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No hablaron. La mano de Ethel estaba en la portezuela. Teddy situó el coche junto al bordillo de la acera de la casa de Ethel y dio un tirón del freno de emergencia, como si intentara arrancarlo del suelo. Ella abrió la puerta.
– ¡Espera un minuto! -exclamó él-. Dime por qué me miras de ese modo.
Teddy estaba dirigiéndose a la parte posterior de la cabeza de Ethel.
– Toda la noche. Tan enfadada conmigo por lo visto.
Ella siguió sin responder.
De las diferentes partes de la casa en donde ella vivía llegaban ruidos de música y repentinas risas.
– ¡Es mejor que digas algo ahora, y rápidamente!
– ¿Por qué no haces lo que él quiere, y te casas con una de vuestras…?
– ¡Por qué no te vas a la porra! Cierra la puerta. -Se inclinó y dio un portazo.- ¿Qué es lo que te pasa ahora, por ejemplo? ¿Ahora mismo?
– Nunca te había visto -dijo Ethel- del modo que te mostrabas ante él.
– ¿Qué querías que hiciera cuando me golpeó… darle un puñetazo?
– Toda la noche estuviste fingiendo con él, y dándole apoyo, y cuando yo necesité ayuda me dejaste ahí sola.
– Le caíste bien, ¿no es así? Llevé el asunto del único modo posible con él. ¿Crees que es un hombre fácil? Intenta alguna vez hacerle cambiar de opinión sobre algo que está perfectamente claro, como si está o no está lloviendo. Si no hubiera suavizado las cosas un par de veces esta tarde, seguirías todavía en tu aseada habitación pintándote las uñas y pensando cuándo se rendiría el viejo y accedería a verte. Hago lo que he de hacer para conseguir los resultados que deseo. ¿Qué hay de malo en ello?
Ethel volvió la cabeza y lo consideró como si fuese un extraño.
– Y ahora, ¿qué es lo que quieres con esa maldita mirada de superioridad? -dijo Teddy-. Me he pasado la vida manejando a ese hombre, así que no me des lecciones en ese arte. Suave como el visón contigo, claro. «¡Miss Ethel! Bonita chica.» Toda esa comedia. Pero contradícele alguna vez, a ver si te atreves, y prepárate a salir corriendo.
– ¿Por qué no hablar honestamente con él?
– Porque tiene la cabeza dura. Mi madre lo lleva igual que yo. Los dos lo hemos visto en pleno furor. Y hay algo más, que tú no comprenderías porque naciste rica. Cuando yo estaba en esa Universidad juvenil, él consiguió el dinero necesario, hasta el último centavo, de una mísera tienda de cebos y cerveza. Y yo voy a pagarle con aquello que él aprecia más, ¡respeto! Por eso le he pagado el billete hasta aquí. ¿Crees que lo necesito para que me diga qué es lo que debo hacer?
Ethel seguía mirándolo fríamente.
– ¿Qué demonios debo hacer contigo… estar dándote pruebas todo el tiempo? -Teddy ardía en cólera.- ¿Es así como vamos a vivir? Si es así, ¡que buen provecho te haga! Anda, ve a tu casa. No quiero molestarme más contigo.
Girando la llave de encendido, pisó el acelerador. El motor rugió. Ella corrió.
La casa donde Ethel vivía estaba al borde de un cerro y había sido una gran casa cuando se construyó hacía cincuenta años. Las torres gemelas a cada extremo de la fachada habían proporcionado una impresionante vista del puerto. Ahora estaba frente a una hilera de bloques construidos en las laderas de la colina. Esa era la perspectiva que Ethel disfrutaba.
Compartía una pequeña habitación de la torre con una chica a la que casi nunca veía. Esa joven enfermera, prometida a un abogado, sólo utilizaba la casa para lavarse el cabello, cambiar de vestido y recibir la correspondencia de sus padres. La mayor parte del tiempo Ethel disponía de la habitación para ella sola, como ocurría esa noche.
Ethel no podía dormir.
La otra cama estaba cubierta con los desechos del rápido cambio de vestidos de su compañera de cuarto; unos panties usados, varios cinturones que se había probado y decidido no llevar, un espejo y varios frasquitos de sombra de ojos en tonos ligeramente diferentes, un perfilador de ojos con la punta rota, una pequeña botella de plástico con desmaquillador, una bolsita de torundas de algodón para esparcir el líquido, dos toallas, una de ellas sucia de maquillaje, un secador de pelo, el tubo semejante a un pedazo de intestino blanco, y una copia del Photoplay que la chica había estado leyendo mientras se secaba el cabello. Todo había sido usado con prisa, y se había dejado allí en donde había caído.
Por alguna razón, el desorden, al que Ethel ya estaba acostumbrada, aquella noche la deprimió, quizá porque sugería la ansiedad de su compañera por encontrarse con su amante.
Desde abajo subía el ruido de diferentes músicas desde diferentes habitaciones, un sonido que alteró más todavía los nervios de Ethel.
Se cubrió las orejas con las puntas de los dedos y se metió debajo de los cobertores.
