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A quien Costa nunca perdonaría en la vida, era su mujer.
Sólo el hecho de verla, en su nueva independencia, lo ponía furioso. Cuando Noola regresaba a casa, del trabajo, Costa le volvía la espalda. Si Costa estaba en su cuarto cuando ella regresaba a casa, él daba un puntapié a la puerta para que ella oyese el portazo.
Ethel había adivinado los sentimientos actuales de Noola. Pero, ya que Noola había sido influida por la independencia de Ethel, ésta confiaba que ella pudiera sentir finalmente un poco de admiración, hasta un poco de gratitud.
Pero no era así. Noola pensaba que Ethel había destruido a su familia.
Últimamente había hallado un nuevo motivo para odiar a la joven.
Una de las mujeres compañeras de trabajo tenía una prima que cada día dedicaba media jornada para limpiar el apartamento de Petros frente al golfo. Ella fue quien contó a Noola lo que estaba sucediendo.
Noola pensó que ello era un castigo para su esposo. Aceptó la invitación para cenar y pasar la noche con la mujer cuya prima trabajaba para Petros, y llamó a Costa por teléfono para decirle que aquella noche no iría a casa.
– Si te quedas fuera esta noche -dijo Costa-, no vuelvas a casa mañana.
– Lo que tú digas -respondió Noola.
Pero al día siguiente… ¿adonde podía ir? Nadie deseaba tenerla como huésped. Estuvo pensando en buscarse un apartamento para ella sola, o una habitación amueblada cerca de la fábrica, pero no estaba preparada todavía para eso. De modo que no tenía humor al llegar a casa para oír a Costa diciendo que la única mujer que había hecho algo por él en toda su vida era Ethel: Ethel le había dado un nieto.
– Anda, ve a escuchar lo que están contando de ella -respondió Noola.
– ¡No hables más de la cuenta! -rugió Costa-. No insultes lo que ha quedado aquí, ¡puta!
– Es tu querida hija política la puta -dijo Noola. Costa la abofeteó.
– Limpiaré el nombre de ella de tus sucias compañeras de trabajo -dijo, dispuesto a abofetearla de nuevo.
– Es mejor que primero lo limpies de ella misma -replicó Noola.
Cuando Costa la golpeó nuevamente, Noola cayó en una silla y se quedó allí, dispuesta a defenderse del ataque que sabía estaba próximo.
– Yo no vivo contigo -gritó Costa-. ¡Vete!
– Vete tú. ¡Yo hice esta casa tanto como tú! Si no quieres vivir conmigo, vete a vivir a otra parte.
Entonces Noola le contó simplemente lo que había oído decir. Costa dijo que no creía ni una palabra de todo ello; era la malicia femenina la que hablaba, añadió.
– ¿Por qué no está viviendo con Teddy? -preguntó Noola-. Tú sabes que ella debería estar con él; he oído que se lo decías a ella muchas veces. ¿Por qué crees que ella está viviendo aquí?
Costa no respondió. Durante un largo rato estuvo mirándola como si Noola estuviera traicionándolo. Dejó vagar entonces la mirada y salió de la habitación.
Una hora y media más tarde, Noola le oyó hablar por teléfono, ordenando a Aleko que viniera en su auto a la plaza de la villa.
Diez minutos después salía de la casa, llevándose al chico.
Era la última hora de la tarde, la hora en que los ancianos se reunían en el kentron, para chismorrear.
Costa se sentó apartado, en un banco de piedra, sosteniendo al niño en su regazo.
Cuando vio que Aleko se acercaba en el auto, se dirigió hacia él. Abrió la puerta posterior del auto, envolvió al bebé en una manta y colocó la otra en el asiento posterior, acomodando al niño para dormir. Cogió entonces la llave de manos de su amigo y cerró las cuatro puertas.
Cogió entonces a Aleko del brazo y lo condujo al centro del círculo de bancos y arbustos en el corazón del parque.
