37250.fb2 Actos De Amor - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

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18

– Tengo malas noticias -dijo Ed Laffey. Había recogido a Ethel en el aeropuerto y entonces estaban tomando un trago en la terraza en donde Emma Laffey solía cenar de su bandeja-. Es el testamento de tu madre -dijo-. Aquí está, voy a leértelo. -Del bolsillo de su chaqueta de sarga sacó una carta femenina, papel rosado, escrita en trazos alargados.- Debo aclararte que la encontré -dijo Ed-. Muy raro. Hasta ofensivo.

– ¿Cómo podría mamá haber escrito algo que resultara ofensivo para nadie? -preguntó Ethel.

– Ya lo verás. Es en forma de carta para Martha. ¿Te acuerdas que te hablé de Martha? ¿Y de mí?

– Sí, me acuerdo -dijo Ethel.

Ed se colocó sus medios anteojos y, controlando su ofensa o su ira, Ethel no pudo adivinar cuál de las dos cosas, comenzó a leer:

Querida Martha:

Quiero que tú seas la ejecutora de mi testamento. Hace muchos años que no te he visto, pero, hace muchos años, de todos modos, que no veo a nadie. Y en otro tiempo fuimos muy buenas amigas, tú y yo.

Seré breve. No creo que aquí, en esta mi última voluntad ante el mundo, necesite aclarar nada.

Quiero que tú supervises el reparto de mis bienes mundanos. Como sigue:

Primero, a mi esposo, Ed Laffey, no le dejo nada.

Segundo, a mi hija adoptiva, conocida como Ethel Laffey, sólo le dejo esto: mi amor y mis mejores deseos. En el testamento que redacté hace dos años, mi legado para ella era más consistente. Pero desde esa época la querida Ethel me ha escrito una carta conmovedora rogándome que rio le dejara ni un céntimo. «Quiero salir adelante por mí misma», me dijo, y seguía diciéndome cuánto significaba eso para ella. Siempre he pensado que Ed había mimado a Ethel. Estoy muy contenta de que Ethel intente desenvolverse por sí misma.

Para Manuel y Carlita, los sirvientes de mi marido, dejo la suma de mil dólares. Hubiera sido más si no hubiera estado yo presintiendo durante muchos años que ellos, siguiendo las órdenes de Edward, han estado espiándome y manipulándome.

Todo lo demás que yo posea de valor en este mundo, incluyendo la casa en donde he estado viviendo durante toda mi vida y en donde estoy escribiendo lo que ahora estás leyendo, lo dejo al Saguaro Garden Club. Sé que necesitan nueva sede y un lugar para celebrar sus reuniones. Espero que encontrarán adecuada nuestra residencia.

Debo advertirte: esta casa la puso mi marido Edward Laffey a mi nombre, por razones de impuestos. Seguramente ahora lamentará su decisión.

Naturalmente, mi marido puede reservarse el mobiliario de su estudio y de su dormitorio. No quiero causarle molestias.

Ahora, por si estás pensando por qué te habré escogido a ti para ser el ejecutor de mi testamento que despojará a mi esposo, no tan sólo de su casa sino de los bonos del Tesoro que mis hermanos me legaron, aquí tienes dos motivos:

El primero es que he deseado muchísimo hacer algo altruista con mi riqueza. Ponerla, aunque sea tarde, al servicio de una causa decente. Como sea que yo no me he ganado ni un solo céntimo de ella, siempre me he sentido culpable de poseerla. Este acto me alivia.

El otro motivo, que tú conoces y yo conozco, no voy a mencionarlo en una carta que otros, más pronto o más tarde, han de leer, para ahorrarte una situación embarazosa. Quiero aclarar, no obstante, que aunque durante varios años no he podido estar en contacto directo con lo que sucedía a mi alrededor, todavía he tenido la dicha de poseer algunos buenos amigos, y también me ha sido posible utilizar el teléfono.

A ti te lego la cifra de mil dólares por los servicios que estoy pidiéndote lleves a cabo en mi nombre.

Perdona el papel rosado. ¿No es adorable esa pequeña ardilla del rincón de arriba?

