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Ethel, instalada en la casa de Costa, dormía en la vieja cama de Theophilactos y se comportaba como una mujer encinta. Se despertaba tarde, y sola, marido y mujer habían salido, ella para trabajar y él para encontrarse con sus amigos tomando café, Ethel gozaba de un desayuno pausado, lavaba los platos sucios, y se hacía la cama. Después, presa todavía en el encanto de autocomplacerse, prematuramente embarazada, limpiaba la casa, dejándola tan aseada como una ilustración de revista.
Anteriormente, no había sido capaz de estar sola. Ahora atesoraba cada momento de silencio. Su único problema estaba en cómo reunirse con su marido para producir el hijo que todos estaban esperando. Y se sentía feliz al posponer ese problema. ¡Si hubiera podido fecundarse ella misma!
Compró un auto de segunda mano y exploró la costa oeste de Florida. Sobre ruedas estaba todavía más sola que quieta en casa; nadie podía aproximarse a ella. Al cabo de una semana había caído en una rutina de soledad. Preparaba un almuerzo -un simple bocadillo y un puñado de aceitunas pequeñas, carnosas-, llenaba un termo con un té de hierbas endulzado con miel y se dirigía hacia la primera playa al sur de Tarpon Springs. Allí, en Dunedin, encontraba la arena más fina, tendía una vieja sábana de color rosa que Noola le había dado e instalaba el parasol verde.
Acogida dentro del círculo oscuro de sombra, pasaba el calor de cada día leyendo biografías femeninas. Pasó de Anne Lindbergh y Eleanor Roosevelt a las chicas de la cuadra de prostitutas de Iceberg Slim. Se interesaba especialmente por las respuestas de estas mujeres a su mala suerte y los motivos por los que algunas de ellas lograban triunfar.
Sola en medio del calor, leía hasta quedar amodorrada, comía entonces lentamente, sorbiendo el dulce té y contemplando las olas de la mar gruesa y las aves que sobrevolaban encima, dormía y se despertaba fresca y dispuesta. Entonces hacía lo que hubiera hecho la mujer embarazada de un soldado en misión a ultramar: escribía una larga carta a su marido, llena de amenidades, un catalogo de trivialidades, idas y vueltas, hechos y pensamientos, detallados minuciosamente a la hora y escritos con tanta escrupulosidad que no era posible que Teddy se quejara: no cuenta lo que hizo entre las cuatro y las cinco del jueves, ¿qué estaría luciendo entonces? Todas las horas tenían su explicación… no porque Teddy lo hubiera solicitado, sino porque eso era lo que ella deseaba hacer.
Habiendo pasado ya todo el día, cerraba el sobre con la lengua, y después un beso en cruz y se paraba en la oficina de correos para enviarlo a California. Cumplido su deber, daba una ojeada al perímetro del kentron de Tarpon Springs, el parque de arbustos de verde polvoriento por detrás de un círculo de bandos, para comprobar si el viejo estaba todavía sentado con sus camaradas -Costa terminaba el día igual como empezaba- y si él estaba allí esperándola, como solía estar, lo llevaba a casa.
Esta era su costumbre. Lentamente se iba ganando a Teddy; hasta estaba haciendo camino con Noola; y en cuanto a Costa, ¿qué quedaba por ganar? El había sido suyo desde el principio.
Durante un mes, Ethel nunca faltó a la hora de cenar. Hasta llegó a ofrecerse para ayudar durante el día en «Las 3 Bes». Pero la temporada de turismo ya estaba terminando; esos pájaros de estación estaban desapareciendo. Noola le dio las gracias, pero declaró firmemente que no se necesitaba la ayuda de Ethel, no entonces; otra vez sería.
Algunas veces, en medio de la noche, Noola creyó oír sollozos a través de las paredes. Pero no estaba segura. Cada mañana Ethel aparecía más radiante, de modo que Noola no dijo nada a su marido.
Delicadamente, Ethel trató de comunicar algo de todo esto a Teddy, pero rompió la carta. No podía explicar el porqué sentía que esa vida pasiva, tranquila, la estaba llevando de nuevo a una zona peligrosa.
Pero sí sabía que ese nuevo tipo de peligro la atraía. El peligro siempre la había atraído.
Confiaba únicamente en que Teddy creyese una cosa: que ahora no recurriría, como lo habría hecho poco tiempo atrás, a otro hombre.
