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16

A la tarde siguiente, en la «hora feliz», Teddy fue al «Ship's Bell» y se sentó en el compartimiento adonde Dolores había venido a consolarlo la primera vez. Se sentó a esperar, para decirle que él y Ethel estaban unidos de nuevo.

La vio a través de la sala en penumbra, buscándolo.

– Necesito un trago -dijo Dolores cuando llegó junto a él.

Cuando terminó su bebida, hablando de todo y de nada, pidió una segunda bebida y le dijo a Teddy que estaba embarazada.

– ¿De quién es? -preguntó Teddy.

Estaba asustado, pero sentía una extraña satisfacción.

– Tuyo. ¿De quién si no?

– Yo no sé con quién has estado -respondió él.

– ¡Por Cristo! ¡Hombres puñeteros!

– Bueno… ¿de quién es?

– Claro que he salido con otros. ¿Qué esperabas que hiciese…, sentarme y morderme las uñas mientras tú y tu mujer lo pasabais bien?

– ¿Qué piensas de mi mujer?

– He podido observar lo que los hombres encuentran atractivo en ella.

– ¿Qué es?

– Es la perfecta víctima y como todos los hombres son unos sádicos, seguro que obtiene grandes resultados. ¿Se acostó tu mujer con Adrián Cambere?

– No.

– ¿Estás seguro?

– Claro que estoy seguro. ¿Qué te hace pensar eso?

– Adrián no visita dos veces a una chica a menos que se acueste con ella.

– Ethel no le vio dos veces.

– ¿Estás seguro?

– Y además Ethel no se acostó con él.

– ¿Cómo te pareció ella después de mí?

– No hables de esa manera.

– ¡De modo que así estamos!

– Sí, así estamos. Vamos a tener un hijo.

– ¿Y qué pasa con el que tú vas a tener conmigo?

– Acabas de decirme que has estado saliendo con…

– Salir no significa acostarme, y ver no significa follar. Realmente, eres un tipo bien cursi. Llevo a tu hijo dentro de mí. Ahora dime, ¿qué quieres que haga?

– Sea de quien sea, procúrate un aborto.

– Adiós.

Dolores se estaba alzando pero en ese momento el camarero les traía las bebidas que habían pedido y Teddy le dijo:

– Tómate tu bebida. ¿Por qué tanta prisa?

Una hora más tarde se habían tomado cuatro copas cada uno y, una hora después, estaban en la cama.

Al día siguiente, Dolores estaba paliducha.

– Voy a dar los pasos necesarios para que me lo aspiren – dijo.

– ¡Aspirado!

– Bombeado. ¿Te gusta más esa palabra?

– Suena brutal.

– ¡Vosotros los hombres! Necesitaré dinero.

– Te diré cómo lo haremos. Partamos los costos, todos tus amantes y tus amantes en perspectiva. Así te pondremos a punto para circulación.

Dolores le zurró. Pero a Teddy no le importó.

– No quiero verte nunca más -le dijo ella.

El embarazo de Dolores lo había envanecido.

– Me verás en el momento en que yo quiera -le dijo Teddy.

Y así sucedió.

Una semana después, cuando Teddy iba a regresar a su apartamento para pasar el resto de la noche, y estar allí para el caso de que Ethel llamara por la mañana, Dolores le informó que aquel día iban a hacerle el aborto.

– Dime una cosa solamente -le dijo ella- y me dolerá menos.

Teddy se sorprendió al ver lágrimas en sus ojos.

– Dime que crees que el hijo es tuyo -dijo ella.

– Pagaré lo que cueste. ¿Es eso lo que te importa?

– No es eso lo que yo quiero decir. Dime lo que te he dicho. Llevo a tu hijo y porque tú no lo quieres me estoy librando de él, y todo lo que te pido es que me digas que tú sabes que es tuyo.

– De acuerdo, es mío. Y lamento las molestias.

Al mediodía, encontró a Dolores almorzando en «La Cantina». Dispuesto a irse en seguida, le entregó sus diez billetes de a veinte metidos en un sobre.

– Siéntate un momento -dijo Dolores -. Intenta mostrarte humano.