Ed dejó la carta.

– La firmó -dijo- y llamó a Diego, el mozo del establo, y a Eddie, el reparador de televisiones, para que sirvieran de testigos. Aquí están sus firmas. Este es un documento legal.

– ¿Y por qué estabas tan indignado? -preguntó Ethel más tarde. Caminaban en la última luz del atardecer por el jardín de cactus que Emma había querido tanto-. ¿A causa del dinero?

– No. Aunque supongo que, inconscientemente, contaba con él. Alcanza en su conjunto a más de un millón de dólares. Y no es la casa. Ya estoy harto de la casa. Es su carta, tan llena de odio hacia mí. Yo no tenía ni idea de que…

– Pero, ¿qué es lo que tú esperabas? Mamá no era imbécil. Y tenía que hacer algo con su cólera. ¿Lo has dicho ya a los del Club Garden?

– Quería que tú vieras el testamento antes de hacerlo.

– Por mí estoy de acuerdo.

– Esta carta me ha inquietado -dijo Ed-. Por ejemplo, no se la he dado a Martha. ¿Tengo que hacerlo? Supongo que sí. Mejor que se la dé yo que un abogado. En esta comunidad lo más seguro es que corra la voz. Supongo que no debería preocuparme. Pero… maldita sea, es molesto que mi esposa me odiara durante toda su vida y que yo…

– Yo lo haré por ti.

– ¿Hacer el qué?

– Todo. Enseñar la carta a Martha después que tú te hayas marchado. Consultar con un abogado e intentar que no diga nada. Y hacer lo que haya de hacerse en la casa…

– ¿Lo harías de verdad? ¿Hacerte cargo? Te estaría tan agradecido…

– Podría quedarme aquí algunas semanas para ver si… para ver lo que ocurre, si es que ocurre algo.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero estar sola algún tiempo. No me hagas preguntas.

– Me harías un favor tan grande, Kit. No quiero ese maldito mobiliario. -Dio un puntapié al escritorio.- Ni tan sólo mi viejo despacho. Vende todo lo que me ha dejado. No voy a seguir viviendo en esta comunidad. Para mí está envenenada.

– ¿Los caballos?

– Véndelos. Sólo me preocupa cómo vas a vivir…

– Me he convertido en una excelente secretaria. No te preocupes por mí.

– Oh, gracias, gracias -dijo Ed, y la besó-.Vamos, tomemos otro trago. ¿Dónde aprendiste a beber la tequila sola, Kitten?

– En México. Tuve un amante en México. El me enseñó.

– ¿Tuviste un amante?

– Sí, escogí a un amante. Fue enteramente porque quise.

– ¿Un mexicano?

– Indio en parte. Muy educado, muy rico. Para ser exactos, era su esposa, como ocurre muchas veces, la que era rica.

– ¿Vas a volver allí? -El doctor le dio la tequila.- Aquí tienes la lima.

– Y la sal, por favor. No. Creo que él no me proporcionó lo que yo necesitaba.

– Quieres decir que no te gustó.

– Me gustaba, sí. Y también los otros. – Ethel bebió, cerró los ojos y bebió otra vez.

Ed Laffey rió nerviosamente.

– ¿Qué otros?

Ethel no respondió.

– ¿Adonde irás ahora? A Florida, naturalmente.

– No, no creo que lo haga, por lo menos durante algún tiempo. Allí tengo una deuda que he de pagar, pero… No iré durante algún tiempo.

– Hablé con Teddy. Me llamó por teléfono y quería saber dónde estabas. Dijo que si aparecías lo llamara inmediatamente. ¿Quieres que lo llame?

– No.

Una semana más tarde, Ethel pudo convencerse de que no estaba embarazada.

Cuando visitó al ginecólogo, éste le dijo que algunas veces se tardaba algunos meses en escapar del poder de la pildora.

– Sigue intentándolo -le dijo a Ethel.

Pocos días después, Ethel se despedía de su padre y de Margaret en el avión que se iba a San Francisco y al Japón. Se despidió de su padre con un beso, y se mostró igualmente afectuosa con Margaret.

