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17

El doctor Laffey llevó a Ethel en su auto directamente a la casa funeraria. Emma nunca había tenido tan buen aspecto. Su cabello, tan claro que dejaba ver el cuero cabelludo, estaba rizado y arreglado, colocado encima de su cabeza como roscas de panadero y cubría el pequeño cojín infantil bordado en que ella solía apoyar la cabeza. Una mano hábil había llenado su rostro y suavizado las arrugas, relajando la eterna marca de ansiedad de su frente. En sus labios había una sonrisa de conformidad y estaba vestida de azul, el color de la tranquilidad.

Ethel se juró que nunca más se vestiría de azul.

Al acercarse a casa, Ethel notó que su padre tenía espléndido aspecto. Se había llenado de hombros y adelgazado las caderas, y parecía un viejo atleta, quizás un entrenador de rugby.

De la avenida de su casa estaba saliendo un auto.

– Quiero que conozcas a Margaret -dijo Ed. Y le hizo una señal de que se detuviera.

A Ethel le gustó Margaret inmediatamente; era una mujer corpulenta de unos treinta y cinco años, que en este momento se dirigía a la pista de tenis.

– He venido -le dijo al doctor-, pues pensé que te gustaría jugar, para distraerte de otras cosas. Bueno, no te preocupes. Ya encontraré otros jugadores en el club. Hola -dijo a Ethel haciéndole un signo amistoso con la mano-. Estoy contenta de poder conocerte finalmente. -Y se fue.

– Es una magnífica jugadora de tenis -dijo el doctor Laffey-. Casi siempre me gana. Va a acompañarme a dar la vuelta al mundo.

– ¡La vuelta al mundo!

– Por todos esos lugares que nunca he visitado.

– ¿Y qué pasa con tu clientela?

– Abandono la profesión.

– ¿Y qué vas a hacer?

– Ni una maldita cosa. ¡Nada!

Cenaron en la terraza.

– No me importa si Margaret viene -había dicho Ethel. Pero el doctor había preferido estar a solas con ella.

– La semana pasada he cumplido cincuenta y cinco -le dijo cuando la mesa estuvo dispuesta para el café- y no me preocupa ya lo que los otros puedan pensar de mí. Excepto tú. Quiero seguir en contacto contigo. De tal modo que si algún día crees que he sido cruel para con tu madre recuerdes que estuvo muriéndose durante ocho años y yo estuve allí todos los días y noches haciendo todo lo que pude. Pero ahora ha sucedido y, ¿puedes comprenderlo?, ahora yo celebro mi liberación.

– No tienes por qué darme explicaciones -dijo Ethel-. Espero que esto no parezca tremendamente superior, pero lo diré de todos modos. Cuentas con mi bendición.

– Gracias. -El doctor la besó.- Esto es todo lo que necesitaba.

Para celebrarlo, ordenó a Manuel que sacase una botella de brandy español, «Pedro Domecq».

– La he estado guardando para una ocasión -dijo-, pero nunca hubo nada que deseara celebrar. Hasta hoy.

Ethel sonrió asintiendo con la cabeza, se tomó su brandy y recordó a la mujer vestida de azul yaciendo en su caja de madera de teca, y en la sonrisa de conformidad en su rostro.

Había muchas personas en los funerales de Emma Laffey; muchas derramaron lágrimas.

Ethel notó cierta actitud fría hacia su padre. Todos sabían lo de Margaret. Para dejar bien clara su propia actitud respecto a su padre, Ethel permaneció durante todo el servicio al lado de él, cogida de su brazo cuando se presentaba ocasión.

Cuando llegaron a casa, Margaret estaba allí. A Ethel le pareció aún mejor. Pertenecía a la tradición de falda más larga. El término «amante» no describía a Margaret.

Juntos terminaron el brandy.

– ¿Qué planes tienes? -le preguntó su padre.

– No lo sé todavía.

– ¿Regresar a Florida?

– No de momento.

– ¿Pero eventualmente?

– Tengo una deuda pendiente.

– Ya sé que no es asunto mío -dijo Margaret-, pero tu padre me ha hablado de tu esposo y de su…

– ¡No digas nada malo de su familia! -la advirtió Ethel-. Ninguno de vosotros. Es la única familia que he tenido.

Antes de mirar a otro lado, Ethel vio que esto había herido a Ed Laffey.

Al día siguiente, Ethel desapareció; subió a un avión en dirección de San Diego.

Envió un telegrama a Adrián Cambere, pidiéndole otra entrevista.

Cambere fue a recibirla al aeropuerto.

– Quiero recordarle su oferta -le dijo ella.

– ¿Qué oferta?

– De hablar otra vez conmigo. Me ayudó antes. ¿Me ha reservado alojamiento?

– En la posada «Roseway».

– Tiene usted diferente aspecto.

Ethel observó que Cambere llevaba peluca y recordó que, en su primer encuentro, él no se había quitado su gorra de jugar a tenis.

– Ahora soy un civil y me sienta espléndidamente -dijo él-. Además, estoy escribiendo un libro.

Siguió contándole los cambios introducidos en su vida mientras la ayudaba a instalarse. Durante la cena estuvo hablando sin cesar. Su técnica profesional, hacer que los otros hablaran, había fallado.

