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Al día siguiente Ethel durmió hasta las dos de la tarde, o pretendió que dormía. Emma hizo su viaje mensual a la ciudad para visitar a su médico personal, un profesional que su marido había escogido para ella, y el doctor Laffey no vino a casa para cenar. Era su noche de bridge; el doctor era un jugador con categoría de concursante.
Al día siguiente, en honor de la ocasión, el doctor Laffey canceló sus compromisos, incluyendo una operación ortopédica que le hubiera proporcionado unos honorarios sustanciosos, y se fue en el auto con Ethel al aeropuerto.
Ethel llevaba una blusa azul celeste, de alta botonadura. A un lado de su cuello se veían todavía unas marcas enrojecidas.
El encuentro fue muy sencillo. Costa se sentó en la parte posterior junto a su hijo. El doctor Laffey conducía, y Ethel iba a su lado. Para mantener una conversación, el doctor describía los puntos importantes del recorrido. Se desvió de su camino para llevarlos por el nuevo centro cívico.
– Mucho dinero ahí -hizo observar Costa.
Le impresionaron más todavía algunas de las casas junto a las que pasaron en su camino hacia la cima de la colina Laffey.
– Yo siempre he dicho a mi hijo -comentó- que es igual de fácil casarse con chica rica que con chica pobre.
– Ha hablado un griego -dijo Teddy.
Cuando llegaron a la casa de Laffey, surgió un problema.
– ¿Qué es esto? -preguntó Costa.
– Nuestra casa -respondió el doctor Laffey-. ¿Es eso lo que usted ha preguntado?
– Muy bonita, muy bonita, pero… -Costa se mostraba reacio por alguna causa. Se encaminó hacia el auto.
– Hay habitaciones preparadas para ustedes -dijo el doctor Laffey – ¿No es así, Ethel?
– Vamos, míster Avaliotis -dijo Ethel.
Costa permaneció en sus trece. Por lo visto, aquello que le contrariaba sólo podía discutirse entre padres, de modo que se acercó al doctor Laffey, indicándole con un gesto al vuelo que debían hablar a un lado.
Los chicos esperaron.
La consulta que no debían oír fue corta. Vieron que el doctor Laffey asentía con la cabeza, y le oyeron decir:
– Naturalmente, si usted lo prefiere así.
El hombre volvió. Costa parecía tranquilo, pero resultaba evidente que el doctor Laffey había tenido una primera impresión de lo que le esperaba.
– Míster Alavotis me ha dicho…
– Avaliotis -dijo Costa-. A-va-li-o-tis. Muy fácil.
El doctor Laffey se dirigió a Teddy.
– Su padre prefiere que os alojéis en un motel -dijo.
– Es lo adecuado -dijo Costa-. Hasta que lleguemos a un acuerdo, ¿lo entiendes? -añadió. Se volvió hacia Ethel-. ¿Lo entiende usted, verdad jovencita? Su padre y yo tenemos muchas cosas que discutir. Y Teddy y yo, el mismo problema.
– No podré buscarles un lugar y llevarlos yo mismo allí -dijo el doctor Laffey.
– Yo les encontraré un lugar -dijo Ethel.
– Desgraciadamente, tengo un gabinete que atender y he de hacer mis rondas en el hospital. Mañana debo operar y…
– No hay necesidad de explicar, doctor Laffey… ¿correcto, Laffey?
– Sí. Ahora debo apresurarme. Ethel tiene su auto y ella…
– No se preocupe, no se preocupe -dijo Costa.
– Pero esta noche -añadió el doctor Laffey- insisto en que todos cenemos aquí. ¿Estará eso bien?
– Adecuado -dijo Costa.
– Bien. Así que ahora me voy corriendo…
– Antes de que se marche, quiero conocer a su esposa. ¿Puede usted molestarse en presentarnos?
– Ethel cuidará de ello.
– Ocupará sólo un minuto -Costa parecía ansioso en que fuese el doctor Laffey quien le presentara a mistress Laffey.
Lo que el doctor hizo. Y se fue después.
Costa se sentó junto a mistress Laffey, le hizo elogios de su bella casa y en lo bien que habían criado a su hija.
– La verdad es -comentó Emma Laffey- que mi colaboración en ambas cosas ha sido muy pequeña.
– Querida señora, no puedo creer eso.
– Creo que quieren estar solos -dijo Ethel, empujando a Teddy por la puerta del jardín-. Ven, quiero que veas nuestras plantaciones de flores.
Cuando salían oyeron que Emma hablaba a Costa de su «debilidad». Era la primera vez en muchos años que alguien estaba dispuesto a escucharla.
Algo preocupaba a Ethel. El periódico de la mañana publicaba un artículo sobre el aumento en la comunidad de casos de enfermedades venéreas. Sentía cierto dolor dentro de ella. Ernie nunca cerraba su puerta.
Reflexionó sobre contar la verdad a Teddy, pero decidió en contra.
– Tengo que admirar a tu padre -dijo-, su modo de hacer las cosas. Por su tradición, ¿sabes? Así que he pensado que quizá no deberíamos…
– ¿No deberíamos qué?
– Hacer el amor otra vez hasta…
– ¿Estás bromeando? ¿Hasta cuándo?
– Hasta que nos casemos. O, por lo menos, hasta que todo esté convenido.
– Mantenme alejado, vamos a ver. -Teddy se echó a reír.
– ¿Qué encuentras tan divertido?
– ¿Qué es lo que hacen con los caballos? Me lo contaste en cierta ocasión.
– Oh, Teddy, sé formal.
– ¿Qué es lo que les hacen? Les atan…
– Un cepillo rígido en la parte posterior de la barriga, así que cuando el garañón… -Ella también se echó a reír.- Se conoce como la coraza del semental. Estarías tan gracioso con una de esas corazas…
– Haría muchas cosas por mi padre, pero tú has dado justo en el límite.
– Teddy, estoy hablando en serio. Así, cuando nos casemos, será mucho más importante.
Teddy la atrajo hacia él y comenzó a besarla.
– Las mujeres controlan esas cosas -dijo él-. Vamos, contrólame.
– ¡Teddy! Cuidado. Se acerca tu padre.
Mistress Laffey y Costa habían salido de la casa. Costa la sujetaba por el codo y ella le miraba directamente a los ojos.
– Creo que mamá está coqueteando con tu papá -dijo Ethel.
– Yo soy feliz como la mayoría de la gente -estaba diciendo Emma-. Amo mi jardín y… mi habitación y… a mi hija. -Vaciló y sonrió valientemente como exigía su tradición.- Y espero no ser una carga demasiado pesada para él, para el doctor Laffey.
– Estoy seguro de que no.
– Hemos pasado épocas maravillosas. El doctor Laffey solía llevarme a Europa cada dos años. Pero últimamente ha estado demasiado ocupado.
– Hombre importante, ¿qué se puede hacer?
– ¿Sabe usted qué es lo que yo echo de menos en el mundo? Un viaje de compras como en los viejos tiempos hacíamos. ¡Oh, las compras que he llegado a hacer! -Comenzó a hablar muy rápidamente y con una animación desacostumbrada. -Los franceses tienen artículos de piel muy suave. En Escocia son las lanas. Si usted ve algo que le gusta en una tienda, cómprelo. Cuando volviera a buscarlo seguramente no lo encontraría. Recuerde, hay una temporada para esas cosas. Y en cuanto al regateo, en Inglaterra es tiempo perdido. Pero al este de París, se ofrece la mitad y hay que mantenerse firme. El doctor Laffey solía admirar mi habilidad para regatear -se echó a reír como una niña traviesa- pero se trata nada más de ofrecer la mitad y mantenerse firme. Acuérdese.
