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Cuando se alejaron del lugar de la pelea, Aleko había llevado a su amigo al rancho de la señora de los pomelos y las naranjas. No fue por instrucciones recibidas de Costa; Aleko hubiera podido llevarlo a cualquier parte sin que hubiera presentado ninguna objeción.
El viejo se había derrumbado.
Veinticuatro horas después de la tragedia, todavía no había dormido. Estaba violentamente arrepentido. Las imágenes alternadas de Ethel y Petros juntos, le impulsaban a ponerse de pie, y pataleaba y daba puñetazos en las paredes.
Grace, la grandullona soltera propietaria del rancho cítrico, era amable y paciente, pero Costa estaba terminando con su paciencia. Cada vez que conseguía dormirse, oía una nueva explosión de furia desde el dormitorio contiguo al suyo, una nueva autoinmolación a los pies del Señor Dios de la Iglesia Ortodoxa Griega.
Con la primera luz de la aurora le oyó que salía de la casa, y se hizo el silencio. Grace durmió. Pero, al cabo de media hora, Costa había vuelto de nuevo a la carga. Grace renunció; se vistió, preparó café y le llevó una taza a la habitación.
– ¿Cómo piensas que yo coma ahora? -vociferó Costa, moviendo los brazos indicando que se fuese.
La cogió entonces por un brazo y la hizo retroceder.
Fue entonces cuando Grace vio la serpiente.
Era una serpiente pequeña, de un metro aproximadamente, una joven boa americana moteada en tono naranja y puntos azulados. Estaba en el suelo, frente a la silla en donde Costa había estado sentado y a la que ahora había vuelto. Costa explicó que casi la había pisado cuando se dirigió hasta el estanque para ver la salida del sol. Cuando la serpiente se enroscó y le silbó, él la había matado.
– La he golpeado con una piedra -explicó Costa.
Grace le observó mientras Costa jugueteaba con el cuerpo delgado y flexible formando curvas amplias con ayuda de una ramita de sauce.
– ¿Ves lo que he hecho a la cabecita, aquí? -preguntó.
– Era una belleza, ciertamente -dijo Grace.
– Esta serpiente pequeña -dijo Costa- no hacía ningún daño. -Alzó la serpiente con la ramita, de modo que su longitud inerte colgaba en partes iguales por ambos lados. – La he matado ¡como si nada!, sin pensar. La veo, la mato. Nunca he sido así, Grace. Pongo a Dios por testigo.
– ¿Con Petros? Tenías tus buenas razones.
– No por lo que hice. No hay buena razón para ello.
– No te culpes; todo fue por culpa de ella.
– No hablamos de ella ahora, Grace. Ella es mi familia, mi problema. Sé lo que he de hacer con eso. ¡Pero Petros! El hombre que me dio trabajo cuando el maldito Banco me quitó mi tienda… ¿por qué lo he matado?
– No está muerto, Costa; está en el hospital.
Se oyó el ruido de un camión y voces que hablaban en español.
– Han llegado mis puertorriqueños -dijo Grace.
– Cuando alguien tan religioso como yo puede matar al hombre como si fuese un animal, como yo que me santiguo cada día cuando paso delante de san Nicolás, entonces la Biblia tiene razón. Todos llevamos el diablo dentro. -Se golpeó el pecho. – Esperando para salir. -Soy un criminal, Grace. No soy bueno.
Dejó caer la cabeza y la golpeó con los puños.
Grace salió. La esperaba un día de trabajo.
Solo en la casa, Costa quedó tranquilo. Cuando sonó el teléfono, disimuló su voz hasta estar seguro de quién llamaba.
– ¿Has visto el periódico? -preguntó Aleko.
– ¿Cómo puedo ver el periódico, maldito bobo? Aquí no hay quiosco. Aquí hay pantano. De todos modos lo sé, algo malo ha sucedido. El ha muerto.
– Respira el aire en paz. No tienes por qué esconderte más de la Policía. Voy a ir ahí en seguida.
Aleko trajo el periódico de la mañana. Había una corta entrevista con Petros en la cama, que Aleko leyó en voz alta.