Cuando la condujo en el auto de regreso a la posada, le pidió si podía entrar.

Cuando estuvieron acomodados, ella en la butaca de arce, y él al borde de la cama, hubo un momento de incertidumbre. El vino había aturdido ligeramente a Ethel; habían vaciado la botella y media más, y lo que ella deseaba realmente era irse a la cama, sola. Adrián le sonreía de un modo que ella había visto ya muchas veces anteriormente, el momento antes de la carga. Ella sabía que tendría que reunir mucha energía para rechazarle; ese jugador de tenis la había hecho advertir su fuerza durante toda la noche.

Ethel pensó que quizá lo más sencillo sería dejarlo que lo hiciera; probablemente no tardaría mucho, puesto que estaba muy maduro. Y ella podría dormir después tranquilamente.

Adrián sacudía la cabeza con una especie de desilusión prematura – ¿o sería un aviso?- táctica que también le era familiar a Ethel; suavizar a la mujer haciéndola sentir culpable por adelantado al pensar en la simple posibilidad de rechazarlo. Bueno, pensó ella, aquí viene.

– La cosa más reveladora de ti -dijo Cambere- es la máscara que llevas.

– ¡Vaya porquería confusa! -respondió Ethel-. Dígame lo que significa.

– ¿Por qué has regresado? Vamos, ¡di la verdad!

– Para hablar con usted. Usted me ayudó.

– Bueno, me siento halagado. ¿Es ésa la única razón?

– Me gustaría hablar con la chica con quien mi marido salía.

– Eso lo arreglaré yo. ¿Es eso todo?

– Lo que quería preguntar a usted especialmente es… ¿recuerda que le dije que todo se había anulado entre mi marido y yo? Esto me intrigaba.

– ¿Por qué? Es perfectamente natural.

– Porque él sigue gustándome, hasta creo que lo quiero. Pero no sucede nada. A mí. Y yo solía… tan fácilmente. Fingí durante algún tiempo, al final. ¿Entiende usted?

– Muchos hacen eso.

– Entonces, hasta eso dejé de hacer. Lo que me ocurriera o dejara de ocurrirme parece que no le importaba a él. Así que me limité a estar ahí echada.

– Sí -dijo Cambere-, lo sé. -Le brillaron los ojos.- ¿Y ahora qué es lo que quieres de mí?

– Únicamente su opinión. ¿Se puede volver atrás desde ese punto? ¿O he de renunciar?

Adrián Cambere se levantó, frunciendo el entrecejo profesionalmente.

– ¿Tiene usted prisa? -preguntó Ethel-. Podemos hablar mañana.

– No, éste es un momento perfecto para mí. En primer lugar, arranquemos los adornos mitológicos, los absurdos, con que se ha disfrazado el acto sexual. – Caminó de un lado a otro. – Nadie admitirá que es perfectamente obvio -dijo- que el amor y el sexo son cosas separadas, que la novedad es excitante, que la conquista es igualmente grata a los dos sexos, que la necesidad de acallar la ansiedad sobre el valor sexual de uno mismo es apremiante, que el amor no es singular, que una persona puede amar al mismo tiempo a varias y suele suceder asimismo, que no hay nada errado en irse a la cama con otros u otras; por el contrario la promiscuidad es enriquecedora; que la mayoría de las mujeres de nuestra sociedad se casan para asegurarse el mantenimiento y la mayoría de los hombres por conveniencia sexual, y ambos siguen casados, después que todo el interés ha desaparecido, porque temen la perspectiva de morir solos…

– No haga eso.

Cambere estaba en el suelo, a los pies de la butaca de Ethel, y le había separado las rodillas con las manos.

– Quiero que hagamos el amor -le dijo él.

– Lo sé. Cuando te quiera ya te lo diré.

Adrián insistió. Altamente excitado, según ella podía observar, intentaba levantarle el vestido. Las manos de Adrián le rodearon las nalgas y la tiraba hacia él de modo que con el cuerpo le separaba las piernas.

– Esto es realmente bueno -dijo ella.

Y le alzó la peluca por encima de la cabeza. La lucha cesó inmediatamente.

– ¿Por eso, entonces, aquel día no te quitaste tu gorrita de tenis?

El doctor Cambere estaba furioso.

– Ten mucho cuidado con eso -dijo levantándose del suelo -. Es frágil y condenadamente caro. -Le quitó el peluquín de las manos, lo dobló cuidadosamente y lo puso en el bolsillo de su chaqueta. La calva le brillaba.

– Mira, Adrián -dijo Ethel-. Me gustaría realmente estar hablando contigo. ¿Podríamos? ¿Mañana? Ahora estoy terriblemente cansada. Todo ese vino me ha dado sueño. Ha sido un día muy largo, para los dos. Siéntate. Descansa un momento.

– Yo también estoy cansado -dijo él. Se sentó en el borde de la cama, y después de esperar un momento para desinflarse, consultó un librito de notas y dijo-: Entre las dos y las tres estoy libre mañana.

– Dime -le dijo ella mientras lo acompañaba a la puerta-. Cuando se ha arrancado, todo ese absurdo de que hablabas, ¿qué es lo que queda?

