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Permanecieron inmóviles.
Ethel sintió un impulso de culpa: ella estaba tan serena, y él destrozado.
Costa aflojó su opresión y Ethel pudo respirar, pero seguía sobre ella todavía el peso muerto de Costa que ocultaba el rostro contra el cuello de Ethel.
Silencio.
Ethel dejó vagar el pensamiento.
¿Hubiera podido quizás obtener más dinero por el auto? El comerciante de coches usados le había dicho que podía intentarlo en otras partes, pero ella tenía prisa por arreglar las cosas, de modo que estuvo de acuerdo en aceptar lo que él le ofrecía. Setecientos diez, más lo que tenía en el Banco, menos el coste del billete de avión… llegaría a Nueva York con casi mil quinientos dólares. Con eso podría vivir algún tiempo.
¿Qué hora debía ser? Anthea había dicho que llamaría a las siete. No, a las siete y media. Y en «Lazy Louie's Used Cars» el hombre había dicho:
– Tenemos abierto hasta las nueve. Tendré el dinero contante a punto -había prometido- y la llevaré al aeropuerto.
Pero primero debería ir a casa de Anthea para recoger al niño.
Necesitaba ver la hora en su reloj de pulsera.
– Costa -murmuró-, pesas mucho.
Lentamente, Costa alzó su voluminoso cuerpo, liberando el desordenado cuerpo de Ethel, y quedó de pie. Dando la espalda a la joven se dirigió hasta la butaca en donde había dejado su chaqueta. Al sentarse, la colocó cruzando su regazo. De nuevo quedó silencioso, con la cabeza baja, los labios entreabiertos, respirando jadeante, un hombre desconcertado.
Todavía en el suelo, Ethel encogió las piernas tanto como pudo debajo la bata, y dio una ojeada rápida a su reloj: las siete y tres minutos. Había dicho a Anthea que estaría en su casa a las ocho. Todavía le quedaba tiempo. Pero no mucho.
– ¿Estás bien? -preguntó.
Costa no respondió.
Ethel recordó que Costa sólo había estado una vez en el lugar y le indicó la puerta del cuarto de baño.
– Es allí -dijo.
Costa se subió más arriba la chaqueta en el regazo, alzó la cabeza y la miró. En su rostro había una extraña sonrisa, una sonrisa que ella nunca le había visto anteriormente.
– ¿Qué estás pensando? -le preguntó.
Esa sonrisa, pensó Ethel, era la de un muchacho pillado en una travesura.
– ¿Yo también? -preguntó él.
– ¿Qué? ¿Tú también, el qué, Costa?
Costa hizo un gesto con las manos, alzándolas ligeramente y separándolas, las palmas hacia arriba.
– Ahora también me has cogido a mí -dijo-. Elévalo, bájalo.
Y siguió sacudiendo la cabeza, llegando, al parecer, a su comprensión particular de lo que había sucedido.
– Mi hijo -dijo Costa- es débil para estas cosas.
– ¿Qué quieres decir, Costa?
El indicó el lugar en el suelo donde habían estado.
– Ahora ya sé por qué -dijo-. Tú le hiciste débil.
– No entiendo lo que quieres decir, Costa. Teddy no es débil.
– Oh, sí. Sí para estas cosas. Te deja ir por ahí, por aquí.
– Y yo no lo hice débil.
– A mi hijo y a Petros y Dios sabe, en toda tu vida, a cuántos más hiciste caer. Y ahora también a mí, ¿qué crees?
– Costa -dijo ella-, no has hecho nada malo. Sucedió simplemente. Una de esas cosas.
– Entonces, ¿por qué tan nerviosa? ¿Ahí sentada tan quieta?
– Estoy esperando nada más que tú…
Casi lo había dicho, que quería que él se fuese.
Alzándose, Etheí se acercó al escritorio y se miró en el espejo. Arqueó la espalda en donde sentía tensión, echando atrás los hombros y estirando los brazos. Se sentía bien, como si hubiera quedado atrapada en el fondo del mar, a una gran profundidad, y de pronto se hubiera liberado emergiendo en la superficie.