– Es mi esposa quien se encarga de todas las compras en mi familia -dijo Costa.
– ¡Qué bien! Tengo muchas ganas de conocerla. Le enseñaré algunos vestidos muy bonitos que tengo arriba. Muchos de ellos ni me los he puesto. Ni me los pondré probablemente. Aunque no he cambiado de talla.
– Mamá -intervino Ethel-, míster Avaliotis no está interesado en tu talla.
– ¡Chitón! ¡Ethel! -exclamó Costa-. Deja que hable la mujer, por el amor de Dios. Siga, por favor, mistress Laffey, ¿su talla?
– Oh, no tiene importancia. Todavía tengo la seis. Seis de júnior, no de señorita. Ethel, tiene talla de señorita. ¿Ve usted que ella es mucho más desarrollada?
– ¡Mamá! Sería mejor que fuésemos a buscar un lugar en donde poder alojarse, míster Avaliotis -dijo Ethel-. Antes de que los turistas no dejen sitio.
– No se preocupe, Ethel, siempre tienen una habitación para mí. Vaya a donde vaya, querida mistress Laffey, la gente se preocupa por rní. No son ellos, es Dios. Dios se preocupa por mí. Yo le traeré Su bendición. Yo le pediré que le devuelva a usted la fortaleza, ya verá usted con qué rapidez.
Se irguió apoyándose en los dedos de los pies y henchió su pecho de aire.
– Bueno, ¿por qué estamos esperando, muchacho? -le preguntó a Teddy.
– Te estamos esperando a ti -dijo Teddy-. ¿A quién si no?
Costa se echó a reír.
– A veces se pone insolente con su padre, le contesta. Pero así es su país, mistress Laffey. Gracias a Dios, su hija entiende lo que es el respeto, ¿no es verdad, Ethel?
– Algunas veces -dijo Ethel-. Vamonos o necesitaremos de verdad la ayuda de Dios.
Les llevó en el auto a algunos moteles que no complacieron a Costa.
– ¿En dónde hay un río, agua, algo? -preguntó.
– Papá, por amor de Dios, esto es el desierto. Aquí el agua está a trescientos metros por debajo del suelo.
– Hay un motel en Palm Canyon -dijo Ethel-. Aunque está algo lejos. Allí hay una especie de arroyo.
– Especie de ¡otra vez! -dijo Costa. Y al verlo, comentó-: ¿A esto le llama usted un río?
– En la primavera baja lleno -dijo Ethel.
Había un motel prefabricado. Costa hizo una mueca.
– Creo que es mejor que tomemos habitación aquí, míster Avaliotis -dijo Ethel-, si es que queda alguna.
Firmaron el registro y Ethel se disculpó entonces para que los dos hombres pudieran afeitarse y lavarse.
– Tengo un problema -Costa dijo a Ethel-. No hay auto.
– Vendré a recogerlos a las seis y les traeré otra vez después de la cena -dijo Ethel.
– No, ahora. Pocos minutos. Debo encontrar una tienda.
– Yo tengo lo necesario para afeitarse, papá. ¿Qué es lo que necesitas?
– Quiero comprar algo para la querida mamá -dijo Costa a Ethel.
– Realmente, no hay ninguna necesidad, míster Avaliotis…
– No puedo ir a cenar sin llevar un regalo a su madre.
El viejo compró en una tienda una caja de un kilo de bombones «Whitman's».
– No hay más problemas -dijo.
Aquella noche la cena transcurrió muy bien, en todos sus detalles, desde Costa entregando su regalo a mistress Laffey, hasta los cocteles, los cumplidos sobre la casa y el terreno, en todo, hasta que Costa le dijo al doctor Laffey lo que pretendía.
– Nosotros somos católicos -dijo el doctor Laffey con los labios apretados-. Ethel va a casarse en nuestra iglesia.
– Esto no es posible -respondió Costa.
– Cualquier cosa es posible, míster Avaliotis. -El doctor Laffey había estado practicando la pronunciación del nombre con Ethel.
– Quizá para usted. Pero todo no es posible para mí. Tenemos familia y ésa es nuestra costumbre. Nosotros no cambiamos al venir a este país. Nuestros muchachos se casan con chicas griegas y nuestras señoritas griegas se casan con muchachos griegos. Yo no soy hombre anticuado. Entiendo que el mundo está cambiando. Pero esta cosa nosotros no la cambiamos.
– Tampoco nosotros -respondió el doctor Laffey, más brevemente, pero con igual decisión.
– Así… -Costa dejó sin terminar la frase haciendo un gesto mostrando las palmas de las manos hacia fuera-. Usted tiene su derecho, yo tengo mi derecho. Veremos lo que sucede.
Siguió esa clase de silencio tan temido por cualquier anfitrión.
– En el desierto tenemos flores bellas -dijo mistress Laffey-. Flores del desierto.
– Ya lo sabe, Emma -dijo el doctor.
Nadie habló.
– Cuando de pronto todos callan en la conversación, como ahora -dijo Costa- mi gente en el viejo país dice: «¡Ha nacido una niña!»
Nadie le entendió.
Costa se volvió hacia mistress Laffey.
– Una cena muy agradable, mistress Laffey -dijo-. ¿Cómo puede encontrar pescado como ése aquí, tan fresco?
– Desgraciadamente yo no tuve nada que ver con la cena -dijo mistress Laffey. Y miró al doctor.
– La trucha de montaña – el doctor dijo a Teddy, especialmente a Teddy- la traen en avión desde Denver.
– ¿Has oído eso, papá? -preguntó Teddy-. Las truchas las traen en avión desde Denver.
– Muy bien, muy bien -dijo Costa.
– Y ahora, ¿por qué, ustedes dos, caballeros -dijo Teddy- no comienzan a entenderse?
– Por mí, de acuerdo -dijo Costa.
Pero el doctor Laffey no volvió a dirigirse aquella noche a Costa, excepto como parte integrante del grupo. Aproximadamente a las diez menos cuarto miró su reloj y se levantó.
– Deberéis disculparme -dijo-. Por la mañana he de operar.
Ethel no lo disculpó por eso, como tampoco lo disculpaba por un centenar de cosas más.
– Naturalmente -respondió Costa-. No queremos ser problema para ustedes. Operar muy importante. Muchacho, llama taxi.
– Los llevaré a casa -dijo Ethel.
– Demasiada molestia. Además, creo que lo adecuado, que usted y su padre a lo mejor discutan la situación…
– No hay nada a discutir -dijo el doctor Laffey-. Buenas noches. -No estrechó la mano de Costa, pero le sonrió con la admiración austera que se reserva a los antagonistas de categoría.
Los dos Avaliotis regresaron a su hospedaje en taxi.
Después de haberse marchado ya no había luz en el dormitorio del doctor Laffey. Ethel debía esperar hasta la mañana.
Se levantó temprano y esperó a su padre en la mesa del desayuno.
– Quiero decirte -dijo- que voy a casarme con Teddy Avaliotis y no me importa en dónde se celebre la ceremonia.
– Me doy perfecta cuenta de ello, Ethel -dijo el doctor. Cada mañana se comía un pomelo rosado entero que pelaba como si fuese una naranja y dividía en gajos-. Pero no voy a dejarme impresionar. Tú no conoces a los griegos como yo los conozco. Son una nación de comerciantes. La primera postura que toma un griego jamás es la última. Gracias, Manuel.