Teddy se dirigió al mostrador de autoservicio, escogió un bocadillo de atún y una bebida de cola y volvió a la mesa. Allí le dijo que no quería verla otra vez.

– Es mejor de esa manera -dijo Teddy.

– Eres una mierda -respondió Dolores.

– No quiero ver a nadie que rne odie, y tú me odias.

– Ni tan siquiera llego a eso -respondió ella.

Teddy terminó su bocadillo y se fue. Se sentía libre de obligaciones, y se felicitaba a sí mismo por el modo en que había resuelto el problema.

Una semana después llegó una carta de Ethel.

– Malas noticias -escribía-. Esta mañana he tenido flujo de sangre. Parece que no podemos coordinar, ¿no crees? Tu padre está terriblemente desilusionado. Me observa como un enorme felino, dando vueltas a mi alrededor, oliendo la sangre. En fin, lo descubrió. Y ahora insiste en que rne hagan un análisis. De modo que voy a ir al médico de aquí para que vea si estoy bien. Quizá tú deberías hacer lo mismo.

Le contaba entonces sobre su trabajo, que Petros se mostraba continuamente atento con ella, pero sin atosigarla, más bien como si se ofreciera y esperara una señal de ella.

Que nunca recibirá, no de mí -escribió Ethel-. Si alguna vez te dejo no será por ese hombre. ¿Cuándo volverás a, casa.? -Y terminaba.- Necesito alguno de esos magníficos días que tuvimos ahí. Recuerda siempre, como yo lo hago, que disponemos de esos momentos cada vez que deseemos obtenerlos.

Teddy se sintió satisfecho de haber dejado a Dolores embarazada; era un consuelo saber que si existía algún problema, sería por parte de Ethel.

Recibió también una carta de Costa.

Tenemos un dicho: «¿Dónde caen las manzanas? Bajo el manzano.» Es la misma enfermedad que su madre tiene, seguro. Cuando vi esa mujer la primera vez, te dije, muchas veces, ¿recuerdas?, dije mujer americana para placer, chica griega para procrear. Tu padre sabe por experiencia. Ahora ella habla a Noola sobre adoptar chico, etcétera. Yo digo a Noola le diga que nada a hacer, ¡ninguna, adopción en esta familia!

Una semana después llegó una carta de Ethel. Incluía el informe del médico. La habían encontrado perfectamente bien.

«Sólo nos queda seguir disparando -escribió Teddy a su mujer-. Y eso será divertido.»

Recibió entonces buenas noticias. Había sido aceptado para el trimestre de otoño en la Universidad de Jacksonville. Escribió a Ethel, le dijo el número de vuelo y le pidió que fuera a recibirlo en su auto.

Teddy fue a ver al comandante del Centro para despedirse de él y recibir su bendición.

– Quiero que sepas que te he recomendado haciendo de ti los mejores elogios -dijo el comandante-. Sólo me preocupa que algún asunto de tu vida personal se interponga en tu carrera.

– ¿Qué quiere decir, señor?

– El capitán Cambere me habló de Ethel. ¿Sigues aún con ella?

– Naturalmente. Yo quiero mucho a mi mujer.

– Perdona que te pregunte: ¿Te ama ella a ti?

– Estoy seguro de que sí me ama, señor. No sé a lo que el capitán Cambere pueda referirse. Ciertamente voy a hablar con él y preguntárselo.

– Ya no está aquí -dijo el comandante-. Acabó su servicio militar y ha vuelto a la vida civil.

– ¿Dónde puedo encontrarlo? -preguntó Teddy, furioso.

– Podría decírtelo, Avaliotis, pero un encuentro con él no serviría para nada. Lo que sucedió entre él y tu esposa…

– ¿Qué sucedió?

– No he sugerido que sucediera nada irregular…

– Yo pensé…, perdóneme, señor… pensé que usted lo sugería.

– Las mujeres, ésa ha sido mi experiencia personal, tienen mucha más habilidad para engañar que nosotros. Te aprecio, y por eso te pregunto con franqueza.

– Le ruego que continúe, señor.

– Más de una mujer neurasténica ha conseguido arruinar la carrera de un buen oficial naval. Por ejemplo, una mujer puede odiarte y uno nunca se entera. Si se es su proveedor, ella no puede arriesgarse a darlo a conocer.

