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20

Pero, al atardecer, el ambiente se tornó agrio.

En primer lugar, se hizo evidente para Ethel que Costa esperaba que ella abandonara inmediatamente su trabajo en la dársena. Era algo que ni tan siquiera debía discutirse.

Ethel reaccionó discretamente.

– Teddy quiere que trabaje -le dijo a Costa-. No quiere que sea gorda y perezosa; él quiere que yo sea como las campesinas griegas de vuestra isla, trabajando hasta el último día.

– No, no, no -Costa no quiso escucharla-. El chico no entiende lo que está bien.

– Sin embargo -replicó Ethel-, ése es su deseo.

– Yo lo explicaré todo -dijo Costa, dirigiéndose al teléfono.

Pero Teddy no estaba en casa, así que el asunto quedó aplazado y se suavizó la decisión.

Ethel le dijo a Costa que ella enviaba a Teddy treinta dólares cada semana. El Gobierno de los Estados Unidos no mantenía adecuadamente a los miembros de sus programas de entrenamiento para oficiales, se quejó Ethel, de modo que a ella le correspondía ayudarlo.

Costa frunció el entrecejo, apretó sus gruesos labios, asintió, escupió.

– Teddy quiere que yo ahorre todo lo que pueda -dijo Ethel-. Quedan todavía tres años durante los que necesitará de mi ayuda…

– Yo se la daré -dijo Costa.

– Tú necesitas el dinero para otras cosas -dijo Ethel-. Además, Teddy quiere mantener a su propia familia; no quiere que le den limosnas.

– ¡De su propio padre! Eso no es dar limosna.

– Así es como él lo cree -replicó Ethel.

– ¿Y tú, qué crees?

– Yo hago lo que Teddy me manda -dijo Ethel.

Costa respetaba esa manera de hablar y, durante algún tiempo, le acalló.

Además, tenía otro problema; Noola no quería renunciar a su trabajo en la fábrica de medias. Ethel los oyó disputar aquella noche en la habitación al otro lado del vestíbulo, Costa dando gritos, y Noola respondiendo siempre con su voz moderada y controlada, sin perder en ningún momento la calma. Al día siguiente, Costa no dirigía la palabra a su mujer.

El y Ethel salieron juntos hacia el Sur; ambos estaban llegando tarde al trabajo. Mientras caminaban hacia la dársena, Costa aceptó los razonamientos y la decisión de Ethel.

– Debes hacer lo que necesita tu marido -le dijo-, pero es probable que yo mate a mi mujer, puede ser la semana próxima. -Se echó a reír al decir esto, y añadió:- En mi isla, ¡oh, mi abuelo! ¡Oh, mi padre! ¡Lo que ellos hubieran hecho allí!

Noola había descubierto lo que Ethel tenía, aquella independencia que proviene de la posesión de dinero. Habiendo saboreado ese tónico, no estaba dispuesta a renunciar.

– Mi esposa -dijo Costa, cuando se separaban- olvida quién es.

– ¿Y quién es ella?

– Ella es una mujer griega, ella es mi esposa. Se lo enseñaré otra vez, con esto. -Mostró a Ethel su mano grande, un puño cerrado.

Si su nuevo empleo de capataz del muelle le hacía sentirse más importante, al conocer la preñez de Ethel se había puesto exultante. Todos comenzaban a quejarse de su arrogancia. El trabajo ahora le aburría y ventilaba su impaciencia sobre los demás, caminaba furioso por los embarcaderos de la dársena haciendo sentir a los clientes lo que realmente eran, incompetentes en las tareas del mar.

– No le hagáis caso – Petros advertía a los propietarios de embarcaciones que protestaban del talante de ese viejo sujeto orgulloso-. Acaba de saber que va a ser padre.

Lo que, Petros se lamentó a Ethel, no era totalmente una broma.

– Dile que te quite las manos de encima -le dijo.

– Oh, vamos, Peetie…

– No quiero que esté manoseándote todo el tiempo.

– Es un hombre viejo. Además, tú y yo no estamos casados. No te he dado ningún derecho para que vayas dándome órdenes, así que, ¡no me hables de ese modo!

