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3

No deseaba llegar a su casa antes de que su padre hubiera salido para todo el día, de modo que circunvaló la ciudad de Tucson subiendo más arriba del nivel de smog. <strong>[6]</strong>

Un halcón estaba buscando su alimento en el jardín alrededor de la piscina. Ethel arrimó a un lado de la carretera su auto alquilado, desconectó el motor y se hundió en el asiento.

Exactamente a las ocho menos cuarto, un «Mercedes» de color marrón descendía por la avenida de gravilla y se detuvo al otro lado de la verja de apertura eléctrica. Ethel vio cómo su padre sacaba el brazo por la ventanilla del conductor, pulsó un botón en un soporte de metal y abrió. Cuando el «280 SL» hubo cruzado la puerta, apareció de nuevo el brazo para presionar otro botón en el exterior. Cuando la verja se cerró con un clic, el poderoso auto tomó la dirección opuesta al lugar en donde Ethel se estaba escondiendo y se precipitó por la carretera.

Para asegurarse, Ethel le concedió diez minutos. El doctor Ed Laffey raramente se olvidaba de nada, pero había ocurrido. Llevaba su casa y sus cuatro acres en la cima de la montaña con toda meticulosidad. Cada mañana, en la hora del desayuno, dictaba el menú de la cena, detallando lo que debía cogerse de su cámara congeladora o del huerto y lo que debía comprarse y en dónde. Con igual meticulosidad controlaba la marcha del establo que albergaba los caballos de paseo, su único punto flaco. Antes de que el doctor saliera para su jornada de trabajo, la pareja Manuel y Carlita, y Diego, el joven mozo, debían recibir el conjunto de instrucciones.

Convencida de que ya no iba a regresar, Ethel cruzó la verja, siguiendo el doble rito de la barrera, y pasó por delante del garaje en donde otro «Mercedes» esperaba, éste de color blanco, un regalo que le había hecho su padre cuando ella cumplió los veintiún años.

Decidió deslizarse por la puerta trasera sin ser vista. Manuel debía de estar ocupado en los establos, su primera tarea matutina. Después de entrar se detuvo al oír el ruido sordo de la lavadora tamaño hotel, en marcha en el cuarto de lavandería. Cada mañana se cargaba la máquina con todo lo que fuese lavable utilizado el día anterior; no se toleraba ninguna suciedad en la casa por más de veinticuatro horas.

Esa era una de las razones por las que se había ido a vivir con Ernie.

Pasando sigilosamente por la despensa para evitar la cocina, en donde oyó a Carlita que canturreaba mientras trabajaba, y moviéndose de puntillas con la velocidad de un fugitivo, Ethel creyó que había conseguido entrar sin que nadie se diera cuenta. Pero después de cruzar el salón y cuando comenzaba a subir la escalera mal iluminada, un pozo de dos pisos con una alta ventana de cristales de colores, con una rápida mirada por encima del hombro vio a su madre mirándola ansiosamente desde el cuarto de estar.

– ¿Quién es? -preguntó Emma Laffey, con voz temblorosa.

– Soy yo.

– ¿Quién?

– Ethel.

– ¡Oh! ¡Kitten! -El alivio ganó al temor.- Estoy tan contenta de que hayas vuelto…

Ethel se acercó hasta la mujer acomodada en su butaca, cubiertas las rodillas por una manta blanca tejida a punto flojo, y cumplió con su deber, un beso rápido en la frente. Pero la anciana cogió la mano de la muchacha y la apretó contra sus labios.

– Gracias -dijo-, muchas gracias…

– ¿Por qué, mamá?

– Por regresar. Esto no es lo mismo sin ti, Kitten.

Ethel no podía soportar la expresión histérica de la gratitud de su madre. Era demasiado penoso. Mistress Laffey no creía merecer nada.

– Pareces cansada, Sugar [7].

– Estoy bien, madre.

– Por poco encuentras a tu padre. Acaba de irse. Siéntate junto a mí y deja que te mire.

Carlita entró con el desayuno de su madre en una bandeja: té «Constant Comment», una tostada sin mantequilla, y a un lado de la bandeja rodajas de lima y un pequeño recipiente de plata mexicana que contenía un sustituto del azúcar. Nadie estaba seguro respecto a la enfermedad de mistress Laffey, pero todos los doctores consultados estaban de acuerdo con su esposo en que su dieta debía prescindir del colesterol y el azúcar. El doctor Laffey, convencido de que el azúcar y la crema eran veneno, nunca los usaba.

- Bien venida, <strong>[8]</strong> miss Ethel -dijo Carlita-. Por poco encuentra a su padre. ¿Quiere que lo llame y le diga que usted ha regresado?

– No.

– ¡Oh, sí! -dijo Emma Laffey-. ¡Hazlo, Carlita!

– Estoy terriblemente cansada, mamá. Voy a tornar una ducha rápida, dormiré un rato y después lo llamaré yo misma.