El desayuno del doctor Laffey consistía en un filete pequeño cortado muy fino. Su dieta consistía en proteínas, regulada cuidadosamente. Cada día se tomaba tres cucharadas de lecitina granulada.
Ethel tomó tres tazas de café solo.
– Ese café te va a hacer saltar -dijo el doctor Laffey-. Querida mía, ciertamente tú no necesitas ningún estímulo adicional.
– Sabes bien lo que me está poniendo nerviosa -dijo Ethel-. Quiero que arreglemos esto.
– Pues, adelante. Huye, deja la notita de costumbre, desaparece, no vuelvas, cásate, haz lo que te plazca. Pero creas lo que quieras de tu padre, ya es hora que sepas que no soy ningún bobo. No estás aquí para pedir mi permiso. Estás aquí porque es ese viejo el que quiere mi permiso; eso forma parte de su código. ¿No tengo razón?
– ¿Y qué?
– No voy a permitir que se me domine.
– El no trata de dominarte.
– Tú lo estás haciendo. Y no lo permitiré.
– Por favor, sólo esta vez… ¡por favor!
– Bueno, ese tono ya me gusta más. ¿Podemos hablar con sentido común? Recuerda, siempre, que yo sé mucho más de ti que ese míster Cómo-se-llame. Por ejemplo, en este momento sé que no estás en situación de dominarme. Así que tranquilízate y hablemos sensatamente.
– Bien, sigue.
– He hecho muchos viajes a Oriente y jamás he estado en una tienda de allí, griega, egipcia, turca, armenia, siria, libanesa o del tipo que fuese en la que el propietario no esperase que yo regateara. En este caso, el propietario me ha dado una idea de lo que desea. No lo conseguirá, no de mí. Y creo tener una idea de lo que va a aceptar, y a su debido tiempo voy a ofrecérselo.
– ¿Y qué es ello? Manuel, más café.
– Sugiero… -el doctor Laffey había terminado su filete y su café descafeinado y se limpió los labios-, te recomiendo, de hecho, para tu propia felicidad, que procures hoy tener cinco minutos en que puedas estar a solas con el joven enamorado, que, a propósito, me gusta; parece adaptable… y le recomiendes que hable seriamente con su padre y le diga que dos personas pueden muy bien jugar a ser duros. Que le diga que ha de aprender a doblegarse un poco, porque, si no lo hace, se puede quebrar. Cederemos los dos al mismo tiempo, ¿eh?
– Papa, ¡estás realmente lleno de mierda! -dijo Ethel.
El doctor Laffey salió de la habitación.
Ethel lo detuvo cuando salía del garaje retrocediendo en el auto. Lo hizo detener quedándose de pie en medio del camino.
– Bueno, ¿de qué se trata tu proposición? -preguntó Ethel por la ventanilla del conductor.
– Celebrar dos ceremonias: una en su iglesia y una en la nuestra. Es intolerable que él se crea que puede darme órdenes. ¿Qué demonios es ese hombre, a fin de cuentas? No tiene educación, ni una pizca de humor, huele a sudor, pero es todo pomposidad. Y arrogancia. No voy a tolerarlo. Dile a Teddy que lo tome o lo deje. Es un compromiso perfectamente aceptable. Un compromiso que puede proporcionar lo que todas las buenas soluciones de compromiso proporcionan: que todo el mundo se quede tan satisfecho como es posible bajo las actuales circunstancias, lo cual es, como tú descubrirás, todo lo que se puede esperar de esta vida. Teddy ya debe saber eso, a juzgar por su expresión siempre amable. Adiós.
Arrancó, muy de prisa. Se detuvo bruscamente, y retrocedió hasta donde estaba su hija.
– ¿Estás tú de acuerdo o no lo estás? -preguntó-. ¿Puedo saber algo de tu opinión?
– Creo que eres muy inteligente -le dijo Ethel.
– Años de experiencia -respondió el doctor-. A propósito, esta noche, ¿hemos de pasar otra vez por lo mismo?
– ¡Oh, papá, no empieces otra vez, papá!
– Lo siento. Realmente lo siento. Me hiciste perder la paciencia. Esta noche estoy a su disposición. ¿Qué va a hacer conmigo?
– Nos va a llevar a cenar.
– ¿Puedo solicitar humildemente que sea a un restaurante en donde yo pueda tragar la comida?
– No sé cómo anda financieramente…
– Estoy seguro de que Teddy es ahorrativo.
– Pero, si le conozco un poco, estoy segura que el viejo no aceptará dinero de su hijo, no para una ocasión como ésta.
Costa los llevó al restaurante favorito del doctor Laffey; había pedido a Ethel que le sugiriera alguno. Ella insinuó que era un lugar caro, pero el viejo agitó violentamente su dedo por delante de sus labios apretados y Ethel recibió el mensaje.
Costa acompañó a las dos mujeres hasta la mesa y el doctor Laffey aprovechó el momento que había esperado de estar a solas con Teddy.
– Lo que no entiendo muy bien -dijo al joven- es lo que puedas ver en Ethel. Puede resultar una chica muy complicada, ¿sabes?, inquietante e imprevisible. ¿Estás preparado para eso?
– Doctor Laffey -dijo Teddy-, me temo que la verdad es que yo soy un hombre rutinario. Ciertamente no querría casarme con nadie igual que yo.
Entraron y encontraron a Costa, como era adecuado, sentado a la cabecera de la mesa.
Habló de la esponja. Cómo era, cómo vivía, lo que comía, cómo se reproducía. Habló de la marea roja que había penetrado y que durante diez años destruyó totalmente la industria. Habló de las ventajas de la esponja natural sobre la esponja sintética. Hizo otro regalo a mistress Laffey: una caja cuidadosamente envuelta en papel fino de color azul, atada, y le dijo lo que era, colocándola cuidadosamente a los pies de la señora:
– Dos esponjas perfectas para su baño -dijo-. Estuve escogiendo entre más de un millar.
Habló entonces de su padre y de la tumba de su padre en el cementerio en donde antiguamente se alzaba la vieja iglesia ortodoxa griega, totalmente destruida por un incendio, se sospechaba premeditación, pero todos los griegos en Tarpon Springs seguían considerando ese lugar como sagrado. En la lápida de su padre había una fotografía con el marco ovalado, tomada no en la época en que murió, sino en sus mejores tiempos, la mejor fotografía que tenían del hombre, para que fuese recordado tal como había sido antes de que la edad lo disminuyera y la muerte lo abatiera. Les contó entonces lo que incluso Teddy desconocía, que cada dos domingos llevaba tiestos de flores, capuchinas azules o lirios blancos, al lugar de la tumba, y las dejaba allí, sobre el túmulo que cubría el cuerpo de su padre, y después, pasada una quincena, se llevaba las flores marchitas a casa, cavaba un agujero para los bulbos y lo llenaba con estiércol de vaca deshidratado mezclado con margas y corteza -Costa se entretenía en los detalles- trasplantando las flores a su propio patio para mantener viva la memoria de su padre.
– Por eso no puedo aceptar sino lo que mi padre aceptaría, y estos jóvenes han de casarse en la iglesia de la religión de Teddy. Cualquier otra cosa, él no me lo perdonaría. ¿Eh, muchacho? -le preguntó a Teddy-. ¿No es ésa la razón, muchacho?
