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19

En Saint Petersburg, el tráfico era como una maraña. Pero hacia el Sur hay un gran puente que cruza por encima de la boca de la Bahía de Tampa, un techo tan largo y tan alto que parece más estrecho de lo que realmente es. Es bastante inclinado, pero un auto puede recorrerlo sin disminuir la velocidad y el conductor tiene la sensación de que se está elevando por encima de los humos y la frustración que quedan abajo.

Cuando Ethel corría hacia la cima de esa ala metálica, se sintió invadida por una misteriosa confianza y la exaltación de fuerza inherente.

– En este momento sería capaz de hacer todo aquello que quisiera -se dijo.

Desde la cresta del puente contempló por el costado aquella extensión plateada y vio, dirigiéndose hacia el golfo abierto, a un pequeño carguero, un viejo trotamundos, antiguamente vestido de blanco, y ahora envuelto en la luz dorada del sol poniente, el humo de su chimenea como un velo. Parecía un sueño, que no surcaba el agua, sino que se deslizaba por encima. Ondeaba la bandera mexicana. Debía de dirigirse a Veracruz, pensó Ethel, o a Tampico.

Recordó algo que, precisamente el oficial de educación de Teddy, había dicho en cierta ocasión:

– ¡Oh, tener de nuevo dieciocho años, y todo lo que se posee en un saco marinero! ¡Uno es invencible entonces!

Aquella tarde Ethel se sentía, si no invencible, sí autosuficiente, completa, dispuesta para lo que fuese.

Envió unas palabras al viejo carguero, diciendo:

– Pronto, pronto.

Sólo quedaba esto: durante los siete meses venideros ella debía fingir que lo que llevaba en ella, aquello que todavía no podía sentir, era de Teddy.

De esa manera pagaría sus deudas, a Teddy, a su padre y a su pasado. Daría la criatura a Costa y desaparecería.

Encontró música en la radio y emprendió la larga pendiente en dirección a Bradenton. Recordaba los hombres con los que había estado, el placer que había sentido con cada uno de ellos, la excitación de experimentar con una nueva persona, emparejando una vez en pleno vuelo, haciendo ofrenda de los dones de su naturaleza y tomando a cambio lo que le ofrecieran. Habría otros: un mundo estaba esperando… amigos, amantes, semejantes.

Lo único que debía hacer era recordar la lección aprendida con Teddy, saber cuándo todo había terminado y seguir adelante.

Su habitación estaba tan tranquila como el espacio bajo los árboles en un bosque de pinos. Alzó las ventanas. Las cortinas eran de algodón rizado y la brisa del golfo las movía como plumones blancos, dejándolas caer después lentamente. Los carillones japoneses de vidrio dejaban oír así su cristalino sonido.

Tenía el vestido empapado allí en donde se había apoyado en el asiento, así que se lo quitó. Sentía que la ropa interior la apretaba y se liberó de ella, rascando en los lugares donde la sujetaban bajo los pechos y en la cintura, proporcionando alivio a su piel.

Se había hecho la cama únicamente con las sábanas. No las abrió, tendiéndose encima, separando sus piernas y los brazos hacia arriba y hacia afuera.

La brisa la acariciaba.

Todo el sonido llegaba desde muy lejos.

No tenía adonde ir, ni con quién encontrarse. No estaba esperando ansiosamente a ningún hombre. Aquella noche nadie le pediría que «le hiciera estallar». Ni ella pediría los servicios de nadie para que la hiciera sentir completa. Se sentía el cuerpo transportado en un rapto de bienestar, más profundo que el sexual. No necesitaba del acto del amor para convencerse de que estaba viva.

O para pasar el tiempo. Se sentía celosa de sus minutos.

Hasta su respiración se había alterado. Era suave, uniforme y mesurada. Era exacta, era normal.

Durante siete meses, pensó ¡no tendré que mentir de nuevo!

Cerró los ojos y saboreó su propia presencia. No quería romper el silencio; no la amenazaba. No deseaba el sonido de una voz humana, no necesitaba enterarse de las últimas noticias. No le importaba la hora que pudiera ser.

Cuando comenzó a dormitar, invitó a los sueños.

Se vio a sí misma como un bebé desnudo. Un viejo sacerdote ortodoxo la llevaba hasta una pila bautismal de cobre, entonando el ritual mientras caminaba. La sumergió tres veces en el agua bendita, tibia como orina. La alzó después, renacida.