– Perdóneme, señor. ¿Qué es lo que le dijo exactamente el capitán Cambere?

– ¿Lo ves?, ahora mismo, ya estás alterado por culpa de ella.

– No estoy alterado.

– Bien. Estoy seguro de que al estar a su lado podrás ver si está o no alienada… o si lo estuvo antes. Adelante.

Ethel fue a buscarlo a Jacksonville. Jumos fueron al campus de la Universidad y Teddy estuvo entre los primeros en matricularse.

Cuando Teddy dijo a Ethel:

– ¿Por qué no comenzamos a buscar un apartamento? -descubrió que ella no tenía ninguna intención de ir a vivir con él.

– No quiero renunciar a mi empleo.

– Creía que el jefe no te gustaba.

– No me gusta.

– Entonces, ¿por qué no te vienes aquí a vivir conmigo? Oh, mierda. No quiero ir a visitar a mi mujer, quiero vivir con ella.

Se excitó tanto que, al cabo de una hora, Ethel había cambiado de parecer.

Salieron a la caza de apartamentos, no encontraron nada que les gustase, y decidieron comer una buena cena e irse a la cama.

Las sábanas del motel, parte de una cadena, olían a desinfectante. Cuando hicieron el amor, no resultó como había sido durante los últimos días en San Diego.

– Siempre es un fiasco la primera vez después de la sequía -mintió Teddy.

– ¿Estuviste con alguna después que yo me fui? Dímelo.

Teddy decidió confesarle la verdad.

– Sí -dijo-. Durante una semana. Entonces supe que era a ti a quien amaba más y para siempre. Así que ya lo sabes. Te he dicho la verdad, lo que es una bobada, según dicen los hombres, pero he decidido hacer lo que tú me pedías.

Fue un error. Aunque Ethel le dijo que apreciaba su sinceridad, que estaba contenta de que él se lo hubiera contado, se quedó un poco fría. Y al día siguiente trató de descargarse.

– Fui a un médico y me hizo un análisis. Lo hice por tu padre y por ti y porque quiero que tengamos resultados.

– Estoy contento de que lo hicieras.

– ¿Y qué hay ahora contigo?

– Yo estoy perfectamente bien.

– ¿Cómo lo sabes?

– Lo sé.

– ¿Cómo? ¿Cómo puede saberlo nadie?

– Mira, vamos a vivir juntos, no estaremos en aquella tensión terrible como antes y…

– Dejaste embarazada a esa chica.

– Así es.

– Bueno… -dijo ella.

– Lo siento. Pero ésa es toda la historia. Estuvimos juntos una semana, y ella quedó embarazada y cuando ella se hizo abortar ya no la he vuelto a ver.

– De acuerdo -comentó Ethel-. Eso sucede a veces.

– Así es. Gracias.

– ¿Quién era ella?

– ¿Y eso qué importa?

– ¿Era la chica que te besó en el «Ship's Bell»?

– Sí.

– ¿Cómo te sentirías si yo te hiciera lo mismo?

– ¿Lo has hecho?

– Sí.

– ¿Sí?

– No. Pero hubiera podido hacerlo.

– Por el amor de Dios, Ethel, ¿quieres dejar de insistir en este maldito asunto?

– De acuerdo.

– Vayamos a echar una ojeada a… -Se sacó el periódico del bolsillo, plegado por la sección de alquileres.

– Y tú quieres que yo renuncie a mi empleo y venga aquí…

– Yo no quiero eso… ¡Insisto en eso!

– Bueno, ¡pues a la mierda contigo, hermano! Regreso.

– No, no regresarás. ¿Para qué quieres ese empleo?

– Porque justo en este momento, si no tuviera ese empleo tendría que quedarme aquí contigo, me gustase o no, y como tengo ese empleo puedo estar allí en donde me plazca, y si regreso contigo será porque crea que puedo estar bien contigo y no porque dependa de ti para comprar carne y patatas. No tengo que pedirte para gasolina, ni garaje, ni reparaciones de auto y eres tú el que dependes de mí para trasladarte en auto, y no yo.

– ¿Es así como tú quieres que sea… que yo dependa de ti?

– Por lo menos lo que no quiero es lo opuesto.