– No voy a presentar denuncia contra ese viejo temporalmente loco -se decía que Petros había declarado-. Comprendo por qué hizo lo que hizo.
– Es un buen hombre -interrumpió Costa-. Iré al hospital, me pondré de rodillas y le pediré perdón.
– «Todos saben de quién es la culpa -siguió leyendo el Levendis-. Ella debería irse de esta zona. ¡Con toda rapidez!»
– ¡Ese hijo de perra! -exclamó Costa-.¿Por qué se mezcla en mis asuntos de familia? – Le quitó el periódico a Aleko y comenzó a rasgarlo.- No hizo bastante todavía, ahora está diciendo quién debe irse de la ciudad. Y también quiere que sea con toda rapidez. ¡Tenía que haber matado en el agua a ese jodedor de asnos!
Jadeando, se dejó caer en la silla y se quedó silencioso. Durante unos momentos, el cerebro dejó de funcionarle, se rompieron los eslabones que daban sentido a las cosas, y la mente le quedó en blanco.
– Mi familia, mi problema, mi familia, mi problema -repetía murmurando.
Retornó entonces, de nuevo consciente de dónde estaba y de que su amigo lo observaba.
– ¿Qué es lo que dicen? -preguntó-. ¿En el kaffenion?
– Esos viejos del bar, ya sabes cómo son.
– ¿Qué dicen, pues? ¿Sobre mí?
– ¿Quieres que te lo cuente?
– No me importa lo que ellos… ¿Qué?
– Que tú no puedes controlarla, que ella hace todo lo que le da la gana.
Costa asintió.
– ¿Qué dices tú? -preguntó.
El Levendis arriesgó su vida.
– Lo mismo -dijo.
– Todo el mundo conoce mis asuntos mejor que yo -comentó Costa.
– Te vi con ella en el bote, y ¿recuerdas cómo le cogías las manos cuando Anthea cantaba? ¿Te acuerdas de aquel día?
Costa se levantó y salió de la casa. El Levendis, contento por haber escapado por un hilo, lo contempló mientras Costa desaparecía por el naranjal.
Cuando Grace regresó para el almuerzo, Aleko estaba todavía allí.
– ¿Dónde está? -preguntó a Aleko.
Aleko señaló el estanque.
– Enloquecido cada vez más.
Costa caminaba por la ribera, cabizbajo, las manos golpeando el aire, hablando consigo mismo como un antagonista.
– Tienes razón, está tocado -dijo Grace-. Gritando y llorando toda la noche… no puedo soportar oír a un hombre adulto que llora. ¿Por qué se lo ha tomado tan a pecho? Petros se pondrá bien. Ya está concediendo entrevistas a la Prensa como cualquier político.
– No Petros. La chica. La desgracia sobre la familia. ¿Sabes lo que hacen en nuestra isla en una situación como ésta? ¿Quieres oír algunos casos?
– No mientras estoy comiendo.
Costa volvió.
– Aleko -le ordenó -, a las seis en punto. Trae el auto.
– Costa, por el amor de Dios. Tengo cosas importantes…
– Olvídate de las carreras hoy. ¡Auto! Seis en punto.
– A las seis ya está oscuro… ¿lo has olvidado?
– ¿Qué crees tú, que mi cerebro no funciona? Anda, ve, ve.
Cuando hubo terminado el trabajo del día y la luz comenzaba a desvanecerse, Grace pagó a los puertorriqueños y entró en la casa. Encontró a Costa en el cuarto de baño, vestido con la bata de Grace, y afeitándose lenta y cuidadosamente con la espuma producida con una barra de jabón «Palmolive» y la maquinilla que ella utilizaba para las piernas.
– Plánchame el traje, en seguida -dijo Costa-. Lo llevaba en el agua.
Observó cómo Grace presionaba con el hierro caliente sobre su vestido y el silbido del vapor a través del tejido reluciente.
– No vayas a verla -dijo Grace.
– Grace, hazme el favor, cuida de tus asuntos.
– Esa chica me gustó -dijo Grace.