– Naturalmente. No llames al doctor Laffey, Carlita. Ethel debe estar agotada. Esos viajes tan largos solían cansarme tanto… Ella ha recorrido un largo camino desde…

Había olvidado el nombre de la ciudad.

– Desde San Diego, mamá. Ya veré a papá esta noche y bajaré a verte a ti tan pronto como yo…

– Esta noche quizá vendrá tarde. Ahora opera casi todas las noches. Trabaja demasiado duramente.

– Lo sé -respondió Ethel. Besó de nuevo a su madre en la frente-. Ya bajaré -añadió, corriendo escalera arriba como si huyera de un incendio.

Cerró la puerta de su habitación y se dejó caer en la cama.

Teddy, pensó. Teddy es la cordura.

Se levantó, se despojó del vestido que no había gustado a Teddy y con un par de tirones rasgó la costura central y dejó caer las piezas al suelo.

Se duchó. Lo último de Ernie.

Puso el agua tan caliente como podía soportar. Permaneció durante diez minutos bajo el chorro de agua liberándose de su tensión.

Calmada finalmente, con el cuerpo rosado y blando, se envolvió el cabello con una toalla y se dirigió a su dormitorio. El sol llegaba ya a su ventana y Ethel giró una butaca para que el rayo de ámbar la llenara y se dejó caer entonces en el pozo de luz estirando las piernas y cerrando los ojos.

Sentía todo su cuerpo irritado. Suponía que tendría marcas en su piel -quedaba marcada con facilidad-, pero en aquel momento no sentía deseos de comprobarlo. Quería estarse quieta.

Llamaron discretamente a la puerta.

– ¿Miss Kitten? -Era Manuel.

– ¿Qué hay?

– Tengo correo para usted.

– No quiero el maldito correo. ¡Oh, espera un minuto!

Abrió la puerta lo suficiente para mirar fuera, ocultando su cuerpo detrás, de modo que no hubiera posibilidad de una conversación larga.

Manuel, un chicano cincuentón, pequeño y sólido, y su esposa Carlita, habían estado «en la familia» hasta donde llegaba la memoria de Ethel. Sostenía en la mano, respetuosamente, un montón de correo. Manuel siempre se mostraba respetuoso.

– Es muy agradable tenerla aquí de regreso, miss Kitten -le dijo.

– Yo también estoy contenta de verte -mintió Ethel.

– Enhorabuena. El doctor Laffey me ha dicho que va a casarse usted.

– Voy a casarme. -Se echó un poco más atrás para recordar al hombre que ella estaba desnuda.- Perdóname, Manuel.

Ethel había pedido que no le mandaran el correo, cuando salió para San Diego. Había una auténtica pila.

– Y un telegrama. Llegó la noche pasada. El doctor Laffey lo abrió, por si acaso. Así es como supimos que usted estaba de camino para acá. Su padre pensaba que usted llegaría la noche pasada.

– Manuel, estoy a medio bañarme…

– Oh, sí, sí. Por poco se encuentra con su padre -continuó Manuel, sin inmutarse-, pero Carlita lo llamó y…

– ¿Por qué demonios lo hizo?

– Creo que su madre se lo mandó.

– Yo creo que mi madre le dijo que no lo hiciera.

– Sea como fuere, su padre dijo que esta noche cancelaría sus operaciones y llegaría a casa a tiempo para el coctel. «Decidle que no se vaya», dijo su padre.

Ethel cerró la puerta diciendo:

– Ahora voy a dormir un rato.

Cerró con llave y arrojó el correo encima de la cama.

Volverían dentro de un minuto, apostaría cualquier cosa. Cogió el secador de cabello del armario, lo enchufó y se puso el casco cubriéndole las orejas. Se sentó en la cama con el tembloroso casco en la cabeza, buscó el telegrama -debía ser deTeddy-, lo retuvo contra el pecho y miró con resentimiento el resto de correo.

Tenía miedo de leer el mensaje de Teddy. ¿Y si él hubiera intentado llamarla anoche? Decidió reservarlo hasta haber leído el revoltijo de cartas.

En su mayor parte era propaganda y circulares. Un anuncio de una boutique «End of the Line», iba acompañado de una carta. Su papaíto estuvo aquí la semana pasada y escogió algunas cosas muy bonitas. ¿Le gustaron a usted? Nos dijo que, naturalmente, usted tenía aquí una cuenta de crédito y que podía adquirir cualquier cosa que le gustara. Es un hombre sumamente generoso y, además, extraordinariamente atractivo.

¡De modo que su padre tenía una amiguita! Casi operaba todas las noches, había comentado su madre. Trabajaba demasiado.

Había una circular del peluquero que ella solía frecuentar informándola de que trasladaba su establecimiento a otra dirección, en donde, desgraciadamente, el alquiler era superior y sus precios por tanto, también debían elevarse. Pero para unas pocas clientes -y ella estaba entre ellas- se aplicarían los antiguos precios. «¡Venga, pues, a vernos!»