Más tarde ella era un sol pequeño y el resto del Universo daba vueltas a su alrededor, lejos, fuera de su alcance.

Aunque estaba medio dormida, fueron unos momentos que recordaría hasta el final de su vida, su intervalo de pureza, cuando el compromiso y la acomodación y el engaño ya no eran necesarios.

La noche después de su retorno, Ethel salió a cenar con Petros. Fueron en el auto a un lugar especializado en comida del mar cerca de Sarasota. Un buen grupo de personas, todas parejas maduras, esperaban su turno para tener el privilegio de comer en aquel lugar. Petros, presumiendo de su poder ante Ethel, pasó por delante de todos ellos y ocupó un compartimiento que acababa de desalojarse. La camarera que cuidaba de aquel sector asintió con la cabeza y le sonrió.

– ¿Cómo puedes salirte con la tuya? -le preguntó Ethel.

– Ella y yo -dijo señalando a la camarera- solíamos…

– Frotó sus dedos índice.

– ¿Y cómo puede ella admitir esto?

– Ahora ella sale con el jefe.

Mientras Petros encargaba una docena de ostras para él y algunos cangrejos para Ethel, ésta estuvo contemplando a la camarera. La mujer estaba en la treintena, limpia, pulida, respetable; parecía lo que era realmente, un ama de casa del Medio Oeste, ahora, por alguna razón, sola. No había nada de coquetería ni de artificio en su manera de dirigirse a Petros. La diversión sexual, adivinó Ethel, era simplemente uno de los problemas prácticos que la mujer había tenido que resolver por sí misma.

Petros observaba a Ethel para comprobar cómo había recibido la información íntima que acababa de darle.

– Me gusta -dijo Ethel-. Estoy contenta de que vayas con ella.

– No voy con ella -replicó Petros-. Eso fue durante el pasado invierno cuando llovía todos los días… ¿recuerdas esas dos semanas?

Ethel miró el rostro de Petros; era todo empuje. La nariz le partía la cara en dos. La línea del cabello era baja, su cara expresaba acción, no contemplación. Petros no era un hombre reflexivo.

– ¿Con quién sales ahora? -dijo Ethel.

– Contigo -respondió Petros-, salgo contigo.

– Amigo, yo estoy embarazada -dijo Ethel-. Soy una mujer casada, estoy embarazada y voy a dejar mi empleo al final de esta semana.

– ¿Estás embarazada? ¿Desde cuándo?

– ¿Qué es lo que quieres saber, el día y la hora?

– ¿Quién es el padre?

– Teddy. ¿Quién crees que puede serlo?

– Yo creo que eso sucedió mientras te fuiste a ver mundo. Lo viste, ya lo creo. Pero no pareces diferente.

– Todavía no se nota cuando estoy vestida.

Petros la miró allí donde sus pechos llenaban el vestido.

– Tienen el mismo aspecto, un aspecto excelente.

Permaneció silencioso durante la cena, parecía haber olvidado la noticia de Ethel. Entonces se decidió:

– No me importa -dijo -. Esperaré. Sigues siendo aquella con quien salgo.

– Petros, estoy casada; ¿es que no entiendes eso?

– Oye, zorrilla, ¿crees que soy idiota? Si estuvieras casada y mantuvieras tu matrimonio estarías con tu marido, allí donde esté él. Mierda, sé bien cuándo una mujer está casada.

– Dejaré tu empleo el viernes -repitió Ethel.

– Que te crees tú eso.

Petros tuvo razón en eso. Ethel recibía buena paga, tenía un empleo privilegiado, y estaba comprometida a proporcionar a Teddy veinte dólares a la semana. El viernes siguiente Petros aumentó su salario en diez dólares. No se lo mencionó; dejó el dinero en el sobre.

Cuando ella le preguntó al respecto, Petros respondió:

– Estamos haciendo un buen negocio. Yo me aumento, y te aumento a ti.

«La insistencia -se dijo Ethel- vence a cualquier chica. Así que, vigila.»

Hasta aquel momento Petros no le había hablado de su vida privada. Ahora él no ocultaba su libreta de notas ante Ethel. Esta, como secretaria suya, le concertaba las citas. Cuando, por ejemplo, Petros quería romper con una chica para ir con otra que estaba dispuesta de improviso, mandaba a Ethel que hiciera el trabajo sucio por teléfono. Cada mañana hacía un resumen de lo que había sucedido la noche anterior, algunas veces con detalles gráficos, indicando entonces a su secretaria social cuándo quería una representación repetida.

