37250.fb2
Las contracciones se hacían más frecuentes. Había desaparecido ya la poca paciencia que le restaba a Ethel. Quería estar sola y batallar en silencio. Pero desde que hubo llegado aquella mañana, Petros había estado llamándola por el teléfono al lado de la cama, como si se tratara de uno de los supletorios de su oficina. Y Costa, en el umbral de la puerta, de pie, con las piernas separadas, lanzaba miradas furibundas a cualquiera que pasara hablando en voz superior al murmullo, mientras él se quejaba continuamente de todo con una voz que todos podían oír. Al menor espasmo del cuerpo de Ethel, la miraba con ansiedad y llamaba a la enfermera.
Ethel decidió no soportar más, y, entre contracciones, pulsó el botón de llamada.
– Inmediatamente desconectaremos su teléfono -dijo la enfermera-. Y, dígame, ¿es forzoso tener que soportar a ese viejo que está bloqueando la puerta? ¿Quién es, un detective o un miembro de la Gran Mafia?
Costa, que había estado fuera de visión durante algunos minutos, regresó e hizo gestos a la enfermera para que se fuese. Lo que hizo la enfermera, apresuradamente. Se le veía nuevamente ansioso, cerró la puerta, y susurró a Ethel:
– Lo he descubierto.
– ¿Has descubierto qué?
– Tu doctor, es un armenio. Se llama Boyajian. ¿Sabes?, su nariz está torcida. ¡Así! -Y se torció grotescamente su propia nariz.
– Por el amor de Dios, padre, ¿qué demonios tiene que ver su nariz o su nacionalidad con sus habilidades como médico? Quiero decir, ¿qué clase de razonamiento es ése?
– En esto no necesito razonamiento. -Y uniendo apretadas las puntas de los dedos se golpeó el pecho, en donde él creía se refugiaba la seda de sus instintos.- Lo sé aquí dentro. No es hombre bueno. Voy a pedir un cambio.
– De ningún modo vas a pedir que lo cambien. Es mi cuerpo y es mi doctor. -Se sintió desfallecer entonces.- ¡Déjalo estar! ¡No sigas! Ahora estoy sintiendo otra vez esas malditas contracciones, padre, y no deseo tantas atenciones y tantas órdenes. Quiero que esto esté muy tranquilo, padre, ¡aunque sea sólo hoy! Quiero decir que ¿querrás irte ahora de aquí hasta que yo salga de este trance y te produzca un bebé?
– ¿Qué pasa? -preguntó Costa-. Yo he estado aquí como un ratoncito, muy callado.
– Ve a dar un paseo… ¿querrás dar un largo paseo? Y cuando venga el médico, es mejor que no te atrevas a faltarle el respeto, porque a mí me gusta ese médico, y si te muestras rudo con él, juro por Dios que haré nacer una niña con dos bocas y un ojo. ¿Me oyes?
– He oído y me voy. Pero te diré una cosa. Si sucede algo al chico, ¡mataré a ese armenio!
– Todavía no hay chico alguno, padre. La moneda está rodando, padre.
– No te preocupes por eso -dijo Costa mientras salía de la habitación con paso majestuoso, la cabeza alta y las rodillas rígidas-. De eso estoy totalmente seguro.
Permaneció fuera más de una hora, pero tenía la puerta vigilada, pues cuando el doctor Boyajian entró con su equipo para llevarla a la sala de partos, Costa los siguió.
– Perdone, por favor, malos pensamientos, -Boyajian -dijo Costa.
– ¿Qué malos pensamientos? -preguntó el doctor mientras examinaba a Ethel, inclinado sobre ella.
– Todo olvidado ahora. Usted es gran doctor, estoy seguro. A lo mejor un científico. -Golpeaba nuevamente su esternón con las puntas de los dedos rígidas.- Confío a usted mi vida.
El doctor agradeció el cumplido con una ligera inclinación.
Costa añadió entonces:
– ¡Mejor, pues, que tenga cuidado!
Siguió al lado de la pequeña procesión blanca hasta llegar al ascensor. Ethel se sintió aliviada al ver que no le permitían continuar más allá. Mientras ella lo saludaba con la mano a través de la reja que se cerraba, estaba pensando cómo debería decírselo si el bebé era una niña.
Cuando Ethel vio por primera vez al bebé, estaba en los brazos de Costa.
Su primer visitante fue Petros.
– Así que -dijo el hombre celoso- él ha conseguido lo que quería, un chico.
– Costa cree -dijo Ethel- que Dios lo ha premiado por su fe.
– Está loco -comentó Petros-. Oye, tienes mucho mejor aspecto sin barriga.
De pronto se metió en la cama del hospital con ella.
– Pero, ¿qué demonios estás haciendo? -gritó Ethel-. ¡Sal de aquí! ¡Vete!
Lo empujó de tal modo que Petros cayó de la cama.
Se quedó en el suelo, riendo.
– ¡Eres una zorrita muy vigorosa! -le dijo mientras se levantaba-. ¿Cuándo vas a volver?
– Nunca.
– Te concedo una semana. Entonces vendré a buscarte. Y dejaré de fingir como hasta ahora.
– Vamos, vete. He terminado con todos vosotros.
Petros rió nuevamente.
– ¡Una zorrita fuerte! -dijo-. Uno de estos días… muy pronto, voy a darte una buena sorpresa.
– No la quiero. Ahora no quiero nada de ti.
– Ahora no. Eso es lo que quiero decir, una sorpresa. Pero, date prisa, estoy esperando.
El nuevo hecho -era la madre de un hijo- al principio causó poco efecto en Ethel. En los intervalos entre los amamantamientos, parecía que ella se olvidaba del chico. Se reservaba sus emociones, conteniéndolas.