– Un minuto más, y te doy una zurra.

– No, no lo harás. Soy capaz de derribarte.

– Cada vez que te veo, allí está él sobándote o tocándote. ¿Qué demonios es eso?

– Simplemente que es feliz.

– Cuando estáis sentados los dos y él se inclina hacia ti y te habla susurrando, pone esas manos suyas que parecen jamones en la parte interior de tus piernas, y no hablo de tus rodillas, sino de ahí arriba en donde tú lo sientes, y ¿qué es lo que está murmurándote, quieres decírmelo?

– El me dice, un centenar de veces al día, me dice: «Será un chico, lo llamaré Costa, de abuelo a nieto, el nombre va así en mi familia, de abuelo a nieto.» Esto es lo que tiene en la mente.

– Pues no parece que esté diciendo eso. ¡Enteramente parece como si tuviera un enorme destornillador dentro de sus calzones!

– Bueno, supongamos que así sea. Qué es lo que yo debo hacer… ¿arrojarle un cubo de agua fría?

– Muy bien, ¡despediré a ese bastardo!

– Peetie, no tienes mucho seso, utiliza el poco que te queda. Si alguna vez llegaras a portarte de ese modo extraño, Costa sospecharía… Bueno, podría… ¿por qué pones esa cara?

– Más pronto o más tarde…

– Ni más pronto, ni más tarde. Y deja de poner ese semblante tan maligno cada vez que Costa me coloca el brazo alrededor de los hombros.

– ¡Los hombros, una mierda! Está palpando tu pecho del otro lado, de este modo.

– Vamos, déjalo ya, Peetie. Ya sé dónde está. Costa quiere comprobar si me están creciendo.

– Dile que me lo pregunte a mí; yo se lo diré.

El hecho era que no había manera de controlar el gozo de Costa. Pronto se puso insoportable y su arrogancia cayó sobre Petros.

– Estás haciéndola trabajar demasiado -vociferó-. ¡Está cansada!

– Yo no hago eso. Ella es como es -protestó Petros.

– Prepara un lugar donde ella pueda reposar cuando esté cansada o la sacaré del trabajo, te lo digo de una vez, chico. Me la llevaré a casa.

– Puede descansar en mi embarcación -respondió Petros reprimiendo apenas su irritación.

– Ten cuidado, amigo -advirtió Costa-. Si me sacas de quicio, te mato, lo garantizo, así que no me hagas enfadar. ¡Ten cuidado!

Petros recibió una reprimenda de Ethel.

La gente de la dársena observó un cambio en el modo de ser de Ethel antes de que se viera en ella ninguna alteración física. Ethel comenzó a soñar despierta. En sus sueños, se convertía en neoyorquina. Tenía un empleo seguro, bien pagado, vivía sola en un apartamento soleado, y disfrutaba de una existencia independiente y tranquila. Se pasaba las tardes en la oficina de Petros pensando en el mobiliario, o confeccionando un calendario imaginario de actividades, los espectáculos a los que iría, las clases que tomaría, los libros que leería, el tipo de vestidos que usaría.

Topaba entonces con el auténtico problema: encontrar un empleo. Compraba el New York Times, estudiaba las demandas, y consideraba sus propios atributos profesionales. Escribió a una amiga del colegio que había conseguido establecerse en la gran ciudad, esperando revivir una amistad para poder, más adelante, pedirle ayuda.

Una tarde, surgió de improviso una oportunidad de una procedencia inesperada.

El nuevo propietario de la dársena era el presidente de una sociedad que había agrupado alrededor de la firma original dedicada a productos farmacéuticos (heredada de su padre) a las siguientes empresas: una editora de libros en rústica (preferentemente libros de texto); una compañía productora de televisión con sede en Glendale, California; una fábrica de zapatos de todo tipo domiciliada en Suiza (con intereses especiales en Grecia); una fábrica en Alaska dedicada a la congelación envasada del cangrejo rey; un negocio de sujetadores (el sujetador «Susurro» y el «Promesa»), cuyas oficinas estaban instaladas en Nueva York y cuyos productos se confeccionaban en Puerto Rico.