– Soy fiel -firmaba en sus cartas diarias.
Pero Ethel tenía una vida secreta, que no era fiel. Porque por ejemplo, a pesar de las cosas terribles que le había hecho, se acordaba a menudo de Julio con cierto respeto. No tenía ni la más mínima idea del porqué de ese respeto, y no se sentía satisfecha de sí misma por ello. Pero era evidente. Hasta se sentía de algún modo extraño algo unida a ese hombre. Es cierto que no deseaba verlo de nuevo, nunca más; era demasiado peligroso, demasiado loco. Pero, ¿cómo podía ella evitar el sentir respeto por un hombre que cargaba con tanto dolor? Y en cuanto a su modo de defenderse de su angustia… aún con asombro, Ethel lo defendía consigo misma. ¿Qué podía hacer el hombre con su angustia? ¿Disimularla? ¿Guardar silencio como Teddy? ¿Pretender que todo iba bien? ¿Parecer un hombre feliz? ¿Ser civilizado? El hecho simple era que sus redaños no estaban protegidos.
Ethel, a menudo, se sentía más cerca de ese hombre que de su marido.
Esto, naturalmente, no intentó explicárselo a Teddy.
Teddy respondía brevemente a sus cartas, no disponía de tanto tiempo como ella, o no escuchaba bien lo que ella le contaba. Sus exámenes habían sido duros, decía; esperaba haberlos pasado bien. Su futuro («el de ellos», escribió él) consiguiera o no ingresar en la Universidad de Jacksonville y convertirse en un oficial, dependía de los resultados.
En una carta le decía, con cierto tono de formalidad, que lo habían estado interrogando acerca de ella y de dónde estaba.
– Les he dicho la verdad -dijo, como si ello justificara el asunto. No le decía lo que ellos, las autoridades, iban a hacer en cuanto a su deserción-. Has estado ausente más de treinta días ya -escribió- y esto es lo que ahora se llama, deserción… un asunto muy serio, es mejor que te prevenga.
A Ethel le importaba un comino lo que ellos hicieran. No lo dijo a Teddy de este modo.
Sus relaciones se enfriaron. En cada carta diaria.
Pero se acercaba el momento, Ethel lo sabía, en que tendrían que encararse nuevamente intentando empezar de nuevo. Ella no le daba prisa a él, y él no la presionó tampoco. Ethel tenía grandes sospechas de que a Teddy le gustaba estar solo tanto como a ella. Así se lo había insinuado él. Ella sabía que él estaba convencido de que sus estudios iban mejor si ella no estaba cerca. Ella misma lo había comprobado. Pero ahora lo sabía también por su propio sentir cuando se despertaba por la mañana, sola en la vieja casa, y disponía de todo un precioso día de silencio ininterrumpido frente a ella.
Ahora Ethel se daba cuenta de cuánta fuerza vital absorbe de una persona una relación permanente.
Este era el hecho: ahora podían estar juntos sólo porque no estaban corporalmente juntos. Esta indiferencia placentera, esta separación amistosa pero total, hubiera podido convertirse en su relación permanente a no ser por el apremio de Costa.
Un día Costa preguntó a Ethel cuándo pensaban, ella y Teddy, comenzar a afrontar su responsabilidad familiar. Ella esquivó la respuesta, diciéndole que escribiría a Teddy y ya verían lo que él sugeriría.
Teddy respondió que como fuese que no tenía ninguna vacación en su agenda, dependía enteramente de ella; ella debería ir a visitarlo. Pero no la presionaba.
Siendo un asunto familiar, Ethel lo discutió con Costa. Su juicio fue:
– No importa lo que él diga, ¡quiero que vayas allí ahora! Me estoy haciendo viejo aguardando aquí.
Como cabeza del clan, su palabra era ley. Ethel tenía que estar de acuerdo. Pero, habiéndose aferrado a la vida solitaria que había encontrado, no quiso fijar una fecha de partida, diciendo que no estaba lista todavía para ir.
– ¿Por qué no? -preguntó Costa.
– En primer lugar, he de comprarme un vestido nuevo.
Costa ordenó a Noola que fuese con Ethel inmediatamente, esta vez a Clearwater, a comprar el condenado vestido.