Y tenía otras preocupaciones.
Las grapillas se cerraban. Al cabo de uno o dos días saldría del hospital. La promesa de la sorpresa de Petros era una amenaza. Las miradas adoradoras y posesivas de Costa, otra. ¿Le permitirían que se «desvaneciera»? Ernie y Aarón y Teddy y los otros, todos eran muchachos. Estos dos griegos eran hombres de otro mundo, mucho más rudo.
Y aunque consiguiera desaparecer, ¿adonde escaparía? Su padre se había ido.
Se tragó el miedo. En México se había probado que podía obtener un empleo y mantenerlo. El primer paso era escoger el momento propicio para la huida. Pronto. Mientras quedara todavía un resquicio por el que pudiera deslizarse.
Algo más la preocupaba también. El hombre de Arturo, Ignacio Alvarez, le había dado un trabajo sólo porque quería poseerla. Petros había dicho lo mismo a Teddy. ¡Sin darle importancia! ¿Podría obtener, o mantener, un empleo, prescindiendo de eso?
Naturalmente que podía. No todas las chicas que trabajaban se veían obligadas a comerciar con su trasero.
¿O sí?
Tenía que formarse rápidamente, mejorar sus habilidades mecánicas. No, haría más que eso: aprendería alguna especialidad, contabilidad o declaración de renta, y si no, afrontar el hecho de que cuando un hombre contrata una secretaria bonita, ese hombre espera también obtener sus favores.
A última hora de aquella misma tarde, Noola vino a ver al hijo de su hijo, la visita tradicional de la suegra. Llevaba su mejor sombrero de día comprado a crédito, y permaneció sentada observando cómo Ethel amamantaba a la criatura.
– Parece que tienes mucha leche -comentó. Los pechos de Noola estaban marchitos.
A intervalos regulares, Costa pasaba por delante de la puerta, comprobando si Noola estaba todavía dentro. Sus nervios, ¿qué sería esta vez?, pensó Ethel, mantenían a todos en vilo.
Cuando la enfermera se llevó al chiquillo al cuarto estéril, Noola cogió su sombrero con las plumas temblorosas.
– Se dice por ahí que tu patrón va a casarse -dijo.
– ¿Petros? ¿Con quién?
– Nadie lo sabe. Es una sorpresa. Debe de ser con alguna de categoría, pues ha alquilado un apartamento del grupo frente al golfo, un contrato de tres años.
Cuando Noola se hubo marchado, Ethel tuvo el presentimiento de que Noola había echado el anzuelo.
Costa tenía una nueva preocupación. En el cuarto estéril había una docena de bebés y:
– Quizá se confundan, ¿quién sabe?
Quería un lugar separado para su bebé, así que esperó en la habitación de Ethel la visita del doctor Boyajian.
Con un dejo de impaciencia, el doctor informó a Costa que lo que le estaba pidiendo era imposible.
– En este caso, mi chico y yo nos vamos a casa.
– No hasta mañana, por favor -respondió el doctor Boyajian-. Hay un par de cosas que hemos de terminar antes aquí.
– ¿Qué es eso, un par de cosas? -Costa exigió conocer.
– Algo que usted no puede hacer en su casa. -El doctor Boyajian se volvió hacia Ethel.- Está usted en inmejorables condiciones -le dijo-. Fijemos mañana a última hora de la tarde, ¿le parece? Aquí falta sitio.
Costa opinó que Boyajian se había mostrado siniestro en su manera y con sus palabras, de modo que lo siguió hasta el vestíbulo. Ethel no podía oír lo que allí se habló, pero, a juzgar por el barullo, Costa no estaba quedando satisfecho.
Al cabo de un minuto, Ethel lo oyó acercarse a otro nuevo padre. Este hombre confundió a Costa con un campesino, habló de la circuncisión, y prosiguió su camino.
Una enfermera entró en la habitación de Ethel, y Costa detrás de ella, furioso.
– ¿Les has dicho tú que pueden hacer esto? -interpeló a Ethel indicando con el índice una línea cortante a través de sus genitales.
– Creo que ellos lo han hecho sin consultar. Quiero decir que me parece que ya lo han hecho -respondió Ethel-. Pero si me lo hubieran preguntado yo hubiese dicho…
Costa se había marchado.
– Que yo estaba de acuerdo -gritó Ethel a su espalda.
Ella sabía que era ella quien podía controlar a Costa; nadie más sería capaz.
Fue la primera vez que se sostuvo firme sobre sus pies.
En el pasillo, frente al gabinete de consulta del doctor Boyajian, Ethel vio un grupo de enfermeras frente a una puerta y oyó gritos de miedo y de indignación. Se acercó tan de prisa como le fue posible.
– Irrumpió en el cuarto estéril -le contó una enfermera-. Cuando vio que ya estaba hecho se puso furibundo.
En el umbral del gabinete de examen, abrieron paso a Ethel. Esta vio a una mujer negra sentada en la mesa del ginecólogo sosteniendo alto el vestido que había dejado caer para ser examinada. Agachado debajo de la mesa, el doctor Asían Boyajian vociferaba llamando a la Policía. Costa estaba dándole puntapiés, tratando de hacerle salir de su refugio. Aparentemente, un puntapié había roto los lentes del médico, pues éste los tenía agarrados en su puño cerrado.
– Costa -gritó Ethel-. ¡Costa, detente!
Alzando a la mujer negra fuera de la mesa, la arrojó a los brazos de Ethel.
– Cuida de esta pobre mujer -dijo. Entonces, antes de que Ethel pudiera impedirlo, pues tenía los brazos ocupados, Costa levantó la mesa de examen y la lanzó contra la pared. El doctor estaba ahora a su merced.
