37250.fb2 Actos De Amor - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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6

Ed Laffey raramente se sentía deprimido, y jamás en público. Aborrecía cualquier conducta que pudiera provocar la compasión ajena. Aquella noche se retiró temprano a su dormitorio, dejando a Ethel y a sus hombres celebrando su victoria. Cuando los oyó salir de la casa en el auto de Ethel y escuchó el ruido de sus risas y de la verja realizando su doble función, entró en el dormitorio de Ethel. Las paredes de estuco desnudas presentaban agujeritos como picadas de viruelas, semejantes a las marcas que deja la metralla. Se sentó en la cama de Ethel y estuvo pensando cómo había podido suceder todo tan rápidamente. Encima de una mesa había la maleta de Ethel, parcialmente deshecha. Súbitamente todo había terminado, su vida juntos, y detrás de él quedaban las oportunidades que él había dejado escapar. No quedaba nada que hacer, sino ir a la cama.

Con frecuencia presumía ante sus amigos de su habilidad para dormirse en cualquier parte en pocos minutos. A una edad en la que la mayoría de sus amigos se despertaban dos o tres veces durante la noche para enfrentarse a problemas insolubles o para orinar, el doctor Laffey dormía de un tirón y se levantaba de su cama por la mañana perfectamente descansado.

No fue así esa noche. Por una parte había en el aire un olor singular, débil pero penetrante, el olor que produce el cuerpo de un animal cuando comienza a desintegrarse. Se le ocurrió que podía ser su imaginación. Pero aquel dulzor único le resultaba familiar; le recordaba el olor que había saturado la isla del Pacífico durante semanas después de la invasión, ese testimonio empalagoso de que los cuerpos estaban descomponiéndose, invisibles bajo las ruinas de las palmeras o en el fondo de las madrigueras de las zorras medio inundadas por las lluvias o esparcidos grotescamente entre los cascotes de las casamatas destruidas por los cañonazos de la flota. Nada se había podido hacer entonces, sino esperar que el tiempo transcurriera y nada se podía hacer en esta calamidad de ahora excepto soportarla.

Ed Laffey se había tomado seriamente la tarea de criar a su hija, más especialmente por ser adoptada. Era él quien prefirió adoptar una chica y no un muchacho, él era quien había leído libros sobre cómo criar a los hijos, y muy pronto despojó a su esposa del gobierno en la educación de la niña. Un libro, en especial, le había tranquilizado. Un padre, decía el autor, siempre disponía de otra oportunidad. Pero ahora Ethel ya era una mujer y la rapidez de su desarrollo lo asustaba. Si en otro tiempo el doctor había dispuesto de esa «otra oportunidad», ahora ya la había perdido. Todo lo que le quedaba era permanecer ahí, tendido en su cama, solo, e intentar imaginar qué había hecho equivocado. Ella estaba a punto de irse y él estaba a punto de quedarse solo en una casa con una esposa inválida. La historia había terminado.

Presumió que Ethel habría llevado los hombres al motel en el auto, pero pasó una hora, y casi otra hora más. Acompañarlos no requería tanto tiempo. Finalmente oyó el ruido de su auto en la avenida. Rápidamente se acercó a la puerta de su dormitorio, la abrió unos centímetros, y volvió a la cama en seguida, encendiendo la lamparilla y cogiendo una revista. Deseaba que ella asomara la cabeza -sin ser llamada- y le diera las buenas noches.

Pero Ethel no lo hizo, y el doctor tuvo que humillarse llamándola. Ella se volvió. Su rostro estaba rosado. ¡Regocijo! El doctor lo imaginó: el viejo se había retirado dejando a los jóvenes solos en el auto y ellos… etcétera. No supo qué decir. No podía decir «habíame por favor», y no podía decir la verdad: «¡estoy condenadamente celoso de ti y de esos griegos!»

Y lo que dijo fue:

– ¿No hueles algo raro en el aire esta noche?

– Únicamente el aire del desierto -respondió Ethel sonriéndole como aquel que está en posesión de un secreto. Ella no le tendió el pequeño puente que el doctor necesitaba para cruzar el abismo que se había abierto entre ambos.

– He concertado una cita con el médico para mañana -dijo él.

– Gracias -respondió Ethel-. Me quedaré otro día más -y se fue para su cama.

El doctor no pudo dormir.

– Maldita sea, hay un mal olor en el aire -dijo al espacio que Ethel había ocupado-. Lo huelas o no voy a descubrir qué es. -Saltó de la cama y se puso su albornoz. Dejando la puerta abierta y las luces del vestíbulo encendidas, bajó la escalera apresuradamente, abrió la puerta que daba a la terraza del comedor, dio un portazo y patulló los escalones hasta el patio. El olor seguía persistente. Cerró la fuente italiana y miró por encima de su hombro. Las ventanas de su habitación estaban a oscuras. Ethel debía haberse metido en la cama inmediatamente. ¿El cansancio que produce la victoria? ¿O el amor satisfecho?

Entró en el establo y fue directamente a la casilla de Maña. Su nueva yegua estaba bien. Diego la llamaba The Bitch <strong>[12]</strong> y el doctor había recogido el nombre, homenaje a su temperamento. Acarició su suave nariz. Ella volvió la cabeza y le mordió. El le dio un sopapo, pero se trataba de un juego cariñoso. Nadie más montaba The Bitch.

