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En San Diego, Ethel fue escoltada hasta el edificio colonial español, de construcción baja y larga, en donde se alojan las oficinas legales del Mando de Entrenamiento Naval. Encontró a Teddy, que la estaba esperando allí, pero no estuvieron solos ni un momento porque el abogado principal, teniente-comandante Bower, regresó de comer e inmediatamente los introdujo en su oficina, una habitación cuadrada llena de pesados muebles de roble.
– ¡Avaliotis! -Miró severamente a Teddy.- ¿Por qué no viniste a mí meses atrás, a decirme que ella no podía soportar la vida militar, tenía dolores de cabeza por tensión y pesadillas y mareos ocasionales y todas esas desventajas que se supone las mujeres sufren cuando la verdad es que son mucho más sanas que nosotros mismos?
– Porque yo no tenía dolores de cabeza o pesadillas o mareos ocasionales -dijo Ethel-. Lo que tuve una mañana fue un súbito impulso, y me fui.
– ¡Un súbito impulso! -El teniente-comandante Bower miró atentamente a la joven.- Aquí tengo su historial. -Alzó una carpeta.- Demuestra que ibas muy bien. ¿Qué sucedió? Avaliotis, ¿qué sucedió?
– Yo iba bien -dijo Ethel-. Por favor, no culpe a Teddy, señor.
– De todos modos, me temo que el asunto es muy serio ahora. -Se volvió hacia Teddy. – Ella no solamente se ausentó sin permiso, sino que además no regresó por su propia voluntad. Regresó bajo escolta. ¿No tengo razón? Avaliotis, estoy hablando contigo.
– Sí, señor, tiene usted razón, señor.
– De modo que ya no es sólo una cuestión de Ausencia No Autorizada. Es deserción.
Apretó un botón de su despacho. Dolores entró, miró a Ethel, que no conocía, saludó con la cabeza a Teddy, a quien sí conocía, y dijo «sí, señor» a su jefe.
– Llama por teléfono a ese condenado shrink <strong>[21]</strong> -dijo-. ¿Cómo se llama? Ese que sólo se preocupa del tenis y… ¿Sales todavía con él, Dolores?
– Sí, señor, capitán Cambere, señor.
– Bueno, pues ve. Veamos si consigues que se ponga al teléfono.
Se dirigió otra vez a Teddy.
– En todos estos papeles -dio una palmada en la carpeta de Ethel- no hay ni la más mínima indicación de que ella tuviera intención de regresar. ¿Indicó alguna vez…? ¡Avaliotis, estoy hablándote! ¿Indicó ella alguna vez que pensara hacerlo?
– ¿Por qué no se lo pregunta a ella misma, señor?
– ¿Alguna vez pensó en regresar, mistress Avaliotis, alguna vez?
– No siempre -respondió Ethel.
– ¿Lo ves, Avaliotis? Tendrá que ir ante el mástil del capitán. Tendrá que haber algún castigo efectivo. Te das cuenta, ¿verdad?
– Sí, señor -dijo Avaliotis.
– Si no hacemos un escarmiento, todos aquellos que tuvieran eso que tu mujer ha llamado un súbito impulso desaparecerían y ¿quién cuidaría de los barcos?
Esto le pareció divertido a Ethel y comenzó a reír. El teniente-comandante Bower estuvo observándola.
Se oyó un zumbido. Bower apretó la palanquita de escuchar y todos oyeron a Dolores:
– El capitán Cambere está jugando al tenis, señor.
– Bueno, ya veis cómo va -dijo Bower-. No estamos precisamente en una base de batalla, ¿eh?
Presionó el botón de hablar.
– Envía alguien a la pista de tenis y que tu amiguito venga al teléfono inmediatamente. -Soltó el botón. – Les dije que no instalaran pistas de tenis en la base -explicó.
Miró entonces por la ventana y suspiró.
– Sí, me temo que habrá que hacer demostración de alguna especie de fuerza. Avaliotis, estoy hablando contigo. Tu esposa, es amable, o así lo parece; ingenua, o eso parece; a lo mejor sólo es simplemente tonta. No puedo estar seguro, ¿puedes tú? Pero tenemos un hecho muy claro. Es una desertora. No sé de qué podría servir encerrarla pero… ¿La convertiría eso en un buen miembro de la Marina? Avaliotis, ¡respóndeme!