Por aquel entonces Ethel había pasado la mujer negra a una enfermera y se apresuró a colocarse entre Costa y el médico que estaba en el suelo.
Teddy le había enseñado cómo debía manejar a Costa.
– No seas un vlax, Costa -le dijo autoritaria-. Esto es América. El ha hecho lo que aquí es costumbre hacer.
– Nada importan las costumbres de aquí -dijo Costa, con los ojos centelleantes-. Ese chico es mío. ¿Has visto lo que le ha hecho, este armenio?
– Vamos, Costa, realmente, estás comportándote como un asno.
– Debió habérmelo preguntado, ¡qué demonios! ¡Vlax! |Asno!
– En cuanto a eso, tienes toda la razón -dijo Ethel-. ¿No es verdad, doctor Boyajian? -Se volvió hacia el médico que permanecía todavía de rodillas. – Dígalo, doctor, dígale que tiene toda la razón.
El doctor recibió el mensaje.
– En cuanto a eso -dijo-, sí. Supongo que tiene razón.
– Nada de «supongos» -replicó Ethel-. Costa tiene toda la razón. Dígalo. ¡Dígaselo a él con esas mismas palabras!
– Tiene usted toda la razón, señor -dijo el doctor Boyajian.
– Tenía que habérselo preguntado primero. Ahora usted lo sabe. Dígaselo.
– Ciertamente debía habérselo preguntado antes – el doctor le dijo a Costa.
– ¿Y de qué sirve ahora todo eso? -exclamó Costa alzando las manos.
– Dígale que lo siente -dijo Ethel-. Dígaselo.
– Lo siento, señor -dijo el doctor Boyajian-. Le presento mis excusas.
Ethel se volvió hacia Costa.
– Sé cómo te sientes por lo ocurrido, padre -le dijo- y lo lamento. Pero ahora… Costa, no estoy muy fuerte. ¡Corre! Llévame a mi habitación, padre.
– ¿Qué? -dijo Costa-. ¿Qué pasa?
– Sosténme -dijo Ethel, cayendo encima de él y agarrándose a su brazo buscando apoyo-. Sosténme.
La Policía se presentó preguntando por Costa. Lo encontraron en la habitación de Ethel, dormido en la cama cercana.
– Ha tenido un día agotador -dijo Ethel a los funcionarios de la ley-. Ya pueden ver ustedes que no es un hombre joven.
– Sólo queríamos comunicarle -dijo uno de los hombres- que el médico ha decidido no presentar denuncia.
Cuando los policías se hubieron marchado, Ethel cruzó la habitación y se sentó al borde de la cama donde el viejo estaba durmiendo. Gentilmente, acarició la cabeza de Costa. Sus tiempos felices ya habían terminado.
Amamantó al bebé por última vez antes de llevarlo a casa.
El joven Costa, según Ethel observó desde el primer momento, tenía un carácter fuerte. Cuando él la miraba, lo hacía de un modo penetrante. Sus ojos no vacilaban.
Ethel habló con el doctor al respecto y él le respondió que el bebé aún no podía enfocar su mirada, de modo que no la miraba en realidad a ella, que no le dirigía especialmente la mirada. Esta información de un experto le proporcionó cierta tranquilidad, pero, de todos modos, Ethel siguió pensando que el pequeño Costa la miraba a ella, especialmente a ella, y que sus ojos la estaban acusando.
– ¿Qué es lo que quieres? -le preguntaba Ethel cuando le daba el pecho-. ¡ Ay! -decía cuando sus encías duras le encontraban el pezón-. Tú te crees que yo soy de tu propiedad, ¿no es así, eh, pequeño bastardo? -le decía Ethel cuando el bebé se agarraba de su pulgar con la mano y con una fuerza que sorprendía a Ethel se mantenía aferrado como un pequeño mono-. ¿De qué te preocupas, monito? Tu madre no va a dejarte caer del árbol..
Pero Ethel sabía que iba a hacerlo.
Algunas cosas del niño eran esencialmente de bebé: el olor de su cuerpecito empolvado de talco, el ligero olor de orina, sus rosadas uñas perfectas, de color tan delicado como las piedras preciosas, el dulce hilillo de saliva que Ethel debía secarle de los labios, la manera en que movía sus piernas como si todavía estuviera intentando abrirse paso para salir de su vientre.
Lo principal en él, no obstante, era esa constante expresión de demanda en sus ojos, que causaba en Ethel un presentimiento vago como si el chico supiese que ella tenía intención de traicionarlo, de hacer con él lo que alguien antes había hecho con ella: Convertirlo en un niño sin padres.
«¿ Por qué vas a hacer eso conmigo?», es lo que Ethel leía en esa mirada.
Lo que, naturalmente, era una estupidez… ver un pensamiento.
Pero, ¿había también ira en esa mirada? Así parecía.
Cuando el chico no estaba en sus brazos, estos sentimientos de culpa se amortiguaban.
– ¿Por qué debería yo hacerme cargo de otra vida cuando todavía no he empezado realmente la mía? -se preguntaba Ethel-. Costa cuidará de ti -le decía al chico-. Lo hará mucho mejor que yo.
Algunas veces ella misma estaba convencida de ello. Otras no.
En casa, Costa vigilaba el horario de alimentación del bebé, de día y de noche. Cinco minutos antes daba unos golpecitos en la puerta de Ethel y decía:
– ¡Prepárate! ¡El espera!
Cuando el bebé terminaba, Costa lo cogía, teniendo mucho cuidado, observó Ethel, para no mirar los pechos de la madre, y lo sostenía en alto para el eructo. También se preocupaba por lodo lo que concernía al bebé. Hervía las sábanas.
– Demasiados microbios en el mundo -decía.
Lo que Ethel deseaba era exactamente lo que estaba sucediendo: Costa estaba quitándole el chico.
