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Esperando en el aeropuerto a que aterrizara el avión de Ethel, Teddy pasó la mano por debajo del asiento del auto y encontró el pañuelo de papel que había visto tirar a Dolores. Un pliegue estaba manchado con lápiz de labios.
Miró el reloj eléctrico en el panel de controles que tenía un cuarto de hora adelantado para no llegar nunca tarde, y conectó el motor para poner en marcha el aire acondicionado. Teddy sudaba cuando se sentía culpable.
Ethel, compuesta y tranquila, lo besó alegremente y entró en el auto sin la ayuda de él. Se sentó en medio del asiento frontal, pero no se acercó en ningún momento. Camino de casa, dio un informe rutinario sobre la salud y disposición de sus padres y del estado del tiempo en Florida. Caluroso. Ethel no se mostraba hostil. Sólo reservada.
Teddy sospechó de ella. Ethel tenía unas fuentes de información instintivas; sus presentimientos no la engañaban. ¿Habría adivinado alguna cosa?
Si se trataba únicamente de que estaba cansada, «que no tenía el humor», eso no importaba; usaría el resto.
Cuando entraron en el serrallo de patas cortas que llamaban su hogar, su único comentario fue:
– ¡Oh, fíjate en todo eso!
¿Habría olvidado Ethel que ella misma lo había hecho?
Teddy había traído a Dolores aquí en una ocasión.
– Vaya, pues sí que preparó un bonito lugar tu mujer -había dicho Dolores -. ¿Por qué demonios se lo permitiste?
– Estaba tan condenadamente nerviosa aquella semana… – comenzó a explicar Teddy.
– Vayamos a mi casa -respondió Dolores -. Esto me pone enferma.
Teddy oyó un rasgón. Ethel había arrancado una hoja de su curriculum mimeografiado y había ido a la cocina. Teddy la siguió y se detuvo en el umbral de la puerta. Hacía dos meses que se había parado en ese mismo lugar y ella se le había acercado poniendo su rodilla entre los muslos de él, tratando de llevárselo a la cama. Aquella noche ella tenía prisa. Ahora estaba haciendo una lista para la compra. Era una afrenta para el orgullo de Teddy.
– Ya se que todo está hecho una porquería -dijo Teddy-. Lo que yo necesitaba aquí era una mujer.
– Lo que necesitabas era una aspiradora -respondió Ethel.
Fueron en el auto al supermercado, que servía a cuatro bloques, veinticuatro horas al día. Teddy observó que Ethel compraba cosas en cantidad limitada: media docena de bollitos, dos suflés de espinacas congelados, dos bróculis cortados y congelados, ocho croissants para desayuno, una docena de huevos; por la mañana ella se tomaba uno, él dos.
Al parecer estaba comprando para un número preciso de días. ¿Cuatro?
Cuando él le llamó la atención sobre gente de la base que cruzaba por los corredores, ella se mostró indiferente.
– ¿Ya sabes que te pueden coger aquí, igual que en Florida? -le dijo-. Ahora estás en todas las listas.
– No creo que sus computadores trabajen tan de prisa -respondió ella-. Aún me tienen en Florida. Cuando se pongan al corriente, yo ya me habré marchado.
Así que, pensó Teddy, cuatro días.
Dolores. Hacía una semana que la conocía. Ella había llenado el vacío. Una mujer no puede abandonar a su marido durante semanas sin que se exponga a eso. Ethel tenía la culpa. Así que, Dolores.
Dolores le había dado un nombre cariñoso. Pacha. Dijo que él era un príncipe oriental. A ella le gustaban los hombres oscuros, crueles. Una vez él la golpeó cuando ella tenía el orgasmo. O pretendía tenerlo. ¿Quién lo sabría de cierto en estos días?
Pero Dolores era suficiente por sí misma; era la secretaria número uno del teniente-comandante Bower, el oficial al mando de la base. Su jefe la consideraba la perfecta secretaria, pues, además de todo lo demás, ella sabía los aniversarios de los hijos del teniente. Profesionalmente, era eficiente, discreta y controlada. En la cama era un demonio. El apodo que Teddy le daba era Piernaslocas, a causa del modo en que ella le rodeaba la espalda con las piernas. Algunas veces le golpeaba en la espalda con los talones. Y con todo eso, Teddy le gustaba. O parecía gustarle.
Cuando él había terminado, ella le colocaba el pene sobre el muslo y lo contemplaba. Dolores siempre ponía una toallita debajo de la almohada, una costumbre adquirida en su segundo matrimonio, pero prefería pañuelos de papel para el trabajo intimo. Tenía debilidad por los pañuelos de papel. Tiraba de uno, dos, tres y enjugaba el miembro de Teddy cariñosamente, cogiéndolo gentilmente en su mano ahuecada.
– Rosado como un bebé -solía decir- y tan blando ahora.
Se levantaba entonces, encendía un cigarrillo, chupaba profundamente y después colocaba el cigarrillo en los labios de Teddy, dejaba que él sorbiera, le besaba, tragándose el humo de Teddy, y cogía otra vez el cigarrillo. Y así sucesivamente. Juegos.
– Nadie, desde Livingstone, ha entrado tan profundamente en el oscuro interior -le había dicho la noche anterior-. Espero que te retires a tiempo para ir al encuentro del avión de tu mujer.
Dolores sabía que el elogio de una mujer es el mejor afrodisíaco, de modo que Teddy no tardó mucho rato en volver a ello de nuevo.
– ¿Te complazco? -preguntó ella.
– Me complaces como un demonio.
– Si deseas algo diferente, dímelo.
A pesar de toda esa eficaz adulación, a Teddy no acababa de gustarle Dolores. Por ejemplo, ella le contó historias sobre otros hombres, sus fracasos y sus debilidades. Hay un viejo proverbio que dice: «Si hablan de los otros, hablarán también de ti.» De modo que Teddy no confiaba en Dolores.
Pero, ciertamente, ella llenaba el vacío.
Teddy observó que Ethel ahora parecía sentirse mucho más a gusto en la cocina. La cena era deliciosa, y preparada con facilidad.
– Voy a tomar un baño -dijo ella después que hubieron lavado los platos.
Teddy no lograba acordarse, ¿solía ella tomar baños después de la cena? ¿No tenía la costumbre de bañarse por las mañanas? Nunca, anteriormente, había tomado un baño cuando él la esperaba en la cama, y a buen seguro, ella nunca había permanecido tanto tiempo en la bañera. Teddy se estaba durmiendo. Podía hacerlo en cualquier instante. Le estaría bien empleado. Ninguna mujer debería atreverse a hacer esperar a un griego tanto tiempo en la cama. ¿Quién demonios se creería ella que era? Teddy miró el reloj. Ethel había estado en aquella bañera casi media hora. ¿Qué estaría haciendo ahí? ¿Qué es lo que estaba pensando? Ahora salía. Desnuda. Se dirigió hasta su bolso, sacó algo y volvió al cuarto de baño. Teddy oyó que cerraba con el pestillo. ¿Cuándo se había encerrado ella anteriormente en el cuarto de baño? ¿Habría dejado de tomar la pildora y utilizaba algo diferente? Pasó más tiempo. ¡Oh, que se vaya a la mierda! El estaría dormido cuando ella finalmente le hiciera el honor de venir a la cama, y si no estaba dormido, lo fingiría. De ese modo su dignidad quedaría a salvo.