¿Qué es lo que le hacía creer que esto atraería a Ethel? Quizás él creía que ella suplicaría que le permitiera mantener la nariz fuera de las sábanas de Petros indicando así su interés en lo contrario.

Si es eso lo que pensaba, Petros subestimó la dureza de piel que Ethel había desarrollado. Ella se divertía jugando a ser su alcahueta. Se burlaba de sus ingenuos esfuerzos para humillarla y lo reñía sin piedad cuando Petros permitía que una adolescente estuviera con él.

Finalmente Petros se dio por vencido.

– Muy bien -dijo-. ¡No más gamo!

– ¿Qué es eso, gamo? ¿Algo bueno?

– ¿Quién sabe? Es la palabra griega para matrimonio, gamo también significa negocio en griego. -Dio una palmada al lado de su puño cerrado.

– ¡Qué primitivos sois los paganos! -exclamó Ethel. -Muy bien, me doy por vencido, nada pido, nada espero. Soy un monje.

Fue un largo día, caluroso y húmedo. El mes de septiembre en la costa oeste de Florida tiene unos días y unas noches que no tienen nada de recomendable. Aquélla fue la primera noche que Ethel pasó en la cama de Petros.

Dejó caer la sugerencia en el escritorio de él, al finalizar la tarde, cuando recogió el correo que Petros había firmado.

– Si todavía me quieres, esta noche me quedaré contigo -le dijo Ethel, y regresó a su propio escritorio para colocar las cartas dentro de los sobres.

Lo que la sorprendió fue que Petros no se precipitó hacia ella, ni tan siquiera dio por recibida su oferta besándola o tocándola en cualquier lugar que no hubiera hecho antes. En lugar de decirle «vamonos a la cama», Petros dijo: Vamos a cenar.

La llevó a un restaurante en el que ya habían estado antes, y comieron lo que habían comido otras veces, los cangrejos favoritos de Ethel, y los lenguados favoritos de Petros. La única señal de que se trataba de una ocasión especial fue que Petros encargó un Chablis de importación.

– ¿Qué te ha sucedido, así, de repente? -le preguntó después de su primer trago de vino.

– Ya que significa tanto para ti, pensé que…

– No me concedas favores especiales, miss Laffey -dijo él ¡Zorra! ¿Por qué sonríes?

– Ese vino es para saborearlo, no para tragarse un vaso entero de una vez.

– Estoy nervioso -comentó él.

– No te desvistas -le dijo Petros más tarde. Se hallaban en la embarcación y estaba oscuro en la bodega-. Yo quiero hacerlo. Se acercó a la escotilla y miró hacia fuera.

– El aire viene ahora por el Oeste -dijo-. Lloverá. Y cerró la escotilla.

Ethel apagó la luz de la litera para que la oscuridad tranquilizara los nervios de Petros. Con ella siempre había dado resultado, recordó, cuando los hombres se tranquilizaban.

Tendidos uno al lado del otro en la cama, sin tocarse, hablaron de cosas diversas… y ella esperaba.

– Quiero darte algo -dijo Petros acercándose a un armario cerrado-. He estado guardándolo para esta noche, aunque nunca pensé que llegara a ocurrir.

– ¿De quién es? -preguntó Ethel cuando Petros volvió a su lado con una fotografía pegada a una cartulina.

– Mi familia. En nuestra isla. -Encendió la luz de la litera y alzó la pantalla.- ¡Aquí! Mi madre. ¡En medio!

– ¿Dónde está tu padre?

– Mi padre, maldito bobo, se unió al ejército, en mil novecientos cuarenta y… ¿podrías imaginarlo…? Los italianos lo mataron. El fue el único griego que los italianos mataron en esa maldita guerra. Estas son mis tres hermanas, dos de ellas casadas ahora.

– ¿Y quién es éste de aquí?

– Tu amigo. Con cinco años.

El muchachito de aspecto vehemente sostenía la mano de su madre como si quisiera darle seguridad, como si no hubiera razón para preocuparse si él estaba allí. La mujer vestida de negro, con toscas medias negras, contemplaba a su único hijo como si fuese el redentor.