En el patio el olor era más intenso. Reinaba la oscuridad: la luna menguante estaba alta, pero se ocultaba detrás de la segunda loma y sólo producía un resplandor que destacaba la silueta del borde de la colma. Renunció a seguir buscando.

Junto a la piscina se quitó el albornoz y, desnudo, sosteniéndose los testículos, saltó en el trampolín, comprobando la altura que alcanzaba y bajó entonces con toda la fuerza de que fue capaz, golpeando el grueso tablón de madera laminada que crujió y se lamentó. En otros tiempos había llamado así a Ethel para que viniera a nadar con él por la noche. Se lanzó al agua, sin zambullirse de cabeza, sino dejándose caer con un gran estruendo y salpicaduras, y nadó de uno al otro extremo, una y otra vez, soplando agua cada vez que levantaba la boca. Hizo dieciocho recorridos. La luz del dormitorio de Ethel no se encendió.

Era un hombre ridículo. En otra época, a sus diecisiete años, enamorado y rechazado, se había hecho una herida en el dorso de la mano con un tornillo para enseñarlo y avergonzar a una chica infiel. No había ganado nada con ello. El recuerdo lo avergonzaba todavía, aunque también le hacía reír.

Entró y se sirvió medio vaso de whisky, que bebió de un trago. Era el somnífero que necesitaba.

Se despertó más tarde que de costumbre, se duchó y vistió para ir a su gabinete y bajó corriendo la escalera.

Asomó la cabeza a la terraza. El olor había desaparecido, el aire estaba limpio. Había sido su imaginación.

– Buenos días, Carlita -dijo, abriendo el pomelo-. ¿Dónde está miss Ethel?

– Se tomó dos tazas de café y salió hace unos veinte minutos. Dijo que iba a desayunar con mister… perdone, no puedo pronunciarlo, y que entonces los llevaría al aeropuerto. ¡Qué joven más bien parecido! Felicidades, señor.

Manuel tenía el auto a punto, el motor en marcha.

– Doctor Laffey -dijo-, ¿olió usted algo la noche pasada?

– Así me pareció.

– Son los perros de la jauría -dijo Manuel-. Hace pocos días mataron un venado. Hemos encontrado los restos en la barranca, bajo el jardín de los cactus, un cervatillo. Diego lo enterró esta mañana. ¡Esa jauría! Me gustaría colocar las ocho balas de punta dura en el «M-l» que usted me dio y meterlas dentro de ese doberman que los guía hasta convertirlo en picadillo.

Esta conversación alentó al doctor, sin que él supiera el porqué. Decidió ir al aeropuerto en vez de ir a su gabinete. No cedería el terreno con la cabeza mohína.

Estaban ya en la puerta de salida y había sido llamado su vuelo. Teddy lo vio el primero.

– Es muy amable, señor, en venir a despedirnos -le dijo tendiéndole la mano. De la Marina a la Marina.

Costa no se volvió; estaba ocupado con Ethel. Ed le dio una palmada en la espalda.

– Aún no he terminado con usted -dijo. El griego sonrió al oír esas palabras. Pero no respondió. Se llevó a Ethel a un lado y parecía estar dándole los consejos del último momento.

– Es mejor que lo lleves a bordo -Ed dijo a Teddy-. ¡Míster Avaliotis! -gritó.

Ethel no se apresuraba.

– No dejes marchar ese avión, papá -gritó. Dijo entonces a Costa lo agradecida que se sentía-. Haré cualquier cosa para que usted sea feliz -le oyó decir su padre. El generoso vencedor respondió:

– Ahora debes dejar bien las cosas con tu padre, como es adecuado. -Cuando se besaron, Ed observó el modo en que Ethel sujetaba la cabeza del viejo deslizando los dedos por entre el cabello en la base de la nuca de Costa. Los Avaliotis se fueron después.

De pie detrás de Ethel, el doctor contempló el pesado reactor mientras alzaba el vuelo. Podría caerse. Pero no se cayó. Cuando Ethel no se movió, y continuó mirando el avión que se alejaba, el doctor dijo:

– ¿No tienes una cita con el doctor?

– Oh, Dios mío -exclamó Ethel-. ¿A qué hora concertasteis?

– A las nueve.

– Ahora son las nueve.

– ¡Corre! Lo llamaré y le diré que ya vas de camino.

Ed Laffey llegó tarde a su gabinete, miró rápidamente el correo, llamó a su secretaria y le dio instrucciones para cancelar las dos operaciones que tenía programadas para ese día.

– ¿Qué razón debo alegar? -preguntó ella.

– Que si tuviera que operar hoy, el cuchillo me resbalaría. Ahora llame al club de tenis, quiero hablar con el profesor.

Ese fue todo su trabajo en la oficina. Volvió a casa, se cambió y se puso un pantalón corto y alpargatas, miró si Ethel estaba en su cuarto, y la buscó después por la casa y los alrededores. Finalmente llamó a Manuel.

– Diego me ha dicho que ha salido a caballo -informó Manuel-. Se llevó The Bitch. La yegua que usted suele montar, señor. Diego está muy enfadado, se lo aseguro.