El dejó que ella creyera que tendría que despertarlo, actuó soñoliento, manteniendo los ojos cerrados mientras ella lo acariciaba. Teddy recordaba que ella solía decirle:
– No. Todavía no estoy a punto, espera un poco más, niño mío. -Pero ahora era el Pacha el que conducía el espectáculo, y él decidiría quién estaba a pumo y cuándo. Ahora la hacía esperar hasta que a él le viniera en gana. Se sentía bien haciéndolo.
Ella solía decir:
– Me duele cuando entras de esa manera.
Pero él lo prefería de esa manera. Le proporcionaba el placer de la violación. Lo que a él le gustaba realmente era una violación parcial. Se complacía en forzar su entrada, poco a poco, y sentirla que ella se abría para él, más y más profundamente, cuando él estaba dentro de ella.
Ahora era cuando iba a permitírselo. Ahora él estaba dispuesto.
Y entonces vino la sorpresa. Ethel lo tomó en su mano y, como si fuese un instrumento, lo insertó con cuidado, rápida y netamente y ¡oh sorpresa! Ella estaba perfectamente lubricada, hasta lo más profundo. Y, entonces, otra novedad: ¿qué demonios estaba sucediendo? Normalmente, ella hacía todos los esfuerzos para prolongar la estancia de Teddy dentro del cuerpo de ella, jugando con él, quedándose quieta, distrayendo su mente, todo lo que los artículos de las revistas femeninas aconsejaban a una mujer para obtener la satisfacción que tenía, según descubrimiento reciente, derecho a lograr. Los esfuerzos que ahora hacía Ethel parecían encaminados a hacerle terminar tan pronto como fuese posible. Acabar con ello. Y así fue. Estaban tendidos, uno al lado del otro, mirando al techo. Teddy no pudo evitar el pensar en D. ¡No había comparación! D. realmente lo quería. D. ponía un cojín debajo de su trasero. D. enrollaba las piernas en su espalda. D. arqueaba su espalda para alzar y ofrecerle su pubis. D. deseaba que eso durara infinitamente. D. tenía una venida espectacular. Teddy pensó qué estaría haciendo D. en ese momento y en dónde estaría.
Con Ethel, aquella noche, había sido un ejercicio mecánico.
Para empeorar las cosas, lo primero que Ethel dijo después fue:
– Has estado con alguien, ¿verdad?
Lo dijo sin mostrar el menor rencor.
– Yo no he estado con ninguna maldita persona más -dijo Teddy -. ¿Qué te hace pensar eso?
Pero sabía que estaba denunciándose. Sudaba.
– ¿No crees que aquí dentro hace un horrible calor? -preguntó.
– Para mí está bien -respondió Ethel.
Alzó la cabeza y le dedicó una sonrisa limón. A Ethel no se la engañaba fácilmente.
Teddy deseó poder controlar ese condenado modo de denunciarse. Ya siendo un muchacho, cuando había hecho correr los dedos por el mostrador de la tienda, camino de casa iba sudando copiosamente, con las barras de caramelo en los bolsillos.
En otra época, cuando se decían la verdad, se lo habría contado a Ethel en seguida.
Ethel no olvidaba nada.
– No me importa -le dijo-, si has estado con otra.
Teddy, para refrescar su cuerpo, se quitó de encima la sábana que los cubría y después, sin ser visto, creía él, secó las palmas y el dorso de sus manos.
– ¿Por qué no te importa? -preguntó.
¿Se lo contaría? Ella no le presionaba. Si le contaba la verdad a lo mejor dejaría de sudar. Teddy se sentía como una maldita víctima, en una posición tan vergonzosamente débil. Sentía resentimiento porque ella tenía esa ventaja sobre él.
– Porque… no lo sé -dijo ella-. No me importaría, eso es todo. No te culparía. Hemos estado separados tanto tiempo…
– ¿Has estado tú con algún otro? -preguntó él.
– ¿Te importaría si lo hubiera hecho?
– Sí.
– ¿Me culparías? Hemos estado separados mucho tiempo.
– Te culparía, sí.
– Bueno, no he estado. Con nadie.
– ¿Y por qué no?
– No había nadie que yo necesitara.
Teddy aprovechó la oportunidad, sintiéndose mejor al hacerlo.
– Yo no necesitaba a la que…
Ethel lo interrumpió.
– No tienes por qué explicarte -le dijo.
– Gracias -respondió Teddy.
Sucedió entonces algo desacostumbrado. Ethel se durmió. La primera. Siempre había sucedido lo contrario: él se dormía inmediatamente después del orgasmo.
Ethel respiraba sosegadamente; no tenía ninguna tensión.
¿Por qué demonios no estaba en tensión? ¿Cómo podía aceptarlo todo con tanta calma? ¿Indiferentemente?
Teddy no durmió bien, se levantó antes que Ethel y se fue a sus deberes, quedándose a estudiar en un rincón de la oficina del oficial de educación.
Durante la tarde encontró una hora para Dolores. Su orgullo se lo exigía. Al dejarla, estuvo comparando sus gritos de placer, sus consiguientes murmullos de alabanza y gratitud con la eficiencia de Ethel introduciéndole en el cuerpo de ella e incitándolo a terminar.
Cuando volvió a casa se encontró con que Ethel había pasado el día fregando y limpiando todo el apartamento. Teddy había dejado que se instalaran el polvo y la suciedad. Hasta el piso estaba encerado, todos los platos bien lavados, las sartenes de cobre volvían a relucir, y los estantes de sus camisas y ropa interior estaban ordenados.
¿Cómo hubiera podido quejarse?
Aquella noche sucedió lo mismo. No podía decirse que eso fuera hacer el amor. Ethel era agresiva, sin ser ardiente, cogiéndole el miembro tan pronto estaba erecto, empujándole con la mano para que se colocara encima de ella, guiando el eje dentro de su cuerpo, abriendo sus labios para recibirlo y procurando que se unieran primorosamente.
Otra vez, resultaba algo anormal la manera en que ella se había lubricado. Generalmente ella respondía en dos fases; así había sido siempre. Ethel tenía una puerta exterior y una puerta interior, solía decir Teddy; primero se abría una y después la otra. Esta vez Ethel estaba nivelada e inmediatamente dispuesta, sin necesidad de estímulo. Teddy recorrió en seguida todo el camino hasta casa.
Ella lo incitó entonces a través del acto. Ethel no hizo ningún ruido, ya fuese de ánimo o de pasión, fingido o real. Cuando Teddy hubo terminado, se dio cuenta de que ella le había sacado de nuevo tan de prisa como pudo. ¿Mientras ella…?
Ella sólo había sido un espectador.
Teddy estuvo pensando en sus vidas anteriores. Ethel había sido tan apasionada en otro tiempo…
¿Podía haber sido sólo fingimiento?
A la noche siguiente, Teddy descubrió un frasco de lubricante en la mesita al lado de su cama. De momento no comprendió lo que era ni el porqué estaba allí.
– ¿Usas tú eso?
– Sí, lo uso.
– ¿Por qué?
– Porque tú entras antes de que yo esté lista y me haces daño.
– ¿Has usado siempre eso?
– No. Pero decidí que no me hicieras más daño. ¿Te importa?
– Claro que me importa.
– ¿Quieres decir que prefieres hacerme daño?
– Tú sabes bien lo que yo quiero decir.
Teddy estaba furioso, con su orgullo herido. ¡Un hombre que no podía llegar a excitar a su mujer hasta el punto que estuviera dispuesta a recibirlo con deseo! ¡Eso no podía ocurrirle a él!