Con más dinero del que él supiera en qué gastar, compró un gran crucero al que puso el nombre de su madre. El Sara, era una embarcación larga y de popa amplia, y el hombre tuvo dificultades para hallar dónde amarrarlo en el cinturón del sol, cerca de un aeropuerto. Habiendo oído decir que el propietario de esta dársena se hallaba en apuros, le hizo una oferta. A los tres meses desde que adquirió la dársena, había estado demasiado ocupado ni tan sólo para poder conocer al personal (Petros había realizado un viaje rápido a Nueva York), pero se las había arreglado para que el crucero estuviera funcionando la mayor parte del tiempo (de este modo los gastos serían deducibles).

Cierta tarde, la cubierta posterior estaba cubierta con criaturas que Petros llamó poustis, homosexuales masculinos. Todos eran uniformemente guapos (con excepción de un viejo zorro) y sus cuerpos en condiciones muy superiores a los de sus contemporáneos heterosexuales. Su cabello lucía con un toque dorado de «Glint of Gold» (Marca registrada), el producto de una de las firmas de la organización.

Este grupo, la mayoría de cuyos miembros tenía algo que ver con el negocio de los sujetadores, sentía desagrado de pasar su tiempo libre en Puerto Rico en donde estaba su fábrica (la pobreza los deprimía), de modo que fueron en avión a Sarasota y su director general les permitió abordar el Sara. Ethel conoció a la reina del departamento de sujetadores, un hombre que utilizaba el sospechoso nombre de Robin Bolt; ella le había llevado mensajes y telegramas, y -ése era el motivo de haber subido aquella tarde a bordo- cobraba sus cheques.

– Dime, Ethel, ¿has pensado alguna vez en hacer de modelo? – le preguntó míster Bolt. Un amigo estaba esparciendo «Sun-soother» (Marca registrada) en su espalda.

– ¿Y qué es lo que yo podría modelar? -replicó Ethel mientras le entregaba un sobre grueso lleno de dinero.

– ¿Cómo puedes preguntar eso, queridita? -dijo el amigo, dando la vuelta a míster Bolt.

– Estoy embarazada -dijo Ethel-. Este es el motivo del buen aspecto.

Siguió un coro jubiloso de felicitaciones.

Ethel confió a Bolt que esas voluminosas tetas habían sido para ella motivo constante de inhibición desde que ellos aparecieron.

Ethel se rió después de su aprensión.

Llegó el día en que todos pudieron apreciar que el vientre de Ethel estaba aumentando.

– ¿Guardas una pelota de fútbol ahí dentro? -le preguntó Petros, aficionado al fútbol americano. Le molestaba lo que no era suyo.

Costa comenzó nuevamente a insistir en que Ethel abandonara su empleo y volviera a casa para vivir tranquilamente como era adecuado para una mujer griega en camino de ser madre. Cuando Ethel rehusó obedecerle, Costa llamó por teléfono a su hijo y le acorraló tan duramente, que Teddy finalmente accedió a venir a visitarlos para una confrontación.

Ethel encontró a Teddy muy agitado.

– Tengo muchísimo trabajo pendiente -dijo.

Ella lo llevó a la parte posterior de la casa y le contó que estaba ahorrando dinero para su uso personal y no había razón alguna por la que ella no pudiera trabajar.

– A ti te toca manejar a tu padre -le dijo.

Teddy asintió bruscamente, se dio la vuelta al estilo en que había sido entrenado, y marchó hacia la casa.

No deseando ver ni oír la escena, Ethel se tumbó bajo el roble y esperó. El ruido de la discusión llegó hasta ella.

Primeramente oyó que el padre exigía, vociferando con palabras que Ethel había oído una y otra vez. Oyó después al hijo haciendo exactamente lo mismo que su madre había hecho algunas semanas antes cuando Costa le exigía que abandonara su empleo, repitiendo lo mismo una y otra vez, manteniendo la voz moderada y baja, de modo que llegaba hasta Ethel en forma de murmullo.

Y Costa que gritaba.

Y más murmullo.

Oyó entonces a Teddy, futuro oficial, hablar con voz de mando.