Pero resultaba evidente que ella no podría escabullirse tan pronto como había planeado. Tenía que destetar al pequeño Costa; el bebé tiraba de sus pezones con sus encías duras, enrojeciéndolos fuertemente. Sus necesidades eran absolutas. Todavía lo serían durante algunas semanas. Costa había dejado muy claramente sentado que esperaba que Ethel amamantaría al niño todo el tiempo mientras tuviera leche.
– Mi madre, igual -dijo-. Pero Noola, ¡papilla! Por eso yo soy más fuerte que Teddy. ¿Lo ves?
Cuando Petros vino a visitarlos aquel fin de semana, Costa no le permitió entrar en la casa.
– Estás sucio -dijo simplemente. Pero le ofreció echar una ojeada al heredero del genio familiar a través de la mampara de rejilla de la nueva habitación.
– Se comporta cada vez más como si él fuese el padre -dijo Petros. Entonces, a pesar de Ethel, dijo en voz alta a través de la rejilla-: Eh, tú, vlax, yo me ducho tres veces al día. ¿Cuántas veces te duchas tú? Me cambio de ropa interior todas las mañanas. ¿Cuándo te cambiaste tú por última vez?
– Sigues estando sucio -respondió Costa.
– Puedo olerte desde aquí. Siento lástima por ese chico. Crecerá con el convencimiento de que es normal para cualquier hombre oler como una esponja muerta.
– Vamos, vete a casa antes de que me ponga furioso. -Costa tiró de un biombo de madera alrededor del bebé dormido.
– La gente de la dársena habla todavía de la peste que dejabas detrás de ti. Están rogando para que venga un huracán que se lleve tu efluvio.
Costa se acercó a la mampara.
– Vete de mi propiedad -vociferó.
– Los negros de allí huelen mejor que tú. ¡Son un perfume al lado de tu mierda!
– Ultima oportunidad. Vete de prisa. Antes de que te mate.
– Ya has dicho eso demasiadas veces.
Mampara por medio, ambos estaban casi nariz contra nariz. El bebé durmió pacíficamente durante toda la disputa. Ethel tuvo que alejar a Petros casi por la fuerza. Ya en su coche, sentado frente al volante, estaba temblando todavía.
– ¿Cuándo te veré? -Petros preguntó a Ethel. – Me estoy volviendo loco, ahí abajo, solo.
– Búscate otra chica -respondió Ethel.
– ¡Tú eres mi chica! Vamos, Ethel, te necesito. ¿No ves que estoy angustiado? Tendré que matar a ese viejo bastardo, lo juro, a menos que tú me calmes. ¡Ethel! ¡Vamos!
Ethel hizo una rápida visita a Petros, llevando con ella al bebé metido en una cesta para ropa, forrada con una manta. Petros le mostró la «sorpresa», el apartamento con vistas al golfo. Ethel nunca lo había visto tan ansioso por nada.
El lugar había sido amueblado enteramente por un decorador de interiores griego, un recién llegado de la madre patria. Los muebles no eran griegos; se trataba del mobiliario internacional de la clase media, respetable e incómodo.
Petros observaba el rostro de Ethel, mientras ella recorría el apartamento.
– Muy bien, muy bien – dijo-, tampoco a mí me gusta. No va contigo. Lo cambiaré todo.
Cuando Ethel entró en el dormitorio, miró por la ventana directamente a la ventana de otro dormitorio del predio vecino. Una dama vieja y arrugada, de cabello dorado, estaba mirándola. El efecto fue espectral, como un espejo del tiempo.
Petros hizo bajar la persiana de un tirón. Rompió el mecanismo.
Cerró también las cortinas de brocado.
La cama crujió, y Ethel rió nerviosamente. Petros tuvo que reír también. Les fue imposible hacer el amor con unos muelles de acero quejándose debajo de ellos.
– La próxima vez -dijo Ethel-. De todos modos, ahora no debería, por lo menos durante dos semanas.
Pero Petros la tumbó en el suelo y la tomó.
Ethel se enfadó, pero no dijo una palabra. Pronto se marcharía.
Costa se puso furioso. Aunque no en su manera acostumbrada, perdiendo el control. No, se sentía abandonado, traicionado. Y de igual modo lo sentía, declaró una y otra vez, el pequeño Costa. ¿Cómo podía Ethel haber hecho eso a su nieto? ¿Llevarlo a visitar a ese cochino?
– Dime la verdad, ¿tú le habías pedido que viniera aquí, la otra vez?
– Sí -dijo Ethel-, yo se lo sugerí.
– No quiero que ese hombre venga aquí nunca.
– Muy bien, padre.
Ethel estaba asegurándose de que antes de que ella se marchara, Costa hubiese aprendido los misterios del cuidado infantil.
– ¿Qué es tan difícil? -se jactó Costa mientras empolvaba al bebé después de su baño-. Vosotras las mujeres hacéis de todo eso un asunto importante, pero yo aprendo perfectamente en dos semanas. ¡Lavar! ¡Empolvar! ¡Vestir! ¡Todo limpio! ¡Eso es todo! -Bajó la cabeza, abriendo su bocaza cerca de la blanca barriguita del joven Costa, regodeándose allí.- Guwhaguwhaguwhaguwha -exclamaba-. ¡Voy a comerte!
– Si yo tuviera tetas -Costa dijo a Ethel-, lo haría mejor que tú. Para el próximo a lo mejor me crecen tetas a mí. ¿Qué dices a eso?
La miró entonces, tímidamente; estaba coqueteando con ella.
Pero, principalmente, su trato estaba revestido de la veneración con que se trata a una virgen; le hacía regalos, de poco precio, chucherías escogidas amorosamente. Bajaba la voz cuando hablaba con Ethel. Nunca pasaba por alto la proximidad de Ethel y cuando ella amamantaba al bebé, él volvía la cara al otro lado.