Se detuvo allí y colocó sus brazos en los hombros de su amigo. El Levendis pudo comprobar que Costa estaba sufriendo desesperadamente.
– Aleko, ¿eres mi amigo?
– Sí, naturalmente. Tú ya sabes eso.
– Pues, dímelo.
– Decirte, ¿qué?
– Cuéntame lo que dicen.
Los hombres de la plaza estaban observándolos.
– No sé de qué me estás hablando -dijo Aleko.
Costa se dejó caer en el suelo, y cogió las rodillas de su amigo entre las manos. Aleko trató de alzarlo, pero Costa parecía haber perdido el control de sus extremidades, como un peso muerto.
– Lo sé -dijo Costa. Estaba sentado en el suelo-. Lo sé -repitió. Miró a su alrededor, a los otros hombres-. Siempre lo he sabido -añadió.
– ¿Sabías qué? -dijo Aleko-. ¡Levántate Costa! -murmuró.
Costa seguía sentado, inmóvil, cabeza gacha.
– ¿Por qué no me cuentas lo que sabes? -preguntó-. ¿No te das cuenta…? Mírame… ahora ya puedes contármelo. Si ya lo sé. ¡Vamos! ¡Vamos!
Oyó que algunos hombres murmuraban en un banco cercano. Uno de ellos, contemplando el espectáculo de un viejo bobo sentado en el suelo, había comenzado a reír.
Costa lo agarró por el cuello. Sacudiéndolo, gritó:
– No es verdad. Todos sois mentirosos. ¡Nunca he confiado en ninguno de vosotros! No sois mis amigos si creéis eso.
– No soy yo quien lo dice -consiguió decir el hombre que Costa estaba sacudiendo-. Ellos lo dicen.
– ¿Quiénes? ¿Dónde?
– Al sur de aquí. En la nueva dársena en Bradenton, allí todos lo comentan.
– ¿Comentan qué? Maldito idiota, dime, ¿qué comentan?
– Ve a preguntárselo. Suéltame… ¡me estás matando!
– ¡No! Es a ti a quien lo pregunto. Dilo. ¡Dilo y entonces te soltaré! ¡Vamos! ¡Vamos! -Le sacudió otra vez.
Otro hombre viejo, hablando tranquila y suavemente desde otro banco, lo dijo:
– Lo que dicen, pues que tu hija se queda cada noche con el chico de Kalymnos, Petros, esa bestia con dinero. Ella es su chica.
Costa soltó al hombre que estaba sosteniendo por el pescuezo, y no lo siguió con la mirada cuando aquél echó a correr.
Costa comenzó entonces a caminar en círculo. Los hombres sentados en los bancos en el centro de la plaza no se atrevían a moverse: no querían atraer la atención hacia ellos.
– ¿Has oído tú eso también, Demosthenes? -Costa murmuró a un hombre viejo con el que simpatizaba. – ¿Lo has oído con tus propios oídos?
– No por nadie de allá abajo, Costa -le dijo-. Nadie lo oyó de allí abajo.
– ¿En dónde entonces?
– El barbero -alguien dijo-. Ve a hablar con el barbero.
El barbero de la ciudad era el lechuguino de la ciudad. Nacido en Kalymnos, había refinado su personalidad durante los cinco años que pasó en Atenas, antes de emigrar a Florida. Era inevitable que repudiara algunos aspectos de la cultura norteamericana. Especialmente, al parecer, los zapatos («para alpinista») porque hacía que se los enviara su tienda favorita de Atenas, zapatos de punta fina, en dos tonos, con tacones, su tipo preferido. No era necesario levantar la cabeza para saber que quien se estaba acercando era el barbero.
El oficio de barbero proporcionaba a este hombre el pan de cada día, y el canto era el alimento de su alma. Tenía voz de tenor, y en las bodas y otras celebraciones cantaba las viejas canciones y guiaba a sus felices clientes por el intríngulis de los bailes griegos que los jóvenes de la comunidad griega no habían aprendido debidamente. A su manera era un líder cultural, y la barbería un centro para las artes del pueblo, entre ellos el cotilleo.
