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Vestida para emprender un viaje, insegura de adonde o cuándo, Ethel Laffey se quedó sentada junto a la ventana, mirando a través de la neblina de calor a los postes de telégrafos a igual distancia de separación y a las señales luminosas del motel en la lejanía: LIBRE… LIBRE.
Cuando le entró temblor, no por el frío, sino por el miedo, se metió en la cama tal como estaba, completamente vestida. Cubriéndose con una manta, se encogió como solía hacer en sus años de adolescencia cuando se sentía sola y sin esperanzas.
Había vivido más de veintidós años y nunca, anteriormente, había estado tan cerca de aquel tipo de violencia: aquellos dos hombres habían reñido a matar y ella era la causa. Se engurruñó todavía más, las rodillas tocándole la barbilla.
En la cómoda, metida entre el marco del espejo y el cristal, vio las «Polaroids» que Teddy había tomado de su hijo. El bebé miraba a la cámara con una expresión igual a la que tan a menudo la había mirado a ella. Acusadoramente.
¿Podía realmente dejar este niño con el viejo que había visto salir del agua dificultosamente, con un cuchillo en la mano y la frente empapada de fuel y sangre?
Pero, ella había prometido a Costa que el niño era para él.
Se echó a temblar nuevamente.
Decidió aliviarse con un baño y dejó correr el agua tan calienta como podía soportarla.
Ed Laffey le había contado que halló a su esposa en la bañera en donde había permanecido tanto tiempo que el agua ya estaba fría. Había tenido que sacar a Emma sosteniéndola en los brazos, un peso muerto.
«Me pregunto dónde está Ed ahora», pensó Ethel.
Pero Emma no tenía razón alguna para seguir viviendo, no tenía hijo, ni esposo, ni suficiencia, ni interés, ni talento para el placer. Emma tenía que morir antes de poder expresar sus verdaderos sentimientos.
Ethel se incorporó y salió del baño. El agua caliente había hecho afluir la sangre debajo de la piel. Su cuerpo estaba rosado. Con una toalla enjugó el vapor del espejo colocado en la puerta del cuarto de baño, y se miró. No se encontró ningún cambio, ninguna marca de tirantez en el vientre allí donde Costa había frotado el aceite de oliva, sus pechos sin ninguna disminución, ningún signo de decaimiento. Su cuello era firme y suave, sin ningún vello. Ningún signo descubría su reciente preñez.
– Eres bella -se dijo.
Su voz era desafiadora; se estaba impacientando consigo misma. ¿Por qué demonios la proposición de Robín Bolt tenía que causarle tanta repugnancia? A Ethel Laffey, ¡que había estado en la cama de Julio el metalúrgico! ¡Trescientos cincuenta dólares semanales hubieran cambiado su vida!
Decidió vestir algo diferente, un modelo atrevido, vistoso, recién llegado de la tintorería. Haciendo una pelota con el papel de seda lo arrojó a la papelera al otro lado de la habitación. El vestido estaba confeccionado a su medida; ponérselo la hizo sentir mejor.
Decidió recoger sus cosas de la oficina y del apartamento con vistas al golfo. Eso sería un primer paso. Hacia cualquier lugar.
Antes de salir miró las cartas que tenía encima de la mesa y las rompió. Esta vez no iba a dejar notas detrás de ella. Iría al hospital a ver a Petros, encontrarse con Noola y afrontar su desprecio, seguir la pista a Costa y encararse con su ira. Haría frente al castigo.
Al salir, la luz la deslumbró. Hacía tanto calor que la zona parecía estar cubierta por una neblina. Tuvo dificultades para concentrarse en la carretera y en los autos que le venían de frente. Conectó la radio para mantenerse alerta y la cerró después, temerosa de lo que pudiera oír.
Metió la llave en la cerradura del apartamento frente al golfo, pero no consiguió darle la vuelta.
– Míster Kalkanis envió a alguien para que cambiara el cilindro -le dijo el conserje- hará una media hora. Sí, yo tengo una llave pero el hombre me ha dicho que no debía entregarla a nadie. Lo sé, señorita, lo sé. Lo siento.
En la dársena vio a míster Bolt, envuelto en una bata a rayas verdes, desayunando solo bajo el toldo que daba sombra a la cubierta posterior. Estaba leyendo el periódico de la mañana, y claramente se veía que no deseaba ser molestado. No muy decidida a dar aquel paso, Ethel se sintió aliviada.
La oficina parecía abandonada. Rápidamente metió todo lo que había en su escritorio en una bolsa de la compra. Al hacerlo, se dio cuenta de la presencia del contable de Petros, un griego de Alejandría, de piel morena, que la miraba desde el umbral de la puerta.
– Recojo mis cosas -explicó.
El no respondió, y le dio la espalda mientras ella se iba.