– Nunca te habías quejado antes -dijo.
– Bueno…, ¿deseas hablar realmente de eso, de cómo solía ser antes y de cómo es ahora?
El dijo que sí quería. Pero no hizo ninguna presión. A fin de cuentas, él tenía a Dolores, y, como ayer, en cualquier momento que quisiera la prueba del tipo de hombre que él era, todo lo que tenía que hacer era…
De modo que dijo que lo sentía si entraba demasiado aprisa en ella y Ethel dijo que no importaba, pero que cuando lo hacía, causaba daño. Y olvidaron la cuestión.
A la noche siguiente todo ocurrió exactamente, lubricación perfecta, un viaje guiado, y una carrera precipitada hasta la meta.
Pero, ¿cómo podría Teddy quejarse? ¿Bajo las circunstancias? Después de todo, él había sido infiel. Hasta casi lo había admitido.
Quizás Ethel leyó sus pensamientos, porque le dijo:
– No puedes culparme por mostrarme un poco estrecha, ¿verdad? Después de todo, tú estuviste con otra.
Teddy sudaba de nuevo. Repentina y copiosamente.
Se sintió aliviado cuando Ethel dejó de lado el tema.
– Estos son mis días fértiles -dijo-. Estos cuatro días. No quiero que nada vaya mal. Tu papá está mostrándose impaciente.
Se echaron ambos a reír y ella no tocó de nuevo el tema de su infidelidad.
Dos días más tarde, Ethel le informó que sus días fértiles ya se habían terminado y que iba a regresar a Florida.
– No puedo quedarme aquí -le explicó -. Alguien acabaría por verme. Y entonces me harán regresar. Será un lío, especialmente para ti. ¿Tú no querrás eso?
– Sería un lío -dijo él-, especialmente ahora cuando estoy tratando de conseguir un destino. Pero te encontrarán antes o después; siempre lo consiguen.
– Ya pensaré algo para que no me encuentren. Entretanto permaneceré con tus padres, allí mismo en tu casa. Llámame.
– Estaré en casa dentro de siete semanas. Entre cursos. Y oye, he entendido muy bien de lo que me has estado hablando, ¿sabes?
Pero él no había comprendido. Ella lo había avergonzado.
Cuando se dieron el beso de despedida, ligero y rápido, Teddy dijo, sin ser preguntado:
– No voy a acercarme a nadie más otra vez, ¿de acuerdo?
– De acuerdo -dijo ella.
¿Esperaba Teddy que ella se mostrara agradecida?
Al cabo de una semana, Teddy había vuelto junto a Dolores. Su orgullo se lo exigía.
– Después de todo -se dijo-, ¡soy un hombre!
Lo que más le fastidiaba era que Ethel no estuviera celosa.
Ethel le escribió transcurrido un mes para informarle de que no estaba embarazada.
Esto es todo lo que dijo. Nada más.
Una carta de su padre todavía le preocupó más.
– No sabes apreciar lo que tienes -había escrito Costa con sus difíciles jeroglíficos-. Cada día ella va a la playa, se sienta sola, lee libros. Te dañas los ojos, le digo yo. Entonces ella viene a casa, ayuda a Noola a prepararme la cena. Créeme, la vida de hogar es lo mejor para una mujer. Quisiera que la vieras ahora, qué bella, piel morena, cabello dorado, como un ángel. En seguida, entonces, tendré nieto, estoy seguro. Le digo que debe ir contigo, en seguida. «Lo que quieras tú», me dijo. ¡Fantástica chica! ¡Milagro!
Teddy no deseaba que ella viniera otra vez al Oeste. La noche anterior, en la cama, había decidido, sin influencia de Dolores, cuya cabeza Teddy tenía en su hombro, separarse de Ethel.
Se encontraba en un dilema.
Lo que Teddy no quería era ofender a su padre. Ethel se había ganado totalmente a Costa, de modo que resultaba fuera de toda duda para Teddy, un muchacho griego tan bueno, que no podía abandonarla ahora.
Otro dilema. Dolores le había traído la noticia de que Teddy había pasado sus exámenes y que, naturalmente, sería admitido en la Universidad de Jacksonville.
– Pero, ¿por qué ir a Jacksonville? -preguntó ella-. Aquí mismo hay una Universidad que ofrece los mismos cursos. Puedo conseguir que mi jefe arregle el asunto. Serás un oficial con destino antes de que te enteres; déjalo en mis manos.
Cuando Dolores le dijo esto, Teddy sintió que su poder se acrecentaba. Primero le dio las gracias, y después la poseyó.
Dolores, decidió Teddy la noche antes de volar hacia el Este, era el tipo de chica con quien debería haberse casado.
– ¿Dónde está Ethel? – preguntó a Costa, que fue a recibirlo al aeropuerto. Teddy, esperando que Ethel habría ido a buscarlo, se sintió más bien aliviado al no verla.
– Te lo diré en seguida -dijo el viejo con voz de conspirador mientras miraba a su alrededor para que nadie lo oyese.
Tan pronto como estuvieron en el auto, Aleko Aliadis al volante, Costa le dijo a su hijo, con un susurro ronco, lo que le preocupaba.
– Debes ordenarle en seguida que pare -dijo. Entonces vociferó-: Eh, tú, Levendis, ocúpate de tus asuntos ahí. Cierra tus oídos.
– ¿Cómo voy a poder cerrar los oídos y conducir el auto?
Costa susurró las noticias. Ethel había aceptado un empleo como secretaria en las oficinas de una empresa naval que servía los nuevos grandes condominios entre Bradenton y Sarasota.
– Pero, ¿cómo puede trabajar Ethel de secretaria? -susurró Teddy-. No sabe escribir a máquina.
– Estoy aprendiendo -dijo Ethel- y también taquigrafía.
Estaban hablando antes de la cena. No había ninguna crisis en cuanto a ella se refería. Era una cosa natural y que, además, aportaba una ayuda. Por un lado, haría crecer sus ahorros; y en cuanto a trastornar la vida de Costa, Ethel había preparado casi toda la cena. Cuando llegaron a casa, ella estaba en la cocina.
A pesar de ello, Costa andaba preocupado. Ethel lo tranquilizó con algunos besos. Ayudó ciertamente el hecho de que a él le gustase la cena, un kebab de cordero a trozos sobre puré de berenjenas, con arroz de acompañamiento.
Más tarde, mientras las mujeres lavaban los platos, Teddy supo exactamente lo que preocupaba a su padre.
– Parece como si tú no pudieras mantener a tu mujer -dijo-. ¡Vergüenza!
– Oh, papá, vamos. Ella no puede pasarse la vida tendida en la playa leyendo libros. Además, el dinero nos vendrá bien.
– Todos hablando -dijo Costa-. Todavía no. Pronto.
Teddy presintió que su padre se sentía desilusionado con él. ¿Debería haberse mostrado más autoritario? ¿Debería haber obligado a Ethel a dejar el trabajo? ¿Podría haberlo hecho?
– En el viejo país -Teddy le dijo a Ethel mientras se desnudaban- si una mujer trabaja, eso significa que su marido no trae lo suficiente a casa para poner plato en la mesa, así que es un insulto público para él. Además, el único trabajo que una mujer podría obtener ahí sería servil, como ayudante en la cocina o lavandera o cuidando niños.
