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El doctor Ed Laffey, un hombre sólido y elegante, se ufanaba de su apariencia juvenil, y con razón. Orgulloso de su figura, apretaba y aflojaba su cinturón, en una especie de tic, comprobaba su peso cada mañana y su presión sanguínea una vez por semana. Todo estaba como debía estar.
– ¿No irás a tirar todo este tesoro, verdad? -preguntó. ¿Le divertiría ese montón de vestidos?
Ethel esperó con ansiedad su reacción siguiente.
Pero, tras una primera sonrisa leve, ninguna indicación daba a conocer lo que estaba pensando. Su rostro, como el rostro de la mayoría de médicos, era una máscara de compostura.
Excepto cuando se trataba de su hija. Encajó en su mano la cabeza de Ethel y le dio un beso.
– Quienquiera que sea tu nuevo amor -le dijo- es seguro que acierta contigo. Tienes un aspecto especialmente bueno. -La examinó de nuevo, amorosamente, y dirigió entonces su atención al montón de desechos, sonriendo como hubiera podido hacerlo ante los juguetes de un chiquillo tirados por el suelo.
– Voy a deshacerme de todo eso -dijo Ethel.
– Conozco ese sentimiento. Comienza una nueva vida. Tirando hacia arriba sus pantalones con la raya perfectamente planchada, se arrodilló al estilo vaquero, una nalga sobre un talón.
– A menudo he sentido esa necesidad de eso mismo, de desprenderme de todo lo que tengo. ¡Comenzar de nuevo! -Revolvió y tiró de los vestidos con sus largos y fuertes dedos.- Cuántos recuerdos despiertan ante todo esto, ¿verdad Kitt ¿Existió de verdad ese tiempo? ¿Estábamos nosotros allí? ¡ Ay de mi…!
Ethel no respondió.
– ¿Cómo es él? -El doctor Laffey se incorporó.- ¿Tu nuevo enamorado? Quiero que me lo cuentes todo sobre él.
– Teddy. Vas a conocerlo, papaíto.
– ¿Y cuáles son vuestros planes? Quiero una infinidad de detalles. Ven a cabalgar conmigo como solíamos hacer. Hablaremos y contemplaremos la puesta de sol. Después nos bañaremos. Le diré a Manuel que nos prepare margaritas y los sirva en la piscina. En nuestros buenos tiempos nos habríamos vestido y cenado a la luz de las velas. Carlita nos asará un par de filetes de Nueva York y yo prepararé mi salsa de carne. ¡Imagina! Tengo fresas en el jardín. ¿Qué caballo vas a montar?
– Papá, no tengo ganas de montar. Ni de cambiarme para cenar.
– Bueno, muy bien, lleva lo que te plazca. Comeremos en la terraza del comedor, escucharemos los coyotes y beberemos cerveza mexicana. He comprado algunas «Dos Equis» camino de casa; en este momento se están enfriando. ¿Cenará usted conmigo en la terraza esta noche, miss Ethel? Te he añorado mucho más de lo que pueda expresar.
– Muy bien, papá.
– ¡Dios mío, fíjate en esto!
Se inclinó y escogió una camisa de dormir infantil de algodón emblanquecido. La sostuvo en alto por los hombros con los índices. No era muy transparente, el escote discreto, y en los tirantes pequeñas margaritas blancas en hilera.
– ¿Recuerdas que cuando eras pequeña solías venir a verme cada mañana, te metías en mi cama y charlábamos, las conversaciones más agradables que jamás he sostenido?
– Me acuerdo.
– Una mañana me preguntaste: «Papaíto, ¿es verdad que si una puede besarse el codo se convierte en un muchacho?» Porque dijiste «yo preferiría ser un muchacho».
– ¿Qué edad tenía yo?
– Acababa de regalarte aquel poney, Blazer, por tu cumpleaños, de modo que, deberías de tener… ¿ocho? Y yo te dije: «Lo dudo, Kitten, pero puedes probarlo.» Gracias a Dios ya superaste aquello. Tienes un gran éxito como chica, Kit.
– ¿Lo crees realmente así?
– ¡Fíjate en ti! ¡Dios mío! -Deslizó suavemente sus manos ahuecadas por encima del fino tejido de la bata.
– No me has contado el final de la historia -dijo Ethel.
– Porque el final es un poco triste… como todos los finales. Cambiaste de la noche a la mañana; súbitamente te convertiste en una señorita y…
– No fue de la noche al día. Fue súbitamente una mañana, años después. Me acuerdo de esa mañana. Yo me apretaba contra ti porque supongo que ya sabía que todo aquello estaba terminado, y tú me abrazaste fuerte porque también lo sabías. Y entonces… -Se detuvo.
– ¿Qué?
– Me rechazaste bruscamente diciendo… ¿recuerdas lo que me dijiste?
– ¿Cómo podría recordar, después de tantos años?
Extendió el camisón en la cama y lo alisó con la palma de su mano.
– ¡No hagas eso! -exclamó Ethel, con evidente rudeza en la voz.
– ¿Por qué?
– Eso es lo que dijiste aquella mañana, y cómo lo dijiste. Cuando yo me apreté contra ti y tú te apartaste, dijiste eso con la misma voz que empleas cuando das órdenes a tu mozo. «¡No hagas eso!»