Arriba y abajo de la calle comercial, buscaron durante dos horas entre montones de vestidos. Compraron finalmente un vestido de un tono delicadamente rosado.
– Resultas tan bonita con ese vestido -dijo Noola-. Me siento orgullosa de que seas mi hija.
Ethel se ruborizó. Fue la primera cosa agradable que Noola le había dicho.
– Mira quién se ruboriza… ¡Como una niña!
– Lo sé -dijo Ethel-. Aún me sucede eso. Es tan embarazoso…
– Es señal de algo bueno -dijo Noola-. Tu corazón debe estar limpio, ¿qué crees tú?
De regreso a Tarpon Springs, Ethel reveló a Noola que estaba haciendo cálculos con el calendario. Cuando llegaron a una luz roja sacó un pequeño calendario de su bolso y le enseñó las fechas que había marcado con un círculo, sus días fértiles.
– ¿Ves? No hay prisa -dijo-. Sólo hay esos tres o cuatro días. Entonces Ethel le preguntó a Noola lo que había estado pensando tantas veces.
– ¿Qué usas tú?
– Nada -dijo Noola.
– ¿Nunca?
– Nunca.
Ethel se daba cuenta de lo duro que le resultaba a Noola pronunciar esas dos palabras, de modo que no la presionó. Pero Noola añadió por su cuenta:
– Después de un hijo, un chico, gracias a Dios, me sequé. Costa quería más, estaba siempre empujando y empujando. Pero eso fue todo lo que Dios quiso darme.
– Pero tú eres feliz -le dijo Ethel -. Teddy es un muchacho muy bueno.
Habían llegado a otro semáforo en rojo.
– Soy lo suficiente feliz -respondió Noola-. ¿Por qué debería ser más feliz? ¿Es que una mujer es feliz realmente alguna vez? Tengo a Costa. El es la historia de mi vida.
Ethel la abrazó antes de que la luz cambiara.
Un mediodía, cuando el calor apretaba más, Ethel vio a dos hombres caminando a la ventura por la playa de Mangrove Still, lanzando piedras planas sobre la superficie del agua grisácea. Ethel conocía los uniformes. Patrulla de costa.
Estaba tendida sobre el vientre y se había quitado la parte superior del biquini. Deliberadamente no se lo puso, colocando el libro un poco alto para que cubriera parte de su rostro, y fingiendo estar dormida. La pareja pasó a unos seis metros, y tratándose de jóvenes bien educados, no miraron a la mujer joven desnuda del pecho. Sin embargo, a una distancia decente, se sentaron y fingieron estar matando el tiempo. Ethel podía sentir su atención, aunque lujuriosa, no oficial. Después de estar veinte minutos fingiendo que no la observaban, se sacudieron la arena de sus chaquetas, se ajustaron las bandas que llevaban en las mangas para que las iniciales «SP» fuesen visibles, y se alejaron.
Deteniéndose en la primera cabina telefónica que pudo encontrar, Ethel llamó a «Las 3 Bes».
– Sí -dijo Costa-, dos chicos de la Marina, han venido, me han preguntado. Chicos finos, seguro. Les digo que estás fuera de la ciudad. ¿Dónde?, me preguntan. Tucson, Arizona, prueben allí, les digo. Quizás ella haya ido a ver a su familia.
Decían tener información cierta, le dijo Costa, de que ella vivía con su familia política. ¿Podían dejarse caer esa noche en su casa? No es que dudaran de su palabra, pero debían informar que habían estado allí. «¿Por qué no? -preguntó Costa-. Les daré café. ¡Noola! ¡Prepara café! Miren, señores, ¡conchas bonitas!»
Además de las conchas ellos compraron dos esponjas.
– Creo que ha llegado el momento -dijo Ethel-. Dile a Noola que si mira al fondo de mi armario encontrará mi maleta preparada para marchar. Dejaré el auto en el garaje de Koundoros. A lo mejor tú puedes avisar a Aleko para que me recoja allí y me lleve al aeropuerto de Tampa.
Ethel aborrecía tener que marchar. Por una serie de accidentes había encontrado la vida que creía perfecta; le molestaba aquella intrusión sin sentido de autoridad uniformada.
Cuando llegó Aleko en su «Chevy», Ethel sentía una rabia sorda.
Costa estaba en el asiento posterior. La ayudó a entrar.
– Agáchate, agáchate -le dijo, dramatizando el asunto.