Ethel comenzó a dirigirse hacia el Sara para hablar con míster Bolt. Pero, en aquel momento, míster Bolt estaba rodeado por sus amigos, todos charlando y riendo. No era el momento oportuno, decidió Ethel. Se iría en el auto a Clearwater, vería a su hijo, y volvería al Sara dentro de una hora.
El Levendis estaba dormido, le dijo a Ethel mistress Achuica.
– La noche pasada, en medio de la cena -contó-, el Levendis dejó caer la cabeza sobre la mesa y eso fue sus buenas noches.
– Ha estado bajo mucha tensión -explicó Ethel.
– Ha sido terrible -dijo mistress Achillea- esa tensión.
– Sólo quiero hacerle una pregunta -dijo Ethel-. Por favor, despiértelo.
Mistress Achillea estaba a punto de negarse, pero recordó la primera visita de Ethel y el Dalla Sua Pace de Mozart, y cómo, mientras ella cantaba la última nota, se había vuelto hacia Ethel y la joven había dicho algo que nadie hubo dicho antes, que Aleko y ella formaban una bella pareja y nunca debían separarse.
De modo que gritó:
– ¡Alekooooo! ¡Oh, Aleko, corazón mío!
La respuesta, cuando llegó, fue un gruñido.
– ¿Qué es lo que quieres ahora, por amor de Dios?
Mistress Achillea sonrió tiernamente.
– Mi ángel se ha despertado -murmuró a Ethel-. Ethel ha venido a verte, querido mío -gritó. Y continuó, bajando la voz-: De todos modos, algo bueno ha salido de todo esto. Es la primera vez en ocho años que ha dormido aquí toda una noche. ¡Imagínese! ¡Estos griegos! Y su esposa ha dicho… ¿Me estás escuchando?
– Sí.
– Que no va a aceptarlo de nuevo. Me ha llamado una amiga para decírmelo. Tú has cambiado mi suerte.
Aleko salió envuelto en un albornoz, de vistoso color naranja, que pertenecía al hijo adolescente de mistress Achillea. En la espalda se leía impreso: EQUIPO DE NATACIÓN.
– Te diré la verdad, Ethel -le dijo en respuesta a su pregunta-. Sé dónde está. Pero me pidió que no lo dijera a nadie.
– Sólo a mí -suplicó Ethel-. Voy a irme para siempre. Dímelo a mí y a nadie más.
– Especialmente no debo decírtelo a ti -respondió él -. Perdóname, no deseo herirte.
– Si no quieres herirla, ¿por qué la hieres? -dijo mistress Achillea-. Mira lo que le has hecho. Mira su cara.
El Levendis alzó la voz a ese nivel autocrático innato en todos los hombres griegos desde su nacimiento.
– Cuida de tus asuntos, mujer, o me volveré a casa.
– Me gustaría ver al niño antes de marchar -dijo Ethel. -Está en el patio posterior -dijo mistress Achillea-. He pedido prestado un cochecito a mi vecina. -Acompañó a Ethel por la puerta de la cocina.
– ¿Dónde vas a ir ahora? -se lamentó el Levendis-. Me has despertado, y ¿dónde está mi café? Una tostada, o algo, por el amor de Dios…
– Voy corriendo para que calle -dijo mistress Achillea.
El rostro del niño estaba al sol. Ethel dio la vuelta al cochecito. Con el movimiento, el niño abrió los ojos y miró firmemente a su madre bajo los pesados párpados, cerrándolos después de nuevo con un ligero suspiro.
¿Cómo podía abandonar a este niño? No importaba lo que hubiera dicho antes a Costa. Aceptaría el maldito trabajo de míster Bolt, iría a Nueva York, encontraría un apartamento, lo amueblaría, lo embellecería, y cuando encontrase una niñera que pudiera cuidar del chico, volvería y se lo llevaría.
Mistress Achillea había vuelto junto a Ethel.
– ¡Ese Aleko! -exclamó-. Pon algo en su boca, y se está tranquilo. Igual que un bebé.
Una al lado de otra, en silencio, ambas admiraron al bebé.
– Es una belleza, sí señor -dijo mistress Achillea-. Y un chico también, gracias a Dios. Se parece enteramente a su padre.
– Enteramente -respondió Ethel.
«Podría suceder así -pensó Ethel-. Puede comenzar en seguida a cobrar tu salario», había dicho míster Bolt. Si lo decía de nuevo…
– Dime -preguntó mistress Achillea-. ¿Teddy no lo ha visto todavía?
– Naturalmente, cuando fue bautizado.
– ¡Debió de sentirse tan orgulloso! -añadió mistress Achillea-. Este muchacho es un lokoum, hecho de miel. Oh, cuánto me gustaría que fuese mío…
Ethel miró cuidadosamente a mistress Achillea,
– ¿Realmente? -le preguntó.