Se estudió el rostro en el espejo, se arregló el cabello.
– ¡Mañana! -prometió a su amiga del espejo.
Alzó los ojos hasta Costa. Costa parecía avergonzado y enfadado.
¿Qué podía decirle ella para ayudarlo?
– Estoy contenta de que hicieras lo que has hecho -dijo. Y pensó por qué lo había dicho. No era verdad.
Ante su propia sorpresa, se sentía hambrienta. Hacía más de un día que no comía.
– Esto me ha demostrado tus sentimientos -dijo mientras se dirigía al refrigerador-. Siempre conservaré el recuerdo.
Lo que tampoco era verdad. Estaba diciendo cosas que no sentía.
– Seguro que siempre te acordarás -dijo Costa-. Porque ahora… -Vaciló.
Había un poco de queso, un pedazo de cheddar, que Ethel partió y mordió.
– Me has hecho caer contigo -terminó Costa.
– Oh, Costa -dijo Ethel-, déjalo. -Había algunas manzanas en el compartimiento de verduras. Ethel escogió las mejores y cerró la puerta.- No es nada de eso -dijo.
– Sí -dijo Costa-, me has hecho caer en el fango. Contigo.
– Costa, déjate de bobadas. Toma. Una buena manzana. Tómala. Y anímate. Yo no estoy preocupada; ¿por qué has de estarlo tú?
Costa la miró fijamente, sin decir nada.
Realmente, pensó Ethel, había algo de verdad en lo que Costa había dicho. De pronto él estaba también «caído en el fango» con todos los otros.
Y Costa lo sabía. Por eso estaba tan enfadado.
¿Consigo mismo? ¿O con ella?
Deseó estar vestida.
Cuando Costa la miró, ella le dio la espalda, pero se movió de modo que podía verlo en el espejo.
Sin darse cuenta de que ella le observaba, Costa levantó su chaqueta y miró rápidamente la mancha, e inmediatamente volvió la cabeza hacia Ethel.
Ella desvió los ojos justo a tiempo, cogió el cepillo del cabello que no había guardado y lo pasó entre su pelo.
A pesar de la amenaza contenida en el comportamiento del viejo, Ethel se sentía aliviada. Lo que fuese que la había mantenido encogida durante todos aquellos meses, se había soltado. Podía sentirlo en su cuerpo; ligero y elástico. Si Costa no hubiese estado en la habitación, ella hubiera podido reír jubilosamente. Estaba a punto de ser libre.
– Ahora no puedo volver -dijo Costa-. Ahora no puedo volver a vivir en casa.
– Oh, naturalmente que puedes.
– Tú estropeaste las cosas, a Noola y a mí.
– Bobadas -dijo Ethel, cepillándose el pelo, produciendo hormigueos en las raíces-. Noola me odia, pero siempre te querrá a ti, no importa lo que ella diga. -El cepillo era metálico y hacía un pequeño ruido cuando ella lo deslizaba entre su largo cabello fino.
Se volvió sin moverse.
– Costa, créeme. Noola siempre te…
– No la quiero -respondió Costa. Con tono de voz convincente.
Ethel tomó otro mordisco del queso y echó una mirada furtiva a su reloj de pulsera. Las siete y catorce minutos. Pronto tendría que irse. Anthea estaría esperándola. Fuera, estaba desvaneciéndose la última luz del día. Tan pronto como Costa se marchara, ella se vestiría y…
¿Cómo podría hacerle marchar?
– Mañana voy a irme de aquí, Costa -dijo.
– Tú no te vas -dijo él-. ¡Olvídalo!
Ethel ahogó su reacción dándole la espalda para concederse el momento que necesitaba. Podía verlo en el espejo, estirando el cuello hacia atrás de la butaca, aliviando su tensión y después moviendo la cabeza de un lado a otro. Oyó el clic de las vértebras. Se le ocurrió -sin razón que ella comprendiera- que quizá tendría que correr.
Cogió la última manzana. Mientras masticaba descubrió una marca azulada en la parte interior de su brazo y profirió una pequeña exclamación en parte admirativa, en parte despreciativa.