– Dígale que deje inmediatamente lo que esté haciendo y que suba aquí. Volveré dentro de diez minutos.

Montó en su «Mercedes». Siempre llevaba unos prismáticos y una pistola en la guantera. Cuando llegó al mirador de la segunda colina se subió encima del auto y barrió el área con los primáticos. No había rastro de Ethel.

Cuando regresó, Diego estaba esperándolo.

– ¡Te dije que nadie debía montar nunca ese animal excepto yo, Diego!

– ¿Ha tratado usted alguna vez de detener a esa muchacha?

Diego era un hombre bajo y delgado, parecido a un antiguo jockey, y quizá lo había sido; nadie sabía nada de su pasado. A sus cincuenta y seis años tenía la cara surcada de profundas arrugas.

– ¿Dónde está ella ahora?

– Se fue por ese camino hacia alguna parte. Llevando unos viejos pantalones míos. Se ha puesto mis malditos pantalones sucios. Yo le he dicho: «Su padre se va a enfadar mucho conmigo si usted se lleva ese caballo.» No quiero repetirle lo que me respondió. Algo que significa que me preocupe de mis propios problemas. Incluyéndolo a usted, señor.

– ¿Se portó bien la yegua?

– Yo le dije: «No le gusta que la monte nadie, esa Bitch, excepto su papá.» Le dije «no use espuelas». Pero ella encontró un viejo par de sus botas en el establo, y también las espuelas. Yo le dije: «No le toque los costados con eso. Y no la apriete en la boca.» Y lo primero que hace cuando monta es tirar de la cabeza de la yegua, y esa condenada Bitch nota las pierias de miss Kitten que no aprietan como las suyas y yo le grito: «No apriete las espuelas en sus costados.» Bueno, no tengo que decirle lo que ha sucedido. La yegua la echa al suelo en un minuto. ¿Y qué hace la chica? La monta otra vez y salen al galope. ¿Qué demonios podía hacer yo?

– Detenerla. Lo mismo que hubieras hecho si hubiese sido tu hija.

– ¿Quiere decir detenerla por la fuerza?

El doctor Laffey pensó si debía salir a caballo para buscar a Ethel. Ella podía necesitar ayuda. Pero sabía también que en el estado de ánimo actual de Ethel, su acto podía ser interpretado como interferencia, y no preocupación, y ella se molestaría todavía más.

En el club, pidió al profesor que se quedaran a un extremo de la pista. Durante media hora estuvo lanzando voleos altos y se sintió mejor.

Ethel no había regresado todavía cuando él llegó a casa.

Ed llamó a su amigo, el ginecólogo.

– Tomé una muestra, Edward. Absolutamente negativo.

– Debe de haberse sentido aliviada.

– No sabría decirlo. Puede ser que me haya metido en tu jurisdicción, Edward. Le he dicho: «El castigo real por infidelidad es esa ansiedad que has tenido que sufrir. Y ahora dime con franqueza, ¿crees que valía la pena?»

– ¿Y…?

– Textual: «¡Valía la pena, ya lo creo!»

– Oh, Julián, lo dijo por resentimiento. Va a casarse. ¿Te lo ha dicho? Con otro.

– Me lo dijo, Edward, he conocido a esa chica desde que era una niña y jugaba en el suelo. Recuerdo cómo solía sentarse en tu regazo y cómo te miraba. Dios y su ángel. Y cómo miraba a todos los demás, como si quisieran robarte de ella. ¿Qué sucedió con todo eso? ¿Qué le sucedió a ella? ¿Es Ethel la misma persona? Antes de que sea demasiado tarde, Edward, deberíais tener una conversación honesta, de corazón a corazón. Todavía hay normas de conducta, ¿no es así? ¡Maldita sea…!

Y colgó el teléfono.

Ed tuvo que admirar a Ethel por no mostrarse humilde.

Cuando ella volvió de su paseo, Ed estaba en la piscina, y se sintió muy feliz cuando se reunió con él.

– Teddy se quedó muy impresionado al verte en el aeropuerto -dijo Ethel-. Fue muy generoso por tu parte, me dijo, y yo no sé apreciarte, me dijo también. Me llevé una buena regañina.

– Vaya, ése es un aspecto de Teddy que yo no supe apreciar.

– He pensado que podríamos pasar esta última noche juntos y me gustaría alegrarme un poco. Quiero decir, beber graciosa e inteligentemente, como camaradas. ¿Te gustaría?

– ¿Es a Teddy a quien debo esta amable oferta?

– Fue idea suya y ahora es idea mía. No hago automáticamente todo lo que él me dice, ¿sabes? ¿Beberemos juntos esta noche, papá, es nuestro viejo hogar? ¿Nuestra fiesta de despedida?

Aquella noche, después que su madre hubo apagado la televisión, y murmurando excusas se había ido a la cama, Ethel y su padre se tragaron algo más de un litro. Hablaron como dos amigos que no se necesitan mutuamente, ni aprobación ni afecto, y se sintieron por ello completa y sorprendentemente amistosos.

– ¿No crees que, aunque no lo quieras, te gusta? -Ethel estaba hablando de Costa.- ¿De alguna manera?

– ¿Qué es lo que ha de gustarme de él? -preguntó Ed.

– Su olor, por ejemplo. Es seductor, vagamente extranjero, muy romántico.