– ¡Mira cómo sonríe! ¿Qué secreto le hará sonreír?
– Nunca lo sabremos -comentó Ethel.
El bebé hizo un ruido.
– Está soñando -dijo Ethel.
– Sí, ¡está soñando! Sueños muy importantes. Como si tuviera preocupaciones de negocios. Pero es tan buen chico; nunca llora.
– Todavía no ha tenido motivos para llorar, ¿no es así? -dijo Ethel.
Sí, pensó… si míster Bolt repetía su oferta, a lo mejor ella podría hacerlo mañana mismo, llevarse el chico sin más.
– Cuando le salgan los dientes -decía mistress Achillea-, entonces lo vamos a oír.
Maldita sea, ella debía eso al niño. Era su hijo y ella le había dado un mal principio de vida. ¡Tenía que compensarlo por ello! No debía hacer al niño lo que otros habían hecho con ella.
– Sécate los ojos -le dijo mistress Achillea-. Aleko se acerca. Toma. -Sacó un pañuelo de celulosa del bolsillo de su delantal, se volvió y gritó:- Aleko, amor mío, tráeme un cigarrillo, hazme este pequeño favor. Están en el dormitorio.
– Ya lo has visto, Ethel -dijo el Levendis mientras regresaba hacia la casa-, su verdadera intención es convertirme en un sirviente.
– ¿Por qué lo llamáis el Levendis? -preguntó Ethel mientras utilizaba el pañuelo-. ¿Vive para el placer únicamente? Siempre parece tan preocupado.
– Preocuparse, ése es su placer. ¿Por qué te has echado a llorar de repente?
– Lo contrario de él. Lloraba porque, de pronto, me he sentido feliz.
– Lo que no comprendo, y perdóname, es que puedas renunciar a este niño. Alguna pequeña bestezuela, bueno, no soy una boba con respecto a niños. ¡Pero éste! Míralo cómo sonríe otra vez. Como si tuviera un secreto.
– Lo tiene -dijo Ethel. Miró hacia la casa. Aleko no se veía por parte alguna-. ¿Puedo confiar en ti? -preguntó.
– Si se trata del niño, puedes.
– Quiero que te lo quedes aquí todo un día. No dejes que salga de tus manos, suceda lo que suceda. Encuentra algún motivo. Inventa lo que sea. Yo volveré mañana y me lo llevaré. ¿Harías eso por mí, mistress Achillea?
– Con tristeza por perderlo, con alegría porque creo que vas a hacer lo que es debido. Me llamo Anthea.
– Anthea. Tengo algunas cosas que hacer, y entonces…
– Vuelve Aleko -susurró mistress Achillea-. No tienes que decir nada más. Yo guardaré al niño contra quien sea.
– No se lo digas a Aleko.
– No le cuento nada importante.
– ¿De qué estáis hablando? -preguntó el Levendis cuando se aproximó-. Las mujeres siempre estáis murmurando.
– Bobadas de mujeres -respondió Anthea-. Nada.
– Una persona no murmura sobre nada -la corrigió el Levendis-. Ni una mujer hace eso. ¿Qué es lo que estabais diciendo que yo no podía escuchar?
– Que tienes miedo de Costa Avaliotis.
– Eso es razonable. Ese hombre está loco. Por otro lado, yo no le tengo miedo. Yo no tengo miedo de nadie.
– Cuando él te llama, tú ya corres con tu «Chevy».
– Calla, mujer, o a fe de Dios, que me voy a casa.
– Anthea, me voy -dijo Ethel-. Acompáñame hasta el auto.
Cuando cruzaron el portal del jardín, Anthea pasó su brazo alrededor de la cintura de Ethel, en demostración de afecto, y Ethel devolvió la caricia dando las gracias. Justo antes de que Ethel pusiera en marcha el auto, Anthea se inclinó y la besó.
– Ten cuidado -le dijo.
Regresó entonces al patio posterior, se sentó junto al cochecito, y espantó una mosca que había en la red.
El Levendis habló:
– Habrás notado que ni tan siquiera ha cogido al chico -dijo-. Ni una sola vez en los brazos. ¡Estas mujeres norteamericanas! ¡Corazones de hielo! Una gata se preocupa más.
El Sara se había ido, el embarcadero estaba vacío. Nadie, entre los que Ethel preguntó, sabía adonde había ido o cuándo regresaría.
– Como las aves -se tranquilizó Ethel-, todas las embarcaciones vuelven a puerto.
Pero mientras contemplaba el rectángulo de agua sucia en donde había estado el Sara, comenzó a dudar.
En el pasillo del hospital se encontró nuevamente con el contable de Petros. El hombre giró la cabeza, y cuando ella se alejaba de su lado, gritó con voz histérica.