– Ella seguiría siendo como es -dijo Teddy-, a pesar de lo que le hicieran.
– Bueno, ¿qué es lo que podemos hacer, Avaliotis? No quiero ponerte en un compromiso, pero tú eres su marido y, en cierto modo, tú tienes que asumir la responsabilidad…
– No, señor -dijo Ethel-, él no es responsable. No es responsable de ninguna de mis acciones. Yo soy enteramente responsable de cada una y de todas las tonterías que cometa.
Dolores sacó la cabeza por la puerta.
– El capitán Cambere en la cinco siete cinco -dijo.
– ¿Dónde demonios estaba usted? No me mienta porque lo sé. Todavía no se ha liberado del servicio, ¿no es así? ¿Otra semana? Bueno, pues saquémosle jugo al dinero que nos cuesta. Le mando una mujer blanca, la Seanian Apprentice Avaliotis. ¿Qué? Me importa un bledo su jugada final de desempate. ¿Qué? ¡Deserción! De esto se trata. ¡Y ahora no se limite a escribir el nombre de la mujer a la cabecera de ese informe idéntico que ha estado mandándome las últimas diez veces! «Esta persona no es apta para la Marina EE.UU. y etcétera… firmado, Capitán no-sé-qué-nombre Cambere.» Quiero un informe genuino de la personalidad de esta mujer. Porque no puedo entenderla. ¿Cuándo? Ahora. Mire frente a su puerta: ella está allí.
El capitán Cambere llevaba su atuendo de tenis y una toalla alrededor del pescuezo, sudaba todavía y estaba de mal humor. No se levantó cuando hicieron entrar a Ethel.
– ¿Es que su caso es de especial urgencia? -preguntó.
– No, que yo sepa -respondió Ethel.
– ¿Y eso qué significa, si es tan amable?
– Su jefe parece tener prisa.
– Francamente, no me importa. Voy a quedarme quieto, sentado hasta que deje de sudar. Coja una revista; ahí en el rincón encontrará algunas.
Se sacó las zapatillas de tenis e hizo rodar su sillón de modo que diera la espalda a Ethel y puso los pies calzados con los gruesos calcetines blancos en el antepecho de la ventana deslizando la palma de su mano por encima el suave vello que le cubría la pantorrilla. Seguidamente encendió un cigarro largo y delgado, dejando correr la llamita de la cerilla por toda la longitud antes de aplicarlo al extremo. Se comportaba como si Ethel no estuviera en aquella habitación.
Tras unos momentos de silencio y humo, dio la vuelta a su sillón y pulsó el botón que abría el intercomunicador.
– Di a Bobby Frost -le dijo a la chica de la otra habitación- que regresaré dentro de diez minutos y… ¿Qué? ¿Dónde está? Marian, ¿querrás pensar un poco antes de hacer una pregunta? Está en la pista de tenis, la que yo acabo de dejar y lo que quiero que le digas es que con toda seguridad yo voy a jugar el tercer set si él se queda ahí hasta que yo regrese, que será dentro de diez minutos. ¿Lo has entendido ahora? ¿En la pista de tenis?
Cuando alzó la cabeza se dio cuenta de que Ethel estaba observándolo.
– ¿Juega usted al tenis? -preguntó.
– Yo no practico ningún juego.
– Entonces no puede usted tener ni la más mínima idea, ¿no es así?, de lo que significa conseguir poner a un oponente en un aprieto, especialmente un hombre que se ha estado intentando vencer durante meses, y verse obligado, en aquel momento, a salir de la pista abandonando una victoria que ya se estaba paladeando.
– Y lo que es peor todavía -dijo Ethel-, que la razón sea examinar a una pequeña idiota a quien se le ha ocurrido desertar de la Marina de los Estados Unidos.
– ¡Qué!
– No le culpo por estar enfadado.
El capitán Cambere no supo distinguir si Ethel estaba burlándose.
Hasta que añadió:
– Usted es un grosero.
– Sí, puedo ser grosero. Y, en concreto, ¿porqué me lo llama?