Cambere le sonrió de una manera diferente de antes, y de un modo que a ella le gustó.

– Algo muy bonito -dijo.

Al día siguiente tuvieron una excelente conversación.

– Toda tu historia -le dijo él- es de autotraición. Sacrificio de tu propio ser ante la autoridad. La Marina, por ejemplo. Te recomiendo cultivar los vicios cristianos. El egoísmo en primer lugar.

Cuando ella le estrechó la mano en la puerta -había un paciente esperando -, Ethel le dijo:

– ¿Puedo venir a verte esta noche?

– Tengo una sesión de grupo entre las nueve y las once, pero después estaré libre y muy contento si puedo verte.

– A propósito, ¿pudiste localizar la mujer con la que mi marido…?

– Ah, sí. Dolores. Termina a las cinco y media y te verá con mucho gusto. Bueno, eso es algo exagerado. Digamos que está dispuesta a verte. En el «Ship's Bell».

Hacía una tarde espléndida y Ethel disponía de una hora. La brisa que venía del mar llegaba hasta el área de juego infantil de la zona residencial en donde Adrián tenía su oficina. En todas partes había madres vigilando a sus hijos que jugaban en los arenales y las construcciones metálicas. Los bebés dormían en sus cochecitos protegidos por redes.

No había ni un solo hombre a la vista, no se veía ni a un padre.

Ethel, sentada en la sombra, lo contemplaba largamente y cerró después los ojos. Hay niveles en el sueño. ¿Lo soñó o fue su pensamiento? «Si me fuese posible tener un bebé sin padre, le ofrecería mi regalo a Costa.»

Se encontró con Dolores, a quien recordaba de la oficina de Bower, en el mismo compartimiento en donde ella y Teddy solían sentarse y en donde Dolores había besado a Teddy con «lo que él pensó que era amor», y de este modo Ethel se lo recordó a Dolores.

No se fingió ninguna cordialidad.

– Durante algunos días -dijo Dolores- antes de que tú regresaras la primera vez, él solía decirme: «Eres exactamente la chica adecuada para mí.» Eso es lo que él solía decirme.

– ¿Y tú lo creíste?

– Debías haber visto su rostro cuando me lo decía. Yo pensaba: ¡Oh, Dios mío, todos mis sueños se han realizado! Estoy hablando de mis sueños sexuales. Realmente, Teddy es fabuloso o ¿lo has olvidado ya? Es lo que yo siempre he necesitado. Pero no parece importarle mucho. ¿No crees?

– Algunas veces. Y dime, ¿te pidió que te casaras con él?

– Muchas veces. Yo solía practicar con mi nuevo nombre. Cómo iba a ser. Dolores Avaliotis. Sonaba bien.

– ¿También él lo creía así? ¿Le gustaba a él cómo sonaba?

– El me dejaba hablar y pronunciarlo. Tú no le gustas realmente, ya lo sabes.

Ethel no respondió, si es que eso era una pregunta.

– Y cuanto te quedaste embarazada -dijo -, la criatura que abortaste… ¿era de él?

– Pudo haber sido. Pero, ¿quién sabe? Cuando volviste la segunda vez y os vi paseando por ahí juntos, cogidos de la mano, aquello no se parecía en nada a lo que él me había contado. Pensé que era un mentiroso.

– Probablemente Teddy sentía de distinto modo en diferentes ocasiones.

– De modo que me harté y me fui con otros hombres… bueno, tu amiguito Adrián Cambere uno de ellos; ése se va con todas. -Se echó a reír. – Hasta lo hice con mi jefe una tarde.

– Pero tú le hiciste pagar a Teddy para el aborto.

– Todos pagaron.

– ¿Se repartió entre todos?

– No, todos pagaron.

– ¿Cada uno de ellos pagó?

– Toda la factura.

– Sacaste mucho dinero de ese negocio.

– Tres veces doscientos. Nunca se tiene demasiado dinero, ¿sabes?

– ¿Y cómo te las arreglaste?

– Les entra diarrea cuando les dices que te han dejado embarazada. Te entregan el dinero y echan a correr. Hubiera podido conseguir mucho más.

– ¿Quién era el tercero, repítelo?

– Mi jefe. El comandante Bower. Tardó exactamente dos minutos.

– ¿En pagar?

– En hacerlo.

– ¿Y no te remuerde la conciencia?

– ¡Remordimientos! Tienes alguna idea… naturalmente no; Teddy me dijo que tú naciste rica…, pero, de todos modos, ¿tienes tú una pequeña idea de lo que pueden hacerte cuando no dispones de dinero en el Banco?

– ¿Quién hace el qué a quién?

– ¡Los hombres! ¡A nosotras! El dinero, queridita, es la libertad. Sin dinero no eres nada. Yo tengo también unos bonitos pechos, así me lo dicen. Pero, ¿cuánto tardaré en tenerlos caídos? Oh, ¡la mierda! Para esto has venido de tan lejos… ¿para oír todo esto? Podías haberlo adivinado.

– Me hace bien haberlo oído. De ti. Gracias. No me gustas, pero te agradezco que me hayas hablado como lo has hecho.