– Me gusta también a mí -dijo Costa-. Pero sabemos una cosa de la Biblia, Grace, tú católica, lo comprendes. Debemos pagar lo que hacemos mal. Cuando pagamos, Dios nos perdona. ¿No es así?
– Recuerda tan sólo que tú no eres Dios.
– Yo soy el hombre de esta familia. Teddy es mi chico. Mi trabajo es limpiar el nombre de la familia.
Vestido con su traje negro, se sentó en el porche de delante, esperando la puesta del sol. Se le anunciaba un dolor de cabeza. Reconoció el aumento de la presión detrás de los globos de los ojos y las primeras pulsaciones en las sienes.
Cuando Ethel regresó a su casa, acabó de lavar unas prendas y las colgó en la cuerda sobre la bañera junto a las que había lavado la noche anterior. Escribió entonces una carta a la propietaria, dándole instrucciones para que cualquier cosa que ella dejara debía ser mandado a Beneficencia, excepto la pequeña mesita redonda que tanto admiraba la propietaria: podía quedarse con ella.
A las cuatro, desanimada y desconsolada, llamó a Anthea y le dijo que se daba por vencida.
– Ahora ya sé que él no vendrá -dijo.
– Aprovecha para dormir un poco -le dijo Anthea-. Te espera una noche pesada. Yo procuraré que el niño duerma todo lo posible. A las ocho te estará esperando, hermoso. Yo te llamaré a las siete y media, quizá, para asegurarme de que te despiertes.
Ethel se puso una camisa de dormir blanca, corta y una bata ligera y se metió en la cama. Estaba durmiendo cuando oyó un golpe fuerte en la puerta, una orden.
Entró el patriarca, trayendo la posibilidad de redención.
Se sentó en la butaca, y evitó mirarla.
– Cierra la puerta -dijo-. Con llave.
Ethel hizo lo que se le ordenaba, sentándose después en el borde de la cama esperando su juicio.
Se dio cuenta de que Costa había comenzado inmediatamente a sudar. La habitación se había sobrecalentado con el sol poniente. Costa se quitó la chaqueta, se sentó de nuevo, levantó las manos y con la parte carnosa de las palmas presionó suavemente sus ojos.
– ¿Dolor de cabeza? -preguntó Ethel.
– No.
Ethel nunca lo había visto tan circunspecto ni tan severo.
– He venido a hablarte -dijo Costa.
– Yo he estado esperando para hablar contigo -respondió ella.
– Oigo que la gente habla contra ti -dijo él-. Dicen que eres mala persona.
Ethel pareció aceptar satisfecha este juicio.
– Ellos olvidan que tú eres mi familia, es asunto mío lo que tú haces y lo que tú dices. Ellos olvidan que nosotros estamos juntos en esto.
– ¿En qué?
– Nuestro problema. Familia, estoy hablando. Por esto vengo a hablarte.
Eso pareció ser todo lo que tenía que decir por el momento.
La luz de los faroles de la calle iluminaban a Ethel, pero Costa estaba de espaldas a la ventana, de modo que él quedaba en la oscuridad. Únicamente sus ojos relucían. Costa observó la maleta en el suelo, preparada para el viaje, pero no hizo ningún comentario al respecto y dedicó su atención a la cama, durante tanto rato sin pronunciar palabra que Ethel comenzó a preguntarse qué es lo que Costa estaría pensando. Recordó que Costa nunca había estado antes en casa de ella.
«Ahora es el momento de decirle que me voy -pensó-, ahora, mientras está callado.»
– ¿Cómo está Petros? -preguntó Ethel.
– Habló en el periódico contra ti -respondió Costa.
– ¿Diciendo qué?
– No me hará denuncia, ha dicho. ¡Imagínate! Hijo de macarra. Habló sólo contra ti.
«Ahora -pensó Ethel-, díselo ahora.» -Puedo entender bien por qué lo hizo -dijo.
– «Todos saben de quién es la culpa», ha dicho. Quiere decir que es tuya.
Miró otra vez la maleta.
– Estás a punto de marchar -dijo. Una afirmación, no una pregunta.
– Sí -respondió Ethel, de nuevo dándose ánimos para contárselo todo, su resolución y sus planes, todo, ahora.