– Eres tan fuerte -dijo, volviéndose para enseñarle el cardenal.
La transformación que Ethel vio en el rostro del viejo la alarmó. Tenía que acabar de hacer el equipaje. Pronto sería demasiado tarde.
Se encaminó rápidamente a la pared en donde colgaba la fotografía del Eleni, esa fotografía que a ella le gustaba, padre e hijo junto al timón, la desenganchó del clavo y la colocó, junto al cepillo, con el cristal para abajo encima de los vestidos en la maleta de Emma.
– ¿Con quién vas a encontrarte ahora? -preguntó Costa-. ¿Con esa maleta lista?
– ¿Encontrarme dónde?
– ¿Dónde vas? -dijo él-. Ahora.
– No lo sé.
– ¿No sabes adonde vas?
– No. Pero no voy a encontrarme con nadie.
– Pero quizá mañana. ¿Alguien? Seguro.
– No tengo esos planes.
– Mientes otra vez -dijo Costa-. Puedo ver estas cosas, de la manera que tú… -Hizo una serie de gestos rápidos con la mano, agitándola de un lado a otro para describir los movimientos de Ethel, rápidos y nerviosos.
¿Estaba ella moviéndose de esa manera? ¿Como un pez asustado?
– Puedo ver cómo mientes.
– No estoy mintiendo. *
– ¿Me dices que no sabes adonde vas?
– Sólo generalmente. Al Norte. Y ya no mentiré más. Ni a ti, ni a nadie.
– Bueno, si es verdad -dijo Costa-, ¿qué dices si yo voy contigo? Al Norte.
Una sugerencia que Ethel no había previsto y no sabía qué responder.
– ¿Tú no quieres eso? -preguntó él.
– No -dijo Ethel-. No quiero que tú vayas conmigo.
– Si nadie te espera, ¿por qué te importa?
– Quiero estar sola. Sin nadie más.
– Siéntate -dijo Costa-. Porque no vas a ir a ninguna parte.
Ethel no supo qué responder. Para romper el hechizo, Ethel se arrodilló junto a la maleta, plegó la parte superior e intentó unir las dos mitades para poder abrocharlas.
– La verdad es -insistió Costa- que vas a reunirte con alguien.
Ethel ya no tuvo paciencia para seguir negando. Juntó las dos mitades de la maleta de Emma. Tenía el cuerpo en tensión. Esta maldita maleta, pensó, está demasiado llena. La dejó caer de lado, y se sentó en una esquina presionando con todo el peso de su cuerpo. Oyó cómo se rompía el cristal de la fotografía. Miró a Costa. No se había dado cuenta. Tenía que meter las presillas y sujetarlas. Rápidamente.
– Mira fuera -Ethel le oyó decir. Costa estaba junto a ella, sosteniendo todavía la chaqueta frente a él. Puso la otra mano en la maleta.
– ¿Por qué cierras esto? -preguntó.
Ethel miró por la ventana. Ya era de noche.
– ¿Dónde crees que vas a ir, en medio de la noche, como una loca en camisón?
Dios mío, era cierto, aún tenía que vestirse. Pero eso le llevaría exactamente dos minutos.
– Ethel, estoy hablándote.
Sonó el teléfono. Anthea. Debían de ser las siete y media. Sonó de nuevo. Ethel no lo cogió. Y siguió sonando una y otra vez. Costa la observaba.
– ¿Por qué no respondes al teléfono? -preguntó-. ¿Eh? -Señaló el teléfono, esperó.- Yo sé por qué -dijo-. Ese es el tipo, que te llama, ¿verdad?
El teléfono sonó nuevamente. Los ojos de Costa no dejaban de examinarla.
– Responde -dijo-. ¡Responde! ¿Por qué no respondes al teléfono?
Ethel siguió apretando la maleta.
El teléfono quedó silencioso.
Con la mano que tenía libre, Costa le quitó la maleta de las manos, la abrió y arrojó el contenido por el suelo, esparciendo vestidos y fragmentos de cristal.
Finalmente, Ethel se sintió aliviada, y supo por qué. Ira. Estaba al borde como él.