Había un gran sobre del vendedor del «Mercedes». Sólo hacía cinco meses que Ethel tenía el auto, pero el vendedor ya le mandaba un folleto con los últimos modelos, ilustrado con brillantes colores. «Estaría usted preciosa en este modelo», había escrito el vendedor en un margen. «Me apuesto algo a que pueden tentar a su padre. Y nosotros estaremos muy satisfechos en poder colaborar.» ¡Al grano!

Había también un sobre con sello de Israel.

Aarón. Después de un año de silencio.

Cuando sacó la carta cayeron dos instantáneas. Una mostraba unos bañistas en el agua azul, un grupo de nadadores de una docena de chicos y muchachas junto al mar. Aarón, que había sido estudiante de intercambio en la LIniversidad de la Escuela de Minería de Arizona cuando ella era estudiante de segundo grado de Bellas Artes, le había dicho con frecuencia cuánto echaba de menos el agua salada. Y ahora, aquí estaba, en medio de un grupo feliz, chapoteando en el agua. Los nadadores, a una señal del fotógrafo, habían levantado los brazos saludando. Todos parecían muy satisfechos de estar en aquel lugar en semejante compañía, a excepción de una chica que no miraba a la cámara: una jovencita fogosa que miraba a Aarón. La otra instantánea era de ella sola.

«Querida Ethel -decía la carta-, voy a casarme. Quiero que lo sepas. Con Hanna, la joven de la fotografía.»

Ethel miró a Hanna largamente. Tenía el cabello corto, negro, peinado liso hacia atrás, ojos decididos, tez aceitunada, y una nariz recta y puntiaguda. Éthel la odió inmediatamente.

Observó que Aarón se había dejado el bigote y parecía más viejo. Pero incluso en aquella pequeña imagen, junto a la gran extensión de agua, se vislumbraba la simpatía con que había cautivado a todos en Tucson y que hacía que todas las muchachas del campus lo desearan. Le había concedido el premio -su persona- a Ethel. Ella se había sentido orgullosa.

Aarón fue el primer chico que había mostrado por ella un interés que no fuese únicamente el de meter la mano por debajo de su falda. Había sido su primera auténtica amistad, femenina o masculina. Había dado largos paseos en auto por el desierto, durmiendo al aire libre, envueltos en mantas, y él le había hablado sobre su país y su política.

– Me habla -había comentado Ethel en aquella época- corno si yo supiera de lo que él está hablando.

Recordaba una observación especial que Aarón había hecho:

– Vosotros los norteamericanos vivís por encima del desierto y miráis la puesta del sol desde vuestras terrazas como si fuese una película. Nosotros vivimos en el desierto porque es el último rincón del mundo en que se nos ha permitido vivir. La tierra es nuestra madre; nos protege con su cuerpo.

Había querido que Ethel durmiera con él en el suelo para que ella comprendiera lo que él quería decir. Por la mañana, Aarón se lavó las manos con la arena como si fuese agua. Los árabes lo hacían así, le había dicho a Ethel.

Ethel se había convertido en su discípula, del mismo modo que había sido la gatita de su padre, y había de ser, durante algún tiempo, la sierva de Ernie. Aarón le hizo ver que ella había sido preparada para vivir únicamente como consumidora. Se la había educado con un solo artículo de fe: que el refrigerador estuviera siempre lleno. Pero ella nunca había metido nada dentro, le dijo Aarón, sólo había sacado. Su generación era la generación del refrigerador, ella era el símbolo de todos los errores de los Estados Unidos, de la clase media que gobernaba, la razón por la que estaba condenada.

– Vuestra riqueza no tiene nada que ver con vuestra condenada técnica -solía decir Aarón-. Todo estaba ya aquí y lo único que os quedaba por hacer era matar a los indios. Cuando te conocí -decía Aarón-, yo pensé, sí, es una buena chica. Seguramente. Entonces vi lo que tu padre estaba haciendo contigo. ¿Por qué la anima a gastar de ese modo?, me preguntaba yo. «¡American Express, Master Card!» Cuando se aburre, se va

de compras. Oh, papaíto, por favor, ¿puedo comprarme eso? Claro, gatita, ¿qué más quieres? ¡Aquello! ¡Tómalo! Entonces he comprendido algo. Esto es todo lo que los norteamericanos, los hombres, hacen por sus mujeres, así es como mantienen su poder sobre ellas. Las hacen totalmente dependientes. Las reducen a favoritas domésticas. ¡Gatitas! ¡Mira lo que te ha hecho a ti! ¿Cómo te las arreglarías si tu padre no pagara más tus facturas y no pusiera la comida en tu boca? Intenta ganar tu vida, aunque sea una sola vez. Te reto a ello. A la primera ocasión que tuvieras problemas «¡Papaíto, papaíto corre!», y él acudiría corriendo con su grueso talonario de cheques. Pero medita en el precio que ese cheque te costaría a ti. ¡Gatita! ¿Tienes idea de lo que estoy hablándote? Oh, olvídalo. ¿Para qué sirve?