Ethel recibió una carta de su padre, que había regresado a Tucson. Ernie había matado a su amiguita… o así lo creía la Policía por lo menos. El cuerpo desnudo de la muchacha había sido hallado con veintiocho puñaladas.
Los vecinos informaron de sus peleas violentas. Sabían que la chica estaba dando mala vida a Ernie. Pero, ¡veintiocho puñaladas! ¿Qué cosa podía justificar eso?
Tales horribles noticias deprimieron a Ethel. Ella sabía que su hijo era de Ernie; tenía sus mismos ojos soñolientos, demasiado pesados, aparentemente, para las cuencas. No podía ser de Teddy, y cuando empezó sus relaciones íntimas con Petros ella ya estaba encinta.
¡Oh, no había por qué preocuparse! El pequeño Costa era lo que ella deseara que fuese. ¡Sólo suyo!
Ethel pensó que siempre tendría el recurso de volver junto a su padre. Podría resultar humillante, pero se sentía contenta deque existiera un último recurso.
Había llegado el momento de preparar el primer paso que la alejara… en la dirección que fuese.
Una mañana le dijo a Costa que el niño debería ser destetado, que se le estaba secando la leche. No era verdad, pero Costa no tenía ningún medio para descubrir si lo era.
De modo que prepararon una fórmula… los ingredientes, cómo se preparaba, la alimentación y el proceso de esterilización.
Costa estuvo contento de hacerse también cargo de este trabajo.
Ethel le dijo entonces que ella pensaba volver a su empleo y que los finales de semana vendría a casa. Esperó la respuesta explosiva de Costa.
– No quiero que trabajes para ese hombre -declaró él.
– Cuando tú consigas un trabajo, padre, yo dejaré el mío -respondió Ethel.
Costa se ofendió mucho. Porque no tenía respuesta.
– Ahora tengo que cuidarme del chico, de modo adecuado -dijo-, comprobar que todo esté bien, no se ponga enfermo, etcétera. ¿No? ¿Qué?
– Seguro. Y estás haciendo un buen trabajo. Pero, entretanto, alguien tiene que pagar lo que comemos. Tú no quieres dinero de Noola. Mis ahorros están acabándose rápidamente. Teddy está esperando que yo le envíe cada semana treinta dólares.
– El chico no debería pedirte eso.
– No me importa. Pero por ese motivo debo seguir con el empleo.
– Entonces, ¿por qué has de mirarlo todo el tiempo? Ya es bastante malo que tomes su dinero… ¿Por qué has de mirarlo de la manera en que lo haces?
– ¿De qué manera?
– De la manera en que lo hiciste cuando estuvo aquí. De esa manera sólo se mira a un ser humano. Ese individuo… ¿no ves su cara? ¡Es un animal!
– Bueno, ¿y qué puedo hacer yo?
– Te lo dije. Mira al suelo cuando está cerca.
– No puedo trabajar para ese hombre y mirar al suelo.
– De acuerdo. Pero te digo que un día ese hombre va a tener ideas erróneas sobre ti y yo tendré que matarlo.
En la oficina de la dársena, Ethel encontró otra carta de su padre. Primero leyó el anexo, un fragmento del periódico de Tuc son que informaba a la comunidad de que Ernie se había rendido, admitido su crimen y que iba a ser juzgado por asesinato. El periodista recordaba a sus lectores que el castigo que el Estado de Arizona aplicaba por un crimen tan grave éra la cámara de gas.
Ed Laffey no comentaba al respecto. Tenía otras noticias.
Después de haber visto el resto del mundo, Tucson nos parece mezquino y estrecho. De modo que hemos decidido hacer un gran cambio. Pasado mañana nos iremos para buscar un nuevo hogar. Va a ser en una isla -Mallorca, Ischia, Capri, Ceilán (que ahora se llama de un modo que no sé deletrear), las Célebes, ¿quién sabe? De modo que, Kit, querida mía, me temo que estamos abandonándote…
Al parecer, Margaret le había quitado la pluma de los dedos y escribió:
¡Y un cuerno te abandonamos! Cuando encontremos nuestra isla mágica tú vas a ser nuestro primer invitado.
Proseguía entonces su padre:
Según habrás podido adivinar por esa decidida corrección, Margaret y yo nos hemos casado.
Y ella escribía:
Y eso no ha arruinado nuestra relación.
Y él seguía:
Todavía no.
Ambos enviaban besos.
Ethel había olvidado comunicarles el nacimiento del bebé. Y ahora, cuando hubiera podido hacerlo por teléfono, no lo hizo. Una llamada telefónica se convertiría inevitablemente en una llamada de ayuda. «Arrastrarse», pensaba Ethel. De rnodo que no lo hizo y pasó un día, y otro, y ya era demasiado tarde. Ethel ya no sabía en qué lugar del mundo podría encontrarlos.
Ethel se quedó en su propio apartamento, visitando a Petros, como solía hacer antes, en su embarcación. Un día Petros la llevó para que viese otro apartamento. En todas las habitaciones había enormes ramilletes de flores, una bienvenida extravagante. Petros, no tan sólo había cambiado de apartamento, sino que también había cambiado de mobiliario. Había llegado al extremo de contratar un decorador del teatro de la comunidad de Sarasota, y le había dado una única instrucción:
– Es para mi mujer. Si a ella le gusta, me gustará a mí.
El lugar se había decorado con esta simple premisa en mente. En la cocina había un horno de microondas, empapelado romántico en las paredes del dormitorio, y en el cuarto de vestir un enorme espejo enmarcado con ninfas, cisnes y cupidos.
– Owen -le había dicho Petros a su decorador-, cambia cualquier cosa que ella quiera.