– ¡Kitten! ¿Has estado guardando eso contra mí durante todos estos años? -Se echó a reír.
– No soy tan boba -respondió Ethel-. Pero todavía puedo oír cómo lo dijiste.
– Querida mía, no insistas en una explicación más gráfica; podrías avergonzarme. -Seguía riendo. – Y hasta tú podrías sentir vergüenza. Corramos una cortina suavemente, tal como hemos de hacer de vez en cuando sobre tantas cosas, y sigamos.
– Al día siguiente me recordaste, con mucha gentileza, que yo era una niña adoptada, hecho que raramente habías mencionado anteriormente.
– ¿Y qué otra cosa podía decir sobre este hecho? Te lo dije cuando tenías cinco o quizá cuatro años. Me acuerdo de ese día. Te dije: «Mamá y yo queríamos un hijo, así que buscamos y buscamos y qué encontramos… ¿qué crees tú?» Y tú respondiste: «¿Un gatito?» -Se echó a reír. – Eras tan graciosa… ¿Te acuerdas?
– Yo tenía razón. Un animal favorito doméstico. ¿Por qué no adoptaste un gatito en vez de adoptarme a mí?
– Oh, vamos… En realidad, el hecho de que fueses adoptada nunca fue importante para mí.
– Pero para mí sí se convirtió en importante. La razón por la que estoy hablando ahora de todo esto, es para decirte que no te preocupes por mí. Ahora estoy muy bien. Desde que conocí a Teddy he superado un montón de cosas. Todo lo que tengo que decirte, mientras desaparezco por el horizonte arrastrándome hacia el sol poniente, es: «¡Gracias por prestarme tu nombre! ¡Tómalo! Te lo devuelvo.»
– No vas a librarte de mí con tanta facilidad. Ni tan rápidamente.
– Voy a casarme tan pronto como pueda.
– Bueno, me tienes en ascuas por saberlo todo sobre él. -Miró su reloj de pulsera. – Dentro de veinticinco minutos la puesta de sol.
De nuevo miró la pila de vestidos en el suelo.
– Si no te importa, y supongo que no -dijo-, le diré a Manuel que embale todo esto en cajas especiales protegidas del polvo. Las almacenaremos en el desván y…
– Papá, no deseo ver nunca más todo esto.
– No tendrás que hacerlo. No, hasta el día, dentro de muchos, muchos años, cuando yo chochee y esté débil y necesitando desesperadamente recuerdos gratos. Entonces abriremos las cajas en presencia de mis nietos. Será tan divertido… Le diré a Manuel lo que tiene que hacer. Ahora, ¿estás segura de que no quieres venir conmigo? Han extendido la pista hasta la cima de la segunda loma. Es salvaje y bello y no hay ni un amropoide a la vista. Vamos. Por favor. -Ella sacudió la cabeza. El seguía insistiendo. – En recuerdo de los viejos tiempos. ¡Por mí! ¡Vamonos, chiquita! <strong>[9]</strong>
– Papá, no he montado un caballo durante cinco años. Odio a esos animales y… por favor, no me atosigues.
Ed Laffey no lo hizo. Salió, siempre sonriente, con su confianza intacta.
De pie todavía en medio del espacio del que la luz se iba desvaneciendo, Ethel oyó abajo el eco de las energías de su padre: un portazo, su voz llamando a Manuel, y algo más tarde, gritando a Diego, el muchacho del establo. Ahora Ethel esperó, inmóvil todavía, hasta que oyó los cascos de su caballo cruzando el espacio de protección contra el ganado y cruzando la abertura en la valla por donde la propiedad bordeaba el camino hacia la loma.
Únicamente cuando estuvo muy segura de que su padre se había alejado por el desierto, llamó a Manuel y Carlita para que vinieran a recoger las fotografías y los papeles para ser quemados.
– ¿También los marcos, miss Kitten? -quiso saber Manuel.
– Todo. ¡Rápidamente! Los vestidos y todo, es vuestro. Haced lo que queráis con todo ello.
– ¿Le preguntó usted a su padre? -inquirió Manuel.
– Maldita sea, no se lo pregunté.
– Es que él dijo…
– No me importa lo que él dijera.
– Me dijo que ya me indicaría lo que debía hacer…
– Ahora soy yo quien te dice lo que debes hacer. ¿Vas a hacerlo?
La pareja se miró.
– Yo creo que ella no tiene por qué pedir permiso -murmuró Carlita, los ojos puestos en los vestidos.
De pronto Ethel se vio abrumada por las expresiones de agradecimiento.
– Hay suficientes vestidos para todo un pueblo -dijo Carlita, recogiendo grandes brazadas y saliendo a escape de la habitación-. ¡Ven, Manuel, ven!
Cuando se lo hubieron llevado todo y el suelo estaba tan liso como las paredes, Ethel se echó en la cama. Estaba temblando.
Su teléfono princesa, esa pequeña bruja de color rosado, tan confortable en su cuna, encontró divertida la inquietud de Ethel y se atrevió a ofrecer consejo, revelando al hacerlo, un carácter vulgar y totalmente inesperado.