Cuando su período de intercambio de dos años hubo terminado y llegó el momento de regresar a Israel, Aarón le propuso que se fuera con él, que trataría de convertirla en una persona «real». Fueron juntos a la oficina para el despacho de billetes de avión y Ethel compró dos billetes de ida a Tel Aviv pagando con su tarjeta de «American Express». El propósito de Ethel era desaparecer de la casa de su padre, enviarle un telegrama desde el aeropuerto y escribirle después desde Israel. Aarón le dijo que no se preocupara, que las explicaciones no eran importantes. De todos modos, su padre no lo entendería; su desaparición sólo significaría una cosa para él: el rechazo de su sistema de vida.

Ethel no sabía por qué se echó atrás en el último minuto. Simplemente no acudió al aeropuerto cuando se suponía que iría.

Guardó el billete. Ella y Aarón se habían escrito cartas apasionadas, desesperadas.

«Pienso en ti todos los días», había escrito Ethel, manteniéndolo en vilo. ¿Había mentido ella cuando prometió que algún día desaparecería de donde estaba y aparecería en donde estaba él? No, era sincera, hasta donde podía alcanzar su sinceridad.

Pero los intervalos entre sus cartas se alargaron, y finalmente hubo el silencio. Las únicas noticias que Ethel tenía de Israel provenían del televisor.

Te esperé durante muchos meses -concluía esta carta última de Aarón-. Pensaba, continuamente que al día siguiente sabría de ti. «Voy», me dirías, «ven a esperarme», dame una fecha y el número de vuelo. Pero he visto que has estado jugando conmigo. Ahora no te guardo ningún rencor, pero durante algunos meses sólo tenía la idea de desquitarme. Una noche, estando borracho, hice planes de cómo vendría a los Estados Unidos y yo… Bueno, antes o después la gente recibe lo que merece.

Ethel dejó la carta a un lado.

De todos los muchachos que había traído a casa para que los conociera su padre, el único en quien el doctor Laffey había mostrado algún interés era Aarón.

– Tiene una especie de autoridad, ese bribonzuelo -había dicho-. Y algunas ideas sobre lo que ocurre por el mundo. Naturalmente, es un judío…

– También lo es Goldwater -había gorjeado Emma Laffey desde su cueva de olvido.

– A medias -corrigió Ed Laffey. Echándose a reír de su propio comentario.

La dificultad de Ethel con su padre radicaba en que con frecuencia él tenía razón y que cualquier otra persona por quien ella se interesara mostraba cierta medida de desprecio hacia ella. Únicamente el doctor Ed Laffey amaba a su hija de forma absoluta. Ethel necesitaba eso… la mitad del tiempo.

– Me complace que salgas con ese muchacho. Vigila tan sólo no ir demasiado lejos -había dicho su padre refiriéndose a Aarón-. Con respecto a tus sentimientos, quiero decir. Es de una cultura totalmente distinta, una cultura de la que nunca sabrás nada.

Exactamente lo que Ethel había estado pensando… la mitad del tiempo.

Y lo mismo con los otros muchachos.

– Quizás es que te quiero demasiado, gatita -le había dicho-. Pero estoy seguro de que tú eres mejor que él. Concédete la oportunidad de comprobarlo.

Después de Aarón, Ethel continuó como antes. Se tendía con sus compañeros de clase debajo de los árboles alineados al borde de los caminos que unían los edificios, escuchando el chismorreo con esa sonrisa que alguien había calificado de «ausente», pero cuando el carillón del campus daba la hora y los estudiantes entraban a sus clases, Ethel se entretenía y cuando la clase se había reunido, ella no se encontraba entre ellos. Nadie podía saber cuándo y cómo Ethel había desaparecido. O adonde había ido.

Lo más frecuente era el cine. Marión Brando era su héroe aquel año; acababa de estrenarse El padrino. Y durante las primeras horas de la tarde, cuando el sol ardía y la gente estaba en sus oficinas con aire acondicionado o haciendo la siesta en sus dormitorios en penumbra, se hubiera podido encontrar a Ethel, sola, en un local cinematográfico enorme, pero casi vacío, del tipo que es conocido por los presentadores de películas como «fábricas de butacas», sentada en la tercera o cuarta fila, muy hundida en su butaca, con las rodillas apoyadas en la butaca delante de ella. En esta posición no podía ver sino la imagen de la pantalla. Ethel veía El padrino por lo que era, una fábula moral sobre un amable anciano italiano, maleficiado por implacables enemigos, un patriarca que amaba a su familia tan apasionadamente que sacrificaba su vida por ellos.