– Quiero que trabaje -dijo, y parecía un oficial de Marina dando las instrucciones finales a una tripulación rebelde-. Esto es América, padre, y yo seré quien decida cuándo Ethel deberá abandonar su trabajo, no tú. Ella es mi esposa, padre, no la tuya.

– ¿Qué quieres decir con esa observación, chico?

– Tú te portas como si fuese tu esposa. Estás pegado a ella, o algo parecido. Muy bien. Está muy bien. Pero te lo repito, yo soy quien ha de decidir el tiempo que trabaje y cuándo tendrá que abandonarlo y cualquier otra cosa que ella haga… ¿Qué? Oh, estaba bromeando sobre eso. Pero, por favor, ocúpate de tus asuntos, ¿querrás hacerlo, padre?

Costa creó la crisis que necesitaba en otra dirección.

Acorraló a Noola, con el rostro contraído como un puño, y le ordenó que abandonara su empleo.

– Si no lo haces -rugió-, te sacaré de casa.

Noola se fue a su habitación y comenzó a hacer la maleta. Cuando salió, pidió a Ethel que la acompañara en el auto a casa de una amiga que trabajaba en la fábrica de medias.

Ethel dijo que, naturalmente, lo haría.

– ¿Lo ves? -rugió Costa-. ¿Te das cuenta de cómo están juntas? -Señaló a las dos mujeres. – ¡Una peor que la otra! Tu esposa ha comenzado esto, habla con ella, ¡maldito idiota!

Cuando Teddy no intervino en su favor, Costa arrancó la maleta de las manos de Noola y la arrojó contra la pared, rompiendo el cristal de la fotografía de la graduación de Teddy. Costa se lanzó entonces tras la maleta, depredador sobre la presa, arrancó la tapa de sus goznes, y volaron en el aire el cierre y las grapas. Se ensañó entonces con el contenido, desparramando el vestido del domingo, medias, los artículos de toilette, la ropa interior, y llegando a romper un cepillo de dientes, golpeando contra todo lo que fuese rompible con el cepillo del pelo de plata regalo de casamiento de Noola, soltando palabrotas en griego y algunas en turco, escupiendo sobre los artículos, y pisoteándolos como si fuesen objetos vivientes y él estuviera suprimiendo cualquier signo de vida en ellos.

Noola lloraba silenciosamente a un lado de la habitación.

Costa se dirigió a ella.

– Ahora, vete -gritó-. Vete a vivir con esas zorras de la fábrica.

Como ella no se movía del lugar, Costa la agarró. Iba a arrojarla literalmente por la puerta.

Hasta que Teddy se interpuso en su camino.

– Ya basta, padre -dijo Teddy-. Apártate por favor.

Teddy mantuvo firme su puesto cuando Costa le ordenó retirarse con un gesto. Costa entonces lo abofeteó con la palma de la mano, la confirmación clásica de autoridad, tan vieja como el mundo.

Teddy no se inmutó.

– De acuerdo, padre -dijo con la misma voz clara y controlada-. Ahora ya basta, padre.

Costa no podía llegar a creerlo.

De nuevo intentó llegar hasta Noola.

– No te acerques más -dijo Teddy-. Por favor. No quiero golpearte, padre; pero si me veo obligado a hacerlo, lo haré. ¿Por qué no vas a mojarte la cara con agua fría? Déjala. Ya has hecho bastante.

Aturdido, jadeante, temblándole el labio inferior, Costa seguía de pie mirando fijamente a su hijo.

– ¡Mi casa! -exclamó-. ¡Vete! Ambos. Tú. Te lo digo a ti. ¡Fuera!

En los ojos de Costa había lágrimas.

– ¡Mi hijo! -exclamó -. ¡Tú! No quiero verte nunca más. Estaba tranquilo pero respiraba todavía dificultosamente. -No espero nada -dijo- de ninguno de vosotros. ¡Únicamente de Ethel!

Salió entonces de la casa y no volvió.

A última hora de aquella tarde, Teddy se preparó para el largo camino en auto al Sur.

– Seguro que te convertirás en un oficial, sin duda -le dijo Ethel-. Hoy parecías del alto mando, chiquillo.

– He hecho daño al viejo -respondió Teddy.