Seguía sin poder dormir.
Finalmente llamó por teléfono a Teddy.
– Hola -le dijo.
– Iba justamente a llamarte -respondió Teddy.
– No puedo dormir cuando nos enfadamos.
– Tampoco puedo yo.
– Estaba pensando en lo que ha sucedido esta noche.
– Papá fue rudo.
– Me gusta, pero me asusta.
– Se necesita desfachatez para hacerte esas preguntas.
– El quería saber si yo era virgen. Es una curiosidad natural.
– Únicamente para gente anticuada como él.
– No. Son muchas las personas que lo piensan pero no lo preguntan. Todavía es importante para la gente. ¿Te hace sentir mal que yo estuviera con otros antes de estar contigo?
– No pienso en ello.
– Sí, sí piensas en ello, Teddy.
– Antes solía hacerlo.
– No, ahora todavía. Yo creo que eso te hace sentir mal ahora. Yo también aborrezco la idea de que tú hayas estado con tu pequeña oportunista griega. Ahora te he llamado porque… quería que supieras que después que he vuelto y no podía dormir y he estado pensando en ti y en mí, y… lo que quería decirte es que te quiero mucho, en este mismo momento.
– Esto es todo lo que me interesa -dijo Teddy.
– Te quiero, te quiero. ¿Y sabes qué? El dolor de cabeza se me ha pasado.
– Ahora ya podré dormir.
– No, no duermas. Porque, oye Teddy, escúchame. Cuando nos casemos yo haré todo lo que tú quieras que haga. Voy a obedecerte en todo.
Teddy se echó a reír.
– ¡Obedecerme! Esto sí que no lo creo.
– Quiero que me pegues si te desobedezco. Así es exactamente como siento, Teddy. Eres tan bobo. Estoy tratando de decirte que me ha desaparecido el dolor de cabeza y que yo… Realmente, Teddy, ¡te cuesta mucho entender!
– Oh. ¡Llego en un momento!
En la casa se había organizado una fiesta con drogas; de modo que Ethel esperó a Teddy a un lado de la carretera. Ella le indicó dónde podían ir; al final de una calle oscura había una haya cuyas ramas descendían a pocos centímetros del suelo. Cuando entraron con el auto debajo, otro vehículo estaba saliendo.
Ethel había traído consigo un pequeño cojín que su madre le había regalado. Hicieron el amor en el asiento de delante, habilidad posible para los jóvenes.
Se elevaron en vuelo. Ethel olvidó que había un mundo.
Cuando regresaron a la tierra, aterrizaron juntos, agotados, felices y sin nada importante que decir.
Ethel habló consigo misma en voz alta:
– Nosotros conseguiremos que dé resultado -dijo con toda la confianza en lo imposible que se tiene después de haber hecho el amor-. Teddy…
– ¿Qué?
– Yo creo que él también estaba nervioso.
– Ya te lo dije; por eso se emborrachó tan aprisa.
– Oh pobrecillo… querido viejecito.
– Está asustado por si tu padre y tu madre lo encuentran demasiado tosco o poco educado, creen que es lo que él llama un vlax. Mi padre es tan orgulloso como el que más, pero sigue pensando que aún huele a esponja moribunda y ¡hay que ver cómo huelen!
– No me importa lo que diga mi padre, tú lo sabes bien.
– Esa no es la cuestión. A Costa Avaliotis le preocupa.
– A lo mejor simpatizarán. Quizá.
Sin embargo, Ethel no lo creía posible. Su padre, el doctor Ed Laffey era cirujano, un inflexible profesional. Su madre era una inválida para quien parecía no existir curación. El doctor Laffey llevaba su casa como un hospital con un solo paciente.
– Tengo una idea -dijo Ethel-.Mañana nos montamos en un avión, los tres, y volamos a Tucson. Tal como dijo tu padre, todos hemos de conocernos. Tendremos el resultado final una hora después que ellos se hayan conocido.
– Entonces que se joroben; nosotros haremos lo que queramos.
– Oh, Teddy -exclamó Ethel, reviviendo su éxtasis.
– Pero creo que le eres simpática. Quiero que sea así. Quiero que él sea feliz.
– Ganaré su cariño.
– Esa es la idea. Ya es demasiado viejo para un revolcón pero sí puede apechugar con mucho mimo.
– Le daré todo el que quiera. Y a ti también.
– Ven aquí.
– Teddy, te quiero tanto…
– Y cállate.
– Teddy, recuerda, no llevo eso dentro…
Cuando Ethel era feliz, todo lo demás desaparecía.
Se pasó el resto de la noche soñando con su amante. Era un sueño infantil, realmente, y sucedía así: si ella y Teddy hicieran el amor bajo la mirada de su padre -esa era su fantasía- Costa sabría lo feliz que ella hacía a su hijo. Ethel vio entonces que la cosa sucedía realmente de ese modo, y Costa se mostraba muy grave en las circunstancias, comentando: «modo conveniente» o «estilo adecuado» o algo muy fuerte que la hacía reír, y…
El teléfono la despertó.