– Yo soy toda su esperanza -dijo Petros-. Cada mes le envío dólares.

– ¿Es ésa tu casa, detrás de ese montón de rocas?

– Eso es lo que nosotros tenemos allí, rocas. Sólo crecen los olivos.

Ethel contempló su rostro desigual, sus ojillos negros de aceituna.

Fue entonces cuando él la tocó.

– Tienes los pechos más bellos que existen -le dijo Petros al soltarlos del sujetador.

Su tacto tenía una delicadeza que ella no había esperado. Era una caricia más que un estrujón.

– ¿Estás asustado todavía? -le preguntó ella algo después.

– Más que antes -respondió Petros.

Dentro del camarote hacía calor; ambos estaban cubiertos por una capa de sudor.

Para lo que Ethel no estaba preparada, era para la reacción que ella experimentó cuando él se deslizó dentro de ella.

– ¡Oh! -suspiró, aspirando en una convulsión de sorpresa-. ¡Oh! -Finalmente -Ethel le oyó exclamar.

Únicamente cuando todo hubo terminado y ambos quedaron quietos, Ethel se dio cuenta de que aunque ella había entrado tan casualmente en su unión sexual, era la primera vez en muchos meses que había sentido el final. Y no era por causa de nada que él hubiera hecho. Simplemente Petros le había mostrado una fotografía.

Cuando él terminó, Petros continuó contemplándola, como un rapazuelo que no puede creer en su buena suerte.

– Nunca creí que llegara a ser posible -dijo-. Una muchacha como tú.

Cuando Petros tuvo un segundo orgasmo, su gritó causó escalofríos en Ethel. Petros gritó:

– ¡Oh, Mama! ¡Mama!

Se quedó dormido después, y ella lo sostuvo como la madre a quien él había invocado.

Comenzó a llover. La embarcación se balanceaba suavemente.

Ethel sabía que por la mañana lo miraría y pensaría lo que entonces estaba pensando: ¿Por qué con él, por qué con ese hombrecito de nariz delgada y cuerpo desproporcionado, ese «negro blanco», como lo llamaban los trabajadores, «míster Cinco-por-Cinco»… ¿Por qué con él y no con los otros que eran mucho más «atractivos» y mucho más seguros de sí mismos?

Adrián había bombeado y bombeado, y finalmente, exasperado, había inquirido:

– ¿No terminas tú?

Pero, de acuerdo con su credo, Adrián tenía razón. Lo que sucedía finalmente con los hombres contaba la historia. A menudo resultaba una sorpresa, aparentemente una contradicción.

Los ojos de Adrián, cerrados hasta ser un destello, no lo delataban cuando él terminaba. No mostraba simpatía ni preocupación, ni tan sólo se mostraba personal.

Aarón, el demócrata de Israel, la había poseído como un autócrata, su orgasmo era un premio por los buenos servicios de ella. Ernie revelaba lo que sentía verdaderamente, sólo en ese momento.

– Eres una zorra rica y mimada -gritaba, expresando en su voz el odio que ocultaba normalmente.

Teddy, un hombre preocupado generalmente, en aquel momento se alejaba, quizás hasta sentía alivio de haber terminado; le producía sueño.

Julio lo hizo por venganza.

– ¿Dónde está ahora tu papi? -vociferaba-. ¿Eh, tú, puta! - ¿O estaría vociferando a su esposa que lo abandonó?

Arturo se pavoneaba como un torero, esperaba que ella le premiara con las orejas y el rabo. A pesar de todos los halagos, de los cumplidos y los constantes ofrecimientos de regalos, ella pudo haber sido cualquiera entre una multitud.

Petros, ¿el amo fanfarrón de una importante dársena? No, un muchacho sin hogar en un panorama rocoso lamentándose por su madre.

Ethel hubiera podido escribir un libro sobre todos ellos. Pero no al estilo de Adrián. Su libro sería escrito con simpatía. Ethel veía patéticos a esos miembros del «sexo fuerte».

Hubo un tiempo en que deseó ser un chico. Ya no. Ellos eran más vulnerables que las mujeres, constantemente tenían que representar un acto que revelaría lo que ellos trataban de ocultar en sus vidas. Las mujeres podían, si era necesario, ocultarse.

– No pertenezco a ninguno de ellos, nunca más -se dijo a sí misma-. Ni a éste, ni a ninguno de ellos.