Hacía más de media hora que nadie más había pronunciado palabra.
Ahora habló Teddy.
– Esa es la razón, papá.
Mistress Laffey gimoteaba. Se había enamorado del viejo griego.
– ¿Puedo decir algo, querido? -preguntó a su esposo.
– Naturalmente -respondió él-, pero, ¿puedo hacer primero una pregunta? -Se volvió hacia Teddy.- ¿Te ha hablado Ethel de mi sugerencia?
– Sí señor, lo ha hecho.
– A ella le pareció muy justo -continuó el doctor Laffey-, tal como me parece a mí también. -Tocó el brazo de Teddy.- Mírame, por favor, jovencito, y dime, con toda franqueza, ¿qué piensas tú? La verdad.
– Trato de decir siempre la verdad, doctor Laffey. ¿Por qué cree usted que iba a fingir?
– No sé por qué. Pero no importa. ¿Qué crees tú?
– Mi padre es quien ha de decidir -dijo Teddy.
El doctor Laffey se volvió hacia Costa Avaliotis.
– ¿No es su felicidad la única cosa que en este momento nos importa? -preguntó tratando de mostrar toda la certeza de que fue capaz.
– No -respondió Costa-. Algo es más importante. En su momento de la vida, veintiuno, veintitrés, estos jóvenes no saben nada. Son valores para la época de la vejez. De otro modo, ¿qué utilidad habría en una larga vida y estar en una posición respetable? Ustedes, los norteamericanos, tienen otras ideas. Para ustedes lo más importante es la felicidad, el éxito y la felicidad, buena comida, felicidad, automóvil, etcétera, siempre la felicidad. Pero vuestros hijos se van pronto de casa. Generalmente por, excúseme, nada personal, generalmente por buenas razones. Nuestros hijos se quedan con nosotros. Así que se puede ver lo que nosotros tenemos más importante. Queda probado, por más de muchos miles de años.
– ¿Puedo preguntar de qué está hablando usted? -El doctor Laffey se estaba impacientando.
– Lo que nuestros padres piensan, lo que hicieron, lo que los abuelos pensaban, lo que hicieron. ¿Cómo llama usted a eso?
– Tradición -aclaró el doctor Laffey-. Pero las tradiciones no se quedan inmóviles como las montañas, sin ningún cambio.
– Las nuestras no cambian -dijo Costa.
El doctor Laffey se volvió hacia Teddy buscando ayuda.
– Mi padre ha hablado por mí -dijo Teddy.
– ¿No tienes tu propio criterio, jovencito? -preguntó el doctor Laffey.
– Acabo de expresarlo -respondió Teddy.
– ¿Nunca tomas tus propias decisiones?
– Ahora lo he hecho. Ha de ser como él ha dicho.
– ¿O nada absolutamente? -El doctor Laffey miró a su futuro yerno despreciativamente.
– Yo no dije eso; usted lo ha dicho. Pero se lo diré. ¡Sí!
– Tú tienes la culpa -dijo el doctor Laffey a su hija.
– Ella no tiene nada que ver con eso, señor -dijo Teddy-. Ella argüyó muy bien y muy firmemente. Pero le dije lo mismo que acabo de decirle a usted. Sólo me casaré con el permiso de mi padre. Y él no dará su permiso hasta que Ethel tenga el permiso de usted.
– Emma, ¿por qué no nos vamos a casa?
Mistress Laffey comenzó a recoger su chal. Recordó que había querido expresar algo en favor de la familia Avaliotis, pero ahora ya era demasiado tarde.
– Oh, no, no -dijo Costa-. Cena deliciosa, ahora coñac, brandy, lo que sea. Quizá tengan brandy griego, muy fuerte, para hombres, algo dulce para las señoras. Llama al camarero, Teddy.
– Tengo que operar mañana.
– No importa, no importa ¿cuántas veces se casa su hija? Una vez en la vida, espero ¡al estilo griego!
Teddy llamó al camarero y encargaron licores. No se tocó nuevamente el tema.
Cuando el camarero presentó la cuenta, el viejo se inclinó hacia un zapato que se había quitado y sacó dinero. Ethel observó también que no pestañeó ante la subida cantidad y aunque no le quedó mucho dinero después de haber pagado, dio la propina haciendo un floreo.
El doctor Laffey los acompañó hasta su motel y se despidió con su cortesía acostumbrada. No mencionó lo que estaba presente en las mentes de todos.
Tampoco lo hizo Costa. Ethel tenía la impresión que Costa ni tan siquiera pensó en ello otra vez. El había expresado su opinión, y estaba seguro de su posición. Ahora ya no le correspondía a él; era cosa de los otros. Aquella noche él dormiría perfectamente. Ethel no lo conseguiría.
Al día siguiente, Costa hizo un anuncio dramático y creó una crisis.
– ¡Esta noche final! -exclamó-. Estos asuntos no necesitan más de tres días para decidir. Yo le escucho, él me escucha. ¿Así qué? Ahora pasamos a lo siguiente, bueno o malo, avanzamos en la vida, puede soportarse el dolor, se hacen otras relaciones, ¿verdad?
– No en este asunto -dijo Teddy.
Pero Costa no le escuchó.
– También hoy noche yo preparo la cena. Trae a Ethel con el auto. Yo preparo la ensalada hoy noche, veremos qué clase de mercados hay aquí.
Ethel se presentó tan rápidamente como pudo; Teddy le había dicho que hoy se decidiría, en uno u otro sentido.
– ¿De acuerdo si uso la cocina de su madre? -le preguntó Costa.
– Naturalmente -respondió Ethel-. Diga simplemente a Manuel y a Carlita lo que necesita y ellos con mucho gusto…
– Sólo deseo una cosa, que ellos se vayan. Después ellos lavan los platos. ¿De acuerdo?
Reunir los ingredientes necesarios para la gran ensalada griega, era un ritual. La insistencia de Costa para que los materiales fuesen los mejores existentes en el mercado, creó tensión durante todo el día. Expresó su desilusión en Tucson, Arizona; los supermercados allí eran merecedores de una crítica severa.
– ¿Qué clase de gente tenemos aquí? -inquirió-. ¡Bárbaros! El queso jeta, quizás el ingrediente más excepcional, fue localizado finalmente en una tienda de especialidades, en el distrito más rico de la ciudad. Estaba embalado, seco, en una lata – «alimentos enlatados»- y no en salmuera, en un barril. Costa empleó un buen rato en explicar a la propietaria de la tienda, una mujer gorda de media edad que llevaba una falda de lanilla de Paisley, la gran pérdida que un alimento de sabor delicado experimenta, cuando se envasa en una lata.
En esta tienda encontraron tomates y pepinos, pero a Costa no le gustó su apariencia. Encontró, olvidado en un estante, una botella de aceite de oliva de primera calidad, importado de Grecia, no de Italia. En el fondo de la cuna de paja de la botella, había la marca «Itea». Itea, les informó Costa, es el puerto de Delfos, en otras épocas el ombligo del mundo. Esto, afirmó a Ethel, es un buen augurio.
En el barrio mexicano compró algunos pimientos de suave color verde y dos cebollas españolas dulces. Tampoco los tomates que había aquí le gustaron, pero, por lo menos, dijo él, éstos no eran cuatro frutos idénticos sin madurar, en una caja de cartón con cubierta de celofán transparente. Escogió cuidadosamente seis tomates, sacudiendo la cabeza sin cesar mientras lo hacía. Era evidente que no le satisfacían absolutamente, que se sentía hasta desanimado.