– Todo convenido -dijo una voz.
– ¿Quién? ¿Cómo? ¿Teddy? ¿Eres tú?
– ¿A quién esperabas?
– Estaba dormida. Espera un minuto.
Se metió debajo de los cobertores con el teléfono y doblando las rodillas hasta la barbilla se acurrucó con él en la oscuridad.
– ¿Convenido con quién? ¿Con él? Estupendo.
– Con una condición: que tú vas primero y él y yo iremos tres días más tarde.
– Oh, no.
– Se lo dije. Eh, papá, ella no va a tardar tres días en preparar a sus padres. «Ya verás como yo tengo razón», me respondió. Está sufriendo una resaca y esto lo hace más testarudo.
Ethel ya estaba despierta.
– No quiero pasar tres días con mi padre -dijo-. No quiero pasar tres días en esa casa con mi madre. No quiero pasar tres días sola en Tucson.
– Bueno, pues tendrás que hacerlo.
– ¿Por qué?
– Porque yo lo dispongo así. Obedéceme y calla. Porque él lo quiere así. «Modo conveniente», dice él. «Mi padre…» y no sé qué más. A propósito, le gustas. «Una persona de alto nivel», dijo. Así es como habla mi padre, como si tú estuvieras presentándote para alcaldesa. «Excelente persona.» ¡Jo, jo! Levántate. Tengo tu billete para el avión de las once y veinte.
– ¿Me llevarás al aeropuerto?
– He de atender mi clase.
– Esa maldita clase. Deja que otro se haga cargo.
– No quiero que otro se encargue. Especialmente si voy a dejarlo tres días después. Apresúrate ahora. Vístete.
Antes de salir de la cama Ethel consiguió que Teddy accediera a llevarla hasta el autobús del aeropuerto. Media hora más tarde Teddy estaba bajo su torre, llamándola.
– Bajo ahora mismo -gritó Ethel a través de la persiana de la ventana.
Pero no bajó en seguida. A pesar del hecho de que el viejo producía un estremecimiento de temor en ella cada vez que él la miraba, lo que según ella era agradable, y quizás era así, Ethel se sintió aliviada al no tener que verlo aquel día. Le inspiró un deseo perverso. Decidió ponerse el vestido que a él le gustaría menos entre los que ella poseía. Su elección, después de mucho considerar, recayó en un vestido blanco de seda tan ligera que flotaba cuando ella se volvía. Lo complementó con un chal amarillo que daba realce a su cabello. Las chicas la detuvieron abajo para decirle cuan intolerablemente sexy era su aspecto.
– Otra vez con retraso -le dijo Teddy cuando finalmente Ethel cruzó la puerta y corrió por el paseo hasta donde él se había detenido. Entonces se dio cuenta del vestido-. ¿Algún novio en Tucson o algo parecido? -preguntó-. ¿Algún valentón que va a esperarte al aeropuerto?
– ¿Por qué dices eso?
Ethel entró en el auto y tiró del borde del vestido, recatadamente, cubriéndose las rodillas.
– ¡Tu vestido!
– ¿Qué pasa con mi vestido?
– Nada para un extraño. Puedo ver tus pechos.
– Creí que te gustaban.
– ¿Qué clase de respuesta es ésa?
– Ahora no vamos a ver a tu padre, así que…
– Mi padre está en este momento frente a la posada esperando para despedirse de ti. Hubieras debido ponerte otra vez tu vestidito azul.
– ¿Y qué hubiera dicho tu padre de esas pequeñas manchas blancas que dejaste anoche en mi vestido?
Teddy tuvo que reír.
La reacción de Costa ante el vestido de Ethel fue menos discreta.
– Qué clase de vestido es ese, por el amor de Dios. A la Franka'
– Sólo un vestido ligero… En Tucson se está casi a cien grados. [4] Llamé a mi padre por teléfono y está deseando conocerlo.
– Puedo verlo todo.
– Ah, ¿el vestido? Las chicas ahora se visten de esta manera -dijo Ethel con voz mimosa.
– ¿Qué clase de chicas?
– Chicas como las de la casa en que vivo. -¿Van a casarse esas chicas?
– La mayoría de ellas así lo esperan.
– Pues que esperen. Nada que hacer aquí, lo garantizo.
Habló entonces a su hijo, enérgicamente, en griego. A lo que Teddy replicó:
– No podernos, papá. Ya tenemos el tiempo muy justo para llegar al autobús.
– Lo siento -dijo Ethel cuando se dirigían a la autopista-. Si hubiera sabido que íbamos a vernos con él… ¿Qué es lo que te dijo en griego?
– Me dijo que te llevara a casa y te hiciera cambiar el vestido.
– ¿Que tú me llevaras a casa y me hicieras cambiar el vestido?
– ¡Así es! Y que si yo no conseguía hacer de ti una mujer al estilo griego con toda rapidez, sería él mismo quien lo hiciera.
– No quiero irme… no quiero irme… no quiero dejarte -repetía Ethel una y otra vez durante todo el camino a la ciudad.
– Tres días -dijo Teddy.