– Pero a ti no te importa, ¿verdad? -preguntó Ethel.
– Me preocupa lo que vayan a hacer en la base cuando lo descubran. Han enviado ya tu nombre para que te arresten.
– ¿A quién han enviado mi nombre?
– A todos. A la patrulla de costa de Orlando, al norte de aquí. A las fuerzas estatales. Hasta a la Policía local.
– ¿Y cómo lo sabes tú?
– Conozco a la secretaria del oficial jefe de la base. Además, allí son un poco al viejo estilo también. Piensan que yo debería haber dicho: «¡No puedes hacer eso!» Y que, si yo lo hubiese hecho, tú hubieras obedecido.
– Ya me dijiste que no lo hiciera.
– Y tú hiciste lo que te vino en gana. Eso es asunto de ustedes, les dije yo.
– ¿Realmente les dijiste eso?
– Tuve que hacerlo. Les dije que yo no te controlaba.
– ¿Les dijiste en dónde estaba yo?
– Tuve que hacerlo. Lo siento. Pero… tuve que hacerlo.
– Ya he encontrado solución para eso. Me he cambiado. Ahora tengo mi propio alojamiento.
– ¡Que tú tienes qué! ¿Dónde?
– Cerca de la dársena. En donde ellos nunca podrán encontrarme.
– ¿En dónde está eso en donde nunca te van a encontrar?
– Voy a llevarte allí, Teddy, pero no te diré la dirección ni el nombre de la calle. Así no podrás decir lo que no sabes. Mira, no puedo conducir cada día treinta kilómetros hasta mi trabajo, ¿no crees? Especialmente cruzando el tráfico de Saint Pete y regresar por la noche. Me agotaría.
– ¿Y qué dijo mi padre?
– No he tenido valor para decírselo. Todavía no me he cambiado. He estado esperando que tú vinieras para ayudarme… con el traslado, y especialmente con él.
Teddy pensó qué era más importante para él: ¿que la Marina creyera que podían confiar en él o que Ethel creyese que podía confiar en él?
Al día siguiente, después que Costa y Noola se habían ido a «Las 3 Bes», Teddy y Ethel llenaron el auto de Ethel con sus pertenencias y fueron al apartamento. Ethel ya había hecho alguna decoración, conservando las cortinas del inquilino anterior. Estaba comenzando a parecer hogareño.
Pero no era su casa, de Teddy. Sino de ella. El no tenía lugar en esa casa. Ethel debió de adivinar los sentimientos de Teddy, porque dijo:
– Tengo algunas fotografías de todos nosotros, a las que he mandado poner marco. Este lugar parecerá más el hogar cuando las cuelgue.
Se dirigieron entonces a la dársena.
– Puedes disponer todo el día del auto -le informó Ethel- si vienes a recogerme al salir del trabajo.
Teddy asintió, pero le incomodó el favor. Ella lo había obligado a depender de ella para poder desplazarse.
Nuevamente Ethel debió de intuir cómo se sentía Teddy, porque preguntó:
– ¿Estás ofendido conmigo? ¿Por algo? Mira, todo esto no podría discutirlo contigo. Tenía que venir rápidamente al apartamento. Pensé que tú podrías enfadarte.
– Podrías habérmelo dicho por teléfono. Antes de hacerlo. Yo lo hubiese comprendido.
Su pensamiento se fue con Dolores. Teddy la oía cantando sus alabanzas.
– Si no quieres estar aquí todo el día mientras yo estoy en mi trabajo, puedes llevarte el auto -dijo Ethel-. Yo me quedaré esta noche. Ven a buscarme mañana por la noche. Esto te dará oportunidad de contárselo todo a Costa.
– Vendré a buscarte esta noche.
Aquel lugar era enorme, con mucho movimiento y en expansión.
– ¿Quién es el propietario de este lugar? -le preguntó Teddy.
– Un bastardo y una compañía -respondió Ethel-. Mi jefe particular, el gerente, es un muchacho griego. Su nombre es Petros no sé qué más. ¿Muchacho? Bueno, actúa como un muchacho salido de uno de esos comics de monstruos.
– Llegas tarde -le dijo Petros cuando Ethel abrió la puerta de la oficina. Vio entonces a Teddy que seguía a su mujer-. Oh, ya veo. Has tenido trabajo.
Entonces se echó a reír. Petros Kalkanis se reía de sus propios chistes, una fuerte explosión repentina que terminaba siemjire con una nota alta. No le preocupaba lo más mínimo que nadie más a su alrededor compartiera su regocijo.
Al ver a Teddy se levantó sosteniéndose sobre sus piernas semejantes a patas de cabra.
– Patrioti! Patrioti! -dijo-. Posseeesch? ¿Hablas griego, eh?
– No demasiado bien. -Teddy decidió mentir. Nada apuraba tanto a Teddy como un griego chauvinista.
– De acuerdo, de acuerdo, inglés. -Se volvió entonces a Ethel. – Un hombre muy guapo -dijo haciendo girar los ojos como un comediante profesional griego. Teddy pensó que era un hombre ridículo.
– Sí, así es -dijo Ethel cortésmente. Y se encaminó a su despacho.
– ¿Por qué la dejas trabajar -le preguntó Petros-. ¿Le has dado permiso?
– Ella no me lo pidió. Esto es América, ¿sabes…? ¿Cómo va?
– No sirve. -Petros se echó a reír. – No sabe escribir a máquina, no sabe taquigrafía. No sirve para nada. -Miró a Ethel que estaba clasificando las facturas que habían llegado aquella mañana.
– ¿Por qué la contrataste, entonces? -preguntó Teddy.
– Los americanos que me ven por primera vez, se asustan; la miran a ella, y se tranquilizan en seguida. -Observó a Teddy durante unos momentos. – Tiene todo el aspecto de un americano -susurró a Ethel como si lo que decía estuviera cargado de un significado especial-. ¡Mira esa nariz! ¡Dios mío!
La nariz de Petros, observó Teddy, era la mitad de su rostro.
– No te preocupes por esa basura -dijo Petros. Con un enérgico movimiento de la mano barrió todo lo que había enfrente de Ethel hasta la papelera.
– ¡Míster Kalkanis!
– No hay dinero para pagar ahora, el próximo mes nos mandarán factura otra vez. Aquí. -Encontró un formulario de contrato.- Míster y mistress Lasky, litera número…
– Doce
– Doce. Sé dónde están los Lasky.
– Todavía no han firmado contrato. Ve y que lo firmen.
– De acuerdo -Ethel miraba a Teddy. Era evidente que deseaba que Teddy se fuese.
– ¿A qué hora he de venir a recogerte? -preguntó Teddy.
– Termino a las seis -dijo ella.
– Si quieres que salga antes -dijo Petros-, la dejo ir más pronto.
– Ven a las seis -dijo Ethel. Y salió de la oficina.
– Siéntate, siéntate -dijo Petros-. ¿Quieres café?
– No, gracias.
Teddy le miraba como aquel que examina la fuerza del enemigo.
– En este momento eres igual que tu padre -dijo Petros.
– ¿Lo conoces?
– En cierta ocasión quería matarme.
– ¿Por qué? ¿Qué le hiciste?
– Estaba furioso, y se acercaba con un garrote, llamándome a mí y a mis amigos basura. Kalymiotico skoopeetbi. -Se echó a reír. – Probablemente cierto, ¿eh? Pero algunos de los otros chicos, quieren discutir el asunto con él. Me enseñaron a respetar la vejez, así que los convenzo.