La escena que más le gustaba era la de la boda, cuando Brando baila con su hija. Siempre se quedaba un poco más para ver otra vez esta escena. El anciano era tan gallardo, tan autoritario, tan protector. Ethel deseaba haber tenido un padre que bailara como Brando cuando ella se casara. Cuando Brando moría, Ethel lloraba.

Tenía también otros héroes cinematográficos: Clint Eastwood, Charles Bronston y Gary Cooper, hombres maduros que hablaban suavemente, que afrontaban la adversidad sin ninguna queja pero que, cuando la ocasión llegaba, devolvían el golpe con toda la violencia que habían estado almacenando en sus almas. Ethel iba a ver esas películas por la misma razón que los hombres van a las peleas: por relajamiento.

Con el tiempo, el doctor Laffey recibió una nota de los directivos de la Universidad informándole de que su hija no había asistido a las clases. Llamó también por teléfono el consejero universitario de Ethel, avisando al doctor Laffey que era poco probable que su hija avanzara a menos que inmediatamente comenzara un programa intensivo de recuperación.

El tutor que se recomendaba era casi cuarentón, rollizo y de piel pálida; raramente veía el sol. Llevaba joyas indias y sandalias y caminaba con paso incierto. Su sonrisa era fascinante por la falta de un diente. Toda su vida de adulto había transcurrido en la Universidad, un vagabundo académico que cubría sus necesidades dando clases a los hijos de ricos a treinta dólares por hora. Esto le permitía dedicar cuatro o cinco horas al día para trabajar en la novela que era el propósito de su vida.

Ethel estaba intrigada; nunca había conocido a un escritor, nunca había visto nada semejante a las pilas del manuscrito -versiones, correcciones y escritos revisados- esparcidos por la mesa, los antepechos de la ventana y por el suelo. La impresionaba además el desprecio que el escritor mostraba hacia ella.

– Hablas como si no hubieras leído ni un libro en toda tu vida -le decía.

– Yo no leo libros -admitía Ethel-. ¿Debería estar avergonzada? Oh, mi padre pertenece a algún tipo de club y cada mes recibimos algunos libros. Leí uno sobre una gaviota. Casi la mitad.

– Así que todo lo que tú haces es ir al cine y ver la televisión -dijo el tutor-. Eres una criatura McLuhan.

– Yo no miro televisión -respondió ella-. La gente de esos programas son como la gente que rodea a mi familia; no vale la pena verlos. Pero en las películas, allí hay hombres. Como Gary Cooper. ¿Ha visto usted Solo ante el peligro"! Quiero decir héroes. ¡Marión Brando! He visto El padrino siete veces.

El tutor era secretamente un liberal de izquierdas (¿qué otra cosa podía ser en Arizona?) y trató de interesar a Ethel en causas sociales, el conflicto del chicano, el tema de la paz, las nefandas actividades de King Richard. La respuesta de Ethel era que:

– No entiendo la política. ¿Cómo se puede estrechar la mano de ese ruso…?

– Brezhnev -decía el tutor.

– …y de ese dulce viejecito chino… -Mao -completaba el tutor.

– …y seguir diciendo improperios de ese país… Y llenar sus puertos de minas… ¿No son comunistas también?

El tutor insistía. Comenzaba a encontrar interesante su candor ingenuo y su inteligencia asombrosamente rápida en el estrecho campo de sus auténticos intereses. Pero no tuvo éxito para estimular el interés de Ethel por los estudios que había perdido.

– Podrías entender cualquier tema de estos si quisieras -le dijo en una explosión de impaciencia-. Tu problema es que maldito si te importa nada.

– ¿Por qué debería importarme? -preguntaba ella.

El tutor descubrió que Ethel tenía una memoria excepcional así que se dedicó a leerle los libros asignados (Los poemas de William Wordsworth, la Historia del pueblo americano de Beard) en voz alta. Por la tarde estaba cansado, después de pasar buena parte de la noche y la mañana en su novela, de modo que, cuando ella venía a las dos de la tarde, el tutor estaba soñoliento y adoptaba su posición favorita, tendido en el suelo. Ella se le unió. Y así comenzó la cosa.

Allí ella supo ganarse su respeto finalmente.

El doctor Laffey también recibió la factura por estas sesiones.

El tutor tenía un problema: impotencia esporádica. Después, observó Ethel, se mostraba malévolo, se burlaba de ella llamándola estúpida e ignorante, la castigaba con su afilada lengua. Pero al día siguiente, cuando se había desempeñado bien, se mostraba sumamente amistoso. Ahí se contenía una lección.

El fue quien la hizo conocer ciertas drogas (incluyendo un afrodisíaco), pero el descubrir que él dependía de un estímulo artificial enajenó a Ethel.