– En tres días pueden suceder muchas cosas. En tres días puedes olvidarme. ¿Qué vas a hacer? Dímelo. Cada día, ¿qué harás?
– Mi padre. Cada día. El hablará, yo escucharé.
Dieron la vuelta a una esquina y llegaron a la estación de autobuses.
– Nunca más quiero estar sola -dijo Ethel-. Me asusta dejarte, Teddy. -Se apoyó firmemente contra él y murmuró: – Teddy, realmente, ¿por qué no me llevas todo el camino hasta el aeropuerto? Iremos a la parte de atrás, a ese aparcamiento en donde estuvimos aquella vez… ¿te acuerdas de aquellos autobuses escolares estropeados? Entonces me sentiré mejor.
– Me habías dicho que no te gustaban los trabajos rápidos.
– Prefiero eso a nada.
– ¿Qué hora es?
– Vamos. Vayamos. Podemos hacerlo. No seas tan meticuloso.
– Mira, ahí está tu autobús cargando gente. -La empujó suavemente alejándola del volante, se sentía tan halagado, y dirigió el auto hacia el bordillo.- Vamos, nena, cógelo. ¡Sólo serán tres días! Y llámame. Cada día. Estaré esperando que me llames.
En el trayecto del autobús hacia el aeropuerto, Ethel pensó que los tres días siguientes que ella no quería pasar sin Teddy serían durante mucho tiempo los últimos tres días que estaría sin él.
Se sintió sola y sin protección. Y en el tipo de peligro que en otros tiempos había gozado.
En Tucson fue la última en salir del avión y no se apresuró con el resto para recoger su maleta. Caminó lentamente hasta el ardiente sol y permaneció de pie, expuesta a su fortaleza. Tomó una decisión y se dirigió al mostrador de «Avis» para alquilar un auto.
Ethel no pensaba ir a su casa.
Rodó lentamente en la dirección opuesta, hacia las montañas del norte. Al pie de las primeras colinas había una última calle larga que acababa en pleno desierto. Ethel se detuvo allí en donde terminaba, frente a una pequeña cabana blanca. Parecía abandonada.
En la guantera del auto alquilado Ethel encontró un papel de multa por aparcamiento que el anterior ocupante no había atendido. Escribió en el papel: «Erriie, ven por favor esta noche en nuestro sitio Tex-Mex. Necesito hablar contigo.» Y firmó: «Kit.»
Salió del auto y se encaminó hacia el deteriorado edificio. A un lado de la cabana había un viejo jeep «Scout» que no parecía funcionar. La puerta de la cocina no estaba cerrada con llave. Cuando se iba a trabajar, Ernie dejaba abierta la puerta de su casa. Aunque siempre lo hacía.
El exterior de la construcción estaba en mal estado; casi toda la pintura había sido arrancada por la arena que el viento arrastraba. Pero en su interior era más bien alegre. Todas las paredes estaban cubiertas con recortes y fotografías de periódicos y revistas, todos con algún significado especial y particular puesto de relieve por los garabatos que Ernie había añadido en los márgenes y rincones. Iban de lo más serio a lo más trivial, lo trivial considerado seriamente, y lo serio ridiculizado. Un collage obsceno mostraba a Jackie Onassis de rodillas prestando un servicio al general Charles de Gaulle que se dirigía a su Ejército de Liberación en la distancia. Ethel observó recortes recientes. Uno, en el refrigerador, decía: «Cuando los pobres nazcan sin agujero en el culo, la mierda valdrá dinero.»
Ernie era hijo de un rico magnate en el negocio de Seguros y de bienes inmuebles.
El fregadero estaba lleno de cacerolas y sartenes sucias. La mesa había quedado puesta desde la cena anterior. Ethel observó que la noche anterior allí habían cenado dos personas.
Descubrió que la tetera para calentar el agua estaba caliente y al mirar al otro cuarto -sólo había uno- por la puerta abierta, vio a Ernie. Estaba dormido, desnudo, boca abajo, sobre su colchón en el suelo exactamente igual como ella lo había visto cinco meses atrás.
Sacándose las sandalias se acercó de puntillas evitando los envases vacíos de cerveza y se sentó al borde del colchón, esperando inmóvil.
Contó siete gatos en la habitación… tres más desde su época.
Ernie tenía los músculos suaves y redondos de lo que no era: un campeón de natación. No hacía ejercicio, pero nunca aumentaba de peso. Su piel era de un moreno dorado y su cabello más claro, pajizo. La imagen de un apolo moderno. Un joven con quien la naturaleza se había mostrado tan pródiga que nunca se vio impulsado a ponerse a prueba.
La sábana había quedado hacia atrás junto a su cabeza y Ethel vio la quemadura que Ernie había hecho meses atrás en el colchón con un cigarrillo abandonado. No se había molestado ni en dar la vuelta al colchón.
Un viejo despertador estaba en marcha: las dos cincuenta y dos. Ernie, recordó Ethel, había tenido un trabajo, una especie de hombre para todo en la Granja Experimental del Estado. Pero con frecuencia no se molestaba en acudir al trabajo y la gente de la Granja no hacía caso de su obstinación. Ernie trabajaba cuando necesitaba dinero.