Tres semanas después, Ethel le escribió desde la dársena, y le dijo que había perdonado, que ella no había estado con nadie, que no había buscado vengarse de esa manera. Por otra parte, no podía aún renunciar a su empleo. Si él quería venir a visitarla, ella estaría muy contenta de verlo y prometía que nunca, nunca, le mencionaría el «Ship's Bell».

Fue durante el final de la primera semana en que el curso había comenzado.

Los estudios eran más difíciles de lo que Teddy había supuesto y Teddy no tenía ganas de tener que recorrer los casi cuatrocientos kilómetros hasta donde vivía Ethel. Pero lo hizo… quizá por su padre, o por el bien de la familia o de la tradición: los griegos no se divorcian. Utilizan a sus mujeres hasta el agotamiento criando hijos, y después toman una amante para soplar la espuma de la cerveza.

Ethel cumplió con su palabra: no hizo mención del «Ship's Bell». Había arreglado su apartamento, lo había embellecido. Había fotografías en la pared, incluyendo una de Teddy con su uniforme y otra que Ethel prefería especialmente de Teddy, a los once años al lado de Costa. Había también un viejo cartel humorístico que Aleko le había dado, que anunciaba esponjas y mostraba tiburones que se tragaban enteros a los buceadores. Frente a cada una de las ventanas abiertas, Ethel había colgado pequeños móviles japoneses hechos con fragmentos de cristal que se balanceaban y sonaban cuando el aire los movía.

– Me gusta lo que has hecho aquí -tuvo que admitir Teddy.

– Estoy contenta.

Ethel parecía más endurecida, no maligna o enfadada; simplemente más fuerte y con su vida bajo control. Su conversación rebosaba de comentarios sobre hechos y personajes de la dársena, sobre Petros y el nuevo propietario. Sy Roth se había arruinado y había vendido todo, y sobre ella misma, hablando profesionalmente.

– He aprendido taquigrafía y ahora ya sé escribir a máquina -dijo-. ¡Setenta palabras por minuto!

Cuando lo hubieron hecho muchas veces, ella le dijo que de nuevo estaba en sus días fértiles.

Teddy no la vio durante tres semanas más. No podía salvar esa distancia; sus estudios eran demasiado duros. Había encontrado también algunas compañeras, chicas bonitas y dispuestas. Estaba nuevamente al margen.

Durante esas tres primeras semanas fue cuando Ethel tuvo su primera pelea con Costa.

Costa había observado que todos los de la zona que en principio se habían mostrado encantados con la presencia de Ethel, ahora parecían haberse vuelto contra ella. Ahora ya no recibía cumplidos a diario sobre su nuera.

Su amigo Johnny Conatos, a quien Costa preguntó, se lo explicó así:

– Ella ahora mira a los hombres.

Era una explicación exacta.

Ethel estaba luchando con algo que había visto toda su vida, pero que nunca había comprendido realmente. Cuando un hombre y una mujer se cruzan en la calle, si la curiosidad natural les hace observarse mutuamente, es la mujer la que rápidamente desvía la mirada. Una mujer no ha de sostener la mirada de un hombre por más tiempo que el parpadeo de un ojo. Podría dar lugar a malas interpretaciones.

Las mujeres, concluyó Ethel, se comportan en la calle como animales perseguidos.

Experimentó, prolongando sus miradas y pronto cambió la situación, siendo los hombres los que miraban al suelo o a lo lejos.

Costa la llamó por teléfono para decirle el cambio de actitud de sus conciudadanos.

– ¿Por qué miras a todos los skoopeethi que encuentras por la calle? -le preguntó.

– ¿Y adonde tengo que mirar? -preguntó ella.

– ¡Al suelo! -dijo Costa.

– ¿Incluso cuando estoy con alguien…, con otros hombres, mi esposo, o tú?

– ¡Al suelo! Cuando te miren, inmediatamente tú has de mirar al suelo. De otro modo, es seguro, ellos tienen ideas equivocadas.

Pero Ethel no quiso. Muy pronto las murmuraciones cesaron, que era el signo peor; significaba que la actitud de la ciudad se había establecido en la hostilidad.