– ¡En concreto! Por todo lo que ha hecho usted desde que he entrado. Ni tan siquiera se ha quitado usted la gorra.
El capitán bajó la visera de su gorra, cogió un bloque de papel oficial amarillo y un lápiz, y miró entonces a Ethel larga y duramente.
– Quizá podamos acabar pronto -le dijo-. ¿Quiere usted seguir en la Marina o no quiere usted?
– ¿Depende de mí?
– ¿Lleva siempre un perfume tan intenso?
– ¿No le gusta a usted?
– ¿Por qué cree que a mí no me gusta?
– Me ha hecho usted tres preguntas -dijo Ethel-. ¿Cuál de ellas quiere que responda?
– Veo que está usted casada -dijo el capitán.
Ethel se miró el dedo anular, haciendo un gesto con la mano exponiéndola a la luz de la ventana, como lo haría una modelo exhibiendo una joya.
– Sí -dijo Ethel, al estilo de un anuncio de televisión-, soy una mujer y estoy casada.
– ¿Felizmente? -preguntó el capitán, tomando notas.
– ¿Y quién está seguro de eso? ¿Está usted casado?
– No. ¿Por qué se enroló en la Marina?
– Escribió otra nota.
– Pensé que resolvería mis problemas.
– ¿No fue así?
– ¿Qué estaría yo haciendo aquí si hubiera sido así?
– ¿Y qué es lo que siente usted ahora… además de resentimiento hacia mí? ¿Qué es lo que piensa de todo esto?
– ¿De todo lo qué, por favor?
– Está usted aquí porque ha desertado. La Marina tiene muy mala opinión de eso. ¿Qué piensa usted de la situación en que se ha metido?
– Es como una de esas escenas que presentan en las películas del desierto, un espejismo, algo que no entiendo que sucede en otra parte y a otra persona. No puedo creer que sea yo quien está aquí. No sé por qué le he dado el derecho de juzgarme. No sé si debería seguir aquí y aceptarlo o irme por esa puerta y desaparecer para siempre.
– ¿Dice usted que todo esto de aquí es un espejismo?
– Una fantasía.
– ¿Ha estado usted engañándome?
– No. Le estoy diciendo la verdad. ¿No es eso lo que usted quiere oír?
– Yo quiero oír todo lo que usted tenga que decirme.
– Mi cerebro, o como sea que usted lo llame, parece haberse convertido últimamente como un libro de tiras cómicas ilustradas. Continuamente tengo esas fantasías. Voy bien, cuando de pronto imagino algo horrible en lo que no quería pensar y en lo que no quiero seguir pensando.
– Está usted burlándose de mí.
– No. Por ejemplo, de pronto estoy peleándome con un policía que me ha arrestado injustamente. Le quito las esposas de las manos y le cruzo la cara con ellas. O alguien ha descubierto finalmente algo terrible que yo hice mucho tiempo atrás. Me arrastran ante un tribunal de mentira. ¿Quiénes son? Israelíes. Yo hago estallar una bomba y los mato a todos. Como en una tira cómica. O… esto me ocurrió justamente esta mañana… llamo a la madre de mi marido y le cuento que he disparado contra su hijo por accidente, que él no ha muerto por mi culpa. ¿No es eso ridículo? Pero le advierto que…
– ¿Me advierte? ¿Qué es lo que yo tengo que ver con eso?
– Nada. Pero le advierto que no estoy dispuesta a rendirme. No tengo por qué explicar nada a nadie, y esto le incluye también a usted.
Ethel parecía estar bromeando, pero el capitán no estaba seguro.
– Siga -le dijo-, aunque todavía no logro entender qué es lo que yo tengo que ver con todo ello.
– Así es que yo entonces trato de hacerles ver, a quien quiera que me esté juzgando, el policía o el tribunal israelí o mi suegra, de que no soy tan mala como ellos creen. Pienso que están dispuestos a perdonarme, pero no es así porque esas escenas de tiras cómicas vuelven a surgir dentro de mí una y otra vez; he hecho algo horrible, me he escapado y me han cogido entonces y hecho regresar a la fuerza, pataleando y rogando.
Ethel cesó de hablar. Había lágrimas en sus ojos.