La zona alrededor del colchón era familiar para Ethel. Seguían ahí los mismos libros, apilados, y revistas y periódicos por todas partes. Había una nueva colección: unos pequeños cactus extraños en botes de café y también piedras partidas por la mitad para revelar sus sorprendentes dibujos interiores.
– Has vuelto. -Un murmullo.
Ethel no se había movido. Tampoco Ernie.
– Sí.
– ¿Has traído la cerveza?
– ¿Qué?
– Ibas a buscar seis latas.
Ethel se acordó. Cinco meses atrás había salido para un recado de veinte minutos y no regresó.
Ernie se volvió lentamente y vio quién estaba allí.
– Oh, si eres tú, ¡Kit!
– No he traído cerveza.
Ernie le hizo un regalo, su gentil sonrisa. Tenía aquello que ella recordaba, un único hoyuelo.
– ¿Muy enfadado conmigo? -preguntó Ethel.
– Hacemos lo que hemos de hacer, nena.
– ¿Te llegó mi carta?
– Llegó, pero todavía no ¡a he leído.
– ¿En tres meses? No era una carta tan larga, Ernie.
– Comprendí en seguida lo que sucedía. No necesitabas una carta larga.
– ¿Así que estás enfadado conmigo?
– ¿Qué es lo que decías que ibas a hacer?
– Casarme.
– ¡Oh, Dios mío!
– ¿Qué quieres decir con eso?
– ¿Sabe él en dónde se mete?
– No eres muy amable al decir eso, Ernie.
– Simplemente la realidad. ¿Quieres mirar si me encuentras un cigarrillo en alguna parte?
Ethel se levantó y comenzó a mirar a su alrededor.
– Se lo he contado todo -dijo.
– Si lo hiciste, has ido demasiado lejos. Mira en mis calzones.
Sus pantalones estaban en el suelo allí en donde los había dejado caer Ernie.
– Casi todo. Aquí. Sólo queda uno.
– Ahora una cerilla. Cuando vayas al almacén tráeme un cartón de «Kool». Y cerveza también, seis latas y quizás algunos «Fritos» y también la revista Magazine y Newsweek, y si lo tienen, el nuevo Rolling Stones.
– ¿Qué te hace pensar que voy a ir al almacén?
– Todos lo hacen, antes o después.
Ethel había encontrado una cerilla y estaba encendiendo el cigarrillo de Ernie.
– ¿Cómo es que no estás en tu trabajo?
– La noche pasada estaba leyendo este libro, me interesó mucho y quería terminarlo.
– Veo que ayer estuviste aquí con una amiga.
– Ella preparó la cena. Entonces le dije que se fuera.
– El mismo Ernie de siempre. ¿Quieres que arregle esto un poco?
– Si tienes ganas. No lo hagas por mí. Deja que te mire.
Lo hizo, a través del humo del «Kool», y sonrió cariñosamente.
– Tienes buen aspecto -dijo.
– Estoy bien.
– De hecho, estoy contento de verte.
– Estuve a punto de no venir. Temía que estuvieras mosqueado conmigo.
– ¿Por qué?
– Por desaparecer como lo hice. ¿Lo estás? -Teddy, pensó Ethel, hubiera armado una escandalera.- No voy a culparte por ello, así que dime la verdad.
– No hace falta que pasemos otra vez por esa mierda, ¿no crees?
– Lo quiero, Ernie. Deseo que me perdones.
– Ya lo he hecho. Además, ya lo esperaba.
– ¿Esperabas qué?
– Que en el último minuto lo pensaras mejor y te fueras. Me sentí muy aliviado. Yo mismo estuve a punto de echarme atrás.
– ¿De verdad, Ernie? ¿O lo haces para que yo me sienta mejor?
– Después que te fuiste, me acerqué a ver este lugar que habías encontrado. Me gusta más esto de aquí. Tiene un aspecto infernal, pero… bueno, imagina todo el esfuerzo para trasladar todo este arte y esta sabiduría que he pegado por las paredes. ¡Sería como trasladar la Capilla Sixtina! -Miró con satisfacción las paredes de su cuarto. – Tengo algunas cosas nuevas realmente bellas. Da una vuelta alrededor y… ¿Estás llorando? Por el amor de Dios, Kit, no estoy enfadado contigo.
– Estoy avergonzada de mí misma -dijo Ethel- por desaparecer de aquella manera, sin una palabra.
– ¡Avergonzada! Es la emoción más inútil que existe. La vergüenza y la culpabilidad… no sé lo que es peor. ¿Ves lo que dice ahí? -Señaló un lugar en el muro.- Ingrid no-sé-cuántos, la estrella de cine, lo dijo: «El secreto de la felicidad es una buena salud y una memoria corta.» Arráncalo y llévatelo. Hiciste lo que debías. No era una buena idea que viviéramos juntos. Si tú pagases el alquiler, que tendrías que hacerlo ciertamente, yo me hubiera sentido obligado. Hubiera terminado odiándote. ¡La tensión de la fidelidad! ¡Y mis gatos! Aquí son libres. ¿Qué hubiera hecho yo allí… estar limpiando lo que ensuciaban? No, estamos mejor aquí, en la última casa de una calle abandonada, con los coyotes, las serpientes y los buhos alimentándose con los perritos de la pradera, los ratones del campo y la codorniz, un equilibrio ecológico perfecto… Kit, acaba ya, no llores más.