Esta conversación convenció a Ethel. Su instinto no se había equivocado. Teddy era estéril.

La noche con Adrián fue un desastre.

A Ethel le gustó el cuerpo de Adrián, compacto, con músculos agradablemente redondeados y libre de pelo espeso. Pero Adrián se mostró inesperadamente ansioso. Durante todo el rato estuvo haciendo incesantes recomendaciones y dando instrucciones que se traducían por ansiosas demandas de apreciación.

– ¿Te gusta así? -preguntaba Adrián-. ¿Te gusta de esta manera, nena? Dímelo -decía-. ¿Aquí? ¡Eh! ¡Dime algo! Dime qué es lo que quieres.

Pero cuando ella hizo al revés, dando rienda suelta a sus exhortaciones, sucedió lo que esperaba: Adrián se puso blando. Tan pronto como ella guardó silencio, él se lanzó de nuevo. Ethel, esa vez, se sintió contenta de ser mujer. Había una ansiedad -la ansiedad del que actuaba- por la que ella no tenía que pasar.

– ¡Oh, te gusta eso! ¡Bueno! -Y el hombre sondeaba y sondeaba. – ¿Vas a venir sobre tu papaíto? ¿Eh? ¡Di algo! ¿Qué es lo que pasa? ¿No vienes todavía?

Ethel se sintió aliviada cuando todo hubo terminado. Seguía deseando tener una charla con él.

Pero él se durmió. Inmediatamente. Igual que Teddy.

– ¡Eh! No te duermas. -Ethel le sacudió. – Quiero hablar contigo.

– ¿Sobre qué? -murmuró Adrián.

– No me has respondido todavía a una pregunta. Cuando se ha comenzado a fingir, ¿se puede sentir alguna vez de nuevo?

– Cuando lo descubras -dijo Adrián-, dímelo. Ahora, quieres ponerte a dormir, por el amor de Dios… Mañana me espera un día de mucho trabajo.

Pero Ethel no pudo dormir. Por una parte, Adrián roncaba, y esto la mantenía despierta. Pero, principalmente, fue porque se sentía inquieta, insatisfecha. No quería despertarlo otra vez, de modo que se fue al otro cuarto, al que Adrián usaba para las consultas, y se masturbó.

Aquella noche Ethel tuvo un sueño sexual. Envolvía a Costa y fue muy gráfico. A la mañana siguiente Ethel estaba horrorizada, pero por la noche lo había aceptado. Había sido especialmente consciente del olor particularmente distintivo de Costa. Seguía afectándola cuando lo recordaba.

Adrián estaba muy animado por la mañana, preparando café, y trayéndolo a la cama.

– Como en las películas -le dijo.

Entretanto continuó con la charla que había iniciado en el momento de despertarse.

– Lo que atrae a los hombres de las mujeres, no tiene nada que ver con su aspecto -dijo. Y en su voz no había ninguna vacilación.

– ¿Qué es entonces?

– El poder.

– ¿Qué clase de poder? -preguntó la alumna sumisa.

– Cualquier poder. -Señaló a los lugares.- Cabeza, puño, tallo, bolsa.

– ¿Qué clase de poder es el tuyo Adrián?

– Todos excepto el último. -Se dio otra palmada en el bolsillo. – A propósito, ¡tú puedes ayudarme! -Lo anunció como si fuese él el que iba a hacerle un favor a ella, y no a pedirle su ayuda. – Estoy escribiendo un libro -dijo-; ya está bastante adelantado, y hay un capítulo en el que encuentro obstáculos, no en cuanto a conceptos, sino en el detalle. El punto que estoy tratando de poner de relieve es que el instante más saturado de las características básicas de cada individuo masculino es el instante del orgasmo. En ese momento es cuando se revela en toda su autenticidad. Quedan expuestas sus cualidades ocultas. Lo esencial toma el lugar de lo acostumbrado. ¿Qué opinas tú?

– Tú has de saberlo mejor que yo.

– Esa es una respuesta evasiva. Necesito corroboración. Obviamente, tú has estado con un montón de hombres…

– ¿Qué quiere decir, obviamente?

– Obviamente significa claramente. Me gustaría que me describieras la conducta orgásmica de los hombres que tú has… – Cogió un bloc y un lápiz.

– No ha habido tantos, y además, no lo recuerdo.

– ¿Por qué no quieres ayudarme? ¿Estás enfadada conmigo?

– Naturalmente que no. No creo que la mayoría de la gente esté vigilándose en esos momentos. Excepto tú.

– ¡Excelente! Comienza conmigo.

– Tú tienes una libreta y un lápiz al lado de la cama.

– Continúa.

– Por eso tus manos están frías.

– ¡Frías!

– Bueno, frescas. ¿De acuerdo?

– ¡Nada de acuerdo! Obviamente… tú estás enojada conmigo. Y no puedo imaginar por qué. Olvídalo. Ahora he de apresurarme. ¿Estarás aquí esta noche?

– No. Ya me habré marchado.

En la puerta tuvieron una escena conmovedora.

– ¿Tomas la pildora? -le preguntó él mientras le enseñaba cómo debía preparar el pestillo para que se cerrara al marchar ella.