– Yo he olido a sudor.

– Sí, un poco. Pero también algo más… ¿Canela? ¿Ajo? Teddy me ha contado que los griegos viejos a veces se comen ajos enteros.

– Sudor -repitió Ed.

– Es verdad, el sudor está saturado agradablemente de esos olores.

– Estás emborrachándote.

– No del modo que quisiera. Sigamos.

– Voy a llenarme el vaso otra vez. ¿Quieres que llene el tuyo?

– Sí. Esta noche vamos a derribar una o dos paredes, papá. Quizás es tu última oportunidad.

– Bueno, voy a decirte la verdad. Es estúpido. No me gusta la gente estúpida. ¿Y si dijera «ingenuo»? Es una palabra más amable. ¿Te va bien «ingenuo»? Confía tanto en todas esas bobadas que predica…

– Es el único hombre que he conocido que cree en algo.

– Qué tontería -dijo Ed, entregándole su bebida.

– Bueno, brindemos por… ¿Cuáles son tus esperanzas, papá?

– Como tú has dicho, ninguna. Y en cuanto a ese viejo, lo que yo veo es estupidez y energía. Y esa combinación francamente la encuentro muy difícil de tolerar. Y ese bastardo es un matón. Te va a pedir que renuncies a lo que tú menos quieres renunciar.

– ¿Como sería…?

– Tu independencia.

– ¿De qué independencia estás hablando?

– Únicamente hay una. Una familia como ésa es algo espantoso. Te vas a encontrar en una prisión sin ventanas.

– ¿Es eso lo que tú me predices?

Ed bebió de un trago la bebida fresca que se había preparado.

– A propósito -dijo-, esta tarde te fuiste en un caballo muy malo.

– Acabamos gustándonos mutuamente. Esa yegua es como yo misma me siento.

– Ahora, ¿quieres saber lo que voy a predecirte?

– Sí.

– Necesito otro trago para adquirir condición profética.

– Mi lengua está haciéndose espesa.

– Hay un viejo proverbio griego, o debería haberlo: una lengua espesa dice la verdad.

Bebieron, retadores. Viejos amantes, nuevos antagonistas.

– Predíceme -dijo Ethel-. Y yo también voy a hacer tu predicción.

– ¿Empiezo yo?

– Adelante.

– Tú, mi querida hija, te divorciarás dentro de un año.

– Error.

– Teddy ya no te gusta tanto como la semana pasada. Di la verdad.

– Error otra vez. ¿Qué te hace decir eso?

– ¿Es Teddy siempre tan correcto? ¿Tan responsable?

– Depende de con quién está. Teddy se adapta. Para su padre es un buen hijo griego, para ti es pura Marina norteamericana, en la base es un duro suboficial, y conmigo es tan dominante como un mal nacido.

– Pero yo observé tu cara ayer por la noche. Ayer por la noche le perdiste un poco de respeto, yo lo vi.

– Ni una pizca.

– Oh, sí. Y le perderás el resto dentro de un año. Te he vigilado. Has pasado toda tu vida buscando a alguien que tenga todas las respuestas. Y tu muchachito Teddy no las tiene.

– ¿Las respuestas a qué?

– Tú me lo has dicho. Primero yo fui Dios. Una postura muy incómoda, te lo aseguro. Entonces caí en desgracia. Por tres palabritas, según tu versión. ¿He de creer eso? Sigue la hora judía. Entretanto hubo otros, pero no quiero molestarme en seguir el rastro de todos. Tu Aarón tenía algo. Un poco de algo. Pero, de pronto, tú le sigues como si se tratara del profeta original comedor de saltamontes, dispuesta a acompañarlo hasta su patria y vivir en una de esas horribles comunidades judías, besar el mezuzab <strong>[13]</strong> y aprender el lenguaje. ¡Lo que fuese!

– ¿Cómo sabías eso?

– Lo adiviné. Y por lo visto, adiviné con razón. Llega después Ernie. Cualquier persona hubiera olido la podredumbre ahí. Pero para ti, durante algún tiempo, es el compendio de todas las respuestas. ¿Y esta vez qué? Platos sucios en el fregadero, trabajar cuando viene en gana. Bohemia demasiado tarde. De acuerdo, eso no duró. Ahora le regalas una noche más, lo que los hombres llaman un polvo compasivo, y sales de allí con cardenales en el pescuezo que has de esconder de tu actual Jehová. Teddy con el sol esplendoroso a su espalda. Orden. Control. Dominio. Bueno, pues deja que te diga que si alguna vez ha de colocarse en posición de mando, incluso contigo, lo primero que ha de aprender a mandar es en su padre. ¿Estabas intentando decirme que te gusta realmente la manera en que el muchacho se doblega absolutamente ante todo lo que dice ese viejo estúpido?

– Teddy es amable con su padre, eso es bondad, papá. Hace tanto que tú no la has visto que ya no la reconoces, papá.

– Muy bien, muy bien…

– Y Teddy me gusta también físicamente.

– Lo que no comprendo es por qué le gustas tú.

– ¿Por qué no ha de ser así?

– Debería presentir que tú vas a matarlo. Dentro de un año. Ya estás observando a tu alrededor.

– No es verdad.

– ¿Y qué pasa con el viejo? ¿Cómo-se-llame? Parece que él ahora es quien posee el secreto.