Ed se había convertido en un extraño a quien ella deseaba buena suerte.

Al día siguiente llamó a Martha por teléfono, concertaron una entrevista, llamó a un abogado por teléfono, concertaron una entrevista, fue al centro de la ciudad, y se entrevistó con ambos. Los dos ocultaron su sorpresa o su extrañeza, si es que la sintieron.

Ethel disponía de una semana para esperar sus días fértiles. Día tras día, estuvo viendo la disposición final del lugar de su infancia, se aseguró de que todo quedaba en perfecto orden, tal como Emma hubiera deseado, limpio y dispuesto para el Saguaro Garden Club.

A última hora de una tarde se presentó en la cabaña de Ernie, como solía hacer antiguamente, sin ser invitada ni esperada.

Encontró a Ernie terriblemente cambiado, con muestras de ansiedad e irritación en su rostro. ¿Y por qué? Quería a otra persona más de lo que ella le correspondía. Ernie continuó hablando y hablando, contando a Ethel sobre esa persona. Lo sinvergonzona que era, su promiscuidad, cómo podía adivinar él en dónde había estado o adonde tenía intención de ir, lo que estaba tramando hacer y con quién.

Esa muchacha estaba tratando a Ernie del mismo modo que él había tratado a todas las demás.

Al día siguiente -habían transcurrido dos semanas desde su llamada- Ethel decidió escribir a Teddy.

– Mi padre me dijo que habías llamado -escribió Ethel-. Si alguien quiere saber cuándo regresaré, diles que no lo sabes. Porque yo no lo sé. O di que de nuevo estoy haciendo uno de mis actos de desaparición. ¿De acuerdo? Regresaré cuando esté lista. Creo que es importante para uno hacer un autoexamen de vez en cuando, decidir lo que se desea ser, y no lo que se es, cómo se desea vivir, y no cómo se ha vivido, lo que se quiere para uno, y no lo que la gente desea para uno. En otras palabras, volver a tener interés en sí mismo.

– Creo que esto es lo que yo estoy haciendo.

Firmó con su nombre sin despedirse amorosamente.

Escribió una posdata.

Sugiero que tú hagas lo mismo. No soy la chica adecuada para ti. Quizá lo sea alguien como Dolores, a lo mejor tú tenías razón cuando se lo dijiste. Seguramente en donde estás encontrarás a alguien que se sentiría orgullosa de ser la esposa de un oficial y de pasar su vida cuidándolo.

Y otra.

Dile a Costa que lo recuerdo respetuosamente todos los días.

Despersonalizó a Ernie, e hizo el amor con él, fría y mecánicamente. Montó encima de él, lo introdujo en su cuerpo, y después, con el ritmo lento y regular de un pozo de petróleo, lo bombeó hasta dejarlo seco; esperó a que se cargara de nuevo y volvió a bombearlo hasta secarlo otra vez.

Cuando Ernie intentó invertir sus posiciones, Ethel no se lo permitió, separando las rodillas de tal modo que él no pudo darle la vuelta. Cuando Ernie se quejó de esto, ella le dijo que se callara y la jodierá.

Como Cambere y Arturo Uslar, Ernie estaría contento cuando ella se marchase.

Una mañana, mientras estaban en la cama, se presentó la amiguita de Ernie.

Ethel se quedó asombrada. La chica debía de tener diecisiete años, pero su aspecto era de trece, candido.

– ¿Quieres que me vaya yo o que se vaya ella? -preguntó.

– Mujerzuela -le dijo Ernie-. ¿Dónde has estado? -Parecía algo asustado.

– No es asunto tuyo.

Ernie saltó de la cama, y totalmente desnudo, la persiguió.

Ethel utilizó la puerta trasera para escapar. Lo último que vio fue la cara de Ernie, que sangraba a consecuencia de profundos arañazos.

A la mañana siguiente se dirigió al Banco en su «Mercedes» blanco, sacó todo su dinero, lo metió en su bolso, y llevó entonces el auto al representante de la «Mercedes» y le pidio que lo vendiera en nombre de ella.