– ¿Por qué se puso furioso contigo?
– No era preciso motivo. Ya ves cómo soy. Bocazas.
– Pues parece que aquí te defiendes muy bien siendo un bocazas.
– Trabajo el doble que el más duro. Los americanos, ellos no trabajan. Le dije al amo de esto, si no trabajas, yo me haré pronto el amo. No le importa. Por el amor de Dios, siéntate. ¿Quieres algo, café, algo?
– No, gracias, realmente.
– Esta gente de aquí, no aprecian lo que tienen. ¡América! Paradisos! Paradisos! ¿Quieres ver la dársena?
– Tengo que irme.
– ¿Dónde has de ir? No tengo trabajo. Vamos.
– Tengo que… No, no tengo que hacer nada. Tampoco tengo ningún trabajo. Vamos.
Los propietarios de las embarcaciones respetaban a Petros; Teddy se dio cuenta. Se encaraba con todos como un igual, bromista, vocinglero, sin pedir favores, normalmente con un desprecio burlón.
– Este de aquí gran propietario -dijo Petros, presentando a Teddy a uno de los dos hombres que jugaban al gin rummy en la cubierta de popa de un gran yate-. Pronto me hará su pequeño socio, ¿verdad, míster Roth?
– Dentro de un año vas a ser mi amo, bastardo -le dijo Roth sin levantar los ojos de su juego, que no le satisfacía.
– Mira. -Petros señaló la proa. Dos mujeres, de la misma edad que los hombres, pero de aspecto considerablemente más juvenil por el acicalamiento de sus cuerpos, estaban siendo atendidas por un hombre pequeño, moreno, pulcramente vestido de blanco, que les servía algo líquido. – ¡La esposa americana que no sirve para nada! -Se volvió hacia Roth. – ¡Eh, míster Roth! -gritó-. ¿Por qué no manda su esposa a trabajar? Ahí arriba se está convirtiendo en una perezosa.
– Ya es demasiado tarde para sacar ningún provecho de ella -respondió Roth.
– ¡Eh, Peetie! – Mistress Roth se inclinó hacia atrás sosteniendo la parte frontal del sujetador de su biquini. – Escógeme unos cuantos pámpanos para esta noche, ¿quieres Peetie?
– Vete tú a hacer tus compras, por amor de Dios -dijo Petros-. Yo no tengo tiempo para… Bueno, de acuerdo, por última vez, como favor especial.
Cuando se alejaron fuera del alcance de sus oídos, Petros dijo:
– Me gusta todo lo de este país, pero las mujeres no me gustan.
– ¿Qué les pasa a las mujeres?
– No saben cuál es su lugar. Inútiles, no sirven para nada. ¡Esta mujer, por favor pámpano. Peetie! Scala! ¿sabes lo que quiere decir eso?
– Mierda.
– Mierda, sí. Ese pobre bastardo, Roth, llega después de una mala semana de Bolsa, el pobre hombre no ha tenido tiempo de sacarse la chaqueta y ella le dice: «Cariño, ¿quieres prepararme un Manhattan?» Y después: «Prepara una para Peetie, ¿quieres, Sy, cariño? Ven, Peetie, ven con nosotros.» ¡No, que eres una zorra! Pero no digo eso, no quiero herir los sentimientos de él. Además él es mi dinero. Cuando él se va a Nueva York, ella me hace una señal, quiere mi nikolaki. -Hizo un gesto señalándose con la palma de la mano.- Y yo le digo: «Espera todo lo que te queda de vida, zorra.» Y añado: «Si fueses mi mujer, te zurraría hasta arrancarte toda esa grasa del trasero.» «Oh, Peetie, Peetie -me dice ella-, me gusta eso. ¿Cuándo vas a enseñarme tu bote, Peetie?» «Nunca, zorra. Mi bote sólo es para griegos, no se permiten mujeres.» Mira. -Señaló. – Ahí está.
Era una vieja embarcación esponjera, de curva amplia y bellas líneas, meciéndose en el agua. Petros la había hecho arreglar para que le sirviera de alojamiento.
– Aquí abajo no se permite ninguna mujer -dijo mostrándole algunas fotografías en las paredes de la cabina-. Ese es mi padre; y allí, mi madre. Aquí hay toda la familia Kalkanis, algunos muertos ahora. Yo en América. Ellos, Kalymnos.
Petros detenía a Teddy frente a cada una de las fotografías, explicándole con auténtica devoción quiénes eran aquellas personas que formaban parte de su vida.
Teddy estaba impresionado; a su pesar, ese hombre le gustaba.
– Mis hermanas -señaló Petros-. Dos casadas, okey, una todavía no. Próximo año mando ajuar, y mi problema termina ahí.
– ¿Entonces te casarás tú?
– Pero no con americana, créeme. Estas mujeres de aquí, desgracia, vergüenza. Hola, les dices. Y media hora después te cuentan que sus maridos no saben cómo follar.
Teddy se aventuró.
– Sin embargo, mi mujer… ¿qué dices de ella?
– Te diré la verdad, igual que todas. Quiero decir, mimada. Pero estoy intentando enseñarle cómo ha de ser, ¿de acuerdo?
– ¿Por qué la contrataste? La verdad.
– Pensé que me gustaría gameeso… ¿sabes? -Cerró el puño de su mano izquierda y golpeó el extremo contra la palma abierta de su mano derecha. – Todavía no te había conocido. No tenía idea de que se hubiese casado con un griego. Ahora ya podría despedirla, y coger buena secretaria.
– ¿Sabes?, realmente tienes una gran desfachatez.
– Un griego normal.
– Yo era como tú antes de ingresar en la Marina. Pero el servicio te pule todo eso. Empiezas a seguir las normas, vas con cuidado al hablar, y todo el resto.
– No te preocupes, yo no hago esa faena a esposa de compañero griego.
– ¿Crees que puedes hacerlo a cualquiera que te plazca?
– Sin comentario. Sé que parezco animal. Pero la mujer no se preocupa de aspecto. La gente ríe de mi nariz, como asa de cántaro, dicen, orejas como perro cazador, colgante. Pero mi mujer, cuando la escoja, mirará a los hombres de aquí y dirá: «¿Dónde tienen la nariz, por el amor de Dios? Muéstrame un hombre con una nariz bonita como la de mi marido. ¡Y orejas! ¡Nadie tiene unas orejas tan grandes!»
– Dime una cosa más: ¿dónde piensas encontrar a esa esposa perfecta?
– Cosa principal, sin prisa. Primero tengo que ser hombre rico. En este país, si no se tiene dinero, se es, como tu padre me llamó, skoopeethi. Entretanto, busco.
– ¿Vas a Grecia y buscas?
– Tengo a mis tíos Vassili y Spiro allí. Vigilan las escuelas de Kalymnos. Ahora ella puede tener nueve, diez, once. Mirad esa edad, les digo. Y no muy bonita: las chicas bellas traen problemas. Cuando sea doce, voy a su padre, hago contrato. A los dieciséis casamiento. Sus piernas nunca se habrán abierto excepto para hacer pis. Todo lo aprenderá de mí. ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! Cuatro hijos. No tendrá tiempo de tener ideas. Entonces ella tiene su trabajo. No da problemas. Cada vez que sale de casa ha de tener visto bueno mío. Si quiere periódicos ha de explicarme qué es lo que quiere leer. Tu esposa, lee, lee, lee. ¿Qué va a ser, profesora? Dile que pare. Se pondrá enferma, créeme. Aprende ideas equivocadas. Tu esposa, amigo mío, no entiendo lo que quiere. ¿Lo sabes tú?