– Vamos, estás bromeando.

– Oh, no te irás a la cama con él. Al principio contigo siempre es idealismo. Pero en el aeropuerto ya le estabas dedicando esa vieja mirada de adoración. Lo que todavía no has aprendido, nena, es que nadie posee el secreto. Todos vivimos en la oscuridad. ¿No has pensado nunca en ello?

Ethel no respondió.

– Te toca a ti -le dijo su padre.

Ethel bebió un poco de escocés y miró al hombre que la había criado, intentando verlo clara y llanamente. Quería por fin decirle la verdad y, finalmente, no temía las consecuencias: su dolor o su rabia. Quizá, pensó Ethel, un estado de inspiración es así: la supresión de la censura en los labios.

– Tú, mi querido papá, te casarás otra vez dentro de un año -dijo.

– Quieres decir que crees…

– ¿No lo crees tú?

– Puede seguir viviendo durante diez años.

– No del modo que tú la tratas.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Ella ya está crucificada; tú quieres que muera. Mamá siempre ha sido una persona muy complaciente y muy pronto te complacerá a ti. No puedo dar ni con una sola razón que la induzca a seguir viviendo. ¿Sabes tú de alguna?

– Eso me hace daño.

– ¿Y qué hay de malo en lo que he dicho? La mayoría de los matrimonios se desean la muerte.

– Lo que me hace daño es tu acusación de que yo la estoy matando.

– Admitirás que la noche pasada la mataste un poquito.

– Todo lo que dije es que era mejor que se fuese…

– Cito literalmente: «Desearía que te dieses cuenta de que tampoco me ayudas en absoluto…» La dejaste sin razones para seguir viviendo, papá.

El doctor Laffey volvió la espalda a su hija y se terminó lentamente la bebida.

Ethel vio que la mano le temblaba. El hombre desnudo estaba a punto de explotar.

– Vamos -le dijo Ethel-, ahora dime lo que piensas. La verdad. Te desafío.

– ¿A ti? No, gracias. Pero dime tan sólo una cosa: ¿por qué sientes tanta compasión por tu madre y ni una chispa de simpatía por mí? ¿Te has fijado alguna vez en la parte que a mí me corresponde? ¿Crees, por ejemplo, que mi modo de vivir es un modo normal para que un hombre pase sus mejores años? Tu madre ya hace mucho que no siente ningún apetito por la vida. Yo sí. Sólo tengo cincuenta y cuatro años. ¿Te parece que soy viejo? No lo soy. No soy viejo en mi caso.

– Yo nunca he dicho que tú fueses viejo, papá.

– Puedo leerlo en tu rostro, Kitten. ¿Sabes qué es lo que yo más desearía en este mundo, la cosa más simple y sencilla? – Comienza a reír. – Me gustaría enamorarme otra vez. ¿Por qué sonríes tan aviesamente?

– Porque lo que pasa es que sé que tienes una amiguita para la que compras bonitas bagatelas en esa tienda de Saint Tropez.

– Todo eso no era para ella. Era para su hija. Y ella ya no es mi amante. ¿De acuerdo? ¿Quieres saber una de las razones por las que yo estaba ayer tan impaciente? ¿Pensaste que ayer fui mucho peor, verdad Kit ¿Mucho peor que de costumbre?

– Sí, efectivamente.

– Ella vino a verme por la tarde, mi amante, mientras tú ibas al motel a buscar a tus isleños griegos. Vino a mi gabinete en donde no había estado desde que íbamos juntos. Me dijo que yo tenía que conseguir mi divorcio, que debía prometérselo, o habíamos llegado al final. Me dijo que no tenía ninguna intención de seguir entrando y saliendo de los moteles a hurtadillas como hasta ahora.

– ¿Quién es ella?

– La esposa de un buen amigo. ¿Cuál es la diferencia? Tú los conoces. El es nuestro representante en la legislatura de Phoenix, Millard Hoag. Su esposa es Martha Hoag. Recordarás a Martha. Ella y Emma fueron amigas hace algunos años.

– Me acuerdo. ¡Vaya por Dios! Si hubo jamás una pareja entre todos vuestros amigos borrachos que yo pensara que tenía posibilidades de conseguirlo, era la de esos dos… cogiditos de la mano. Ella es una mujer agradable.

Ed se rió.

– Ese tono de sorpresa en tu voz no resulta halagador -dijo-. No importa. Mientras él estaba en Phoenix atendiendo a nuestros asuntos legales, ella y yo pasábamos noches en este motel en las afueras de la ciudad. Pero, y ahí hubo el problema, él solía llamarla a las once desde Phoenix. Era su ritual de buenas noches. De modo que a las diez y treinta y cinco ella debía dejarme para ir a casa a esperar la llamada del marido, y allí me quedaba yo solo con Johnny Carson. Ni tan sólo podíamos salir juntos de allí, pues no podíamos arriesgarnos a que nos vieran juntos, aunque fuese por un instante. Ella se ha cansado de eso… y yo no la culpo. ¿Lo harías tú?

– No, no podría.

– Me dijo que era demasiado mayor, demasiado bonita y demasiado rica para ese tipo de enredos. Y que ya había durado demasiado… ¡cuatro años! Así que me dio su ultimátum. Ella estaba dispuesta a obtener su divorcio. ¿Lo estaba yo también? ¿Qué esperabas que dijera?