Eso fue el final.

¡Adiós, Tucson! El avión ensanchó su vuelo en un cielo monótonamente azul, dejando atrás un enorme desmenuzamiento de roca rojiza y pardusca. Descendió cruzando las nubes compactas y blandas y aterrizó en medio de una intensa lluvia. Tampa.

Ethel estuvo pensando cómo saludaría a Teddy. Teddy formaba parte del proceso «podría ser cualquiera»; y si fuese posible, ella prefería que fuese con Teddy. No sabía si él querría ir ahora a la cama con ella, pero sospechaba que sí lo haría, y ella también, sin sentir ninguna culpa.

Su pequeño alojamiento en Bradenton le pareció agradable. No había nadie.

Cuando llegó a la dársena, la lluvia ya había cesado, pero por encima del agua se agitaba la neblina y de los aleros de la oficina caían gotas gruesas.

Al acercarse, Petros abrió la puerta de la oficina y sacó la cabeza. Estaba mirando un grupo de chicas adolescentes que corrían por uno de los embarcaderos, largos y estrechos. Tenían empapados sus vestidos. Habían estado corriendo bajo la lluvia.

– ¿Has notado alguna vez -preguntó Petros a Ethel- que las chicas corren más bajo la lluvia que los muchachos? -Le hablaba como si ella no hubiese estado ausente.

– Nunca he notado eso -respondió Ethel.

Petros la miró entonces.

– Estás más delgada -dijo-. ¿Cómo es eso?

– Desgaste -respondió Ethel.

– ¿Qué demonios es eso, una enfermedad? Vamos, entra.

Ethel vacilaba en el umbral de la puerta.

– Veo que has cogido otra secretaria.

– Has estado fuera tres meses. La despediré.

– Oh, no, no hagas eso.

– Ocúpate de tus asuntos. Yo me ocupo de los míos.

Había abierto una ventana en la pared detrás de su escritorio. Ahora, dando la vuelta a su sillón podía contemplar todo el panorama. Había mejorado desde que Ethel estaba fuera.

– ¿No lo has visto todavía?

– ¿A quién?

– Al jefazo. -Señaló.

Allí estaba Costa caminando por un muelle, tan fanfarrón como debió de ser en sus tiempos de buceador número uno de la comunidad griega. Ethel lo podía oír rugiendo instrucciones a un pequeño bote que estaba entrando con su auxiliar. Cuando el propietario lo hubo atado, Costa desató el nudo y lo rehízo correctamente, mientras daba instrucciones al principiante.

– Esto primero, caballero, por favor, entonces así, es fácil, de acuerdo, ¿se acordará?

– El Banco se quedó con «Las 3 Bes» -dijo Petros.

– ¿Se lo han quitado?

– Lamentándolo mucho, dicen ellos. En el consejo hay algunos griegos también. Costa pidió dinero prestado para algo, dando garantía al Banco con el almacén. Ahora no puede pagar el dinero. Así que le han cerrado. La tienda ha quedado ahí, con las puertas cerradas. ¡América, América!

– ¿Qué es eso que lleva en la cabeza?

– Le he comprado una gorra de capitán. Es mi nuevo jefe de muelle. Ese viejo trabaja como una muía. Es un tipo duro, te lo aseguro.

Costa la había visto. Le hizo una especie de saludo balcánico, llevando la parte plana de su mano a su gorra de capitán, y lanzando después la mano al aire. Echó a correr después hacia ella.

– El dinero lo compra todo -dijo Petros-. Espera a verlo… Ahora somos amigos tan unidos como siameses.

– Es un buen muchacho -dijo Costa, acercándose a ellos y rodeando los hombros de Petros con sus brazos, confirmando lo que el hombre acababa de decir.

– Murió tu madre -dijo Costa-. Lo oí. Malo. ¡Mujer fina! Bueno, yo el próximo, ¿eh? Pero todavía no. ¿Dónde está mi beso?

Ethel lo besó.

– Siento lo ocurrido con la tienda -le dijo.

– No hablemos de eso -respondió Costa.