El chismorreo vulgar, naturalmente, no es un arte; hace falta tener una talla considerable para elevarlo a este nivel. El barbero lo hizo. Cuando daba con un tema merecedor de su talento, lo convertía en canción. Sus versos se citaban en todas partes.
A pesar de su altura, poco más de metro y medio, el barbero era también un palicari, un chico fuerte. Sus armas eran sus navajas y sus explosiones de ira, ya que los barberos, como los cocineros, eran propensos a explosiones violentas de carácter. Al parecer, se había distinguido también en la guerra contra Italia. En las paredes de su barbería colgaban mosquetes italianos capturados por él. También allí había otras armas, menos pintorescas, pero más prácticas, aquellas que el barbero utilizaba en otra de sus pasiones: la caza. Entre éstas había un cuchillo sueco de caza con el mango de cuerno de reno. Costa había admirado siempre este cuchillo y algunas veces intentó que se lo vendiera. El barbero había respondido a las ofertas de Costa con el tipo de desprecio que sugería que Costa, en su opinión, no merecía ser propietario de una pieza tan bonita de acero escandinavo.
Por esta razón, así como por otras más instintivas, a Costa nunca le había gustado ese hombre. Ahora, cuando Costa y Aleko entraron en la barbería, Costa no dudó un momento en tirar al barbero por el codo, alejándolo del cliente que tenía en el sillón.
El barbero se ofendió.
– ¿Qué es lo que quieres, tú? -protestó en griego. Había estado afeitando a un norteamericano, un viejo político del Condado.
– ¿Qué es lo que hay para afeitar? -respondió Costa, también en griego, señalando al recaudador de impuestos, que era calvo, tenía un bigote fino y un flequillo en la nuca.
– Vamos, vamos, tengo que hablarte uno o dos minutos.
– Espera hasta que acabe con mi cliente…
– ¡Una mierda espero! Míster, vamos, vayase de aquí, vuelva dentro de quince minutos, ¿de acuerdo, míster?
El viejo fanfarrón no tenía ningún deseo de quedarse allí si el barbero cogía su navaja por otras razones que no fuesen profesionales. Se levantó y echó a correr, buscó una cabina de teléfono y llamó a la oficina del sheriff. El barbero era notorio por sus peleas y escándalos.
– Ahora, cerdo, vas a cantar para mí -dijo Costa- Canta para mí lo que hasta ahora has estado cantando a mi espalda.
– ¿De qué clase de imbecilidad sin pies ni cabeza estás hablando? -preguntó el barbero.
– Sabes bien de lo que estoy hablando, estoy hablando de la esposa de mi hijo. ¿Quién te ha dado a ti el derecho de mencionar su nombre, pequeño cerdo de zapatos puntiagudos?
– ¿Quién me ha dado el derecho? ¿Necesito algún derecho especial para hablar en mi barbería? Este es un país libré, ¿es que todavía no te has enterado?
– Ahora me acuerdo, tú eres amigo de Petros, ¿no tengo razón?
– Yo no soy su gran amigo. Qué demonios, vengo de la misma parte de la isla, pero no soy su primo. Pero déjame que te diga que Petros, en su peor día, es un hombre mejor que tú.
Cuando Costa se abalanzó, centelleó la navaja del barbero. Nadie supo inmediatamente si la navaja había tocado a Costa, pues el corte fue muy fino. Costa agarró al hombre del pescuezo y le golpeaba la cabeza contra el soporte metálico para la cabeza del sillón.
– Ahora, canta, hijo de puta, canta, canta para mí.
– Sí, sí -jadeaba el barbero.