– Aleko está fuera, esperando en el auto. Nos llevará a casa -dijo Costa-. Pero, primero, he de decirte algunas cosas.
– Supongo que es así -dijo Ethel-, como Petros ha dicho: por culpa mía.
– Tú no lo has arrojado al agua, tú no le has clavado ningún cuchillo en el cuerpo. ¿Por qué no me denuncia a mí? ¡Ja! Di, contéstame eso.
– No lo sé.
– Porque, si no habla contra mí, la gente pensará qué hombre tan maravilloso es Petros, y cuando habla contra ti, todos piensan igual ahora. No soy imbécil. Comprendo estas cosas.
La bata se le había entreabierto. Mientras la plegaba sobre sus rodillas, Ethel se dio cuenta de que Costa la sentía con una sensibilidad próxima y viva.
– Tú eres mi problema -le dijo él-. Yo te diré lo que debes hacer, no Petros. ¿Entiendes lo que te digo?
– Sí, pero…
– Sí, pero nada. Nada de peros. Tú eres mi familia. Yo te protejo ahora.
Cualquiera que fuese en aquel momento el pensamiento de Costa, mientras observaba el mobiliario, la cama y la maleta en el suelo, ella podía ver que ese pensamiento era mucho más importante que lo que él estaba diciendo.
– Aquella mesita -dijo Costa-, la llevaremos a casa con nosotros. Me gusta esa pequeña mesa redonda.
– La he prometido a mi casera -dijo Ethel.
– Bueno, pues qué demonios, dásela a ella, dáselo todo. También la cama. No necesitamos nada de aquí.
Estuvo mirando la cama durante un largo rato en silencio.
– Tú no tienes problema de asustarte de nadie -le dijo-. ¿Lo entiendes? Yo estoy aquí.
Movía los ojos como si fuesen colibríes, de aquí para allá, suspensos en el aire, lanzándose después a otro lugar, recogiendo consecuencias, sospechas, dudas.
– Sólo temo a una persona -dijo Ethel.
– No te preocupes, yo arreglo a ese individuo, garantizado.
– No es Petros. Eres tú.
Ethel se levantó y se acercó adonde Costa estaba sentado, y se arrodilló frente a él. Costa persistía en no mirarla, de modo que Ethel le cogió la cabeza entre las manos y suavemente la giró en dirección de ella. Pero Costa seguía con la mirada desviada.
– Costa, querido -dijo Ethel-, mírame. Por favor.
– ¿Dónde lo hicisteis? -preguntó Costa.
– ¿Hacer, el qué?
– Con Petros, ¿aquí?
– No.
– ¿Entonces?
– Costa, ¿qué diferencia hay en dónde? Petros tiene un apartamento.
Costa se llevó de nuevo las palmas de las manos a los ojos apretando con suavidad. Estaba pálido y tenso y necesitaba de un alivio y no de lo que Ethel iba a decirle.
– Costa -dijo ella-, tengo que decirte algo.
– ¿También en la barca? ¿En su embarcación?
– ¿Qué puede importar eso, Costa?
– Si no tiene importancia, ¿por qué no me lo dices?
– No quiero hacerte daño.
– ¿Ahora te preocupas de eso?
– Siempre me preocupé. Por eso tuve tanto cuidado.
– La misma cama. ¿Dormiste en…?
– Costa, no me hagas más preguntas de ésas, por favor.
– ¿Te obligó a hacer cosas malas?
– Sólo lo corriente.
– ¿Y qué es eso, lo corriente?
– No pienso hablar más de esto, de modo que, no sigas, Costa.
Costa agachó la cabeza.
– Ahora escúchame -dijo Ethel-. Por favor, escúchame.
Costa movía la cabeza como un muchachito al que hubieran hecho daño.
Como medida desesperada, deseando que Costa se recuperara, Ethel le besó en la frente reteniendo fuertemente su cabeza para que no pudiera alejarse.
– Ya sé que tienes dolor de cabeza -le dijo.
Le besó dulcemente en los ojos, donde le dolía a Costa.
Costa giró la cabeza tan pronto como Ethel le soltó.