Desesperado, entró en el mayor supermercado de la ciudad. Descubrió, sorprendido, un pequeño rincón dedicado a los sibaritas, en donde encontró la clase de vinagre de vino que necesitaba, y ante su gran alivio, algunas latas de anchoas amargas. Unos cestos metálicos, en forma de estante, contenían varios tipos de pan que no estaban envueltos en plástico. Después de pellizcarlos concienzudamente, Costa compró una docena de panecillos en forma de trébol de corazón blando y corteza dorada.
También aquí descubrió -«¡Oppa!»- aceitunas negras arrugadas.
En la sección de verdulería, dio con algo anunciado como «pepino burpless» <strong>[11]</strong>, lo compró desconfiadamente, sospechando que cuando de un pepino se ha extraído la causa del eructo, se ha extraído también mucho más.
– Esto no es pepino -diría más tarde-. Esto es jugo.
Finalmente Costa se preocupó por una cuestión delicada, el paladar de mistress Laffey. Insistió en que Ethel lo llevara al mejor carnicero de la ciudad.
– La ensalada griega, con ajo y anchoas, etcétera, quizá demasiado fuerte para querida mamá -dijo-. Buscaré algo por si acaso.
En la tienda del carnicero se hizo amigo rápidamente del propietario, explicando que deseaba tres chuletas tiernas de corderito. Rechazando lo que el carnicero le ofreció en principio, aceptó la invitación para entrar en la cámara de congelación y escoger él mismo las porciones que prefiriera. Observó cuidadosamente cómo el carnicero recortaba toda la grasa y las envolvía en un papel parafinado marrón y se despidió del vendedor estrechándole la mano.
Camino de casa se detuvieron en el almacén de bebidas alcohólicas, en donde no encontraron ni «Mavrodaphne» ni «Hymettus», los vinos que él deseaba, pero sí el italiano «Soave Bolla», que compró exhibiendo una gran dosis de tolerancia.
En la casa de los Laffey, disponiendo todavía de una hora y media de tiempo antes del momento adecuado para comenzar a preparar la ensalada, Costa acompañó a mistress Laffey hasta las dos butacas iguales de mimbre blanco junto a la piscina, desde donde podían contemplar a sus hijos mientras se bañaban.
– Piernas demasiado delgadas -se dijo Costa mientras evaluaba a Ethel en su bikini. No podía comprender la pasión de su hijo por esa mujer. Pero había rogado a Dios que le diera paciencia y comprensión y la gracia había sido concedida. Estaba procediendo correctamente, proporcionando a los Laffey, en particular al cabeza de familia, todas las oportunidades. Perfectamente tranquilo, se durmió con el sol en su rostro.
Roncaba. Mistress Laffey sonrió y se alejó hacia su dormitorio con aire acondicionado.
La llegada del doctor despertó a Costa. El cirujano salió a su terraza trayendo un martini doble de vodka, y muy erguido, se sentó junto al griego y comenzó a fanfarronear con voz bien modulada. Mostró a Costa, utilizando la pesada mano del viejo como modelo, la operación que había realizado aquella tarde. Un cliente acomodado había perdido el pulgar en un accidente en su taller casero. El doctor Laffey, con todo éxito, había desviado el índice de tal modo que pudiera utilizarse como un dedo pulgar.
Cuando terminó su descripción del trabajo hecho con el cuchillo y la aguja, mencionó que por este trabajo -que le había llevado tres horas y media- se le pagarían unos honorarios de cuatro mil quinientos dólares.
– Soy el único hombre -dijo- entre Los Angeles y San Luis capaz de llevar a cabo esta operación con éxito.
– ¡Muy agradable! ¡Muy agradable! -comentó Costa.
Aquella tarde, el doctor Laffey estaba lleno de confianza y energía. Había tomado la misma decisión que Costa: hoy debía decidirse. El vodka fortalecía su ánimo. Ofreció a Costa igual fortalecimiento por el mismo medio. Pero Costa le dijo que no quería beber hasta que hubiera arreglado sus diferencias.
– Cuando bebo -añadió -, mi corazón se reblandece.
Había llegado el momento de que Costa comenzara su tarea. Fue a la cocina y pidió a Manuel y Carlita que salieran. Carlita suplicó que la dejara observarlo, pero Costa respondió:
– No es bueno demasiada gente en la cocina. -Pero quiso la ayuda de Ethel.- Tienes que aprender exactamente a hacer esto -dijo-. A Teddy le gusta mucho.
Cualquier chef que se precie, se limita a planear y medir, combinación y condimento. El trabajo de rutina -cortar, pelar, lavar- está a cargo de los pinches. Ethel trabajó siguiendo las intrucciones de Costa cortando rodajas del pepino «no eructable», partiendo los tomates en ocho porciones, arrancando las hojas de la lechuga y lavándolas una por una para asegurarse de que no habían puntos oscuros. Costa le permitió tomar nota de cada ingrediente, de las cantidades y de los puntos a vigilar cuando los compraba. No tuvo secretos para Ethel.
Cuando llegó el padre Corrigan, el doctor Laffey lo llevó a la cocina. Las manos de Costa estaban grasientas con el aceite de Itea, así que no pudo ofrecerlas. Mientras Costa se las lavaba, el padre Corrigan y el doctor Laffey hablaron de golf, juego al que ambos eran aficionados. Entonces el doctor Laffey se volvió hacia su hija.
– Ethel, estoy pensando si tú y yo podríamos charlar un poco antes de la cena -le dijo. Ella iba a protestar, pero ante una mirada de Costa, a quien ella había comenzado a obedecer sin discutir, la hizo acceder.
El sacerdote y el griego quedaron solos.
Costa le dio algunas aceitunas y un poco de queso para apaciguar sus nervios. Le contó entonces la historia de su vida.
– En mis diez primeros años -explicó Costa- no vi a mi padre. Esperamos en Kalymnos, pequeña isla de allí, para traernos a Florida, mi madre, mi hermano, mi hermana, yo. Un día no envía mensaje, viene él mismo. Con dinero en el bolsillo. «Haz la maleta -le dice a mamá-. Nos vamos.» Así, repentinamente. -Hizo castañetear los dedos.- Vendemos la casa, por nada, los dracmas no compran nada, envolvemos el retrato del abuelo, el icono sagrado, virgen, san Nicolás, etcétera, etcétera, y venimos a Florida.
»Yo era muchachito entonces. Pero mi hermano era fuerte, y aprende rápidamente a pescar esponjas. Después, me enseña. Entonces algo terrible sucede. Muere mi hermano. Aquel día no se vigiló la hélice y la hélice cortó el conducto de aire. Mi hermano en el fondo con pesos de plomo en los pies. Acabado. Así que mi padre dice, ven, ocupa su lugar. Yo empiezo a ir abajo. Diez brazas. Más. Pronto traigo mucha abundancia, un día doscientas setenta y cuatro piezas.
– Esto es mucho -dijo el padre Corrigan-, ¿no es verdad?
– Sí, es mucho, mucho. Cuando se suben doscientas, hay que ver, cómo uno se siente después. Me inclino contra la corriente, abajo hay una fuerte corriente, ¿entiende?, se lo enseñaré, vea, así, así mismo, nunca me detengo, las recojo, las recojo, las recojo…
– Debe de ser un trabajo duro -comentó el sacerdote.