– Ya no la uso -respondió Ethel-. Hace aumentar el peso. ¿Es así para poder cerrar?

– Sí. Bien. Entonces, qué… ¿qué usas ahora?

– Nada. Bueno, muchas gracias, ya nos veremos.

– ¡Nada! ¡Debías habérmelo dicho!

– Por otra parte, es un momento extraño para hacer esa pregunta.

– ¡Jesucristo!

– Parece que vas a ser otra vez padre. Dolores me habló del aborto.

– Bueno, pues no voy a pagar para más abortos. No me busques si necesitas dinero.

– Vamos a preocuparnos cuando sea necesario, ¿de acuerdo? Y gracias otra vez.

Ethel cerró la puerta ante su inquieto rostro.

– ¡Zorra! -se dijo a sí misma cuando Adrián se marchó. De regreso en la posada, hizo el equipaje, fue al Banco y canceló su cuenta de ahorros. Había decidido no regresar todavía a Florida.

En el vuelo a la ciudad de México no tenía ganas de leer ni de escuchar el estéreo del avión, de modo que pidió papel y comenzó a hacer garabatos, dibujando pequeñas mujeres embarazadas, parecidas a aquel diminuto troquelado que Costa le había dado para que lo llevara debajo de su vestido.

No había tomado la pildora desde aquel día, hacía meses ya, en que había entregado su pequeña cajita azul a Costa. Pero esto no la preocupaba. Ishallah! como solía decir Aarón.

– Lo que haya de suceder sucederá cuando Alá lo disponga.

En la ciudad de México, rodeada por el aire sucio, fuertemente perfumado, se sintió sola por completo. Era precisamente lo que deseaba. Decidió estar allí algún tiempo, por lo menos hasta que su padre hubiera vendido la casa de Tucson; seguramente la necesitaría para ayudarlo a vaciarla.

Lo que ahora necesitaba era un empleo. ¡El dinero es libertad! ¡Dolores y su sabiduría! Ethel tenía un buen conocimiento de español a través de una larga sucesión de nodrizas chicanas. Los conocimientos de secretariado que había adquirido con Petros ahora le sirvieron. En tres días tenía lo que había querido, un empleo en la oficina de una gran compañía minera organizada para extraer de la tierra el fluorocarbono del que se saca el agente propulsor para cremas de afeitar y desodorantes. Esta sustancia, así se decía, sólo podía hallarse en las montañas de Sierra Madre, de México, y la compañía casi tenía el monopolio. El producto era enviado al Gran Hermano del norte.

Desde el primer momento Ethel fue grandemente apreciada, no solamente porque podía tomar dictados en español y escribir cartas en inglés, sino por ser además una intérprete atractiva y buena compañía para acompañar a los industriales gringos. Todos tenían que escribir cartas a Estados Unidos y necesitaban de alguien amable y comprensivo a quien dictar. Ethel recibió muchas pruebas de afecto, y tenía más invitaciones a cenar de las que quería.

Pronto comprendió que la oficina era una complicada telaraña de relaciones sexuales. Todas las secretarias, excepto algunas mujeres mayores que llevaban a cabo el trabajo más importante, parecían haber sido escogidas porque alguno de los hombres que ocupaba un puesto importante lo había solicitado. El lugar bullía con atractivas jovencitas que sabían que se ganaban su salario haciendo sentirse en casa a los visitantes y concediendo sus favores a los ejecutivos.

Ethel estuvo pensando qué hombre habría hablado en favor de ella.

Comenzó lo de costumbre: se la perseguía sin descanso. De nuevo comenzó a sentirse como un animal de caza. Mantener a raya a los depredadores requería más energía de la que ella quería usar. Finalmente, le pareció que lo más sencillo sería aceptar a uno de los hombres y librarse del resto. Si el hombre que escogiera era lo suficiente poderoso en la estructura de la compañía, él la protegería de las constantes insinuaciones, miradas lascivas e indirectas y de los manoteos casuales que ahora la molestaban.

De modo que examinó el terreno… fríamente.

– Sé como un hombre -ése fue su lema. Había una cualidad especial que le importaba… por si acaso. Debía escoger un macho biológicamente superior.

Tenía evidencia de que Adrián no lo había conseguido. Estaba dispuesta a aceptar la ayuda de otro.

El hombre en quien se fijó era un joven ejecutivo de treinta y un años, Arturo Uslar, un bello ejemplar para ser contemplado, y educado en el Williams College de Nueva Inglaterra, y por lo tanto capaz de expresarse en un inglés perfecto. Lucía un surtido de trajes de Savile Row, camisas con sus iniciales y zapatos a la medida, estaba en perfecta forma por jugar al badminton cada tarde, y era, así se lo habían dicho, un respetable coleccionista de buenos cuadros. En privado, ella lo encontró apasionado pero gentil, romántico pero divertido, amable, y no obstante, cuando el momento llegaba, poseído de un gran orgullo de macho… en una palabra, el perfecto amante latino.