Lo que, naturalmente, Petros no oyó, pero respondió.

– Nunca te permitiré marchar -le dijo, despertándose. Y se durmió nuevamente entre los brazos de Ethel.

Pero Ethel permaneció despierta, lo sostuvo y sintió por él y por todos los demás. Pues, aun cuando no había amado a ninguno de ellos, los amaba a todos.

Lo único que ahora le preocupaba es que Costa no lo descubriera. Ya que Petros y ella estaban juntos, podían comportarse con más facilidad, en público, como si no lo estuvieran.

Y Petros hizo una concesión táctica: cada tarde esperó hasta que Costa hubo tomado el autobús hacia el norte antes de acercarse a Ethel.

Ethel estaba preocupada por Teddy. Temía que él se enterara por alguien, por un rumor. Por la mañana lo llamó por teléfono y le sugirió que viniera a Mangrove Still para un «consejo de guerra».

Le contó entonces los hechos con palabras claras. También le dijo una verdad que Petros desconocía: que ella pensaba desaparecer tan pronto como tuviera el niño. Lo entregaría a Costa y estaba convencida de que el bebé tendría todos los cuidados necesarios.

– De eso sí que puedes estar segura -dijo Teddy riendo ante ese pensamiento-. Ese viejo bobo dedicará toda su vida a cuidarlo. Naturalmente, Noola será quien haga el trabajo.

– Tu madre ha buscado un empleo.

– ¡Un empleo! ¿Qué clase de empleo?

– Uno en el que gana ciento doce dólares, ese tipo de trabajo. Que es mucho más de lo que ganaban juntos en «Las 3 Bes». Trabaja en esa fábrica de medias a medio camino de Tampa, la que está junto al canal, ¿sabes? Y cada día usa zapatos ahora, apuesto algo que por vez primera.

Más tarde, Teddy supo los detalles por su propia madre.

Había logrado un permiso de tres días, así que el domingo por la noche permaneció en el apartamento de Ethel con ella. Se habían convertido en mejores amigos de lo que antes habían sido. Aquel lunes por la noche, Ethel preparó dos cenas. Preparó la de Petros, dejándola sobre su fogón con instrucciones, y entonces fue a su apartamento en donde la esperaban Teddy y Costa, y preparó la de ellos.

– Ese bastardo -rezongó Costa-. La hace quedar hasta más tarde expresamente, ¡para agraviarme! ¡Sabe cómo!

Hasta Teddy observó que Costa se mostraba más que familiar físicamente con Ethel, tocándola y manoseándola. Resultaba algo embarazoso de contemplar, pues el viejo ni se daba cuenta de lo que hacía.

Como solamente había una cama, Ethel preparó el sofá para Teddy. A medianoche, Teddy se acercó a ella.

– No seas tonto -dijo ella. Teddy no insistió.

Petros, naturalmente, creyó que ellos «habían hecho el negocio».

– ¡Mentiras! -le respondió cuando Ethel protestó-. El es el hijo de su padre, un vlax hace otro vlax, una cabeza griega gorda y dura del lado errado de nuestra isla. ¡Un día lo mataré, los mataré a los dos!

– ¿Y qué tiene ello que ver con un lado u otro de la isla? ¿De qué maravilloso lado de la isla eres tú, hermano Peetie?

– Yo soy del lado de la isla que encara mi patrida; hay una enorme diferencia. Su pueblo está cerca de Turquía; allí hay toda clase de sangres mezcladas. Ya verás, espera un día que se vuelva loco y comience a hablar en turco, ¡fíjate en eso!

– ¿Y quién se preocupa ahora de todo eso, Peetie? Todos somos del mismo…

– Todos no somos lo mismo. En mi lado somos comerciantes, mercaderes, gente moderna, educada, ¡gente que llega a alguna parte! ¿Su lado? Todo lo que saben hacer es bajar para recoger esponjas. Algunas veces el viento mélleme sopla durante tres semanas del Norte. Tres semanas que ellos están sentados delante del bar, se cortan las uñas, escupen y se lamentan. Aquí, lo mismo, todo el día están sentados en el kentron y charlan y charlan de los viejos tiempos tan felices. Diferente país, pero la misma charla. Créeme, en tierra seca no sirven para nada. Bajo el agua, de acuerdo, quizá. Pero, ¿cuántas cosas importantes suceden en la vida debajo del agua? ¿Qué me dices a eso? ¡Eh, tú! ¡Chica lista! Yo te estoy hablando, y tú dando vueltas.