– Tenías que hacerlo. ¿Quién sabe lo que él hubiera podido hacer?

– Sí, sí, claro, pero… ¿has visto cómo lloraba?

– Eres un ser humano muy dulce, Teddy.

– Lo sé. Ese ha sido mi problema. -La miró.- ¿No lo crees así?

La besó entonces en la mejilla, como es habitual entre amigos, y le dijo:

– Bueno, tú ya tienes lo que deseabas, ¿no es así? Y a él se le pasará el disgusto. Creo.

Ethel aprobó con la cabeza y sonrió.

– Sí, tú lo conseguirás. En este mismo momento yo te asciendo. Capitán Avaliotis.

– Estás mal de la cabeza -dijo Teddy-, ¿ya te has enterado?

Cuando Teddy se hubo marchado, Ethel encontró a Noola.

– ¿Quiere que yo me quede aquí con usted, por si acaso? -le preguntó.

– ¿Por si acaso, qué? -inquirió Noola.

– Por si Costa pierde otra vez los estribos.

– No es necesario.

– Yo creo que esta vez él está muy convencido -dijo Ethel- sobre dejar el empleo y todo eso.

– Bueno, esto es lo más grande que le ha sucedido en la vida -respondió Noola-, pero… y perdóname… no es lo más importante de mi vida. Yo soy más importante.

Y añadió después:

– Gracias.

– Yo no he hecho nada… ¿Se refiere usted al niño?

– Quiero decir la idea de trabajar. Esa idea me vino de ti. Y esa cosa pequeña, ha cambido toda mi vida.

– ¿Quiere usted la independencia, mistress Avaliotis?

– Ahora ya puedes llamarme Noola. No, me refiero al dinero.

Aquella noche durmieron en la misma habitación. Había camas gemelas y durante los primeros años de su matrimonio, Noola y Costa habían utilizado ese cuarto.

La noche estaba tranquila.

A las cinco y media, cuando fuera reinaba todavía la oscuridad, ambas mujeres se levantaron de la cama, prepararon café y tostadas, comieron y bebieron silenciosamente.

– No estarás preocupada por él, ¿verdad?-preguntó Ethel.

– Claro que estoy preocupada. Algunas veces se pone furioso como ayer y en esos momentos podría hacer cualquier cosa. Se le pasa, pero mientras lleva dentro los demonios de su carácter… ¡ya lo viste!

Ethel la llevó en el auto hasta la fábrica. Una cincuentena de mujeres, la mayoría pasada ya la madurez, iban entrando en el viejo edificio cubierto por la hiedra.

Noola se unió a ellas y no volvió la vista atrás.

Cuando Ethel llegó al trabajo, Costa ya estaba allí, muy bebido. Había anunciado su retiro a Petros, quien no había protestado en absoluto. En aquel momento, Costa estaba retirando sus cosas. Aleko el Levendis, triste y soñoliento, estaba fuera, esperándole en su auto.

Costa miró a Ethel durante un largo rato, como si estuviera meditando en lo que iba a hacer, y después se acercó a ella, con la cabeza gacha como un colegial díscolo, y le dijo:

– ¿Está bien Noola?

– Está bien.

Costa sacudió la cabeza con energía.

– Se ha convertido en asno -dijo-. ¡Imbécil!

– Está esperándote.

Costa asintió con la cabeza y vaciló.

– ¿Oíste lo que ese hijo estúpido me dijo ayer?

– No -respondió Ethel-. ¿Qué fue?

– Mejor que no oigas esas cosas.

Ethel hizo entonces algo picaresco. Se inclinó y besó al viejo en la mejilla.

– No dejes que eso te preocupe -le dijo.

– Oh, sí, oh, sí, sí -respondió él-. El hace lo que quiere, Noola hace lo que quiere, tú y yo, nosotros, hacemos lo adecuado. Yo dejo hoy el trabajo aquí. No me tengas miedo. Te quiero. ¿Entiendes eso?

– Noola está esperándote.