– Oye, tía, ¿por qué tanto calor y tanta inquietud? Deja que ellos se preocupen y digan cosas imperdonables. Tú, fresca como si nada. Tú les haces esa sonrisita torcida. Mírame a mí. ¿Te das cuenta? Que me griten cuanto quieran, ¿has visto alguna vez que yo cambie mi expresión? Todo lo que tienes que soportar todavía son dos días más. Después te irás de aquí. Desaparecerás para el resto de tu vida. ¿Por qué discutir y vociferar? ¡Dos días! Procura hacer algo bien por lo menos una vez en tu vida. Como esta noche, cena con tu papaíto y sé dulce, y femenina, sé coqueta. Bésale en vez de una, dos veces, dile qué guapo es y cuánto te gusta su salsa de carne, hasta puedes decirle cuánto sientes haber quemado las malditas fotografías sin haberle pedido permiso. ¿Qué diferencia hay? Ya se han quemado, ¿no es verdad? Entonces dile que deseas te aconseje sobre los hombres, otros hombres. Esto siempre les hace caer. Y cuando te dé el consejo, asiente y sonríe y dile «¡oh!», así mismo. «¡Oh!» y «¡Oh, sí» y «¡Oh, ya veo!» y «¡Oh, naturalmente!» y «¡Oh, por qué no pensaría yo en eso!», y hasta puedes llegar a decirle: «¡Oh, papi, papaíto, ¿qué haría yo sin ti?» Se lo tragará todo. Sigue el palo por ti. Todavía puedes sacar lo que quieras de ese hombre. Nena, es una vida de coño. En vez de pelear, sonreímos, fingimos estarde acuerdo, y hacemos lo que nos da la gana. O les hacemos creer que somos estúpidas y nos ahogamos en nuestra abrumadora adoración como héroes. Algunas chicas se salen con la suya y esto es todo lo que saben hacer. Por esto la naturaleza nos hizo más bajitas, para poder admirarlos en su altura. Y por esto hizo a los hombres ingenuos: para que nunca sospecharan que después que nos han dejado en casa, nosotras tenemos otra cita. Pero debemos guardar siempre esa apariencia rosada y tranquila. Hemos de despertar la curiosidad de esos necios sementales, sobre lo que nosotras estamos pensando realmente. ¡Ah, ése es el misterio de la vida, ah, sobre eso escriben canciones! ¿Me estás escuchando? Ahora no vayas a quedarte dormida mientras te hablo. Pasa como puedas esta tarde. Entonces, antes de que te des cuenta, Teddy ya estará aquí, y con él ese viejo loco griego. Eso va a ser el acontecimiento principal. Costa Avaliotis contra el doctor Edward Laffey. Siéntate y contempla el espectáculo, chiquilla; tú tienes el mejor asiento. Tú eres el primer premio, nena. Todo lo que tú debes hacer es quedarte tranquila y estar atractiva. Y cuando sientas que estás otra vez a punto de subirte por las paredes con tus histerias de niña, acuérdate de mí aquí repantigada e indiferente, con mi color rosado, y di para ti misma: sólo son un par de días en la vida de una hembra.
El hogar de los Laffey desde la carretera general presentaba el aspecto de una pared construida con un material básicamente de cemento, cuyo color natural se había avivado con un tono de ocre. Una hilera de pequeñas puerta-ventanas se abría en la pared a la altura de un piso, pero no había puerta de entrada visible. Se veía la avenida que rodeaba la casa y desaparecía por detrás de ella.
Había la entrada y un espacio en forma de U, pensado para refugio y esparcimiento familiar, naturalmente inspirada en el patio interior de una hacienda mexicana. Simétricamente, a cada lado de la imponente puerta de entrada había dos ventanas, del suelo al techo, de doble puerta, que daban a terrazas idénticas bordeadas de flores. Una terraza, conducía al comedor y la otra al salón, que raramente era utilizado por nadie excepto por Emma Laffey que permanecía allí sentada ante un enorme aparato de televisión todas las noches de su vida.
Al otro lado de la avenida, tras un seto vivo de arbustos tropicales, una plantación espesa pero bien ordenada de flores rodeaba la piscina. Más allá, y un poco por debajo de esta zona, se encontraba otro jardín, devoción especial de Emma Laffey, un cultivo de flores del desierto y cactus con sus frutos espinosos. Un quitasol de rota estaba colgado sobre un piso alzado algunos centímetros por encima de la arena caliente allí donde las ramitas hubieran podido entrelazarse. Aquí se sentó Ethel, a la luz que el sol había dejado atrás, esperando que saliera su padre.
Podía ver a su madre, sola en la terraza del salón, tomando su cena de una bandeja. Emma dejó el cuchillo y el tenedor como si fuesen demasiado pesados para manejar, suspiró y vio entonces a su hija que la estaba mirando. Rápidamente se animó. Las dos mujeres se saludaron con la mano a través del espacio, y entonces mistress Laffey miró su reloj de pulsera y lo que vio la impulsó a hacer una serie de gestos y signos en dirección de Ethel. Ethel tradujo el mensaje: dentro de pocos minutos habrá un programa estupendo en la televisión y Ethel debía venir, por favor, por favor, a verlo con ella.