Ethel se dio por vencida.

Por la tarde del siguiente viernes, Ethel dio las buenas noticias al viejo.

Costa acababa de recibir su semanal. Inmediatamente envió a buscar licor, y se apropió del teléfono de la oficina. La primera persona a la que llamó fue a Aleko el Levendis.

– ¡Trae auto aquí! -le ordenó -. ¿Cuándo? Ahora, ¿qué crees? ¡Ahora!

Hablando con Teddy se puso histérico por teléfono, voceando sus alabanzas y agradecimientos, pasando el teléfono a Ethel mientras él servía la bebida a todos. Iba a nacer un príncipe.

– ¿No crees que se adelanta un poco? -Teddy preguntó a su esposa. Parecía nervioso.

De momento ambos estaban contentos de haber llegado a una decisión. Mirando a Costa, con un gozo exaltado por el alcohol, ¿cómo podría negarse la importancia de tanta alegría?

Cuando Aleko llegó, Costa ordenó a Ethel se metiera en el auto. Ella y Petros tenían una cita para cenar aquella noche, y aún para después, pero la celebración de Costa era un torrente que lo barría todo a su paso.

Se dirigieron al Norte, Aleko al volante, canturreando una tonadilla tras otra, y Ethel y Costa atrás, el brazo de él alrededor de ella, y los ojos de Costa mirando al frente.

Desde el momento que recibió la noticia estuvo recordando el nacimiento de Teddy. Contó cómo él había sabido inmediatamente que el bebé que estaba formándose en el cuerpo de Noola sería un muchacho y que este muchacho, con el tiempo, produciría otro muchacho que se llamaría como él y permanecería a su lado, «modo adecuado» hasta el día que él muriese.

Le habló de su propia abuela, una persona que jamás había mencionado anteriormente. Esa vieja mujer podía predecir, utilizando la ciencia que había aprendido de las mujeres enlutadas que la habían criado, la erudición del Dodecaneso, el sexo del bebé desde el principio del embarazo.

– Ella me enseñó, así que te lo digo. Pronto. ¡Va a ser lo que yo quiero!

Se detuvieron frente a la iglesia de San Nicolás. Era la primera vez en muchos años que Costa había entrado en el territorio de aquel sacerdote del bingo. Había algunas mujeres viejas vestidas de negro.

Costa llevó a Ethel hasta el icono de la Madona. La Madre de Cristo ofrecía una imagen serena. Costa se puso de rodillas frente a ella y obligó a Ethel a. hacer lo mismo. Cuando Costa agachó la cabeza, Ethel hizo lo mismo.

Durante un largo rato, Costa hizo su plegaria a María en una lengua que Ethel no pudo comprender, naturalmente. Era un griego que otro griego hubiera tenido dificultades en seguir, denso, arcaico, fuera del uso general.

Metió entonces la mano en su bolsillo, y sacó todos los billetes que tenía, y, buscando una abertura en la parte superior del cristal que protegía a la Madre de Cristo, introdujo el dinero hacia abajo de modo que cayó entre el cristal y la imagen. Finalmente Costa permitió que Ethel se alzara.

Alguien había avisado al sacerdote que aquel hombre viejo, en otros tiempos uno de los vicarios de esa catedral transplantada, el hombre cuyo alejamiento declarado públicamente había herido los sentimientos del cura y también los de sus fieles seguidores, estaba en la iglesia. De modo que el propio sacerdote del bingo había acudido para recibirlos. De pie al fondo de la nave, sin saber lo que esperar, estaba preparado para una nueva repulsa.

Costa alzó sus brazos, en un saludo al mismo tiempo expresión de perdón y de alegría, se encaminó hacia el joven griego-americano, lo rodeó con sus brazos y lo besó de un modo que hizo historia local.

– Una cosa solamente. El dinero que dejo ahí, no es para la iglesia, es para Su Majestad, la Reina del Cielo; es para los pobres por quienes Ella vela.

– Será utilizado para ese propósito -respondió el sacerdote.

Costa le besó en las dos mejillas.

– Besa su mano -ordenó a Ethel.

Ethel no dudó un instante. Las manos del joven no olían a cera o a velas sagradas: olían a jabón «Dial».