Pero Costa no debía de darse cuenta. Podría ser la mecha.
Rápidamente, Ethel comenzó a recoger los vestidos que Costa había esparcido.
– Dirne -le dijo Costa-, ¿quién más sabe lo que me has dicho?, que no es de Teddy. Estoy hablando del pequeño Costa.
– Teddy y tú.
– ¿Estás segura de eso?
– Sí.
– Petros, ¿nada?
– Sólo lo que sucedió con él.
– Teddy y yo y… ¿tú solamente? ¿Solamente? Dime la verdad.
– Esta es la verdad.
– ¿Y cómo puedo saberlo?
– Porque yo te la digo.
– ¿Cómo sé si más adelante, algún día, no se lo cuentas a otro, quizás al nuevo hombre?
– No lo sabes.
– Deja esos vestidos. Siéntate y di la verdad por una vez.
Nuevamente, Ethel se vio obligada a contener su ira.
– ¿A quién podría contarlo? -preguntó-. ¿Y por qué?
– Al hombre con quien vas.
– No tengo nadie con quien ir.
– Más pronto. Más tarde. Algún día.
– Así lo espero. Voy a llevar una vida normal.
– ¿Cuál es tu idea de una vida normal? -
Todavía no lo sé. Voy a tener que descubrirlo.
– Tú dices mentiras a veces, ¿verdad?
– A veces.
– Muchas veces.
– Pero no sobre esto. Nunca contaré a nadie que no es… Oh, ¡al cuerno con todo esto!
Ethel se levantó y miró la puerta. No quería sentirse intimidada, nunca más. Hubiera querido estar vestida. Se acercó a la ventana dando la espalda a Costa.
El tráfico de regreso al hogar ya había cesado. Todo estaba silencioso en la autopista. Faltaban veinticuatro minutos para las ocho.
– Costa, ¿por qué no te vas ahora? -preguntó Ethel.
El estaba aproximándose a la joven.
Ella pasó por su lado, dándole la vuelta, hasta estar junto a la maleta, se arrodilló en el suelo y comenzó a empaquetar de nuevo sus vestidos. Se clavó un trocito de vidrio en un dedo que ella se llevó a la boca y chupó.
Costa la contemplaba.
Cuando Ethel terminó de hacer la maleta, la cerró nuevamente -consciente de la vigilancia de Costa- e intentó apresar el cierre.
– Dime -dijo Costa, acercándose a ella -. Petros, seguro que sabe algo del pequeño Costa, de quién es…
Esforzándose encima de la maleta, Ethel respiraba trabajosamente.
– Creo que él lo supone -dijo tan sosegadamente como pudo mientras empujaba con todo su peso hacia abajo-. No lo sabe, pero lo supone…
¡Finalmente! ¡Una cerradura presa!
– Que el niño no es de Teddy -dijo-. Y eso es todo.
No conseguía apresar la otra cerradura.
Ethel se detuvo un momento, sin respiración, y chupó el dedo herido. No era un corte profundo, pero no había cesado de sangrar.
– Pero antes de que tú se lo dijeras, él no sabía nada -prosiguió Costa.
– No sabe nada. Lo supone. ¿Cómo puede saberlo él si ni yo misma lo sé?
De nuevo intentó encajar el cierre, casi lo tenía y se le escapó de los dedos.
– ¿Tú tampoco lo sabes? -preguntó Costa.
– Te lo he dicho un centenar de veces.
– Dímelo cien veces más y no me lo creo.
El teléfono sonó de nuevo.
Ethel miró rápidamente a su reloj de pulsera. Eran las ocho menos veintiún minutos.
– Vamos -dijo Costa, mirando el teléfono-. El está esperándote.
Al demonio con la maleta. El teléfono sonaba. Se marcharía ahora mismo, esquivando a Costa, saliendo por la puerta, bajando aprisa la escalera, saliendo del edificio, en bata, hasta su auto. El teléfono sonaba. Todo lo que necesitaba realmente era su bolso. Dentro había el billete. Lo agarraría mientras se dirigiera a la puerta. El teléfono sonaba.
Costa cogió el cordón y, de un tirón, lo arrancó de la pared.