Una noche Ethel volvió a casa, a su apartamento, y encontró allí a Noola, con aspecto molesto. Las dos mujeres prepararon la cena y, mientras lavaban los platos, Noola le reveló el motivo de su presencia allí.

– El quiere saber qué pasa.

– Dile que pregunte a su hijo.

– La última vez le dije que era por tensión. ¿Qué voy a decirle esta vez?

– Lo mismo -respondió Ethel-. Esta vez soy yo quien está en tensión.

– El cree que tú deberías estar allí, viviendo con Teddy.

– Dile que no te gusta ser su mensajero. Que si quiere saber algo que venga él mismo a preguntármelo.

– El no habla abiertamente de estas cosas.

– Muy bien. Yo iré y le hablaré abiertamente.

A última hora de la tarde del domingo, el lunes era su día libre,

Ethel se dirigió al Norte. Costa estaba esperándola, sentado bajo el gran roble detrás de la casa, aprovechando la última luz del día. Cuando Ethel se le acercó, él le indicó en dónde quería que ella se sentara, un viejo rey dando audiencia a un subdito que venía a suplicar un favor.

Costa no perdió un minuto.

– Quiero que dejes ese empleo -dijo-. Es malo para Teddy que estés alejada de él como lo estás. Y no me gusta que estés con se tipo, Petros. No es bueno.

– No quiero dejar ese empleo, papá -dijo Ethel.

Fue como si Costa no la hubiera oído.

– Yo mismo digo a Petros, bastardo, le digo que tú no quieres su dinero. Bajaré a poner las cosas en claro inmediatamente.

– Me gusta ese trabajo, papá. Me quedaré en él.

– No, no. No es bueno para Teddy. Por eso hay tensión siempre. Tú te vas; es suficiente.

– Hablaré con Teddy de ello -dijo Ethel escabullándose.

– Deja a Teddy fuera -dijo Costa-. Yo te lo digo. Deja el trabajo.

– No lo haré. No quiero.

Ethel pensó que Costa iba a pegarle. Pero no fue así. Arrancó una rama del árbol, una rama muerta y la golpeó fuertemente contra el tronco. Volaron astillas.

Ethel esperó, cabizbaja. Estaba muy asustada. Pero cuando Costa dejó de temblar, ella habló de nuevo.

– Lo siento, papá -dijo, con voz ronca-. No es tensión ni nada parecido. Yo fui a ver al médico tal como tú me pediste. Me dijo que yo estaba perfectamente.

– Entonces, ¿qué pasa? -Costa casi no podía pronunciar las palabras. – ¿El problema?

– Ahora le toca a Teddy ir a ver a un médico.

Ethel se levantó y entró en la casa, con las rodillas temblorosas todavía.

Pero estaba complacida. Esta vez se había mantenido en sus trece.

Al cabo de pocos minutos oyó el portazo de la puerta de entrada y los pasos de Costa por delante de la habitación de ella y hasta la de él al fondo del vestíbulo. Después, pasados unos momentos, Costa llamó a la puerta de Ethel y entró cuando ella dijo «entra».

Costa tenía ahora el aspecto de su edad, trastornado y pálido; la furia, mientras lo consumía, se había llevado algo de su fuerza.

Tenía un sobre en la mano. Era algo diferente en tamaño de los que Ethel estaba acostumbrada a ver. Un lado del sobre estaba casi enteramente cubierto con sellos que ella nunca había visto antes.

Costa se sentó al borde de la cama en donde Ethel yacía.

– De acuerdo -dijo él-. Le diré a Teddy que vaya. Al médico, de eso hablo.

– Probablemente él está perfectamente -dijo Ethel-. Dejó embarazada a una chica en el Oeste.

– Eso es bueno -dijo Costa.

– ¿Está bien que él me sea infiel?

– Así es la naturaleza de los hombres. Te lo he dicho muchas veces. Tú no puedes cambiar la naturaleza.

Costa estaba abriendo el sobre.

– Debes olvidar todo eso -dijo Costa-. También has de perdonar a Teddy.

– Ya le dije que lo había hecho.

– Eres buena chica.

– ¿Porque lo perdoné? No, gracias.