– Yo no quiero a Noola. Voy a vivir sin ella. -Miró a Ethel, colocó su mano en forma hueca bajo la barbilla de ella, le alzó la boca y la besó. Estaba muy borracho. – Te agradezco lo que haces por mí. No lo olvidaré. Ya no me encontraba nada a gusto ahí. Y no te preocupes, yo cuidaré al nuevo chico, lo educaré de modo adecuado.

– Confío totalmente en que lo harás. Modo adecuado.

– De acuerdo, entonces. ¿Es mío?

– Sí. Y mío. Pero tú puedes criarlo. ¡Te lo confío!

– ¡Garantizado! -dijo Costa-. Otra cosa más. Vendrás a ver; ¿no tendrás miedo de mí?

– Me gustan los hombres que se enfurecen; los que no me gustan son esos que no se enfadan cuando deberían hacerlo.

– Entonces ven a verme muchas veces. -Se echó a reír. – En seguida.

– Este final de semana.

Costa la besó nuevamente en la boca. Entonces, sin despedirse de Petros, que para él no contaba, salió para irse a casa.

– ¿Adonde vas? -preguntó Petros el siguiente domingo por la tarde.

Petros había decidido comportarse como un hombre al que están engañando.

– Al Norte.

– No te creo.

– Ese es problema tuyo.

– ¿A quién vas a visitar al Norte?

– Al viejo.

– No irás a recorrer todo ese camino para visitar a un viejo.

Ethel salió de la oficina, se metió en su auto y lo puso en marcha.

Tenía el vago presentimiento de que la seguían. Pensó haber distinguido el auto de Petros detrás de ella, durante todo el camino hacia el Norte.

Costa había puesto los cimientos de bloques de cemento y ceniza, sobre los que había colocado cuatro por cuatro, sujetándolos a los pernos metidos en el cemento. Había hendido un lado de la casa haciendo un puente en los cimientos. Estaba trabajando sin planos, pero era obvio que había estado pensando en ello durante largo tiempo.

Ethel le contemplaba mientras él trabajaba, hacía recados para él, le trajo un nuevo suministro de clavos de tres pulgadas, y le preparaba la cena.

Por la noche, Costa dormía en el cuarto a medio terminar, y cualquiera que pasara por aquel lado de la casa desde la calle podía ver la gran cama vieja con su enorme cabecera.

Ethel aceptó la posición que Costa le había asignado, de indolencia, esperando. Costa tapizó el lecho para tumbarse de día bajo el roble, y le trajo una radio portátil. Ethel contemplaba el musgo colgante y escuchaba música alegre. Desde la casa oía los martillazos de Costa.

Por la noche, Ethel y Noola ocupaban camas gemelas en el mismo cuarto… por sugerencia de Ethel. Sentía pena por la mujer y, desacostumbrada al tipo de violencia que Costa había exhibido, creía que Noola necesitaba protección. Intentó suavizar los sentimientos de Costa hacia su mujer, pero no tuvo éxito.

Costa consideraba a Noola como una traidora. Todos sus afanes se concentraban en Ethel.

Trabajó parte del domingo, y después lo dejó. Se lavó cuidadosamente, se afeitó y se friccionó con un perfume demasiado dulzón.

Entonces se dirigió adonde se hallaba Ethel tumbada, y colocó su mano en el abdomen de la mujer.

– Te enseñaré -le dijo-. Los chicos -su mano se movía suavemente hacia arriba, tranquilizadora-, de este modo, aquí, altos. Las chicas -deslizó su mano hacia abajo-, están de este modo, aquí, así me enseñó mi abuela.

Ethel no rechazó sus caricias.

Cuando Ethel volvió, Petros no dijo palabra. Ethel se comportaba ahora abiertamente como su amante, dormía en su embarcación, le preparaba la cena, cumplía con sus obligaciones. No iba a durar mucho tiempo, de modo que Ethel decidió portarse bien con él mientras durase. Aparentemente, él la había seguido, pues nunca se quejó cuando ella desaparecía los finales de semana.

Ethel sabía que estaba caminando al borde de un cráter, con precipicio en ambos lados.

Transcurrió el tiempo. Ethel pasaba todos los fines de semana en la vieja casa. El nuevo cuarto ya estaba terminado y ella llevó a Costa en su auto a visitar anticuarios de mobiliario, en donde examinaron los restos de viejos muebles. Ethel lo ayudó a escoger una cuna y una cómoda. En «Sears» compraron una canastilla.