– Me siento terriblemente, Ernie. Pero no lo ves, somos demasiado parecidos. Te lo escribí, explicándolo.
– Sinceramente, no acabé de leer tu carta.
– No te preocupas por nada, chiquillo. Ernie suspiró.
– ¿Qué significa eso?
– Me parece oír la voz de mi padre -dijo-. Así es como él solía hablar y por eso me fui de casa.
– Bueno, pues es verdad. No hay nada que te interese.
– Así es. Pero me alegro por ti. Realmente me gustas. -Le acarició la cara, suavemente, como solía hacer antaño.- Eso no ha cambiado. En eso puedes confiar.
Ethel cerró los ojos y permaneció silenciosa.
– No te guardo rencor -dijo-. Siempre seré tu amigo.
– ¿De verdad? ¿Lo prometes?
– Sí. Siempre seremos amigos. No importa lo que hagas.
– Gracias -dijo Ethel-. Realmente. Muchas gracias. Entonces, aliviada, con los ojos cerrados todavía, se tendió y rodeó a Ernie con sus brazos, como si lo estuviera haciendo en sueños y apoyó la cabeza en el hombro de él.
– Ahora te creo -le dijo -. Creo que no estás enfadado conmigo. Me siento mejor.
– Así que no llores más.
– De acuerdo.
Ernie no se acercó más. Quedaron inmóviles.
– Ahora tengo alguien bueno de verdad -murmuró Ethel.
– Me alegro por ti.
– Mira, Ernie, yo necesito que alguien me diga cómo he de ser, lo que está bien y lo que está mal. Y él lo hace.
– Pues está muy bien. No llores más.
– Ahora lloro porque soy feliz. Por hablarte como lo hago. He echado de menos nuestras charlas, Ernie. Me preocupaba por ti. Como, por ejemplo, si ya habrías mandado arreglar este maldito colchón. ¿Por qué por lo menos no le das la vuelta? Vamos. Levántate.
Dieron la vuelta al colchón, poniendo la cabecera a los pies.
– Gracias -dijo Ernie-. Tiene mejor aspecto. Más trabajo del que he hecho en una semana. -Se tendió otra vez.- Vamos, hablame de él. ¿Cómo se llama?
– Teddy. Tápate un poco, ¿quieres?
– Ven aquí conmigo y nos cubriremos los dos -dijo Ernie retirando la sábana y metiéndose debajo -. Vamos, como solíamos hacer, para hablar solamente.
Ella se tendió conservando sus panties.
– Ahora habíame de Teddy.
Ethel le habló de Costa, de su visita, y Ernie la escuchaba atentamente y sin interrumpirla, sin contradecir su interpretación de los hechos ni corregirla en ningún juicio. Ernie sabía escuchar. Ella le contó cómo la había interrogado Costa, el cambio del viejo cuando se emborrachó, la canción que cantó y lo peligroso que parecía cuando se enfadaba y cuánto la había asustado. Le habló de su honradez y de que él reconoció la verdad cuando ella le preguntó si no hubiera deseado que Teddy se casara con una de su gente, y de los fuertes lazos familiares, que ella nunca había conocido nada igual, que su propia familia no era nada.
– Y tú… ya sabes.
– Ya sé -dijo Ernie-. Nada. Pero oye, has estado hablando sólo del padre. Y el hijo, ¿cómo es? ¿Teddy?
– Oh, es un chico realmente bueno. Siempre me lo cuenta todo. Yo sé en todo momento lo que está pensando. Me grita cuando cree que me he equivocado. Nadie lo había hecho antes… excepto mi padre. Pero me gusta que Teddy lo haga porque significa que se preocupa por lo que yo hago.
– ¿Y yo no?
– Ernie, tú nunca te preocupaste. Tú nunca te enfadaste conmigo.
– Solías decirme que eso te gustaba.
– Me gustaba.
– Yo era tu ideal, solías decir. -Ernie se echó a reír al recordarlo.
– Lo eras. Pero todo ha de tener un significado, ¿no es verdad Ernie?
– No.
– Mira. Navegamos con la corriente, adonde sea que nos lleve. Pero este maldito viejo griego, es feroz. Para él, todo ha de ser de cierta manera. Y yo lo necesito… No lo hagas, Ernie.
Ernie, avanzando la mano por la espalda de Ethel hasta la extremidad del hueso entre sus nalgas, la había atraído hacia él, de modo que ella quedó apretada contra él, su vulva presionando el hueso de la cadera de Ernie.
– Me alegro por ti -dijo Ernie-. Finalmente has encontrado el tipo que te conviene, me parece a mí.