– ¡Enfermera! ¡Enfermera! -La enfermera que pasaba en aquel momento se volvió. – Petros no quiere verla. -El contable señaló con el dedo a Ethel.
– Pero yo sí quiero verlo a él -dijo Ethel -. Enfermera, por favor, entre en esta habitación y pregúnteselo. Dígale que es Ethel. Ethel.
¡Ethel! ¡Ethel! A la mañana siguiente de la primera noche, hicieron otra vez el amor y Ethel recordaba que Peetie le había pedido que pusiera los brazos alrededor de su cuello, y sentada, Petros la había levantado de tal modo que ella estaba a caballo encima de los fuertes muslos de él. En esta posición, y él todavía dentro de ella, Petros se había incorporado de la cama, con las manos debajo de ella, sujetándola fuertemente contra él, y la llevó hasta el espejo.
– Mira bien -había dicho-, para que nunca olvides a quién perteneces y cómo van a ser las cosas de ahora en adelante. Mira y recuerda.
Ella miró y pensó que la imagen en el espejo resultaba grotesca, incluso ridicula, pero cuando miró la cara de Petros y se dio cuenta de cuánto significaba para él poseerla, Ethel se mantuvo allí donde él la tenía, y no sonrió.
– Ethel -había dicho él-. ¡Ethel! ¡Ethel! -como si ésas fuesen las únicas palabras que conocía.
– No quiere ver a nadie -dijo la enfermera al regresar.
– Dígale la verdad -dijo el contable-. No quiere verla a ella. No a nadie. A ella precisamente.
Dando una rápida vuelta alrededor del hombre, Ethel entró en la habitación de Petros, y deseó no haberlo hecho. Sus heridas no eran profundas pero sí numerosas. El único vendaje descolorido alrededor de su cuello era lo menos importante. A través de un tubo se estaba introduciendo en la corriente sanguínea de Petros un antibiótico en una solución estéril. Después de todo, había sido un cuchillo usado para despellejar animales. Dos heridas, abiertas todavía, estaban cubiertas con gasas y medicamento, y sangraban. El cuerpo de Petros estaba sujeto a la cama para que no pudiera moverse y desplazar alguno de los vendajes.
El contable entró detrás de Ethel y comenzó a tirar de ella para sacarla, pero un gesto de la mano libre de Petros le ordenó que la dejara.
Petros entonces indicó a Ethel que se acercara, y cuando ella lo hizo, que se inclinara hasta su boca de modo que él pudiera hablarle.
Ella se inclinó, muy cerca, y murmuró:
– Procura perdonarme, Peetie, por favor, intenta perdonarme.
Ella lo miraba directamente a los ojos cuando él le escupió en la cara. Después de lo cual siguió mirándola en silencio.
Ella continuó con la cabeza inclinada, aceptando el castigo.
La enfermera, que había estado vigilando desde la puerta, acompañó a Ethel hasta fuera de la habitación.
En casa de Costa, no había nadie. Ethel, sintiéndose de nuevo como una extraña, esperó a Noola en su auto durante dos horas.
Noola vio a la joven, pasó por su lado y entró en la casa.
Al cabo de unos minutos, Ethel se obligó a cruzar el destrozado pavimento, a través de los arbustos y las plantas que Costa había trasplantado de la tumba de su padre.
La puerta estaba cerrada. Ethel llamó.
Oyó pasos en zapatillas. Oyó que se detenían.
– No puedes entrar -le dijo Noola gritando a través de la puerta.
– Sólo un minuto, Noola, por favor.
Noola abrió la puerta, sin esperar preguntas o excusas.
– Ahora ya sé lo que siempre supe -dijo, y cerró la puerta.
– ¿Dónde está Costa? -gritó Ethel-. Quiero hablar con él. Un minuto solamente. Para decirle adiós. Entonces no me verás nunca más.
– Has destrozado a todos los de aquí -dijo Noola. Y también pasó el pestillo violentamente.
A la misma hora, aquella misma tarde, Teddy regresó de su misión en el mar. Dejó caer su maleta en el portaequipaje de su «Pinto» y, en vez de ir a su alojamiento, se dirigió a casa de su amiga Betty. Betty no estaba, pero tuvo un presentimiento de dónde podría hallarla. Estaba en la lavandería del barrio.
– Vamos a casarnos -le dijo mientras regresaban a casa de ella-. Para citar a mi viejo: «He decidido por los dos.»
Betty, tan cuidadosa y controlada como Teddy, se quedó sorprendida ante el atrevimiento. Pero sabía que era el momento de besarlo.