– Dime la verdad -dijo el viejo-, ¿te forzó?
– Oh, no, Dios mío, nada de eso.
– Entonces, ¿cómo es que fuiste a él?
– Por mi propia voluntad. Decidí estar con él. Y después decidí que no.
– Pero él te obligó a hacer cosas malas.
– ¡No! Petros no es un hombre malo.
– Conozco esos animales, cómo lo hacen.
– Como todos los otros; no hay diferencia.
– ¿Como todos los otros?
– Sí. Todos son lo mismo. -Ethel hablaba con voz frenética.- ¿Por qué me preguntas todo eso?
– Porque quiero la verdad. No debes decirme más mentiras.
– Yo no te miento.
– Has mentido. Muchas veces. Nunca me contaste de todo eso antes. Cada día, tú esperando que yo me fuese al Norte, ¿eh? Y entonces te ibas con él. Cada noche. En la barca. Aquí. Delante del golfo. ¿Crees que no lo sé todo?
– Bueno, está bien, es verdad.
– Cada día tú avergüenzas a mi familia, ¿verdad?
– Verdad.
– Así que ahora has de pagar por las cosas malas que has hecho. A mi hijo y a mi familia. La gente de aquí debe ver que estás avergonzada.
– ¡Pero es que no me has estado escuchando!
– Te he oído bastante. Ahora escucha tú. Tú has ensuciado mi familia. Tú debes limpiar la vergüenza que nos has causado. Cuando confieses tu pecado. Dios te…
Su parlamento se interrumpió al captar su atención la fotografía que había encima de la cama, aquella que había sido tomada hacía muchos años a bordo del Eleni. Allí estaba Teddy, un guapo muchacho de doce años, con la mano en el timón, y a su lado Costa, rodeando con su brazo los hombros del chico.
– ¿Ves esa fotografía de allí? -señaló Costa-. El Eleni. Mi barca. Dos semanas antes de venderla. Entonces llegó la marea roja. Todas las esponjas enfermas. No había pan en la mesa. Así que como siempre, hablé con mi padre. Imagino -se tocó la frente con la punta del dedo- que comprendes lo que él dijo. Me dijo que la marea roja se quedaría diez años. Mucho tiempo sin trabajar, dije yo. Así que vende la barca, dijo el viejo Theophilactos, abre tienda para anzuelos, botes, etcétera, una tienda pequeña. Con eso podrás vivir. Okey. Eso es lo que yo hice. Ahora, sobre ti, lo mismo. Imagina lo que él diría. ¿Cuál es la costumbre de mi gente en la isla? Para estas cosas no soy americano. Ciudadano, sí. Pero en estas situaciones soy todavía del otro lado. Para nosotros hay tres cosas posibles cuando la esposa hace lo que tú has hecho. ¿Me escuchas?
– Sí.
– Primera posibilidad. El cabeza de familia mata a la mujer. Se ha hecho mucho tiempo. Ahora menos. No es para mí. Únicamente un animal mata a otro. Así que, número dos. Se envía la mujer con su familia. Tú no tienes familia. La madre, una mujer distinguida, muerta. El padre nada te ha enseñado. Un caso perdido. Así que, número tres.
– ¿En qué consiste?
– Decirle a Teddy que te tome otra vez.
– Teddy no quiere que yo vuelva con él.
– Teddy hará lo que yo le diga. Lo mejor para la familia.
– Costa, él no quiere que yo vuelva nunca más con él.
– Ya arreglaré yo a Teddy para eso. Le diré que eres buena chica. Haces cosas malas, pero eres buena chica. Quizá.
– Teddy tiene otra mujer.
– Porque, furioso contigo. Yo haría lo mismo.
– Por favor, por favor, no pienses de esa manera.
– Nosotros somos todo lo que tú tienes, condenada boba. ¿No sabes eso? ¿Quién hay en todo el maldito mundo a quien importas un bledo sino yo?
– Nadie más, Costa.
– ¿Quién se preocupará de ti si yo no lo hago? ¿Quién te cuidará ahora?
– Yo me cuidaré. Yo voy a cuidarme de mí misma.