– Esto es lo que estoy diciéndole. Pero está bien. Yo entiendo en seguida América. Se trabaja duro aquí, se gana la vida. En Grecia, se trabaja duro, se trabaja mucho, y también se muere pobre. Aquí yo tengo mi propia casa, tengo mucho tiempo, encuentro una esposa agradable, una chica griega, del distrito de Astoria, en Queens. Ella me da un hijo. Y se acabó. ¿Quién sabe por qué? Preguntemos a Dios. ¿Ha visto usted a mi chico?
– ¡Un buen chico!
– ¡Y tanto! Mi padre me crió de cierta manera, yo crío a este chico lo mismo. Teddy. Nombre real Theophilactos, significa «sigue a Dios», ¿entiende usted?
– Parece un muchacho temeroso de Dios…
– El no teme a nadie. ¡Oficial, de la Marina de Estados Unidos! ¡Tercera clase!
– El doctor Laffey me ha dicho que usted suele ir a la iglesia griega ortodoxa; me ha dicho que es muy devoto.
– Yo soy un hombre religioso, no voy a la iglesia. Ahora tenemos sacerdote nuevo, ¡es como una mujer! ¡También tienen mujeres en los comités! ¡También hay bingo! ¡Bingo, por el amor de Dios! Yo le digo a este sacerdote, el próximo domingo toma dinero de la iglesia, ve a las carreras de galgos, juega, ¡es lo mismo! Muchos sacerdotes, ¿sabe usted?, jugadores. Demasiado ricos, demasiado gordos, perdone, nada personal, veo que usted come mucho.
El padre Corrigan dejó el queso en la mesa.
– Quiero hablarle de los Laffey -dijo.
– He hablado con ellos tres días -dijo Costa-. Hombre inteligente, mucho dinero, esposa distinguida, demasiado enferma, hija que ama a mi hijo, ya lo veo, hasta aquí todo bien.
– Quisiera hablarle a usted de la fe de los Laffey -dijo el sacerdote.
– ¿Por qué no? Pero antes usted ha de comprender algunas cosas de mi fe. ¿De acuerdo?
– Naturalmente.
– ¡Primera cosa! La simiente la lleva el padre, ¿no tengo razón?
– ¿Qué? ¡Oh! Sí. Sí.
– Sí. También el padre pone simiente en el cuerpo de la mujer, aquí, ¿no es verdad? -Costa ilustró con un gesto.- Allí encuentra hogar y crece nueve meses. Todo eso ya lo sabe usted.
– Bueno, realmente, ésta no es la actual actitud científica…
– El problema con su religión, querido señor, es que los sacerdotes no se casan. Nuestros sacerdotes se casan, etcétera, etcétera, tienen hijos, sabe que tiene simiente, la ve muchas veces.
– Estoy hablando de ciencia.
– No necesito que la ciencia se meta en este tema. Usted debe confiar en la gente del mundo que tienen su experiencia de la vida, ¿verdad?
– Es bien sabido; cada emisora de televisión tiene programas científicos…
– ¿Quién puso la semilla en el cuerpo de María, ahí mismo?
– ¿María quién? ¿Ahí mismo, dónde?
– ¿Qué le pasa a usted, qué le pasa, amable sacerdote? María, madre de Dios, ¿quién puso la semilla ahí mismo, en su cuerpo?
– Bueno, fue Dios, naturalmente.
– ¡Correcto, por una vez! Dios. -Pero…
– Nada de peros. Jesús hijo de Dios. No hijo de María. Hijo de Dios, ninguna cuestión de ir a medias. Estamos creados a la imagen de Dios, ¡hijo mío! ¡A la imagen de Dios! Debería usted leer la Biblia, amigo mío…
– Conozco muy bien la Biblia…
– Ha venido a convencerme de algo, ¿verdad?
– Únicamente esto: ¿no cree usted que debería tener alguna consideración para el doctor Laffey y su familia y su…?
– Yo no veo ninguna familia aquí. Les hacemos favor de llevar su hija a nuestra familia. No los necesitamos, ¡ellos nos necesitan a nosotros!
– Yo no creo que un lado necesite al otro.
– Entonces, ¿por qué me han pedido que venga? Vengo de Florida, muchas chicas griegas para mi hijo allí. Pero él quiere ésta. Muy bien. Vengo aquí para proteger a mi familia. Esa es mi misión. Usted se preocupa de sus asuntos, padre, de un modo mejor. ¡Conmigo pierde el tiempo!
Él padre Corrigan había llegado a la misma conclusión. Suspiró profundamente. Dudaba en tener suficiente fortaleza para continuar este absurdo debate. Pero hizo una última tentativa.
– Confiaba en que usted quisiera escucharme durante algunos minutos…
– ¿Por qué no? Pero hemos de decir la verdad, ¿de acuerdo?
– Esto es lo que me propongo hacer. Estamos viviendo, ya se habrá dado cuenta, en una democracia, lo que significa que vivimos en condiciones de igualdad, cada uno tiene sus derechos. Así que lo que proponernos es que haya dos ceremonias de casamiento, una en su…
– Mi querido amigo, dígame la verdad. ¿Va miss Ethel a su iglesia?
– Fue a la escuela dominical.
– Hablo de ahora. ¿Va ahora?
– No lo sé realmente.
– Usted sabe. Ella me dijo a mí. ¡Nada! Ella me dijo que se casa con mi hijo si su padre dice de acuerdo y también si su padre dice que no de acuerdo. ¿Qué clase de creencia es ésa? Tiene suerte que mi hijo la quiera. Ella no cree en nada. Ella no escucha a su padre. ¿Por qué? Puedo oler lo que está ocurriendo ahí. Sé lo que ella es. Ella no es chica limpia. ¿Tengo razón?
– Oh, vamos…
– Usted escuchaba su confesión, etcétera. Dígame la verdad.
– Oh, vamos, vamos. Nosotros no podemos revelar…
– No necesito su opinión sobre eso. Tengo mucha experiencia, conozco muchas mujeres, mucho tiempo. Chicas frivolas, etcétera, etcétera. Gameso. -Un gesto.- ¿Entiende lo que quiero decir? -Otro gesto.- Pero esta chica, cuando se case con mi hijo, yo la ayudaré. Yo la enseñaré de modo adecuado. Ese será mi regalo para ella.
Ante estas palabras, el sacerdote perdió el control.
– Míster Avaliotis, usted es el hombre más fanático y arrogante y, sin ninguna duda, el más intolerante que yo haya podido conocer en toda mi vida.
– De acuerdo, acepto insultos de sacerdotes. Pero Dios sabe que mi corazón es bueno. El me escucha cuando rezo…
– Voy a recomendar al doctor Laffey que use de toda la influencia que pueda para que Ethel no siga adelante con este proyecto…
– Coma un poco más de queso.
– No, gracias -dijo el padre Corrigan, y salió de la cocina.
En el jardín, junto a la piscina, Ethel estaba colocando una rosa diminuta en el ojal de la solapa de su padre.
– Hoy he llamado a mi ginecólogo -decía Ethel-. Su línea telefónica no funciona.
– Ha ganado tanto dinero -respondió Ed Laffey- que ya no ha podido esforzarse en trabajar más tiempo.
– ¿Puedes recomendarme otro?
– Está mi viejo compañero de bridge Julián Moseley; ha estado alguna vez aquí en casa.
– Cuando hables con él, dile que prefiero que mi visita sea confidencial.
– Eso no tengo por qué pedírselo. Todos los médicos…
– He oído algunas de tus conversaciones, papá.
