

– También podría ser eso.

– Teddy -le dijo ella, volviéndose hacia él-, lo que estoy haciendo… lo hago por ti.

– ¡Por mí!

– Por tu familia. De modo que me parece que no deberías enfadarte conmigo.

Pero Teddy estaba muy enfadado. Durante los cuatro días que permaneció en Florida no le hizo el amor.

Al finalizar la semana, regresó solo a San Diego.

Al día siguiente de haberse marchado, Ethel entregó la pequeña cajita color azul a su padre.

Costa la guardó todo un día, examinándola en secreto. Al día siguiente pasó cerca de una quema de basura detrás de la hilera de tiendas del muelle de Tarpon Springs y arrojó la cajita a las llamas.