Ethel dijo en voz alta:
– Estoy esperando para cenar con papá -acompañando estas palabras con signos y gestos que expresaban lo mismo.
Emma asintió con la cabeza, comprendió por qué debía estar sola otra vez, y presentó el aspecto de sentirse tan complacida por ello como cualquiera pudiera estarlo.
Allí estaba él entonces, saliendo decidido por la otra terraza, la que correspondía al comedor, vestido con una americana azul marino de lino irlandés, adornada con botones dorados y debajo del blazer una camisa desabotonada hasta la mitad del pecho. Saludó alegremente con la mano a su esposa que estaba en la terraza opuesta, y le mandó un beso. Dirigió entonces gestos impacientes a Ethel.
Ethel ya había echado a correr en su dirección. Entre sus brazos le dijo:
– Olvidé decirte, papá, que tienes un aspecto maravilloso.
Complacido, él respondió:
– Estoy seguro que tengo mejor aspecto porque tú has venido a casa -añadió-: Y porque soy terriblemente feliz de cenar contigo.
Manuel estaba encendiendo dos lámparas sordas, una color vino de Borgoña, y la otra del intenso color verde de las hojas del acebo.
Había margaritas. Y guacamole. <strong>[10]</strong> Se sonrieron. No era necesario decir nada. En aquel silencio, todo era perfecto.
En la distancia se oyeron los primeros coyotes.
– Diego me ha dicho que uno de ellos mató al perro de aguas -dijo Ethel.
– Es más fácil que fuese un lince. Les gusta la carne de perro. A propósito, ¿qué auto es ése que hay en la avenida?
– Lo he alquilado en el aeropuerto.
– Tienes tu propio auto en el garaje. -Esperó una explicación. Ethel no se la dio.
Manuel salió con dos rebosantes margaritas más, el dorado líquido lamiendo el áspero borde salobre.
– Ah, gracias, Manuel -dijo el doctor Laffey. Y añadió-: Manuel, hay cierto olor acre en el aire, como si se estuviera quemando goma laca. ¿Qué es?
– Son mis fotografías -dijo Ethel-. Le pedí a Manuel que las quemara.
– ¡Ah! -exclamó el doctor Laffey-. Ya veo. -Miró a Manuel.- El viento viene en nuestra dirección, el poco viento que corre, y el humo se queda aquí inmóvil.
– Sí, señor -dijo Manuel-. Lo siento.
Ethel recordó lo que había venido a hacer aquí. Se acordó de las instrucciones de Costa.
– Yo no deseaba causarte ninguna inquietud antes -dijo-. Quiero decir, que lo hice y lo siento.
– ¿Sobre qué? -preguntó su padre.
– Por ser adoptada. Estoy segura de mi deuda de gratitud.
Carlita salió con las ensaladas.
– Su padre ha preparado el aliño, miss Kitten -dijo mientras colocaba los cuencos de madera Oaxaca en la mesa a un lado del mantelito individual. Vaciló entonces.
– Sí, Carlita, ¿qué quieres? -dijo el doctor.
– Quería preguntar a miss Ethel si estaba segura que quería darme todos esos vestidos. Haré feliz a mucha gente con ellos, naturalmente, pero… Doctor Laffey, ¿usted qué dice?
– Vaya, Carlita, son los vestidos de Kittey. Ella puede hacer todo lo que quiera con ellos.
– Gracias, señor, gracias a los dos. Aliviada, salió presurosa.
– Adoro el aliño que preparas, papá -dijo Ethel- y la salsa de carne. ¿Cómo aprendiste a hacer esas cosas?
– Tuve que aprender. Resultó que tu madre no era muy buena en la cocina.
– Debes darme las dos recetas. Tengo una libretita donde he comenzado a anotarlas.
Manuel salió con los filetes en una gran tabla de madera. Alrededor había los tomates asados y montoncitos de cebollitas salteadas en mantequilla.
El doctor Laffey se colocó los medios lentes que colgaban de una cadena de plata alrededor del cuello y cuidadosamente hizo penetrar el afilado corte de un cuchillo por uno de los solomillos.
– Tal como he pensado -dijo a Manuel- están demasiado hechos. Pon otro par en la brasa.
– Lo siento, señor, pero tomará algún tiempo. Están congelados, sabe…
– Saqué cuatro filetes del congelador. Por si acaso. Encontrarán otro par en la nevera, a punto. No esperarás que nos comamos éstos, ¿verdad? Ahora apresúrate. Y, oye, Manuel… Nunca, nunca más destruyas nada que sea de mi propiedad sin mi permiso previo. ¿Queda entendido?
– Sí, señor.
– Y, oye Manuel, cuando hayas puesto los nuevos filetes al fuego tráenos otra ronda de margaritas. ¿No es verdad, Kit, que Manuel prepara unas margaritas perfectas?
– Sí, así es.
– Gracias, gracias. -Manuel salió a toda prisa.