Ethel corrió hasta el cuarto de baño y cerró la puerta con el pestillo.
Encendió la luz, la apagó. En el tendedero encima de la bañera había visto, en ese instante de iluminación, el lavado del día anterior. Había un vestido de sus favoritos, seco, dispuesto para llevar. Y bragas, sujetadores, hasta un par de alpargatas.
Desde el cuarto no llegaba ni un ruido.
Por encima de la bañera había una ventana y fuera un cuadro del tipo de existencia que Ethel nunca había tenido ni deseado, una vida tranquila, a pesar de una figura que se movía.
Frente a la parte de atrás del edificio donde Ethel vivía había la correspondiente de otra construcción exactamente igual, con una piscina en el patio, iluminada interiormente. Relucía como una joya en la noche.
Un solo nadador, un hombre joven, nadaba lentamente de uno a otro extremo, daba una rápida vuelta y volvía a nadar lentamente. Ethel pensó que habría vuelto a casa tarde del trabajo y estaba relajándose antes de la cena. Al extremo de la piscina, al borde, había una bebida. El hombre se acercó a la bebida saliendo directamente como una flecha desde el fondo, tomó un largo trago, y reanudó su natación.
A unos tres metros de la piscina había un columpio infantil. Sentada en el columpio, contemplando al nadador, había una mujer joven, en bata de casa azul claro, columpiándose con lentitud, con sensualidad.
Ethel imaginó la escena que seguiría, la cena sacada del horno y colocada en la mesa, la comida saboreada con charla afectuosa, pronto a la cama, sin cubrecama por el calor, sin ropas de dormir, suave intimidad amorosa, y profundo sueño.
Parecía una litografía con el título «Satisfacción», trivial y vulgar, pero esto era lo que ahora Ethel deseaba más que nada en el mundo.
Se vio a sí misma como la joven esposa del columpio.
¿Lo conseguiría alguna vez?
Justo debajo de su ventana había el aparcamiento para los vecinos de su edificio. Inclinándose, Ethel podía ver el auto que había vendido. La llave estaría allí donde ella siempre la dejaba, en el suelo debajo del asiento. Desde la ventana había la distancia de un piso y medio. Si se colgaba del alféizar no podían ser más de unos tres metros. ¿Podría saltarlos sin hacerse daño? Valía la pena intentarlo.
Se vistió rápidamente. Escuchó después en la puerta del cuarto de baño. Fuese lo que fuese que Costa hacía, lo hacía en silencio.
Departiendo con su padre, sin duda alguna; Costa, el dios abandonado, consultando con su propia deidad, pidiendo instrucciones para conseguir que Ethel volviera a sentir esa devoción absoluta con que lo había distinguido hasta que… hasta el episodio en el suelo.
No. Seguramente planeando cómo podía dominarla nuevamente, moviéndose temerosa por la noche, ocultándose durante el día, una bestia perseguida, huyendo aterrorizada para defender su vida hasta que encontrase un agujero lo suficientemente profundo para desaparecer dentro de él.
Hacía sólo unos minutos, Ethel creía que su único recurso estaba en correr y desaparecer.
Su imagen en el espejo la desafiaba. ¿Cómo podía avergonzar nuevamente a ese ser humano?
Lo que debía hacer era convencer a Costa de que estaba dispuesta a hacer lo que ella había decidido, que se iba realmente, que se marchaba a otra parte.
Pero la verdad era que Ethel no tenía ningún plan. Excepto «otra parte». Lo que parecía una mentira…
– Me voy pero no sé todavía dónde… -era verdad. No sabía todavía lo que haría después del día siguiente por la mañana. ¿Cómo podía esperarse que él la creyera, si Ethel no era capaz de decir nada más definido que eso?
La verdad no convencía. No servía. Ethel estaba tratando con un loco, de modo que ella debía expresarse con decisión para ser creída.
Además, Ethel estaba tratando con un fanfarrón. Ella se había arrastrado por él. Y eso no había dado resultado. Un fanfarrón, concluyó Ethel, necesita otro fanfarrón.
Abrió la puerta del cuarto de baño.