– Ya no. Antes sí lo sabía. Así lo creí.
– Yo lo descubriré, y te lo diré.
Ethel y Teddy decidieron estrenar el apartamento, y no ir al Norte aquella noche. Teddy llamó a su padre por teléfono y creó la impresión de que él y Ethel estaban en algún pequeño rincón, disfrutando de una segunda luna de miel. El viejo le dio de buen grado la bendición.
Al día siguiente, Teddy acompañó a Ethel a la dársena. Petros hacía resonar el lugar, un auténtico garrote humano, audible desde cualquier punto.
– No me has dicho lo que pensaste de mi jefe -dijo Ethel.
– Me gustó. Pero, ¿por qué dice las cosas dos veces?
– ¿Qué es lo que hace dos veces?
– Dice las cosas. Paradiso! Paradiso! Dos veces. Con una vez basta. ¿Por qué insistir tanto? ¿Qué es lo que le hace tan ansioso?
– ¿Tú crees que es ansioso?
– Se pasó media hora convenciéndome de que sabe muy bien cómo manejar a las mujeres y que… fíjate bien, el hombre me gustó… que yo no sé. A lo mejor es porque ese hombre es tan espectacularmente feo.
– Sí que es feo, es verdad. Una cosa agradable de él es el afecto que siente por su familia. ¿Te llevó a su embarcación?
– Me dijo que no permitía que fuesen allí las mujeres.
– Cada mañana le llevo el correo allí.
– ¿Estás intentando ponerme celoso? Mira, ahí viene.
– No sabía que yo pudiera… ponerte celoso.
– Pues tranquila. Puedes. ¿A quién está dándole ahora, de todos modos?
– Nunca lo he visto con una chica. Me han dicho que a los griegos os gustan los burdeles.
– ¡Jamás en mi vida he tenido que pagar para eso!
– Patrioti! -vociferó Petros-. ¡Eh! Jovenzuelo, ven aquí, trabaja conmigo y tu mujer, te haré rico, ¿qué dices?
– Haz rica a mi mujer únicamente. Viviré de ella.
– ¿Vas a ir al Norte? -le preguntó Ethel.
– Aún no me he decidido.
– Si quieres ir, toma mi auto -le dijo ella.
Teddy decidió no ir a Mangrove Still. Justo antes de las seis fue a la dársena y encontró a Ethel en una fiesta de coctel en la cubierta del yate de míster Roth. Petros le hizo una seña con la mano para que subiera a bordo, pero Teddy mantuvo su distancia hasta que Ethel se excusó y se reunió con él. La siguieron unas risas; Ethel había hecho amigos.
– Me he quedado por aquí -le dijo Teddy más tarde- porque maldita sea si sé cómo decirle al viejo lo que tú has hecho. No puedo fingir que te he dado permiso para que alquilaras este apartamento.
– Supongo que tendrás que decírselo y esperar la tormenta.
– He pensado que esperaría hasta que podamos ir juntos y a lo mejor tú se lo dices, y yo a tu lado de comparsa. Si mi padre lo acepta de alguien, será de ti. A mí únicamente me dará cuatro gritos por no haberte sabido controlar.
Teddy también se quedó al día siguiente. Vio una película, volvió al apartamento, leyó las revistas viejas que había dejado el antiguo inquilino, se fue a ver otra película, volvió a casa y esperó a que el miembro trabajador de la familia regresara a casa.
La llevó a cenar.
– Sólo me quedan dos noches, y después tendré que regresar en avión al Oeste. ¿Qué vas a hacer si papá pone el grito en el cielo?
– Me esconderé -dijo Ethel-. Francamente, Teddy, hubiera preferido que se lo dijeras tú: era lo más adecuado. Quiero decir, muéstrate duro con él. ¿No hay un límite hasta donde podamos llegar en lo que él considera adecuado? Yo no voy a conducir casi doscientos kilómetros cada día, eso es bien seguro.
– ¿Sabes que él espera que en cualquier momento te quedes encinta?
– Para decirte la verdad, ya he dejado de confiar en eso. Pero si quedo, con tanta mayor razón.
La tercera noche, Teddy la sorprendió, al anunciar que él prepararía la cena. Hamburguesas y cebolla sacadas del congelador. Ethel le dijo que pediría a uno de los negros que trabajaban en la dársena que la acompañara a casa en auto para que Teddy pudiera quedarse junto a su hornillo encendido. Ethel se sintió lisonjeada por ello.
Cuando Teddy oyó que se acercaba un auto, miró por la ventana y vio que era Petros el que la había traído a casa. Los dos permanecieron sentados en el coche durante unos diez minutos mientras Teddy vigilaba y esperaba.
– ¿De qué demonios estabais los dos hablando mientras mi cena se estropeaba? -gruñó, sólo medio en broma-. Ya son las siete.
– Petros me estaba diciendo lo que pensaba de ti.
– ¿Y qué dijo?
– Dice que le gustas, pero que ningún muchacho griego debería casarse con una muchacha americana. Vuestras madres, dice él, os han criado de cierto modo y esperáis que una mujer reemplace a la madre, en todos los aspectos, hasta lavar vuestros calzoncillos a mano y lavaros las orejas por la mañana. Estaba muy interesado en el tema.
– Estoy seguro de ello. A propósito, ¿sabes que te dio el trabajo porque quería follar contigo?
– ¡Oh, Teddy!
– Me lo dijo. Sin cumplidos.
– Teddy, todo el mundo ha deseado siempre eso. Es algo que yo no puedo impedir.
– Pero tú lo sabías cuando aceptaste el trabajo.
– No seas así, Teddy.
– Sólo respóndeme y me callo. ¿Es Petros tu paso siguiente?
– ¿A qué?
– A lo que sea que estés tramando.
– Teddy, he estado trabajando duramente todo el día y estoy muy cansada.
– Muy bien.
– Y maldita sea, eres tú quien estuvo con otra, ¿lo recuerdas? No yo.
Ethel le felicitó por la cena y le dijo que debería cocinar más a menudo. Entonces, precisamente a las ocho y cincuenta y cuatro, se quedó dormida mientras veía la televisión.
Teddy se fijó en la hora exacta. Había estado esperándola todo el día y habían estado juntos exactamente una hora y cincuenta y cuatro minutos.
Al cuarto día, cuando Teddy fue a buscarla, había dos hombres vestidos con traje de calle y hablando con Ethel en un rincón de la oficina de Petros.
Petros estaba observándolo desde su escritorio.
– ¿Qué pasa? -murmuró Teddy.
Petros juntó los labios, los avanzó y se encogió de hombros.
Teddy no podía oír de lo que hablaban. Vio que Ethel asentía con la cabeza, una y otra vez.
– Soy su esposo -dijo Teddy, acercándose-. Suboficial de Tercera Clase… -se tocó la manga- Ted Avaliotis.
– Lo sentimos. -El más alto de los dos hombres mostró un carnet para identificarse.- Tenemos orden de llevarnos a su esposa.
– ¿Llevarla dónde?
– A Orlando. A los investigadores navales de la base de allí.
La reacción de Teddy fue de alivio; Ethel iba a ser controlada. Le habían quitado el problema de las manos.
Ethel le sonrió.