Decidieron concederse un final de semana en la playa próxima de Ponte Vedra. Encontraron una bonita habitación con ventana que daba al agua. El motel, construido con argamasa coquina [24], relucía con su color rosado bajo el sol de la tarde. Cogidos de la mano, caminaron por la playa al atardecer. Después se fueron a la cama.
Ethel pasó aquella noche lavando su ropa interior y las medias, y lavando también su cabello, recogiendo sus cosas en la enorme maleta de antiguo modelo que Emma había dejado. Eran más de las once cuando terminó. Decidió ir a la dársena. Si el Sara entraba aquella noche, ya habría llegado.
Bajando la amplia rampa de entrada, sintió la humedad y el frío que en la oscuridad desprendía el agua. Cuando llegó a la esquina de la oficina vacía, vio que el Sara estaba amarrado en su embarcadero. Las luces de noche, de proa y popa, estaban encendidas, y de los ojos de buey salía resplandor. El barco estaba absolutamente quieto.
Ethel sabía que aquél era un mal momento. Vaciló, caminó un poco, se paró, y siguió caminando hasta llegar al costado de la embarcación. Oyó un murmullo. En una amplia tumbona de cubierta vio lo que parecía ser dos personas, cubiertas con una manta. Totalmente absortas, una con la otra, no habían notado la proximidad de Ethel.
Sus ojos adaptados ya a la oscuridad, Ethel distinguió dos formas humanas, pero una sola cabeza, la de un muchacho joven que no había visto anteriormente. Alguna especie de juego amoroso se desarrollaba en cubierta; Ethel tenía una idea clara de lo que podía ser. Dio la vuelta y comenzó a alejarse.
– ¡En, tú! -el muchacho la había visto-. ¡Tú! ¿Qué es lo que estás mirando?
La cabeza escondida salió a la vista. Era Robin Bolt.
Ahora que la había visto, era tan imposible alejarse como quedarse allí. Además, si se marchaba al día siguiente, ésta podría ser su última oportunidad. El Sara quizá saldría otra vez por la mañana.
Retrocedió y se acercó otra vez al barco.
– Míster Bolt -dijo Ethel-. Lo siento.
– ¿Quién es? -preguntó Bolt a su compañero.
– Una mujerzuela -dijo el muchacho-. ¿La habías citado o algo parecido?
– No sé quién es -dijo míster Bolt.
– Es Ethel, míster Bolt, Ethel Avaliotis, ¿se acuerda?
Ethel pudo ver que ambos estaban muy borrachos, sin coordinación en sus movimientos, y el muchacho cayó por el costado de la tumbona cuando trató de ponerse en pie. Al incorporarse no se ajustó la ropa.
– ¡Vete de aquí, maldita zorra! -exclamó agitando los brazos-. ¡Ve a mover el culo a otra parte!
– Sólo un par de cosas, míster Bolt -suplicó Ethel.
– Vete, viejo coño de mierda -dijo el muchacho- a buscar tu pitanza a otra parte.
– ¿Ethel? -preguntó míster Bolt, y su habla era confusa y arrastrada-. ¡Sí! ¿Mistress, qué? Algo. ¿Es que no sabes hacer otra cosa que molestar a un hombre en su tiempo libre?
Viendo que Ethel no se movía, el muchacho cogió un taburete de mimbre y se lo arrojó.
– ¿Qué es lo que haces, Andy? -preguntó Bolt, riéndose. Parecía deleitarse ante la extravagante exhibición de celos del muchacho.
– Estoy echándola de aquí. ¡Vete, vaca vieja!
Cogió la mesa de mimbre, la sostuvo sobre su cabeza, balanceándola, y corrió entonces hasta la barandilla y la lanzó contra Ethel. Pero su puntería era insegura y la mesa cayó al agua.
Bolt reía sin poder contenerse. El salvajismo del muchacho lo fascinaba.
Ethel siguió inmóvil, esperando. Las mejillas le ardían. -Vamos, Andy -dijo Bolt-. Hace frío aquí fuera. -Tomó al muchacho de la mano y tiró de él hacia una puerta. – Andy, vamos he dicho, déjala sola. -Andy estaba buscando algo más para arrojarlo a Ethel.- Es una buena chica. Vamonos ahora.
– Que se joda -dijo Andy mientras finalmente se cubría un poco-. Estaba allí mirándonos y no sé cuánto rato haría.
– ¿Y qué? -dijo Bolt-. No es la primera vez que esto te ha sucedido. Vamos.
Y se fueron. Ethel no se alejó.
Estaba avergonzada de sí misma, suplicando de ese modo, humillándose, para conseguir aquel trabajo nauseabundo. ¿Es que su futuro dependía realmente de algunas palabras casuales, de una observación lanzada al azar por Robin Bolt? ¿Es que su vida dependía de aquel hilo?