– Owen -había dicho Ethel- ¿quién podría pedir nada más?
Cuando Ethel miró por la ventana del dormitorio, nada había a la vista, excepto las aguas azules del golfo de México y la prolongada curva de una playa blanca perfecta con el Cayo Casey en la distancia.
Petros había ido a fantásticos extremos -y gastos- en beneficio de Ethel.
Se le secó la leche en pocos días, pero Ethel sentía todavía el instinto de amamantar. El bebé estaba destetado; ella no.
Petros había exigido que ella se quedara con él aquel fin de semana. De hecho, se lo había ordenado. Pero cuando llegó el domingo, Ethel sentía remordimientos acerca del pequeñín en el Norte, se sintió culpable por primera vez y dijo a Petros que se marchaba. Cuando Petros protestó, Ethel le desafió.
Fue un día muy húmedo y la temperatura ascendió a más de 40 °C. Por el camino escapó por poco de un accidente. Estaba distraída y cruzó la línea, retrocediendo, justamente a tiempo, ante el indignado estruendo de bocinas por todas partes.
Se había estado diciendo, en aquel momento, que esta vez no debería huir; por una sola vez en su vida, debería decir la verdad y afrontar las consecuencias.
Llegó a la casa a las cuatro de la tarde, la hora más pesada y calurosa de la tarde. No había nadie a la vista. Probablemente estaban dormidos, pensó Ethel, de modo que entró de puntillas en el nuevo cuarto de Costa. Abriendo la puerta sin hacer ruido, vio al viejo y al niño desnudos en la cama, haciendo la siesta.
Costa tenía unos atributos masculinos voluminosos, con un escroto mayor que cualquiera que ella hubiera visto antes. Su pecho era un barril que se alzaba y descendía, rítmica y lentamente, tratando más tiempo que el normal en llenarse y vaciarse.
El niño se despertó en aquel momento y pateó.
Esto despertó a Costa. Miró al pequeño con adoración. Se volvió entonces hacia la puerta en donde Ethel permanecía de pie, y la miró sin tratar de cubrirse.
Ella cerró suavemente la puerta y se dirigió a la salita, oscura y fresca. Miró las viejas fotografías empalideciendo en las paredes, la historia familiar, oscureciéndose con la edad. Cerrando los ojos, se quedó sentada inmóvil.
Después, entró en su auto y volvió al Sur.
El día siguiente con Petros resultó muy tempestuoso. Petros había decidido que ella se divorciara inmediatamente de Teddy, se casara con él y se instalaran juntos, incluido el niño.
– Estás comiendo el pan de mi enemigo cuando vas allí -dijo Petros -. Te quiero aquí conmigo, la semana próxima, y se acabó. Y también el chico.
– No puedo quitar el niño al viejo -dijo Ethel-. Yo hice ese niño para él.
– Yo se lo quitaré. Me divertirá hacerlo.
– ¿Y qué harás cuando él venga detrás de ti? Ya sabes cómo es, una furia.
– Lo mataré. Costa siempre está contando cómo lo hacen en nuestra isla. Así es como ellos lo hacen.
Ethel sabía que ella lo incitaba, empujándolos, a ambos, a un terrible encuentro. Pero parecía no saber cómo detenerlos. «¿Es que acaso me divierte? -pensó-. ¿Es que deseo realmente que se peleen por mí hasta que uno mate al otro?»
– Nunca más voy a privarme de tener mi propio hogar -dijo Ethel.
– Vas a hacer lo que yo te digo, de modo que decídete.
– A la mierda.
– ¿Cuándo?
Una broma. Pero no lo era. Era una técnica. Cuando Petros sentía que ella estaba saliendo de los límites, eso es lo que hacía, su solución a todos los problemas. Petros creía que de aquella manera siempre la hacía callar.
Había llegado el momento. No había razón alguna -o modo – de posponerlo más tiempo.
A la tarde siguiente, Costa la llamó por teléfono a la oficina. Por teléfono parecía una persona diferente. -Ven en seguida -dijo.
– ¿Adonde, padre?
– ¿Adonde? A mi casa. ¡Adonde! Vamos… Esta noche.
– Pero, padre, yo…
– Vamos, vamos. Estoy esperando. Teddy también viene. Adiós.
Y colgó el teléfono.
Ethel estaba preocupada. Había sido tan autoritario, su voz tan dura. Pero a lo mejor… quizá le había sucedido algo al niño. Subió en el viejo «Oldsmobile» de Petros y se dirigió al Norte.
Costa se hallaba bajo el roble, sosteniendo a Costa el joven apoyado al lado de su cadera. Le mostró la habilidad del chico en colgarse agarrado a los pulgares del abuelo.
– Como un gorila, fuerte -dijo orgullosamente-. Este chico será almirante, cosa segura.
– O un acróbata. ¿Por esto me has hecho venir corriendo?
– Mañana gran día -respondió Costa.
– ¿Qué gran día?
– Llamé a Tampa. Sacerdote a punto. Teddy también, vendrá mañana por la mañana en avión. Aquella zorra, Noola, no quiere renunciar a su paga de un día. Así que bautizaremos al pequeño Costa sin ella. ¿Ya es hora, verdad?
Ethel recordó que el viejo había estado esperando que su hijo regresara de sus deberes en el mar para este acontecimiento.
Al día siguiente por la mañana, Ethel dejó a Costa y el niño en la vieja iglesia de Tampa y se fue al aeropuerto para recibir a Teddy.
Teddy parecía realmente un oficial. Desde su explosión frente a Costa, se había convertido en otro hombre, tratando los problemas del resto del mundo de igual manera que trataba los suyos, con una inquebrantable confianza en las respuestas acertadas que poseía, puesto que todas ellas figuraban en el manual.