– Yo les he mandado hacerlo -dijo Ethel-. Lo siento. Sé que hubiera debido pedir permiso. Pero las fotografías eran mías, de modo que…
– Bueno, no tiene importancia, pero fueron tomadas con mi cámara, que exponía mis negativos, y yo las mandé revelar, imprimir, recortar y enmarcar. No es un punto que quiera discutir, pero bajo cualquier definición de propiedad que yo pueda conocer…
– Pero eran fotografías de mí. Yo soy el sujeto. Yo no te pedí que las hicieras o que las enmarcaras o que las pusieras en mis paredes. Ya sé que lo hiciste por afecto, pero no deseo tener a mi alrededor ninguna de mis viejas fotografías.
– No importa, no importa. Ya está hecho y tú eres feliz. Bueno, ahora ya no puedes evitarlo más: dime cómo es.
– El padre es a la usanza antigua. Se supone que debo prepararte para su visita.
– ¿Tan formidable es?
– Es increíble. -Se acordó de Costa y se echó a reír.- Literalmente increíble.
– Pero tú vas a casarte con el hijo y no con el padre, ¿no es así?
Rieron juntos.
– Es más como si me casara con los dos. Voy a ingresar en una familia. El viejo es el último de una raza. Y se preocupa de su descendencia, le inquieta de verdad.
– ¿Y yo no?
– ¡Vaya, papá! ¡No quiero decir eso! -Se inclinó y lo besó.
– Estaba bromeando. ¿Y sobre tu joven enamorado?
– Teddy es… realmente lo creo… un santo.
– Sospecho de los santos, me divierto con los bribones. ¿Es un muchacho guapo?
– Mucho. Pero hay que mirarlo dos veces. Es un guapo a segunda vista. Pero, lo creas o no, eso a mí nunca me ha importado mucho. Teddy es justo lo que yo necesito.
– ¿Y qué es lo que ahora estás necesitando tanto?
– ¿Tanto que es preciso que me case?
– Yo no he dicho eso exactamente.
– Orden.
– ¿Qué es lo que me has dicho?
– Orden.
– ¿Has cambiado tus gustos?
– Finalmente,
– ¿Es eso bueno en un amante?
– Papá, estoy hablando de un marido.
– ¿Todavía…? -El doctor le cogió la mano y la besó.
– Sí, Teddy tiene otro lado. Auténtica Marina. Cuando lo conocí, me parece que estaba viéndose con centenares de chicas, y lo hacía de tal modo que nadie lo hubiera notado. Siempre muy correcto. Incluso en eso. Pero finalmente imaginé que esa postura indiferente, era una técnica, la técnica que utilizaba para que las chicas abrieran sus rodillas. ¡Oh, los usos del mando! ¡Bastardo!
– ¿Y ahora? ¿Es fiel contigo?
– Lo creo absolutamente.
– Es mejor que lo sea.
– No se parece a nadie que yo haya podido conocer, papá. Es decente, bajo cierto modo fundamental. Y yo lo quiero.
La llegada de Manuel con dos margaritas frescas le dio oportunidad de volver el rostro. Estaba a punto de llorar.
Juntos rompieron la costra de sal alrededor de los bordes de sus vasos y sorbieron el dulce licor dorado.
– Lo echo de menos, papá -dijo Ethel-, aunque sólo haya pasado un día y medio.
– ¿Qué marcas son esas que llevas en el cuello? -le preguntó su padre.
– La noche pasada estuve con Ernie.
– ¡Oh, pero cómo es posible! ¡Por el amor de Dios!
– ¿Puedo pedirte un favor ahora? -preguntó ella-. Verás, sea lo que fuere lo que yo espere ahora de la vida, lo espero de Teddy. Por favor, quiero pedirte que cuando venga, opines lo que opines de él, seas amable con él.
– Me preocupa que creas necesario pedirme eso.
– Pensé nada más que debía decirlo.
Manuel se acercó apresuradamente con los filetes.
– Creo que éstos son perfectos -dijo-. Quiero decir, que lo espero.
El doctor Laffey se puso sus lentes, cogió el cuchillo, hizo un corte en el filete y lo inspeccionó. Miró después a Manuel, con un signo de afirmación, dándole permiso para retirarse.
La carne era buena, y quedaron silenciosos.
– ¿Qué estás pensando? -preguntó el doctor.
– Que a los dos nos gusta la carne del mismo modo.
– Tú eres como yo en otro sentido. Piensas por partida doble. ¿Qué estabas pensando al mismo tiempo que te ocupabas de los filetes?
– Estaba pensando -dijo Ethel- lo que acababas de decir sobre Ernie, hace un momento. Has dicho: «Oh, pero, ¿cómo es posible?» Y «¡Por el amor de Dios!» ¿Te acuerdas que has dicho esto?
– ¿Sí?
– ¿Te has indignado realmente o lo has fingido?
– ¿Te importa si no respondo esa pregunta? Resulta insultante.
– Bueno, yo no estaba segura. Lo siento.
– Se acepta la disculpa. A propósito, no me has dicho si te gusta el oficio de enfermera.
– Papá, sé demasiado sobre tu profesión para que me guste ser enfermera.
– ¿Así que fue únicamente un capricho?
– No. Lo hice en un momento en que lo necesitaba. Y te doy las gracias por ello
– Kit, espera un poco más; no te precipites a…
– Papá, ¡hacer de enfermera no es para mí!
– Bueno, entonces, ¿qué piensas hacer, ahora que ya has llegado a la madurez?