Ethel observó, que visto de cerca, Costa parecía más joven; estaba cuidadosamente afeitado y peinado y olía a mar. Petros había hecho algo bueno por ese hombre.

– ¿Has hablado con Teddy? -preguntó a Ethel.

– Acabo de llegar -respondió ella.

– Lo llamaremos. Eh, jefe, ¿nos dejas hablar por el teléfono ahí dentro?

– Hablad dos horas, si queréis -dijo Petros-. Yo me voy a Saint Pete.

– Ella está hermosa – Costa informó a su hijo-. Toma. – Pasó el teléfono a Ethel.

– ¿Dónde has estado? -Teddy preguntó a Ethel-. ¿Durante diez semanas?

– Te escribí -respondió ella-. Me sentía cansada y me tomé unas vacaciones.

– ¿Dónde fuiste?

– A México.

– ¿Y qué hay allí?

– Mexicanos. Algún día quiero vivir allí. Aquello me gusta.

– No podré venir durante un par de semanas. Tengo exámenes y-

– No te preocupes. Ven cuando puedas. Hacían competición de frialdad. Indiferencia contra indiferencia.

– A menos que tú quieras que yo venga -dijo Teddy.

– He estado viajando mucho y…

– ¿Por qué no descansas entonces?

– Esto es lo que estaba pensando hacer.

– ¿Estás bien?

– Nunca me sentí mejor.

– Yo también.

Y eso fue todo. Nada.

Costa había olvidado su insistencia para que ella abandonara el empleo; ahora él también estaba allí.

Petros la acorralaba duramente. No de un modo físico -jamás la había tocado-, pero Ethel podía sentirlo cada minuto que permanecían en la misma habitación, deseándola.

– ¿Por qué razón? -le preguntó él cuando ella rechazó su invitación para salir el sábado por la noche.

– Si me diste este empleo porque querías acostarte conmigo, llama a la otra chica. No me atraes de esa manera.

– Bobadas -dijo él.

Pero Ethel se dio cuenta de que se había hecho desear más todavía. ¡La perversidad de los hombres! Al día siguiente recibió una carta de Teddy:

Lamento nuestra conversación de la semana pasada. El teléfono es tan frío. Quiero que me lo cuentes todo sobre tu viaje. Y sobre tu madre. No sé si ya lo sabías, pero ella me gustó. Si en cosas como esta hay lados, yo estaba de su lado.

Tengo que hacerte una pregunta condenadamente embarazosa. Es más fácil hacerlo por carta que de cara a cara, pero aun así resulta condenadamente difícil.

Durante estos años de aprendizaje universitario, la Marina paga la enseñanza y el coste de los libros. Te dan entonces cien dólares al mes par a vivir. Comparto una habitación con otro compañero porque así es más barato. Es por este motivo que no te pedí que vinieras corriendo a verme. Pagamos ciento sesenta al mes, lo que me deja veinte dólares para comida y el resto, como ropa, que de todos modos no necesito, pero me gusta tomarme alguna cerveza, lo que hago. No puedo pedirle dinero a mi padre. Ya sabes que han perdido el almacén. Así que… bueno, ahí va.

¿Podrías enviarme algo de tu salario? Llevaré la cuenta y después te lo devolveré. Cristo, esto resulta muy difícil pero… ya lo he dicho. Te quiero y te echo mucho de menos y si tú me dices que no puedes enviarme nada no te preocupes, ya me las arreglaré. Progreso en mis estudios y creo que seré un buen oficial. Tengo temperamento para ello, ¿no crees?

Nos hacen trabajar como negros, día y noche, de modo que no me queda tiempo para divertirme o distraerme. Cuando termino de hacer mis deberes cada noche, sólo tengo ganas de meterme en mi cama para dormir.

Tu Teddy

Así que, se dijo Ethel, tiene una chica.

Se sintió tentada de escribirle diciéndole:

«Deja que tu amiguita te mantenga.» En lugar de ello decidió enviarle veinte dólares cada semana.

Al sábado siguiente Teddy se presentó. Llevaba lentes oscuros y no se los quitó cuando se besaron. Teddy la besó como un marido obediente.