Costa aflojó un poco la presión. Al mismo tiempo colocó su rodilla entre las piernas del barbero, de modo que lo mantenía contra el respaldo del sillón, estirando su cuello por encima del soporte superior.
– Deja que yo lo oiga, que yo lo oiga todo. -Costa sacudía otra vez al hombre.
– ¿Cómo quieres que hable si me estás apretando el cuello? Suéltame, por el amor de Cristo.
– Ten cuidado con la navaja, Costa -dijo Aleko. Se acercó rápidamente y se la quitó al barbero.
Desarmado entonces, el hombre habló.
– No puedo hablar -dijo.
– Puedes hablar. Ahora te entiendo perfectamente. Vamos. El tema de la canción, tu amigo Petros y mi hija. ¡Canta!
– Es verdad. La esposa de tu hijo y Petros. ¡Bum, bum, come su pan! ¡Opa, opa, en su cama! ¿Trabaja para él, verdad? El le da dinero, ella, su trasero.
Cuando Costa salió de la barbería, se apropió del cuchillo sueco colgado en la pared.
Subiendo por la calle, comprobó si estaba bien el bebé en la parte superior del auto. Oscurecía, se acercaba la hora de darle de comer.
– ¿Adonde vamos ahora? -preguntó Aleko.
– Hora de alimentar al chico -dijo Costa-. Vamos a casa.
Al cruzar la calle principal vieron el auto de la Policía que venía por el otro lado a toda prisa, sirena en marcha.
Mientras Costa el joven estaba terminando su botella, la pareja de policías, uno un cracker <strong>[23]</strong> y el otro griego, se acercaron por el porche y llamaron a la puerta.
– Shshshshshshsh… -siseó Costa.
La Policía entró de puntillas en la casa.
Detrás de ellos, Costa vio al barbero.
– El no entrará -advirtió.
El policía que era un cracker habló primero. El se ocupaba de los casos griegos, y el griego se ocupaba de los casos cracker… hasta que topaban con dificultades, y entonces cambiaban la técnica.
– Bueno, míster Avaliotis -dijo el policía cracker-, somos viejos amigos y siento mucho tener que decir que he recibido una denuncia contra usted. Asalto con provocación.
Costa alzó el brazo que había estado debajo del niño. Lo tenía vendado con una tela -parte de una funda de almohada-empapada en sangre.
– Yo también puedo denunciar -dijo Costa.
El policía cracker miró al barbero de pie en la puerta del porche.
– Debería usted llevarlo al hospital -dijo el policía griego a Aleko, que estaba sentado en un rincón de la habitación.
– Si voy al hospital, tengo que explicar en dónde me han hecho esto. Dime, policía, el barbero usa su navaja con enemistad contra cliente, ¿me entiende? Su licencia, etcétera, etcétera, cuéntemelo.
Ambos policías se volvieron y miraron al barbero que había retrocedido hasta el extremo del porche.
– ¿Va a presentar usted cargos? -preguntó el policía cracker.
– El olvida, yo olvido -dijo Costa.
El barbero asintió y comenzó a bajar los escalones.
Entonces el policía griego entró directamente en materia.
– Ahora no debe usted hacer nada -le dijo a Costa en griego-. Prométamelo o yo…
– ¿Tú qué? -replicó Costa en el mismo lenguaje-. Vete de prisa de aquí, antes de que el diablo te coma. Eres griego, has oído lo que ha estado sucediendo. Mi hijo, él, no está aquí. Sabes que yo he de hacer algo, no importa qué, ni yo sé el qué, pero algo debo hacer, es mi deber para con la familia, tú sabes eso.
– ¿Qué es lo que ha dicho? – le preguntó el policía eracker a su compañero griego.
– Ha dicho que el incidente ha terminado.
Costa tenía todavía algo que decir al policía griego antes de que se marchara.
– Cuando estas cosas suceden -dijo-, volvemos al lugar de donde vinimos. ¡Sus leyes de aquí no significan nada! Tú conoces nuestras leyes.