– ¡Cuidar de ti misma! ¡Mira lo que ha pasado cuando tú te has cuidado de ti misma! Cómo podías ir con todos esos hombres si tú te cuidabas de ti misma… ¡Uno encima de otro! ¡Cómo podías hacer eso!
– No creo que pueda explicártelo -dijo Ethel-, pero lo intentaré. ¿Puedes escucharme ahora? ¿Un minuto solamente? Costa quedó silencioso.
– Teddy no puede tener hijos – dio Ethel-. Eso ya lo sabes tú.
– Sólo Dios sabe eso.
– Y los médicos. Pregúntale a Teddy. Bueno, entonces… ¿los otros? Lo hice por ti. Entonces hubiera hecho cualquier cosa por ti. Y lo hice.
– Todos esos hombres. Uno encima de otro. ¿Por mí?
Costa no estaba riñéndola. Era una reprensión de amante.
– ¿No quieres al pequeño, Costa? -dijo Ethel-. ¿No es eso lo que tú querías?
Costa no supo qué responder.
– Fueron hombres decentes -prosiguió Ethel-. Todos ellos. Amigos. Todos de mi agrado. Pero tú eres el único a quien quise.
Ethel se acercó más a él, el cuerpo de ella entre las rodillas de él.
– Te di nueve meses de mi vida, Costa -dijo. Agotada, dejó caer la cabeza sobre la rodilla de él-. Ya no puedo seguir hablando de todo esto. -Sintió escalofríos y temblores en el cuerpo.- Maldita sea -dijo mientras comenzaba a llorar-, yo no quería que esto sucediera.
Costa le acercó más a él y su voz era dulce.
– Ahora yo te protejo -dijo-. Tú haces lo que yo diga y yo te protejo. -Acarició su cabello.- Quizá, corno dices, lo has hecho porque todos te gustaban. A lo mejor esta vez es la verdad.
Lo que hizo que Etheí llorase más fuertemente, ante el intento de Costa de comprender lo que había sucedido según ella se justificaba.
– Quizá tú no eres chica en quien podamos confiar en ese aspecto -dijo Costa-. Quizá tú necesitas que alguien te vigile todo el tiempo.
– Quizá -confirmó ella, con el deseo de admitir cualquier cosa. Y añadió-: También lo hice por mí. Para liberarme de todos vosotros. Y esto es lo que quiero hacer ahora. Por eso voy a marcharme. ¿Me estás escuchando? He dicho que me voy a ir.
Si Ethel esperaba que esto llegara hasta el viejo, se equivocó.
– No entiendo lo que me dices -dijo Costa-. Pero ahora no importa. Estáte quieta. Así. Mírame.
Y ella lo hizo.
– No llores más. Yo te cuidaré ahora.
Costa le besó las mejillas, húmedas por las lágrimas.
– Voy a marcharme -repitió Ethel-. Por favor, por favor, trata de entender eso.
– No vas a ninguna parte -dijo Costa. Y le cubría de besos todo el rostro-. No hay razón de huir. Yo estoy aquí. Tú estás conmigo. Segura. Me perteneces.
Ethel se dio cuenta de que él no la había oído… o no había podido… o no había querido.
Fue en ese momento cuando se decidió.
Lo único que podía hacer era lo que siempre había hecho… no tratar de explicar lo que iba a hacer, sino hacerlo simplemente, desaparecer sin una explicación, sin dejar ninguna pista sobre adonde iba, ni una nota explicando el porqué.
No le quedaban fuerzas para hacer otra cosa sino desaparecer. En el rostro de Costa no había comprensión en aquel momento. Ethel vio en él únicamente lo que había visto tantas veces en tantísimos otros rostros.
No tuvo que adivinar lo que estaba sucediendo a Costa. Ella lo supo antes que él.
Le vino la idea de que tenía que poner espacio entre los dos.
– Costa, querido -dijo, colocando las palmas de sus manos en las rodillas de él-. Es mejor que me levante ahora.
Comenzó a incorporarse sobre las rodillas. Pero las manos de Costa estaban sobre sus hombros, suave pero pesadamente, dulce pero inflexiblemente, impidiéndoselo.