En una bandeja grande, al fondo de la iglesia, Costa arrojó todo su cambio y cogió dos velas. Le dio una a Ethel y ella hizo lo misino que él, la encendió con la llama de las velas que ya estaban encendidas en el candelabro a la altura del hombro.

De nuevo Costa llevó a cabo una ceremonia de compras. Pidió pescado en el muelle, escogió una gran escorpina y se hizo jurar que era fresca. No pagó nada: un pescador no paga a otro pescador. En el almacén de vinos compró -a crédito- tres botellas de «Hymettus», un vino importado de Atenas.

En todas partes adonde fue, anunció el acontecimiento futuro.

– Va a nacer un salvador -parecía estar proclamando -, ¡un redentor!

De pronto Ethel se sintió avergonzada; deseó no haber hecho lo que hizo. ¿Qué la había hecho creer que podía jugar de ese modo con esta clase de persona? Hubiera querido huir de todo, pero ya no le era posible hacer eso.

Harta de comida, llena de vino, pesada por el embarazo, durmió en la cama donde había muerto el padre de Costa, la cama que ahora pertenecía a Teddy. Despertó durante la noche y tuvo que ahogar el impulso de saltar de la cama y echar a correr. Por la mañana decidió que no le quedaba otro recurso sino pasar por ello.

El domingo por la mañana lo pasó al lado de Costa, visitando la lumba de su padre, escuchando mientras Costa hablaba con la imagen de su padre (¿oiría él algún mensaje del más allá?), contemplando cómo Costa recortaba la hierba alrededor de la tumba (¿quién más, pensó ella, cuida de sus muertos de igual modo?), sacando después su pequeña escoba de paja y barriendo los fragmentos caídos de la piedra. Lógicamente, resultaba absurdo. Sin embargo, la devoción por sí misma, el sentimiento que demostraba, ése era un valor que Ethel no podía despreciar.

La tarde era calurosa y húmeda. Ethel soñolienta por el calor, se sentía a gusto sentada en el patio, leyendo bajo la sombra del roble.

Pero no sucedía lo mismo con Costa. Cuando despertó, Costa ya había regresado y vestía un mono blanco de lona. Ethel observó que seguía siendo un hombre fuerte y musculoso.

En el suelo había el pico y la pala que Costa había ido a pedir prestados; al lado, una caja conteniendo cordeles y cuerdas viejas y algunas estacas en las que Costa hacía punta en un extremo con un hacha pequeña. Ese fue el ruido que había despertado a Ethel.

Ahora, mientras ella miraba, Costa clavó las estacas en el suelo, marcando un doble rectángulo, uno dentro de otro, siendo la pared de la habitación de él un lado de la figura. Hecho esto – ¿Qué está haciendo?, se preguntó Ethel-, Costa comenzó a estirar pedazos de bramante, en diferentes longitudes, que ataba juntas, de una estaca a otra, alrededor del doble perímetro de las líneas paralelas.

– Pongo nuevo cuarto aquí -respondió Costa-. Bonito porche, mampara metálica, etcétera. El puede dormir conmigo al aire libre, muy sano para el chico, ¿comprendes?, sin mosquitos, ¡limpio!

Canturreaba en griego. Ethel no oía las palabras y aunque hubiera podido oírlas no hubiera comprendido su significado. Pero comprendió la canción. Era un himno de nostalgia por una tierra perdida hacía mucho tiempo. Mantenía vivo el recuerdo de la patria, rememoraba una civilización.

Terminado el rectángulo de cordel, Costa cogió el pico y abrió la tierra con un poderoso Harumph. Y siguió abriendo y abriendo alrededor del perímetro entre los muros de cordel. Hecho esto, comenzó a cavar una zanja de tres lados con la pala.

– Aquí pondré el cemento. Mantendrá firme el cuarto -explicó.

– ¿No hace demasiado calor para trabajar? -preguntó Ethel.

– Sí -dijo él-, mucho calor. -Y se echó a reír complacido mientras se limpiaba la frente con un pañuelo y se enjugaba por debajo de las cejas por donde el sudor había resbalado haciéndole escocer los ojos.- Mucho, mucho calor.

Ethel lo había convertido en un hombre feliz. Ahora ella se sentía contenta. Valía la pena el riesgo, decidió medio adormecida, y cayó de nuevo en el sueño de una tarde de verano.