El policía se despidió en inglés, y añadió en griego: -Buena suerte.
Una hora después, aproximadamente, con el niño en el asiento posterior protegido detrás de la reja de su parque plegado, Aleko y Costa se dirigieron al Sur, en el auto. Él cielo estaba oscureciendo, y la carretera densa con el tráfico del final del día.
Aleko detuvo su auto frente a la entrada de la dársena. Llegaba luz desde la oficina y desde algunas de las embarcaciones. De los cruceros habitados provenía un agradable murmullo. La gente estaba cenando.
Dejando a su amigo al cuidado del bebé, Costa caminó lentamente bajando por la rampa hasta la oficina a nivel del agua. Presentaba un aspecto poco impresionante, con su brazo izquierdo en cabestrillo, su estómago demasiado voluminoso, su grueso cabello negro en desorden, su paso ondulado sobre los dedos de los pies; pero parecía que se dominaba a sí mismo totalmente.
No esperaba encontrar a nadie en la oficina.
– Hola, míster Avaliotis -le dijo la mujer de la limpieza.
– Hola, Clem. -Costa sonrió a la mujer. Aparentaba estar, ella diría más tarde, como de costumbre.
Saltó una cuerda y siguió por un muelle estrecho, atajó hasta la vieja embarcación esponjera que Petros había convertido en vivienda. En la bodega se veía una lámpara nocturna.
Tampoco había nadie en la embarcación, pero Costa encontró algunos objetos de toilette de Ethel: una bata, su cepillo para el cabello, un sujetador con cierre frontal colgado para secarse, una caja a medio usar de tampones.
– Esta noche vamos a quedarnos aquí -Costa le dijo a Aleko, de regreso en el auto.
Cuando su amigo se quejó, Costa le sugirió que fuese a un motel. Pero Aleko no quería abandonarlo, y le respondió que se tumbaría en el asiento anterior. Costa dio al joven Costa su biberón, lo cambió, y lo acomodó nuevamente para dormir, cerrando la puerta del auto desde fuera. Se dirigió entonces a la oficina de Petros y se tumbó en el sofá.
La luna menguante estaba torcida.
Los tres durmieron a pierna suelta.
Es difícil conservar el furor después de una noche de sueño. Si la emoción que embargaba a Costa hubiera sido simplemente un enfado, era posible que por la mañana hubiese desaparecido. Pero, esperando en un banco fuera de la oficina, con el sol naciente en el rostro, Costa estaba más que nunca firmemente decidido a proseguir sus intenciones. Lo que él sentía merecía otro nombre… quizá responsabilidad tribal, u obligación hacia su familia. ¡Era deber! Sin embargo, ninguno de los que pasaron aquella mañana por su lado observaron ningún signo de agitación en el hombre.
Petros y Ethel llegaron acompañados del barbero de Tarpon Springs. Este fue quien vio primero a Costa.
– Mira, ya te lo dije -anunció a Petros-. Ya te dije que él estaría aquí.
Petros se volvió hacia Ethel.
– Muy bien -dijo a la joven, que no había dormido-. Ahora ya no puedes posponerlo por más tiempo.
La intención de Petros era cuidar de su negocio de dirigir la dársena mientras su chica tenía la escena con el viejo bobo.
– Tened cuidado, os estoy avisando -murmuró el barbero-. Se llevó de mi tienda el cuchillo, mi cuchillo sueco…
– Oh, vete a casa, ¿quieres? -le dijo Petros al barbero-. ¿Crees que voy a escapar de este embrollo de mierda? – Se volvió hacia Ethel.- Anda, ve -le dijo- ¡ahora!
Costa, sentado todavía, el rostro caliente por el sol, no parecía verlos.
– Primero tengo algo que decirte también a ti, Peetie -dijo Ethel-. Voy a dejarte. Voy a irme de este lugar y voy a dejarte. También lo dejaré a él, pero también te dejo a ti. No voy a quedarme más a tu lado. La pasada noche fue la última noche.