En ese momento conoció a Ernie y durante algún tiempo estuvo viendo a los dos hombres, al tutor al principio de la tarde y a Ernie cuando éste regresaba a casa de su trabajo en la granja del Estado. Se dejaba el diafragma colocado; a eso ella llamaba «matar dos pájaros de un tiro».

No tenía ninguna duda respecto a quién prefería de los dos; llegó el momento de desaparecer. Su relación con el tutor fue disuelta fácilmente: faltó a todos los exámenes. La Universidad comunicó a su padre que habían renunciado a su hija por lo menos para aquel año. El tutor envió su última factura con una nota informando al doctor Laffey que el problema que había con su hija no era de inteligencia sino de voluntad.

Ethel se unió a la legión de los que se quedan atrás.

El doctor Laffey despreciaba abiertamente a Ernie. Soportaba la presencia de ese hombre en su vida únicamente porque confiaba que esta relación, como las anteriores, no duraría.

Una noche, muy tarde, después que Ethel había regresado de una velada con Ernie deprimida -«el período» iba con retraso-, el doctor la encontró, llorosa y frenética, en la cocina, a oscuras.

– Presentía que estabas triste -le dijo. La llevó entonces arriba y la arropó en la cama. No le preguntó qué era lo que no iba bien, lo cual fue un alivio para ella, y lo que Ethel expresó fue:

– Algunas veces me siento tan avergonzada de él, papaíto.

– Por la mañana te haré una sugerencia -le dijo su padre. Y le sostuvo la mano hasta que ella se durmió.

Al día siguiente el doctor le dio un billete de avión para San Diego diciéndole:

– Descubrirás que la distancia tiene su utilidad. -Explicó que un antiguo colega era superintendente de una escuela de enfermeras allí y que le había asegurado por teléfono que habría un lugar para su hija.

Un mes después, Ethel escribió a su padre contándole que se había enamorado de un muchacho del Centro de Entrenamiento Naval y que esta vez era de verdad. Planeaban casarse inmediatamente. Y seguía:

Estoy muy entusiasmada con mi futura vida y cuando conozcas la razón ya verás el porqué. Si Teddy no puede complacer a alguien es que hay algo que anda mal.

Seco ya el cabello, se quitó el casco, se escurrió dentro de la cama y allí, a media luz, abrió el telegrama de Teddy.

Intenté llamarte, pero quizá mejor decírtelo por escrito. Eres maravillosa. Desde que te fuiste hemos estado pensando en ti. Llegamos mañana tarde vuelo tres cuatro tres. Te amo, pero él te ama más todavía. Teddy.

Al cabo de unos minutos releyó el telegrama.

– ¿Dónde podré decirle que he estado? -se preguntó-. No me lo preguntará -se respondió-. Ni tan siquiera lo sospechará. Es un muchacho tan bueno…

En la mesita al lado de la cama había un teléfono princesa. Marcó el número de Teddy. Le diría que había destrozado el vestido que él había desaprobado y que necesitaba escuchar su voz.

Y descubriría si él sospechaba…

Alguien llamó a la puerta con los nudillos, discreta y moderadamente. Al mismo tiempo Ethel oyó, en la línea a larga distancia, el teléfono de Teddy sonando en San Diego.

– ¿Miss Ethel? -Era Carlita, susurrando.

– ¿Qué? -vociferó Ethel. Y escuchó de nuevo el teléfono que sonaba a lo lejos -. Cállate -vociferó.

Carlita habló bajo.

– Es su madre. Quiere saber lo que le gustaría comer en el almuerzo.

– No quiero almuerzo. Y ahora vete. -El teléfono de Teddy seguía sonando, pero nadie lo atendía.- Estoy intentando dormir.

Ethel sabía que su padre sería informado del mal genio de ella.

Teddy no estaba allí. Estaría en alguna parte haciendo lo que se suponía debía hacer. Ella nunca dudó de Teddy.

– Muy bien, miss Kitten -dijo Carlita en el tono insinuante de un chiquillo significando «ya me las pagarás».

Ethel colgó el teléfono, se cubrió el rostro con la sábana, y se hundió en las profundidades de la cama. Allí, en la oscuridad, elevó las rodillas hasta el pecho, colocó las manos que sostenían el telegrama, entre sus muslos y se dispuso a dormir.

La condenada cama era dura, incluso en el medio, rígida. Su padre estaba convencido de que una cama blanda era mala para la espina dorsal. Lo primero que Ethel compraría cuando arreglara un lugar para vivir con Teddy, sería una cama muy blanda, que se hundiera profundamente.

Con ese pensamiento se durmió.

Un golpe en la puerta la despertó.

– Miss Kitten. -Esta vez era Manuel.- Su madre me ha mandado traerle un poco de té y un bocadillo. -Era un susurro muy discreto, muy cauteloso. Ethel no respondió.

– Lo dejaré en el suelo junto a la puerta -dijo Manuel. Ethel oyó que dejaba la bandeja en el suelo-. Tenga cuidado cuando salga -terminó Manuel, medio susurro medio broma.