– Tuve noticias de mi primo -dijo Costa-. ¿Recuerdas te dije que le escribí sobre nuestro problema y le pedí ayuda? El se fue en bote a Lesbos, una gran isla al norte de nuestra pequeña isla, y allí hay cura, Iglesia ortodoxa, buen hombre, muy viejo, casi al final de su vida, desde donde puede ver todo muy claro.

Abrió el sobre y cuidadosamente sacó dos envoltorios en papel de seda. Dejando el sobre a un lado, colocó suavemente un paquetito en su falda y comenzó a desenvolver los pliegues arrugados.

– Este viejo cura, escucha a mi primo en lo que le pide y le dice que un día él tuvo el mismo problema, una de sus hijas, ella no produce nada. Y él le dio esto.

Del paquetito de papel de seda extrajo una cadena fina, una vuelta de poco más de medio metro.

– Es de plata -dijo Costa-. Tan fina, tan ligera, como una concha del mar. Mira. -La sostuvo con sus dos dedos regordetes junto a la lamparilla de mesa con su pantalla de seda rosa.- Ya ves. El cura la bendijo en el altar, en su iglesia.

– ¿Para mí?

– Llévala alrededor de la cintura. Cuando no se cierra ya eres madre.

– Es bella. -Ethel la balanceó suavemente frente a la luz.- ¡Tan delicada! ¿Puedo quedármela, de verdad?

– La pedimos para ti. Mi primo entonces busca asno y se va, un día de camino, a la vieja catedral, de nombre Aghia Paraskevi, en

la cima de la montaña, en medio de la isla. Allí siguen todavía las viejas costumbres y hay otro cura viejo, más viejo que el primero. Este hombre no está instruido, etcétera, pero ha hecho muchas cosas extraordinarias. El nos dio todo esto, te lo enseñaré.

Costa desenvolvió el otro paquete pequeño de papel de seda.

– Para enfermedades diferentes tenemos diferentes figuras -dijo -. Un brazo, un corazón, un ojo, una pierna. Mi primo compró ésta.

Costa sacó una figurita, troquelada de simple estaño en lámina, y de unos ocho centímetros de longitud.

– ¿Qué es esto? -preguntó Ethel.

– Una mujer con criatura en la barriga. Debes llevarlo debajo de tus vestidos. Las mujeres campesinas de allí creen en esto.

Ethel la cogió, la miró del revés, la sostuvo en alto.

– ¿Tú crees en esto, papá? -le preguntó.

– No puede hacer daño – respondió él-. Mi primo en la isla le dio dinero al cura para que diera bendición en altar. Sí, creo en esto.

– Entonces lo llevaré. Todos los días.

Costa se levantó de la cama y se encaminó a la puerta.

– Ahora te pido por última vez -dijo a Ethel, dándole la espalda-. No te pediré otra vez. Deja ese empleo.

– ¿Cuándo?

– Mañana.

– Bien -dijo Costa, y salió de la habitación, cerrando la puerta suavemente.

Cuando Ethel entró en el comedor para cenar, Costa la abrazó, la sostuvo a la longitud de sus brazos, y la abrazó otra vez después.

Ethel no respondió. Sabía que se había traicionado a sí misma.

Al día siguiente Costa ya estaba levantado a las seis para verla marchar y recordarle lo que había prometido.

– Hoy se lo diré -le dijo Ethel-. Le daré dos semanas para que encuentre a otra persona.

Cuando Ethel llegó a su apartamento encontró un telegrama informándola de que su madre había muerto «durante su sueño, pacíficamente».

Desvanecida sin un gemido, pensó Ethel.

Reservó una plaza en el avión que salía de Tampa hacia el Oeste, y le dijo a Petros que no estaba segura del día de su regreso.

– Apresúrate -le dijo él-, te necesito aquí. Una condenada semana de trabajo… ¿qué pasa?

Ethel se estaba derrumbando. No sabía que había amado a Emma Laffey.

Petros se acercó a ella y la abrazó con gentileza.

– ¿Qué te sucede? -repetía, como un muchacho que por primera vez ve a su madre llorando y no sabe qué hacer.

Ethel se fue a un rincón de la oficina y se quedó allí sollozando.

– No te acerques a mí -le dijo a Petros cuando éste fue junto a ella.

Quince minutos después Ethel se volvió, con los ojos secos.