– Espero que le dirías que tú también tendrías tu divorcio inmediatamente.

– ¡Esa es mi querida hija!

– ¿Qué le dijiste entonces?

– Le dije adiós. ¿Puedes imaginarme, por muy sinvergüenza que sea, diciéndole a tu madre, a tu mujer crucificada, que voy a abandonarla? ¿Ahora? Sería mejor que la degollara. Moriría; no dentro de un año, que parece ser tu plazo, sino dentro de una semana. Y yo sería el asesino a los ojos de todos. Incluyendo los tuyos.

– Los míos no.

– Hace tan sólo dos minutos lo has dicho.

– Lo que siento es que no hubieras roto hace mucho tiempo, cuando ella hubiera podido… -Ethel se detuvo.

– ¿Hubiera podido qué? ¡Responde! No puedes. Ese momento no existió. Y no sientas lástima por mí. Porque, ya que esta noche estamos diciendo ía verdad, yo no lo siento. No siento lástima de mí. He estado con Martha Hoag cuatro años y… ¿estamos diciendo la verdad, no es así…? y me gustaría, lo creas o no, me gustaría una mujer más joven.

– Martha es más joven que…

– Únicamente seis años. Y también, en muchos aspectos, mucho más vieja. Está ajustándose en todo. Por otra parte, yo no soy todavía un hombre viejo. Hablo científicamente, gráficos y exámenes. Presión sanguínea uno quince sobre setenta, todos los órganos internos en perfecto estado, la piel de un muchacho. ¿Tienes alguna idea, mi querida y presuntuosa hija, de cuánta energía acumulada tiene tu padre? Soy el mejor jugador de tenis del club por encima de los treinta. No puedo vencer a los jovencitos, pero a todos los otros… Juego tres partidas de singles y no soplo. Lo que ahora me gustaría es una muchacha, no una viuda madura, alguien de tu edad, Kit, y no una mujer menopáusica. Perdóname querida Martha. De acuerdo, ríete, te desafío.

– No estoy riendo.

Ed se había acercado al bar y se servía otro vaso.

– Sé lo que estás pensando -dijo Ed, vuelto de espaldas-. Pero estás equivocada. Vosotros los jóvenes sois tan mandones, tan mecánicos. Podría hacerlo cada noche si tuviera la chica adecuada que me deseara. Esto es todo lo que se necesitaría, alguien que yo quisiera que me deseara.

– Papá, espero que la encuentres.

– Y créeme, si no doy con esa cosa auténtica, buscaré y pagaré bien a la chica que lo finja. Le pagaré siguiendo una escala de valores: cuanto más alto sea el nivel de su comedia, tanto más será el dinero que yo le dé. Después de todo, esa técnica, el convencer a alguna persona que se está viendo todos los días de que es tan deseable como lo fue al principio, eso es el matrimonio en esencia, ¿no crees? ¿Para una mujer? Martha ha estado haciendo ese papel con Millard desde… por lo menos durante nuestros cuatro años. Cada vez que él regresaba a casa, de vuelta de Phoenix, ella preparaba su escena. «¿Cómo te fue la pasada noche?», solía preguntarle yo. «Muy convincente, creo», me respondía ella. Entonces me contaba, porque yo sentía curiosidad, cómo se las arreglaba para reafirmar a su marido de que ella era todavía apasionada y él todavía era deseable. Pero sucedió algo singular. Esas mismas técnicas, los trucos del negocio del matrimonio, comenzaron a surgir en nuestra relación. Yo estaba preparado para ellas; de hecho, las estaba esperando. Así que cuando vino esa tarde con su ultimátum, no pude evitar el pensar: Martha, cariño mío, este papelito hubieras debido hacerlo hace tres años, cuando la cosa era auténtica. En aquella época yo me hubiera precipitado a ver un abogado para el divorcio. Y dejar que sucediera lo que debiera suceder a tu madre. Pero, pasar de un ritual establecido a otro, ¡no! Voy a decirte que si encuentro a alguien que logre reavivar mi vida, voy a dedicársela enteramente, renunciaré a mi profesión, cerraré mi gabinete, arrancaré mi placa, y borraré mi nombre del listín telefónico. Tengo algunas rentas, bonos libres de impuestos; no soy escandalosamente rico, pero tengo todo el dinero que pueda menester en mi vida. No trabajaría ni un día más de mi vida. Viajaría y leería, volvería a la escuela, exploraría las regiones de la Tierra y las razas humanas, iría al África y a la China, aprendería a tocar el piano y me consideraría a mí mismo con asombro, otra vez… pero aquí estoy, víctima de una perdonavidas.

– ¿Madre?

– ¡Una perdonavidas! Me está amenazando todos los días.

– ¿Con qué?

– ¡Con el suicidio! Envía a Manuel a comprar pastillas para dormir. Por gruesas. Afortunadamente yo tengo una gran influencia sobre Manuel y él me lo cuenta inmediatamente. Le entrego pastillas inocuas, de todos los colores, y Manuel se las da a ella. La noche antes de que tú vinieras se tomó cuarenta de una vez, vació el frasco. Cuando volví a casa la encontré en el baño, con la piel blanca e hinchada. Había estado en la bañera, durante horas, esperando que mis pastillas le hicieran efecto. Lo que me dijo es que no tenía fuerzas para salir de la bañera. ¿Has intentado alguna vez levantar el peso muerto de una mujer, resbaladiza, para sacarlo de una bañera con agua tibia?