– Sin embargo, parece que todos me aceptan con agrado – añadió -. Quiero decir en la vida real. Pero, ¿sabe usted una cosa? -Bajó la voz. – Cuando le gusto a alguien, yo le pierdo el respeto. No conocen mis verdaderos pensamientos. Si los conocieran, no me querrían. Si no fuesen tan estúpidos, pensarían de mí lo mismo que yo.
– ¿Y qué es ello?
– Poco bueno. -Volvió el rostro. – No le he dicho todavía -continuó después de unos instantes- que soy hija adoptiva. Ya debería haberme acostumbrado a estas alturas. Pero no ha sido así. Todavía me hace daño. Mucho daño. Como hoy mismo. Hoy os odio a todos vosotros.
– ¿A todos nosotros?
– Incluyéndolo a usted, sí. A todos. Sí.
Siguió un largo silencio. Ethel, incapaz de proseguir hablando, estaba mirando a través de la ventana.
El capitán Cambere dejó su bloc de notas, se inclinó hacia delante y presionó el botón del intercomunicador. Habló a su secretaria con voz casi inaudible para Ethel.
– Dile a Frost, en la pista, que no podré ir. Y no pases ninguna llamada a menos que te indique lo contrario.
La entrevista duró casi tres horas, al final de las cuales la luz diurna se había amortiguado. Tres cuartos de hora antes de su hora de salida normal, la secretaria del capitán Carnbere entró después de llamar dos veces y preguntó si podía marcharse. Solía hacer eso si el capitán permanecía más de una hora con una mujer.
– Sí -dijo el capitán-, puedes irte.
– Yo también tengo que irme -dijo Ethel a la secretaria.
La secretaria asintió y salió del cuarto. Ya había oído eso antes.
– Pero me siento mejor -dijo Ethel-. Mucho mejor. -Buscaba su bolso.
El capitán Cambere cogió el bolso del escritorio, en donde Ethel lo había dejado, pero no se lo dio.
– ¿Cree usted -preguntó Ethel- que se puede contar mucho más a una persona absolutamente extraña que a otra que se conoce bien?
– ¿Qué es lo que le impide hablar con su marido?
– No lo sé. ¿Lo sabe usted?
– Tengo alguna idea. Dígame, ¿por qué la gente trata de resolver sus problemas a través de los demás cuando todos sabemos que eso es imposible?
– Sí, eso es verdad. ¿Por qué lo hago?
– No conozco a su marido. ¿Es alguna especie de hombre extraordinario?
– Así lo creía yo. De todos los que he conocido, aquel en quien más se podía confiar.
– Sin embargo, usted no confía en él.
– Cierto. Pero, ¿por qué? Quiero decir, lo que usted dijo antes… yo siempre he tratado de resolver mis problemas a través de algún hombre. ¿No es eso lo que usted ha dicho?
– Usted ha dicho «hombre». Yo he dicho «a través de los demás».
– ¿Por qué haré yo eso?
– Yo podría descubrirlo con una o dos conversaciones más.
– Ahora… tengo que irme. -Ethel se levantó.
– Bueno, yo estoy aquí.
– ¿Puedo hacerle otra pregunta más?
– No. ¿Está usted bromeando? Naturalmente.
– Mi marido ya no se me acerca y… ¿cómo podría decirlo? Soy yo quien tiene que empezar siempre. Cuando lo hacemos. Y ayer, yo me contemplé en el espejo y pensé: ¡realmente soy bonita! Así que…
Ethel esperó. El capitán no dijo nada.
– Lo soy -dijo Ethel.
– ¿Y cómo piensa usted?
– ¿Cómo? Oh, a mí me gusta él. Hasta lo quiero. Yo solía acabar pronto, con tanta rapidez, tan fácilmente. Pero ahora, cuando lo hacemos, no sucede nada. Al final… no hay final ninguno. Al principio yo fingía. Pero ahora ya no hago ni eso. Todo se ha secado y no sé qué es lo que ha sucedido.
Los ojos de Ethel se llenaban de lágrimas.
– Dígame -le dijo al capitán-, ¿es que hay que sentir siempre del mismo modo con otra persona?
– Quizá sea que usted ha dejado de creer que él pueda ayudarla. Y él, que usted pueda ayudarlo.