– Sé que así es. No hagas eso, Ernie.
– Quédate quieta.
– De acuerdo, pero no hagas eso.
Le producía un placer. ¡Ernie era un hombre tan perfectamente tranquilo, tan pasivo! Su indiferencia… ¡Oh Dios! Eso seguía excitándola. Era algo perfecto estar allí juntos, de aquel modo, hablando. Tal como ella lo recordaba, la cara descansando entre el hombro y la cabeza de él. Ethel observó otra vez que a pesar del calor, más de noventa, Ernie parecía fresco. En el día más caluroso, Ernie tenía una brisa particular que soplaba sobre su cuerpo. Teddy sudaba cuando hacía el amor, especialmente antes; Ethel adivinaba siempre cuando lo deseaba porque se ponía sudoroso. Pero Ernie siempre estaba tan tranquilo y fresco.
– No, Ernie, por favor, no hagas eso.
– No lo hago. -Cogió la mano de ella que colocó en su pene. Estaba lacio.- ¿Lo ves? Vamos, sigue, habíame del hijo.
Ethel quitó la mano.
Susurrando, ya que él estaba tan cerca, le contó por qué había venido a Tucson.
– El y Teddy llegarán pasado mañana -dijo-. El viejo me dijo que yo viniera primero y preparara a mis padres para su visita. No me preguntes qué quiere decir con esto… preparar a mi familia, dijo él… ni lo que se supone que debo hacer. Pero lo que ese viejo ordena, ha de hacerse.
– ¿Por qué no estás en tu casa ahora, haciendo lo que sea que debas hacer?
– Tenía que verte. Me sentía tan avergonzada por alejarme de ti de aquella manera. Sabes, no entiendo cómo soy, Ernie. Como ahora, todavía siento algo hacia ti. Mis sentimientos no están ahogados como deberían estar. Pero algo sí sé con certeza… amo de verdad a Teddy. De verdad.
Ethel le apretó con fuerza para que él la creyera.
– No es un capricho pasajero, Ernie. Estoy enamorada. ¿Lo comprendes?
– Sí. Lo comprendo. Quítate esto.
– Ernie. No.
– Vamos. No me gusta estar desnudo y que tú no lo estés.
– No lo haré, Ernie. Me vestiré y me iré a casa si sigues por ese camino.
Diez minutos después ella se sacó los panties sin que él se lo pidiera.
Lo tomó en su boca, y tiró suavemente de él, del modo que solía hacerlo, mientras él permanecía echado con los brazos doblados por detrás de la cabeza.
No consiguió una erección.
– Estás enfadado conmigo, de acuerdo -dijo Ethel, levantando la cabeza del órgano viril que estaba alargado pero flojo y metiéndolo de nuevo en su boca.
Siempre había existido aquella cuestión, recordó Ethel, de si ella podría o no podría excitarlo. Ernie era el único muchacho que ella había conocido con el que le correspondía a ella ser el agresor. Siempre había tenido que ir detrás de Ernie, esperando ansiosamente que, tarde o temprano, él respondería.
– Tienes buen aspecto -dijo Ernie, mirándola desde arriba.
Ella alzó la cabeza.
– ¿Realmente lo crees?
– Sí -respondió él.
Ella volvió a la carga.
– Esto significa que él debe ser bueno para ti.
Ethel asintió.
Aun cuando finalmente consiguió excitarse, Ernie no cambió de postura. Lo que más le complacía era esperar, mientras quienquiera que fuese que estuviera con él, se acaloraba y apasionaba hasta estar fuera de control. Ernie gozaba reteniéndose, observando cómo su pareja se afanaba, presionando, en tensión, esperando que él se excitara, inquietándose por si lo conseguiría, pensando si algo de lo que ella estaba haciendo no era adecuado… Y, finalmente, ¡qué emoción cuando a él se le endurecía!
Y ahora sucedió.
Ella lo cogió y lo puso dentro de su cuerpo.
– No llevo nada ahí dentro, Ernie -le dijo.
– No terminaré -respondió él.
– ¿Has estado con muchas chicas, Ernie, desde que yo me fui? La pasada noche había alguien aquí, ¿no es verdad?
– Sí -dijo él-, había alguien.
– No me importa -respondió Ethel.
Ella estaba apoyada contra él, sus pechos descansando sobre el pecho de Ernie. Frenéticamente, Ethel se agarraba a Ernie, haciendo todo el trabajo.
Ernie seguía con las manos plegadas detrás de la cabeza.
Pero ahora tenía en los labios una leve sonrisa, la que Ethel estaba esperando, testimonio de que un sentimiento misterioso, ni amor, ni pasión, sino algo más cercano a la crueldad, había despertado finalmente en Ernie.
– No te perdono -dijo él. Y por fin bajó los brazos y puso las manos en el trasero en movimiento de Ethel.
Esto la excitó más y Ethel lo cogió con más fuerza, cerrando los ojos y oscilando intensamente para hacerle culminar, como a ella misma estaba a punto de pasarle. Sería imperdonable que él terminara dentro de ella.
– No termines dentro de mí -dijo jadeante.