Eran las cuatro y media. Había dormido tres horas.

El sol había pasado por encima de la butaca y ahora estaba en la pared, frente a la cama.

Esa pared estaba cubierta con fotografías de Ethel desde el día en que cumplió siete años y sólo tenía una meta en la vida: crecer y casarse con su papaíto. Ya que a él le gustaba montar a caballo, ella sintió igual pasión por los caballos. Aquí, en exposición, había los recuerdos de esa época armoniosa, Ethel y su primer poney, un regalo que le hizo su padre al cumplir los nueve años. Ethel y su papaíto regresando de un paseo a caballo, con la puesta del sol a su espalda; Ethel, de doce años, de pie en el centro del corral, con un látigo en la mano, haciendo dar vueltas a un potrillo atado al extremo de una cuerda larga; Ethel con su yegua favorita, a la que había ayudado en su difícil parto: Ethel tuvo que meter dentro la mano y tirar de la pata de la potranca.

A juzgar por las paredes, la vida de Ethel se había detenido a los doce años. Después de esa edad no había fotografías. Bruscamente, a los trece años, dejó de practicar la equitación. A los catorce, tenía relación sexual con los muchachos; a los quince estuvo considerando el suicidio, un juego de niños que consistía en cortarse las muñecas.

Ethel se levantó y se envolvió con un quimono chino de seda blanca. ¿Quién se lo había regalado? ¿Sería aquel hombre maduro que conoció en unas vacaciones en México? No. ¿Quién, entonces? Debió de ser ese hombre. La había llevado al museo arqueológico un día de verano. ¿Se había acostado con él? No podía recordarlo. Recordaba, no obstante, que él llevaba un anillo con un diamante.

Comenzó a arrancar las fotografías de las paredes con violencia, haciendo volar los pequeños clavitos y arrojándolas al suelo. No quería que Teddy viese ninguna; ella sólo le ofrecería una pared completamente limpia.

Intentó llamarlo de nuevo. Nadie cogió el teléfono.

Debía vestirse y bajar. Sintió lástima por esa mujer abandonada ahí abajo. ¡Hablar de desaparecer! Esto era lo que Emma Laffey estaba haciendo… desapareciendo cada día más profundamente en las sombras. Ahora esperaba que le hablara de Teddy.

Bueno, para eso había venido Ethel, para preparar a Ed y a Emma Laffey a recibir a Costa y Teddy Avaliotis.

Llamó a otro número que Teddy le había dado, un centro de mensajes. Dejaría un mensaje allí.

– Urgente -dijo.

¿Cómo iba a vestirse ahora? Como prometida de Teddy. Ethel, no Kitten.

En los colgadores de su profundo armario empotrado había -los contó- cincuenta y siete vestidos. Más de la mitad eran blancos: seda, algodón, nailon, Dacron, poliéster; todos ligeros, todos «Kitten», «acariciadores», cortados y adaptados para atraer la atención y excitar el deseo.

Costa pondría el veto a todos ellos. Ethel estaba decidida a complacer a Costa todavía más que a su hijo.

Deseaba poder hablar con Teddy francamente, contarle la historia completa de su vida… quién, cuándo, cuántas veces, por qué, enteramente todo. Pero, ¿cómo podría contarle lo de la pasada noche, por ejemplo, que todo había sucedido como un medio para terminar definitivamente con su pasado? La pasada noche Ethel había cumplimentado lo que esperaba poder hacer. Ernie estaba «muerto» para siempre.

No, siempre quedaría algo de su vida que tendría que ocultar a Teddy.

¿Qué podía ponerse?

Tiró de los vestidos del armario, colgadores incluidos, y los arrojó al suelo. Ninguno de ellos era apropiado ahora. Cada uno de ellos la descubriría.

Mira esas blusas con volantes, de colores alegres adecuadas para el verano de Atizona; y también esos chalecos sin espalda y sujetadores con tirantes, muchos de color blanco y otros azul celeste, y amarillo y anaranjado, todos calculados y escogidos para exhibir descaradamente lo que ahora estaba decidida a ocultar. Qué ansiosos estaban ahora, qué frenéticos por llamar la atención.

– ¡Mírame! ¡Deséame! ¡Vamos! ¡Vamos!

Largos sacos de plástico transparente protegían sus trajes de noche blancos, sin tirantes o sujetos por una simple cinta delgada, invitadores:

– Todo lo que has de hacer es deslizarme por tu hombro. Es tan fácil… ¡Inténtalo! ¿Lo ves?

Aquí también, pequeñas chaquetas blancas, una de conejo y otra de armiño, para citas diferentes: chico pobre, chico rico. La de conejo tenía una flor descolorida sujeta con un alfiler, una gardenia, el perfume era un recuerdo. Recordó aquella noche: no había vuelto a casa.