– Nada. Ser una esposa. Lo que significa ser nada. Tener hijos. Ayudar a Teddy para que sea todo lo que pueda ser. Esa es mi mayor esperanza… que yo sea buena para él.
– Vaya, ciertamente eres una chica distinta. ¿Qué es lo que te ha hecho cambiar? ¿Tu nuevo enamorado?
– A propósito, su nombre es Teddy. Voy a hacer todo lo que pueda por Teddy. Incluyendo dar hijos a Teddy. El padre de Teddy me lo hizo prometer, un juramento sagrado. Y yo lo prometí.
– Eso es maravilloso. Pero… perdóname por mencionarlo… lo primero que has hecho cuando has regresado ha sido ir a ver a ese…
– Tenía que hacerlo. Acabé con Ernie la pasada noche. Tú tenías razón en lo que dijiste una vez, que yo me parecía a Ernie más de lo que creía. Un vagabundo, dijiste. Y había una razón para ello. Pero, desde la noche pasada, se acabó el vagabundeo.
– Muy bien. Eres diferente Kit. Más dura. Solías ser tan cariñosa. Pero ahora… Bueno, supongo que ahora eres una adulta.
– Es a causa de Teddy. ¿Sabes, papá, que realmente yo nunca tuve un amigo? Los muchachos siempre iban tras lo que tú sabes y las chicas se resentían conmigo porque los chicos iban detrás del mío y no del de ellas. Pero Teddy es un amigo. Aparte todo lo demás, le gusto lo suficiente para pelearse conmigo y seguir a mi lado.
– Ese pequeño judío listo, también se peleaba contigo.
– Sí, por cierto que he recibido una carta suya.
– Espero que desde Israel.
– Sí. Se mostraba muy insultante, pero cuando reflexioné sobre lo que me había dicho, decidí que tenía razón.
– ¿Qué es lo que te dijo?
– Que tú me mimabas demasiado. Que no soy más que una especie de animalito doméstico.
– ¡Maldito bastardo! ^
– Creo que tiene razón. La única cosa que llegaste a enseñarme, papá, fue a sentarme erguida sobre un caballo y agarrarlo con las rodillas. Pero todo eso ahora va a cambiar. Por este motivo te he pedido que hagas que Teddy crea que te parece bien, te guste o no te guste.
– Si con ello quieres decir portarme cordialmente, siempre lo he hecho, siempre lo hago. Pero si quieres decir que ponga de lado mis facultades críticas…
– Sabes bien lo que quiero decir. No quiero que Teddy se sienta rechazado.
– Yo nunca he…
Ella lo interrumpió.
– Otra cosa. El viejo habla de los linajes de la sangre como si estuviera escogiendo una yegua de cría. Te parecerá primitivo, lo sé. Porque a mí me lo pareció. Pero muéstrate formal con ellos, su orgullo familiar, y…
– ¿Vas a decirle que has sido adoptada?
– No me atrevo a decirlo al padre. Pero si consiguiera decírselo a Teddy, junto con algunas otras cosas, me sentiría mejor. No quiero secretos ocultos que más tarde pudieran salir a la luz. Especialmente porque vamos a tener un hijo tan pronto como sea posible.
– Yo no se lo diría. No, siendo como parece que son.
– Tendré que hacerlo. Y ya que estamos hablando, deseo que saques ese maldito álbum fotográfico, la historia gráfica de mi vida, antes de que llegue la familia Avaliotis.
– ¡Oh, ya está bien! ¡Ese álbum es de gran importancia para mi!
– Hazlo, papá; hazlo simplemente porque yo te pido que lo hagas. Porque si tú no lo haces, lo haré yo. Y esta vez voy a quemarlo yo misma.
Se levantó, recomendándose demasiado tarde cautela para evitar peleas con el hombre, para dejar transcurrir esos dos días y conservar la calma. Pero ya era demasiado tarde. Lo había estropeado y estaba a punto de estallar de nuevo.
– Perdóname -dijo-. Regreso en un momento.
Se alejó de la terraza, cruzando la avenida y se metió en el jardín alrededor de la piscina siguiendo hasta el jardín de cactus en donde se sentó debajo del quitasol, dando la espalda a la casa.
Allí la encontró su padre cuando le trajo su menta blanca en una copa de coñac.
Se inclinó y la besó, saboreando después el coñac que traía en la mano.
– Los coyotes -dijo Ethel-. Ahora están más cerca.
– Y está más oscuro.
– Es extraño, que con las carreteras y todo eso, estén ahí todavía.
– Sobrevivirán al hombre -dijo el doctor-, que es más de lo que el hombre será capaz de conseguir.
– Lo siento mucho -dijo Ethel-. Mi comportamiento durante la cena…
– Lo comprendo. Es un momento de nervios.
– Supongo que lo es y yo no me daba cuenta.
Entonces ella lo dijo, muy quedamente.
– ¿Por qué nunca me habías hablado realmente sobre mi adopción?
– Le pedí a tu madre que te contara todo lo que sabíamos sobre ello.
– Ella puede decírtelo todo, y tu esposa no te cuenta nada. ¿Quiénes eran mis padres? ¿Quién es mi verdadero padre?