Costa estaba esperándola.
– Ahora voy a irme -dijo Ethel, encaminándose hacia la maleta-. Desearía que tú te marcharas. Ahora mismo, por favor.
– He tomado mi decisión -respondió Costa.
– No importa. Vete, por favor.
¡Qué fácilmente se cerró ahora el otro cierre!
– No voy a permitirte que hagas cosas malas otra vez -anunció Costa-. Vivirás en nuestra casa, servirás a tu familia de modo adecuado, utilizarás tu vida para pagar tu pecado, así Dios te perdonará.
Ethel alzó la maleta apoyándola en el suelo sobre el fondo.
– No soy un maldito idiota -siguió diciendo Costa-. Ahora ya sé tu idea. De nuevo correr lejos. ¡Escúchame por tanto! Si lo intentas otra vez, vigila. Tomo al niño, que no es mi sangre, tomo el chico y lo doy a una familia, negra, viven río arriba, tienen muchos hijos, uno más, ¿qué importa? ¿Qué te parece eso, eh? Si no cuidas al niño y haces tu trabajo de madre, modo adecuado, eso haré yo.
– Me llevo el niño conmigo, Costa – dijo Ethel-. ¡Esta noche!
– ¿Dónde lo llevas? ¿El niño? No tienes adonde ir.
Ethel entonces comenzó a decir lo increíble, pero era el único plan que había tenido en su vida y el único que en aquel momento se le ocurrió.
– Tenías razón -declaró-. Voy a encontrarme con alguien. Míster Robin Bolt. ¿Lo recuerdas? ¿Del Sara? Está esperándome con un empleo. Me paga trescientos cincuenta dólares a la semana. ¿Qué te parece eso? «Eres una bella mujer -me dijo-. Voy a retratarte», me dijo.
La fantasía la exaltaba. Estaba riendo locamente.
– Y del modo que míster Bolt me habló -siguió diciendo- es posible que no me quede por trescientos cincuenta dólares. A lo mejor no me conformo sino con quinientos dólares. Tiene un apartamento para mí en la gran ciudad y me dijo que me encontraría una maravillosa niñera para que cuide del niño mientras yo esté en el trabajo. Una mujer negra… la gente decente no los trata con desprecio. ¿Quieres conocer mi futuro? Aquí está. Y yo sentada en tu casa, vigilada, una maldita esclava. ¿Qué dices ahora de todo eso?
Jadeante, Ethel tuvo que detenerse.
Finalmente, Ethel se dio cuenta. Costa la creía.
Dispuesta ya para cualquier cosa, se puso el suéter que había dejado fuera para el caso que la noche refrescara.
– ¿Con quién estarás? ¿En ese bote? -dijo Costa-. ¿Quién te espera allí? No míster Bolt. Ese es poustis. ¿Quién hay en ese bote? ¿Esperándote? ¿Eh?
– Eso, maldita sea, Costa, no es de tu incumbencia. Pero ese hombre no es un poustis. De eso puedes estar muy seguro. Voy a llevar una vida normal. No esa vida de la que me estás hablando, que es la vida de una sirviente en tu casa.
– ¿Vida normal? ¿Y qué es eso?
– Como tu hijo Teddy. Yendo con quien quiera cuando quiera. ¿Es eso lo que querías saber? ¡Ya lo sabes! Ahora vete. ¡Vete!
Ethel le volvió la espalda y, temblando, esperó a que Costa se marchara.
Costa se acercó a ella, y colocando sus pesadas manos en los hombros de la joven, le hizo dar la vuelta encarándola.
– Nunca estarás con nadie más -dijo.
– Suéltame, Costa -dijo Ethel-. Me haces daño.
– Te has vuelto loca, lo veo ahora -dijo Costa, dulcemente-. Pero no te preocupes, yo te cuido.
– Costa, suéltame, maldita sea. ¡Suéltame!
Ethel vio que había lágrimas en los ojos del viejo.
– Yo te haré una mujer okey otra vez -dijo Costa-. No te preocupes. Yo te haré portarte modo adecuado.
La sacudió, primero con suavidad, pero cuando Ethel se resistió, con más dureza.