Nunca llevaría otra vez nada de todo eso: vestidos, blusas, chalecos, lo que fuese… nunca más. Todo voló al suelo.

En el pequeño escritorio de triple cajón, había su ropa interior: bikinis del más fino algodón, tan delgado, tan ligero, que su presencia no podía descubrirse ni a través del vestido más fino,

– No llevo nada debajo -prometían-. No me crees. ¡Ven a comprobarlo! -Había todo un circo de lo que Ethel en otro tiempo creyó tan «primoroso»: bragas con el bordado «Kitten», otras estampadas por todos los lugares con slogans, títulos de canciones y promesas, consejos íntimos e insinuaciones descaradas, auténtico material para la intriga y los deliciosos juegos de la juventud.

En el otro compartimiento, sujetadores, que se abrían por el frente o por la espalda, algunos transparentes, algunos muy escotados, otros de blonda y de malla de red, ninguno de ellos acolchado. A los catorce años, Ethel ya tenía el pecho desarrollado. Todos se abrochaban simplemente; nadie debía manipular demasiado para abrirlos. Ethel los arrojó a la pila de desechos.

En un estante había bolsos en profusión, uno para cada ocasión, uno para cada vestido, en armonía de color. Allí había aquel que su padre había abierto accidentalmente encontrando, junto a sus llaves y un pañuelo, dos barras de chocolate y un condón. Ethel recogió todos los bolsos en un abrazo y los dejó caer en la pila.

Al fondo del armario casi vacío, en un estante superior, había cajas de recuerdos: cartas de amor y tarjetas de notas, programas e invitaciones, un confetti de pequeñas misivas dobladas, pasadas subrepticiamente entre los pupitres escolares o atrapadas de los muchachos al cruzarse en los pasillos, confirmación de citas, dónde y cuándo. ¡Cuánto habían significado en otro tiempo!

Había también algunos recortes de periódico, uno ilustrado con la fotografía de un caballo: «Ganador sorpresa». Y una instantánea de Ethel montada en su caballo: «El Pequeño Campeón.» Entre ellos un par de cintas azules, con letras y bordes dorados, premios que había recibido a los once y doce años, poco después de haber empezado á saltar. En seguida se convirtió en una experta y después lo dejó absolutamente. ¿Qué había sucedido entre ella y su padre? Ethel no comprendía su vida.

Todos esos recuerdos, tan queridos en otros tiempos, los apiló en el suelo.

En lo más profundo dei armario había dos estantes llenos, cargados de antiguos tesoros que Ethel había estado guardando. Comenzó a tirar cajas al suelo, sin detenerse a mirar el contenido, arrojándolas con fuerza, al revés, y los viejos vestidos atesorados por Ethel en su adolescencia y olvidados después, quedaron esparcidos por el suelo. Les dio un puntapié para juntarlos con los otros deshechos, haciéndolos volar en desorden, cayendo enmarañados.

De una caja cayó una faldita blanca plisada. Ethel la llevó hasta la ventana y miró al trasluz. No había ni una señal de mancha; la limpieza en seco había hecho un buen trabajo.

Aquella noche tan lejana no estaba preparada. El parque de atracciones ambulante había iluminado brillantemente un prado en las cercanías de la ciudad. Ethel sintió cómo comenzaba el flujo mientras gritaba, temerosa y divertida, en su diversión favorita Crack the Whip. Cuando los pequeños carruajes se detuvieron, Ethel caminó retrocediendo y se sentó en el primer banco que encontró. Sentía eí flujo entre sus piernas. Al sentarse, la mancha se extendió. Una mirada rápida detrás: tenía el tamaño de un pequeño tomate.

– Me siento algo mareada -le dijo al muchacho que la acompañaba-. ¿Podrías traerme una «Coca-Cola» o algo parecido?

Cuando el muchacho regresó con la bebida, ella había desaparecido.

Corrió cerca de cinco kilómetros hasta su casa.

Su acompañante de nariz respingona divulgó la historia de su proceder, génesis de su reputación de desaparecer en las citas. Al recuerdo de lo sucedido, Ethel sintió todavía que se le aceleraba el ritmo de su corazón.

Recordaba que aquella noche dijo:

– Dios mío, ¿por qué no me hiciste un muchacho?

Un año después, cuando consiguió su diafragma, presumió ante una amiga:

– ¡Ahora ya soy como un muchacho!

– ¡Kitten! ¿Qué demonios estás haciendo?

Su padre estaba de pie en el umbral de la puerta.


  1. <a l:href="#_ftnref6">[6]</a> Mezcla de humo y niebla (smoke+fog). (Nota del Traductor.)

  2. <a l:href="#_ftnref7">[7]</a> Azúcar. En este caso apelativo cariñoso como «dulzura». (Nota del Traductor.)

  3. <a l:href="#_ftnref8">[8]</a> En español en el original. (Nota del Traductor.)