Ethel hizo lo que se le ordenaba, pero de muy mala gana.
– ¿Qué te pasa, no te encuentras bien hoy? -le preguntó él. Ella no respondió.
Poco después, cuando ella seguía sin dar respuesta a sus intentos de conversación, Costa soltó una exclamación de:
– ¿Qué demonios te pasa hoy?
Cuando llegaron al cruce, todos se sentían más cómodos y Ethel respondió a las preguntas de Costa con una historia.
– Cuando yo tenía diez años, mi clase de la escuela fue enviada de vacaciones a una granja del Este. Nuestros maestros y nuestros padres pensaron que, por ser nosotros chicos del desierto, debíamos aprender sobre los árboles allí en donde crecen verdes. Aproximadamente a un kilómetro de donde nosotros estábamos, arriba en la colina, vivían un granjero y su familia. Cultivaban uvas Concord y manzanas Mclntosh y cerezas negras y los melocotones más deliciosos de carne dorada. Tenían también toda clase de animales, gallos feroces y lindas gallinitas blancas Leghorn, corderitos y un macho cabrío de muy mal genio, caballos de faena y de monta, cabras y un rebaño de vacas lecheras. Un día, toda la familia -el hombre era húngaro, polaco o algo parecido y tenía nueve hijos y cinco nietos-, todos ellos bajaron de la colina en procesión, trayendo una vaca. Sobre la cabeza del animal habían apilado flores y alrededor de su pescuezo ataron cintas en las que colgaron pequeños cascabeles. Bajaron lentamente pasando por nuestro lado, y era un auténtico espectáculo, aunque nosotros, demasiado pequeños, sólo teníamos una vaga idea de lo que se trataba. Todos reían, jugando con la vaca, bromeando entre ellos, los chicos haciendo guasa y las chicas ruborizándose pero ¡todos tan felices! Excepto la novia. Aquella vaca avanzaba por su camino, cumplidora de su deber, su barriga y tetas balanceándose de un lado a otro. No tenía otro remedio sino ir adonde ellos la llevaban. Bueno, ¿qué es lo que me preguntabas, papá?
– Eh, tú, Levendis -dijo Costa-. ¿Qué es lo que tú has oído desde ahí?
– No he oído nada. ¿De qué está hablando ella, de una vaca? ¿Y a quién le interesan las vacas?
– Ahora voy a contarte de otro animal que yo conozco -dijo Ethel-. Mi padre tiene una yegua. Se llama María pero la llaman The Bitch porque es muy difícil de manejar. No permite que nadie la monte, excepto mi padre. Pero observé que, aunque todos la llamaban The Bitch, la trataban con respeto. Tienen la mayor consideración con esa yegua y vigilan su dentadura y sus pequeñas pezuñas afiladas. Le dan el mejor establo de la cuadra y una silla de montar que lleva su nombre. No la entregarán a cualquier garañón viejo, no señor. Únicamente al mejor semental del Oeste. Ella debe saber eso; se le nota el orgullo en el porte. En sus ojos hay algo que otros caballos no tienen. Pues bien, todos me decían: no subas a esa yegua, mantente apartada de ella. Pero, ya me conoces: tenía que montar esa yegua para escupirles a la cara. Y tal como ellos me decían, la yegua me tiró. Pero le hablé entonces, y le ofrecí respeto y no un escarmiento, y le dije: «¡Tú eres mi hermana, Bitchl» Y la monté de nuevo y dimos un paseo formidable y yo supe que nadie, nunca, había atado un cencerro de latón alrededor del pescuezo de esa yegua y que nadie lo haría jamás. Así que, dime, qué preferirías ser, ¿la vaca o The Bitch'?
Costa bostezó.
– ¿Te aburro, papá? -preguntó Ethel.
– Algunas veces sí. Si los paramythia fuesen hechos auténticos, sería sencillo arreglar la vida.
– ¿Qué es lo que has dicho… para qué?
– Cuentos de hadas. Fábulas de Esopo. Nada. Tú no eres una vaca ni tampoco un caballo. Hay las leyes de la Naturaleza que forman parte de Dios y a Ella maldito si le importa si a ti te gustan o no. No te pide tu opinión. No espera que le des el visto bueno. Has de aceptarla como viene. Esa es tu situación.
Costa la acompañó hasta el avión.