Mientras Teddy se duchaba, Ethel examinó sus ropas. Sus calzoncillos estaban planchados. Hasta los calcetines estaban planchados. Quien quiera que fuese, lo estaba cuidando muy bien.

¿Por qué habría venido Teddy? ¿Gratitud? El dinero hace milagros.

Hicieron el amor antes de comer.

Ethel no se molestó en fingir.

Después se tendieron uno junto al otro. Ella le habló del funeral de Emma y del testamento y de Margaret, y un poco sobre México, sin contarle que había estado trabajando allí.

Lo que la sorprendió fue que él no le preguntara nada aparte lo que ella quiso contarle. Ethel entendió que él tampoco quería que ella le hiciera preguntas.

Al día siguiente lo hicieron otra vez. Teddy parecía mucho mejor mecánicamente, como si hubiera estado practicando. Terminó más tarde de lo que solía y, aparentemente, en el momento escogido por él.

Ethel tampoco fingió. Su unión no fue más que tal como lo había llamado Adrián… un acto de amistad.

El lunes siguiente, Petros le preguntó cómo iban las cosas. Sabía que Teddy había venido. Ethel vio que estaba lleno de curiosidad.

– Bien -respondió ella, cortando su interés.

– ¿A quién intentas engañar? -le preguntó él.

Dos semanas después Ethel avisó a Teddy que pensaba ir a visitarlo en su auto. Le daba tiempo para cancelar sus citas.

– He alquilado una habitación en un motel -le dijo Teddy cuando ella llegó.

Y colocó un bolso ligero de viaje en el maletero del auto que había pedido prestado a su compañero de cuarto.

– Demos unas vueltas por aquí, primero -dijo Ethel.

– Te enseñaré el campus -dijo Teddy-. Es bonito.

Lo era. Los edificios eran sencillos, modernos y limpios. Por todas partes se veían reclutas femeninas y negros en un buen número. Ethel no se dio cuenta de nada.

– Vayamos a la playa -dijo-. ¿Hay una playa?

– Sí. Una belleza. Ponte Vedra. Por el camino se encuentran dos grandes instalaciones de la Marina y…

– No quiero verlas. Quiero que me lleves a un lugar en donde pueda decirte que estoy embarazada.

– ¡Fantástico! -dijo Teddy-. ¡Formidable!

– Sí -respondió ella-. Pero hay esto además: dudo que sea tuyo.

Teddy no respondió ni una palabra.

– Quizá seas el padre -dijo ella-, pero no es probable.

– ¿Quién entonces? -preguntó Teddy después de un momento.

– No lo sé.

– ¿Qué es lo que quieres decir, no lo sabes?

– Quiero decir que lo sé, pero no pienso decírtelo. La cuestión es que no es tuyo.

Al parecer, Teddy no tenía nada que decir.

– ¿No vas a protestar por ello? -preguntó Ethel-. ¿Ni un poquito?

– ¿Qué podría hacer ahora? Ya ha sucedido.

– ¿De acuerdo entonces?

– No, no estoy de acuerdo, pero…

– ¿Pero qué?

– Nada.

– ¿Otra vez nada? Bueno, entonces, llévame al motel.

– ¿De quién podría ser?

– Esa pregunta no voy ni a hacérmela a mí misma.

Teddy estuvo dando vueltas sin rumbo fijo.

– Hay algo más -le dijo Ethel-. Me libraré del bebé si tú lo quieres.

Teddy no respondió.

– Ya sé por qué no puedes decir nada -dijo ella- y voy a decírtelo. Pero primero quiero aclarar que nada de lo que sucedió lo tengo en cuenta contra ti. Creo que ya no somos el uno para el otro. Este tiempo pasó. Es el final, ¿te das cuenta? Y si quieres que me libre de la criatura, lo haré. Tú has de decidir.

Teddy no respondió.

– Por lo visto has desarrollado esa reserva de oficial de la que hablan -dijo ella-. ¿Qué es lo que en realidad estás pensando?

– No sé en qué pienso.