– Los de la agencia de adopción fueron muy estrictos en no contarnos nada de eso.
– ¿Lo preguntaste tú acaso?
– Sí, lo hice. Respondieron que tu padre biológico era algún tipo de artista, con talento y… ya que quieres saberlo… algo rebelde. Pero no quisieron darme su nombre. O el lugar en donde vive.
– Si hubieras tenido suficiente interés, lo hubieras descubierto.
– Digamos que preferí no saberlo.
– Pero yo quiero saberlo. Yo quiero conocerlos. Yo quiero que vengan a mi casamiento.
Ethel se daba cuenta de cuánto enojaba esa idea a su padre.
Pero continuó.
– Dime, ¿tuviste que pagar dinero por mí?
– Sólo lo que ellos llaman tarifa de servicios.
– ¿Cuánto?
– ¿Y eso qué importa?
– ¿Cuánto te costé?
– Creo que fueron veinticinco dólares.
– De modo que me compraste.
– Fue más bien como un…
– ¿Un alquiler?
– ¿Por qué te muestras tan maligna conmigo?
– Porque no te he visto desde hace mucho tiempo.
– ¿Crees que esto es una razón?
– Quiero saber quién soy y tú no me ayudas a descubrirlo.
– Pero, ¿por qué, de pronto, esta ansiedad por saberlo?
– Voy a casarme y quiero poder decir a mi marido quién soy. No una Laffey. Ese es un nombre que tú me has prestado y que ahora te devuelvo. Muchas gracias. ¿Pero, quién demonios soy yo?
– ¿Esperas realmente que organice una investigación?
– ¿No crees que me debes eso?
– ¿No crees que, más bien, te interesa saberlo para usarlo contra mí?
Nuevamente Ethel tuvo que tragarse la ira y callar.
– Te diré por qué te muestras tan maligna conmigo -le dijo el doctor-. Porque te sales con la tuya tranquilamente. Estás a salvo aunque me insultes porque sabes que no voy a devolverte la pelota.
Iba a añadir algo más, pero Manuel se acercó a donde estaban, trayendo dos botellas en una bandeja, una de menta blanca y otra de coñac. Dejando la bandeja en la mesita baja entre los contendientes, solicitó permiso para irse a la cama.
– Lo siento, señor -dijo-. Por lo que ha sucedido hoy.
– Comeremos fresas para desayunar -dijo el doctor a modo de respuesta-. Ponías a refrescar.
Manuel salió.
Cuando todo estuvo silencioso de nuevo, el doctor habló a Ethel. Con suavidad.
– En cuanto a lo que hiciste con Ernie, espero que lo que me has dicho sea verdad, que todo haya terminado. Siempre has tenido una tendencia autodestructiva. Quizás ahora ya puedes controlarla… ¡No me mires de ese modo! Yo no soy la causa de todo lo malo que te ha sucedido. Todo lo contrario. ¡Yo te he dado todo lo bueno que has tenido en tu vida!
Llenó su vaso de coñac. Ella le alargó el vaso, pero el doctor dijo:
– Creo que ya has bebido bastante.
Ethel se llenó ella misma el vaso.
– Quiero pedirte un favor, papá, un favor muy sencillo.
– Todo lo que esté en mi mano, lo haré. Como siempre.
– No te va a resultar fácil.
– Deja que sea yo quien lo juzgue.
– Creo que con Teddy, por primera vez, tengo una oportunidad. No intentes hacernos romper.
– ¿Qué es lo que has dicho?
– He dicho que no intentes hacernos romper como has hecho con todos los otros.
– ¿Cuáles, todos los otros? Y cuándo he intentado yo…
– Te diré cuándo. Cito: «Creo que es un debilucho.» Cito: «Recuerda que es un judío.» Cito: «Fíjate qué torpe es en la pista de tenis. ¡Ja, ja!» «Es un marica. ¡Ja, ja!» «Creo que quiere más a su auto que a ti.» «Creo que puedes conseguir algo mucho mejor que eso, Kitten, ¡mucho mejor!» Ahora ya has comenzado con Teddy. «Sospecho de los santos», has dicho, «me divierto con los bribones». Todavía no has pronunciado su nombre. «Tu nuevo enamorado.» Se llama Teddy. Teddy. ¡Teddy! Ya sé que no puedes evitarlo, lo sé. Por eso te he dicho que iba a ser duro para ti. Pero esta vez no voy a dejar que me enredes. Te pido que trates de controlarte. Y te aviso además, de que estoy vigilándote. Nada de tretas, astucias o subterfugios sutiles. Estoy alerta, ¡estoy en guardia!
– Vete a la cama -le dijo el doctor, levantándose-. Has bebido demasiado. El sueño aclarará tus ideas.
– Mis ideas están muy claras ahora.
– Sin comentarios. Le dije a un viejo amigo que está dando una fiesta que a lo mejor iría un rato después de la cena.
– No te creo. Pero no me importa. Buenas noches. Yo no deseaba que nuestra última conversación fuese de esta manera. Supongo que ha sido por culpa mía. Lo siento.
Cuando el doctor se inclinó para besarla, ella retiró su cara, y después se volvió y lo miró.
– Teddy es un buen hombre -dijo.