– Sí, eso es. Pero es más físico, ¿sabe?
Súbitamente Ethel giró la cabeza en dirección de la puerta.
– ¿Qué es? -preguntó él.
– Me ha parecido oír a alguien ahí fuera.
– Nuestra puerta está cerrada.
– Tengo que irme. -Ethel se dirigió a la puerta. – Ahora ya puede usted ducharse. Ha de estar usted bien y flexible. -Se echó a reír mientras le cogía de las manos el bolso que él sostenía.
– Me preocupa usted -le dijo él mientras ella tiraba lentamente del bolso que sujetaban las manos del capitán.
– Oh, no se preocupe. Una cosa únicamente: me ha dicho antes que tiene alguna idea de lo que me impide hablar con mi marido… ¿Y también a la inversa?
– Cuando un ídolo cae, eso no se perdona. Sólo hay una manera en que pueda descubrir lo que usted siente por él… ¿Cuál es el problema?, ésa es la cuestión.
– ¿Cómo lo descubro?
– Empújelo hasta que queme y siga empujando hasta que estalle. O que no estalle.
– Muy bien, voy a intentarlo. -Se detuvieron junto a la puerta y se quedaron allí, sin hablar y sin mirarse.
– Me ha ayudado usted mucho -dijo Ethel.
– Podría ayudarla mucho más. -La mano del capitán estaba en la manecilla de la puerta.
Ella se volvió y le miró directamente y con decisión. Cuando él se inclinó hacia ella, ella alzó la mano, deteniéndole.
– No haga eso -le dijo.
– ¿Hacer el qué?
– Lo que iba a hacer.
El capitán le tomó la mano y la retuvo simplemente entre las suyas. Ethel le permitió retener su mano quizás un instante más de lo que resultaba apropiado.
Repentinamente, el capitán abrió la puerta. Había oído a alguien.
En la sala de espera en penumbra había un hombre sentado.
– Oh -dijo Ethel-. Es mi marido.
Vio entonces un letrerito que había sido colgado del tirador de la puerta. CONSULTA EN CURSO, NO MOLESTEN. La secretaria del capitán Cambere debió de colocarlo antes de marcharse de la oficina.
El capitán Cambere estrechó la mano de Teddy, pero, más tarde, no hubiera sido capaz de describir el aspecto del joven.
Tan pronto como ellos se fueron, el capitán cerró la puerta y se sirvió una bebida. Después del segundo trago marcó el número de la oficina del comandante.
– ¿Tiene ese muchacho alguna idea -preguntó al teniente-comandante Bower- de lo que le pasa a esa chica?
– ¿Por qué crees que te la mandé? Bueno, ¿cuál es tu veredicto?
– Me gusta la chica. Además, es una de esas chicas americanas absorbentes, que hacen el amor como gatitas. Lo siento por ese hombre. Dime, ¿queréis que siga en la Marina o no?
– Si él no es el tipo de persona que buscamos, ¿quién lo es?
– Si queréis conservarlo entero, separadlos. Sólo que, cuando ella se vaya, no debe llevarse las entrañas del marido con ella. Es mejor hablar con él, armarlo con alguna especie de protección psicológica. Porque el hacha puede caer en cualquier minuto.
La técnica de Cambere para entrevistar a los hombres, era menos profunda, menos íntima. Cuando acabó con Teddy, el capitán llamó a su superior y le informó de que tenía razón.
– Avaliotis posee inteligencia e imaginación, con las limitaciones precisas -dijo -. Hasta posee algo de firmeza que ahora está endureciendo. Es material perfecto para la Marina de los Estados Unidos.
– Es vergonzante hablar en estos términos de una persona.
– No tenía ninguna intención de hacerlo como un cumplido.
– ¿Qué le contaste a ese maldito shrink? [22] -Teddy exigió aquella noche a Ethel. No había podido disfrutar de su cena. – ¿Le has contado que teníamos algún problema entre nosotros?
– ¿No es así?
– Yo no lo tengo.
– Tú también. En alguna parte ahí dentro -Ethel tocó el pecho de Teddy- de la que tú no me hablas, Teddy.
– No me gusta que andes contando a los extraños lo que sucede entre nosotros -interrumpió Teddy.