Costa sacudió la cabeza, expresando en sus ojos igualmente reproche y ansia. Costa quería decir algo, pero carecía de vocabulario para hacerlo.
Ethel se le acercó de nuevo, y ahora le pidió permiso para dejarlo, diciendo:
– Por favor, Costa, por favor, adiós por ahora.
E intentó alzarse de nuevo, pero él la retuvo en el mismo sitio.
Cuando Costa consiguió hablar, lo hizo dificultosamente. Con la cabeza baja, la respiración jadeante, tuvo que hacer un esfuerzo para expresar las palabras.
– Modo adecuado. No temas. Yo explico todo. A Teddy. El te acepta No te preocupes.
– Muy bien -dijo Ethel-. De acuerdo. Gracias.
– Buen muchacho. Buen hijo. Obedece a su padre. Yo le digo lo que está bien. Arreglo al muchacho Teddy. Sobre esto.
– Sé que lo harás Costa, de acuerdo, de acuerdo.
Para que él creyera, Ethel le dio un rápido beso de despedida otra vez e intentó incorporarse. Pero él la retuvo cerca de él.
Ethel se dio cuenta de su erección y trató frenéticamente de liberarse de lo que había provocado.
– Costa, querido, por favor. -Ethel ahora suplicaba.- Déjame levantar. Y te escribiré desde allí donde vaya y tú me escribirás y me contarás cómo está el chico, así que ahora déjame ir. Y, durante mis vacaciones, vendré a veros y a estar con el niño y contigo, ya verás qué bonito será todo, y os traeré regalos a los dos, y cada Navidad estaré con vosotros, pero ahora tengo que marcharme, Costa, y en verano saldremos juntos a la mar, los tres, Costa, verás, ahora tengo calambre en una pierna, así que, por favor, déjame ir, y también iremos a la tumba de tu padre y nos sentaremos allí los tres y tú le contarás al chico lo que solías contarme a mí, todo lo de la familia. ¿Sí? ¿Sí?
Pero cuando ella miró hacia arriba a Costa para suplicarle otra vez que la soltara, eso es todo lo que ahora podía hacer, suplicar, Costa la besó en los labios, los labios de él pesados y envolventes.
– Eres muy perversa -le dijo dulcemente.
Ethel percibió de nuevo aquel aroma que provenía de él, oriental y agradablemente ácido.
– Pero no me importa -prosiguió Costa-. ¡Maldito si me importa en absoluto!
Ethel no se movió cuando sabía que debía hacerlo.
Porque sabía también que si ahora le rechazaba, debería empujarle con todas sus fuerzas, y le heriría de una manera que ella no deseaba hacer.
– Eres tan perversa -decía él-. Tan perversa.
Costa estaba temblando y la besaba una y otra vez en la boca, y eran sus besos esencia de la necesidad que surge al final de la vida, únicamente entonces.
– Llámame padre -decía-. Llámame padre, como antes.
– No hagas eso, Costa -suplicaba Ethel en un susurro-. Por favor, no lo hagas, no lo hagas… por favor, Costa, por favor.
– Dilo, di padre.
Cuando Ethel comenzó a luchar ya era demasiado tarde.
– Costa, no sigas. ¡Yo no quiero eso!
Deslizándose de la butaca, Costa estaba en el suelo junto a ella.
– Costa -suplicó Ethel-, no lo hagas. Por favor, no lo hagas. Costa la sujetó de modo que Ethel no podía escapar. -Yo no te quiero de esa manera, Costa -suplicaba Ethel. Encima de ella en aquel momento, Costa no la oía.
Todo lo que podía hacer Ethel ahora, era esperar, nada más.
Costa no hizo lo que ella esperaba, no alargó la mano para alcanzar debajo las ropas de ella, no se liberó a sí mismo. Como un muchachito, se apretó contra ella con toda su fuerza.
Si lo necesita tanto… pensó Ethel.
Entonces Costa comenzó a vibrar.
– Jesús, ayúdame -dijo finalmente.
Ethel cerró los ojos.
– Jesús -dijo él-, estoy muriendo.