Petros miraba fijamente a Ethel, tan extraordinariamente sorprendido que no sabía qué responder.
– Bueno -dijo Ethel- ¡ya está! Ahora voy a hacer lo que me has dicho. Voy a decírselo a él también.
Lentamente, con paso incierto, vacilante, Ethel caminó por el tablero inclinado hasta aquel viejo que la quería. Se quedó frente a él.
Costa no se levantó. Siguió sentado, con los brazos cruzados, como un juez.
– Lo que están contando sobre mí -dijo Ethel suavemente-, eso… sé que lo has sabido por otras personas y lo siento… pero esas habladurías malintencionadas son habladurías verdaderas. He estado con él, con ese hombre que tú estás mirando… sí, con Petros.
Ethel se volvió. Petros seguía de pie ahí donde ella le había dejado, justamente como ella lo había dejado.
– Ahora acabo de decirle que le dejo -Ethel dijo a Costa-. Pero Teddy… hace mucho tiempo que dejé a Teddy. He fingido por ti. Ahora, algo más…
La expresión del viejo no había cambiado. Parecía estar esperando algo que todavía no había sucedido.
– No sé de quién es -dijo Ethel-. El pequeño Costa, quiero decir. Pero no es de Teddy. ¿Me estás escuchando?
Costa afirmó con la cabeza. Mientras observaba a Petros.
Ella se volvió y vio que Petros estaba caminando lentamente por la pendiente, y detrás de él, seguía el barbero. Ambos actuaban como casualmente.
– Ha habido otros hombres -añadió Ethel-. No sé cuál de ellos es el padre del niño.
El viejo parecía estar tomando el asunto con calma, asintiendo con la cabeza diversas veces.
Ethel podía oír a Petros y al barbero cruzando los pasos de madera detrás de ella.
– Pero si me lo preguntas -Ethel ahora murmuraba-, es nuestro. Es mío y es tuyo. Yo lo hice para ti y no pertenece a nadie más.
El viejo parecía no haber oído. Cuando Petros se acercó más, Costa dejó caer la cabeza.
Parecía inerte, sin decisión.
Petros estaba junto a Ethel en aquel momento y detrás de él venía el barbero.
– Cuando hayas terminado con él -Petros dijo a Ethel en voz baja-, yo quiero hablar contigo.
Miró entonces al viejo.
– Hola, Costa -le dijo.
Costa dio un cabezazo, sin alzar la cabeza. Parecía estar estudiando los zapatos del barbero, puntiagudos y de dos colores.
Petros se encogió de hombros y se alejó. Había sucedido como él imaginaba: sin peligro. Sonrió despreciativamente al barbero antes de irse. Entonces, dando grandes zancadas, se dirigió hacia el golfo por el muelle estrecho. Tenía, o fingía tener, un negocio pendiente con el gran yate al final, en el último embarcadero.
– Ayer me robaste mi cuchillo, tú, hijo de zorra -el barbero le dijo a Costa, que seguía sentado allí, dejándose insultar-. Dame mi maldito cuchillo, tú, viejo ladrón de mierda…
Ethel vio cómo el viejo aligeraba su peso, alzando lentamente una nalga y sacaba de su bolsillo el cuchillo sueco con mango de cuerno de reno. Mientras lo sacaba lentamente del pantalón, torció la cabeza y lanzó una mirada al muelle. Petros estaba aproximándose al embarcadero final, cerca del lugar en donde estaba amarrado el gran yate.
– ¿Quieres decir este cuchillo, barbero? -le preguntó Costa. Y le enseñó el cuchillo.
– Sí. Dámelo.
Costa asintió lentamente. Parecía adormilado, confuso, casi aturdido.
– Muy bien -dijo, mirando la hoja, y al barbero después, y de nuevo hacia donde Petros estaba caminando por el muelle.