– Yo te cuidaré ahora -repitió.
– Para. Para, me estás haciendo daño.
– Has de entender esto: nunca estarás con nadie más. ¿Oyes lo que te digo?
– Déjame ir -dijo Ethel, librando sus hombros de la presa de Costa.
– No en esta vida -dijo él-. Nunca, en esta vida, estarás con otro hombre.
Costa había olvidado su chaqueta; tenía las manos libres. Cuando la cogió de nuevo, Ethel alzó las manos para rechazar las de él.
– Acabadas las vulgaridades -dijo Costa-. No mientras yo viva.
– No fueron vulgaridades.
– Claro, lo sé, todos te gustaron.
– Los amé a todos, a cada uno de ellos.
Era algo para decir en una pelea, como lo que había dicho del Sara. Quería hacerle daño y vio que lo había conseguido y se sintió satisfecha.
Pero ahora, cuando lo repitió de nuevo, ella pensó que decía la verdad.
– Estoy contenta de haber estado con todos ellos -dijo-. No lo siento por ninguno de ellos. Los amé a todos.
– Veo que el Demonio está dentro de ti -dijo Costa.
– No es el Demonio quien habla -dijo Ethel-. Soy yo quien habla.
– Ahora estás loca -dijo él-. ¡Loca!
Y dijo algo más, pero Ethel no lo oyó porque Costa se acercaba otra vez a ella y ella le gritaba.
– No, Costa, no, no te acerques, Costa, ¡no te acerques!
– Yo te salvaré -oyó Ethel-, porque el Demonio está hablando por tu boca.
– Yo estoy hablando por mi boca -dijo ella mientras retrocedía-. Los amé a todos. Como te amé a ti, Costa, ¿No puedes comprender eso? Como un ser humano ama a otro ser humano.
Costa se aproximaba a ella.
– No me pongas las manos encima otra vez, Costa. ¡No! ¡No!
Pero Costa la había agarrado.
Ethel intentó liberarse. Pero Costa era la persona más fuerte que ella había conocido. Su fuerza no era natural, la asustaba. Las lágrimas que había en los ojos de Costa, formaban parte del terror. Ethel no podía moverse.
– No quiero que digas nada más -dijo él-. Acaba con esto.
– No es cosa tuya lo que yo haga. Déjame ir.
– No hables más -repitió él. La retenía ahora por el cuello.
– Suéltame, maldita sea. No sigas.
Ethel le golpeó las manos y el rostro. Pero Costa parecía no sentirlo. Excepto que apretó más su presa.
– Asunto terminado ahora -dijo-. Estáte quieta. Quieta.
Y Ethel quedó quieta. Entre sus manos.
– Y nunca más estarás con nadie. ¿Lo entiendes?
– Lo estaré, lo estaré -dijo Ethel; pero la voz era ronca, rasposa.
Costa la sacudió.
– Ahora has de entender eso. Ahora eres mía.
Ethel entonces luchó por su vida, utilizando toda la fuerza que le quedaba.
Sosteniéndola por el cuello, Costa la alzó del suelo, las piernas agitándose de un lado a otro, las manos luchando con las de él. La sostuvo en alto, por encima del suelo, hasta que ella quedó vencida y quieta.
– Ahora -dijo Costa-. ¿Entiendes lo que quiero de ti? ¡Dilo!
Esta era su oportunidad y Ethel lo sabía. Si decía lo que él esperaba oír, si ella se doblegaba a su voluntad, estaba de acuerdo con sus condiciones, Costa creería que ella sería lo que él quería que fuese, lo aceptaría y la dejaría libre.
– ¿Qué? -dijo Costa, aflojando sus manos suficientemente para que ella pudiera recuperar la voz-. ¡Dilo!
– No importa lo que me hagas -dijo Ethel, y le dolía pronunciar cualquier palabra-. Yo no te pertenezco y nunca te perteneceré.
Cuando Costa apretó más fuertemente, Ethel volvió la cabeza y le mordió en las manos.
Costa le hizo girar la cabeza y Ethel dio un grito de dolor. La habitación quedó silenciosa.