Cogió el taburete de mimbre y lo arrojó contra la única ventana de cubierta que estaba iluminada. Subió entonces corriendo a cubierta del Sara, cogió una gran bandeja de plata con vasos y hielo, bebidas y coctelera, corrió hasta aquella ventana iluminada y estrelló la bandeja contra el cristal.
Desde dentro se oyeron gritos de indignación.
Ethel salió de la embarcación a todo correr, cruzando la pasarela, por el lado de la oficina y hasta la ancha rampa de entrada.
Estaba furiosa, no contra Bolt y su muchacho, sino contra ella misma.
Estaba rabiosa. ¿Por qué se había valorado tan bajo?
Demonios del infierno, era una buena secretaria. ¡Los hombres para los que había trabajado en aquella compañía mexicana de productos químicos habían luchado entre ellos por obtener sus servicios!
No quería el maldito empleo de Bolt. No tenía por qué comerciar con sus pechos como tampoco tenía por qué comerciar con su trasero. Estaba capacitada.
Entró en su auto y cerró de un portazo.
¿Era Arturo acaso más listo que ella? Arturo era un chiquillo, ¡un muchacho malcriado!
¿Petros? ¿Más listo que ella? Y un cuerno. Más astuto, quizá. Más duro. Sí… eso, sí. Pero ella ya conseguiría hacerse más sensible. Después de haber dado vueltas todo el día, y de recibir portazos en la nariz, ser despreciada y expulsada, maldita sea, tendría que ser mucho más insensible, y con toda rapidez.
Puso toda la marcha.
Que revienten todos. ¡Grandes y pequeños!
La ira le hizo correr rápidamente la sangre. Era vino en sus venas. Hizo marchar el auto con la misma rabia que ella sentía.
Se dirigió hacia la carretera principal y tomó una cierta dirección sin saber por qué.
Aquella noche, después de hacer el amor, Teddy le habló a Betty del resentimiento que Ethel le producía y que él había ahogado siempre.
– Siempre he vivido en tensión desde que la conocí -dijo Teddy-. No puedo recordar ni una semana tranquila, ni un día realmente tranquilo. Tal como es ahora, aquí, con el mar ahí fuera. Se está tan bien y tranquilo aquí contigo, junto a mí, respirando suavemente. Esto es lo que yo he deseado siempre -Betty se incorporó ligeramente y lo besó con simpatía. – La vida con ella era una crisis constante, siempre en aumento, y de repente murrias, y arrebatos misteriosos y esas desapariciones sin pies ni cabeza. ¡Cristo, todavía no he logrado saber cómo es realmente esa chica!
– Pero, honradamente, Teddy -dijo Betty-, alguna vez debiste de estar loco por ella. Es tan condenadamente bonita en esa fotografía.
– Una vez, sí -admitió Teddy.
– ¡Y tan sexy! Vamos, Teddy, ya puedes contármelo. Esa parte ha de haber sido fantástica.
– También de eso tuvo demasiado -dijo Teddy-. Sexo supercargado. Eso no es amor. Eso es una especie de cosa neurótica, que la corroía. No se puede satisfacer a una chica sin juicio. Yo quiero una vida normal. ¡Ordenada! Como, por ejemplo, saber dónde podía encontrarte hoy: en la lavandería. ¡Eso fue maravilloso!
Betty le dijo que ésa era también la clase de vida que ella deseaba. Y ahora, ¿le gustaría a Teddy tomar una agradable taza de té? Ella traería las bolsitas de té y su pequeño calentador de serpentín.
– Es gracioso -comentó Teddy mientras sorbía su té de menta-. Ahora que ya he roto con ella, ahora sé cómo debiera manejarla.
Y levantó un puño.
La radio del auto estaba sintonizada en su emisora favorita. Emitían los Difuntos agradecidos.
La voz de Ethel ahogó el rock y el sonido del motor rugiendo.
– ¿Qué te he hecho yo de malo a ti, Peetie? -gritó como si estuviera frente a él-. En primer lugar, yo no quería enredarme contigo, maldita sea. -Sacudió el volante. – ¡Me acorralaste y acorralaste! Yo nunca te dije «te amo», ¿no es así? Tuve mucho cuidado con eso, fui honrada. Desde el principio te dije que sólo sería para una temporada. Eso fue tu idea, esa escena de para-siempre-jamás en el espejo. ¿Con qué derecho me has escupido en la cara como lo has hecho? Deberías darme las gracias en vez de escupirme. -Golpeó el volante. – Y tú, Noola, ¡vieja bruja miserable! ¡Cerrando la puerta en mis narices! ¿Qué demonios querías decir… que ahora ya sabías lo que siempre supiste? ¡Yo te di la idea de trabajar! ¡Te dije que un cheque semanal te convertiría en una mujer libre! ¿Con qué derecho me odias? Y Costa, tú por ahí, diciendo a la gente que no quieres que yo sepa en dónde estás. Yo te di lo que tú más has deseado en el mundo. ¡Lo que tu hijo no podía darte! Lo intenté con Teddy, Dios lo sabe, ¡lo intenté! Fue sólo por ti, Costa, sólo por ti. Porque yo te amaba. Más que a nada en el mundo, yo te he amado a ti. Y todavía te amo, solamente a ti…
Ethel oyó entonces la sirena. El agente era un hombre apuesto, instalado cómodamente en una pesada moto de color negro. Ella lo había visto siguiéndola algunos centenares de metros atrás, pero no había hecho caso.