Arturo estaba destinado, así lo decían todos, a ser presidente de la compañía. ¿La razón? Estaba casado con la hija del fundador -«mi Isabel» la llamaba él-, una mujer algo mayor que él que había heredado la mayor parte de las acciones de la compañía. El hecho de que fuese una mujer no afectaba a la vida de él. Arturo le había dado cuatro hermosos hijos, y estaba en casa lo suficiente para satisfacer las necesidades de Isabel. El aura de su riqueza mejoraba su apariencia, como lo hacían los vestidos caros que llevaba. Con esa relación, el futuro de Arturo parecía muy claro… a menos que cometiera el error grave que a menudo estaba a punto de cometer. Así lo decían todos.

Arturo parecía más atrevido y descuidado de lo que era necesario. Ethel descubrió que ese coqueteo de Arturo con el peligro formaba parte de la tradición de su cultura. La llevaba con él a lugares públicos, especialmente cuando tenía que cumplimentar a un cliente gringo. Aunque Arturo cuidaba de que viniera una tercera persona, la gente comenzó a murmurar. Arturo no parecía preocuparse. Ethel pensó si a él le gustaba esa notoriedad, ¿sería una especie de baladronada?

Arturo estaba orgulloso de Ethel, principalmente, creía ella, porque tantos otros hombres la deseaban. La exhibía como un caballo de carreras, un gran favorito, del que él fuese propietario. Realmente la quería más en público que en la intimidad. Cuando estaban solos, Arturo solía encerrarse más en sí mismo.

Un final de semana, cuando su mujer se había ido a Acapulco, Arturo condujo a Ethel hacia las colinas suburbanas por encima de la Universidad y le enseñó su casa. Las paredes estaban cubiertas de pinturas hechas por los grandes pintores mexicanos, llamadas a la revolución y ahora propiedad de los muy ricos. Ante la admiración de Ethel, Arturo le ofreció el que tenía en su oficina.

– No quiero que me hagas regalos -le dijo ella.

– Pero yo soy tu amante -protestó Arturo-. ¡Son regalos míos!

– Porque eres mi amante -dijo Ethel.

Arturo se quedó perplejo de que Ethel, a diferencia de sus anteriores amantes, no le aceptara ningún dinero. Hasta se sintió ofendido.

Arturo tenía alquilado secretamente un pequeño apartamento sobre el Parque Chapultepec, e insistió en que Ethel se trasladara allí. Allí descubrió Ethel el propósito de la siesta.

Cuando se familiarizaron el uno con el otro, Ethel descubrió que algunas cosas que en principio le habían parecido encantadoras de él, ahora la enojaban. A medida que Arturo se despreocupaba, ella le perdía el respeto. Por ejemplo, mucho más que cualquier hombre que ella hubiera conocido antes, Arturo quedaba fascinado ante su imagen en el espejo. Algo trivial… pero eso la irritaba.

– ¿Crees que he aumentado de peso? -le preguntó él un día mientras se vestía para marchar a su casa-. ¿Un cuarto o medio kilo, quizás? He de tener cuidado. -Estaba de pie, frente al espejo, volviéndose de uno y otro lado, hundiendo la barriga y dejándola suelta de nuevo, pellizcando y dando masaje a la carne de su cintura.

Ethel, contemplando todo esto desde la cama, no pudo recordar, si había algún espejo en la casa de Costa, o si le había visto alguna vez contemplarse en un escaparate al pasar por delante, como hacen la mayoría de los hombres y como Arturo hacía sin fallar.

– ¡Ethel! ¿Estás escuchándome?

– No sé si has aumentado de peso. Sólo hace cinco semanas que te conozco.

– Has de obligarme a seguir una dieta. Antes de conocerte, solía pasar estas horas, todos los días, en la pista de badminton.

– Bueno, todavía puedes hacerlo. ¿Por qué no lo haces?

Arturo se acercó de un salto y la tomó en sus brazos.

– ¿Cómo puedes decirme eso, mi vida? ¡Eres tan fría! ¿No sabes que tú eres la razón de mi vida? Prefiero estar contigo que con nadie más que haya podido conocer en toda mi vida.

Arturo la veía todas las tardes, excepto cuando tenía que probar con su sastre o su camisero. Esas fechas eran sagradas.

– ¿Sabes lo que míster Richards de «Allied Chemical» dijo de mí? ¿Te lo he contado?

– Sí.

– No. No te lo dije. ¿Por qué dices que sí? ¿No quieres oírlo?

– Bueno, en este caso, dímelo otra vez.

– Dijo que yo tenía el encanto de un latino, la devoción a los negocios de un norteamericano y la astucia de un judío. Debería verme ahora, ¿no te parece?

– ¿Por qué?

– Porque no mencionó a mi amante. ¿Estás dormida?

– Estoy escuchando.

Aquella misma tarde, después, Arturo le pidió que se casara con él. Estaban bajo las sábanas, brazos y piernas alrededor uno del otro, hablando en susurros.

– Quiero estar contigo todo el tiempo -dijo él-. Gozo tanto contigo.

– Estoy casada -le respondió ella.

– ¿Es importante eso?

– Sí. Y también lo estás tú. Y es tan cómoda tu vida, ¿por qué estropearla?