– Es un psicólogo.
– No me importa lo que sea. No es asunto suyo.
– A lo mejor puede ayudarme.
– ¿Necesitas ayuda?
– Urgentemente. ¡Al rescate, rápido! Y tú también.
– ¿Le has dado la impresión de que pensabas abandonarme?
– ¿Es que él ha dicho que yo pensara hacer eso?
– Lo dedujo de lo que le dijiste.
– He pensado en ello, ¿tú no? ¿No has considerado la posibilidad de dejarme?
– Seriamente, nunca.
– Lo has hecho muchas veces. Y también seriamente.
– ¿Cómo demonios vas tú a saber lo que yo pienso?
– Porque es normal. Todo el mundo tiene los mismos pensamientos. Pero tú no quieres enterarte de lo que estás pensando. Has cortado la comunicación con tu interior. Oye, Teddy. No me rechaces… escúchame. Sea lo que fuere que pienses, ahora todo es admisible. Y también lo que hagas. Si encuentras alguien que pueda ayudarte de verdad, no dudes. El barco se está hundiendo. Ha llegado el momento de sálvese-quien-pueda.
Estaban tumbados en la cama, uno al lado del otro, sobre la espalda, perfectamente quietos.
– ¿Cómo pudo ayudarte? -preguntó Teddy.
– Me dijo que no continuara tratando de resolver mis problemas a través de las otras personas.
– ¿Y eso te ayudó? ¿Esa idea?
– Muchísimo, Teddy.
– ¿Cualquier persona?
– Todas las demás personas. Ahora estoy sola. Y me gusta.
– ¿Y para qué estoy yo?
– Para ti mismo.
No fue un consejo de guerra, aunque se llamó así pro forma; fue un examen de testigos. Se establecieron los hechos y Ethel confirmó que eran exactos. El juez rechazó la deliberación. Entonces se desalojó la habitación, llena de pesados muebles de arce y el juez, un capitán de suministros, se encaró con Ethel.
– No me queda alternativa -dijo.
Teddy no estaba presente; aquel día trabajó duramente.
Cuando llegó a casa Ethel le había preparado una bebida y tenía la cena lista en el fogón. Ethel le dijo el resultado del juicio: treinta días confinada en el cuartel, pérdida de la paga de un mes, y degradación.
– Pero no me podían degradar mucho -dijo-. He vuelto al fondo. Recluta seaman E-Uno. Permiso especial para ir a casa.
Rieron juntos. Ambos se sentían aliviados.
– Se mostraron muy generosos -dijo Teddy- incluso en dejarte venir a casa.
– Sí, lo fueron. Estoy en desgracia, pero soy feliz. Y ellos también. Quiero decir felices, no desgraciados. Se han librado de mí.
– ¿Y ahora qué?
– Estoy confinada en alojamiento, que espero sea aquí. Hasta que el comandante tome su decisión final. El comandante Bower ha hecho una recomendación basada en el informe de Adrián.
– ¿Quién es Adrián?
– El shrink, el capitán Cambere. Los presionó para que me expulsaran porque tú eres valor activo. ¡Para protegerte, la Marina debía desprenderse de mí! ¡Es listo, ese Adrián! Dúchate… anda, aligera. Sacaré la cena.
– ¿Y ahora qué vamos a hacer? -preguntó Teddy, de pie en la puerta del cuarto de baño mientras se secaba con la toalla.
– Yo voy a volver a casa -dijo Ethel. Tenía las manos dentro de los floreados guantes de cocina que habían comprado cuando guarnecieron la casa hacía tanto tiempo ya.
– ¿Y dónde está tu casa? -preguntó Teddy, como había preguntado antes.
– En Florida.
Teddy no reaccionó; es decir, reaccionó, pero lo disimuló. Volvió al cuarto de baño, colgó la toalla y lentamente, pensativo, se puso un albornoz azul.
Estaba intentando decidir si realmente necesitaba a Ethel, y si era así, hasta dónde llegaría para retenerla.
– ¿Qué estabas pensando ahí dentro? -le preguntó ella cuando él regresó.
– Nada.
– Intenta contarme lo que piensas, Teddy, aunque sea por gusto.
– Realmente no lo sé.