Ethel detuvo el auto. Tomándose su tiempo, el policía se acercó a la ventanilla del auto.
– ¿Puedo ver su permiso de conducción, por favor? -preguntó con voz de tono sorprendentemente suave.
– Está aquí. -Ethel le entregó el bolso.
– ¿Le importaría buscarlo usted misma, señorita, y entregármelo?
– No puedo… ¿No lo ve usted? No puedo.
El policía de la motocicleta contempló la cara alterada y surcada de lágrimas de Ethel. Probablemente drogada, pensó. Había visto centenares como ésta. ¡Lástima de chica linda!
– No nos está permitido hacer lo que usted me pide -dijo-. Tómese su tiempo, señorita; no tenemos ninguna prisa, ¿no es así? Busque su permiso y echemos una ojeada.
Su voz la tranquilizó. Ethel buscó en su bolso hasta que encontró la cartera plana de color negro y la abrió para el agente.
– Estaba pasando de los noventa kilómetros -dijo el agente mientras examinaba el permiso-. Debería castigarla con una multa, pero ya tiene usted bastantes problemas. ¿Es usted la joven mezclada en ese asunto de cuchillo de la dársena?
– Sí. ¿Ha dicho usted que puedo irme?
– Yo solía amarrar mi cacharro por allí y tuve algunas agarradas con ese viejo griego cuando era encargado del muelle. -El agente seguía conservando el permiso de conducción de Ethel. – Hablo de ese viejo que acuchilló a míster Pete Kalkanis. Quiero decirle que…
– ¿Va usted a ponerme una multa, o no?
– Era el tipo más arrogante, el viejo más estúpido que yo nunca había… Tuve el presentimiento de que algún día haría alguna cosa como lo que ha hecho. Espero que le den lo que se está mereciendo. Pero no lo harán. ¡La justicia en este país actualmente está desquiciada!
– ¿Quiere darme de una vez el papel de la multa y callarse? De pronto Ethel puso en marcha el auto, apretando la palanca de las marchas y pisando el acelerador. Había olvidado soltar la manecilla del freno, de modo que el auto salió a tropezones antes de que ella se diera cuenta.
Doscientos metros más abajo, el agente se colocó frente a ella, con un rugido de su motor. Cuando ella se detuvo, el policía aparcó su moto contra el parachoques del auto de Ethel.
– No había terminado de hablar con usted -prosiguió con su misma voz suave de antes-. Todos esos griegos de Tarpon Springs harían mucho mejor en quedarse al norte del puente de la Bahía de Tampa -siguió diciendo mientras sacaba su bloc de multas del bolsillo posterior. Parecía demorar todo lo posible rellenar el formulario-. Esto es un aviso para presentarse ante el tribunal del juez Burley -dijo mientras le entregaba el papel-. Yo la esperaré allí. -Entonces dejó ver lo muy enfadado que estaba. – Veo que todo lo que andan diciendo por ahí de usted es verdad -añadió.
Ya eran más de las dos de la madrugada cuando llegó a casa pero llamó por teléfono a Anthea, dándole un gran susto.
– Lo sé Anthea, lo siento, perdóname. No, no, no, estoy bien. No, gracias, es muy amable por tu parte, pero no necesito que vengas hasta aquí. ¿No está Aleko contigo? Bien. Sí, me iré, mis planes no han cambiado. Lo único que deseo es hablar con Costa antes de irme. Si pudieras pedirle a Aleko, por favor, que por la mañana hable a Costa, él sabe en dónde está Costa, y le pida por favor que me permita saber dónde puedo verle. Dile que ya sé que me he portado mal. Pero ahora tengo un plan y quiero contárselo… Oh, te estoy entreteniendo; ve, ve a la cama otra vez. Lo siento, lo siento. Sólo pídele a Aleko que diga a Costa que me llame, ¿querrás hacerlo? Buenas noches.
Ethel durmió bien aquella noche, hablando con Costa en sus sueños y en sus pensamientos, representando una y otra vez la escena que confiaba tendría con él. Se despertó una vez y escribió una carta al comerciante de «Mercedes» de Tucson, pidiéndole que consiguiera lo que fuese posible por el auto de ella y le enviara el cheque inmediatamente a Costa Avaliotis, Mangrove Still. Florida, y escribiera en el sobre «Retener hasta llegada».