– Me alegro. Eso es lo que todos necesitamos. -Tocó entonces el lugar de su cuello en donde se veían las marcas de su encuentro con Ernie.- El peligro, querida mía – dijo- no proviene de nada que yo pueda hacer. El peligro que temes proviene de ti misma.
Entró en la casa, controlando cierta inseguridad. Al cabo de pocos minutos Ethel oyó su auto, así como abrir y cerrar la verja. El se había marchado.
Los coyotes parecían estar más cerca y había lechuzas en el valle más allá del jardín de cactus; los coyotes lamentándose y las lechuzas seductoras, con las garras prontas.
Cuando el desierto comenzó a enfriarse, Ethel entró en la casa.
Oyó música, jazz de los años treinta, pies arrastrándose en un escenario de madera y pequeños gritos de ¡Hay, hey! Al avanzar vio el aparato de televisión y la imagen de un hombre de media edad demasiado distinguido para el trabajo que estaba haciendo, enseñando un paso de danza a una hilera de chicas con traje de ensayo.
Sentada en una pesada butaca de terciopelo, mistress Laffey daba la impresión, inclinada hacia delante, de escuchar ansiosamente para no perderse ni una palabra ni un movimiento. Pero cuando Ethel se acercó, vio que Emma estaba dormida. En su rostro había una expresión de estupor y tenía la boca abierta.
Ethel se inclinó para besarla en la cabeza.
– Buenas noches, mamá -murmuró.
Asustada, Emma la miró.
– ¡Kitten! ¡Oh, Kitten, cariño! -exclamó.
– ¿Estás bien mamá? -preguntó Ethel.
– Maravillosamente. ¿Hay algo más pesado que autolamentarse? Ven -se hizo a un lado-, siéntate junto a mí. Pareces cansada, cielo. Descansa.
Abrió los brazos. Cuando Ethel no respondió, ella alargó la mano y cogiendo a Ethel por el codo, la tiró gentilmente hacia ella.
– Te echo tanto de menos -dijo-. Ven a sentarte y hablar conmigo.
– Mañana, mamá -dijo Ethel, soltando su brazo.
Emma cogió de nuevo a la muchacha tirando de ella con una fuerza frenética.
– ¡No hagas eso! -exclamó Ethel. Su voz impaciente y desagradable la sorprendió.
La mano de Emma la soltó y quedó temblorosa, en el aire.
Comenzó entonces a sollozar, y del mismo modo que la ira de Ethel hacia su padre había sido la acumulación de años, así eran las lágrimas de Emma. Su corazón se había destrozado y no tenía ningún orgullo.
A tientas, buscó su bastón, y se incorporó, apoyándose sobre el brazo de la butaca, y se encaminó hacia el vestíbulo y la escalera, sollozando amargamente.
Ethel no se movió, no la miró mientras se iba. Cuando oyó que la puerta del dormitorio en el piso superior se cerraba, se sentó y se cogió la cara entre las manos.
Le había dicho las mismas palabras a su «madre» que su «padre» le dijera hacía algunos años, y con la misma voz cruel.
Levantándose de un salto, corrió escalera arriba. Pero en la habitación de Emma no se veía ninguna luz por debajo de la puerta. Intentó la manecilla de la puerta. La habitación estaba cerrada con llave. Llamó. Pero no hubo respuesta.
En fin, ¿qué demonios podía hacer o decir para ayudar a esa mujer? Era demasiado tarde. La verdad era que nadie en esa casa podía ayudar a ninguno de los otros. O debía.
Desde su propio dormitorio, Ethel se dirigió al teléfono. Teddy no estaba en casa. Deseaba poder desconfiar un poco de Teddy; eso aliviaría la culpa que ella sentía. Pero Ethel sabía dónde estaría Teddy… en un cine con su padre.
– Me dijeron que alguien había llamado desde Tucson, una muchacha -dijo Teddy cuando la despertó en medio de la noche-. Me imaginé que serías tú.
– ¡Que sería yo! ¿Cuántas chicas conoces tú en Tucson?
– Todas las chicas a punto de graduarse de la Universidad de Tucson.
No parecía enfadado. Ethel se sintió aliviada.
– Oh, Teddy, cariño mío -le dijo- ¿querrás, por el amor de Dios, venir aquí y llevarme lejos?
– Pasado mañana estaremos ahí.
– Te necesito ahora mismo.
– ¿Qué ha sucedido? ¿Alguien ha herido tus sentimientos?
– No. Todos han sido muy pacientes. Soy yo. Me está entrando la chifladura. Todo vuelve; igual que cuando era una chica y… Lo siento; no debes preocuparte por ello. ¿Cómo fue la película?
– ¿Cómo sabías que fuimos a ver una película?
– Lo sé todo de ti, así que ándate con cuidado.
– Sin bromas, ¿cómo lo sabías?
– Tengo una doble vista, porque te quiero. ¡Adelanta tu vuelo! No sé qué demonios voy a hacer aquí mañana.
<a l:href="#_ftnref9">[9]</a> En español en el original. (Nota del traductor.)
<a l:href="#_ftnref10">[10]</a>Margarita, bebida. Guacamole, ensalada de aguacate. (Nota del Traductor.)