– Tienes razón. Además, eres un poquito zorra, ¿verdad? Ahora eso me gusta pero cuando yo fuese maduro no seguirías a mi lado.

Arturo sacó algunas fotografías de ellos, desnudos, de pie uno al lado del otro. Tenía una cámara fotográfica de disparo retardado que ajustaba a quince segundos. Esto le daba tiempo de correr al lado de Ethel y sacudir su pene para que pareciera todo lo largo que fuese posible.

– Sabes, yo también soy muy valiente -le dijo a Ethel el siguiente lunes. Había estado leyendo sobre los toros del domingo.

– ¿Realmente, lo eres? -preguntó Ethel.

– ¿Cómo puedes dudarlo? Sólo lo menciono porque realmente es una falta. Es la causa de todas mis cicatrices. ¿Has notado las cicatrices de mi cuerpo?

– Sólo ésa de tu hombro.

– Yo tengo, corazón mío, cinco grandes cicatrices en mi cuerpo. Nadie ha dejado de notarlas antes. Estoy sorprendido, mi tesoro, de que tú no las hayas visto. Pero, naturalmente, cuando hacemos el amor, tú te contemplas a ti misma, y no a mí. ¿Sabes lo que eres?

– Dímelo. He estado considerándolo.

– Una narcisista. ¿Es así como lo dices? Esto es lo que tú eres.

Ella no le replicó.

Una semana después, Arturo le hizo un regalo, un registro que había grabado, sin que ella lo supiera, de su acto de amor. Por la parte de él resultaba ciertamente un ejercicio impresionante y dramático: aquel día, su voz tenía un gran registro. A ella casi no se la oía.

– ¿Lo ves? -le dijo Arturo-. Tú no tienes el orgasmo.

Ethel sabía lo que había estado queriendo que ella hiciera, pero ahora ya no fingía. Adivinó que cuando Arturo decidió abandonarla, fuese cual fuera la razón que dio, el motivo real era el que ella no le respondiera como él creía que ella debía responder.

– Notarás también -continuó Arturo- que yo gozo de la experiencia a pesar de tu frialdad. Te regalo esta cinta para que siempre me recuerdes.

Ethel se preparó para el rompimiento, vigilando con maligna curiosidad cómo se las arreglaría Arturo para provocarlo.

Al día siguiente, tuvo lugar la siguiente conversación:

– Ignacio Alvarez me estuvo hoy preguntando otra vez por ti -dijo Arturo. El señor Alvarez era el ejecutivo de la compañía encargado del personal y los puestos, el hombre que había contratado a Ethel-. Dice que en el mismo momento en que te vio supo que tú tenías que ser un miembro de nuestro pequeño círculo. Desde entonces no ha transcurrido ni un solo día en que Nacho no me pregunte cómo va nuestro asunto. Creo que está esperando que tú te canses de mí.

– ¿Te refieres a ese hombre pequeño que lleva lentes? ¿Está esperando?

– Sí. Ese de los lentes gruesos. Es la persona realmente inteligente de nuestra oficina, y por tanto, la única que quizá podría comprenderte. Admito que su aspecto es de animal de oficina, a lo mejor de profesor de ciencias, pero el hecho de que no pueda ver claro sin la ayuda de esos lentes no representa un obstáculo en su vida personal. Algunas de las amigas que hemos compartido me han dicho que ese hombre es un jefe en el dormitorio y que está equipado con un sable excepcional.

– Tengo el presentimiento -dijo Ethel- de que estás tratando de hacerme circular.

– ¿Cómo puedes decir eso, mi vida? Sencillamente se trata de que te des cuenta de todas las posibilidades y de la desolación que causas en el alma de los hombres.

Un par de días después estaba de nuevo recomendando a Ignacio Alvarez.

– Parece un hombre de calma imperturbable -dijo-, pero algunas que han tenido experiencia íntima con él me han informado de que posee elementos de exuberancia combinados con un terror sexual del tipo que atrae a las mujeres reservadas. Es posible que sea él el tipo exacto que consiga liberar tu orgasmo…, eso que siento embarazo al confesar que yo no he podido conseguir.

– No dejes que eso te preocupe -dijo Ethel-. A mí no me preocupa.

– Bueno, ¿quién sabe? Se me ha ocurrido que a lo mejor, con el tiempo, desearás conceder su premio a Nacho. ¿Sabrás apreciar que le debes tu empleo? ¿Y que te lo dio en un momento en que no necesitábamos más secretarías? Naturalmente, él cometió entonces el error de presentarnos. Pero, ¿no ha sido suficientemente castigado por esa equivocación? A pesar de esa larga y dolorosa espera, estoy seguro, mi tesoro, de que él nunca ha perdido la esperanza, de que él ha sido, en su alma, más que fiel hacia ti.

Ethel cambió el tema.

– A propósito, ¿no crees que ahora rne he convertido y a en una excelente secretaria? -preguntó.

Arturo trajo de nuevo el tema anterior.

– Hasta tus enemigos lo dicen. Nacho me confió el otro día que está considerando un aumento de tu salario.

Cuando se hizo evidente que todas esas insinuaciones habían fallado, Ethel esperó que Arturo abordaría directamente el asunto. Así lo hizo él. Le dijo a Ethel que su mujer, Isabel, había descubierto sus relaciones.