Mientras se dirigían de nuevo a la iglesia, Ethel le dijo:
– No puedo seguir con este asunto. No lo siento, lo he hecho, pero he llegado al fin.
– ¿Vas a decirle la verdad? ¿Antes de marcharte?
– ¡ Si tuviera suficiente valor! Si no, me iré sencillamente. ¿Qué me aconsejas tú?
– No me lo preguntes. No puedo decirlo. En cuanto al viejo, pregunta número uno: ¿Sabe cómo cuidar del chico?
– ¡Espera a verlo!
Cualquiera que fuese el significado de la ceremonia para el viejo Costa, para Ethel constituyó el rito de despedida de su hijo.
La vieja iglesia se desmoronaba por carecer de bingo. El viejo sacerdote peludo también se había deteriorado. Hubo un momento en que todos advirtieron que la vista le había fallado completamente. Se habían dirigido en grupos por el pasillo central de la iglesia hasta una fuente de cobre martillado instalada sobre un trípode. Una mujer vieja la había llenado con agua caliente, arremangando después el hábito del sacerdote. Dispuesto, el religioso alargó las manos hacia Ethel.
– ¿Qué es lo que quiere? -susurró ella a Costa.
– Quiere el pequeño -respondió Costa. Costa era quien tenía el niño.
– No le dejes caer, hijo viejo de una zorra -murmuró al ministro de Dios cuando le entregó el niño desnudo.
– Y que puebles la tierra con griegos -dijo el viejo sacerdote concluyendo. Más tarde, mientras los acompañaba hasta el auto, habló del porcentaje de nacimientos de los turcos-. Se reproducen como ratas -comentó.
Ethel condujo a los hombres de regreso. En Tarpon Springs, Costa la mandó detenerse al lado de la plaza, diciendo que quería ir a la tienda de licores. Pero lo que realmente deseaba era caminar, lenta y gravemente, llevando a su nieto, cruzando el kentron, en donde los ancianos de la ciudad se reunían cada tarde. Ethel y el oficial que él había dado a la Marina de los Estados Unidos caminaban detrás de él.
Compró vino de Oporto, es decir, lo escogió, y Teddy lo pagó con el dinero que Ethel deslizó en su mano. En casa, Costa lo saboreó a placer, sosteniendo al pequeño dormido en su regazo.
– Que viva para sus padres -fue su brindis.
Ethel vio que Teddy iba a portarse debidamente con el chico. Había traído un paquete entero de «Polaroids».
Se excusaron pronto. Costa abrazó a Ethel como un amante al darle las buenas noches.
– Me has hecho hombre feliz -le dijo, acariciándole el rostro.
Teddy vio que Noola miraba a otro lado.
– Lo sé -le dijo Ethel cuando estuvieron solos-. Noola me odia.
– ¿Crees realmente eso?
– Lo sé. Actúa de la manera en que se la ha enseñado a comportarse, discretamente, no importa lo que suceda. Pero nunca me perdonará.
– Entonces lo que estás planeando hacer es la única solución. Desaparece. ¡Vete!
Ethel quedó sorprendida al oírselo decir tan sencillamente.
En su habitación sólo había una cama, la del capitán Theo. Teddy la sostuvo en sus brazos, pero no se excitó. Ahora tenía una chica, le contó.
– La viste aquella vez que viniste, y te gustó. ¿Te acuerdas de aquella chica que pensó que tú eras muy bonita? También es aspirante a oficial y tan ambiciosa como yo mismo.
¡Finalmente! Para progresar en la Marina, quiero decir. Creo que ahora tengo lo que necesito. Finalmente.
Planearon su divorcio.
– No, no me tocó -Ethel le dijo a Petros cuando lo llamó por teléfono desde una cabina a la mañana siguiente. Iba de camino al aeropuerto con Teddy.
– ¿Dormisteis en la misma habitación? -inquirió Petros.
– Sí -y mintió entonces-, pero hay dos camas y… oh, al diablo con todo eso, Peetie. Nunca te he dado el derecho de hablarme de ese modo. No estamos casados.
Y colgó.
– No estaré aquí la próxima vez que vengas -le dijo a Teddy al volver al auto.
Antes de separarse, Ethel entregó a Teddy doscientos dólares de sus ahorros.
– ¿No los necesitarás? -preguntó él.
– Te podría dar más -dijo Ethel-, pero tu padre ahora no tiene ingresos, ya lo sabes. De modo, sea adonde sea que yo vaya, tendré que enviarle dinero todas las semanas. Es decir, tan pronto como encuentre un empleo.
Teddy la besó.
– Algún día te lo devolveré, por él y por mí -dijo.
Ethel le acompañó hasta la puerta.
– La noche pasada tomé una decisión -dijo Ethel-. Voy a decirles, a los dos, que voy a irme.
– Eso va a resultar explosivo. ¿Quieres que yo y un par de marineros vengamos ese día? No estoy bromeando.
– No quiero recibir ayuda de nadie para salir de este trance -dijo ella-. O de ninguno más. Especialmente eso es lo que no quiero.
– Bueno… ¿he de decirlo? Buena suerte. Realmente te quiero – dijo Teddy.
– Episis -dijo Ethel, vocablo griego que significa «igualmente», una de las pocas palabras griegas que ella había aprendido.
Mientras le contemplaba cruzar la puerta y perderse de vista, Ethel presintió que estaba perdiendo su último refugio.
Aquella noche Ethel durmió en su cama. Sola. Despertó con un plan. Aquella misma mañana daría aviso a la propietaria. Eso le daría un plazo de dos semanas para deshacerse de todo lo que poseía, guardando únicamente lo que pudiera meter en la gran maleta que su madre le había dejado. Todo lo demás, lo dejaría fuera de su vida.