El padre Corrigan apareció al otro lado de la límpida agua azulada. Al acercarse, levantó las manos en el aire, en un gesto de frustración.
– ¿Te molestaría -prosiguió Ethel bajando la voz y hablando más rápidamente- usar tu amistad para conseguirme una cita rápida? Mañana por la mañana, por favor, tan pronto su avión haya despegado.
El padre Corrigan se echó a reír al aproximarse.
– ¿Algo va mal? -preguntó precipitadamente Ed Laffey a Ethel.
– Muy bonito -dijo el padre Corrigan-. Padre, hija y una rosa roja, roja…
– Lo llamaré en tu nombre -dijo Ed Laffey a Ethel-, pero a cambio me gustaría que me ayudaras. No he conseguido hacer mella en míster… ¡No llego a asimilar ese nombre!
– Sin tratos, padre. Sólo hazme el favor que te he pedido -dijo Ethel disponiéndose a salir.
– Nunca he conocido a nadie como ese hombre -dijo el padre Corrigan-. Tiene su propia teocracia, su propia biología, su propia ciencia médica. Ethel, ¿estás segura de que sabes bien dónde te estás metiendo?
Ethel miró por unos momentos al sacerdote sin responderle. Entonces dijo:
– ¿Por qué finge preocuparse por la persona con quien me case o dónde? -y entró en la casa.
El padre Corrigan, riendo y hablando a borbotones, informó de la conversación al doctor Laffey.
– Me he sentido como si tomara parte de uno de esos lagrimeantes dramas que la televisión programa durante el día… el padre del viejo mundo, intolerante… aunque en cierto modo amante, que no se deja convencer. Durante nuestra conversación trataba de recordar cómo se solucionaban esas luchas televisivas. Creí que ya lo tenía. Le dije que, bajo un sistema democrático, ambos lados eran merecedores de igual respeto. Eso siempre funciona en la televisión. Pero no con ese hombre. Me temo que no he tenido ningún éxito. Mañana lo intentaré de nuevo, si usted quiere, invítelo a la casa parroquial y podemos emprenderlo después de una buena comida.
– Ethel me ha dicho que vuelven al Este por la mañana.
– Pues me temo que si el asunto ha de quedar arreglado esta noche, usted tendrá que hacerlo. Yo insistiría en mis trece. Absolutamente firme. A propósito, creo que el hombre se ha mostrado más bien insultante hacia Ethel. A mí no me importa lo que él dijo de ella, en absoluto. Pero, con una sola mirada al muchacho, puedo asegurar que Teddy quiere mucho a su hija y además es un chico razonable. Después de todo, es un oficial de la Marina de los Estados Unidos.
– ¿Qué es lo que dijo ese viejo bastardo?
– Podría incluso ser la ocasión para mostrarse ofendido; ciertamente usted estaría perfectamente justificado.
– ¿Qué es lo que dijo sobre Ethel?
El capellán se lo contó y después se fue en el auto.
Ethel y Teddy pusieron la mesa bajo la meticulosa dirección de Costa, quien se había puesto un delantal y llevaba un trapo de cocina de algodón. Había encontrado un viejo cencerro de Baviera olvidado durante años. Esta noche lo utilizó para anunciar la cena.
Costa quiso que Teddy se colocara a la cabecera de la mesa y Ethel, al extremo opuesto, el doctor y mistress Laffey, uno junto al otro en la parte opuesta a la puerta de la cocina, y su propia silla cerca de esa puerta ya que él sería quien serviría. Rechazó todas las ofertas para ayudarle.
– Todo lo que hacéis vosotros, comer lo que yo traiga -dijo.
Sirvió el «Soave Bolla» y brindó por mistress Laffey, deseándole aquello que él sabía ella no gozaba, salud y felicidad. La mujer se rió atipladamente. Se ruborizó después como una adolescente, volviéndose hacia su marido para observar lo que él pensaba de toda esa galantería.
Costa, entretanto, había desaparecido. Familiarizado ya más que nadie con los recursos de la despensa, regresó con cinco platos del juego que regalaron a los Laffey en su boda, y que Costa había descubierto en el fondo de un estante superior. Eran piezas adornadas, con los bordes festoneados y dorados.
– ¡Oh, Edward! ¿Recuerdas? -gorjeó mistress Laffey.
– Me acuerdo -respondió el doctor Laffey. Se inclinó y besó a su esposa en la frente, un gesto sentimental llevado a cabo sin ningún sentimiento.
Se presentó entonces la erupción.
– Desearía -dijo Costa mientras aclaraba el centro de la mesa para colocar su gran ensalada griega-, desearía únicamente que ese cura jugador de golf estuviese aquí. Ahora recuerdo muchas cosas para decirle.
– Es un hombre excelente -dijo el doctor Laffey-. Yo esperaba que lo convencería a usted…
– Me convence de nada -dijo Costa-. Quizá yo le convenza a él de algo.
– ¿De qué, por ejemplo? -preguntó el doctor. Sabía que había llegado el momento de la confrontación.
El lugar en el centro de la mesa se había aclarado.
– Las ideas griegas no cambian -dijo Costa. -Entonces, ¿por qué seguimos encontrándonos? -El doctor Laffey agarró el toro por los cuernos.
– Estamos esperando que usted vea el modo adecuado -dijo Costa.
– Esto resulta francamente arrogante por su parte -dijo el doctor Laffey. Sabía que era el momento de atacar-. ¿No lo crees así, Teddy? ¿Y tú, Ethel, no lo crees realmente?
– Yo no -respondió Ethel.
– Ya sé lo que tú piensas -dijo el doctor despreciativamente-. Hace ya muchos años que no espero ninguna lealtad de ti…
– No digas eso -gritó Emma Laffey con fuerza sorprendente. Y prosiguió, en murmullo, inclinándose para que pudiera oírse debidamente-: Edward, por favor, no digas eso.
– Estáte callada, Emmie -dijo el doctor Laffey-. No sirve de nada posponer el asunto. Desearía que te dieses cuenta de qué tú tampoco me ayudas en absoluto, así que deja esto para mí.
Mistress Laffey se dio un golpecito a un lado de la cabeza y miró al techo. Un párpado comenzó a temblaría.
– Doctor Laffey -dijo Costa-, no es cortés hablando a su esposa en este estilo delante de forasteros. Ella es mujer excelente, sensible…
– No se mezcle también, por favor, en este terreno de mi vida familiar -respondió el doctor Laffey-. No pienso tolerarlo.
Se volvió entonces bruscamente en su silla, presentando el costado de su cuerpo a Costa, y se dirigió a Teddy.
– Puedo hablar contigo, y sólo contigo, un momento. Primero deja que te diga que respeto ese uniforme. Supongo que eres lo que pareces ser, un joven oficial de tercera clase de la Marina, de buena conducta, y que respetas los credos de esta sociedad como debes respetar los de la mujer que has escogido para ser la madre de tus hijos.
– Papá, ¡qué rollo! -dijo Ethel.
– Cállate, por favor -dijo el doctor-. Callaos, todos vosotros. Dejadme hablar sin interrupción con el muchacho que está solicitando convertirse en mi yerno. ¿Puedo hacer eso? ¿Por una vez?
– ¿Y quién lo detiene? -preguntó Costa.
– Usted. Usted atemoriza a su hijo. El chico tiene miedo a tener sus propias opiniones. No puedo comprender, a menos que se libere de su dominio, cómo puede ser un oficial naval eficiente.
– No preocuparse, un alto respeto, ¡también eficiente!