– Nunca te perdonaré -dijo Ernie- por lo que me hiciste.
Ethel estaba llorando, pero ahora con alivio, pues sabía que mientras él decía que nunca la perdonaría, ella sabía que ya lo había hecho.
– Lo sé -dijo ella-. Sé que nunca me perdonarás.
– Pequeña bruja sinvergonzona -dijo Ernie-. ¡Brujita consentida y sinvergüenza!
– Eso es lo que soy -respondió ella-. ¡Consentida! ¡Sinvergüenza! ¡Rica! ¡Bruja!
Súbitamente, con toda la potencia que había estado acopiando en su cuerpo, Ernie se mostró activo y Ethel profirió exclamaciones.
– ¡Oh papaíto, oh papaíto, papaíto, papaíto!
Cuando todo hubo terminado, se separaron, y la verdad quedó en el espacio vacío entre ambos.
Feliz y tranquila, Ethel se durmió.
Las nubes cubrieron el sol. La habitación quedó en penumbras. En algún lugar, fuera, un perro ladró. El tiempo se desplomó.
Ernie permaneció quieto, escuchando los ruidos del tráfico de regreso a casa procedente de la carretera lejana.
El mayor de los gatos se estiró. Había llegado su hora de caza.
Un auto se acercaba por la carretera hacia la casa, pero Ernie no se movió.
El auto se detuvo frente a la casa. Ernie oyó cómo se abría y se cerraba la puerta del vehículo y los pasos que cruzaban la arena.
Ernie no se molestó en moverse.
Entró una chica en la casa y el gato callejero se frotó contra sus pies y salió.
– Ernie -dijo la chica acercándose a la puerta del dormitorio-. Estoy de vuelta.
Vio entonces que había alguien con Ernie. Se quedó en el umbral de la puerta con una gran bolsa de papel oscuro en los brazos. De la bolsa extrajo un cartón con seis latas de cerveza y una bolsita de «Fritos», un cartón de «Kool», el Time, Newsweek, Rolling Stone y el Citizen de Arizona. Lo puso todo encima de la mesa, recogió el pasador de pelo que había olvidado la noche anterior y se fue.
Quedó entonces un silencio perfecto, excepto por el silbido del viento y los remolinos de arena.
Ernie se levantó y fue a la cocina. Se sentó en una silla, puso los pies sobre la mesa y tirando de su prepucio lo sacudió suavemente. Después destapó una botella de cerveza.
Cuando el sol ya se había puesto y la casa estaba a oscuras, cuando todas las criaturas excepto los buhos estaban dormidas, Ethel despertó.
– ¿Quieres que te prepare algo de comer? -preguntó a Ernie.
– Me gustaría un poco de helado, pero no tengo dinero.
Ethel se vistió y se fue al almacén en auto. Trajo dos cuartos [5] de helado de café, del mejor. Se sentaron en la cama, desnudos, comieron el helado y hablaron.
Ella le contó que con Teddy sentía que su vida, por primera vez, tenía un propósito.
– Me gustaría haber encontrado a alguien que me hiciera sentir igual -le dijo Ernie, mirándola.
– Quizá la encuentres -dijo ella-. Espero que así sea, Ernie.
Hicieron nuevamente el amor.
Más tarde, Ethel le contó cómo lo hacía Teddy, cómo se apresuraba, cómo se ponía nervioso, cómo sudaba.
– Probablemente lo pones nervioso -dijo Ernie-, como si fueras a abandonarlo a cada momento. ¿No haces eso?
– No, no. No quiero dejarlo. ¡Nunca!
Vencida casi totalmente la tensión entre ellos, nuevamente extraños, hicieron el amor una última vez y se durmieron después, dándose la espalda.
Al despuntar la aurora, Ethel oyó los pájaros y saltó de la cama. Caminando cuidadosamente entre las latas vacías de cerveza, esparcidas por el suelo, se vistió rápidamente dispuesta a escapar con sigilo. Buscó su lápiz de cejas para garabatear una nota de despedida sobre la bolsa de papel oscuro.
Cambió entonces de intención y se acercó de puntillas hasta Ernie que dormía.
– Me voy -murmuró.
– Muy bien -dijo él.
– No te veré nunca más -añadió.
– De acuerdo.
Ethel esperó, pero Ernie no dijo nada más. Estaba dormido.
Ethel salió de la casa, a la sofocante mañana del desierto.
Entre su auto y el de Ernie había otro vehículo, una vieja camioneta «Toyota» que no había estado allí la noche anterior. En el asiento frontal, mirándola con odio, había una chica, de unos diecisiete años, de rostro delgado y con la piel imperfecta de los adolescentes. No dijo nada hasta que Ethel subió a su propio auto.
– No se acerque a él, señora -dijo-. No vuelva por aquí.
– No será necesario -respondió Ethel.
<a l:href="#_ftnref4">[4]</a> Fahrenheit. (Nota del Traductor.)
<a l:href="#_ftnref5">[5]</a> Cuarto de galón (1.13 litros aprox.). (Nota del Traductor.)