– Para mí es un desastre -dijo Arturo-. Estoy tristemente enamorado de ti. Pero ahora… sabiéndolo Isabel… se ha hecho imposible. ¿Me sigues Ethel?

– Eres tú quien me sigues, Arturo.

– Probablemente me moriré sin ti. Muy pronto, eso es seguro, pareceré mucho más viejo.

– Oh, vamos -le dijo Ethel-. Puede ser un desastre, pero lo sobrevivirás. -«¿Quién habla como un hombre ahora?», se preguntó a sí misma mientras se colocaba encima de él.

– He llegado a la conclusión de que sólo te gusto por mi cuerpo -dijo Arturo después que hubieron hecho el amor-. Ethel, ¿me escuchas?

– Siempre.

En realidad, cada vez le resultaba más difícil prestarle atención. Cuando Arturo le hablaba, alargándose más de una o dos frases la mente de Ethel divagaba. Arturo la aburría.

– Naturalmente -prosiguió Arturo-, no podemos permitirnos pensar en algo permanente, ¿no es así, mi vida? De otro modo la vida se convertiría en una serie de desilusiones, ¿no tengo razón?

– Claro. Dime, entonces. Cuando yo me vaya, ¿qué harás tú?

– Trabajar, trabajar, trabajar.

– ¿Y qué más?

– Jugar al badminton, reanudar mis ejercicios, restaurar mi cuerpo.

– ¿Y qué más?

– Cuidaré de mis hijos. Haré compañía a mi hijo. Por tu causa, he privado de mi compañía a mi hijo.

– Oh, lo siento. ¿Y qué más?

– Seré un buen esposo.

– ¿Por cuánto tiempo?

– Hasta que crea llegado el momento… -Se echó a reír interrumpiéndose.

– ¿El momento para qué?

– Para encontrar otra amiguita.

– ¿Y entonces?

– Le diré «¿por qué no eres como Ethel?», y le pegaré.

– No, no lo harás.

– Puedo hacerlo. Hasta puedo matarla.

– Y dime, ¿traerás aquí a mi sustituta?

– Sí. Y del mismo modo que mi esposa ha descubierto nuestro asunto y nos ha proporcionado un disgusto tan grande, igualmente ella descubrirá lo de la próxima.

– La próxima vez podrías ser más discreto.

– Esa vez que te llamé por teléfono desde mi dormitorio… ya sabía yo que era una locura, especialmente con mi mujer dentro de casa.

– Pero eso ya había sucedido antes. Tú me lo dijiste. Con otra.

– Sí. Parece que nunca aprendo la lección.

– A lo mejor es que te gusta que te descubran.

– ¿De qué estás hablando? No soy un masoquista.

– Bueno, ahora, antes de que nos separemos, dime: ¿valía la pena toda esa intriga?

– ¿Cómo puedes hacerme esa pregunta? Un minuto de nuestro amor valía por todo. Además, ¿qué otra cosa podía hacer? Yo vivo para el amor.

– Pero tú no amas a tu mujer y vuelves siempre a casa.

– ¿Cómo puedes decir eso? Yo quiero mucho a mi mujer. Sólo a ella.

– Bueno, entonces haces lo que debes, librándote de mí.

– ¿Quién sabe? Pero tengo que reconocer que sólo hay cosa peor que estar solo, y es ser pobre. No debo permitirme olvidar que mi Isabel es propietaria y controla en buena parte la mayor proporción de acciones de nuestra compañía.

– Tú también posees y controlas un buen bocado.

– Pero ella tiene más.

La verdad era que Arturo Uslar, al transcurrir las semanas, había descubierto en Ethel una fortaleza a la que no estaba acostumbrado y que no le gustaba.

«En su alma, Ethel es un hombre -así es como se lo planteaba-. Y en amor, Ethel es fría.» Naturalmente, Arturo nunca podría perdonar a Ethel el que no le correspondiera, como habían hecho tantas otras, con un volcán de sentimiento. Se sintió aliviado al terminar el asunto.

Ethel fue a su encuentro para la que debía ser su última cita. Cuando abrió la puerta con su llave, no encontró a Arturo, sino sentado en su puesto, sonriendo ansiosamente, los ojos engrandecidos por sus gruesos lentes, al señor Ignacio Alvarez.

– Esta mañana Arturo ha recibido la orden de emprender el largo viaje hasta Monterrey, en donde tenemos nuestra fábrica -dijo el señor Alvarez-. Me dijo que te transmitiera el gran disgusto que se ha llevado, tan grande, que le ha impedido estar aquí contigo esta última vez. Me ha enviado en su lugar recomendándome que lo haga lo mejor que pueda.

Sus lentes reflejaban una luz deslumbrante.

Ethel no quiso profundizar más en el gran disgusto de Arturo.

Empaquetó lo que tenía de su propiedad en el nido de amor sobre el Parque Chapultepec, se despidió cordialmente de Ignacio, devotamente fiel, y se fue.

Al día siguiente, no fue a la oficina. Escribió una nota de tres frases a Arturo y la depositó en el correo.

Desapareció después.