Ethel leía a Costa libros sobre el cuidado de los bebés. Costa lo aprendía todo cuidadosamente, con laboriosidad. Nunca había estudiado anteriormente… sobre nada.

Almacenaron pañales de papel, y llenaron un estante con polvos de talco y aceite para bebés.

Todo estaba en su lugar, esperando.

Ethel se pasaba las tardes en el patio posterior, como una calabaza al sol. Cuando el día refrescaba, Costa acudía junto a ella, bajo el roble, dejándose llevar por el ensueño mientras la Tierra se alejaba del Sol. Una sonrisa leve, pero perfecta, le alzaba las comisuras de los labios. Sus ojos expresaban la satisfacción que experimentaba interiormente.

Cuando el sol se ponía, Ethel le traía su aryan, yogur clareado con agua, mezclado con tiras de pepinos al que añadía cubitos de hielo. Costa no le agradecía el servicio hasta después del primer sorbo. Entonces correspondía a la muchacha con un asentimiento de la cabeza y una sonrisa.

Ethel se sentía feliz al hacerse cargo de este rito diario. Costa, durante esas semanas perfectas, fue su Buda en el altar, un dios de seguridad, benigno, perfecto.

Físicamente, Costa había aumentado su familiaridad con ella. Ethel había mencionado su preocupación por marcas de tirantez en la piel de su vientre. Costa la tranquilizó y frotó su abdomen con aceite de oliva, otra de las antiguas técnicas de su abuela. Le indicó que hiciera lo mismo con los pechos, que ahora eran enormes.

Había entre ellos una familiaridad satisfecha, una confianza física total. Siempre que Ethel estaba presente, ella preparaba la cena. Noola, ganadora acreditada de un salario, aceptaba este servicio. Costa lo esperaba.

Ethel estaba actuando como si fuese su esposa en todos los aspectos excepto en uno.

Cuando caminaba desde su lugar de descanso bajo el roble, a la casa, de la cocina a la mesa del comedor, Ethel sentía que Costa observaba su movimiento y su porte.

Costa vivió esas semanas con ella, esperando del mismo modo que ella esperaba.

Cuando el bebé comenzó a moverse, Costa colocaba la palma de su pesada mano sobre el vientre de Ethel y medía la fuerza de la vida en cierne, cerraba el puño y exclamaba:

– ¡Ese pequeño bastardo da puntapiés como un demonio! -Y dirigiéndose después directamente al bebé, añadía:- ¡Eh, tú, tío duro! Yo espero y espero, y ahora, de pronto, ¿por qué tienes tanta prisa?

Cada final de semana Costa insistía para que Ethel abandonara su trabajo.

Finalmente, cuando ya finalizaba su tiempo, ella le dijo que ya lo había dejado.

Petros no había presentado objeción; la razón era obvia.

El tiempo se midió en semanas, y después en días. No había manera de hablar con Costa, quien parecía estar siempre sobre ascuas.

Únicamente se mostraba gentil y paciente con Ethel.

Ethel deseaba que el niño naciera en la casa, pero Costa insistió para que fuese al hospital.

– Todo ha de ser de lo mejor -decía.

Era un argumento que Ethel no deseaba discutir. El bebé era de Costa; él dispondría de esos detalles como mejor le pareciera.

Teddy recibió entonces su primera misión en el mar, uno de los requisitos del período que separaba la primera de la segunda fase de entrenamiento en el Centro Naval. Después de haber explicado el problema a Ethel por teléfono, Teddy quiso hablar con su padre.

Cuando Costa habló a su hijo, Ethel percibió en la voz del viejo un nuevo respeto hacia su hijo.

Estuvieron hablando largo rato. Ethel pensó que Teddy estaría contándole a su padre lo que le había dicho a ella: lo importante que era el ejercicio en el mar y que él no deseaba perderlo.

Cuando hubo terminado, oyó que Costa decía:

– No te preocupes, hijo mío, yo me haré cargo perfectamente de las cosas de aquí.

Costa quedó al mando del campo.