– No te preocupes por esto -le dijo-. Estaba esperándolo. Eh, patrón, ¿por qué no damos un poco de café a estos hombres?
– Claro -dijo Petros-. ¿Café? ¿Algo? Tengo un buen whisky.
– No, gracias -dijo el hombre alto, y entonces, volviéndose a Ethel-. No me gusta darle prisa mistress Avaliotis… ¿es así como usted lo pronuncia?
– Hemos estado en pie toda la noche -dijo el otro hombre. Parecía malhumorado.
– ¿Por qué demonios entonces tanta prisa ahora? -preguntó Petros.
– Peetie, esto no es asunto tuyo -dijo Ethel-, así que calle.
– Unos minutos, por el amor de Dios. Todos que tomen un café.
El hombre alto dio las gracias cortésmente a Petros y la pareja salió de la oficina indicando a Ethel que los siguiera.
– Esperad un minuto -gritó Teddy. Los hombres se detuvieron. Teddy tomó a Ethel de la mano y la llevó hasta los agentes -. Quiero que digáis a mi esposa que yo no os he dado su dirección.
– No tienen por qué hacer eso -dijo Ethel.
– Conseguimos la dirección del modo acostumbrado -dijo el agente alto-, estaba en nuestra lista de arrestos de ayer por la mañana.
– Voy a buscar el bolso -dijo Ethel. Y corrió a la oficina de Petros.
Teddy vio que ella no le había creído e iba a entrar tras su esposa cuando oyó hablar a Petros.
– ¿Vas a regresar? ¿A Florida?
– i tengo suerte.
– Aquí trabajo esperando -aseguró Petros.
– No tienes por qué hacer eso -respondió Ethel.
– Yo no tengo por qué hacer nada -dijo Petros-. Aquí trabajo esperando.
Entonces Ethel salió. Se cogió del brazo de Teddy y, caminando muy cerca de él, le susurró:
– No te preocupes. No te culpo.
– Pero yo no lo hice -le dijo Teddy-. Realmente, no fui yo.
– Muy bien -dijo ella-. Tú no lo hiciste. Pero, quiero decir… ¿de qué otro modo podrías dirigir una dársena?
– Por favor, ¿podemos ponernos en marcha? -gritó el agente alto. Estaba de pie, apoyado en un árbol, fumando un cigarrillo bajo su sombra. El otro hombre, menos preocupado en causar buena impresión, estaba apoyado en la capota de su auto; parecía dormitar; tirado en la parte posterior, dormido, había un hombre con esposas.
– Me gustaría despedirme de mis suegros -dijo Ethel.
El agente alto miró el reloj.
– ¿Dónde viven? -preguntó.
– En Mangrove Still, a unos tres kilómetros al norte de Tarpon Springs -dijo Ethel.
– Sé dónde está -dijo el agente indiferente, entrando y colocándose al volante-. Está algo lejos de nuestro camino. Pero, ¿qué importa? Vayamos, ¿eh? ¿Qué dice usted, señorita?
– ¿Vendrá usted a Orlando con nosotros? -le preguntó el agente alto a Teddy.
– No puede -respondió Ethel-. Tiene que estar de vuelta en San Diego por la mañana.
– Mañana entro de servicio -dijo Teddy-. Pero también quiero despedirme de mi familia. Podéis seguirme hasta allí.
Antes de entrar en el auto, Ethel rodeó la cintura de Teddy con sus brazos, lo atrajo hacia ella y le besó en los labios.
Cuando llegaron a Mangrove Still, a Teddy le había dado fuerte. Su esposa creía que él era un mentiroso y él estaba otra vez furioso con su padre por haber animado a Ethel a la rebeldía. Era a causa de ese viejo bobo que Ethel había abandonado la Marina de la forma que lo hizo.
Ethel, por otra parte, estaba muy animada. Corrió hacia la casa para dar la noticia a Costa. No tenía ninguna duda del lado en que estarían sus simpatías. Costa salió de la casa como un toro del redil. Vio primeramente a Teddy.
– ¿Por qué la molestan? -exigió conocer.
– Por tu culpa – dijo Teddy-. Tú la animaste a desertar. Yo te avisé y la avisé también a ella. Bueno, pues ahora ha sucedido; así que a ver cómo lo arreglas, vamos.
Esta descarga de ira no hizo mella en Costa. Se encaminó furioso hacia el auto de los agentes y exigió saber:
– ¿Por qué molestáis a esa mujer?
– ¿Quién es usted? -preguntó el agente que conducía. -Salga de ahí, hágame favor -ordenó Costa-. Explicaré algo a usted. Asuntos familiares. Vamos, amigo mío, no quiero enfadarme aquí.
El agente alto se reunió con Costa.
En el porche, Ethel y Teddy estuvieron esperando mientras procedía una consulta intensa. Costa parecía estar ganando un tanto para Ethel.
Noola les trajo café.
Teddy habló a Ethel.
– Te avisé -le dijo.
– No te preocupes por mí -respondió ella-. Yo ya sabía en lo que me estaba metiendo. No puedo imaginar que me hagan nada que pueda molestarme. ¡En! ¡Fíjate cómo se defiende tu padre!
– El te metió en esto; deja que sea él quien te saque del apuro. Y te lo repetiré otra vez: yo no les di tu dirección. A lo mejor debiera haberlo hecho, pero no lo hice.
– Muy bien -dijo ella. Eso es todo lo que dijo; no dijo todavía que lo creía.
Teddy ahora estaba todavía más enfadado y se alejó del porche para acercarse hasta donde Costa se hallaba hablando con el agente alto. Este hombre se volvió y miró a Ethel.
– ¿Quiere usted decir que vayamos con cuidado en los baches, es eso lo que quiere usted decir, señor?
– Lo que quiero decir, en su condición, ¿por qué la molestan en su condición?
– Señor, no podemos hacer otra cosa. Usted puede darse cuenta.
– Yo no me doy cuenta de nada. Les hago responsables -Costa ya no hablaba bajo-. Si algo sucede, el Gobierno paga. No olvide eso, muchacho.
– Okey, el Gobierno paga -imitó el hombre detrás del volante.
Costa se dirigió a él como un rayo.
– ¡Usted, no sea fresco conmigo, usted! -advirtió.
– ¡Charlie! -El agente alto hizo un gesto como «déjalo correr».
Amansada la oposición, Costa se alejó, rodillas rígidas, y cogió a Teddy del brazo llevándolo fuera del alcance de todos.
– Son bárbaros -dijo.
– Es por tu culpa -respondió su hijo-. Ellos se limitan a cumplir con su trabajo, pero eres tú quien la animó a desaparecer de esa manera. La halagaste y la mimaste y le hiciste creer que cualquier maldita idea que ella pudiera tener estaba bien. Yo he terminado por no saber ni lo que hace ni lo que quiere. Está descontrolada. No te lo he dicho todavía, pero ha alquilado un apartamento en Bradenton, ¡su propio apartamento! ¡Lo alquiló sin consultarme! ¿Por qué? Está trabajando con ese cabrito griego, Kalkanis; aceptó el empleo sin preguntarme. ¿Por qué? Cada vez que vuelvo la espalda ya se ha metido en algún disparate, normalmente contando con tu aprobación. ¿Qué es lo que tratas de hacer, papá, quieres que nos separemos? ¡Eh! ¡Papá, que estoy hablando contigo!
Jamás anteriormente en su vida Teddy había hablado a su padre de semejante manera.