Esto la hizo sentirse mejor y volvió a dormirse inquieta ahora despertándose a menudo para mirar el reloj. Estaba esperando que fuesen las ocho; tenía muchas cosas que hacer aquella mañana.
Fue al Banco y retiró todo lo que tenía depositado. Se dirigió a la venta de billetes de «Eastern Airlines» y compró un billete para el avión de las once de la noche, aceptando su oferta de reservarle habitación para una noche en un hotel de Nueva York. Fue entonces hasta «Lazy Louie's», el establecimiento de autos usados delante del que solía pasar todos los días cuando iba a su trabajo. Día y noche estaba iluminado por un perímetro resplandeciente de simples bombillas eléctricas, resonante por la música a todo volumen. El propietario miró superficialmente el auto, pero leyó con atención en una libreta de hojas sueltas en donde encontró detalle de la marca, el modelo y el año y en el lado opuesto, el número.
– Puedo ofrecerle setecientos diez dólares -dijo.
Ethel aceptó la oferta sin vacilar, le dijo que le entregaría el auto a las ocho de aquella noche, y que quería dinero en metálico.
– Tenemos abierto hasta las nueve -dijo el hombre-.Tendré a punto los documentos para que los firme. Le entregaré dinero contante y sonante, señora. Hasta la llevaré al aeropuerto; me pilla de camino a mi casa.
Ethel se sintió contenta al comprobar que aquel don que ella poseía y que hacía que la gente se desvelara por ayudarla, funcionara todavía.
De vuelta a su casa al mediodía, llamó a Anthea por teléfono y le confirmó que iría a recoger al niño a las ocho de aquella noche. ¿Querría Anthea salir un momento y comprar algunos potes de comida para bebés y leche condensada?
– Te lo pagaré todo cuando nos veamos.
– No quiero que me pagues nada -dijo Anthea -. ¿Ya tienes dónde instalarte en Nueva York?
– Por una noche. ¡Cuarenta dólares! Mañana buscaré algo más razonable.
– Pero, ¿por qué marcharte en plena noche?
– Me quedo por si acaso él quiere verme. ¿Le has pedido a Aleko que hable con él?
– Hizo una llamada por la mañana y entonces se fue. Estaba muy alterado y maldecía, pero no sé contra quién.
– Contra Costa, supongo. ¿Sabes adonde podía haberle llamado? Por favor, dímelo si lo sabes.
– No lo sé. Puedo… ¿puedo decirte algo?
– Cualquier cosa. No tan sólo eres en este momento mi mejor amiga, sino mi única amiga. ¿Qué es?
– No vayas cerca de ese viejo.
– En otras palabras: esta mañana no le has dicho nada a Aleko y es por este motivo que no lo has hecho.
– Sí, creo que sí. Está loco, sabes, no es normal. Por tu causa. Por favor, sube a ese avión. Y vete. ¿No hay otro avión que salga antes? Más adelante, escríbele y dile dónde estás. Las explicaciones escritas podrían ponerlo furioso, pero no podrá hacer nada. ¿Sabes cómo quiere a ese niño que tú vas a llevarte? Recuerdo cómo ha estado observándote desde el principio… como si tu barriga le perteneciera. Después renunció a su mujer por ti, ¿sabes eso?
– Por ese motivo -dijo Ethel- no puedo hacer lo que me pides.
Aquella misma tarde, al anochecer, el compañero de cuarto de Teddy, encontró finalmente a la feliz pareja. Estaban saboreando un picnic de patatas fritas, queso y cerveza en la perfecta arena fina de la playa de Ponte Vedra. Informó a Teddy que su madre había estado llamando y que parecía frenética.
Noola contó a Teddy por teléfono todo lo que sabía: sobre la pelea en el agua, que Petros estaba en el hospital, y que Costa había desaparecido y la Policía lo buscaba. Y que ella no sabía en dónde estaba, pero que temía por lo que pudiera suceder.
– Déjalo todo de mi cuenta, madre -dijo Teddy.
Llevó a Betty a casa.
– Esto es lo que yo quería decir -comentó cuando la acompañó hasta la puerta de su casa-. Ella los arrastró y arrastró; no tenía bastante con una víctima, habían de ser dos. ¡Así que ahora ya ves! Voy a hacer trizas de esa chica.
Besó afectuosamente a Betty.
– Cuídate -le dijo-. Te necesito.
Y puso en marcha el auto en dirección al Sur.
<a l:href="#_ftnref24">[24]</a> Piedra de calcio natural, blanda y blanquecina. (Nota del Traductor.)