Ethel supo entonces lo que Costa estaba esperando.
Petros había llegado al final del paso de madera, al final del cual sólo quedaba el agua del golfo, y Costa emprendió la carrera por el estrecho pasaje a una velocidad increíble.
– ¡Cuidado! -gritó el barbero-. ¡Petros! -Y comenzó a perseguir al viejo que corría. Pero Ethel, exaltada por la súbita acción de Costa, impidió el paso al barbero. Durante unos pocos segundos. Los necesarios para Costa.
Cuando Petros se volvió, se enfrentó a la carga de Costa que lo embestía con la cabeza agachada, vacilante su equilibrio sobre los pies, por el ímpetu de su furiosa acometida. Petros, sin posibilidades de echarse a un lado en el estrecho paso, recibió el golpe.
El barbero abofeteó a Ethel con la mano abierta y consiguió pasar.
Ella se volvió y vio que Costa había arrojado a Petros por el extremo del muelle. Ambos cayeron en el agua, y mientras caían -fue tan rápido que no hubiera podido asegurar que lo que había visto era la realidad- vio que Costa había cogido a Petros con uno de sus fuertes brazos y clavaba sus dientes en la parte delantera de la camisa de su enemigo. Sosteniéndolo de este modo, clavó en su presa que se retorcía la hoja de acero sueco que tenía entre los dedos apretados de su pesada mano.
Después se perdieron de vista, ambos cuerpos, peso muerto, desaparecidos en las aguas del golfo.
Ethel siguió al barbero que corría por el muelle.
De todas partes se acercaron los hombres. Una vez allí, no supieron qué hacer.
Era como estar contemplando dos grandes criaturas marinas. No se podía ver nada de lo que estaba sucediendo entre ellos a causa del remolino del agua del puerto y la nube de arena y lodo que se alzaba del fondo. Algo terrible estaba ocurriendo allí, pero nadie hubiera podido explicar el qué.
La gente se había amontonado al final del muelle. Los hombres se gritaban unos a otros, sugerencias, instrucciones, avisos.
Algunos se prepararon para echarse al agua, otros los retuvieron arriba.
Todos vieron entonces una mancha de sangre elevándose desde el fondo en donde luchaban los dos cuerpos, el oscuro color rojo mezclándose con los nubosos remolinos azulados del combustible de pantoque de la popa del yate anclado.
Ethel vio que Petros luchaba por liberarse, mientras que Costa, en su elemento, aquel elemento que él conocía muy bien, y que no temía, acuchillaba una y otra vez al hombre más joven que él.
Costa salió del agua, soplando y jadeando, con el cuchillo en la mano.
Buscó a Ethel, la encontró.
Costa quería, por encima de todo, que Ethel fuese testigo de lo que él había hecho. Era su respuesta a los actos de Ethel. Se encaramó al muelle. Agotadas sus fuerzas, se puso de pie lentamente.
Desde todos los lados, los hombres saltaban al agua.
Otros intentaron detener a Costa, pero los amenazó con su cuchillo. Sabían que Costa era capaz de cualquier cosa porque no temía a nada.
Sacaron a Petros.
Estaba en estado de shock, sangrando por múltiples heridas. No le quedaban fuerzas para luchar.
Lo tendieron en los tablones manchados de sangre en donde se había limpiado tanto pescado.
A la cabeza del paso, desde la oficina de la dársena, esperaba el «Chevrolet», con la puerta abierta y el motor en marcha. Costa tambaleándose primero y finalmente sobre sus rodillas y manos, se encaramó dificultosamente hasta el asiento de delante.
Lo último que Ethel vio fue al viejo volviéndose para mirar al niño que iba en la parte posterior. El auto se marchó después.
Petros sangraba por muchos cortes. Pero una rápida inspección en el hospital puso de relieve que la peor herida había sido la inferida en su orgullo.
Petros evitó dirigir la mirada a Ethel.