– ¿Cuánto tiempo había estado allí?

– No hay manera de saberlo. Su piel estaba blanda. Veo que eso te sorprende. Me alegro. Pero lo peor de todo ello, para mí, es que estoy atrapado psicológicamente. Dime por qué he de pasarme la vida en las arenas movedizas de la culpabilidad, viviendo con una persona que me está acusando continuamente con cada una de sus actitudes, palabras y miradas. No sé por qué te estoy contando todo esto; no te importa un comino.

– Papá, sí me importa.

– No te creo. Si te importase ya habrías notado algo de todo lo que te he contado hace muchos años. Su arma más cruel es su bondad y su paciencia. No importa lo tarde que yo vuelva a casa, ella siempre me espera. O se ha dormido, en el sofá de abajo, sin haberse desnudado todavía. Y en su rostro hay todavía la expresión de una sonrisa santificada. Así yo podré saber, al mismo tiempo, que vuelvo a casa muy tarde, pero que ella me ha perdonado. Así que entonces yo debo despertar a la mártir, que es una perdonavidas, llevarla arriba y ponerla en la cama. Allí, por unos instantes, ella se reanima, y me dice algo por el estilo de: «¿Y cómo has pasado el día, cariño?» Conversación normal entre marido y mujer, ¿sabes?, a la que yo, naturalmente, no puedo responder. No puedo contarle que he estado con Martha, ¿no crees? Bueno, todo eso ha terminado. Pero, ¿qué puedo decir? Intento encontrar alguna respuesta, hablarle de alguna operación y cosas parecidas. Pero ella ya se ha dormido, con esa sonrisa de todo-perdonado, a la mitad de mi segunda frase. Así que, finalmente, acabo de desnudarla y meterla en la cama y ella dice: «Arrópame bien, cariño.» Me llama cariño, como solía hacerlo de recién casados. «¡Arrópame bien, cariño!» Ya sé que a ti te pareceré muy cruel, pero ya no me importa en absoluto.

– Lo siento por ella y lo siento por ti.

– ¡Sólo eres capaz de eso! ¡Que Dios te bendiga! Pero, a lo mejor, hasta podrías darte cuenta de que cuando se hace la mártir lo que está haciendo en realidad es castigarme a mí. Cuando adopta ese papel de víctima, tan paciente, tan generosa, soportando la increíble villanía de un hombre que… ¿Cómo? ¿Qué has dicho?

Ed Laffey estaba en el bar.

– No he dicho nada -dijo Ethel.

– Bueno, pues di algo ¡por el arnor de Dios! -vociferó Ed-. ¡Respóndeme! ¿No te das cuenta?

– Sí, me doy cuenta.

– Lo dudo. Lo dudo realmente.

El doctor se sirvió un doble.

– Me acuerdo continuamente de mi padre -dijo Ed Laffey-. Hacia el final de su vida la sangre no le circulaba. Primero se le enfriaban los pies, se le entumecían y se le ponían verdes. Los médicos le amputaron una pierna para salvar su vida, así lo dijeron. La enfermedad afectó entonces a su cerebro, que no recibía el oxígeno necesario. Le recuerdo bien, sentado en el sofá, mirando al otro lado de la habitación y diciendo: «¡Aquí viene Shep, conduciendo el ganado!» Y señalaba como si estuviera mirando el panorama por una ventana abierta al campo. Shep era el perro pastor del rancho de su padre. Yo pensaba, viéndolo morir: aquí está este hombre, atrapado en un universo totalmente irreal. Pero mi universo, ahora, aquí, es igualmente irreal. Y añadiéndole la calamidad de que yo soy un hombre sano, con apetitos normales y muy curioso. Estoy tan atrapado como lo estaba mi padre. Punto. Tu madre es mi carcelero. Ella tiene toda la razón y yo soy el equivocado, y éste es mi castigo. Ni tan siquiera puedo disfrutar de los placeres normales mientras ella viva. Y no estoy hablando de aventuras, sino de los placeres corrientes de la vida.

Terminó su bebida, se volvió y señaló en la distancia.

– Aquí viene Shep -dijo- conduciendo el ganado. -Se echó a reír entonces, vio algo expresado en el rostro de Ethel, y se detuvo bruscamente.

– ¿Qué pasa? -preguntó Ethel.

– Estás sonriendo otra vez de esa misma manera.

– No de esa manera otra vez.

– Claro que algunas veces siento deseos de que se muera. ¿Podría culparme por ello? Naturalmente que estoy tenso y no me porto bien, incluso en el terreno profesional. Hace un par de días el bisturí se me escapó de las manos durante una operación, la de la mano de ese bastardo. Por ese desliz, la parte más infinitesimal de un milímetro, hubiera podido terminar mi carrera y con toda mi pretensión de presumir de nervios de acero y una mano siempre firme. Ese desliz hubiera podido liberarme. No me pasaría lo que finalmente me sucederá… me va a estallar la cabeza. ¡Por ese diminuto desliz! ¿Puedes entender eso?