– Padre, por favor, quisiera oír lo que el doctor Laffey ha de decirme.
– Tú oyes, todos oímos.
– Quiero oírle ahora, y quiero responderle ahora.
– Muy bien, muy bien, sí, qué, doctor, ¿qué? ¡Hable!
– En primer lugar, siéntese, por favor, siéntese en su silla.
Costa miró rápidamente hacia la cocina donde su ensalada estaba perdiendo el frescor en su baño de aceite de oliva, jugo de limón y vinagre.
– Deja estar la maldita ensalada, padre… -dijo Teddy.
– No me hables en ese tono, chico, Teddy. ¡No olvides quién eres y quién soy!
– Quiero olvidarlo. Respeto tus deseos, pero ahora el problema no eres tú. Es el doctor Laffey. Así que calla y siéntate.
Teddy supo impresionar a Costa. Costa se sentó.
– Doctor Laffey, estaba usted diciendo algo sobre mi uniforme. -Teddy sonrió al doctor y esperó.
– Quiero que sepas -comenzó el doctor Laffey- que yo también estuve en la Marina durante la pasada guerra, como teniente al mando de tres cuerpos militares médicos que desembarcaron en Tarawa en la primera oleada. Los muertos tuvieron que apilarse como leña en la playa de aquella isla que todos hemos olvidado. Operábamos a la luz de cuatro linternas en una pequeña casamata japonesa una hora después de que los marinos la habían hecho desalojar. Durante esas primeras treinta y seis horas tratamos a más de un centenar de hombres. Únicamente cuatro murieron. De modo que yo no pido tu respeto, te lo exijo.
– Y yo se lo entrego -dijo Teddy.
– Yo también -dijo Costa-, pero por el amor de Dios, diga algo.
– El motivo por el que nosotros luchamos entonces, y que tu uniforme simboliza todavía, es la democracia. La igualdad. ¿Cómo puedes tú decir por un lado que quieres a mi hija, y por el otro ignorar sus deseos, despreciar todo aquello en que ella cree? Eso no es democracia. Tu padre es una reliquia de un pasado muerto, es antediluviano; pero tú, ¿cómo eres tú?
– En este asunto, tengo la intención de satisfacer a mi padre.
– ¡Pero lo que él representa es la intolerancia! ¿Cómo puede un oficial de la Marina de los Estados Unidos tomarlo seriamente?
– Yo lo tomo seriamente -dijo Ethel.
Todos sabían que así era.
– Preferiría hacer algo ilógico, llegar incluso a la locura para él, que algo sensato para usted. ¿Qué gana usted haciendo mofa de su tradición? Es mejor que la de usted y es mejor que la mía.
El doctor Laffey miró fijamente a su hija.
– ¿Y cómo puedes esperar convencerme con todas esas patrañas sobre nuestra religión? ¿Nosotros religiosos? ¡Tú! El hombre que acaba de matar a su esposa con algunas palabras escogidas. Mírala, sentada ahí a tu lado. Anulada por tu mano. Mírala. Te desafío. Perdóname, madre, pero…
– No, tienes razón, tienes razón. -Mistress Laffey se echó a llorar.
– Siento haber dicho eso -dijo Ethel.
– No lo sientes -dijo el doctor Laffey-. ¡Ni lo pretendas!
Mistress Laffey se levantó torpe y lentamente, cogió su bastón, y rechazando todas las ayudas que se le ofrecían, se alejó de la mesa.
Siguió un silencio.
Costa recordó la ensalada, pero no hizo nada.
– Hay muchas cosas que podría decirte a ti y de ti -dijo el doctor Laffey a su hija-. Pero prefiero no hacerlo.
– ¡Di lo que quieras! -le retó Ethel.
El doctor Laffey sonrió a su hija y salió del comedor.
Teddy se acercó a su padre y le besó.
– Es todo tuyo, Kitten -oyeron que el doctor decía desde el salón-. Haz lo que quieras…
Se detuvo. Había oído que Ethel estaba sollozando.
Ethel que se arrojó, no hacia Teddy, sino hacia su padre. Con igual gesto instintivo, Costa la sentó en su regazo, apoyando la cara de la muchacha contra su grueso y musculoso cuello.
Costa besó las mejillas de Ethel, besó sus ojos húmedos.
Teddy se quedó de pie junto a ellos y le acariciaba el cabello.
– Chica excelente -dijo Costa.
– Cuando llora -comentó Teddy-, parece diez años más vieja.
Poco a poco, Ethel comenzó a tranquilizarse, sollozando a intervalos hasta sosegarse totalmente. Pero no levantó la cabeza, ni abrió los ojos.
– ¡Chico! -susurró Costa-. Pon atención aquí. Dime esto… ¿podemos tener boda adecuada en Florida?
– Papá, tengo que cumplir mis deberes en la base. No puedo romperlos.
Costa asintió con la cabeza, y miró a Ethel. Por primera vez comprendió los sentimientos de su hijo hacia esa chica.
– Tendremos que hacerla en San Diego -estaba diciendo Teddy.
– Hay problemas entonces -respondió Costa.
Llegaba hasta él el perfume del cuerpo de Ethel. Sus nalgas, sobresaliendo aplastadas bajo el peso de la muchacha, eran pesadas entre las piernas de Costa. Y tibias.
– Tendré que llevar allí a la familia Avaliotis -dijo Costa-. Mi hermana, su familia, la esposa de mi hermano difunto, etcétera, y algunos amigos queridos…
Los pechos de Ethel se apretaban contra el pecho de Costa, y su abdomen, torcido hacia fuera en la cintura, encajaba en su mano. Debajo del cinturón de su vestido se formaba un rollo de carne, tal como gusta a los griegos.
– Ellos te vieron bautizar -dijo a su hijo-. Ahora deben verte casar.
– Lo comprendo -dijo Teddy-. Claro, papá, claro.
– Cuesta mucho dinero -dijo Costa, sin mirar a su hijo.
– Yo ayudaré -dijo Teddy.
– No, no, no es posible -respondió Costa.
Ethel estaba despertando la vida en él.
Costa transportó el peso para que se apoyara en sus rodillas.
– Dime, Theophilactos -dijo-. ¿Tenemos iglesia griega en San Diego?
– Una muy bonita. San Spiridon. Trajeron el mármol todo el camino desde el Monte No-sé-qué cerca de Atenas. La comunidad griega de San Diego es muy rica y altamente respetada.
– Naturalmente. De acuerdo. Cambiaré mi plan, regresaré con vosotros a San Diego. Miraré esa iglesia, hablaré con el sacerdote, etcétera. Espero que allí no haya un condenado sacerdote con bingo. Después me iré a casa.
Costa miró a su hijo.
– Ahora mejor nos vamos -dijo.
Teddy asintió.
– Pero ella te gusta, ¿verdad papá? -le preguntó.
– Buena chica -dijo Costa.
Se levantó, con Ethel en los brazos, y se dirigió al salón. Ella no volvió la cara para ver adonde la llevaba Costa.
El doctor Laffey estaba leyendo el Time.
– Deje la revista, maldito bobo -dijo Costa.
El doctor Laffey volvió la página.
Costa depositó a Ethel en el regazo de su padre y la dejó allí. Eran como dos piezas de loza mal combinadas, quebradizas y porfiadas.
Costa volvió al comedor y se sirvió un vaso de vino frío.
<a l:href="#_ftnref11">[11]</a> Coloquial: que no provoca eructos. (Nota del Traductor.)