– Claro que sí que lo sabes. Dilo. Te reto.
– Bueno, pues… -Se detuvo.
– Continúa, chiquillo.
– Bueno, ¿significa esto que viviremos separados?
Presentándolo como una pregunta le libraba de decirlo como una conclusión a la que había llegado. A ella correspondía la afirmación.
– Correcto -respondió ella, al estilo de la Marina.
– ¿Y por qué hemos de seguir casados?
– Habla por ti. Por mi parte, nadie me gusta tanto como tú.
– Ese es realmente un cumplido inconsistente.
– Pues expresa muchísimo. Confío en ti. Pero no quiero hacer planes para el futuro lejano. Es demasiado confuso. Sólo hay una cosa que ahora necesito: un hijo Avaliotis para ofrecérselo a tu padre. Tu padre sabe realmente lo que quiere. Nosotros no lo sabemos y tampoco ninguna otra persona que yo haya conocido. Es lo menos que podemos hacer. Por respeto, por respetar sus deseos. Además, lo quiero. También te quiero a ti realmente. No estoy enamorada de ti, pero te quiero. Siento algo por ti.
– ¿Y por qué no quieres… quiero decir, eso que has dicho?
– A lo mejor es que no soy capaz de eso.
– Sí eres capaz, yo lo recuerdo muy bien.
– A lo mejor es porque… ahora estoy un poco asustada, ésa es la verdad. Todo lo que deseo es que alguien me quiera. A pesar de lo que soy.
– Nena, te pondrás bien.
– Así lo espero. Oh, Teddy, Teddy querido…
La sexualidad que su voz prometía era tan completa, tan suave y abierta, un ruego desde el fondo de un alma hambrienta. Ethel le acarició el rostro y después introdujo su mano, suave y pálida por el pliegue de su albornoz azul.
Una vez más, Teddy no tuvo dudas de su amor por ella, y de que siempre la amaría, y de que ella lo amaba a él y siempre lo amaría. ¡Sucedió con tanta rapidez!
Ella le dijo después que precisamente ésos eran sus días fértiles del mes para poder concebir.
Pasaron todo el día siguiente en la cama. Eso era algo que Ethel siempre había deseado hacer.
Al día siguiente llegó la decisión del oficial de Comandancia. Se autorizaba a Ethel la exoneración administrativa. Habían decidido que Ethel no era apta para la Marina. Eso era final, y oficial.
Aquella noche hicieron el amor una y otra vez. Teddy había olvidado hasta dónde podía llegar. De nuevo descubrió la aparente fragilidad de Ethel y el auténtico poder del cuerpo de ella.
Al día siguiente Ethel salió hacia Florida y esta vez Teddy la llevó al aeropuerto.
– Ahora sé que puedo seguir hasta llegar a oficial -le dijo Teddy a Ethel en la puerta mientras todos subían a bordo -. Primero tendré que ir a NROTC, pero eso puedo hacerlo en Florida, en la Universidad de Jacksonville. He presentado allí mi solicitud. Cuando consiga la graduación, tendré destino. ¿Te gustará eso?
– Me encantará.
– Quiero decir, en Florida.
– Sí, eso es lo que yo quiero decir también.
Ella le besó. Se querían otra vez. Así lo creían ellos.
– Es mejor que subas al avión -le dijo Teddy-. Y, escríbeme, ¿querrás?
– Apresúrate -le dijo ella- y échame de menos, échame muchísimo de menos.
En sus brazos todavía, Ethel susurró a Teddy:
– Si tú no lo quieres, no tomaré ese trabajo.
– ¿Qué empleo? ¿Ah, en la dársena, con Petros no-sé-qué-más? No me importa, ya puedes tomarlo.
Se encaminaron a la entrada, abrazados todo el camino.
Los últimos pasajeros ya entraban apresuradamente.
– No te preocupes – le dijo Ethel -. No le permitiré que se me acerque.
– No me preocupo -respondió él-. Ya no.
<a l:href="#_ftnref21">[21]</a> Palabra despectiva con que se designa a los psicólogos. (Nota del Traductor.)
<a l:href="#_ftnref22">[22]</a> Palabra despectiva con que se designa a los psicólogos. (Nota del Traductor.)