– He avisado que dejo el apartamento -le dijo a Petros. El había estado esperándola, dispuesto a dar la gran batalla-. Saldré de allí dentro de dos semanas.
Petros había estado tenso; ahora estaba apaciguado.
– Dentro de dos semanas -Ethel prolongaba el engaño-, celebraremos una fiesta en tu apartamento. Estaremos allí juntos. Y todos lo sabrán.
– Todos lo saben ya. Sólo tú no lo sabes.
– Lo sé. Se lo dije a Teddy ayer mismo.
– ¿Entre folladas? -Teddy tiene otra chica.
– Eso nunca detuvo a ningún griego.
– El único que no lo sabe es Costa.
– Yo se lo diré.
– Por favor, Peetie, deja que yo lo haga a mi manera. Yo voy a decírselo a Costa. Por favor.
Mirándole ahora, con sus labios apretados como un corte de cuchillo a medio cicatrizar, bajo el gran hueso de la nariz, Ethel se convenció de que cuanto antes se fuese, mucho mejor. Petros era una persona peligrosa.
A pesar de ello, había decidido decírselo e iba a hacerlo. Y también a Costa. No se avergonzaría nuevamente de sí misma.
No obstante, continuó fingiendo con Petros, haciéndole creer en su mentira, hablándole de México, del guacamole y de las margaritas, y de cuan feliz ella lo haría en las noches tibias y suaves, en los vestidos que ella se compraría, amarillos, rosados y blancos, y nada triste, decía, nada azul.
Hasta que, finalmente, Petros se dejó envolver en la fantasía.
– ¡De acuerdo! -dijo-. Así se hará. Tal como dices. Primero una fiesta y entonces ¡México! Tranquilos y felices. Te daré allí todo lo que se te antoje.
– Gracias -dijo ella-. Oh, Peetie, muchas gracias.
Ethel no creía en milagros, pero empezó a desear que ocurriera uno. Sus fantasías sobre desastres se hicieron más frecuentes y más intensas. Hacía su vida, sin pensar en «nada», cuando, de repente, imaginaba una escena sangrienta con Costa: Costa estaba acuchillándola por todas partes, tal como Ernie hizo con su chica. O -y esto se le ocurrió el mismo día- ella estaba encerrada en una habitación, con Petros, que acababa de descubrir los planes de Ethel para marcharse. O, lo más horrible, que el niño había sido destruido por Noola, que había descubierto de quién era.
Estos intensos pensamientos lúgubres que le llenaban de pronto la mente, golpes psicológicos instantáneos, llegó un momento en que se amontonaban uno encima de otro.
– Miss Laffey, ¿quiere usted acercarse un momento, por favor?
Una voz, medio recordada. Robín Bolt estaba en la cubierta posterior del Sara, rodeado por su personal. Quería cambiar un cheque y mientras escribía las cifras preguntó a Ethel:
– ¿Has pensado alguna vez en mis sugerencias?
– Míster Bolt, se lo agradezco mucho, pero realmente no podría.
– Empezaría en seguida, inmediatamente, digamos a trescientos cincuenta la semana. Si resultara ser buena en el trabajo, pronto ganaría una cifra considerable.
– ¿Cómo podría ser buena en el trabajo? Mis pechos no varían.
– No estoy precisamente interesado en sus glándulas. La mayoría de tetas jóvenes pueden tener inmejorable aspecto dentro de uno de nuestros productos. Es el contraste lo que me interesa.
– ¿Qué contraste?
– Usted tiene… Emil, escucha. -Habló con un ayudante que estaba dibujando.- Yo iba a decir que ella tiene poitrine de una concubina real del siglo dieciocho. ¿Qué te parece eso para dar nombre a una nueva línea? ¡Concubina Real! ¿No? De acuerdo. -Se volvió de nuevo hacia Ethel. – Y la cara de un ángel de Tintoretto. Ese contraste, entre tu busto, que es voluptuoso, y tu rostro, que es un cebo seguro de pureza, puede resultar, creo yo, altamente comercial. Daríamos énfasis a tu cara, y cubriríamos tus pechos con uno de nuestros mejores modelos. A propósito, ¿son más o menos como eran antes del acontecimiento?
– No los he mirado. -Ethel se echó a reír. – Profesionalmente, quiero decir.
– Ven a mi camarote.
– Oh, no, gracias. Gracias, míster Bolt, pero realmente no.
Aquel mismo día, más tarde, Ethel estuvo fantaseando sobre una vida de trescientos cincuenta dólares a la semana.
Al día siguiente se decidió. Primero se lo diría a Costa. Costa era el menos peligroso.
– Me marcho de aquí -le diría-. ¡No es hijo de tu hijo! -le confesaría finalmente. A continuación se lo contaría todo, cerraría los ojos y se lo confesaría. Cuando él dijera: «No lo entiendo», ella empezaría a contárselo de nuevo. Y cuando él dijera: «No te creo», ella lo repetiría. Y cuando él comenzara a palidecer y temblar y dar bufidos, ella se lo diría una y otra vez, y de nuevo, y después le pediría perdón.…¡No! ¡A la mierda! Ella no había hecho nada malo; ¡no pediría perdón a nadie!
Después de Costa, Petros. Ese sí era peligroso.
Entonces ella contaría los hechos a todo el mundo, a cualquiera que deseara escucharla, a cualquiera que se lo pidiera. ¡Qué gran descanso, quitarse ese peso de encima!
Las causas que la habían inducido a obrar como lo hizo, habían sido honorables. Incluso generosas.
Sus actos eran merecedores de agradecimiento. Y no todo lo contrario.
¡Finalmente! Estaba ansiosa para que la verdad saliera a la luz.
Alguien la ganó por mano.