Costa estaba asombrado.
– De acuerdo, hijo mío -dijo lentamente, sacudiendo la cabeza-. Deja este asunto en mis manos. Su vida, etcétera, etcétera. Arreglaré todo modo adecuado. No te preocupes. -Entró rápidamente en la casa.
El agente alto se acercó a Teddy y le dijo:
– Mi esposa también está encinta y va a todas partes conmigo, a pescar, de camping… Ahora todo son autopistas. Hasta juega a los bolos. ¿Por qué está tan excitado el viejo?
– Pregúnteselo -respondió Teddy.
Ethel se acercó corriendo.
– Va a ir conmigo -le dijo a Teddy. Estaba salvajemente excitada-. Me ha dicho que saldrá dentro de cinco minutos -le dijo al agente.
El agente alto miró su reloj y se encaminó después a la sombra del roble, encendiendo un cigarrillo.
– Teddy -dijo Ethel-, ya te llamaré mañana y te diré lo que haya sucedido.
– Muy bien. Y… lo siento. Ya no sé qué puedo hacer para ayudarte.
Esto es todo lo que se dijeron, de pie uno al lado del otro, sin hablar, hasta que, unos minutos más tarde, Costa salió de la casa, con su traje negro reluciente y una corbata color rojo oscuro. Noola lo seguía, llevando una maleta vieja.
– Ven, nos vamos -ordenó, dirigiéndose directamente al auto. Una vez allí vio al hombre que estaba esposado en la parte de atrás-. ¿Quién es este criminal? -preguntó.
Nadie respondió.
– Tú te sientas aquí conmigo -instruyó a Ethel-. Y tú te sientas en la parte de atrás con él -ordenó al agente alto.
Costa ayudó a Ethel a instalarse en el asiento delantero, se sentó junto a ella y puso su brazo por encima del hombro de la chica.
– ¡Listo! -anunció.
En el Centro de Entrenamiento Naval de Orlando, Costa permaneció sentado, impaciente, en la sala de espera, mientras dentro interrogaban a Ethel. Finalmente, un secretario lo invitó a entrar. Entró en la oficina como un rey agraviado y se sentó, cruzando los brazos, esperando pronunciar su juicio.
– Han decidido que el asunto se resuelva allí -le informó el investigador naval.
Costa frunció el entrecejo.
– ¿Quién ha decidido eso?
– San Diego. Les hablé por teléfono -dijo el investigador-. Prefieren tratar el asunto allí. Están familiarizados con su historial. Es cosa seria, sabe usted. La deserción significa consejo de guerra.
– Así que, ¿cuándo vamos? -preguntó Costa.
– Oh, papá, tú no tienes que venir -dijo Ethel-. Teddy está allí. El cuidará de mí.
– Así lo espero – Costa se volvió hacia el investigador naval-. ¿Cuándo se va ella?
– Ahora. Ahí fuera habrá un auto… -Llamó a la oficina exterior. – ¡Bill! ¿Cuándo recogen para el aeropuerto?
Tuvieron que esperar unos veinte minutos. Al fondo del vestíbulo, en la planta inferior, había una máquina de helados y Costa le compró a Ethel un helado cuadrado en un palo. Fuera encontraron un banco y se sentaron uno junto al otro, esperando.
– ¿Cómo vas a volver a casa, papá?
– No te preocupes, tomaré el autobús.
– Papá. ¿Sabes que lo que dijiste a ese hombre no es verdad? No estoy encinta.
– ¿Cómo lo sabes?
– Lo sé.
– ¿Qué pasa entonces? ¿Algo de tu familia? Tu madre, ¿su enfermedad? ¿Quizá tú tienes la misma cosa? ¿Un poco?
– No creo que sea nada de todo eso -dijo Ethel.
– ¿Teddy lo hace contigo suficientes veces?
– Algunas veces. Otras veces, no estoy segura de gustarle de esa manera.
– Tiene otra mujer, ¿verdad?
– No lo sé, papá.
– Hablaré con él, arreglaré en seguida ese asunto de otra mujer, ese hijo de bastardo.
– No estoy segura de que sea eso, papá.
– Tú tienes que ayudar, ¿sabes?, preparar buena cena, hacerle cumplido, mirarlo de cierta manera. -Costa ilustró su explicación.- De este modo.
– Ya lo hago. No tan bien como tú, pero… Costa no entendió la broma.
– Probablemente es tensión -dijo Ethel.
– ¿Tensión de seis meses?
– Sólo han sido dos meses, papá. Sabes que más que nada en el mundo lo que yo quiero es que tú seas feliz, lo sabes bien.
– Ve a ver doctor -dijo Costa-. Deja que te vea bien. Yo pago todo.
– Haré lo que tú quieres que haga, papá, pero… ¿qué te parece si esperamos otro mes?
– De acuerdo. Otro mes.
Ethel terminó su helado, deslizó su brazo por el ángulo que formaba el brazo de Costa y se acurrucó junto a él.
Costa notó que el costado del pecho de Ethel se apretaba contra él. ¿Cómo era posible que una persona no se acercara a ella todas las noches?, pensó Costa.
– Dime -le dijo Ethel-. ¿Qué hacen en el país donde tú naciste, cuando una esposa no procrea?
– ¿En la isla, en Kalymnos?
– ¿Vas a un médico?
– El médico allí, no sabe nada.
– ¿Qué hacen pues?
– Toda la familia va al cura. El cura da kukla, que significa muñeca, pequeñita, hecha de metal… plata para los ricos, para los pobres, estaño. Esta medida. Plana. -Sostuvo su pulgar y el índice a una distancia de unos ocho centímetros. – Tiene barriga gruesa. -Un gesto.- ¿Entiendes? Nuestras mujeres llevan esta kukla debajo de sus vestidos. Aquí el mejor lugar.
Tocó a Ethel allí donde el abdomen se hinchaba.
– Escribiré a mi primo en la isla -dijo-. Te conseguiré una.
– ¿Y eso da resultado, la kukla debajo del vestido?
– Mejor que el doctor, garantizo eso. Al mismo tiempo, todos los de la familia rezan. Cada noche. Da más fuerza.
– ¿Has estado rezando tú?
– Cada noche. Y le he dicho a Noola que también lo haga.
– ¿Ha estado rezando Noola?
– Ella hace lo que yo digo. Los rezos de madre son fuertes en esto.
– Supongamos -dijo Ethel- que, a pesar de las plegarias y de la kukla embarazada, de plata o de estaño… a pesar de todo eso, no sucede nada. ¿Qué se hace entonces?
– ¿Quieres decir en tiempos viejos, qué sucedía?
– No. Ahora. ¿Qué sucede ahora en tu isla, si, a pesar de todo eso…?
– Se cambia de mujer.
– ¡Jesús! ¿No es eso un poco drástico?
– Las mujeres entienden. Un hijo es necesario. ¿Quién va a traer pescado a casa? ¿Quién va a traernos esponjas?
– ¿Me cambiarías a mí?
– ¿Qué otra cosa podría hacer? Hasta tú me dirías, hazlo, cambíame.
Ethel estuvo pensando unos momentos y dijo después:
– ¿Y suponiendo que es por falta del marido?
– ¿Cómo podría ser por falta del marido? Ethel claudicó.
– Naturalmente -dijo-. No podría ser por su culpa. Se acercó un auto. De un verde oliva tristón; el transporte al aeropuerto.