La Policía fue en busca de Costa. No estaba en su casa. Su esposa, Noola, dijo que no tenía ni idea de dónde podía estar y la Policía la creyó.
Fueron entonces en busca de Aleko el Levendis. Su esposa les dio una pista.
– Miren en casa de mistress Achuica, en Clearwater -les dijo.
Allí encontraron a Aleko desayunando tranquilamente y estudiando las carreras de caballos del Times de Saint Petersburg.
Aleko recibió cordialmente a los policías.
– No sé dónde está -dijo.
– ¿No era usted el que lo llevaba en el auto?
– Lo dejé frente a su casa.
La Policía no creyó que Aleko estuviera diciendo la verdad.
Sentada en la ventana, dando de comer a un bebé, estaba mistress Achillea. Uno de los policías aventuró una suposición.
– Sí -dijo el Levendis-, me pidió que trajese aquí al chico.
El niño parecía tranquilo bajo los cuidados de mistress Achillea.
– Los policías consultaron entre ellos.
– Sabe dónde está Costa -el policía cracker indicó a Aleko.
– Seguro que lo sabe -respondió el policía griego-. Pero, ¿qué podemos hacer?
– Podemos obligarlo a hablar. Hay modos de conseguirlo.
El policía griego miró al Levendis, que les estaba ofreciendo café, huevos, tostadas, mermelada… cualquier cosa excepto información.
– Hablaremos con usted más tarde -dijo el policía cracker-. No salga de viaje sin avisar.
– Estaré en el hipódromo -dijo el Levendis-. ¿De acuerdo?
La Policía se dirigió al apartamento de Ethel. La encontraron en la cama, vestida para salir de viaje. En el suelo, a medio hacer, había una gran maleta de viejo modelo.
– ¿Dónde piensa usted ir, mistress Avaliotis? -preguntó la Policía.
– No lo he decidido todavía -respondió ella.
Ethel quería tener las últimas noticias sobre Petros. Uno de los policías salió para llamar al hospital.
– Si descubre usted dónde está Costa -Ethel dijo al otro, el griego-, dígamelo.
– ¿Dónde podría estar?
– ¿Preguntaron a Aleko?
– O no lo sabe o no lo quiere decir. Al pequeño de usted, lo he visto allí. Con mistress Achillea, en Clearwater. ¿Conoce usted a esa mujer?
Ethel no respondió.
– Está cuidando bien del niño -dijo el joven policía-. No se preocúpe por tanto.
Ethel lo miraba fijamente.
– ¿Va a venir su marido?
– Está en el mar.
El policía griego continuó haciéndole preguntas, pero tuvo que repetir algunas.
– ¿Oye usted mal? -le preguntó.
Ethel había escrito notas a cada uno de los principales. Las notas estaban esparcidas sobre una mesa redonda, junto a la ventana de la alcoba, iluminadas por los rayos de sol.
El policía miró a quién estaban dirigidas.
– ¿Le importa? -preguntó señalando las cartas.
– Haga lo que quiera -dijo Ethel. No se había movido de la cama.
Cuando el policía griego, un muchacho sentimental, las hubo leído, miró a Ethel con piedad.
– Es mejor que las disimule -dijo-. Si él las lee -podían oír al policía cfracker que subía la escalera- podría ser que la llevara a la comisaría para ser interrogada.
– Haga lo que quiera -repitió Ethel.
El policía tapó las cartas con una revista, justo en el momento en que su compañero entraba en la habitación.
– No está en la lista de ios casos graves -dijo el policía cracker. Esperó que Ethel dijera: «Eso está bien», pero ella no dijo nada.
– Bien, mistress Avaliotis -dijo el policía cracker-, será mejor q ue no salga usted de la ciudad durante un par de días.
No supo qué decir más.
<a l:href="#_ftnref23">[23]</a> Miembro de la clase baja entre la población blanca al sur de los Estados Unidos. (Nota del Traductor.)