– ¿Has ido alguna vez a ver al médico?

– Sí.

– ¿Y qué?

– Mi cómputo de semen, o como se llame eso, es bajo.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

– Resulta embarazoso… para un hombre.

– ¿Y no lo es para una mujer? Bueno, olvídalo. Te lo preguntaré otra vez, ¿quieres que me libre de la criatura? Tienes que decírmelo.

– ¿Ahora?

– ¿Por qué no? La única cosa que quiero hacer antes de irme de aquí… y de dejarte… me gustaría dar a Costa lo que tanto desea. Quiero a tu padre y… también te quiero a ti en cierto modo. Así que haré esto por ti y por él… pasaré por esto durante ocho meses, o siete, o lo que sea. Le daré esta criatura. Lo haré si tú me dices que lo haga. Si no lo quieres, me iré esta noche.

– Déjame pensarlo.

– De acuerdo. Digamos mañana, ¿de acuerdo?

Teddy la acompañó al motel.

– ¿Quieres entrar? -le preguntó Ethel.

– ¿Por qué no?

Teddy se sentó en la silla y ella se tumbó en la cama, permaneciendo ambos silenciosos durante un largo rato. Después él se tendió en la cama junto a ella.

Teddy le hizo el amor con más sentimiento del que nunca hubiese mostrado. Perderla le hacía sentir más apasionado. La abrazaba fuertemente.

Después, no se separó de ella. La mantuvo abrazada.

Más tarde, la amó de nuevo. Nunca, anteriormente, había reanudado con tanta rapidez.

¿Se excusaba de esa manera?, pensó Ethel. ¿Diciendo así lo que no sabía expresar con palabras?

Dormitaron. Al despertar, ya era oscuro y todo estaba muy tranquilo.

– Mira, querido Teddy -dijo Ethel-, podemos ser amigos, así que ya puedes decírmelo. Tienes alguien aquí, ¿verdad? Una chica.

– Sí -respondió él.

– Bien. ¿Y te gusta?

– No tanto como tú.

– Bueno, naturalmente -respondió ella-. ¿Quién va a ser tan buena como yo?

Se echaron a reír y súbitamente sucedió. Ya no estaban casados; eran amigos.

– Muy bien -dijo él-, dale la criatura al viejo. Será nuestro secreto. ¿Qué demonios, por qué no? De todos modos, todo está hecho un lío.

– No, no lo está. Si tú pudieras engendrar, yo haría cualquier cosa que tú quisieras. Pero el chico que Costa quiere, también podría ser mío. También le gusto yo, ¿no es verdad?

– Ese viejo bastardo está enamorado de ti. Sólo sabe hablar de ti. Ethel esto y Ethel aquello, ¿cuándo va a regresar Ethel?, o ¿has recibido carta de Ethel?

– ¡Debía haberle escrito!

– Te hice quedar bien. Le dije que te habías hecho cargo del funeral de tu madre y el resto. Inventé muchas historias.

– Entonces, inventemos una más.

– De acuerdo por mi parte.

Cuando Ethel se despertó por la mañana, Teddy ya se había marchado. Recordó vagamente que, a la primera luz del día, él se había deslizado de la cama y ella no intentó retenerlo.

Aquel día Teddy tenía desfile, y ella lo vio con su traje blanco, gallardo y atractivo, con todo el aspecto de un oficial. Quizás ahora resultaba duro para él, sabiendo lo que sabía, pero Ethel creía que su carrera en la Marina era más importante para Teddy que cualquier otra cosa, y que se convertiría en un excelente oficial.

Ella le saludó con la mano. Teddy se acercó corriendo cuando todo hubo terminado.

– Estás muy guapo con tu uniforme -le dijo ella. «Y también muy distante», pensó.

– Gracias -dijo él.

– Y sobre la noche pasada… ¿sigues pensando del mismo modo?

– Sí.

– ¿Quieres que lo conserve?

– Creo que sí. Sí.

– Bueno, entonces, lo haré. Y… estoy contenta de que hayas decidido eso. -Así que, pensó Ethel, ya se ha terminado.