– Sí, papá.

– ¡Sí, papá! No te creo. La única manera en que tú puedes verlo, mi querida hija, es viéndome a mí como un sinvergüenza y a ella como una santa.

– Yo no creo eso.

– Pues vete a la cama. Desaparece gentilmente de mi vista.

Ethel no se movió.

– Lo que yo no consigo entender de ti -dijo Ed, y Ethel observó el dolor que su voz expresaba-, es por qué me odias.

– No te odio, papá, de verdad no te odio.

– Oh, querida mía, sí me odias. En otro tiempo tú eras la única cosa que me importaba en este mundo, y de pronto… ¿Qué es lo que te hice? No es posible que una frase espontánea, tres palabras, pronunciadas hace tanto tiempo. Ni por la manera de decirlas: ¡No hagas eso! ¿Esperas que yo me crea que tú me guardas todavía rencor por eso? Ha de haber algo más. Pero, ¿qué? ¿Qué te he hecho yo, aparte romperme la cabeza intentando ayudarte, intentando resolver el enigma de tu repentino impulso para revolcarte con cualquier muchacho granujiento de la clase de segundo año de Northside High…?

– Oh, papá, no fueron tantos.

– Lo que todavía no comprendo -prosiguió el doctor, como si Ethel no lo hubiera interrumpido-, excepto que de algún modo muy embrollado, es que tú estás convencida de que fue por culpa mía.

– ¿Cómo podría culparte de eso, papá?

– ¿Estamos diciendo la verdad esta noche?

– Fuiste un buen padre.

– Gracias. Me alegro que digas eso, aunque no creo que lo digas sinceramente. Lo finges, pero lo haces muy bien.

– No digas más bobadas, papá. Aunque yo estuviera muy enfadada contigo, yo te quería. Y ahora me siento liberada de ti, pero todavía te quiero.

El doctor estuvo callado un momento. Ethel no llevaba ninguna máscara ahora y él dejó caer la suya finalmente.

– Dilo otra vez, Ethel -dijo, sin mirarla, apenas murmurando las palabras-. Di eso otra vez.

Ella lo rodeó con sus brazos y lo besó.

El la sostuvo en silencio, escondiendo su cabeza en el hombro de Ethel.

– Estás desilusionado únicamente, papá -dijo Ethel.

– ¿Contigo? Nunca.

– Contigo mismo. O con Teddy. En quién es él. No sé. Vamos, estamos diciendo la verdad.

– Bueno, un padre, ¿sabes?, es un hombre insensato. Del modo que yo lo veo, tú hubieras podido ser la esposa del Presidente de los Estados Unidos, y le hubieras hecho un gran honor. ¿Qué esperas de mí? ¿Franqueza? Claro que estoy desilusionado. Y también estoy loco.

– Lo comprendo.

– ¿Puedo decirte algo, por favor? ¿Antes de que sea demasiado tarde?

– Es mejor que lo hagas.

– ¡Piénsalo bien! Es posible que yo tenga razón cuando hablo de tus griegos. Del padre estoy muy seguro. Pero, después de todo, tú no te casas con el padre. Pero, ¿y el muchacho? ¿Crees que está a tu altura? Tú eres… a pesar de lo que sucedió… una mujer fuerte. ¿Será él igual a ti? ¿Está él…cuál es la palabra? Sólo puedo atinar en una palabra muy arrogante. Ese muchacho, ¿es suficientemente bueno para ti? Esto es tan importante… No la parte del matrimonio. Simplemente aquel con quien compartes tus días. Ese muchacho tan amable, tan decente, ¿es lo suficientemente hombre para ti?

– ¡Puedo asegurarte que lo es! Tú no lo conoces.

– Tal como yo lo veo, tú lo tienes todo, ahora que ya estás terminando con las tonterías de tus años de adolescencia: cerebro, gusto… no, eso no, todavía no, pero aspecto, energía, curiosidad, valor, todo. A mí me resulta difícil apreciar cuál es su atractivo. Es firme. Se puede confiar en él. Supongo que ésas son virtudes que yo no sé apreciar debidamente. Yo lo veo, más bien, como un oficial de tercera clase, supercorrecto, sin la inquietud de llegar a ser algo más. A mí me gustan los luchadores. Los que rompen lanzas. ¡Ese chico es tan condenadamente amable! Hasta le gusto. Esto no es natural. Hubiera debido sentir un antagonismo incontrolable contra mí. Como yo lo siento hacia él.

Ed Laffey dudó un momento, y se acercó entonces a Ethel quedando de pie a su lado, mirando al suelo.

– No me hagas mucho caso -dijo-. Estoy borracho.

Parecía como si fuese a besarla. Pero quizá no estaba seguro de que ella le respondiera, porque se volvió y caminó entrando en la oscuridad hasta donde la escalera se elevaba.

A medio subir, se detuvo, sonrió a Ethel y le dijo:

– Aquí viene Shep, conduciendo el ganado.

Y desapareció.


  1. <a l:href="#_ftnref12">[12]</a> En lenguaje popular: mujer perdida, zorra. (Nota del Traductor.)

  2. <a l:href="#_ftnref13">[13]</a> Pergamino utilizado en la práctica del judaismo. (Nota del Traductor.)