Ethel abrió la boca como si tratase de aspirar el aire que necesitaba.
Consciente de lo que estaba sucediéndole, se borró su voluntad y se debilitó su decisión. Le acarició las manos lo mejor que pudo, diciéndole, lo mejor que podía, un susurro, un murmullo, un suspiro:
– Padre, escucha, por favor, no sigas, por favor, padre, no sigas, padre, no quiero odiarte, padre, no sigas, por favor.
Pero Costa no podía oírla. El hecho de que ella moviera todavía los labios le bastaba. Apretó más las manos. Ethel se dio cuenta de que estaba loco. Unos segundos después, intentó arañarle. De nuevo Costa la sostuvo en alto hasta que Ethel quedó inerte y colgante de sus manos.
Y estaba entonces poseído, espíritu divino, castigando justicieramente al transgresor.
– Nunca más estarás con otro -pronunció, los ojos centelleantes con la luz de la revelación-. ¡Está hecho! ¡Terminado!
– Estaré, estaré, estaré -decían los labios de Ethel. Pero no había voz.
Costa vio los labios en movimiento de ella y detuvo también eso.
– Decídete -dijo-. Lo que yo digo ahora es lo que será.
– Jódete -quiso decir Ethel. Pero no pudo. Ya era demasiado tarde.
– Así debe ser, callada -dijo Costa-. Lo mejor para ti. ¿Lo ves? Cuando no hablas, todo bien, ¿eh?
Los labios de Ethel se movieron por última vez, y los brazos de Costa se cerraron.
Se oyó una estrangulación, como cuando un pedazo de comida es demasiado grande para ser tragado.
Costa no la estrangulaba; la retenía para que no pudiera marchar. Era un acto de amor.
De la garganta de Ethel salió un sonido, que ella no hizo por voluntad, un chasquido, como el ruido de un hueso de pollo haría al romperse.
Y Ethel era suya, tal como la deseaba Costa, silenciosa.
Al cabo de un rato, salió un hilillo de sangre por una ventana de la nariz de Ethel.
La brisa del golfo hizo revolotear las suaves cortinas blancas, las hinchó elevándolas, y después las dejó caer.
Una hora después, Teddy entró abriendo con su propia llave. La habitación estaba a oscuras. La poca luz que había provenía de un faro! de la calle y se filtraba por entre las ramas y las hojas de un árbol pimentero. Cuando la brisa refrescó, las sombras se agitaban encima de la cama. Y del cuerpo. Y en la espalda de un hombre, en silueta.
Teddy comenzó entonces a percibir algo. Costa estaba sentado en una silla de respaldo alto a un lado de la cama, en donde había el cuerpo compuesto de Ethel. Tenía los ojos cerrados. El cabello esparcido por la almohada y reordenado primorosamente. El vestido estaba alisado sobre sus piernas largas y delgadas. Las rodillas y los tobillos estaban juntos, como los de una niña bien educada. Una de sus manos descansaba en el cuello, y la otra entre los pechos, los dedos ligeramente curvados, relajados. El cuadro era de una reminiscencia de ciertas pinturas religiosas de los difuntos bendecidos. Estaba adorable y en paz.
Únicamente cuando Teddy se inclinó más cerca, vio las marcas en el cuello, y que la boca, tan acogedora en sus horas de amor, tan húmeda entonces, tan tibia y blanda, se había endurecido, y sus labios estaban secos y ásperos.
La brisa movió el móvil japonés, produciendo un cristalino tintineo.
Costa no se había movido. Su posición sugería que estaba simplemente esperando que la persona amada despertara de su sueño.
El informe del médico forense del Condado fue breve.
«La víctima reveló leves marcas semicirculares en el cuello, por encima de los músculos mastoides derecho e izquierdo. Una incisión en el cuello reveló hemorragias en el cartílago tiroides con fracturas del hueso hioides. La tráquea estaba hundida. Un examen de la cavidad oral reveló que la lengua había sido empujada hacia arriba y hacia atrás obstruyendo el paso nasofaríngeo.
»Causa de la muerte: asfixia por estrangulación manual. Homicidio.»